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Novela de la tía fingida



Pasando por una calle de Salamanca dos estudiantes mancebos, más amigos del baldeo o rodancho que de Bártulo o Baldo, alsaron acaso los ojos a una ventana y vieron en ella una celocía puesta, que otras veses no habían visto; y pareciéndoles cosa nueva, repararon, considerando qué novedad era aquélla, porque ellos sabían que en aquella casa no vivía gente que requiriese poner celocías en las ventanas. Quiciéronse informar de un vezino oficial que pared en medio estaba, el cual les dijo:

-Señores, habrá ocho días que vive en esta casa una señora forastera, medio beata y de mucha autoridad. Tiene consigo una doncella de estremado parecer y donaire, que dicen que es su sobrina. Sale con escudero y con dos amas, y, a lo que parece, es gente honrada y de gran recogimiento: hasta ahora no he visto entrar a nadie a visitallas, ni sé si son desta ciudad o si han venido de fuera; sólo sé que la mosa es hermosa y honesta, y que el trato y el fausto de la tía no es de gente pobre.

La relación que dio el oficial a los estudiantes les puso codicia y gana de saber aquella aventura, porque, con ser pláticos en la ciudad, no imaginaban que tal tía y sobrina hubiese en toda ella; a lo menos para que viniese a morar y vivir en aquella casa, que llevaba de suelo habitar siempre en ella mujeres que comúnmente el vulgo suele llamar cortezanas o enamoradas.

Eran cuasi las doce y la casa estaba cerrada por de fuera, por do coligieron o que no comían en casa o que presto vendrían; y no les salió vano su pensamiento, porque de allí a poco rato vieron venir a una reverenda matrona con unas tocas blancas como la nieve, que casi llegaban al suelo, plegadas sobre la frente, y un gran rosario de cuentas sonadoras echado al cuello, que a la sintura le llegaba; manto de seda y lana, guantes blancos sin vuelta, y un báculo o junco de Indias a la mano derecha, y a la isquierda un escudero de los del conde Fernán González.

Delante venía su sobrina: mosa, al parecer, de dies y siete a dies y ocho años, de rostro mesurado, más aguileño que redondo; ojos negros y rasgados, cejas tiradas y bien compuestas, pestañas negras, y encarnada la color del rostro; los cabellos castaños y crespos por artificio, según se descubrían por ambas sienes, aunque traía la toca baja; saya parda de paño fino, ropa justa de bayeta frisada; el chapín de terciopelo negro, con sus varillas al uso de bruñida plata; guantes olorosos, y no de polvillo sino de ámbar. El ademán era grave, el mirar honesto, el paso airoso. Mirada en partes, parecía muy bien, y en el todo, mucho mejor; y aunque la condición de los dos manchegos era como la de los cuervos nuevos, que a cualquiera carne se abaten, vista la de la nueva garsa, se abatieron a ella con todos sus cinco sentidos, quedando suspensos de ver tal donaire y apostura; que esta prerrogativa tiene la hermosura y buena gracia, que aunque cubierta de sayal, por medio de la toca helada se descubre su excelencia y valor, y se hace mirar y admirar aun de los corazones rústicos. Venían detrás dos dueñas de las que llaman de honor y de las que enfadan el mundo y atosigan las almas de aquellos que con ellas tratan: gente que viven como de nones o demás ya en la tierra.

Pues con todo este estruendo y aplauso llegó esta buena señora a su casa, y abriendo el escudero la puerta, se entraron en ella; bien es verdad que al entrar los estudiantes derribaron los bonetes con gentil modo de criansa, plegando sus rodillas y inclinando sus ojos, como si fueran los más benditos y corteses hombres del mundo. Enserrarónse las señoras; quedáronse ellos en la calle, pensativos y medio enamorados, y dando y tomando brevemente entrambos a dos en lo que hacer debían, creyendo sin duda que, pues aquella gente era forastera, que no habían venido allí para aprender leyes, sino para falsearlas. Acordaron de dallas aquella misma noche una música; que éste es el primer servicio que a sus damas hacen los estudiantes pobres.

Fuéronse luego a dar finiquito a una atenuada porción y en comiendo, convocaron sus amigos; juntaron sus guitarras, previnieron los músicos y fuéronse a un poeta de los muchos que sobran en aquella Universidad, al cual encomendaron que sobre el nombre de Esperanza -que así se llamaba la ley de sus ojos; que ya por tal la tenían-, les compusiese lo que más fuese servido para cantar aquella noche; pero en todo caso se había de nombrar en la canción el nombre de Esperanza, encargándose dello el poeta; y en menos de no nada, mordiéndose las uñas y rascándose las sienes, forjó de manera un soneto, malo como la brevedad y el ingenio del poeta requería. Dijósele a los enamorados, contentóles mucho, acordaron que él mesmo se lo fuese diciendo a los músicos, porque no había lugar de tomarlo de memoria.

Llegóse en esto la noche y la hora acomodada para la solemne fiesta; juntáronse media docena de matantes y cuatro músicos de vos y guitarras, un salterio, una arpa, doce senserros y una gaita zamorana, treinta broqueles y otras tantas cotas, y una gran procesión de paniaguados y bienhechores. Con todo este estruendo y aparato llegaron a la calle de la señora, y en entrando por ella, sonaron los senserros con tanto ruido, que puesto que la noche había ya pasado el filo y aun el corte de la quietud, no quedó persona en toda la calle que no dispertase y a las ventanas se pusiese; sonó luego la gaita las gambetas y acabó con el esturdión casi a la puerta de la dama. Luego, al son de la arpa, ditando el lánguido poeta su pervertido y mal limado soneto, le cantó un músico en vos acordada y suave, el cual dicen que decía desta mala manera:




Soneto


   En esta casa yaze mi Esperanza,
a quien yo con el alma y cuerpo adoro,
Esperanza de vida y de tesoro,
que no la tiene aquel que no la alcanza.
   Si yo la alcanzo, tal será mi andanza,
que no envidie al francés, al indio, al moro;
por eso tu favor gallardo imploro,
Cupido, dios de toda dulce holganza.
   Que, aunque es esta Esperanza tan pequeña,
que apenas tiene años dies y nueve,
será el que la alcansare un gran gigante.
   Cresca el incendio, añádase la leña,
¡oh Esperansa gentil!, al que se atreve
a no ser en serviros vigilante.

Apenas se acabó de cantar este descomulgado soneto, cuando dijo uno de los circunstantes, graduado in utroque, a otro que al lado tenía, en voz bien levantada:

-¡Voto a tal, que no he oído mejor estrambote en todos los días de mi vida! ¿Ha visto vuesa merced aquel acordar de versos, y aquel jugar del vocablo con el nombre de la dama, y aquel imploro tan bien encajado, y los años de la niña tan bien engeridos, con aquella comparación tan bien traída de pequeña a gigante? Pues la maldición o imprecación postrera me digan, con aquel admirable y sonoro vocablo de incendio. Juro a tal, que si conociera al poeta que tal soneto compuso, que le había de enviar mañana media docena de chorizos que me trajo esta semana el arriero de mi tierra!

Por sola esta palabra de chorizos, creyeron los circunstantes que el que las alabansas hacía, sin duda, era estremeño; y no se engañaron, que después se supo que era de un lugar que está en Estramadura, junto a Carayzejo, y de allí adelante quedó en opinión de todos por hombre docto y versado en el arte poética, sólo por haberle oído desmenusar tan bien el cantado y enca[n]tado soneto.

A todo esto se estaban las ventanas de la casa cerradas, de lo que se desesperaban los manchegos; pero, con todo esto, al son de las guitarras y a tres voses, segundaron con los versos de un romance que pareció hecho aposta, aunque de otra mano e ingenio que la del soneto pasado, los cuales fueron estos:




Romance


    Salid, Esperanza mía,
a favorecer el alma,
que sin vos agonisando,
casi el cuerpo desampara.
Las nubes del temor frío
no cubran vuestra luz clara,
que es mengua de vuestros soles
no rendir quien los contrasta.
En el mar de mis enojos
tened tranquilas las aguas,
si no queréis que el deseo
dé al través con la Esperanza.
Por vos espero la vida
cuando la muerte me mata,
y la gloria en el infierno,
y en el desamor la gracia.

A este punto llegaban del romanse, cuando sintieron abrir la ventana y vieron que a ella se asomaba una de las dueñas que aquel día habían visto, la cual les dijo:

-Señores, mi señora doña Claudia de Astudillo y Quiñones suplica a vuesas mercedes la reciba tan señalada que se vayan a otra parte a dar esta música, por escusar el mal ejemplo que se da a la vesindad, respeto de que ella tiene una sobrina donsella, que es mi señora doña Esperanza de Torralba Meneses y Pacheco, y no le está bien a su profeción que semejantes cosas se hagan a su puerta, que de otra manera y por otro estilo y con menos escándalo la podrá recibir de vuesas mercedes.

A lo cual respondió uno de los pretendientes:

-Hacedme regalo y merced, señora, de decir a mi señora doña Esperanza de Torralba Meneses y Pacheco, que se asome a la ventana, que le quiero decir solas dos palabras que son de su manifiesta utilidad.

-¡Huy -dixo a esto la dueña-, en eso está por cierto mi señora! Sepa, señor mío, que no es de las que piensa, porque es mi señora principal y muy discreta, y muy leída y escribida, y no hará lo que le piden si la cubriesen de perlas.

Estando en estas palabras con la dueña repulgada del Huy y las perlas, asomó por la calle gran t[r]opel de gente, y creyendo los de la música que era la justicia de la ciudad, se hicieron todos una rueda y recogieron en medio del escuadrón el bagaje de los músicos; y como llegó la justicia, comensaron a repicar los broqueles y a crujir las mallas, a cuyo son no quiso la justicia dansar la dansa de espadas, sino pasarse de largo, por no parecelles aquella feria de ganancia alguna. Quedaron ufanos los bravos y quicieron proseguir su comensada música; mas uno de los dos estudiantes señores de la máquina, no quiso si la señora no se asomaba a la ventana; pero aunque tornaron a llamar a la dueña, no fue posible que respondiese, de lo cual enfadados todos, quisieron apedrealle la casa y dalle de repente alguna matraca: condición propria de mosos en casos semejantes. Enojados con todo esto, quicieron hacer la refaición con otros villansicos. Tornó a sonar la gaita, y acabaron con el enfadoso ruido de los senserros.

Casi el alba sería cuando el escuadrón se deshizo, mas no se deshizo el enojo que los manchegos tenían de ver lo poco que había aprovechado su música, y con él se fueron a la casa de un principal caballero, estudiante, moso, rico, enamorado, gastador y amigo de valientes, al cual los dos le contaron muy por estenso su intención y suseso: dijéronle las partes de la dama, su brío, su gracia y apostura, con la gravedad de la tía y el poco o ningún remedio que tenían para gosar la donsella, pues el de la música, que era el primero y el postrero que ellos podían hacer, no les había podido servir de más de indignarla.

El caballero, que era de los del campo través, no tardó mucho en ofrecerles que él la conquistaría para ellos, costase lo que costase, y aquel mesmo día envió un largo y comedido recado a la señora doña Claudia, ofreciéndole a su servicio la persona, la hacienda y la vida. Informóse del paje la astuta Claudia de la calidad de su señor, su condición, su renta, la edad, el ejersicio, como si le hubiera de tomar para verdadero yerno. El paje, diciéndole verdad, le respondió de manera que ella quedó más que medianamente satisfecha, y envió con él la dueña del Huy, con la respuesta no menos luenga y comedida que había sido la embajada.

Entró la dueña; recibióla el caballero cortésmente; asentóla junto a sí en una silla, y quitóle el manto de encima de la cabesa, y dióle un pañisuelo con que se limpiase el sudor, que venía algo fatigadilla del camino, y antes que le dijese palabra del recado que traía, hizo que sacasen una caja de conserva, y él por su mano le dio a comer, haciéndole enjaguar los dientes con dos docenas de tragos de vino de lo del santo, con lo que quedó hecha una amapola, y más contenta que si le hubieran dado una canungía.

Propuso luego su embajada con sus torcidos y acostumbrados vocablos, y concluyó con una muy formada mentira, diciendo que su señora doña Esperanza de Torralba Meneses y Pacheco, estaba tan pulzela como su madre la parió; pero, con todo eso, para su merced no había de haber puerta de su señora cerrada.

Respondióle el buen Galaor -que así era la condición del señor caballero-, que todo cuanto le había dicho del conosimiento, valor y hermosura y principalidad -por hablar a su modo- de su ama lo creía; pero aquello del pulcelasgo se le hacía algo durillo, y que así le rogaba que en este punto le declarase la verdad de lo que sabía, y que le juraba, a fe de caballero, que si le desengañaba, darle un manto de seda de los de cinco en púa. Luego no fue menester dar otra vuelta al cordel del ruego, ni atesarle los garrotes, para que la melindrosa dueña confesase, porque la tela del prometido manto, aunque invisible, se le puso ante los ojos, y sin mirar lo que hacía, dijo que su señora estaba de tres mercados, o por mejor decir, de tres ventas, añadiendo el cuánto, el con quién y adónde, con otros mil géneros de circunstancias, con que quedó don Félix -que este era el nombre del caballero- satisfecho de todo aquello que saber quería, y acabó con ella que aquella misma noche le enserrase en casa, que quería hablar a solas con la Esperanza, sin que lo viese o supiese la tía. Despidióla con ofrecimientos que llevó de su parte a sus amas, dándola así mesmo en dinero aquello que podía costar el negro manto; tomó la orden que tendría para entrar aquella noche en su casa, y con esto ella fue loca de contento, y él quedó pensando en su ida y esperando la noche, que ya le parecía que tardaba mil años, según deseaba verse con aquellas compuestas fantasmas.

Corrió el tiempo como suele y pasáronse las olas volando, y entrándose el día por las puertas del poniente, asomó la noche por las del oriente, sentada en su estrellado coro, mostrándose favorable y verdadera a todo malhechor y a todo enamorado pensamiento. A la sombra della, hecho como dicen un San Jorge, sin querer dar parte a sus amigos ni criados, se fue don Félix adonde halló que la dueña le esperaba, y abriéndole la puerta con mucho tiento, le metió en casa, y con grandísimo silencio, le puso en un aposento escuro, detrás de unas cortinas de una cama, diciéndole con vos baja que no hiciese algún ruido, que aquella era la cama de su señora Esperanza, la cual ya sabía que estaba allí, y que, sin que su tía lo supiese, a persuación suya estaba de parecer de darle todo contento que desease, y apretándole la mano don Félix en señal que así lo haría, se salió la dueña y él se quedó solo detrás de la cama, esperando en qué había de parar aquel enredo.

Serían las nueve de la noche, cuando entró a esconderse don Félix, y una sala más adelante estaba la tía sentada en una silla baja de espaldas, y la sobrina en un estrado frontero, y en medio un gran brasero de lumbre; la casa estaba toda en silencio, el escudero ya acostado, la una de las amas retirada; sólo la sabidora del negocio estaba en pie, y andaba de una parte a otra persuadiendo a su señora que se acostase, afirmando que las nueve que habían dado eran las dies, deseosa que sus conciertos viniesen a efeto, que eran que entre ella y su señora la mosa habían ordenado que, sin que la Claudia lo supiese, todo aquello con que don Félix cayese y pechase, fuese para ellas solas, sin que la otra tuviese que ver en ello; la cual era tan mesquina y avara, y tan señora de lo que la sobrina adquiría, que jamás la daba un solo real para comprar lo que extraordinariamente hubiese menester, y pensaban sisalle este contribuyente de los muchos que esperaba tener andando los días; pero, aunque sabía que don Félix estaba en casa, no sabía la parte adonde estaba ascondido. Cobijada, pues, del mucho silencio y de la conmodidad del tiempo, porque le dio gana de hablar a doña Claudia, y así, en media vos, desta manera comensó a decir:

-Muchas veses te he dicho, Esperanza mía, que no te pasen de la memoria los documentos y advertimientos que te he dado, los cuales, si los guardas como debes, te servirán de tanta utilidad y provecho, cuanto la mesma verdad y esperiencia te lo dará a entender; no pienses que estamos aquí en Plasencia, de donde eres natural, ni en Zamora, donde comensaste a saber que cosa es mundo, ni menos en Toro, donde diste el tercer esquilmo de tu fertilidad, que todas estas tierras son habitadas de gente buena y llana, no tan intricada y versada en malicias como es la en que ahora estamos. Adviértote, hija, que estás en Salamanca, que es llamada madre de las sciencias, tesorera de las habilidades; y que en ella de ordinario están y habitan dies o doce mil estudiantes: gente mosa, antojadisa, arrojada, liberal y discreta. Esto es en lo general, pero, en lo particular, como todos o los más son forasteros y de diferentes provincias, no tienen todos unas mesmas condiciones: los viscaínos, aunque son pocos, es gente corta de razones, pero si se pican, son largos de bolsa; los manchegos es gente avalentada y que llevan el amor a mojicones; hay una masa de aragoneses, catalanes y valencianos: tenlos por gente pulida, olorosa y bien criada, y no les pidas más. Los castellanos nuevos, tenlos por nobles de pensamientos, y que si tienen, dan, y si no dan, no piden; los estremeños tienen de todo, y son como alquimia, que, si llega a plata, lo es, y si al cobre, lo mesmo; los andaluces son agudos, astutos y no nada miserables; los portugueses hay algunos: has cuenta que el mismo amor vive en ellos envuelto con la lazeria.

Mira, pues, Esperanza, con qué variedad de gentes has de tratar, y si será menester que, habiéndote de engolfar en un mar de tantos inconvenientes, te señale un norte y estrella por donde te guíes y rijas, porque no dé al través el navío de nuestra intención y echemos al agua la mercadería de mi nave, que es la de tu gentil cuerpo y tu donaire y gentileza.

Advierte, niña, que no hay maestro en toda esta universidad, por más afamado que sea, que sepa tan bien leer su facultad como yo te podré enseñar en esta del arte mundanal que profesamos, que por muchos años y por mucha experiencia puedo estar jubilada en ella; y aunque lo que ahora te quiero decir es parte del todo de lo que otras muchas veses te he dicho, con todo eso, quiero que me estés atenta y me des grato oído, porque no todas veses lleva el marinero tendidas las velas de su navío, ni todas las veses las lleva cogidas, porque, según el viento, tal el tiento.

Estaba a esto todo la niña Esperanza escarbando el brasero con un cuchillo, la cabesa baja, sin hablar palabra, y al parecer muy atenta a todo lo que la tía la iba diciendo; pero, no contenta Claudia con esto, la dijo:

-Alsa, niña, la cabesa; deja de escarbar el fuego; clava en mí los ojos; no te duermas, que, para lo que te pienso decir, otros cinco sentidos más de los que tienes quisiera que tuvieras para aprenderlo y apercebirlo.

A lo cual replicó Esperanza:

-Señora tía, no se canse en añadir su arenga, que ya me tiene quebrada la cabesa con las muchas veses que me ha predicado y advertido de lo que me conviene y de lo que tengo de hacer; no quiera ahora de nuevo tornármela a quebrar; ¿qué más tienen los hombres de Salamanca que los de las otras tierras? ¿Todos no son de carne y güeso? ¿Todos no tienen alma y cinco sentidos? ¿Qué importa que tengan algunos más letras o estudios que los otros hombres? Antes imagino yo que los tales son los que más presto se siegan, porque tienen entendimiento para conocer y estimar lo que vale la hermosura. ¿Hay más que insitar al tibio, animar al cobarde, refrenar al presuntuoso, despertar al dormido, convidar al descuidado, acariciar al rico, desengañar al pobre, alabar al necio, solemnisar al discreto, ser ángel en la calle, santa en la iglecia, honesta en casa y demonio en la cama?

Señora tía, ya todo esto yo me lo sé de coro: si hay otras cosas de nuevo que avisar y advertirme, déjelas para otra coyuntura, porque sepa que toda me duermo, y no estoy para poderla escuchar; una cosa le aseguro y quiero que esté della muy cierta: que no me dejaré más martirisar de su mano por toda la ganancia que se me puede ofrecer. Tres flores he dado, y tantas ha vuesa merced vendido, y tres veses he pasado martirio insufrible. ¿So yo por ventura de bronce? ¿No tienen sentido mis carnes? ¿No hay más sino dar puntadas en ellas como ropa desgarrada? ¡Por el siglo de la madre que no conosí, que no lo tengo más de consentir! Deje, señora, rebuscar mi viña, que a veses es más sabroso el rebusco que el esquilmo principal. Y si todavía está determinada que mi jardín se venda por entero y jamás tocado, busque otro modo de serradura para su puerta, porque la del sirgo y aguja no hay pensar que más llegue a mí.

-¡Ay, boba, boba -replicó la vieja-, y qué poco sabes destos achaques! No hay cosa que se le iguale para ese menester como la del aguja y sirgo colorado; todo lo demás es andar por las ramas; no vale nada el zumaque y vidrio; vale menos la sanguijuela y la mirra; no es de provecho la cebolla albarana y el papo del palomino, que todo es aire y que no hay rústico alguno que, si tantico quiere estar en ello, no caiga en la cuenta de la moneda falsa. Vívame mi dedal y aguja, y vívame juntamente tu paciencia y constancia, y venga a embestirte todo el género humano, que tú quedarás con honra, y ellos engañados, y yo con más ganancia que la ordinaria.

-Yo confieso que es así, señora, lo que dices -replicó Esperanza-, pero, con todo eso, estoy resuelta en mi determinación, aunque se menoscabe mi provecho; cuanto y más que en la tardansa de la venta está el perder la ganancia que se puede adquirir abriendo tienda desde luego; y más, que no hemos de hacer aquí nuestro asiento y morada, que si, como dice, hemos de ir luego a Sevilla a la venida de la flota que se espera, no será razón que se nos pase el tiempo en flores aguardando a vender la mía, que ya está marchita. Váyase a dormir, señora, y piense en esto, y mañana podrá tomar la resolución que mejor le pareciere; que al cabo habré de seguir sus consejos, pues la tengo por madre y más que madre.

Aunque aquí llegaban de su plática la tía y sobrina, la cual toda la había oído sin perder palabra don Félix, y estaba admirado de entender semejantes embustes como encerraban aquellas dos mujeres, al pareser tan honestas y buenas, cuando, sin ser poderoso a otra cosa, comensó a estornudar con tanta furia, que se pudiera oír en la calle el estruendo. Al cual se levantó doña Claudia toda alborotada y confusa, y tomando la vela en la mano, entró en el aposento donde estaba la cama de Esperanza, y si como se lo hubieran dicho, y ella lo supiera, se fue derecha a ella, y alsando las cortinas, halló al señor caballero empuñado en su espada y puesto a punto de guerra.

Así como le vio la vieja, comensó a santiguarse, diciendo:

-¡Jesús y valme! ¿Qué desventura es esta? ¡Hombres en esta casa, y en tal lugar y a tales horas! ¡Desdichada de mí y de mi honra! ¿Qué dirá quien lo supiere?

-Sosiéguese vuesa merced, mi señora doña Claudia -dijo don Félix-, que yo no he venido aquí por su deshonra y menoscabo, sino por su honor y provecho. Soy caballero, y rico, y sobre todo, enamorado de mi señora doña Esperanza, y para alcansar lo que merecen mis deseos, he procurado, por cierta negociación que vuesa merced sabrá algún día, de ponerme en este lugar, no con otra intención sino de ver desde cerca quien desde lejos me ha hecho quedar sin mí; y si esta culpa merece alguna pena, en parte estoy donde se me puede dar, que ninguna me vendrá de su mano que yo no estime y tenga por muy crecida gloria.

-¡Ay, sin ventura -tornó a replicar Claudia-, y a qué de peligro están puestas las mujeres que viven sin maridos y sin hombres que las defiendan y amparen! ¡Ahora sí que te echo menos, malogrado de ti, don Juan de Bracamonte, mal desdichado consorte mío, que si tu fueras vivo, ni yo me viera en esta ciudad, ni en la confución que me veo! Vuesa merced, señor mío, sea servido de volverse por donde entró, y si algo quiere desta casa, de mí o de mi sobrina, desde fuera se podrá negociar con más espacio, con más honra y con más provecho y gusto.

-Para lo que yo quiero, señora mía, lo mejor que hay es que esté dentro de casa; la honra por mí no se perderá; la ganancia está en la mano, y el gusto sé que no ha de faltar; y para hacer verdaderas estas palabras, esta cadena de oro doy por fiador dellas.

Quitándose al punto una buena cadena del cuello, que podía valer cien ducados.

Y así como la vio la dueña del concierto, antes que su ama respondiese, dijo:

-¿Hay príncipe en la tierra como este, ni papa, ni emperador, ni perulero, ni aun canónigo? Señora doña Claudia, por vida mía, que no se trate más deste negocio, sino que haga luego todo lo que este señor quiciere.

-¿Estás en tu seso, Grisalba? -que así se llamaba la dueña-, estás en tu seso? Di, loca desatinada -dijo doña Claudia-. -¿Y la limpiesa de Esperanza, su donceles no tocada, así se había de aventurar, sin más ni más, cebada desta cadenilla? ¿Estoy yo tan sin seso que me tengo de dejar cebar de su resplandor, ni atar de sus eslabones? ¡Por el siglo del que pudre, que tal no sea! Vuesa merced se vuelva a poner su cadena, y mírenos con mejores ojos, y entienda que, aunque solas, somos principales, y que esta niña está como su madre la parió, sin que haya persona en el mundo que pueda decir otra cosa; y si en contra desta verdad hubieren dicho alguna mentira, todo el mundo se engaña, y al tiempo y a la experiencia doy por testigos.

-Calle, señora -dijo a esta sasón Grisalba-, que yo sé poco, o que me maten si este señor no sabe la verdad de todo el hecho de mi señora la mosa.

-¿Qué ha de saber, desvergonsada -replicó la Claudia-, qué ha de saber? ¿No sabéis vos que la limpiesa de mi sobrina...?

-Por cierto, bien limpia soy -dijo entonces la Esperanza, que estaba en mitad de la sala como embobada y suspensa, mirando lo que pasaba-, y tan limpia, que no ha una hora que, con todo este frío, me he vestido una camisa.

-Esté vuesa merced como estuviere -dijo don Félix-, que sola por la muestra del paño que he visto, no saldré de la tienda sin comprar toda la piesa; y para que no me deje de vender por melindre o ignorancia, sepa, señora Claudia, que he oído toda la plática o sermón que ha hecho a la niña, y que no se ha dado puntada en la costura que no me haya llegado al alma, porque quiciera ser el primero que esquilmara este majuelo, aunque se añadiera a esta cadena unos grillos de oro y unas esposas de diamantes; y pues estoy tan al cabo desta verdad, úsese de mejor término comigo, con protestación que por mí nadie sabrá en el mundo el rompimiento desta muralla, sino que yo mesmo seré el pregonero de su enteresa y bondad.

-¡Ea! -dijo Grijalba- buen provecho le haga; suya es la joya, a pesar de maliciosos. Para en uno son; yo los junto y los bendigo.

Y tomando de la mano a la niña, se la llevaba a don Félix; de lo que se encolerisó tanto la Claudia, que, quitándose del pie un chapín, comensó a dar a Grijalba como en real de enemigos; la cual, viéndose tratar de aquella suerte, echó mano de las tocas de Claudia, que no le dejó pedaso en la cabesa, y descubrió la buena señora una calva muy reluciente y un pedaso de cabellera postisa colgada de un lado, con que quedó con la más fea catadura del mundo. Y viéndose parar tan mal de su criada, comensó a dar grandes voses a llamar la justicia, y al primer grito que dio, como si fuera cosa de encantamento, entró en la sala de improviso el corregidor de la ciudad con más de veinte personas entre acompañados y corchetes, el cual, habiendo tenido noticia de las personas que en aquella casa vivían, determinó de visitallas aquella noche; y habiendo llamado a la puerta, no le oyeron, como estaban embebecidos en su plática, y los corchetes, con dos palancas, de que de noche andan cargados para semejantes efetos, desquisiaron la puerta de la calle y subieron al corredor tan paso, que no fueron sentidos, y desde el principio de los documentos que la tía daba a la sobrina, hasta la pendencia de la Grijalba, estuvo escuchando el corregidor sin perder punto; y así, cuando entró, dijo:

-Descomedida andáis, para ser ama, con vuestra señora, señora criada.

-¡Y cómo si anda descomedida esta bellaca, señor corregidor -dijo Claudia-, pues se ha atrevido a poner las manos do jamás han llegado otras algunas desde que Dios me arrojó en este mundo!

-Bien decís que os arrojó -dijo el corregidor-, porque vos no sois buena sino para arrojada. Cubríos y cúbranse todos, y vénganse a la cárcel.

-¿A la cárcel, señor, por qué? -dijo Claudia.

-¿A las personas de mi calidad y estofa se usa en esta tierra tratallas desta manera?

-No deis más voses, hermana, que habéis de venir sin duda, y con vos esta señora, colegial trilingüe en el desfrute de su heredad.

-Que me maten si no lo ha oído todo el señor corregidor -dijo Grijalba-, que aquello de tres pringues por lo de Esperanza lo ha dicho.

Llegóse en esto don Félix y habló aparte al señor corregidor, suplicándole que no las llevase, que él las tomaría en fiado; pero no pudieron aprovechar nada con él sus ruegos ni aun promesas.

Quiso la suerte que, entre la gente que acompañaba al corregidor, venían los dos estudiantes manchegos, y halláronse presentes a todas estas cosas, y viendo lo que pasaba y que en todas maneras habían de ir a la cárcel Esperanza y Claudia y la Grijalba, en un instante se consertaron a lo que habían de hacer; y sin ser sentidos, se salieron de casa y se pusieron en una calle por donde el corregidor había de pasar; y habiendo hallado acaso otros seis estudiantes, les rogaron les ayudasen en un hecho de importancia contra la justicia del lugar, para cuyo efeto los hallaron más promptos y listos que si fuera para ir a algún solemne banquete.

De allí a poco, asomó la justicia con los pricioneros, y antes que llegasen, pucieron mano los estudiantes con tan buen brío, que a poca piesa no les esperó porquerón en la calle, puesto que no pudieron librar a más que la Esperanza, porque así como los corchetes vieron comensar la pelea, los que llevaban a Claudia y a Grijalba se fueron con ellas por otra calle y las pusieron en la cárcel. Corrido el corregidor y afrentado, se fue a su casa; don Félix a la suya, y los estudiantes, con la presa, a la suya; y queriendo el que la hubo quitado a la justicia gosarla aquella noche, el otro no lo quiso consentir, antes le amenasó de muerte si tal hiciese.

¡Ah, susesos estraños que en el mundo suceden! ¡Oh, cosas que es menester contarlas con recato para ser creídas! ¡Oh, milagros de amor nunca vistos! ¡Oh, fuersas poderosas del deseo, que estraños casos nos precipitas! Dísese esto porque, viendo el estudiante de la presa que el otro su compañero con tanto ahínco y tantas veras le prohibía el gozalla, sin hacer otro discurso alguno y sin mirar cuán mal le estaba lo que quería hacer, dijo:

-Ara, pues, ya que vos no consentís que gose lo que tanto me ha costado, y no queréis que por amiga yo me entregue en ella, a lo menos no me podéis negar que como a mujer ligítima no me la habéis, ni podéis, ni debéis quitar.

Y volviéndose a la mosa, a quien aún de la mano no había dejado, la dijo:

-Esta mano, que hasta aquí os he dado, señora de mi alma, como defensor vuestro, ahora, si vos queréis, os la doy como ligítimo esposo y marido.

La Esperanza, que de más bajo partido fuera contenta, al punto que vio el que se le proponía, dijo que sí y que resí, no una, sino muchas veses, y abrasóle como a señor y marido. El compañero, admirado de ver tan estraña resolución, sin desilles nada, se les quitó de delante y se fue a su aposento. El otro, temeroso que sus conosidos no le estorbasen el fin de su deseo y le impidiesen el casamiento, porque aún no estaba hecho con las debidas circunstancias que la Iglecia manda, aquella mesma noche se fue al mesón donde posaba el arriero de su tierra, y quiso su buena suerte de la Esperanza que otro día por la mañana se partió; con el cual se fueron; y, según se dijo, llegó el estudiante a casa de su padre, donde le dio a entender que aquella que allí traía era hija de un caballero muy principal, y que él la había sacado de en casa de su padre, dándole palabra de casamiento. Era el padre viejo, y creyó fácilmente lo que le decía el hijo, y viendo la buena cara de la nuera, se tuvo por más que satisfecho y alabó como mejor supo la buena determinacion del hijo.

No le sucedió así a Claudia, porque se le averiguó por su mesma confeción que la Esperanza no era su sobrina ni parienta, sino una niña que había tomado de la puerta de la iglecia, y que a ella y a otras tres que en su poder había cresido, las había vendido muchas veses a diferentes personas por doncellas, y que desto se mantenía y lo tenía por oficio y ejercicio, y que las otras dos mosas se le habían ido, enfadadas de su cobdicia y miseria. Averiguósele tener sus puntas y collares de hechisera, por cuyos delitos el corregidor la condenó a cuatrocientos azotes y a estar en una escalera con una jaula y corosa en mitad de la plasa; que fue un día el mejor que en todo aquel año tuvieron los muchachos en Salamanca.

Súpose luego el casamiento del estudiante, y aunque algunos escribieron a su padre la verdad del caso y la bajesa de la nuera, ella se había dado con su discreción tan buena maña en contentar al viejo suegro, que aunque mayores males le dijeran della, no quiciera haber dejado de alcansalla por hija: ¡tal fuersa tiene la discreción y hermosura! Este fin tuvo la señora doña Claudia de Astudillo y Quiñones; y le tendrán peor todas aquellas -que hay muchas-, que su vivir tuvieren, y no habrá otra Esperanza en la vida que, de tan mala como ella la vivía, salga al descanso y buen paradero que ella tuvo, porque las más de su trato pueblan las camas de los hospitales y mueren en ellos miserables y desventuradas.


 
 
FIN
 
 




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