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Mihai Eminescu, «Cezara», Ardicia, Madrid, 2015, 132 pp.

Aída Islas Acevedo

Ardicia, editorial madrileña independiente dedicada al rescate de clásicos extranjeros que no han recibido suficiente atención en español, ha recuperado esta obra narrativa del rumano Mihai Eminescu, a quien conocíamos como poeta gracias a Rafael Alberti y María Teresa de León, indicio ya de su indudable calidad literaria.

Aun traducida, la prosa de Eminescu -tanto en la nouvelle Cezara como en el relato que completa el libro, «El pobre Dionis» es notable, de un esteticismo abigarrado, el cual no impide una lectura ágil. De hecho, un tono ligero puebla ambas obras. Sin embargo, cada palabra escrita por el rumano parece repleta de símbolos que van ligándose entre sí para crear una figura casi perfecta, la cual requiere de un análisis preciso y detallado para develarse. Es por ello que me ocuparé únicamente de Cezara, dejando para otra ocasión «El pobre Dionis», que, por otra parte, tiene la misma calidad y merece ser tratado por su cuenta. Antes, unas cuantas cuestiones generales, importantes en los dos textos: ambos transcurren en un universo narrativo en el que resuena a cada momento el eco de los cuentos de hadas o de relatos románticos como la Sylvie de Nerval. Así, las peripecias fantásticas propias de este género son vividas por personajes conectados al mundo de la realeza, en un escenario natural plenamente idealizado, lo que coincide por completo con la sensibilidad estética de Eminescu.

Ante todo, Cezara se nos revela como una amarga oda a la ficción. En ella se centra y desde ella se crea; sin embargo, sus conclusiones serán desoladoras. El romanticismo del autor se revela inmediatamente en la trama: la joven Cezara, de una belleza ideal, es acechada por el malvado marqués de Castelmare y espera ser salvada por el verdadero amor. Suena casi ridículo, ya sé, pero Eminescu se las arregla para llevar la novela por caminos más interesantes gracias a Ieronim, personaje entre ángel y demonio, de quien Cezara se enamora. Este vive a la sombra de su tío y preceptor Euthanasius. Solo dos apariciones, en forma de cartas (la última de una línea), le bastarán a Eminescu para presentar a este personaje, quizás el más interesante del texto. Euthanasius está persuadido de que no somos nada más que materia sometida a las leyes de la naturaleza y, desencantado, se exilia de la sociedad, distanciándose por completo de aquello que desprecia. Para él: «la verdad reside en los hechos, y no en las explicaciones que sobre ellos se dan. Las doctrinas positivas, ya sean religiosas, políticas, legales o filosóficas, son solamente alegatos de ese advocatus diaboli que se ve forzado a defender lo indefendible» (p. 30). Así, no solo cree que la vida es sueño, sino que niega que, de hecho, valga la pena vivir en él.

La genialidad de Eminescu está, sin embargo, en su siguiente paso con este personaje; el sabio es consciente de que no puede huir del todo de las creaciones mentales, y, aún más, no quiere hacerlo. Así, pasa sus días entre lecturas y realizando esculturas de la mitología cristiana o clásica. Deja pasar los días disfrutando de los placeres naturales más exquisitos en su isla escondida, sin preocupaciones creadas por mundos ficticios que creen no serlo por ser compartidos.

Las palabras de Euthanasius en la primera carta a Ieronim germinan creando una duda casi inmediata, revelada por medio de una de las magníficas metaficciones que marcan el texto. Como Eminescu gusta de regocijarse en el arte, si las letras siembran la duda, es la pintura de Francesco, el preceptor de Cezara, la que la capta al vuelo. Esto sucede cuando Ieronim sirve como modelo para La caída de los ángeles y el pintor le pide que cambie su semblante, recordando alguna vez que haya dudado de algo: «Ieronim pensó en la carta de su viejo tío Euthanasius y una sonrisa fría y escéptica le hizo despegar levemente los labios [...] el pincel esbozó a vuela pluma los rasgos de complaciente amargura del oscuro genio infernal» (p. 36). El arte ha convertido al que antes era ángel en demonio.

Francesco, satisfecho por esta belleza y dueño, más que de un pensamiento como el de Euthanasius, de una carnalidad pura, incita a Cezara a que lo ame. La joven no necesita de mucha (digamos ninguna) incitación, pues si Ieronim es representante de la racionalidad, la joven lo es de la pasión. Así, en pocas páginas pasamos de un leve interés por la hermosura de un monje a una completa y desaforada entrega hacia él, digna de cualquier amor-pasión literario, como el de Tristán e Isolda o Lancelot y Ginebra. De hecho, como la figura masculina principal es equiparada al demonio, la bella joven tendrá a su vez imágenes que le cuadren a la perfección: Eva, Venus y Aurora. La agresividad femenina de Cezara, que surge de la pasión, es la de las diosas latinas; su deseo de transgredir el orden dado, el de Eva. Las ilusiones mitológicas esculpidas por el ermitaño son las mismas que las que Eminescu recreará en sus protagonistas. «Intenté plasmar en sus formas la inocencia primitiva, ya que ambos ignoraban todavía lo que era el amor, aunque se querían sin saberlo» (p. 27), dice el sabio sobre su escultura de Adán y Eva, para después, cuando Ieronim duda si siente amor por Cezara, escribirle: «la amas, hijo mío, pero no lo sabes» (p. 46). Ieronim ama a Cezara románticamente, o sea, como un ideal o imagen, como las que crean Euthanasius y Francesco. En oposición a todo este mundo idealista y sumamente platónico, el autor nos presenta al marqués de Castelmare, «pobre de espíritu, pero con un carácter fuerte y decidido», hombre empedernido en desposar a Cezara por su belleza, aun cuando ella lo desprecia.

Finalmente, los amantes se encuentran en la isla de Euthanasius que, convenientemente, ha muerto. Este espacio es, al mismo tiempo, ficción y realidad. Pero, como el bíblico, es efímero: lo destruyen ellos mismos. El deseo de cada personaje -uno mental, otro físico- de crear un mundo distinto al que existe, propio, los lleva a la perdición. Su amor solo podía existir como ideal, pero ellos intentan hacerlo real. De este modo, como Adán y Eva, son expulsados del paraíso al morder la fruta prohibida; como el demonio, son vencidos por San Miguel. El arcángel del Señor se presenta en forma de Castelmare en un final que parece casi surrealista. En medio de una tormenta -entre laberintos narrativos oscuros, súbitamente iluminados por relámpagos que nos orientan sobre qué está pasando en la obra- los amantes desesperados luchan contra el mar por encontrarse. Mueren abrazados, con una fantasía desesperada, imaginada por el cerebro de Ieronim para intentar rescatarse, pero es inútil: Cezara puede leerse como la historia de la ficción que pretende igualarse con el mundo y fracasa.