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Prólogo a «Poezii / Poemas», de Mihai Eminescu

Aurel Martin

¿Quién es Mihai Eminescu? Cualquier rumano contestará, sin pensarlo mucho: nuestro poeta nacional. Expresión superlativa, es decir, expresión de la sensibilidad étnica, la voz autorizada y capaz de representar a la nación en el arco iris de la humanidad, síntesis axiológica del momento histórico, uno de los mayores poetas líricos de la literatura universal comparable, en su singularidad, con Byron, Hugo, Hölderlin, Leopardi, Lermontov, Petöfi, Mickiewicz, es decir, con las estrellas del romanticismo europeo. Poeta revolucionario como actitud, como modalidad, como discurso metafórico, como horizonte, como promotor, contemporáneo con la época, presencia activa en la actualidad inmediata, adivinando las valencias de lo primordial, soñando las perspectivas del tiempo, modulando su voz inconfundiblemente. La voz de un poeta cuya existencia biológica duró solo 39 años (1850-1889), cuya manifestación creadora concluyó a los 33 años, cuando también fue difundido el único volumen publicado durante su vida, pero dejando a la posteridad un inestimable tesoro de versos, borradores, variantes, también ilustrativos, a escala de la idea de modelo. Modelo en el cual hallan su antecesor también los neorrománticos y los neoclásicos, los simbolistas y los vanguardistas. De hecho, toda la poesía rumana del siglo XX: Lucian Blaga, G. Bacovia, Tudor Arghezi, Ion Pillat, Al. Philippide, Mihai Beniuc, Emil Botta, Geo Bogza, Nichita Stănescu, Ioan Alexandru y numerosos otros. Cada uno particularizando un color del espectro eminesciano, una opción temática, una interrogante existencialista, un espacio del universo investigado gnoseológicamente. Cada uno requiriéndose como problemática de él. De un él visto como Demiurgo. Recorriendo el continente del alma humana, destilando las hipóstasis de lo virtual, descubriendo las antítesis de la dialéctica bajo la relación de la ética y lo bello, de lo real y lo ideal, de los extremos («Ángel y demonio», «Venus y madona», «Emperador y proletario»), pero también de las reconciliaciones afectivas. En Eminescu generado por el paisaje bucovino de Rumania, viajero por el de Transilvania, estudiante oyente de las universidades vienesa y berlinesa, establecido por último en Bucarest, sumando una experiencia de vida esencial. Experiencia que suma también actividades remuneradas como: apuntador, bibliotecario de la Universidad de Iași, revisor escolar, periodista. En este último cargo se contaba entre los más representativos periodistas rumanos, punto de referencia hasta hoy día. Por la pasión con que vivía las ideas, por el brío polémico de la expresión y la profunda implicación política del gesto. Evolucionista, tenía un fuerte sentimiento de la tradición y del modelo nacional; patriota, militaba por la realización de la unidad del Estado rumano, soberano, concebido, por analogía con la vida de las abejas, como Estado de los trabajadores, de las «clases positivas», sin capas sobrepuestas y sin servidumbres de orden exterior; moralista, tenía el culto de los valores en un contexto en el cual la literatura y el arte están destinados, en su acepción, a educar, a ser palancas del progreso, a dar un alto significado a su mensaje humanista.

Poeta, prosista, dramaturgo, Mihai Eminescu significa en la literatura rumana el raro momento de encuentro (identificación) del genio (como valor individual) con el genio (como valor del pensamiento y la sensibilidad colectiva, étnica). De lo particular con lo general. Lo general que, en su caso, abraza de hecho a la humanidad. No por casualidad su modelo permanece Shakespeare, llamado por él «el gran brit», a quien le dedica una verdadera oda y a quien invoca más de una vez en términos superlativos. Y el segundo es el folclor rumano, uno de los más ricos y generosos, como problemática y vibración filosófica y sentimental, ampliamente abierto a todo lo que es realmente humano. Modelos, es decir, universos. Eminescianizados no obstante. Transcritos en una orquestación única. El tiempo, el espacio, la vida, la muerte, el amor, el odio, el paisaje natural, lo real y lo fantástico, el mito, la aventura existencial, la búsqueda de sí mismo, la interrogación gnoseológica, la voluptuosidad de las vivencias, la quimera de la felicidad, las antinomias éticas, lo posible y lo imposible, lo trágico y lo cómico, la situación de los hechos en la órbita de lo cósmico, etc., etc. se integran en un sistema obsesional y relacional que confiere al discurso un registro de matices polifónicos. Descifrando los especialistas en fuentes de inspiración puntos de referencia universales y nacionales, antiguos y modernos, orientales (sobre todo hindúes), y europeos (sobre todo alemanes). Libresco, sin lugar a dudas, como estímulo, él se constituye, sin embargo, a escala de la síntesis en la visión personal autoritaria. Sumando, al nivel del siglo XIX, el siglo del despertar de las naciones, actitudes homéricas, ovidianas, horacianas, dantescas, goliárdicas, iluministas, prerrománticas, románticas, prerrafaelistas, la variante de lo heroico, de las melancolías, de su carpe diem, de la elegía purificante, el impacto de lo celestial con lo telúrico, la euforia de lo dionisíaco libertador de servidumbres, la conciencia de la demofilia, la lágrima y la voz rebelde, la serenidad y el incentivo a la acción, la sabiduría política, la vuelta hacia comienzos inmemoriales, hacia la génesis del mundo, cuando la nada devino ser, cuando la realidad se metaforizó en mitología y cuando el hombre se imaginó deidad, diseminándose la especie en tipologías, sobreviviendo mediante mutaciones, interferencias y estratos adheridos, sincronías, asociaciones, pero, sobre todo, disociaciones y asimilaciones, absorciones. Proceso de una inefable complejidad, que se puede configurar a la altitud del horizonte eminesciano solo por la perspectiva de lo epopéyico. Afirmando la constelación de la historia, en la penumbra premonitoria de fortuna labilis, memento mori, del Mal Victorioso. Pero validando la misma historia el hecho de que un sabio (y orgulloso) príncipe rumano puede dar (como Mircea en la «Epístola III») una humillante respuesta al todopoderoso de la época, el sultán que no intuía la verdad elemental de que iba a tropezar con «todo lo que alienta en el país, río, rama». Que las confrontaciones son batallas. Que ellas divulgan, ideales y héroes. Que los ideales nominan libertad, equidad, ética, democracia. Que los héroes como entidades ejemplares, represivas o generosas, legendarias de modo tradicional, o simplemente agregadas a la escala de valores hipotéticos, relevan definiciones del espíritu nacional. Que las situaciones conflictivas evocadas están también bajo la llave de lo significativo. De implicación en la dialéctica de la historia de su relevancia desde la perspectiva del futuro deseado («para tu imponente pasado, gran futuro»), de la reiteración de las virtudes remotas, de la salida del hastío, de la conveniencia, de la mundanería, de la hipocresía, de la suite de pecados veniales socavantes, lo que la civilización capitalista trae consigo, enajenando al hombre de su propia esencia.

La poesía eminesciana no es otra cosa que una defensa de la desenajenación. Para la liberación del individuó y de la colectividad de cualquier servidumbre. Siendo la premisa la identificación de las contradicciones existenciales, reductibles al esquema bueno-malo, a la variante posible-imposible, del «querer» y «poder», tener la conciencia de los límites y divisar más allá de ellos el continente maravilloso de los desciframientos geometrizantes con el ojo de lo fantástico. De ser mago viajero entre las estrellas, con la intención de descifrar las bellezas y las leyes cósmicas, de imaginar (como en «Hyperión») el idilio dramático entre una terrestre y un espíritu astral, de observar que las antítesis caracterizan las cosas vistas y no vistas del macro y microcosmos. Pero también de ser Dionisios (o un Hyperión) para quien la felicidad (id est la realización) no supone necesariamente el vuelo hacia alturas demiúrgicas, sino la satisfacción realista de los sueños humanos elementales. Mediante, en primer lugar, la evasión hacia la Naturaleza. Mejor dicho: la reintegración a la naturaleza. En el bosque, a orillas del lago, bajo la cascada de flores de tilo, los ritmos de lo biológico muestran ser sempiternos, lo uranio se refleja en lo neptúneo, y el océano se reclama de lo celeste, caligrafiando, entre el tiempo y el espacio, un estatuto de la condición humana, igualmente real y desiderativa. Estatuto que Eminescu formula en su paradoja «dolorosamente dulce». Sintagma difícilmente traductible; a causa de sus inflexiones polisemánticas, por mucho que nos refiramos a una frase schopenhaueriana con similar horizonte problemático. Ahondando la relación entre términos, Eminescu invita, de hecho, a la trascendentalización de la vivencia. A lo que en el plano erótico se traduce por la visión feérica de «Călin» (páginas de cuento), por la de la rebeldía en «Mortua est!», por la suave diafanidad de «Tan tierna», por un llamado como: «vamos al bosque, a la fuente», por el símbolo de la «flor azul», por el del «Príncipe azul del tilo», por un poema -síntesis como «Y si...», en una sola palabra, por supervivencia. Por amor. Sentimiento definitorio, a escala de los valores morales salvaguardables. Por su humanidad. Por su perennidad. Por su carácter enigmático. Esencialmente heroico. Heroico incluso cuando el amor se podría llamar antiamor. Cuando se sublima en odio, en desprecio, en maldición. Cuando el diálogo se transforma en monólogo -diatriba, y la imagen aislada pro toto es Dalila, en la «Epístola V». Porque aquí el sueño afirma negando. El sueño, es decir, el ideal. Ideal, es decir, deshacimiento de la enajenación. Como es en el paisaje eminesciano, predominantemente nocturno, la luna. La luz todovictoriosa. Dueña de todas las olas, de los bosques de plata, «reina de la noche», de la Vida y de la Muerte.

También para Eminescu la muerte es un leitmotiv. Itinerante. Lleno de cargas atómicas tradicionales. Situado bajo el escudo de las más diversas valencias heráldicas. El hombre, los objetos, la vegetación, la fauna, la roca le obedecen. Y sin embargo, aforismo de la inmortalidad, todo «muere para nacer». Nacer, vivir y extinguirse formando la tricotomía del tiempo mismo. Como duración, por la reiteración. La misma en todas las estaciones de la humanidad. No casualmente, creo, en el vocabulario eminesciano, la idea de lo mismo vuelve obsesivamente. Equivaliendo lo mismo, a la pronunciación heleática de la no transformación, de la fatalidad, de la ley, pero también de la importancia de la muerte. Superando la dinámica existencial, siglo tras siglo, la perspectiva del apocalipsis. Validando también, siglo tras siglo, que lo mismo significa Vida, Progreso. Que vida y progreso, así como amor y patriotismo, entran en la polisemia del concepto de desenajenación.

Concepto que le confiere a Eminescu una actualidad que nadie puede negar. La actualidad de la presencia en paratiempo. Del hambre de ideal. De la sed de no maldad. De la añoranza de descubrir «la palabra que expresa la verdad». La creencia de que también la expresa «la prosa de la vida» pero igualmente su antípoda, que el sentido de la vida es la autoperfección, que el futuro de la colectividad es el reencuentro del yo mismo. Donde el ethos se encuentra con el etnos. Entreviendo el retrato infinitesimal polícromo de la personalidad humana. Teniendo la conciencia de Sí Mismo. Contemporánea del tiempo absoluto. Descontenta. Intranquila. Edificándose como en los mitos. Liberándose por la lucidez. Por ironía romántica. Por paradójica identidad entre «ser» y «no ser». De imaginar también el bosque agresor de Macbeth, pero también la idea de la belleza de Puck y Ariel. Y (¿por qué no?) de la señora de los «Sonetos». De realizarse como el Shakespeare de la poesía rumana. Un Shakespeare a quien conociéndole los avatares biográficos, al fin y al cabo sin importancia, le reconocemos la similitud en la genialidad. En lo que existe como tal. Superando el juicio de constatación. Diciendo que Eminescu es un Shakespeare. Pero que, sin embargo, Eminescu no es Shakespeare. Así como tampoco es Byron, Shelley, Lermontov... Tampoco... Porque es Eminescu. Único. A quien los rumanos sienten como tal. Como cumbre y credo. Al cumplirse medio siglo de su muerte, uno de los más jóvenes de aquel entonces, Mihai Beniuc, exclamaba, en un poema antológico: «A Eminescu, nosotros, los jóvenes poetas, en vano lo intentamos, no lo alcanzaremos». Certificando la exclamación no la iconolatría de una generación, sino de unas generaciones. No es el culto de algunos, sino de un pueblo. Pueblo transubstancializado relativamente recién por un sucesor aún más joven, Marin Sorescu, en un himno conmovedor («Debían llevar un nombre») dedicado a quien puso el signo de la igualdad entre lo nominado y lo anónimo:

Eminescu no ha existido.

Ha existido solo un bello país

en una orilla de mar

donde las olas hacen nudos blancos

como una despeinada barba de emperador.

Como algunas aguas como algunos árboles escurridizos

en los cuales la luna tenía su nido rotante.

Y, sobre todo, han existido algunos hombres sencillos.

Que se llamaban: Mircea el Viejo, Esteban el Grande,

o, más simple aún: pastores, labradores,

quienes en torno al fuego del atardecer

gustaban decir poesías:

Mioritza y El Lucero y la Tercera Epístola.

Pero escuchando siempre

a sus perros ladrar en los apriscos,

partían a luchar contra los tártaros

y contra los avaros y contra los hunos y contra los polacos

y contra los turcos.

[...]
Han existido también unos profundos bosques

y un joven que con ellos hablaba,

preguntándoles por qué se mecen sin viento

[...]
Existieron también algunos tilos,

y dos enamorados

que sabían recoger todas sus flores

en un beso.

Y algunos pájaros o algunas nubes

que siempre vagaban sobre ellos

como amplias y movedizas llanuras.

Y porque todo esto

debía tener un nombre,

un nombre único,

se les llamó Eminescu.



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