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Relació entre Verdaguer i Eminescu / Adrei Ionescu

Adrei Ionescu

A Jacint Verdaguer se le suele asociar con Víctor Hugo («trozos hay en Canigó -escribía Menéndez y Pelayo en 1886- que igualan y superan a los más celebrados de Víctor Hugo, con quien tiene usted un remoto aire de familia, en aquello, se entiende, en que Hugo es digno de alabanza»), con Lamartine, con Mistral, con Goethe y con Byron, junto con los cuales toca la más alta cima de la poesía universal de la pasada centuria. También se le podría asociar Mihai Eminescu, el gran romántico rumano, con quien tiene muchos caracteres comunes.

Hacer un breve paralelo para señalar algunas afinidades es el objeto de estas líneas.

Los dos aparecen en momentos de madurez para sus culturas. Cuando despierta la vocación literaria de Verdaguer, la primera fase de la Renaixença adquiría una cierta eficacia con la restauración de los Juegos Florales. El romanticismo se manifestaba ya en composiciones pintorescamente medievalistas. Aribau y Milà i Fontanals enlazaban con la tradición. Estaba en el aire la necesidad de una personalidad poética de primera magnitud, que hiciera una síntesis de lo anterior e iniciar una etapa de creación digna del pasado. Esta personalidad fue Jacint Verdaguer.

No es diferente el caso de Eminescu. Beneficiándose de la labor renovadora de temas y recursos literarios de la generación rumana de 1848, Eminescu se eleva sobre la creación anterior a él, con una fuerza pujante que se nutre de lo popular y del romanticismo alemán. El mismo «espíritu de los pueblos» herderiano inspira amplios poemas como «Călin, cuento de hadas» de Eminescu y «Canigó» de Verdaguer, crepúsculo de las hadas célticas, con su misterio mitológico. Como últimos románticos, los dos refuerzan las tradiciones nacionales con aliento épico y las impregnan de profundo lirismo.

Una capacidad extraordinaria de vibrar con los ritmos cósmicos caracteriza a los dos vates. En sus amplios poemas, que son suntuosas síntesis del pasado de sus respectivos pueblos, como «L'Atlántida», donde los verdaderos protagonistas son los elementos de una naturaleza magnífica: el fuego volcánico, el tumulto de los mares, el temblor de la tierra, o «Luceafărul» (El Lucero) de Eminescu, poema en que reconstituye con respiración amplia la creación del mundo por el Supremo Hacedor.

El lirismo es otra nota común, quizás la más característica, para el genio poético de los dos. Con razón se ha dicho que Verdaguer fue un poeta eminentemente lírico, y si fue capaz de dejar obras épicas memorables, esto se debe precisamente a la especial idiosincrasia de su mismo lirismo, que es un lirismo más objetivo que subjetivo, abierto a las sensaciones externas y de una simplicidad psicológica elemental: una gran receptividad para las impresiones de la naturaleza y una gran efusividad sentimental. Una similar capacidad de impregnarlo todo de lirismo; con discreción e intensidad a la vez, caracteriza los poemas amplios, y las pequeñas canciones de Eminescu.

La potenciación de lo popular, con el cual se identifican, se realiza en formas de perfecta musicalidad. Es una musicalidad íntima, que anuncia las canciones sin palabras de Verlaine y también de Juan Ramón Jiménez. Muchas veces la melodía lo es todo, y la letra de las canciones casi se nos vuelve indiferente, de tan absorbente que es el encanto poético de su música fascinante.

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