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ArribaAbajoTablas del calendario entre el Humo Dormido


ArribaAbajoSemana Santa


ArribaAbajoDomingo de Ramos

El Señor sale de Bethania, y sus vestiduras aletean gozosas en el fondo azul del collado. Es un vuelo de la brisa que estaba acostada sobre las anémonas húmedas y la grama rubia de la ladera; y se ha levantado de improviso, como una bandada de pájaros que huyen esparciéndose porque venía gente; pero reconocen la voz y la figura del amigo, y acuden, le rodean, y le estremecen el manto y la túnica; le buscan los pies, se le suben a los cabellos; porque los pies y los cabellos y las ropas del Señor, y ahora ya la brisa, dejan fragancia del ungüento de nardo de la mujer que pecó.

La mañana de la aldea y del monte se rebulle muy mansa entre el abrigo del sol; y dentro del caliente halago aun queda un poco de la desnudez del último frío.

El Señor se para y calla aspirando, por recoger más la delicia del aliento del día. Está todo redundado del precioso aroma. Un aroma promete una imprecisa felicidad, alumbra una evocación de belleza, es un sentirse niño, acariciado como niño siendo poderoso. Pero en la prometida felicidad siempre pasa un presentimiento de pena.

...¡Jerusalén! Jerusalén graciosa y almenada; pechos blancos de cúpulas; jardines de las afueras con frutales floridos. Todo es bueno.

Jerusalén inmóvil y de oro. Y los discípulos del Señor la miran como una corona mesiánica que aguarda las sienes del Rabbi; ellos, ya se la habrían ceñido; y el Rabbi la contempla con dolorida inquietud.

La plata vieja del olivar vislumbra en la vertiente labrada. Tapias de yeso; cercas desnudas de bancales apeldañados.

Llegan gentes con un ruido fresco de ramas cortadas, y trasciende la savia de la herida de los árboles.

Se dicen los prodigios del Señor, muestran a Lázaro, que también viene con la familia apostólica, y la boca seca del resucitado exprime una sonrisa de enfermo, y todo su cuerpo cruje entre los pliegues ásperos del sajal.

-¡Hosanna, hosanna al Hijo de David!

Y se remontan los gritos, y se hunden en la claridad de la mañana azul.

Ya los discípulos se sumergen en la evidencia de la exaltación gloriosa, ¿Cómo sentirán la evidencia del triunfo los que han de darla del todo a los otros corazones?

Una jumenta y su cría muerden el verde tierno de un vallado; la multitud las desata, y ellas se vuelven y miran dóciles y tristes. El Señor sonríe a todos, y tiende su manto sobre la piel gorda, trémula y caliente de la parida. Lo suben. Y principian a bajar la barranca.

Ahora está Jerusalén en lo alto; grande, fuerte y dura.

-¡Hosanna, hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

Jadean los clamores en la cuesta.

Y el Señor, muy pálido, contempla la ciudad, se aflige y llora.

Así lloró, una tarde, mirando su Nazareth; y todo el monte resonaba de alaridos de injurias...



Entre las piedras viejas palpitan las palmas desnudas y graciosas; tienden sus cuellos buscándose, y se conmueve su hoja como un plumón finísimo bajo la caricia de un lazo blanco, azul, morado, grana... Se han criado penitentemente mucho tiempo, afiladas por un cilicio, ciegas, rígidas; y el sol y la noche envolvían a la palmera madre. Han recibido la luz y el oreo cuando no pertenecían al árbol sino a la liturgia; pasan y desprenden una emoción infantil y frágil; y tiemblan de frío de bóveda de Iglesia. Y siendo tan gentiles, tan delicadas, tan doncellas, se doblan para trocarse en cayado de un viejo que se cansa, de un general que se aburre en el presbiterio y no sabe cómo tener la palma y el bastón y la espada y su jerarquía. Nada tan rebelde a las manos como una palma, que es toda gracia.

Tres diáconos van cantando la «Pasión», según San Mateo. Hace un tono sumiso y amargo el que representa a Jesús; el cronista o Evangelista canta muy rápido; el otro, ha de contener en su voz todos los acentos de la Sinagoga, de la tornadiza muchedumbre; y de cuando en cuando, se atropellan, se equivocan.

En el confín remoto de nuestra vida se nos aparece intacta nuestra Jerusalén; y nuestras manos sienten la ternura olorosa de la primera palma, recta y fina, con su ramo de olivo; la que oímos crujir y desgarrarse contra los hierros de nuestro balcón una noche de lluvia, de vendaval y miedo.

Es mediodía; y salen las palmas ajadas. De la última cuelga un lazo de luto; es de una niña delgadita, y tan pálida, que su carne parece de corazón de palmera, y en sus ojos duerme un pesar de mujer y una desesperanza divina entre el júbilo y el sol del Domingo de Ramos.




ArribaAbajoLunes Santo

Sentimos en nuestro corazón y en nuestra frente la sequedad de la higuera que le negó su fruta al Señor en este día.

El Señor se vuelve a los suyos, que se pasman del súbito agotamiento del árbol maldecido, y les dice:

-Si hubiere fe en vosotros, si no dudareis, no sólo haréis lo que yo hice con la higuera sino más aún, porque si dijereis a este monte: «¡Apártate y húndete en el mar!», será hecho.

Señor: ya no estás tú a nuestro lado. Tuvimos fe, y el monte nos circunda. Vino otra vez el Señor al Templo. Le rodeaban los que no le creían, y él les refirió esta parábola:

-Un hombre tenía dos hijos; y llegando el primero le ordenó: «Hijo, ve hoy y trabaja en mi viña». Y él repuso: «No quiero». Mas, después arrepintiose, y fue. Y llegando al otro le dijo del mismo modo; y le contestó: «Iré, señor». Mas, no fue. ¿Cuál de entrambos hizo la voluntad del padre?

Las gentes le responden:

-Le amó y obedeció el primero.

Y Jesús, entonces, les dice:

-Pues como él serán los publicanos, los samaritanos, las rameras, los gentiles, que han de ir antes que vosotros al Reino de Dios.

Y oyéndole se revuelven y murmuran los sacerdotes, los fariseos, los saduceos; y odian más al Señor, porque no amándole ni creyéndole, tampoco renuncian a la recompensa, aunque sea del aborrecido.

Señor: venga a nosotros la alegría, la largueza, la sencillez y el ímpetu infantil del samaritano; que nos sintamos, que nos encontremos a nosotros mismos hasta en la confusión del pecado.

Hoy, Lunes Santo, en la misa, el celebrante ha leído estas palabras del profeta de magnífica lengua.

-El que caminó en tinieblas, el que no tiene lumbre, espere en el nombre del Señor, apóyese sobre el hombro de su Dios.

Bien sabemos que han de venir desfallecimientos y postraciones; pero aparta de nosotros la maldición de la sequedad.

Se contrista el Señor pensando en su muerte, y exclama:

-Y si yo fuere alzado de la tierra, todo lo atraeré a mí mismo.

Entonces, los que le escuchaban se encogen de hombros y le dicen:

-Por los Libros Sagrados sabemos que el Cristo permanece para siempre; pues, ¿cómo tú, que afirmas serlo, nos dices: que serás alzado, que serás quitado de nosotros?

Y algunos comprenden que le habían estado atendiendo de buena fe; y darse cuenta de la buena fe es empezar a perderla.

Lunes Santo, bello basta en su nombre. Llegan las horas de la aflicción del espíritu, que ha trastornado las entrañas de los siglos.



De un momento a otro, disputarán los hombres si ha de parar o no ha de parar, en estos días santos, el tránsito rodado por en medio de las ciudades. Son los encendidos confesores de la idea purísima religiosa y de la idea gallarda del progreso.




ArribaAbajoMartes Santo

Hoy, el Señor, deja también el refugio del hogar de Lázaro para ir a los Pórticos del Templo.

La casa de Lázaro, lisa, encalada, resplandece al primer sol del día; detrás, sigue el huerto de cercas blancas; salen los frutales juveniles y una vieja vid que ya retoña. Hay un almendro con el frescor de la pelusa verde, un verde recién cuajado que se transparenta todo y parece humedecido como después de una lluvia buena. Los manzanos, los ciruelos, los perales entreabren sus rosas de leche.

Sobre el azul resalta la aldea, que parece toda de vellones; el verde, de jugo; los árboles como cristalizados en una salina. Y el Señor, que ya bajaba la gradilla del terrado, se descansa sobre el barandal de palmera, y sus ojos se sumergen en la derretida miel de la mañana.

La madre, y Marta, y María, contemplan al Señor desde el cenáculo de la casa. Han llegado nuevas de asechanzas. Jerusalén urde la perdición del Rabbi. Adictos poderosos, como Nicodemus y Josef, que pertenecen al Sanhedrín, le avisan que se aparte de la ciudad que mata a los profetas. Pero los discípulos le aguardan; traen sus cayadas y se han ceñido ya el manto para caminar más ahína.

Las hermanas de Lázaro le piden al Señor que no se desampare; desde el sosiego de Bethania puede ofrecer la luz de su palabra. La madre le mira escondiendo su congoja. He aquí la sierva del Señor. Y los discípulos le esperan afanosos. ¿Retardará el Maestro sus promesas? Se abrasan en la sed de su salvación; y las almas puras y exactas no buscan ni ven en toda su vida y en la vida de todos los hombres sino la salvación propia.

Y el Señor deja el hogar de Lázaro. Los discípulos le rodean, y avanzan exaltados y fuertes. Hoy arribarán caravanas pascuales de Alejandría, de la Perea, de la Dekápolis, y han de acudir más gentes al Santuario por escuchar al Rabbi, el Rabbi que sólo es de ellos; y la llama de júbilo que arde en sus ojos no les deja ver la tristeza de la mirada del Señor ni el recelo que encoge a Judas. Judas siempre camina apartado, y sus sandalias rotas chafan los lirios más azules, las asfodelas más encendidas que renacen en la miga del monte...


Hoy el Señor olvida todos sus cansancios y desconfianzas viendo a un escriba muy cerca del Reino prometido; porque este hombre ha confesado que sobre todos los deberes ha de culminar el del amor a Dios y al prójimo.

El escriba dijo que amar al prójimo como a sí mismo era más que todos los holocaustos y ofrendas, y el más grande mandamiento de la Ley.

Tan cerca se puso del Reino de Dios, que ni los evangelistas pudieron anotar su nombre.



...Esas calles viejecitas que se trenzan y retuercen en torno de la Catedral o de la Colegiata, siempre reposan en una umbría de pasadizos abovedados; pero, estos días, es de más suavidad la penumbra de sus losas, y se percibe un regalado olor de pasta hojaldrada, de azúcar quemado, de arropes, de manjar de leche; un olor de fiesta de santo de una familia muy cristiana. Si se abre un balcón o alguna cancela, sale un aliento de claustro; y ya los claustros y los jardines respiran un aroma de acacias y de naranjos, que son carne de flor. La misa de hoy es lenta. Las mujeres sienten en sí mismas la gracia de la primavera y de la mantilla; y entre sus dedos enguantados resplandece el abierto canto de oro de la Semana Santa, «por don José María Quadrado»; la última edición, según las nuevas Rúbricas, y ya está perfumada como el Rosario, los guantes, el pañolito y todas sus ropas, el mismo perfume de sus ricos armarios que, al abrirlos, parecen frutales en estos días del mes de Nisán.

«...Passio Domini nostri Jesu Christi secundum Marcum...». Y han ido leyéndola las novias con un rumor de abeja del panal de su cuerpo, sintiéndose hermosas y tristes de compasión por Nuestro Señor Jesucristo... Y los inflamados devotos se crispan de rabia contra los judíos... ¡Amar al prójimo como a sí mismo!... ¡Y piensan en los judíos, van recordando al prójimo, y se dicen que si ellos hubiesen sido o si ellos fuesen, nada más un instante, Nuestro Señor Jesucristo!...




ArribaAbajoMiércoles Santo

«¿Quién es éste que trae sus vestiduras bermejas, como untadas de vendimia?... El lagar pisé yo solo; no hay hombre alguno conmigo; yo los rehollé, y su sangre salpicó mis ropas».

Así entra el Señor en los atrios que retumban del trastorno de las ferias y de los romeros de la Pascua. Todos los caminos de Jerusalén vienen henchidos y tronadores de caravanas blancas, fastuosas, joyantes, como navíos gloriosos; caravanas foscas, de dromedarios flacos y peludos, de gentes mugrientas.

Jerusalén es oleaje y noguera de sayales, de pieles, de gritos. Frutas en cuévanos, frutas en támaras, que evocan todo el árbol; cestos de peces, manojos de aves, urnas de bálsamos y resinas, ánforas de vinos, de aceites y mieles; temblor de blancura de recentales... Aromas, estiércol, razas y sol. Entre las almenas y torres pasan y vuelven las palomas, dejando una sensación de pureza y frescura en el azul seco, calcinado, de cielo de ciudad en colmo, sudada, clamorosa...

Víspera de la preparación de los Ázimos.

El Señor y los discípulos tienden las multitudes. Pies, ancas, puños, gañiles de plebe apretada. Se atropellan, se rasgan, se llaman. Y la voz del Rabbi se disipa en el estruendo de los pórticos. No la recuerdan, ni atienden. Se han hundido en un pasado de dos días los hosannas de los hijos de los hebreos. La mirada de los discípulos tiene un aturdimiento infantil y amargo, viéndose desconocidos en el mismo lugar de su triunfo. De nuevo fermenta bajo las bóvedas santas la costra de los mercaderes. La mano del Señor los arrancó de la Casa de su Padre, y han vuelto las moscardas a su querencia. Cerca del Gazofilacio rebullen los levitas; se agrupan los fariseos rodeados de devotos. Y avanza el Rabbi, que «camina entre la muchedumbre, mostrando su enojo y su fortaleza», según la palabra de Isaías.

Ellos sonríen, viéndole solo y olvidado entre la confusión. Y la voz del Señor se levanta revibrando como una espada, y acomete a los «guías ciegos», a «los que limpian el vaso por fuera, sin reparar en la inmundicia de lo hondo», «sierpes y raza de víboras en quien caerá toda la sangre inocente vertida sobre la haz de la tierra, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, que fue herido delante del altar...».

Pero más que su grito se oye el torrente de riquezas y dones que baja por los doce caños a las arcas del tesoro sagrado. Los mismos discípulos se distraen mirando el resplandor de las ofrendas de los poderosos. Y el Señor les busca y los recoge, y conmovido les muestra a la viuda pobre, que recatadamente deposita dos monedas, las cuales apenas alcanzan el valor de un cuadrante.

Todavía vuelven sus ojos los discípulos para ver la abundancia, y exclama el Señor:

-Mirad que esta mujer da más que los ricos; porque los ricos dieron de lo que les sobraba, y ella ofrece todo su sustento.


...Aun no viene el hijo, no viene el Señor, y la aldea y los senderos van llenándose de luna. La quietud es tan tierna, que la estremecen las más frágiles elictras y los ladridos de perros y chacales que están en lo hondo de muchas leguas. Bethania y el monte parecen contener su aliento, como el que aguarda contiene su pecho para oír y acercarse lo remoto. Y la madre del Señor y las hermanas de Lázaro pasan solas, calladas y leves; salen a la ladera, y sus mantos mueven la lumbre dormida y deshilada de la luna... Les sobrecoge el desamparo de la sierra en la noche tan grande, tan clara. Un chasquido del breñal hollado, una guija que ruede sobresalta el silencio, apresura el aleteo de los corazones. Y al transponer la cumbre se aprietan como corderos y gimen de felicidad. ¡Allí está el hijo, allí está el Señor! Se ve el contorno de todos sobre el horizonte del Santuario y de la ciudad temida.

Las mujeres se esperan, se recogen para escuchar. ¿De quién hablará el Señor? Porque acaso las recuerde a ellas; pronunciará sus nombres entre la dulzura de la noche en que ellas se agoniaron aguardándole.

El Señor decía:

-¡Me mostráis esos muros por hermosos y fuertes! ¡Y yo os digo que no quedará piedra sobre piedra!



...«Zelus domus tuae comedit me...».

Y va resonando la primera antífona del Oficio de Tinieblas. Una lámpara olvidada crepita de sed, y el júbilo del sol, un sol rural, gotea una lápida y sube por la percalina morada de los retablos ciegos. Humildes, inmóviles en el trozo de tarde, lucen los quince cirios del tenebrario. Quejumbran los canceles y pasa un bullicio de rapaces; porque no hay escuela, y vienen a la parroquia y ayudan a limpiar candeleros y la urna, que tiene dos ángeles de rodillas y un sol con dos rayos rotos.

En las bancas duermen mendigos y abuelas, mientras dos artesanos conversan familiarmente, y clavan el monumento viejecito de todos los años.

Acuden ya damas piadosas con sus hijas, para oír el Miserere. Cruza un beneficiado que sale del coro, y ellas le incorporan los sufrimientos de Nuestro Señor, y piensan en la fatiga litúrgica de estos días.

Nada más quedan encendidas en el triángulo dos candelas verdes. Están más foscos los altares. Se difunde un rumor y aroma de piedad y de tiendas, porque muchas familias vienen directamente de la calle Mayor. Pronto se cerrarán los comercios, como se han cerrado los teatros basta el cántico de Aleluya. No hay otra orquesta que la del Miserere; y un barítono descreído, que pertenece a la suprema elegancia de la ciudad, tiene un «solo» en el «Quoniam iniquitatem...». Suspiran los violines y las penitentes, y se ha escondido la estrellita de luz de la vela blanca, y los muchachos se aperciben muy contentos para el estrépito de las tinieblas.

...Al salir del Oficio nos acoge el cielo claro y fragante de la luna de Nisán. Y toda la magna noche es un íntimo convite de delicias para los que sólo poseen la destilación de su voluntad y de su vida, el alimento de su espíritu, que en moneda apenas alcanza el valor de un cuadrante, como la ofrenda de la viuda pobre.




ArribaAbajoJueves Santo

Tocan las campanas delirantemente. Las torres semejan molinos con las velas hinchadas y joviales.

Van pasando unas nubes muy raudas y bajas, de blancura de harina y espumas, frescas, pomposas; y la ciudad, los huertos, los sembrados, los rediles y alcores se apagan, se enfrían a trozos; y en seguida vuelven a la claridad caliente y cincelada.

...Ornamentos de tisú blanco y de oro; nieblas retorcidas de incienso, cánticos y clamores triunfales de órgano, júbilo magnífico del «Gloria in excelsis...». Y de pronto, se duermen las campanas; y en el día extático, ya todo azul, comienza un coloquio de gorriones, de niños y jardines. Un águila que pasaba se ha quedado mirando la quietud del valle; después ha seguido volando, todo el cielo callado para sus alas rubias.

Y un abuelo nuestro entra despacito en su casona. Le reciben las hijas, que todavía traen las joyas y galas rancias de los Oficios, porque, acabada la comida, han de salir con el hidalgo a visitar los Monumentos. Le toman el Eucologio grande de piel, el eminente sombrero de castor, la caña de Indias... ¿Qué tiene el padre? Le ven en la frente un hondo pliegue de cavilación, y su faz gruesa, rasurada y pálida, denota un agravio grandísimo. ¿Qué le pasa al padre? El caballero se derrumba en una butaca que parece vestida de sobrepellices recién planchadas. No puede contenerse, y exclama:

-¡Ya no queda crianza ni piedad en el mundo! ¡Hoy, Jueves Santo, y un labrador fumaba y se reía con otro en medio de la calle! Yo lo he visto: en la calle de San Bartolomé... ¿No pensáis en lo que se apenaría vuestra madre, si viviese?

Las hijas piensan en la madre, que estaba hoy tan hermosa, con el traje negro brochado y las alhajas arcaicas que ahora llevan las tres huérfanas en sus senos de virgen y en sus pulsos y dedos de cera.



...Nuestras pisadas parece que resuenan en las losas venerables de Jerusalén.

El obispo y su cortejo salen del Lavatorio. Rebullen felpas, sedas, blondas; se estremecen muchos párpados, esperando la gracia de la bendición, y el sol se quiebra en la amatista del prelado.

Retumban los zapatones militares; viene un macizo de charol de ros, de paño recio, de piel campesina, de manos gordas, que revientan por el algodón del guante y se mueven exactas en péndulo de ordenanza.

Plañen los mendigos. Cruzan dos frailes. Surge un vuelo de tocas de las hermanas de la Caridad, y desfilan los niños del Hospicio, que se vuelven mirando las confiterías, y una monja descolorida y enjuta les recuerda que el Señor padeció y murió por todos nosotros. Un ciego canta la oración de las divinas llagas. Un coche hiende el recogimiento como si lo rajase con una proa de herrumbre y de escándalo. Detrás de una vidriera se esfuman las mejillas de un enfermo. Gentes mudadas platican en sus portales. Pasan eclesiásticos, familias, novios, amigos, viejos... mozas y anacalos que vuelven del horno, dejando un olor de pastas tibias. Cuelgan banderas a media asta, menos la bandera del Círculo Republicano, en cuyo dintel hay un cartelito con letra del conserje, que anuncia un «Banquete de promiscuación para los señores socios», y una viejecita, que pasaba rezando, se aparta, se atropella, asustada, porque de un momento a otro puede caer el rajo de la ira de Dios. Y va rodando, rodando, la carraca de la Catedral...


Las iglesias se quedan solitarias. En los monumentos hay algunos cirios apagados, porque se retorcían devorándose a sí mismos. Se aprieta el olor de cera derretida, de flores cansadas; se deshoja una rosa carnal y zumba un insectillo. La urna del Sagrario exhala una pompa hermética de ara, de trono y de féretro. Un congregante abre la puertecita del claustro, y entra un deleitoso oreo y palpitan las luces, despertándose.

Los claustros, los jardines, aroman bajo la luna llena, la luna de Gethsemaní.

...El Señor se angustia, acude a los discípulos, que ya se rinden con el sabor del vino de uva roja y de las hierbas amargas de la Pascua. Se aparta de ellos, se postra implorando, desfallece y está solo y triste hasta la muerte. Los mártires cristianos tendrán a Jesús para ofrecerle cada una de las convulsiones de su tormento, y su quejido les abrirá las puertas azules de las dulzuras eternas. El Señor vacila y le pide gimiendo al Padre que traspase de su boca el cáliz amargo; y la voz y los sollozos divinos se pierden en la soledad, porque, ¡a quién pasaría su cáliz, si hasta los discípulos duermen al amor de las oliveras húmedas de luna!

El Señor ha de aceptar su muerte. Y aparece en la granja el hijo de perdición.

Fue entonces la hora propicia; porque en estos tiempos, Señor, no te clavarían; ahora te dejarían morir solo, y quizá ya te negaras a resucitar...




ArribaAbajoViernes Santo

En una peña podrida de las afueras has agonizado, Señor. Desde la cruz oías y velas el júbilo de los caminos y de la ciudad. Dentro de la ciudad, en el frescor de las fuentes, de los aljibes, de los toldos y bóvedas, en los cenáculos y portales, la multitud se sentía buena, exaltada de amor a la tierra que tú, Señor, le prometiste. La tierra retoñaba en los días tibios y claros de Nisán.

...Polvo y estiércol de ganados; camellos inmóviles mirando el fuego donde cuecen el pan de la Pascua las mujeres de los aduares; gusanera de hijos entre pienso, cántaras y andrajos; vírgenes descalzas, de cabelleras que relucen de aceites, y, encima, un ánfora recta y roja sobre el azul; viejos de sudario pringoso, de barbas de crin, que hunden sus ojos amargos en los mercaderes sirios, fellats con callos de bestias, gentiles y rameras que muerden naranjas. No caben en la ciudad, y se amontonan en los eriales; y de rato en rato, se vuelven hacia el cerro de la ejecución. Algunos suben; miran los contornos de Jerusalén; pasean conversando bajo las cruces; reparan en una llaga, en una mueca, en una deformidad de un ejecutado; saben que este suplicio suele ser lento, y vuelven a su corro para esperar lo último.

No te conocían, Señor. Estabas solo; los que te siguieron, te dejaron; y escondidos en la ciudad, también aguardaban y querían que todo acabase.

La ciudad, la obra de los nombres y lo menos humano, te mataba.

En los senderos de las aldeas, de los bancales y de la montana; en los campos de viña, en la ribera del Genezareth, vivías confiadamente. Para presentir un peligro te había de llegar la palabra de la ciudad o habías de volver tus ojos bacía el horizonte árido y duro que ocultaba a la ciudad que mata a los Profetas, la que Tú quisiste proteger y transportar bajo tus alas, como hace el ave con sus crías recién nacidas.

Mañanas de los ejidos que huelen a tahona. Siestas en un hortal galileo; olor de verano bajo las higueras calientes. Tardes en los oteros; las gencianas, el cantueso, las alhucemas, los lirios perfuman la orla de la túnica. Noches de las orillas del lago; aliento de la sal. Estrellas; anchura callada. En aquel tiempo, Señor, ¿no se estremecían tus entrañas de hombre dentro de una llama gozosa que subía calentando las cumbres de tu divinidad? ¿No pasó delante de tus ojos una promesa de bien del mundo que Tú modelaste, de la hermosura de los corazones, sin exigir el sacrificio de tu cuerpo? Te rodeaban las gentes creyéndote por amor, y en sus ojos Tú veías el júbilo honrado del paisaje, una humedad de lágrimas que te pedían la gracia y la salud; bebían la presencia tuya. Casi ya sonreíste, mirando hacia tu Padre que está en los Cielos, y casi ya le dijiste, mostrándole a sus criaturas:

-¡Son mejores, Padre; son mejores de lo que Tú y yo creíamos en la soledad de la gloria! ¿Es que no será menester que yo muera?

La invocación que luciste al Padre en la última noche estuvo a punto de prorrumpir, entonces, de tu boca, mojada de la delicia de las frutas y de la lluvia recogida en las cisternas. En aquel tiempo hubo horas dichosas para anticipar la plegaria, no sólo protegiendo a los once que permanecieron a tu lado y que después huyeron de Ti, sino amparando a todos. ¡Yo en todos, Padre, y Tú en mí!

Lo has ido recordando bajo los olivos y la luna de Gethsemaní, y ahora, en la cruz, desamparado y sediento.

Se oye tu grito de desconsuelo de hombre y de Dios: -¡Oh, Padre, es menester que yo muera!

Mueres desnudo, encima de un cerro que parece una vértebra monstruosa y calcinada. Tus fauces, de una sequedad de cardencha, asierran el aire; tus oídos se cuajan de sangre, cerrándote de silencio, silencio con un tumulto de latidos de cráneo, y calla para Ti la tierra que tanto amaste y el cielo donde ya no ves el camino que te trajo a los hombres; silencio de agonía, con un zumbar de moscas que chupan el sudor de los moribundos.

Un vaho de costra humana ha subido a tu nariz aguda de cadáver.

Han matado en Ti el hombre que era el arca de Dios, y quedará el rito y la doctrina intacta...


...La voz cansada y turbia del diácono va diciendo el flectamus genua al principio de las grandes plegarias. Después se postran descalzos los sacerdotes para besar la cruz recién salida del triángulo negro. Ecce lignum crucis.

Dos cantores claman:

«¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, o en qué te he contristado? ¡Respóndeme!».

Señor: amaste y perdonaste. En la hora sexta te izarán en la cruz.

Prosiguen los versículos de los Improperios.

«...¡Y abrí el mar en tu presencia, y tú abriste con la lanza mi costado!».

Todo el coro va repitiendo:

«¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, o en qué te he contristado? ¡Respóndeme!».

No lo supo aquel pueblo, y este pueblo de ahora encuentra ya santificada la lanza que rasgó tu carne.

Están apagadas las lámparas; los altares, sin cirios y sin ropas; las sacras, caídas.

Pasa la luz por los canceles abiertos; en seguida se contiene en las losas. Humea la tiniebla de la nave, apretada de devotos que asisten a los Oficios.

En lo profundo alumbra desmayadamente el Monumento. Han envejecido las flores, las palmas y los damascos. El oro es casi ocre; la cera se arracima en los hacheros; el palio, plegado, se recuesta contra un muro; las alfombras quedaron como la hierba después de una romería. La Urna da un temblor de estrella en el amanecer.

El Monumento tiene un frío, una crudeza de intimidad perdida, un cansancio de capilla ardiente pasada ya la noche de vela.

...Principia la Misa de Presantificados y desciende de los ventanales del crucero un humo trémulo de sol que florece de arcaicos colores en la piel de ámbar de una mujer llena de gracias de su cuerpo y de la Primavera, una virgen con mantilla, arracadas de imagen y medias de seda. El carmesí de un manto de Rey, el violeta de una túnica de santa, el amarillo de las alas del ángel de una Anunciación, el verde de un campo bíblico, todo el iris de un vidrio miniado como la vitela de un Códice se hace carne de juventud, estampa una mariposa que palpita en el escote, en las mejillas, en la frente, en la blonda y en los cabellos.

El oficiante devuelve el incensario al diácono recitando:


Accendat in nobis Dominus ignem sui
amoris, et flammam aeternae caritatis.



Los devotos, incluso una soltera ferreña, sobrina de un canónigo, y el mismo Maestro de Ceremonias, contemplan la mujer policromada místicamente de gloria de siglos. Sus ojos y su boca se vuelven zafiro, amatista, granate, calcedonia, topacio; son de una inocencia de perversidad exótica, mientras miran y rezan a Nuestro Señor Jesucristo enclavado, y rezando alza la faz siguiendo la orgia de colores; porque se adivina a sí misma bajo la proyección de un foco de magia, como el que alumbraba la danza de una bayadera de piel de serpiente, que vino al Teatro Principal...

...Las doce. La hora sexta. Las Siete Palabras. Un sermón para cada uno de los siete gritos de la agonía de Jesús.

Señor: tus gritos de moribundo, gritos de entrañas hinchadas por las enfermedades que súbitamente engendra el tormento de la cruz; tus gritos convulsos de frío de fiebre bajo el sol de la siesta de Nisán; tus gritos de abandono en una cruz viscosa de gangrena y de sudores de tu desnudez, son el origen de siete curvas oratorias. Un sexteto dilata la emoción de la palabra. De las torres de la ciudad sale el vuelo de las horas encima del silencio del Viernes Santo.

...Por la noche, después de la procesión del Entierro de Cristo y de los sermones de la Soledad, se cierran las iglesias como la casa de un muerto cuya familia se ha ido al campo para pasar allí el rigor del luto.

La ciudad también semeja cerrada como un patio muy grande lleno de luna, la luna redonda que se quedó mirando el sepulcro del Señor.

...Y antes de cenar, los niños recortan las aleluyas del toque de Gloria.




ArribaAbajoSábado Santo

Toda la casa duerme en el reposo sabático. No sale el ruido de la muela harinera, que es el rumor de vida de Israel; y en el sol de las tierras hortelanas, no brilla la carne sudada de los siervos agrícolas, los fellats desnudos, flacos y grandes.

Josef de Arimathea va descogiendo y meditando los pergaminos de las filacterias. San Mateo le llama a este creyente: «hombre rico»; San Marcos: «noble sanhedrita»; San Lucas: «varón bueno y justo»; San Juan: «discípulo oculto de Jesús».

Solitario de sus caudales, de su prosapia y de sus virtudes, ve hoy el desamparo de su pensamiento, la soledad de su fe en el Señor tendido ya una noche bajo la bóveda de roca que el patricio hizo cavar para su carne vieja.

Josef abandona los textos mosaicos y vigila el sepulcro. Han sellado el sepulcro los que niegan la resurrección del Rabbi; porque nada tan invencible como el súbito, el escondido y resbaladizo temor de que suceda lo que no se cree; y el saduceo, el fariseo, los sumosacerdotes temen la resurrección del Cristo, aunque fuese impostura para ellos; y acuden a Poncio pidiéndole: «Manda que se guarde y selle el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan los discípulos y hurten el cadáver y digan a la plebe: Resucitó de entre los muertos; y será el peor engaño».

Josef se estremece pensando si no será ese miedo la equivalencia al otro miedo de los hombres, de que no se cumpla lo que su fe les tiene prometido.

Quiere confortarse repitiéndose palabras de Jesús. El Señor ha dicho: «¡Por ventura fructificará el grano de trigo si no se le entierra!». Pero Josef siente ya el cansancio de los días y el de la aflicción del viernes tumultuario y trágico.

Hoy se ve solo a sí mismo. Las mujeres que asistían al Maestro preparan escondidamente los aromas y vendas para acabar de ungir el cadáver. Los discípulos han desaparecido. El Rabbi lo predijo con el profeta: «Dice el Señor de los ejércitos: Hiere al Pastor y se dispersará el rebaño».

Josef se va acercando a la cripta. Hoy el silencio de la peña le traspasa la frente, se prolonga en el huerto; y el varón justo se vuelve a todo para escuchar.

Suben las golondrinas, volcándose rápidas y gozosas en el azul. Toda su verdad la tienen en sus alas; y el anciano mira la tarde y se angustia porque está solo con el muerto y su fe.



...Amanece el sábado calladamente. Las piedras quedaron goteadas de las hachas de las procesiones del viernes. Todavía remansa el olor de las flores pisadas, que se deshojaron sobre la cruz y hay un vaho de aceites y vinos de figón donde duermen los «nazarenos».

Sábado Santo de generosidades. Se extrae del pedernal la centella virgen, y de su fuego la luz que va prendiendo las lámparas sin mengua de la llama originaria. Así nos dice el Señor que nos demos nosotros. Se bendicen los trabajados grumos del incienso; suavidad que procede del ahínco y arde en las ascuas nuevas. Así ha de quemarse la palabra en el corazón puro. Se traza el signo de la cruz sobre la faz del agua, y ya el agua es molde de la carne. Así nos troquela la vida lo que no puede recogerse entre las manos.

El diácono mudó sus vestimentas moradas por los ornamentos blancos. El tronco del cirio pascual retoña cinco yemas de perfume reciente. Viene ya el cántico del «Exultet», el júbilo de la Aleluya vibrante de campanas.

Porque como el Señor ha de resucitar, no importa que nosotros le resucitemos antes del tercer día. No podemos vivir consternados tanto tiempo; y arrancamos un día de fe de dolor para pasar a la afirmación ancha del gozo.

Josef de Arimathea, el varón bueno y justo, permanecerá siempre solo el Sábado Santo, él solo con su fe, la verdadera fe, que hace sufrir, y la sepultura sellada.






ArribaAbajoLa Ascensión

Para este día profiere David el salmo de júbilo y de triunfo: «¡Alzad, oh príncipes, vuestras puertas; abríos, puertas eternas, y entrará el Rey de la Gloria!».

Nosotros, en la víspera de la Ascensión, levantamos las puertas de la vida de ciudad para vivir el día escogido que llega palpitante entre el humo dormido al día nuevo. «Un día produce su palabra a otro día».

Y sentíamos una timidez y como la virginidad de nuestros deseos y de nuestras acciones por la conciencia de saber que habríamos de vernos en la distancia de las horas.

...Olor de fresas y naranjas en manteles de familia; olor de espigas granadas, de rosas gordas encendidas, de retamar en flor, de fiesta vieja y magnífica.

Atravesaba el tren los paisajes, rasgando su paz, levantando a las alondras de las mieses.

Y los pueblos, pueblos morenos, trabajados, juveniles y nítidos, en tumulto de laderas o en quietud de llanura, se quedaban mirándonos; siempre había un ave que pasaba coronando la torre; y todos mostraban el rasgo, la tónica agreste que compendia la visión de lugar: un camino de chopos tiernos, estremecidos; un ciprés que acuesta su sombra en un portal; saúcos apretados con sus panes de flor que parecen emerger en la faz de aguas verdes inmóviles; un árbol del Paraíso que huele calientemente a tarde, a tarde de mi tierra -por los vallados de sus jardines asoma este árbol de plata y los geranios de fuego; y el no estar allí nos nace sentirnos allí, olvidándonos de que hemos de abrasarnos en la lumbre de ahora para que exhale el humo que será el pasado.

-¿Habrá olivar, siquiera un olivo, por donde mañana pasemos, a mediodía?

Lo preguntaba como pidiéndolo una señora, llena de gracia, patricia y sencilla, de cabellos como un bronce glorioso, y los pies de un menudo aleteo infantil. Pertenecía a esa estirpe de mujeres que en todo ponen un cuidado, una ansiedad y una primorosa tristeza de madre que nos hacen buenos y confiar en la dicha.

Íbamos a los campos de Tarragona, y habría olivos. Los deseaba la señora para ver las hojas que se buscan y forman la cruz en la mañana de la Ascensión...

-¿Es que no lo creéis porque habéis mirado, ese día, los olivos, y no es verdad la leyenda? Y lo pronunciaba medrosamente. Pero nosotros nunca habíamos reparado en estos árboles en el mediodía de la Ascensión. De modo que por nosotros dormía la leyenda con su espina de oro de embrujamiento. Y quisimos también verlos a la hora que deben cruzarse, y no se cruzarían.

El P. Feijóo no creyó en las lámparas perennes del sepulcro de Palante, de Máximo Olybio, de Tulia, de los templos gentiles... Otros varones eruditos o rudos tampoco creerían en la realidad de estas luces perpetuas, que ardieron dentro de las losas y de sus siglos hasta que las azadas de los arqueólogos dejaron pasar el aire de fuera; y el ambiente libre las mató; pero las lámparas siguieron encendidas para muchos, aunque no creyesen. Porque un hombre puede sonreír delante de la conseja que ya no cree y «todavía» podrá gozarla. Menos el P. Feijóo, que hizo un discurso contra las lámparas perennes y las apagó definitivamente para sus ojos.

...Oímos misa, misa de la Ascensión, vibrante de canarios, en una iglesia de enjalbiego y ventanas de molino, y entraba un cielo geórgico y un ruido de agua de acequias. ¡Si pudiésemos vivir siempre en este lugar!... Y como no podíamos, quisimos ya marcharnos porque queremos «ese» instante, y ese instante necesita una seguida emoción para serlo y acendrarse evocadoramente. En aquella iglesia encalada resuenan todas las misas del día de la Ascensión; y si allí residiésemos siempre, llegaríamos a saber qué canario canta más cada año.

...Todo el valle se ofrecía desamparado y extático a nuestra ansia. Llegaba el mediodía... Ahora estaban los discípulos del Señor cerca de Bethania, en la cumbre del Monte de los Olivos. Habían retornado de Genezareth porque venía la fiesta de las Primicias. Fue rápida y encendida de visiones esta última jornada en la tierra suya. Cuando la dejaron para celebrar la Pascua de Jerusalén, quizá se volvieron muchas veces a mirarla despidiéndose de todos los contornos; se iban con el Señor a esperar el triunfo mesiánico. Y sonreían contemplando la Galilea, tan recogida y humilde. Todo cabía dentro de la emoción de lo familiar, como su celemín, su aljibe, sus redes...; y antes de ser llamados por el Rabbi Jesús, no tenían medidas los confines de su comarca. Y les mataron al Señor, y entonces, la Galilea retraída y suave, se alzaba prometiéndoles la clara memoria de la vida evangélica, el refugio de la presencia del Maestro resucitado. Otra vez la faena en las aguas cerradas del mar de Tiberiades, el sol del camino de Kafarnaum... Sentían al Rabbi entre ellos; venía su palabra encima del viento del lago; hallaban un signo de su aparición en la playa: las ascuas, los dos peces, el pan partido según lo rompían sus dedos... Pero, llegaba la solemnidad de Pentecostés, y acataron el mandato de acudir. Se entornaba la emoción de la Galilea.

...Y en esta mañana suben al monte del olivar. La claridad de los cielos de Oriente se hace lumbre en la peña, en los senderos, en las tapias, en las vestiduras, en la piel. Calina y silencio de mediodía y de montaña, donde se oye el temblor de nuestro pulso prolongándose sobre toda la calma azul... Y oyen al Señor: les promete la virtud de su Espíritu; les anuncia que ellos han de ser sus confesores y testimonios en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria y en todos los términos de la tierra... «Y cuando esto hubo dicho -escribe San Lucas- se fue elevando y le recibió una nube que le ocultó a los ojos de ellos».

...Nosotros caminábamos por un valle fértil; de la frescura del verdor tierno salía un vaho de tierra estival; y encima de un otero plantado de vides resplandeció una nube blanca. ¡La Ascensión, la Ascensión!... Era la nube que recogiendo y ocultando a Jesús resolvió estéticamente que su figura divina se elevara sin menguar en las distancias de los cielos. Cendal inmaculado de la nube que ciñendo al Señor se modela y glorifica sobre su contorno. Y ya la nube no fue nube para la mirada, sino túnica y manto y carne, como otras veces semeja espumas, galeones, armiños enjoyados, paisajes polares... Recordamos las tablas o lienzos de asuntos religiosos: transfiguraciones, arrobos, theofanías, cuya sensación de gloria bienaventurada la infunde más el fausto escénico de lo azul y lo blanco que los mismos bienaventurados. Es una técnica que no podía comprender ni presentir un judío que desconoce o rechaza la imagen. Pero San Lucas tiene un origen pagano. San Jerónimo afirma que hablaba mejor el griego que el hebreo. Supo de Medicina, y creen algunos que pintaba, y hasta se concretan sus pinturas.

...¡Mediodía de la Ascensión! Y la señora, que se doblaba sobre todas las plantas del camino mirándolas, tocándolas, atendiendo la circulación íntima de cada tejido vegetal, dejándolas llenas de su cuidado, la señora corrió para acercarse a los olivares antes de las doce. La paz de las almantas nos acogió como una bóveda santísima. Se desnudaba la tradición..., y la señora cerró sus ojos y encima se puso la venda estremecida y fragante de sus manos; y por ella se cruzarán para nosotros las ramas del olivo, aunque no lo creamos.

En lo hondo del azul volaba y se rompía el vellón de la nube; y la voz de Fray Luis cantaba en el otero.


   ...¡Cuán rica tú te alejas;
Cuán pobres y cuán ciegos, ¡ay!, nos dejas!...






ArribaAbajoSan Juan, San Pedro y San Pablo

En los días más anchos y gozosos del verano, la Iglesia nos ofrece las festividades de San Juan Bautista y de San Pedro y San Pablo. De los tres, escogen las gentes dos; los lleva y los trae con la popularidad más inflamada y placera, y casi se olvidan de San Pablo, el «apóstol de las gentes». Porque San Pablo no ha de agradecer a los nombres ni una luminaria de pólvora, ni danza, ni hoguera, ni una hora de servicio extraordinario de tranvías.

Si alguna bienaventurada entrometida, si algún ángel poco curioso de las cosas de este mundo se llegara a San Pablo para felicitarle del júbilo de la verbena de su víspera, se persignaría de susto y sofocación oyendo al apóstol: «¡A mí qué se me da de todo eso que decís! Contádselo a Pedro, y casi más que a Pedro, a Juan el Bautista, aunque el Bautista no sabrá ni palabra de todas esas galanías, coplas, burlas y agudezas con que se solemniza la madrugada y mañanica de San Juan, según me dijo un santo y flaco caballero, que no conocéis: San Quijote de la Mancha, quien presenció una verbena de San Juan en Barcelona, aunque lo niegue don Vicente de los Ríos...».

San Pablo es capaz de saberlo. En sus tiempos, Saulo lee insaciablemente. Florecen en Tarso las Bellas artes, la Filosofía, todas las disciplinas y gracias del saber, como en Alejandría y en Atenas. Hijo de padres judíos, puros y rígidos, lo llevan a las escuelas rabínicas farisaicas, y toma por maestro a Gamaliel. Convertido de súbito a la doctrina de Jesús, Pablo es el primer intelectual del Cristianismo, que entonces sólo necesita de hombres de fe. Será siempre un solitario. Al principio se aparta tres años en lo profundo de Arabia para meditar y sentirse en Cristo. Después caminará solo; nunca cuida de auparse y lucirse con su predicación, ni sus prendas corporales le ayudan. «Porque, en verdad, sus cartas -dicen algunos- son graves y fuertes; mas la presencia de su cuerpo es flaca, y su palabra, remisa y sin adorno». Cor. II, X.

Pero dice también él a los corintios; «En cuanto a mí, poco me importa ser juzgado de vosotros o de humano día».

«En este triunvirato apostólico -Pedro, Pablo y Juan Evangelista- escribe Sepp-, Pablo significa el elemento doctrinal; Pedro, el jerárquico; Juan, el místico y ascético. Y la Edad Media considera a Pedro como representación de la Fe; a Juan, de la Caridad; a Pablo, de la Ciencia».

Bien se sabe que la ciencia pura no alcanza popularidad. ¿Es que en Pablo no hay acción, arranques y episodios emotivos? Toda su vida de cristiano se precipita en una inquietud temeraria, tajadora, insaciable. Su conversión es fulminante. Cae del caballo, y todavía revolcándose en el camino, lleno de sol, sube los ojos cegados por la gracia, y grita: «¡Señor: qué quieres que haga!».

«El rayo que le hiere -dice Helio- manifiesta el carácter de San Pablo. San Agustín es atraído por un libro; los Magos, por una estrella; San Pablo, por un rayo... No perseguirá más a Jesús de Nazareth. Pero, entonces, ¿qué hará? Hombre de acción, hombre de todas las acciones, reclama una vocación práctica».

Lleva la palabra de Cristo a Chipre, Perge de Pamfilia, Antioquía, Iconio, Listra y Derbe de Licaonia. Atraviesa la Frigia y Galacia. Pasa a Macedonia. Funda las Iglesias de Filipos, Tesalónica, Berea. Convence en Atenas al areopagita Dionisio. Predica casi dos años en Corinto. Vuelve a Éfeso, a Jerusalén. Cruza el Asia Menor. Viene a España. Recorre nuevamente Creta, Corinto, Éfeso, Troas, Macedonia. «¡Soy ciudadano romano!». Y le flagelan cinco veces, y tres veces le apalean. Es lapidado; conoce siete cárceles y sufre tres naufragios.

¡Labrador de corazones con el filo candente del suyo, y ya no queda multitud para él. Su vida varia, trabajada, aleteante, pródiga, nunca pierde los caudales de la serenidad de su pensamiento y de su verbo. Escribe y vigila, inspira y guía el estilo de Lucas. Y nada ha de agradecer a los hombres. Ni siquiera se vale de los bienes de la Comunidad apostólica. Come de su trabajo de artesano. «Ordenado está que viva del Evangelio, el que lo anuncia; pero yo no lo haré» (I, Cor. IX, 13).

Nerón, César empachado, le manda degollar la misma tarde que crucifican a Pedro.

La Iglesia también los junta; pero la popularidad prefiere a San Pedro. ¡Víspera de San Pedro! ¡Verbena de San Pedro!...

Pedro es el primer jerarca. Se coloca delante, y la multitud siempre sigue. Pedro ha llorado por la flaqueza de sus negaciones. Las gentes se apiadan de esas lágrimas del apóstol, esas lágrimas de la noche del prendimiento del Señor. No necesitan ya saber las otras, las de toda su vida, para las que trae un sudario que nadie verá. Tanto llora, que se le agrieta la piel, y su carne semeja quemada, según dice San Clemente. Ha negado al Señor, creyéndole y amándole más que todos los discípulos. Cuando Jesús les previene en la postrera cena que uno de los doce le ha de entregar, Pedro porfía en saber el nombre del culpado, y el Maestro se lo oculta, «porque si lo hubiese sabido -escribe San Agustín- lo hubiera desgarrado con sus dientes».

Rudeza, fe, fragilidad, bravura y jerarquía, ímpetus y postraciones verdaderamente humanos, de humanidad de pueblo.

Ya bastarán para traerle la popularidad, aunque la popularidad de la víspera de San Pedro viene ya cansada del regocijo y jácara de la del Bautista, la figura más reciamente tallada de toda la hagiología, y cuya memoria se celebra al revés de lo que significa. He aquí el riesgo de la popularidad, y ninguna tan irremediable o tan indómita como la de los Santos. Resistirla fuera casi renunciar a su preeminencia en las moradas eternas.

Juan rechazó infamadamente el acatamiento a sí mismo, y la curiosidad de las multitudes y de los enviados de los poderosos. Le buscaban, pidiéndole: «¡Dinos si eres tú Cristo!». Y Juan rugía: «¡Yo no soy el Cristo!». -«¿Acaso eres tú Elías, eres el Profeta?». -«¡No soy Elías ni Profeta: soy la voz del que clama en el desierto! Vosotros llegáis creyéndoos agradables a Dios, porque descendéis de Abraham. ¡Raza de víboras: yo os digo que de estas piedras puede Dios levantar hijos a Abraham!...».

Toda su predicación es amenazadora, flagelatoria, implacable. Penitencia, humillamiento de la carne, plegaria. Ni el soldado, ni el publicano, ni el sacerdote, ni el tetrarca, hacen vacilar la ardiente antorcha de su lengua. No halagará ni prometerá a sus mismos discípulos. Bravo, rígido, sólo porque precede al fuerte y es su voz en las desolaciones. Así nos muestra cómo ha de atenderse y acendrarse la emoción y la palabra en las soledades. Pero las gentes celebrarán delirantes, galanas, ahítas, enamoradas, ebrias y triscadoras, al que fue virgen y se vistió de pieles de camello, y nunca permitió unción ni navaja en su cabellera, porque estaba consagrado con voto de «nazir», y se alimentó de miel salvaje y de langosta de pedregal -«800 especies de langostas puras cuentan los rabinos»-, ni bebió bebida fermentada, ni asiste a más festín y danza que en las manos de Salomé.

Castidad indomable de esta lámpara ardiente del Jordán, y en torno de su nombre palpitan guirnaldas de mujeres bermejas de hogueras que ensangrientan el cielo de las noches de junio.

Fuegos de San Juan. Dicen que se encienden de la remota costumbre de juntar y quemar osamentas de bestias. Porque se creía que los dragones, que vuelan, nadan y caminan, arrojan desde los aires su simiente a los pozos, hontanedas y ríos, para incitar a los malos pecados, y el más eficaz remedio contra el maleficio lo daba el humo de fogadas de huesos. También dicen que estas hogueras se hacen conmemorando las lumbres de los huesos de San Juan, quemados por los infieles en Sebaste-Jacques de Voragine. «En las fiestas de Pales (Bar-es) diosa latina de la producción, encendíanse hogueras de paja y hierba seca, y se saltaba sobre las llamas, suponiendo que tenían la virtud de limpiar y absolver de toda culpa, lo mismo que se hace en nuestros pueblos la víspera de San Juan».- Los Nombres de los Dioses: E. Sánchez Calvo.


...No sé por qué ahora me veo, entre el humo dormido, en la clase de Metafísica de la Universidad de Valencia, y un condiscípulo muy aplicado, el señor Ribelles, largo, enjuto, austero, nos apostrofa denodadamente: «¡Ah, si Descartes levantara la cabeza, qué diría!». ¿Y si San Juan, venciendo la pesadumbre de la tradición de sus reliquias, y juntando las mitades de la suya, que, según parece, se guarda repartida entre Roma y Amiens, se asomara por una rasgadura del cielo? Qué no diría, presenciando su popularidad en la tierra, ya difundida por los romances moriscos, donde se lee:


   La mañana de San Juan
salen a coger guirnaldas
Zara, mujer del rey Chico,
con sus más queridas damas...,



o aquellos otros versos de Pedro de Padilla, que comienzan:


   La mañana de San Juan,
de moros tan festejada,
las cañas sale a jugar
toda la flor de Granada...,



o los villanescos de Alfonso de Alcabdete:


   Yo me levantara, madre,
mañanica de San Juan,
vide estar una doncella
ribericas de la mar;
sola lava y sola tuerce,
sola tiende en un rosal...,



sin que, más tarde, se quede sin urdir su romance verbenero el muy grave y dulce don Juan Meléndez Valdés...

¡Verbena roja de amor y de vino, crepitante de fuegos, de bulla y de aceites de frutas de sartén!... Y el fosco Bautista acabaña por sonreír, diciéndose: «¡Ni las gentes ni yo nos habíamos enterado de nosotros, y resulta todo bien!».

De modo que ser célebre o santo consiste, por ahora, en ir rodando un nombre por este mundo. Y un año más.

Esos «años más» dejan el humo que se para, el humo dormido de un día, que, como el del santo nuestro, el de Reyes y el de todos esos días tan inmóviles y veloces, tienen su más sabrosa emoción en la víspera...




ArribaSantiago, patrón de España

Está con su hermano y su padre en la ribera, cosiendo las redes. Llega la voz de Jesús, y los dos hijos se levantan y la siguen.

Pasando por tierras de Samaria, envía el Señor a buscar posada. No se la dan los samaritanos por la malquerencia que ellos y los judíos se tienen. Santiago y Juan se arrebatan y gritan:

-¡Maestro, deja que pidamos fuego del Cielo que los devore!

El Señor les llamaba «Benireges» (hijos del trueno). «Boanerges», según la fonética galilea.

Después de la Ascensión, Santiago siembra la doctrina evangélica en España. No recoge mucha mies: nueve conversiones, cuentan algunos; una nada más, apuntan otros.

Vuelve a la Judea. Su poder de taumaturgo pasma a las gentes. Sólo tocando el paño de su cuello se libra Philetus del maleficio de Hermógenes, y su palabra reduce a este mago y ata los demonios.

Es el primer apóstol que muere de suplicio. Lo manda degollar Herodes Agripa. Camino de la muerte, sana a un paralítico y bautiza al que le arrastraba de las ataduras. Los dos reciben igual martirio.

Toman los discípulos el cuerpo de Santiago y lo llevan a Jaffa; de aquí navegan en un bajel sin timón. Arriban a las costas ibéricas de Iria. Ponen el sagrado cuerpo sobre un macizo de mármol; la piedra se funde como la cera para que el cadáver penetre, y así se labra el sarcófago. Queda desconocido; crece un bosque y lo cubre.

Y dice el P. Mariana: «Con el largo tiempo y con este olvido tan grande, el lugar en que estaba se hinchó de maleza, espinas y matorrales, sin que nadie cayese en la cuenta de tan gran tesoro hasta el tiempo de Teodomiro, obispo iriense».

En los días de tan venerable varón aparecen, de noche, luces clarísimas y portentosas dentro de un apartado boscaje. Corre el ermitaño Pelagio a decirlo. Acude el obispo y ve brillar una estrella de resplandores maravillosos. Se monda y cava el terreno y descúbrese un sepulcro: es el del apóstol. La comarca recibe el nombre de Compostela, de «Campus Stellae», «Campus Apostoli», «Giacomo Apóstolo». Don Alfonso el Casto levanta la primera iglesia compostelana.

A Teodomiro le sucede en la diócesis Ataúlfo. Cuatro siervos de los campos del templo acusan a Ataúlfo de un pecado horrendo.

Reinaba en Asturias Ordoño I, «padre del pueblo». El cronista de Galicia don Fernando Fulgosio insiste en elogiar la «mansa condición y las apacibles costumbres» de este monarca, «el más querido del mundo», quien, sabedor de las acusaciones contra Ataúlfo, le llama a su presencia.

Revístese de pontifical el prelado; dice misa, y todavía con los ornamentos del altar se presenta en la Corte. El manso rey, sin oírle, le suelta un toro bravo, agarrochado y mordido de perros feroces. El obispo hace la señal de la cruz, y la bestia se le humilla y le entrega la cuerna. Ataúlfo la toma. Antiguamente estuvo colgada como exvoto en la Catedral de Santiago.

Sube la devoción al sepulcro del apóstol.

Fue Ordoño el vencedor de la legítima batalla de Clavijo. La lanza del dulce Ordoño se hunde tres veces en el cuerpo de Muza el renegado. La tradición traslada esta victoria a Ramiro I, «el de la vara de la justicia». Origina esta leyenda el relato del arzobispo don Rodrigo. Antojósele a Abderrahman de Córdoba recordar a Ramiro el tributo de las cien doncellas, pagadero desde Mauregato. Enciéndese en cólera el rey cristiano. Penetra con su ejército en tierra riojana; tópase con los moros; se acometen; quedan muy descalabrados los creyentes; retíranse a llorar su desgracia en el recuesto de Clavijo. Adormécese el rey, y en sueños se le presenta el Apóstol, alentándole a seguir la pelea. Viene el día. Se arremeten los ejércitos y aparece el Apóstol en los aires, caballero en un corcel blanco y empuñando una espada y una blanca bandera cruzada de rojo. «¡Santiago, Santiago, cierra España!», apellidan los cristianos; y entre ellos y el Santo degollaron sesenta mil moros. No tienen más coraje los dioses en la guerra de Troya. Aquí se premia al Santo haciéndole soldado de caballería y particionero en los despojos del enemigo; además se obliga España a pagarle en su iglesia cierta medida de trigo y mosto de cada yugada de sembradura y viña.

El Apóstol seguirá apareciéndose en hábito de romero o de soldado.

Pero cada día hubo más santos que también se aparecían y ayudaban a los hombres. Ya no quedará comarca, ciudad, pueblo, aldea ni caserío sin santo patrono, con inflexibles aledaños de devoción.

El venerable maestro de la Liturgia, R. F. Cabrol, abad de Farnborough, escribe: «Se ha dicho que los dioses del paganismo han sido trocados en santos, o también: que el vulgo sustituyó a sus ídolos por otros bautizados con distinto nombre. Es rigurosamente histórico que en ciertos lugares el culto de un dios fue suplantado por el de un santo; mas esta transformación no debe sorprendernos. La Iglesia no ha venido a destruir el sentimiento religioso, sino a purificarlo y ennoblecerlo».

Ahora recordamos que Cicerón pone en labios de uno de los que dialogan en su tratado De la Naturaleza de los Dioses estas palabras: «Vemos que todos los mortales suelen atribuir a los dioses los bienes exteriores, la abundancia de frutos, toda comodidad y prosperidad de la vida; y, por el contrario, nadie dice haber recibido de los dioses la virtud... Cuando vemos acrecentada nuestra hacienda, cuando hemos alcanzado algún bien fortuito o nos hemos librado de algún mal, damos gracias a los dioses. ¿Quién se las dio nunca por ser hombre de bien?».

Ni a ellos, ni quizá al mismo glorioso Apóstol.

*  *  *

Críticos ortodoxos rechazan las tradiciones españolas anotadas. Pero la estampa que sale de manos de la leyenda no puede enmendarse. Es el milagro de la fe y del humo dormido...