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Solos de Clarín

Leopoldo Alas



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[Indicaciones de paginación en nota.1]



AL AUTOR DE «EL GRAN GALEOTO»
en prueba de admiración y amistad,
LEOPOLDO ALAS

Madrid. Junio 1881.



  —[I]→  

ArribaAbajoCuatro palabras a manera de prólogo

Invitado por mi buen amigo D. Leopoldo Alas a escribir unas cuantas páginas a manera de prólogo o introducción a su libro, y deseando vivamente complacerle, preparé mi papel, tomé mi pluma, y pedí inspiración al Dios de los proemios, que numen tutelar deben tener, aunque yo, en este instante, ignore cuál sea. Y bien he menester que a mí descienda, y que me preste un tizón al menos de su sacro fuego, porque es la verdad que, por más que busco, no encuentro idea que valga el trabajo de ser embutida en una frase; ni mi pobre imaginación da muestras de sí, por más que la solicito y la ruego; ni hallo a mi alcance, por más que dirijo afanosamente la vista interna a todos los antros del cerebro, una siquiera de las muchas vulgaridades que el uso tiene almacenadas para necesitados como yo, y empresas como la mía.

Resultado natural y fácil de prever, porque, el caso es de todo en todo nuevo para mi ingenio; la ocasión   —II→   inverosímil, de puro inesperada; y grande el conflicto, y el apuro mayúsculo: no sólo, aunque esto fuera bastante, por mi ya confesada esterilidad, sino por otras muchas y poderosas razones, que a su tiempo diré, si no es que desde luego las digo; como voy a decirlas, sin poner más prólogo a mi prólogo que las palabas que preceden.

Diré, pues, que esto de ver mi persona, mis actos y mis obras en poder de críticos, cosa es harto vista; y que no fuera novedad, ni nadie por novedad la tendría, y yo menos que nadie, verlas y verlos a todos tres, obras, persona y actos, sin compasión mordidos, y destrozados, y dispersos, y aun insepultos, cuando no aniquilados, y hasta de la memoria de las gentes desvanecidos: todo por obra y gracia de la crítica y de sus mortíferos rayos. Pero ver a un crítico en mi poder, sus escritos bajo mi pluma, sus fazañas pendientes de mi fallo, esto sí que es cosa peregrina, y combinación que a maravilla trasciende; esto sí que asombraría al mundo, dado que el mundo se ocupase de nosotros, y que a mí mismo, que soy el favorecido, me deja indeciso y suspenso.

¿Qué se hace en ocasión semejante?, me pregunto, y no atino con la respuesta: ¡ni cómo dar con ella, revolviendo precedentes de mi vida literaria, si por vez primera me veo en caso tal!

Juzgar yo a un crítico, analizar sus obras, disciplinar, por decirlo así, su palmeta, es invertir los términos, es trastornar las leyes naturales, es algo parecido a las populares aleluyas del mundo al revés, en que pinta la inspiración callejera embarcaciones por los montes, carromatos por los mares, el pollo asando tranquilamente al cocinero y el corderillo clavando aguda cuchilla   —III→   en la robusta garganta del matachín. Carromato fui que por fuera de camino real avancé como pude, por entre tumbos de gente espantadiza y tropiezos de ceñudos críticos: el asador y el fuego sentí una y otra vez en mi pobre carne; corderillo inocente, en más de una ocasión rasgome las entrañas agudo hierro, aunque jamás por lo visto lograron acabar conmigo: y esto aprendí y de memoria me sé el papel de víctima; pero inexperto en la obra, y espantado casi ante mi propia osadía, me veo, al encontrarme con todo un crítico entre las manos, y al alcance, por ende, de mi enojo.

Óiganme en confesión, y cállenlo luego los que me lean: mi primer impulso fue el de la venganza: ojo por ojo; golpe por golpe; dentellada por mordedura.

Pero vino después la razón, señora tan respetable como fría, y murmuró a mi oído palabras tan razonables como suyas. Que si hay críticos, me dijo, que merecen encontrarse con otros como ellos, los hay también de saber y de conciencia, y que este, que generosa y confiadamente viene a mí, separado y a larga distancia marcha de la rencorosa y atrabiliaria turba. Que mi ensañamiento en su persona, agregó, sería inútil, porque alas tan poderosas tiene, que del mismo altar del sacrificio se me escaparía, dejándome como a Fedra, salvo el sexo, con el crimen sobre la conciencia y sin el placer de haberlo saboreado. Y en suma, añadió para concluir, que no fuera justo aplicar al inocente lo que aun para el culpable repruebo, y hacerme cómplice de ese lamentable afán de ciertos escritores de censurar por afición, morder por gusto y destruir reputaciones por oficio.

Hiciéronme fuerza tales razones, renuncié a la crítica   —IV→   abolida en el código de mi particular justicia, al menos por esta vez, la pena del talión, por natural que sea y gustosa que parezca, y aún me propuse, pasando de uno a otro extremo, hacer alarde de generosidad, y entonar las alabanzas de que es digno el autor del libro, y sus elegantes y profundos trabajos literarios.

Pero pronto hube de renunciar a mi propósito, porque pensé que bien mirado ¿para qué necesita el señor Alas de mis elogios? ¿Ni qué provecho pudiera reportar de ellos? ¿Ni qué habían de aumentar a su buen nombre en la república de las letras unas cuantas encomiásticas frases, por justas que fuesen, que sí lo serían? ¿Quién no conoce a mi buen amigo? ¿Quién no ha oído su clarín de guerra, ya en son de batalla, ya entonando marcha triunfal? ¿Quién no sabe que don Leopoldo Alas es escritor a la vez elegante y profundo, ya severo y preciso, ya agudo y epigramático, y siempre de levantado pensamiento, amante de la ciencia y noble en sus propósitos? Nadie que circule por las plazas o callejuelas de la literatura moderna lo ignora, que en los sitios principales de la ciudad del arte se habrá encontrado, con mi buen amigo; pero si alguien, por acaso, lo ignorase, con repasar el libro que a este prólogo sigue saldría de su reprensible ignorancia y ahorraríase mis noticias y advertencias.

A mi juicio, la serie de críticos que empieza en Larra y concluye en Balart está pidiendo con necesidad y urgencia gente que la continúe y amplíe, y el señor Alas no debe contentarse con menos que con ser uno de los insignes herederos de aquellos insignes críticos.

Todo esto es exacto, y está bien, y no hay quien ose contradecirlo; pero de aquí resulta que mis elogios serían   —V→   inútiles por sabidos, y por vulgares casi impertinentes, y que sólo servirían para alentar la malicia del público, harto edificado, como ahora se dice, con tantas alabanzas mutuas y tanta sociedad comanditaria como pulula por el campo literario. Y de aquí resulta aún, como forzosa consecuencia, que tampoco por este camino puedo llegar al fin de este mi premioso trabajo.

No puedo censurar: sería injusto.

No puedo alabar: sería impertinente.

¿Qué haré, pues?

Por lo pronto he escrito tres líneas y con esta son cuatro, lo cual no debe despreciarse, sobre todo cuando van tan nutridas de pensamiento como el lector habrá notado.

Pero hay más: ocúrreseme que, a no dudarlo, habría materia para un extenso y hasta majestuoso proemio, si yo me lanzase a disertar sobre crítica literaria y sobre sus fundamentos y preceptos. Pero el problema es grave. Difícil es hacer y hacer bien; pero ¡qué difícil es no juzgar mal!

Para lo primero, basta a veces una buena idea, de esas que casi siempre flotan en la atmósfera como impalpables gérmenes, una mediana cultura y algunos instantes de inspiración. Para lo segundo, ¡qué altas cualidades intelectuales son necesarias!, ¡qué conjunto de opuestas aptitudes!, ¡quién ha podido nunca adivinar el fallo del porvenir en materias de arte!, ¡quién ha podido jamás elevarse sobre las pasiones, las preocupaciones o los caprichos del momento!, ¡quién puede ver con luces que han de encenderse dentro de tres siglos!

En suma, cuanto más lo pienso, más y más me afirmo en que no debo ocuparme aquí ni de la crítica ni de sus reglas ni de sus desarreglos.

  —VI→  

Y con este último descalabro doy por insuperable la empresa, me declaro solemnemente vencido y renuncio a escribir cosa formal con motivo y pretexto de este prólogo.

Mandaré, pues, a mi buen amigo estas insulsas cuartillas; daranle muestra de mi buen deseo y de mi mala suerte: si como ejemplo de humildad cristiana quiere darles entrada en su libro, entren en buen hora, pero déjelas en la antesala, o en la escalera, si no en el zaguán, que es lo más que merecen: si malas le parecieran, que prueba daría de buen criterio con ello, ciérreles la puerta y déjelas sin compasión en el arroyo, que allí se quedarán, porque yo no he de recogerlas.

Y basta con esto y aun sobra todo lo escrito.

Buena suerte al libro; mala pena de olvido al prólogo, y larga vida y todo género de prosperidades para sus autores, dicho sea sin mira interesada.

JOSÉ ECHEGARAY.



  —[7]→  

ArribaAbajoPrefacio a manera de sinfonía

ALCESTES
He madame l'on loue aujourd'hui tout le monde,
Et le siecle par-la n'a rien qu'on ne confonde;
Tout est d'un grand mérite également doué;
Ce n'est plus un honneur que de ce voir loué:
D'éloges on regorge, á la tête on les jette,
Et mon valet de chambre est mis dan la gazetté.

(MOLIERE.- Le Misanthrope.- Acto segundo, escena VII.)                


Este libro no viene a llenar ningún vacío, ni es indispensable en la biblioteca de todo hombre medianamente instruido; tengo la profunda convicción de que el mundo seguiría dando vueltas y Pina Domínguez dando comedias, aunque esta colección de artículos no se publicara.

No con el fin de reformar la sociedad, ni siquiera con el fin de reformar los versos de Grilo, doy a la estampa, como se dice, este librejo: muéveme sólo el propósito honrado, y sano como una manzana, de recabar de mi editor algunas pesetas, no tantas como la loca fantasía pudiera ofrecer al deseo. No es esto hacer alarde de un positivismo que, según el Sr. Perier, todo lo va corrompiendo; yo no estoy corrompido, ni vaya a creer el Sr. Perier que serán torres y montones las pesetas que me dé el editor. Convencidos este señor y yo de que   —8→   mi libro no vale cosa, y de que lo que poco vale poco cuesta, hemos señalado a los arranques de mi romántico humorismo un precio al alcance de todas las fortunas. Yo hubiera deseado que con el librito se repartiera a los compradores un décimo de la lotería del Pardo; pero esto no era económico ni moral, y hubo que renunciar a tal incentivo que espero aprovechar en mejor ocasión. Por ahora no puedo ofrecer más regalo a mis lectores que el de la sabrosa murmuración, tan de su gusto y del mío, a fuer de españoles.

Obsérvese que no tengo inconveniente en hablar de la rifa del Pardo, de Pina Domínguez y de otras cosas y personas efímeras, de poco momento, renunciando de este modo a la inmortalidad. No quiero adelantarme a mi siglo por no dar celos a la patrona, a quien no adelanto nada, y así, humildemente barajo en estas páginas nombres de autores, que son como las rosas en lo de vivir l'espace d'un matin. Escritos muchos de los artículos que siguen a guisa de crónica literaria, háblase en ellos de lo que tuvo pasajero interés; aluden a veces a lo que ya no existe o pasará pronto; de suerte que si de hoy en cien años algún anticuario bibliómano de los que se empeñan en dar importancia a lo que no la tiene, tropezase con un ejemplar de esta obrita, para entender cuatro palabras de ella necesitaría más apostillas y comentarios que llevan las obras de Aristófanes o de Luciano. Y como yo no estoy dispuesto a borrar nada de lo escrito ni a escribir glosas que ilustren la materia, buena se la mando al Guerra y Orbe del siglo que viene. Ya me lo figuro escribiendo una nota que dice a la letra: «Este Cano, a quien nuestro autor (yo) tan despiadadamente trata, es el autor de La vuelta al mundo, y se llamó Sebastián». Y después el sabio futuro dirá al pie de otro pasaje: «Este Blasco, de quien dice el crítico mordaz que no inventó la pólvora, inventó otras muchas cosas, entre ellas una máquina de locomoción marítima que se creyó mucho tiempo ser la del vapor. Su nombre completo es Blasco de Garay». Y más adelante: «Este Velarde podría ser todo lo adocenado que el censor quiera, si se le mira como poeta; pero en cambio murió como un héroe en defensa de la patria: Daoiz y Velarde son los mártires de nuestra Independencia».

Diga lo que quiera el erudito del siglo futuro, yo no soy responsable de sus equivocaciones ni del pésimo gusto que   —9→   suele llevar a esta clase de sabios a gastar todo el calor natural, ocupándose con libros insignificantes que sólo tienen el mérito de ser raros, gracias a lo muy desarrollado que está el comercio al por menor. Escribo sin pensar en las generaciones venideras; escribo para mis contemporáneos, y escribo... con algunos galicismos.

No porque yo los busque de intento, haciendo alarde de un cosmopolitismo gramatical que no entra en mis principios. Los galicismos y demás barbarismos que tengan su madriguera en este libro son involuntarios, absolutamente involuntarios, y yo los retiro desde luego, señores académicos, porque mi ánimo no es ofender a nadie, y a la gramática española mucho menos.

Pero sírvame de disculpa esta consideración muy atendible: ahora los muchachos españoles somos como la isla de Santo Domingo en tiempo de Iriarte: mitad franceses, mitad españoles; nos educamos mitad en francés, mitad en español, y nos instruimos completamente en francés. La cultura moderna, que es la que con muy buen acuerdo procuramos adquirir, aún no está traducida al castellano; y mientras los señores puristas sigan escribiendo en estilo clásico ideas arcaicas, la juventud seguirá siendo afrancesada en literatura. Traducid al lenguaje del siglo XVI las ideas del siglo XIX, y seremos puristas. En tanto, pues hay que escoger entre el espíritu y la letra, nos quedamos con el espíritu.

Sin embargo, no hay que exagerar: aunque la modestia me obliga a decir que no soy tan castizo como me estuviera bien, no se vaya a creer que soy un folletín de La Correspondencia, ni un D. Pompeyo Gener que, huyendo de los galicismos, escribe en francés.

Algo se ha leído, como dijo el otro, y no son tantos mis galicismos que el día de mañana no se me pueda hacer académico, siempre y cuando que yo me haga carlista.

Pasando ahora a otro orden de consideraciones -esto es español, aunque malo- voy a exponer a Vds. el concepto y plan de mi libro, como decían los krausistas, mis amigos, cuando otro gallo les cantaba.

Mi libro es una especie de Cronicón literario -(no confundirlo con el de Huelin, que es científico y está protegido por el Estado)- en el que se pasa revista au jour le jour, que diría   —10→   D. Pompeyo, a cuantas obras produjo el nacional ingenio en estos últimos años, siempre y cuando que estas obras se hayan señalado por lo buenas o por lo malas. Fuera de broma, este librito puede ser útil para los extranjeros, y aun para los indígenas que quieran estudiar el estado presente de nuestra literatura. Aquí verán Vds. una imparcialidad a prueba de bombo; a nadie se adula ni se le quitan motas; y en cambio a cuantos poetas chirles Dios crió, y crió muchos, Él, en su alta sabiduría sabrá por qué, se les dice cuántas son cinco, y otra porción de verdades matemáticas.

Un libro de crítica que tiene este mérito, vale un Perú, aunque no lo cuesta. En Madrid, la sociedad de los literatos, no debiera llamarse república de las letras, sino «La Unión», sociedad de seguros mutuos contra críticos: aquí todos somos eminentes, y la gramática no parece.

Oponerse a esta corriente de benevolencia universal es un acto de valor -y no lo digo por alabarme- tan grande como el de aquel héroe romano -creo que era romano- el cual se puso en mitad de un puente para contener él solo a todo un ejército. Yo no estoy sólo, algunos buenos amigos me ayudan en la tarea de llamar gato al gato; pero aún somos muy pocos en comparación de la falange de críticos y gacetilleros que descubren todos los días un genio al volver de una esquina o de un Ateneo.

Creer que se va a dominar la influencia de esos seráficos gacetilleros y críticos, sería una ilusión pueril, extraña en quien lleva cinco o seis años de rudo batallar contra el parche; hasta ahora el bombo ha apagado la voz de mi ronco Clarín, y es de esperar que en adelante suceda lo mismo; pero yo, mientras pueda, seguiré sopla que soplarás, hasta perder el último aliento,


«Como en su cuerno de marfil Rolando
gastó la fuerza hasta acabar la vida»,



según dijeron Michelet y Campoamor.

Hay quien opina que todo esto de creer que Cano no es un genio, ni Velarde un prodigio, ni medio, no es más que prurito de notoriedad, afán de distinguirse. Pluguiera a Dios que estos y otros autores fueran más poetas que el mismísimo Apolo; pero como no lo son, y como yo no lo puedo remediar, me resigno a que muchos ilustres gacetilleros, optimistas   —11→   con veinte duros al mes, vivan persuadidos de que yo quiero singularizarme. Muchas veces el afán de singularizarse es el instinto de conservación del buen sentido, ha dicho un autor, que creo que soy yo. Y tan verdad es como si lo hubiera dicho Aristóteles en el capítulo de los sombreros.

Vamos a otra cosa.

Si este libro gusta al lector y la edición se vende, el tomo presente será el primero de una serie, porque hay tela cortada para varios volúmenes. La materia es abundante, porque nuestra literatura en estos últimos años ha manifestado gran actividad para bien y para mal, y así el teatro como la novela, como la poesía lírica y otros géneros se han enriquecido con muchas producciones buenas y muchas malas, pues todo es riqueza, hasta los ochavos morunos.

Sí, se ha escrito mucho, y para estudiar concienzudamente el estado de nuestras letras en este último lustro, no bastará conocer los libros y las comedias que merecieron aplauso, sino también aquellos productos averiados de la medianía o de la nulidad que sin merecerlo lo obtuvieron, o que sin obtenerlo lo solicitaron. Para el experimentador, que diría Zola, todo sirve, y las enfermedades del espíritu son asunto de gran interés en el estudio de su naturaleza. Nuestra literatura es no sólo cuanto han producido los autores insignes, sino también lo que ha salido de la cabeza de muchos ciudadanos que, contra los designios de Dios o de la Naturaleza, escribieron dramas, libros y poemas y fueron aplaudidos o silbados, según sopló el viento.

El público es un elemento integrante de toda literatura, y el observador que seriamente examina las materias literarias, como parte principal que son en la vida de los pueblos, necesita estudiar el espíritu colectivo, sus cambios, progresos y decadencias, en estas expresiones espontáneas de la opinión, que se ofrecen con caracteres más señalados y claros que en todo otro momento, en el veredicto que el gran Jurado pronuncia en el teatro o cuando lee un libro -¿Por qué el público que ha aplaudido a Cano ha silbado al Sr. Herranz?

Misterios son estos que acaso tengan explicación el día en que se haya reunido suficiente caudal de datos, de casos concretos para que el experimentador saque de ellos una ley cierta.

  —12→  

Mi libro es, pues, un Cronicón, un montón de artículos en que se habla de todos los autores que escriben aquí, buenos y malos. Junto a Echegaray y Ayala veréis a Cavestany y Pina Domínguez; junto a Sellés a Cano; al lado de Valera y Galdós a cualquier literato cursi, necio o empalagoso; codeándose con Campoamor y Núñez de Arce estarán Velarde, Grilo, Hipandro Acaico; rozándose con Castelar el P. Sánchez.

Yo hubiera querido prescindir de los nombres propios, o hacer lo que La Bruyere en sus Caracteres, llamar a cada cual con nombre postizo; pero esto sería una confusión caótica; en nuestro tiempo, además, no hay para qué andarse con paños calientes; así, pues, cuando yo diga Catalina, entiéndase don Mariano; y si añado que es un poeta detestable, siga entendiéndose siempre D. Mariano Catalina.

A guisa de entreacto o de entremés van sembrados por el librito algunos cuentecillos más o menos tendenciosos, sin más propósito de mi parte que el de entretener, si puedo, al lector; el mérito único que yo, su padre (de los cuentos), veo en ellos, es el de no ser azules; mato al inocente siempre que es necesario, y me tiene sin cuidado que el mismo sol que alumbra al bueno alumbre al malo; el mundo es así, y caso de que yo me atreviera a corregirle la plana no había de ser en un cuento, sino en una ley votada en Cortes, que es como el Gobierno de Sagasta quiere darnos la libertad.

Por último, este libro no lleva las licencias innecesarias, ni el permiso del ordinario... ni es de texto, ni está recomendado por el Ministerio de Fomento a los Ayuntamientos y Diputaciones provinciales, como le sucede a la Gaceta Agrícola. Es, en fin, como dice el Catálogo del Ateneo de Madrid, un libro de vaga y amena literatura... que no viene a llenar ningún vacío.

CLARÍN.





  —[13]→  

ArribaAbajoLa crítica y los críticos

A Jerónimo


Querido Jeromo: Si resucitara Molière en estos tiempos de análisis, que dicen los filósofos cursis, no necesitaría consultar con su criada el mérito de sus obras, como es fama que hacía muchas veces, ni siquiera recurrir al criterio infantil de los hijos de los cómicos, sus compañeros, según Voltaire nos dice; pues más de una criada respondona había de darle su opinión, sin que él la consultase, y multitud de muchachos, encaramados en las columnas de cualquier revista, le ajustarían las cuentas, sin menester de que el gran Poquelín se acordase de ellos. Los Molière del día, si alguno hay, que lo dudo, encuentran donde quiera, sin buscarla, a la ignorancia, que pronuncia su veredicto sobre cuanto hay divino y humano, y se queda tan fresca.

Si lo que vale es el juicio de los que no saben una palabra, hoy la crítica ha llegado a un florecimiento asombroso. ¿Qué es, en rigor, lo que hace falta para escribir juicios críticos, como dicen los aficionados? En rigor no hace falta más que mimbres y tiempo. Pluma y papel y un periódico que se preste a publicar cualquier cosa; esto es lo indispensable, y esto donde quiera abunda. Hoy, en general, los diarios, revistas,   —14→   etcætera2, prefieren los trabajos que no se pagan; estos son para ellos los mejores. Ahora bien, el genio -es cosa averiguada-, vive con muy poco, se mantiene de gloria y no cobra los artículos.

De ahí la facilidad de llegar a las letras de molde.

En cuanto a la ciencia, que antiguamente se decía ser necesaria, hoy no hace falta; es más, estorba; y ni los estudios clásicos, ni la estética, ni la retórica, ni siquiera la gramática son para el crítico más que trabas que dificultan el libre vuelo de su... vamos, de su poca vergüenza.

Hemos abolido la retórica: bajo pretexto de que había demasiadas figuras, nos hemos quedado sin ninguna; pues si Canalejas consiente que haya cuatro y Campoamor una, los avanzados van más lejos y las suprimen todas.

Ya no hay clases, ya no hay figuras.

De la gramática, no se diga: por galicismo más o menos no hemos de reñir, y sobre que la Academia no tiene derecho para imponer sus leyes, cada cual sabe donde le aprieta el régimen, y sólo un dómine pedantón puede tomar a mal que se conjuguen3 los verbos irregulares como los niños los conjugan, porque eso constituye un lunar que tiene gracia. Si Blasco dice asola4 en vez de asuela (que sí lo dice) tanto mejor; eso es graciosísimo, «asola» ¡ja, ja, ja!, ¿no te ríes? ¡Chiquirritín de su papá! A Bremon y a mí nos da ganas de comérnoslo.

La estética ya no es cosa tan baladí; pero no hace falta estudiarla; todos tienen su estética en su armario, y con saber cinco o seis terminachos de filosofía de esos que andan por los periódicos y por los discursos, no falta nada, como no sea barajarlos sin ton ni son y salga lo que saliere.

Por lo que toca a estudios de erudición clásica, Dios nos libre de ellos, porque, si sabemos de esas cosas, se nos llamará neos, oscurantistas y se dirá que tenemos mucha memoria pero poco talento, y que no sabemos sintetizar, y que somos amigos del pormenor insignificante de puro poco filósofos que somos. Algo se necesita saber de literaturas antiguas y modernas; pero todo ello cabe en una hoja de perejil, y querer más es degenerar en pedante, ratón de bibliotecas, etc., etc.   —15→   Oye, Jerónimo, lo que has menester en punto a erudición si quieres ser crítico, que sí querrás, pues serías el primero que no lo fuese.

Respecto del Oriente, no te costará trabajo retener en la memoria que hay por allá un país que se llama China, del cual no se sabe cosa cierta, sino que sus habitantes se dejan engañar con mucha facilidad, de donde les viene el nombre de chinos.

Sobre la India bástete saber que de allá son los parias y que hay allí una literatura que arde en un candil, aunque tú no sepas cosa de provecho de tal literatura. En general dirás del Oriente que aquella civilización representa el momento de la unidad indivisa, sin variedad. En cambio, Grecia es el país de la variedad, es la tierra del arte: ¡ah, los griegos! El Partenón, Eleusis... ¡figúrate tú! ¡Grecia!... el arte... en fin, eso, que es la tierra de la variedad.

Roma, ya se sabe, representa el derecho, la política y en literatura es la imitación (por eso no hace falta saber latín). La Edad Media es la desintegración; luego viene el Renacimiento, que es la reintegración, y luego la revolución, que es... en fin, ¿quién no sabe lo que es la revolución? Con estas grandes síntesis históricas estás al cabo de la calle.

En punto al juicio que has de formar de los autores, procura que sea, más bien que justo, inaudito por lo extraño; descubre tú, antes que otro lo haga, que Dante era un pobre diablo, que Milton no pasaba de ser un fanático vulgar, y pruébalo, no con el estudio de sus poemas, que no debes haber leído, ni ganas, sino por lo objetivo y lo subjetivo que son los términos técnicos de esta esgrima de vocablos que se llama la crítica entre nosotros, y que no valen más que las razones geométricas del espadachín de Quevedo.

Desde que hemos dado al traste con Aristóteles, Horacio y Quintiliano, esto de ser crítico es como coser y cantar. De mí puedo decirte que soy ya tan crítico como el que más, y así me lo llaman muchos amigos complacientes; de modo que dentro de poco voy a creerlo yo mismo. Conozco capitanes de reemplazo, fabricantes de papel y corredores de número, que por pasatiempo, por broma, se han metido a criticar y critican tan bonicamente, como si en su vida hubieran hecho otra cosa.

  —16→  

El caso es querer: con un poco de mala voluntad que le tengas al autor de cualquier drama, novela o lo que sea, y mala voluntad nunca falta, no tienes más que dejar correr la pluma.

Criticar es murmurar, cortarle un sayo al lucero del alba, y eso no se necesita aprenderlo. Si esto no es verdad, por lo menos así lo entiende el público; si quieres que te consideren como crítico de pelo en pecho, da de firme. El mayor elogio que saben hacer de tus críticas los más apasionados amigos es este: -¡Qué palo le ha dado V. a Fulano! -¿Cómo palo? -dirás tú, si no entiendes de esto, y te parecerá una ofensa; pero si sabes de metáforas te darás por muy satisfecho, y en adelante pegarás palo de ciego; y verás cómo recibes libros de muchos autores que en la dedicatoria te llamarán eminente, ilustre y cosas así, cuando propiamente debieran llamarte Machuca, Quebranta-huesos, Sansón, Hércules o Maza de Fraga.

Entre los envidiosos tendrás los más decididos y entusiastas partidarios, aunque la envidia sea para ti pecado feo, del que jamás te hayas contaminado; pero Dios te libre de desdeñar los elogios de la envidia: por más que te repugne vivir entre los de esa ralea, no niegues tu mano ni tus sonrisas en el compadrazgo de las letras a los que te quieren porque pegas a sus enemigos; ¡ay de ti, si los envidiosos sospechan que no eres de los suyos!

Podrá suceder que hables mal de las obras literarias porque te parezcan malas; acaso te guíe el puro interés del arte; pero la satisfacción de la conciencia que esto te reporte guárdala para ti, y aunque no seas malicioso ni pendenciero, no lo niegues cuando te lo llamen; ¡pobre crítico, si te tienen por candoroso y por inocente! Si has de vivir en el mundo tienes que vivir entre gente de mala voluntad, y harto harás con no llegar tú a ser uno de tantos.

Ya ves que, con entender la aguja de marcar un poco, puedes llegar a crítico de los de ahora.

Pero también los hay de otra clase, de la clase de los benévolos; estos son peores, y de ellos te hablaré otro5 día.



  —[17]→  

ArribaAbajoAmador de los Ríos

Un cronista, de cuyo nombre no quiero acordarme, daba la triste noticia del fallecimiento del ilustre profesor con este exabrupto: «Dos plazas de académico quedan vacantes, etcétera, etc.».

Este aviso a los aficionados entristece. Todavía se explica, por aquello de la lucha por la existencia, que antes de morir un funcionario público con sueldo, los candidatos al destino disputen la presa; ¡hay tanta hambre!, pero tratándose de pompas y vanidades, ¿a qué viene esa impaciencia?

Lo que quedó vacante, señor cronista, a la muerte de Amador de los Ríos, fue un lugar en la república de las letras, lugar que, según las señas, en mucho tiempo no hemos de ver ocupado.

Las sillas, o lo que sean, de las Academias luego se ocupan; basta con tener posaderas, que diría Sancho: pronto se elije un académico, un Papa, un Alonso Martínez; pero reemplazar a un P. Secchi, en la ciencia, o a un Amador de los Ríos en la historia de nuestras antigüedades literarias, es tarea superior a las fuerzas de un cónclave, del centralismo y de las Academias.

Así va el mundo. Supongamos que en uno de esos catarros que padece Sagasta se nos quedara (que no lo quiera Dios) el santón constitucional, o que se muriera de una indigestión de pretendientes o de un empacho de legalidad; pues ya verían   —18→   ustedes lo que eran panegíricos, oraciones fúnebres, necrologías y honores de capitán general: Sagasta sería una pérdida irreemplazable, y estoy por decir que Alonso Martínez otra pérdida.

Pero fue un erudito el que murió, un sabio profesor que había echado los verdaderos cimientos a la historia científica de la literatura española. ¡Bah! Hombre infeliz que te has quemado las cejas, que has gastado la vida estudiando la riqueza olvidada, los tesoros enterrados del genio nacional, ¿por qué no escribiste en pocas horas y en estilo que llaman castizo los gacetilleros, el manifiesto del Manzanares, o el de Cádiz siquiera? Entonces serías lo que por acá llamamos un literato, y lo que vale más, presidente del Consejo o del Congreso; no se anunciaría tu muerte con el irreverente circunloquio, que después de tanto tiempo guardo en la memoria: «Quedan vacantes dos plazas de académico».

[...]

Cuando Amador de los Ríos concibió el pensamiento de consagrarse a la historia de la literatura española era muy joven. Yo oí alguna vez al inolvidable profesor pintar el entusiasmo con que había abrazado este proyecto magno y la ocasión de formarle: habíale inspirado esta idea y esta decisión el eminente maestro D. Alberto Lista cuando explicaba en el Ateneo literatura española con un criterio tan inaudito entonces. Era el criterio que en cierto sentido hoy podría llamarse romántico. Lo que D. Alberto Lista hizo respecto de nuestro teatro, hoy clásico, lo emprendió y llevó a feliz término Amador de los Ríos respecto de la literatura española de la Edad Media. Hasta la Historia crítica de la literatura española sólo existían elementos para una historia científica de nuestras letras.

La misma obra de Ticknor, con ser tan apreciable, estaba muy lejos de ser metódica, ni razonada siquiera; además, los datos que Ticknor había atesorado eran una maravilla para recogidos por un extranjero, nacido en las lejanas y extrañas regiones; pero eran muy poco para lo que requería tamaña empresa.

Lejos está la obra de Amador de los Ríos de ser perfecta, aun en punto a erudición, ni a crítica bibliográfica siquiera; pero es, sin duda, y con mucho, la más rica, la mejor ordenada,   —19→   la que presenta menos lagunas y, sobre todo, tiene el mérito grandísimo de ser metódica, filosófica, de dar alguna enseñanza crítica, que en los trabajos de sus predecesores no se encuentra.

La unidad del genio nacional, principalmente inspirado por los elementos religioso y político (patriótico), queda demostrada y puesta de relieve en la obra de Amador de los Ríos; la derivación e influencia recíprocas de las literaturas extranjeras, también tienen estudios detenidos en la Historia crítica, originales a veces y siempre profundos.

Pero el principal mérito es la rehabilitación, con pruebas irrecusables y abundantes, de nuestra literatura de la Edad Media. Bien puede decirse: Amador de los Ríos es el fundador de la historia científica de la literatura de España.

Sería bien ligero y bien injusto el que confundiera a Amador con uno de tantos eruditos indigestos que se consagran a estudiar pormenores y nonadas de que nadie sabe, porque a nadie importan...

No, no deben preocuparnos las sillas de las Academias que Amador dejó vacantes; no habrán faltado un Juan Fernández y un José González, neos, por supuesto, para ocuparlas.

Lo que importa es esto:

¿Quién continuará, quién perfeccionará la obra de Amador de los Ríos?

¿Quién será el que, sin temeridad, se atreva a coger la pluma que él dejó colgada, y a continuar la historia de nuestras letras en aquel siglo de renacimiento en que el trabajo queda?

¿Será el ilustre joven que le sucedió en la cátedra? Quién sabe.

Veamos quién es... en el artículo siguiente.



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ArribaAbajoMarcelino Menéndez Pelayo

Cartas a un estudiante6


Querido Tomás: Sabes por los periódicos que hace tiempo se publicó una biografía del que es hoy catedrático por oposición de la única cátedra que existe en España de Historia crítica de la literatura española. Las censuras que mereció esa biografía no podrías tú aplicarlas con justicia a esta semblanza en que quiero darte a conocer, tal como es, o como yo creo que es, al joven académico de la lengua.

Ni yo pretendo que Menéndez Pelayo ofrece asunto propio para un estudio biográfico, propiamente tal, ni me mueve el interés de secta, ni escribo apologías, ni busco pretexto para zaherir a personajes ilustres escribiendo de la vida y obras del profesor de la Central. No he leído esa biografía, tan maltratada por la crítica, no la defiendo ni la impugno, pero sí digo que Menéndez Pelayo es ya tan digno como cualquiera, de una semblanza, y mejor si no ha de estar escrita por un sectario ciego, apasionado por el interés de partido. Desde luego aseguro que yo no te pareceré sospechoso; Menéndez Pelayo es tradicionalista, católico a macha martillo (son sus palabras); yo soy casi un demagogo, y «en punto a religión... la natural»,   —22→   como dijo el especiero de Espronceda. Y, sin embargo, cuando después de largos intervalos de tiempo nos vemos, Pelayo abre gozoso y expansivo los brazos para recibir en ellos al antiguo condiscípulo; y yo con placer acojo sus sinceras demostraciones de aprecio, y con alegría y entusiasmo admiro los progresos que en los meses o años trascurridos7 ha hecho el espíritu singular de mi buen amigo.

Cada vez que le veo le encuentro con una lengua, muerta o viva, de más. Cuando él andaba tan ocupado con los asuntos de sus oposiciones, se me ocurrió preguntarle: y de griego, ¿qué tal? Precisamente el griego era lo que le tenía atareado. Lo sabía quizá mejor que el latín.

¡El griego! Tomás, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas de aquel griego que nos enseñaba aquel dómine que no lo sabía? ¿Te acuerdas de aquel lorito del vecino que decía ¡tuptoo!, ¡tuptooo!, a fuerza de oírselo repetir al buen dómine que marcaba el compás del arsis y la tesis sobre nuestras románticas espaldas con las nada clásicas disciplinas? ¿Tendrá la culpa aquel dómine de que ni tú ni yo seamos unos clásicos? Acaso no; quizá hemos nacido románticos; porque el mismo Pelayo, tuvo también dómines y pedantes que en vano pugnaron, sin quererlo, por destruir su innata vocación por las letras griegas y latinas. En su epístola a Horacio, digna de Moratín, y acaso de Argensola, recuerda las inhumanas letras del humanista de portal que en vano procuró matarle para siempre el gusto.

Mucho tiempo después yo le he visto luchando con otro pedante de mayor cuantía, incapaz de conocer el gran talento de Pelayo que empezaba a dar sus frutos por entonces. Menéndez Pelayo pronunciaba el griego a la francesa, porque así se lo habían enseñado, y el gran pedante temblaba de indignación. Por lo demás el futuro colega del maestro sabía más que todos nosotros juntos.

No sé lo que dirían los filósofos de los pasillos del Ateneo si me vieran descender a estos pormenores; ¡el griego, la cátedra, la pronunciación!... pero ¿qué tiene que ver todo eso con los intereses del país? Absolutamente nada.

Pero yo no escribo al país, sino a un amigo que, como yo, desearía saber griego, y lo sabría de veras si se lo hubieran enseñado, humanamente, como hoy lo enseñaría Menéndez Pelayo, por ejemplo.

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Los que llaman al griego gringo tienen a Menéndez Pelayo por un erudito más de la clase de los mures; creen que todo se vuelve citas y que tiene los ojos cegados por el polvo de las bibliotecas, y que no ve, por consiguiente, la clara luz de la belleza.

Verdad es que mi amigo anda a veces entre ese polvo; pero, como decía el Anticuario de Walter Scott, el polvo es inofensivo mientras no se meten con él; es verdad, el polvo ciega sólo a los que levantan polvareda. Hay eruditos así, que no aprecian un códice vetusto si no está comido de la polilla y con una vara de moho sobre el lomo; Dios les perdone la manía, y les conserve con ella y todo, porque son útiles. Menéndez Pelayo no es de esos. Con imaginación más fresca y vigorosa que la que necesitan muchos jóvenes del día para imitar malamente a Campoamor o a Becker8, Pelayo ve al través de los códices carcomidos, de los pedantes vivos y muertos, del polvo y de la herrumbre, ve levantarse las edades que fueron con vida real, con sus pasiones, sus ideas, sus propósitos, sus hazañas, su literatura y su nota dominante en el concierto de la historia. Pero, entre todas las historias y todas las literaturas, Menéndez Pelayo escoge las de Grecia y aun las del Lacio, en lo que estas conservan el espíritu y la forma de lo que imitaron.

Con ser el profesor Pelayo tan buen católico, se le ve desechar esa tendencia de la estética cristiana a lo Chateaubriand, y con sentido más sólido y profundo remontarse al Renacimiento.

Si es cierto que el cardenal Bembo despreciaba las epístolas de San Pablo por los barbarismos del lenguaje, Menéndez Pelayo, sin llegar a esa impiedad, siente dentro de sí todo el purismo que puede disculpar el desdén del italiano hacia cosa tan santa.

Pelayo no tuvo como Chenier madre griega; pero, como el desgraciado poeta, quiere que imitemos a los antiguos porque sabe la diferencia que va de la imitación servil, fría y rebuscada, a ese espíritu de asimilación que escoge de todo lo bueno en todo el mundo, la flor, lo exquisito.

Nada más necesario para nuestras letras, tal como andan, que ese estudia prudente y bien sentido de la civilización clásica y de su literatura; nada más digno de admiración que ese   —24→   espíritu encarnado en un joven como Pelayo, que sin precedentes próximos, sin más atractivo poderoso y de cuenta que la propia inspiración, se arroja hoy por tan desusado camino, expuesto a que nadie lo siga y se aprecie mal y poco el valor de su esfuerzo.

La desidia ha extendido mucho esas vanas teorías romancistas que se oponen a la resurrección de los verdaderos estudios clásicos; por eso hoy no es tan corriente como debiera la idea de que hay algo en el sentido de lo clásico, necesario para que la9 educación sea completa: hay un ritmo y un tono en la vida griega que hasta para la conducta de la vida ordinaria conviene: muchas cosas nuevas, y acaso superiores en el fondo, han aparecido en las literaturas románticas; pero hay colores, notas y contornos, y hasta diré perfumes, que no han vuelto a aparecer, y sin embargo, son de nuestra naturaleza, los reclama el espíritu enamorado de lo bello; y cuando por reminiscencia misteriosa, por adivinación, o como sea, columbramos algo de aquello que en Grecia fue y pasó para siempre, la creencia de lo clásico se apodera del alma, y todos, como Virgilio, sentimos que del lado de Grecia se inclina lo que hay dentro de más puro y delicado. Boileau decía que nada le tenía tan orgulloso como haber llegado a comprender a Homero. Pero ¿qué Boileau? Goethe, Heine, los mejores poetas románticos, ¿no suspiraron por Grecia? Y entre los críticos de ahora, Taine, el intérprete de una literatura sajona, ¿no penetró con amor y entusiasmo el espíritu griego teniéndolo por autóctono sui juris, porque comprendió la vida terrenal mejor que pueblo alguno? -Ott. Müller, muriendo por el amor a Grecia a los golpes de Apolo, «el del arco de plata que lanza a lo lejos sus saetas», parece un símbolo de la antigüedad: el símbolo del genio teutónico que busca en la tierra del sol lo que le falta, y muere con las caricias del bien amado.

¿Que a dónde voy a parar? A Menéndez Pelayo, ni más ni menos. Ese espíritu del clasicismo le representa ahora entre nosotros el joven santanderino, y acaso él solo es quien lo comprende aquí y lo siente como es necesario para hacerlo fecundo. Amar lo antiguo por ignorancia de lo moderno, es achaque de algunos eruditos; pero amarlo conociendo lo nuevo, y por lo mismo, porque se echa de menos en esto lo que en lo antiguo existe, es otra cosa, y en este caso está Menéndez Pelayo.

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Para entretener las horas de descanso en la Universidad, el entusiasta alumno solía recitarnos versos de Fray Luis de León (que prefiere a todos los poetas de aquel tiempo) y otras veces de Manzzoni, o de algún poeta inglés, o portugués, o catalán... lo que se pedía.

¡Qué memoria! Y no quiero decir sólo ¡cuánta memoria!, sino ¡qué buena, qué selecta!

Tomás, yo no discutiré si Menéndez Pelayo merece o no haber entrado en la Academia; pero te aseguro que jamás en mi carrera, ni en mi vida, encontré joven de tan peregrinas dotes.

Más joven que todos sus condiscípulos, a todos nos enseñaba; al que necesitaba recordar los difíciles nombres de los poetas árabes para decírselos a Amador de los Ríos, Pelayo le servía de texto, mientras a otros nos encantaba recitando versos provenzales, italianos y hasta griegos.

Sólo había un escollo: la filosofía.

En cátedra de Salmerón, el joven clásico estaba fuera de su centro. ¡Qué lástima! ¿Por qué no había de amar la filosofía nuestro griego? Grecia la había amado, y muchos de sus poetas fueron filósofos, y algunos de sus filósofos poetas.

El secreto estaba en que Salmerón decía egoidad, y la cosa en sí, y lo otro que yo. Pelayo no pasaba por esto.

Es claro que lo peor era para el mismo Pelayo; no sólo porque perdía el placer inefable de entender a Salmerón, sino... sino porque los ultramontanos, que no tenían por donde cogerle, le cogieron por ahí; y hoy Pelayo vive entre los neos.

Pero de seguro que tampoco está contento, porque entre ellos y él, a pesar de las apariencias, hay abismos.

El mejor día se les escapa, pese a las alabanzas inmoderadas, y acaso por ellas.

Se les escapará el día en que advierta que el incienso está envenenado.



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ArribaAbajoTamayo

Si Tamayo va por la calle con cualquier amigo, y a quien no le conoce se le dice «aquel es Tamayo», es casi seguro que nuestro hombre cree que Tamayo es el otro.

Porque Tamayo es el mortal que menos trazas tiene de ser quien es. No porque sea feo, ni bajo, ni contrahecho, ni enclenque, ni canijo; no tiene nada de particular; pero por eso mismo no parece Tamayo, porque no tiene nada de particular. Parece cualquier cosa menos un gran poeta. Si no conociéndole, se os dice «ese es Modesto Fernández y González», lo creéis sin vacilar. Podría ser Cos-Gayon; hasta el ministro de Marina. Hay otros grandes hombres en cuya figura, por insignificante que parezca, llega a ver la imaginación, amiga de ver visiones, algo que revela al genio. Castelar se parece a un célebre director del Tesoro, pero tiene unos ojos que le delatan; Echegaray tiene mucho de astrólogo, y si no un gran trágico, parece un profundo soñador; Cañete parece una culebra y un poco la gitana de El Trovador; en fin, todos revelan por algún rasgo o gesto algo de lo que son: Tamayo tiene una fisonomía sordo-muda. Por de pronto le falta la mirada. No es ciego, pero debe ser muy corto de vista: aquellos gruesos cristales de sus gafas de oro parecen los de un acuario; detrás de ellos mira un pez asustado; allí hay dos ojos azules   —28→   redondos, muy abiertos, inmóviles, sin expresión; toda la gloria de Un drama nuevo no habrá bastado para hacerlos mirar como miran los ojos humanos. Aquel rostro es una máscara, pero no la de la comedia, porque no se ríe; ni la de Melpómene, porque no expresa el terror. El grande espíritu de este hombre no tiene relaciones con los nervios motores de su cuerpo; es un pensamiento que no está servido por órganos.

Los que no le tratamos, aguardamos para verle la ocasión de un estreno o de la resurrección de un drama clásico; suele ir a las butacas con su señora y acompañarla hasta en los entreactos; si Núñez de Arce o algún otro amigo se acerca a hablarle, oye con leves señales de atención, pero apenas contesta; a lo menos de lejos no se le ve mover los labios. Si la obra le gusta, allá él, y si no, lo mismo, porque no se le conoce. Sin esperar el fin de fiesta sale del teatro, y el vulgo no le vuelve a ver hasta otra solemnidad por el estilo. En mi vida le he visto en el Ateneo, ni en el salón de Conferencias, ni en las redacciones, ni en las oficinas de los literatos.

Verdad es que yo le he conocido ya en el retraimiento. Dicen que trabaja mucho en la Academia para bien del Diccionario y de la Gramática. Y añaden que está muy ocupado en ser neo. Lo que no hace es lo que debiera hacer (al fin español), dramas. ¿Qué significa su silencio? No puede ser, como era el de Hartzenbusch, la prudente reserva del anciano, que no pide al ingenio que venza leyes necesarias de la vida; Tamayo parece joven todavía, debe sentirse con todo el vigor de sus facultades. ¿Sentirá el hastío de la gloria? ¿Despreciará a esos triunfos a la luz del gas que ciertos poetas juzgan indignos de su sacerdocio? Algunos dicen que Tamayo tiene escrúpulos ultramontanos parecidos a los escrúpulos jansenistas de Racine. Este permaneció apartado de las tablas muchos años, y allá, al fin de su carrera, volvió a ellas para cantar los dramas bíblicos Esther y Atalia. ¿Nos prepara Tamayo la sorpresa de algún drama religioso? Los que se tienen por mejor enterados explican su retraimiento de este modo: -No escribe para el teatro, porque sus ocupaciones de académico le embargan todo el tiempo de su trabajo y toda su atención; no es más que esto. Recordemos que D. Juan Ruiz de Alarcón, después de morir para el teatro, vivió todavía largos   —29→   años para la curia. ¿Cómo Alarcón pudo someter su fantasía soberana y entregarse de por vida a la jurisprudencia lóbrega? ¡Misterio psicológico, cuyas desconocidas leyes obrarán tal vez en el caso presente!

¡Alarcón y Tamayo! Yo les tengo por muy parecidos en ciertas relaciones.

Aunque no es el mejor modo de estudiar el carácter de un autor este procedimiento de las semejanzas y de los paralelos, porque sistemáticamente se extrema el juicio comparativo, sin embargo, en este caso se puede huir de sus peligros y aprovechar sus ventajas.

Un día y otro se dice que Tamayo es el mejor poeta dramático español de nuestro siglo.

¿Es cierto? Yo no vacilo en negarlo. Quien no haya escrito El Trovador no puede ser nuestro mejor poeta dramático; a no ser que se llame Bretón de los Herreros, porque entonces, bien puede pleitear para conseguir esta primacía. Por una transacción honrosa se puede dar a Bretón el principado de las máscaras alegres que heredó de Moratín, y a García Gutiérrez el de nuestro romántico drama. Pero esto, que se dice muy pronto, lo niegan los partidarios de Tamayo con argumento muy poderoso: ¿de quién es el drama más perfecto de nuestro teatro moderno? Y todos decimos: de Tamayo; es: Un drama nuevo. Luego el autor príncipe de autores será Tamayo. Es preciso negarlo, pero sin negar la menor, que Un drama nuevo es el drama más perfecto.

Vamos a la mayor, que se suple, y aquí de las comparaciones.

¿Qué comedia de Calderón, de Lope ni de Tirso es más perfecta que La verdad sospechosa? Ninguna. Luego Alarcón vale tanto como Tirso, Lope y Calderón. Absurdo. La lectura asidua, acompañada de ese recogimiento de la contemplación estética de que no son capaces todos los lectores, puede hacer de los que frecuentan la comedia de Alarcón partidarios apasionados de este poeta, que no reconozcan nada superior a su ídolo. ¿Por qué? Porque se habrán acostumbrado a la armonía y limpieza de su dicción poética, a la claridad y sencillez clásica de sus argumentos, a la corrección de sus figuras, a la profunda verdad de sus moralidades, a la perfecta composición de sus10 comedias; en suma, las grandezas de los ingenios fogosos,   —30→   desiguales, para los partidarios de Alarcón serán algo molesto, inaguantable, como el exceso de luz para los ojos acostumbrados a la discreta penumbra de un salón de pudibunda y recatada señora. Como no pudo Moratín comprender a Shakespeare, el apasionado de Alarcón no comprende la superioridad de Tirso, y duda acaso de la de Lope y Calderón; como el apasionado de Donizetti maldice de Wagner y se horroriza al oír a los músicos del porvenir, que gritan furiosos cuando suena la marcha de Rienzi: ¡más tambores! -Musset, hablando de sí mismo, en Namouna, expresó bien el gusto de autores como Alarcón y Tamayo y el de sus idólatras.

Mon verre n'est pas grand, mais je bois dans mon verre.



Musset por modestia decía que su vaso no era grande; la verdad es que el vaso de Musset y el de Alarcón y el de Tamayo, es de tan buen tamaño como podría desearlo el rey de Tule; pero también es cierto que todos estos autores han bebido en su vaso cincelado de oro riquísimo, pero vaso al fin. Y hay poetas que beben en el mar. Por esto Alarcón no puede ser tan grande como Calderón, a pesar de que su Verdad sospechosa y Las paredes oyen, son composiciones quizá más perfectas que todas las análogas de Calderón. Pero es el caso que los mejores poetas no son los que hacen las obras más perfectas.

Y esta era la mayor que era preciso negar. Esta negación parece una paradoja, y es preciso que no lo parezca. Está el paralogismo en llamar más perfectas a estas obras, porque son las mejor compuestas, las mejor proporcionadas, las que mejor respetan ese ritmo interior-exterior de la poesía que inmortalizó cierta clase de obras llamadas clásicas por antonomasia, con notable error.

En términos rigorosos, lo perfecto no admite grados de comparación, pero se usa de esta frase más perfectas al tratar de tales producciones, porque así se significa en breve expresión este conjunto de cualidades, cuya feliz equilibrada reunión da por resultado una unidad armoniosa que para ciertos espíritus es el colmo de la belleza, especialmente para aquellos que juzgan en este asunto con arreglo a un código de metafísica, que necesitan, como si usaran gafas, para contemplar lo bello. Tomado lo perfecto en este sentido traslaticio, se puede asegurar,   —31→   sin paradoja, que hay algo mejor que lo perfecto: lo grande. Lo grande, no es lo extraño, lo nuevo, lo sorprendente, sin más; es esto, sí, pero además es... lo grande. No hay que darle vueltas, es un término irreductible. El sol no es bello porque es luz, sino porque es tanta luz y porque alumbra tanto. Shakespeare asombra por lo grande, hace llorar de admiración ante el poder de su ingenio; otros enternecen, él asusta. No es esto decir que lo grande es lo bello. Líbreme Dios de tamaña metafísica. Sólo afirmo, que la grandeza es una cualidad que en poesía da la corona, como la da en las luchas de la sangre. Aunque lo grande, en el sentido que en estética puede tener, no es mera relación de cantidad, sino propiedad de sustancia, aun sin salir del concepto relativo del quantum, se puede sostener su importancia en la producción de lo bello, su influencia en lo cualitativo. Para más señas, véanse lo que dice Hegel en la Lógica, acerca de la cantidad y su influencia en la calidad.

Como en buenas manos está el pandero, en las de Hegel, dejo aquí la cuestión metafísica en que sin querer me había metido, y vuelvo a mis autores Alarcón y Tamayo.

Viniendo de Esquilo, de Shakespeare, de Calderón, luminares mayores, Alarcón con todas sus perfecciones parece muy pequeño; habla muy bien de lo que habla... pero no son cosas grandes: es la máquina admirable y complicada de un reló11 de bolsillo; los otros son relojes de torre: sus manipulaciones no prueban quizá tanta habilidad en el mecanismo, pero dejad que dé la hora, ¡cuán solemne resuena por toda la comarca! Es la hora popular, la que oye todo el vecindario: el cronómetro de bolsillo es más seguro, dice más verdad acaso; pero preguntad en la calle, ¿qué hora es? Para el pueblo es la hora que dio el reló de la torre. Así los grandes poetas Dante, Shakespeare, Calderón, llegan a ser populares. Los poetas perfectos no lo son nunca. Viniendo a nuestros días, en España todos saben de El Trosador, de Los amantes de Teruel; las comedias de Ayala, con ser tan perfectas, nunca fueron populares, no podían serlo. Ayala y Tamayo son nuestros poetas más perfectos, pero no son los más grandes, no son los mejores.

Entre Tamayo y los contemporáneos que pueden superarle en la grandeza, me apresuro a notarlo, no hay la distancia que entre Alarcón y Shakespeare y Calderón: Tamayo está   —32→   mucho más cerca de los que son ahora más grandes poetas que él, y por otro lado, en la perfección les lleva inmensa ventaja.

Como nuestro teatro contemporáneo, hasta lo presente, más se ha distinguido por la belleza de la forma y los primores de la composición, que por el valor de su fondo, no es extraño que aun los autores que llevan más ventaja a Tamayo en la grandeza de sus creaciones, no estén sobre él muchos codos; por eso hay mucha más distancia de Calderón a Alarcón que de García Gutiérrez a Tamayo; y en cambio en el arte de presentar en las tablas sus poemas dramáticos, Tamayo es sin duda el maestro de los maestros de ahora; y Alarcón, a lo sumo, es en este respecto primus inter pares, comparándolo con los de su época. Pero aquí hay que hacer otro distingo: Alarcón, sin La Verdad sospechosa aún sería el autor perfecto de Las paredes oyen, Ganar amigos y otras muchas comedias dignas de ser modelo: Tamayo sin Un drama nuevo estaría muy lejos de merecer la fama que disfruta. A Tamayo y al insigne Ayala les ha sucedido lo que a pocos poetas les sucede en la vida: han obtenido toda la gloria que merecen. Ni más ni menos. Antes que Ayala escribiese Consuelo yo no le tenía por tan insigne poeta dramático como sus adoradores; después de Consuelo uní mi aplauso, sin reserva, al aplauso unánime.

Tamayo, antes de Un drama nuevo, era un autor muy notable, pero elevarle a la categoría de los primeros era hipérbole pura; y en cuanto a las obras que produjo después de Un drama nuevo, son del nivel de las que le precedieron. Quiero admirar al primer poeta dramático en La bola de nieve, en Hija y madre, y no puedo a pesar de mi buena voluntad; quiero repetir el ensayo de admiración en No hay mal que por bien no venga y en Los hombres de bien, y resulta que tampoco me entusiasmo. Entiéndase, pues, que todas las excelencias que atribuyo al autor de Un drama nuevo, no se refieren al autor de las otras obras de Tamayo; que si puede decirse mucho bueno de Virginia y de Locura de amor, puede decirse mucho mediano de Hija y madre y No hay mal que por bien no venga.

Como Alarcón, Tamayo tiende en sus obras, en la mayor parte, a la enseñanza moral; muchos espíritus bondadosos hay que al notar en tales autores el feliz desempeño de este laudable   —33→   propósito de moralizar, los han proclamado, sin más, los poetas mejores. Gran atractivo es, en efecto, para las almas sencillamente buenas, que más entienden de amar el bien que de metafísica profana, el atractivo de la moralidad en el arte; cuando discretamente se da la lección moral, lo que es muy difícil, es un delicado manjar que sólo un gusto estragado rechaza. Lo que enseña Alarcón, lo que enseña Molière, lo que enseña Moratín, lo que enseña Tamayo, deleita al espíritu sano que lo aprende; en esto no cabe duda. Unamos este suave placer de la moralidad dramática, discretamente distribuido en la comedia, al encanto también tranquilo y suave que producen la proporción, la armonía, la elegancia y limpieza de formas que avaloran muchas obras de Tamayo, y tendremos los elementos del sólido mérito que existe en esos poemas tan elogiados en montón y que examinados uno a uno valen bastante menos de lo que puede creer la crítica de El Siglo Futuro, por ejemplo.

No hay más excepción que Un drama nuevo.

Prescindamos por ahora de este: hablo sólo de las otras comedias de Tamayo (dejando también aparte Virginia, Locura de amor y La rica hembra12, tragedia la primera de excelente apariencia clásica, dramas romántico-históricos los dos últimos de no escaso mérito). En Hija y madre, en La bola de nieve, en Los hombres de bien, en No hay mal que por bien no venga, etc., se cultiva paladinamente la comedia ética; en tales obras el autor quiere ser el poeta del siglo, el que lleva a las tablas la vida actual con la realidad buena o mala, para sacar lecciones provechosas para el espectador. Entiéndese aquí el teatro moderno como Sardou, como Dumas, como Augier; es un palenque de ideas y sentimientos; la tela es la realidad. En buena hora. El arte docente es un modo legítimo, entre otros, del arte. No importa que las ideas y creencias de Tamayo sean de reacción; a Sardou se le achaca igual tendencia, y no por eso se le admira menos. Tanto puede valer un contra-Dumas como Dumas.

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Pero ¡ay! Tamayo alcanzó días mucho más azarosos y de más complejo movimiento que los días en que Alarcón viviera. Si este no necesita más que su recto sentido moral y discreta penetración para ser moralista en el teatro del siglo XVII, Tamayo necesitará mucho más altas cualidades, para vencer las corrientes que combate en estas recias batallas morales del siglo XIX. Zola opina que el autor de Daniel Rochat no puede con el tremendo peso que quiere echar sobre sus hombros, que es un pigmeo comparado con los grandes problemas a que se atreve. ¡Quién tuviera la autoridad de un Zola para decir sin miedo que a Tamayo le falta también mucho para poder medirse con los enemigos que en sus comedias provoca!

Mientras se contenta con las sencillas moralidades de Hija y madre, y otras parecidas, no yerra, no hace más que volar muy por debajo de las águilas; pero cuado se remonta, cuando se atreve a flagelar modernas instituciones, tendencias de la nueva vida, preciso es confesar que Tamayo, a pesar de su discreción, de su habilidad de maestro de la escena, de su correcta frase, de su prudente parsimonia, no puede ocultar la debilidad de sus esfuerzos; lucha con un contrario, cuyas grandezas parece que ni siquiera comprende, pues las desprecia; se desorienta, se empequeñece, y llega a ser lo que menos pudiera esperarse de él: llega a ser vulgar, ligero. En Los hombres de bien la crítica vio, con razón, extravíos de la fantasía que acusaban claramente esa debilidad de las facultades que más vigorosas necesitaba mantener el autor para atreverse a tanto como se atrevía. En No hay mal que por bien no venga, la moralidad degenera en esa moral casera que goza de tan merecido descrédito. Aquel libre-pensador que dice tantas necedades, no es más que una caricatura, indigna de Tamayo, y la conversión del infeliz ateo sólo demuestra que el autor dormía el sueño de los justos al escribir semejantes escenas. Y lo triste, es decir, lo más triste no es que Tamayo no acertara a salir vencedor en esta descomunal batalla con el espíritu moderno, sino que se empeñaba en la lucha, que quería a toda costa ser autor tendencioso, la triaca del veneno que nos propinan Dumas y tantos otros; y al ver que este santo anhelo no obtenía del público aplausos que le animaran, enmudeció el poeta. ¡No quiera Dios que por siempre!

¿Qué es esto?, se dirá, ¿querrá este pobre Clarín demostrar   —35→   que Tamayo no acierta en algunas de sus obras, porque es oscurantista, porque combate las tendencias del espíritu moderno? -Yo no quiero demostrar tal cosa: en hipótesis, como ente de razón, creo muy posible un autor dramático capaz de escribir excelentes dramas combatiendo todo lo que el siglo ha creado y tiene por bueno; lo que afirmo es que ese autor no existe, que no es Sardou que con Daniel Rochat se ha puesto en ridículo como poeta trascendental, y que tampoco es Tamayo, que en muchas comedias ha demostrado que su pensamiento no se eleva sobre el nivel de lo vulgar lo bastante, para tratar los arduos asuntos que emprende con la grandeza que exigen. Tal vez la causa del lamentable silencio de D. Joaquín Estébanez sea esta; tal vez prefiere enmudecer a darse por vencido, volviendo al género de drama que le dio más gloria, y abandonando la santa empresa de luchar en las tablas por las ideas. Él, que debe ser modesto, quizá haya repetido aquellos versos suyos:


    Callar, sí: no audacia fiera
me arroje a elevar el vuelo;
que arrojo menguado fuera
querer escalar el cielo
con alas de blanda cera.



Claro es que las alas de Tamayo no son de cera; pero las aprensiones de su modestia pudieran llevarle al triste designio de no escribir más para el teatro, ya que el público se empeña en no aplaudir su enseñanza de filósofo asceta como aplaudió sus escenas de pasión, sus correctos estudios de carácter y la hermosa y pulcra y brillante forma de sus poemas dramáticos.

Un drama nuevo, decía antes, es una excepción; sí, es una gloriosa excepción, es la obra más perfecta, en el sentido arriba indicado, de nuestro teatro moderno.

Bien puede asegurarse que pasarán siglos, y como no suceda a nuestros días alguna época de barbarie, Un drama nuevo seguirá siendo admirado como joya inapreciable del teatro español. En este drama hay fuerza y armonía, los dos elementos últimos de la belleza: la pasión de Alicia y Edmundo es de la raza de las pasiones que sintieron Romeo y Julieta, Francesca y Paolo, Federico y Casandra; el dolor de Jorick, sus lamentos, son una mezcla del dolor y los lamentos de Otelo y de Lare; porque Jorick es esposo y padre, todo junto, y siente los   —36→   celos del terrible Otelo y el abandono del miserable rey Lear Un drama nuevo recuerda uno de los mejores dramas de Lope, El castigo sin venganza. Alicia tiene mucho de Casandra. Edmundo mucho del conde Federico; aquel huirse y aquel buscarse, flujo y reflujo del deber y la pasión que luchan, se parecen en uno y otro poema: lo que dicen en versos inmortales los dos amantes culpables de Lope, lo dicen en prosa llena de poesía los amantes culpables de Tamayo; sí, se parecen mucho en esta parte El castigo sin venganza y Un drama nuevo; pero como se parecen las obras del genio, sin envidiarse y sin deberse nada.

¿Hay defectos en Un drama nuevo? Se ha dicho que no hiperbólicamente. La verdad es que hay pocos.

¿Es un defecto en el lenguaje del drama cierto amaneramiento de formas familiares y el hipérbaton no siempre natural? Yo no me atrevo a decir que no; pero si hay falta, es muy leve.

¿Es defecto de este poema tan alabado aquel Shakespeare puramente ideal que pudo Tamayo llamar de cualquier otro modo? Sí, es defecto, pero también leve, porque el autor no nos ofrece el drama de Shakespeare, sino un drama en que el gran poeta figura en segundo término.

¿Es defecto el haber pintado un autor ridículo que mueve sin remedio a risa, y al cual después se atribuye tan excelente drama como es la catástrofe de Un drama nuevo? También es defecto, pero levísimo.

¿Hay más? Acaso; pero de fijo de poca monta. Y en cambio bellezas, ¡cuántas!, ¡cuántas!

Bien se puede disculpar que el entusiasmo haya hecho decir a muchos, después de conocer Un drama nuevo, que su autor es el primer dramaturgo de España.

Pero los que hayan asistido a la representación de El Trovador el año pasado, comprenderán la injusticia que hay en la opinión de los idólatras de D. Joaquín Estébanez.

¿Y no hay nadie más que en la grandeza de las concepciones dramáticas supere al autor de Un drama nuevo? Yo creo que sí: que hay otro poeta que le supera en este sentido. ¿Quién es? No me atrevo aún a decirlo.



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ArribaAbajoDel teatro

Miran muchos, que se tienen por expertos en materias literarias, como indicio de rápida decadencia el discurrir continuo de la crítica tratando de las teorías del arte, de su esencia; de sus géneros, de sus cambios e influencias; yo no pienso de este modo, aunque sí confieso que muchas veces ha ocurrido coincidir con la decadencia de una literatura el florecimiento de los estudios técnicos del arte de bien decir. En general, no agrada que la eterna oposición de las escuelas introduzca su vocinglería en el templo del arte, y causa siempre cierto malestar al espíritu amante de la poesía ver a los maestros del gayo saber envueltos en las polémicas de los bandos, y muchas veces capitaneando esas guerrillas de folletín.

Es cierto que Víctor Hugo, a pesar de su genio inmenso, está muy lejos de valer como crítico cosa que pueda compararse a lo que vale como poeta; Zola, cuyas novelas, a pesar de grandes defectos, revelan que son obras de un ingenio muy fuerte y profundo, llega con sus artículos de crítica al más superficial positivismo, y entre muchas observaciones agudas y acertadas escribe muchas vulgaridades de adocenado experimentalista. Entre nosotros, Campoamor ha tratado de fundar escuela, la escuela de la poesía prosaica, y no ha conseguido más en este punto que demostrar, primero, que defiende una mala causa, y segundo, que la defiende con un gran ingenio.

Por regla general los artistas, los que tienen la misión de   —38→   enriquecer el caudal de la literatura, no son los que deben consagrarse a la crítica; no porque esta enfríe el espíritu, no hay tal cosa; pero sí porque exige tiempo que el poeta, el novelista, el orador, necesitan para producir los dechados que la crítica ha de estudiar luego.

Mediante esta natural división del trabajo -en la que no hay canon absoluto que necesariamente aparte en todo caso las funciones del poeta y del crítico-, cabe ya sostener que la crítica no perjudica con sus reflexiones, análisis y controversias al libre vuelo de la fantasía. Cante el poeta y el crítico analice.

Concretándome al asunto de que hoy quiero tratar, el teatro, diré que no veo síntoma de enfermedad en que la crítica ponga en tela de juicio, como ya pone, la manera como este género ahora se cultiva, y señale un indicio de la deficiencia de la escena contemporánea en la frialdad con que el público acoge muchas comedias, y en el desvío con que se aparta del arte que llamamos clásico, para buscar espectáculos de índole distinta, algunos de los cuales, aunque conservan todas las apariencias teatrales, tienen bien poco de dramáticos.

Así como sería absurdo que rechazásemos, por haber pasado de moda, el romanticismo de los autores que en el teatro continúan cultivando esta manera del arte, lo sería no menos oponerse por sistema a las innovaciones que espíritus atrevidos y poderosos quisieran intentar. No me place que los poetas desciendan del Parnaso para escalar la tribuna o para apoderarse del folletín de un periódico; pero no veo inconveniente en que prediquen con el ejemplo, y produzcan dramas y comedias que señalen nuevos rumbos al arte de las tablas, que rompan artificiosos límites señalados por la arbitrariedad dogmática, por la abstracción fría y nada poética.

Pensar que toda obra literaria que no refleje la última tendencia, la actualidad palpitante, como se dice, es sólo por esto secundaria, aunque revele gran ingenio, aunque atesore bellezas de gran valor, es manifestar un exclusivismo de secta que nada bueno puede producir en literatura; pero es otro exclusivismo aún más pernicioso el de aquellos que repugnan la novedad y el atrevimiento, que tienen por absolutos y eternos cánones históricos, al romper con los cuales es preciso romper también con las leyes constantes de lo bello.

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El pueblo, el que forma el gran público, ese elemento que es como la atmósfera en que toda manifestación importante de una literatura necesita vivir, agostándose si le falta su concurso, haciéndose enclenque, artificiosa y pobre; el pueblo hoy no se identifica con las obras de la escena, y fácilmente deja que le ganen la voluntad y el gusto esos espectáculos de baja estofa, híbridas creaciones, producto de varias artes mezcladas con muchos vicios. Y la parte selecta de la sociedad culta, los espíritus mejor educados, de gusto más puro y fino, los únicos capaces de seguir al ingenio profundo, original y delicado en todas las gradaciones y en los matices de su fantasía, sentimiento y expresión, esa parte del público, que es en la que piensa el autor no adocenado, cuando escribe primores que sólo pueden apreciar cultivadas inteligencias, también comienza a cansarse de los espectáculos dramáticos, tal como se le ofrecen; y dejando para las almas esclavas de los sentidos el gusto de las emociones de los estrenos con todos sus incidentes bien extraños a la poesía, prefiere gozar a solas la belleza menos estrepitosa y más simpática a sus íntimas aficiones, más importante, más espiritual, más profunda, más humana, que le ofrece el género de la novela o la poesía lírica.

Yo conozco a muchas personas de exquisito gusto que no van al teatro, y ninguna de ellas deja de leer los libros que la llamada amena literatura produce, cuando son notables.

Muchos piensan que esta decadencia general del teatro es inevitable, que la evolución del gusto literario, determinada por concausas sociológicas muy complejas, hace invencible esta fuerza de reacción que se va apoderando del público, y le lleva a preferir la novela al drama representable.

Yo opino, con los más, que es la novela género más propio que el teatro de la sociedad presente; pero no creo que estas formas distintas del arte han de ser sucesivas, sino que pueden y deben coexistir, aunque unas u otras predominen, según los tiempos. Hoy el predominio es, sin duda, de la novela; pero no por esto se anuncie como necesaria la ruina del teatro, ni se diga que por estrecho, insuficiente para la misión actual del arte, y convencional y limitado, debe morir; pudiendo, como puede, mejorarse, ensanchar sus moldes, aspirar a nueva vida, en restauración provechosa para él y para los progresos del espíritu colectivo.

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¿Cuál será el camino de esta regeneración? En lo que dejo dicho me parece que está señalado. ¿Prefiere hoy el gusto general la novela? ¿Satisface esta mejor las necesidades estéticas del público? Pues siga sus huellas el drama, y, en lo que su índole consienta, acérquese a ella, tome de ella cuanto pueda llevarse a las tablas y sea lo que el público busca, y encuentra en la novela moderna y en el teatro no.

¿Es esencial en el drama mantenerse a la inmensa distancia que hoy está de la novela? Muchos piensan que sí, sobre todo en España, donde el teatro ha sido siempre, en tiempos de gloria y de envilecimiento, puramente idealista y de formas convencionales, artificiosas por extremo, ajenas a la realidad de la vida y a las leyes de su morfología, si vale la palabra.

Nadie como yo, o más que yo, para decirlo exactamente, ama y admira aquel teatro del siglo XVII, honor y gloria nuestra, palacio de la poesía sostenido en lo más alto del Parnaso por los hombros de seis gigantes. Cada vez que Calderón, Lope o Tirso, Alarcón, Rojas o Moreto hablan en nuestros coliseos, siente el alma el orgullo noble del patriotismo, y paréceme que aún somos los españoles los señores del mundo, al oír tal lenguaje, el más bello que hablaron poetas; lágrimas de admiración y entusiasmo me arranca la rica labor de aquella fantasía original, fresca, poderosa, tan natural, sencilla y hábil, candorosa en su exuberancia que pasma, en su aventurado vuelo que lleva el vértigo en las alas. ¡Cuánto fecundo, nuevo y rico imaginar! Qué ir y venir por espacios soñados, pero deslumbrantes; cada poeta de estos es un Colón que descubre un mundo, no en el seno de las olas, en el seno de los aires, en la región de las nubes, de cuya vaporosa materia fabrican cuantos seres pide el deseo de fantasear sin fin. Todo eso es divina poesía, tan real y legítima poesía como la más hermosa y más humana; pero nada de eso es lo que hoy ha de buscar la musa dramática, si quiere atraer de nuevo la atención del público que la abandona.

Hay un teatro contemporáneo, el francés, que algo tiene de lo que el nuevo drama necesita, pero que por vicio inveterado y de herencia en todos los teatros latinos, no puede, si continúa con los dogmas de su tradición, llegar a las condiciones necesarias de una obra dramática digna del tiempo.

En las obras de Sardou, de Dumas, de Augier, se ve la vida   —41→   actual en la escena. Los sucesos en que enreda sus argumentos Sardou son una imitación exacta de la forma que los sucesos análogos siguen en la realidad; pero esta semejanza es sólo en lo superficial, en lo más somero de la forma: la verdad de estas ficciones dramáticas no está más que en el modo de las apariencias, y aún falta mucho para que el interés que sólo puede nacer ante la contemplación de la vida humana representada, se produzca en el público, cansado ya del hermoso juego de las tablas, donde sólo se ofrece al espectador una convencional trabazón de sucesos que, por artística combinación de fingidas casualidades, produce en breve cuadro una acción, especie de microcosmos, representativa de mucha más vida y realidad de las que cabrían naturalmente en tan estrechos límites de espacio y tiempo, si todo aquello sucediera en el mundo real. Si esto se nota en el teatro de Sardou, que, en lo que se refiere a la verosimilitud del movimiento escénico y de las formas de la acción, es quizá el que más se acerca a las exigencias de la realidad, ¿qué diremos de los demás autores que, dando una importancia, o exclusiva o predominante, a los distintos elementos del drama, ora al carácter, ora a la lección moral o la tesis filosófica o jurídica, tienen tan escaso esmero al inventar la trama de su fábula, y menos aún al darle la vida, la forma dramática? -Dumas, por ejemplo, es hoy el gran maestro de cuantos entienden que el teatro puede ser escuela de trascendentales filosofías, palenque, como el Ágora o el Foro, de cuestiones de derecho civil o economía política. Para Dumas, el argumento es un pretexto para la tesis; cualquier ocasión, cualquier hora, cualquier sitio le sirven para hacer hablar a sus personajes del asunto que él tenía entre ceja y ceja. Cada personaje, por ajeno que su carácter propio sea a todo discurso de probanza, va exponiendo algo de lo que el autor piensa acerca del punto de debate que traía preocupado a París por aquel entonces; sea el divorcio, la situación social de la mujer extraviada, o... la cuestión de Oriente. Niños, ancianos, menestrales, pordioseros, cómicos o potentados, todo el mundo tiene en los dramas de Dumas algo que decir a la sociedad para que no se olvide; y al efecto, se lo dice siempre con ingeniosa frase, en que la paradoja, la antítesis, la hipérbole o el popular retruécano sirven para dorar la píldora que ha de tragar el respetable público   —42→   representante de la sociedad entera cerca de Alejandro Dumas.

Esta censura que escribió Zola en otros términos, es justa; y así, el teatro de Dumas, se acerca a la representación de la realidad aun menos que el de Sardou. Los caracteres, las relaciones de estos y los móviles por que obran están mejor estudiados, con más verdad y más profundamente en el teatro de Dumas que en el de Sardou; pero ese teatro, como tal, como imitación de la vida en forma dramática representable, es más falso que el de Sardou y más que el de Scribe: lo convencional entra por más, la abstracción se proclama, o tácitamente se reconoce ser legítimo resorte del dramaturgo; el artificio de la acción es más trasparente, la ilusión menor, y todo esto hace que ante obras de este género el público se crea enfrente de un mundo aparte, que no es el suyo, que tiene leyes especiales de tiempo, espacio y combinación de sucesos; leyes que es preciso conocer de antemano, para no pasmarse al ver tanto prodigio de casos fortuitos que desempeñan providencial destino, y para poder interesarse por la suerte de aquellos comediantes disfrazados de personajes que en realidad no existen en ninguna parte. No, no existen, porque conocemos a muchos que tienen aquel carácter, que obrarían así en tal caso, pero que se diferencian en todo lo13 demás, porque estos son hombres y aquellos son personajes de Alejandro Dumas; es difícil verlos y no acordarse de la primera página del drama que dice: «Personajes... Actores que han creado estos papeles».

Emilio Augier, menos brillante que Dumas, menos hábil que Sardou, acaso, para imitar en el movimiento y en la localización de la escena, si vale la palabra subrayada, la realidad que conocemos, Augier es, sin embargo, superior a sus rivales como autor dramático del tiempo; pues en sus obras lo que hoy empieza a exigir el público, cansado de lo convencional, se ofrece algunas veces; y puede decirse que su teatro es, en conjunto, el mejor, en cuanto tendencia a cumplir esa revolución necesaria en las tablas, si estas han de conservar el derecho de atraer la atención del público.

Una de las cualidades que dan gran valor a las comedias de Augier, es la consecuencia de los caracteres y la sabia distribución de fuerza y flaqueza que en ellos hay, como en sus similares del mundo. En el teatro de Augier suelen tener las   —43→   pasiones, los vicios y los errores la lógica que en efecto tienen en la realidad; no son los personajes de una pieza ni abstracciones semovientes, mézclanse en ellos virtud y vicio, fuerza y debilidad; parécense, en suma, a los hombres de carne y hueso aquellos hombres que se ven en algunas de las comedias de Augier. Por desgracia, no en todas es así; a veces se sacrifica a lo convencional, que el gusto adocenado y corriente protege con su aplauso, la verdad de los fenómenos sociales y de la vida natural y lógica de un carácter; pero este mismo contraste de los tipos y dramas deficientes por tal concepto, sirve para determinar con más claridad y precisión el camino que el teatro debe seguir para hacerse digno de la alta misión del arte.

No es preciso llegar a las exageraciones del naturalismo positivista que trasforma la literatura en ciencia experimental, para reconocer que si cada momento de la historia tiene propio asunto, esfera peculiar, el arte de nuestros días no es ya, o no debe ser, aquel fantasear espontáneo, exuberante, sin freno, medida ni propósito, que fue, en no lejanos días; hoy el arte, sin abdicar su misión propia en todo tiempo, debe tender a secundar el movimiento general de la cultura, y sólo de esta suerte podrá ser digno de su noble destino.

Época es la que atravesamos de examen, de observación y de experimentación; décadas pasadas destruyeron dogmas, instituciones, y lo que no arrasaron dejáronlo sobre los débiles cimientos de la duda: nuestros días, más tranquilos en general, en la apariencia, son los llamados a intentar una reconstrucción; mas antes de emprenderla, necesitan examinar y comprobar el valor de los materiales que han de emplearse: los unos son restos de antiguos edificios tradicionales y dignos de respeto, pero quizá carcomidos; otros son nuevos, y es difícil conocer, antes de experimentar su fuerza, cuanto pueden resistir; la tarea de la sociedad presente es esta: observar, experimentar los elementos que deben entrar en la nueva construcción; a este trabajo ímprobo, de modestas apariencias, pero de suma importancia en rigor, se consagran los sabios serios y concienzudos, los políticos más estudiosos, íntegros y graves, y no hay razón para que el arte deje de llevar por el mismo camino su influencia, que siempre tiene que ser grande, por ley de su naturaleza y de la vida social entera.

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La novela ya va logrando penetrarse de este sentido; ya en ella desechan los autores más notables, por baladí y superficial, la teoría del agradar sin más fin, y los autores, que más fama consiguen y merecen son los que, quizá con exageración, siguen en sus obras las tendencias generales de la cultura, sin faltar por ello a las leyes estéticas, que imponen al arte una manera peculiar en el desempeño de esta misión, común a las varias manifestaciones sociales del espíritu.

Desterrado está ya por todos los novelistas de cuenta aquel fantasear sin freno, y sin objeto, que llenaba no ha mucho de viento la cabeza de innúmeros lectores y los folletines de periódicos sin cuento; despréciase ya por los que entienden de esto el artificio de las intrigas más o menos hábiles, cuyo fin único era despertar el interés de frívolos cuanto desocupados lectores; y búscase en el fondo de la vida real el reflejo artístico que puede servir para grabarse en la placa fotográfica del novelista, reflejo que no es esa imitación servil, sin idea, casual, azarosa, de que hablan los idealistas inconscientes, sino lo que llama Zola, con acertada frase, la experimentación artística, que lleva a la imitación empírica la ventaja inmensa de no ser impensada, fragmentaria, inconexa, sino hecha bajo plan, con un fin: tómase de la realidad el dato (y aquí es donde entra la escrupulosa y fiel verdad de la observación) y con este elemento, que ha de ser todo lo copioso que se pueda conseguir, se trabaja mediante la experimentación, que es el aprovechamiento de los datos de la observación, para el fin de comprobar el supuesto y reconocer su legitimidad, o desecharlo por subjetivo, abstracto y falso.

Si la novela ya sigue este camino, el drama estaría en el terreno que hoy le corresponde, siguiéndole también, mediante los procedimientos adecuados al asunto y sin desconocer la manera peculiar de aplicación que en el teatro necesitarían.

Lo primero que toca considerar es lo que se llama la acción del drama, tanto en sus cualidades intrínsecas cuanto en las circunstanciales de lugar y tiempo, fuerza y movimiento.

Aquí es donde están las principales preocupaciones tradicionales de los teatros latinos, especialmente del teatro español.

Las célebres unidades de acción, lugar y tiempo habíanse   —45→   desechado como trabas que eran, como imposición dogmática; pero no porque se creyera que el drama mejor no sería el que se amoldase a ellas: hoy todavía, cuando una acción dramática está tan dichosamente escogida que su trama y desenredo puede suponerse en breves horas, en un sitio y sin accesorios de circunstancias influyentes ajenas al fondo del argumento, los más románticos y revolucionarios críticos aplauden el feliz resultado del conjunto, y obras de este arte se reputan las más acabadas y las más propias del teatro, las que se aproximan más al ideal escénico.

Fácil es comprender que estos primores no son de valor real, sino puramente subjetivo, por cuanto cumplen con leyes artificiales, impuestas por la convención, no por la naturaleza de la literatura dramática. Recordemos aquellas novelas que Navarrete y otros autores antiguos escribían con el oneroso encargo de prescindir de la vocal a, o de la e; cumplida la promesa, el mérito relativo era inmenso, pero en rigor la obra no valía más para el arte. El que tiene la habilidad de discurrir argumentos en que aparece en un momento determinado, y en una corta y casi sustantiva serie de actos de una índole especial bien definidos y concretos, independientes de toda otra realidad, toda la acción de que depende el destino de unos pocos personajes, el que tal habilidad tiene, pasa entre nosotros por dramaturgo insigne, y es, en opinión de los más, dueño de las tablas, poeta dramático en el rigoroso sentido de la palabra.

Pero si el drama ha de ser en todo trasunto de la realidad, ya no podemos admirar sin cuenta y razón al que imagina tales acciones, en que por felices coincidencias, que en la realidad no se presentan, todos los sucesos, así puramente exteriores o naturales como los psíquico-naturales, o sea internos exteriorizados, concurren, como conjurados a la cita, para que se cumpla con independencia de todo el resto de la realidad ambiente aquello que es oportuno para el fin propuesto por el autor. Basta que esa perfecta composición de la providencia del autor exista, para que el elemento dramático desaparezca y quede sólo la apariencia teatral. Bien puede decirse que la realidad jamás ofrece ejemplo de un drama tal como lo entienden estos partidarios de la composición simétrica, ordenada en muy determinados y concretos límites a un fin que   —46→   los sucesos favorecen. Nada importa que el talento del autor sepa dar verosimilitud a esas coincidencias, a ese concurso feliz de circunstancias. Claro está que esto sólo critico; pues, de la trama que viene al autor bien, pero es contra naturaleza, ni se habla siquiera.

Acaso alguno diga: ¿Y entonces qué es vuestra experimentación artística?

¿No ha de ser libre el experimentador para escoger los supuestos, a saber, las circunstancias en que los datos han de estar colocados para que la observación se haga experimento? Sin duda que sí ha de ser libre; pero libre dentro de las leyes de relación a que obedecen todos los seres en su convivencia. No basta respetar en la experimentación los datos de lo observado en los elementos puestos en relación; hay que respetar también lo que dé de sí la observación anterior, no experimental, de la vida de relación entre esos elementos, del medio en que viven y todas sus leyes. Por eso no basta, ni en la novela ni en el drama, que los caracteres, los datos de observación parcial estén bien estudiados, es preciso que el ambiente en que hayan de vivir sea el suyo propio: si queréis estudiar los fenómenos de respiración en los peces, no los dejéis en el aire, donde esa respiración no tiene el medio propio. He aquí el principal defecto de Dumas: sus caracteres, muchas veces bien estudiados, se mueven en un medio absurdo, imposible, falso de toda falsedad, y obran como seres de abstracción, como fantasmas del sueño.

¿Qué será preciso para cumplir en condiciones racionales con lo que el arte exige del drama moderno en punto a la acción? Ante todo, abandonar ese ideal de la acción pulida, sustantiva, correcta, sabiamente distribuida, aislada en el mundo de la realidad, separada de todo el resto de las acciones humanas por la barrera artificial de las tablas. La acción dramática no debe ser más que fragmento de la vida toda, tal como es, con relaciones de antecedentes, de consiguientes, de coordinación y subordinación con todo lo no representado, de lo que depende necesariamente, sin que el autor deba esforzarse en ocultar esta dependencia. El interés y la unidad de la acción no deben estar en la abstracción ingeniosa del poeta que supone, contra la realidad, acontecimientos casuales que por sí solos representan un mundo aparte, suficiente para retratar   —47→   en miniatura todo un orden de la vida; el interés del drama debe estar en el fondo del ser dramático, por un lado, y por otro, en el resultado de sus relaciones con la realidad en que se mueve, relaciones necesarias en todo caso, vulgar o extraordinario; la unidad del drama debe, ante todo, fundarse en la unidad de la acción total de la vida, en el determinismo lógico de la convivencia social; esta unidad puede estar suficientemente representada, haciendo que lo esencial de los seres dramáticos tenga espacio y tiempo para expresarse; pero sin violentar el curso de los sucesos, sin fabricar eventualidades simbólicas, y sobre todo, sin cortar la vida para cerrar el cuadro de la acción en fijos límites: la unidad que se consigue en esas acciones microcósmica, si vale la palabra, es la unidad mutilada, es la unidad imposible de algo que empieza ex nihilo, y vuelve a la nada; es una unidad absurda.

Como nada se basta en lo finito, como nada empieza ni acaba absolutamente en parte ni tiempo determinables, la acción dramática, si no ha de ser mutilación de la realidad, no debe empezar ni acabar definidamente, debe ser fragmentaria, sin ocultarlo, y dar por supuesta y necesaria la gran unidad de la vida toda. Sólo así el drama deja de ser una ficción repugnante para el gusto depurado y serio a que se van acostumbrando los espectadores.

Cuán opuesta es esta doctrina a lo que comúnmente hoy todavía se tiene por dogmático en este punto, no hay para qué ocultarlo; cuán difícil sería a un poeta (después de la gran dificultad de saber escribir el drama por este estilo) aclimatar semejante concepto de las representaciones escénicas, sería ocioso ponderarlo; pero ni en este artículo me propongo animar a poeta alguno de los conocidos a tamaña empresa, ni es mi objeto provocar discusión sobre el asunto.

En un análisis minucioso de la estética del teatro, según este concepto ligeramente expuesto, deberíase ampliar estas consideraciones, tratando de las propiedades todas de la acción, así intrínsecas como de relación, corrigiendo de paso las preocupaciones que estorban al poeta en el camino de dar naturalidad y real verosimilitud a la fábula escénica.

Si de la unidad de acción se dice lo ya expuesto, de la de lugar y tiempo, por consecuencia forzosa, se ha de pensar lo mismo; no sólo no son necesarias, sino que en este nuevo   —48→   horizonte de la dramática, sería rarísimo el caso en que una obra digna del teatro pudiera concretarse a un lugar y a un día. Respecto de los resortes que suelen funcionar en la escena para el enredo y el desenlace del argumento, claro está que sería preciso prescindir de tantos y tantos artificios de que se valen aun los autores más expertos, sin distinguirse de los demás en otra cosa que en la habilidad con que manejan los mismos cubiletes. Lo bueno sería prescindir de los cubiletes.

Los caracteres, que en las obras del teatro contemporáneo se acercan más a la realidad que la acción, claro está que con los defectos de esta pierden mucho de lo que, considerados estáticamente, por decirlo así, valen como producto de sabia y prudente observación.

No es cierto que el carácter determine la acción en el drama que merezca el nombre de copia escénica de la realidad; el autor que así lo entienda es mal experimentalista, prescinde de un elemento, el medio ambiente, que tiene gran influencia y que por su infinitud es muy difícil de estudio, sobre todo en el quantum de su influjo en cada caso, y según el carácter de que se trate. Por esto son falsas todas esas obras dramáticas en que el autor, que ha sabido crear un carácter, hace que toda la acción sea meramente exterior expresión, desenvolvimiento del carácter ideado. Ese procedimiento unilateral de dentro a fuera es puramente idealista, y la naturaleza en que tales personajes se mueven es un país tan falso, tan pobre y absurdo como suele ser el que sirve en las galerías de los fotógrafos para fondo de los retratos. Y es triste pensar que los dramaturgos más eminentes, con muy pocas excepciones, han llegado, como supremo arte dramático, a este: al teatro de carácter insuficiente y falso.

Pero en la mayor parte de los dramas, aun entre los buenos bajo el punto de vista de los caracteres, no hay ni siquiera esa lógica abstracta, pero sistemática y relativamente cierta y real (real, dentro de la abstracción supuesta). Suelen los caracteres estar bien presentados; pero cuando empieza el juego escénico actual, la acción, absurda por falsa, en que se les complica, hace de ellos monstruos, seres extraños que parecían hombres antes y acaban por ser cartones.

La reforma, en este respecto, consistirá en no hacer de un carácter dramático un substractum de las propiedades que   —49→   suelen concurrir en el tipo señalado; no debe entenderse el carácter en el drama ni en la novela como pudieron entenderlo Teofastro y La Bruyere, ni aun, para los fines del teatro nuevo, como lo pintaba Plauto, y Moliere mismo en algunas comedias. (En algunas, porque en otras parece que adivinó el naturalismo del carácter aquel maestro de naturalidad.) No hay hombre alguno que sea el Avaro, ni el Hipócrita, ni el Mentiroso; en el teatro naturalista estos tipos no pueden aparecer con realidad en su calidad de símbolos; han de ser algo más que un modelo: no hay tipo que sea dramático. Respecto a la relación del carácter a la acción, las influencias han de ser mutuas, pero no simétricamente, sino con ponderación distinta según los casos, pero de modo que jamás la resultante del choque de fuerzas entre lo exterior y el carácter sea la línea misma proyectada imaginariamente por el autor (o por el espectador), bajo el punto de vista que señale la virtual dirección del carácter considerado abstractamente. No se habla aquí de la falsedad que para el drama resulta del propósito trascendental, como se dice malamente, de la tendencia que también se ha llamado. Es claro que la acción, tal como aquí la concebimos, y el drama todo, no pueden subsistir cuando el autor pretende nada menos que plantear y demostrar una tesis, valiéndose para ello de la imitación de la realidad. Este defecto capitalísimo, así como el de lo que se ha llamado efectismo, son objeto de censura, no ya sólo siguiendo la nueva vía por que va el teatro, sino dentro del tradicional arte que rige la escena. Pero por lo mismo que el teatro moderno, o mejor, de lo porvenir, imita mejor la realidad, por lo mismo en él será más imperdonable el propósito tendencioso y de todo punto absurdo el efectismo.

Entre muchos puntos que, a partir de estos conceptos generales, podrían ser tratados bajo el epígrafe de este artículo, merecería atención especial el asunto importantísimo de la forma, donde se ofrecen, para entrar por los nuevos caminos, mayores dificultades, pues, como más dependiente de los sentidos todo lo que se refiere a la expresión, la lucha con lo consuetudinario tendría que ser mayor, y más expuesta a una protesta general por parte del público. Nótese cómo en el naturalismo francés las innovaciones introducidas en esta materia han sido las que han suscitado más enemigos a los autores   —50→   que, como Zola, empezaron la reforma con un valor que llega a temerario. En el teatro esta temeridad sería de mucho peor efecto. Y, sin embargo, aunque siempre huyendo de los extravíos y exageraciones del ilustre naturalista francés, una de las reformas que más urgentes son en el teatro es la del lenguaje, porque en él se cometen los más injustos desafueros contra la verdad dramática.

De este particular hablaré especiatim en otro artículo.

El asunto es vasto, ofrece multitud de aspectos y debe ser tratado con ocasión de la crítica aplicada, porque con la abundancia de los ejemplos hay ocasión para tratar más puntos, y para tratarlos con más claridad y sin la aridez que, abordando el tema en tesis general, se hace ineludible; y esta aridez además es imperdonable en artículos en que no presumo de científico.



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