Saltar al contenido principal

Poesía española contemporánea

Los autores del 68 y la renovación poética

A partir de 1965 más o menos, la que hemos llamado poesía de los cincuenta, que había coexistido hasta entonces con la social, va a hacerlo con un tipo de literatura que defendía planteamientos innovadores. En este sentido, si en las dos primeras generaciones de postguerra habían predominado las directrices de un arte realista (aunque, como se ha señalado, con profundos matices diferenciadores entre sí), la que ahora comienza a despuntar se sitúa frente al realismo como concepción básica del arte y, en lo general, sustenta valores opuestos a los representados por los poetas españoles de postguerra.

Los autores que iban apareciendo corresponden al tercer momento generacional tras la guerra civil. Son, en este sentido, poetas de la tercera generación de postguerra tanto como de la primera tras la postguerra; aunque, si admitimos 1939 y 1953 como fechas que acotan sus respectivos nacimientos (Bousoño, 1985), colegiremos que, si bien muchos de ellos ya no se educaron en los años más duros de la postguerra, ninguno escapa a determinadas circunstancias que caracterizan a aquélla de manera global.

Su irrupción se produjo de manera brillante y casi turbulenta, con el atrevimiento juvenil de la iconoclasia, especialmente visible en el repudio a la tradición poética española y, de modo muy acusado, al realismo precedente. El rechazo a que sometieron toda la poesía social fue también bastante intenso en el caso de la promoción de los cincuenta, con salvedades como Biedma, Barral, y en cierto modo Valente, Brines y Rodríguez. Curiosamente, sólo trayectorias de movimientos y poetas marginales -el espíritu dadá de Ory, el simbolismo cirlotiano, el esteticismo de algunos autores de Cántico- merecían su aprobación. Frente a este desdén, contrastaba la admiración por autores de otras culturas: Saint-John Perse, Rimbaud, Lautréamont, Dylan Thomas, Ezra Pound, Eliot, Wallace Stevens..., además de hispanoamericanos como Borges, Octavio Paz o Lezama Lima.

Hoy se ven las cosas de otra forma: un poco porque el tiempo fue atemperando el repudio a «lo español» de muchos de ellos, otro poco porque la distancia posibilita una mayor precisión y objetividad críticas, lo cierto es que las peculiaridades de los poetas entonces jóvenes no aparecen tan aisladas de sus precedentes cronológicos. Algunas de sus aportaciones a la poesía española eran continuación de caracteres, o profundización en ellos, presentes ya en la generación anterior: la intelectualización purista estaba en Valente, el esteticismo en María Victoria Atencia, la narratividad en Quiñones, el hedonismo pagano unido a la declinación elegíaca en Brines, cierto irracionalismo en el primer Rodríguez o en Gamoneda.

Esto así, conviene situar a estos poetas en sus relaciones con todos sus predecesores, tanto los asumidos (los del 27) como los negados (en una u otra medida los del cincuenta). Nótese que el panorama poético del siglo xx parece configurarse como un magma que tiende a ordenarse en una doble convergencia: antes de la guerra, hacia el 27: purismo, popularismo, surrealismo; después de ella, hacia la poética de los cincuenta: eticismo, realismo crítico, realismo trascendido, poesía de la experiencia. Y no es que ambos núcleos conviertan a los poetas «excéntricos» en satélites, dejándoles la función ancilar de ser o precursores o epígonos, sino que las fuerzas literarias propenden a consolidar un sistema, a cuyos efectos contribuyen todos, que, reductivamente, encuentra una doble radicación teórica. A algo de esto se ha referido uno de los más jóvenes poetas del 68, Jaime Siles, quien ha señalado la función vertebral de los del cincuenta en la segunda mitad de siglo, como la tuvieron los del 27 en la primera. Dejar constancia de lo anterior no supone negar las novedades que sin duda aportaron los poetas del 68, sino sólo la concepción de un discurso poético roto o discontinuo.

La aparición de elementos que permitían columbrar un cambio de orientación hacia 1965 tiene lugar de manera no sistemática ni uniformemente sostenida. Algunos de los del cincuenta presentan ya gérmenes estilísticos que señalan una desviación, aunque no llegan por sí solos a constituir una nueva codificación expresiva. La publicación de los primeros títulos novísimos está acompañada de la de libros de autores que, pertenecientes a generaciones anteriores, encontraban ahora una acogida estética que no sintieron entre sus coetáneos: así ocurre, por citar sólo un caso, con Oda en la ceniza (1967), de Carlos Bousoño, cuyas analogías con el lenguaje del 68 han sido señaladas por la crítica y reconocidas por el propio poeta.

Pere Gimferrer.Cuando Pedro Gimferrer publicó, en 1963, Mensaje del Tetrarca, la regularidad de la rima asonante y una escansión generalmente endecasilábica, además de la casi nula distribución del libro, impidieron que se valorara la novedad de esos versos del joven autor (contaba entonces dieciocho años). En 1966 daba a conocer Gimferrer Arde el mar, Premio Nacional de Poesía correspondiente a ese año, que se convirtió en bandera de una nueva sensibilidad, considerada por el propio poeta ajena a la tradición de la postguerra y a la poesía española coetánea. Un año después, en 1967, Guillermo Carnero publicaba su esplendente Dibujo de la muerte, con lo que se precisaba nítidamente ya una de las más ricas vetas -la del esteticismo- del nuevo panorama poético. Otras vertientes quedaban apresadas en títulos de esos mismos años: José-Miguel Ullán, Amor peninsular (1965) y Un humano poder (1966); Jorge Urrutia, Lágrimas saladas (1966) y Amor canto el primero (1967); Vázquez Montalbán, Una educación sentimental (1967); Martínez Sarrión, Teatro de operaciones (1967); Félix de Azúa, Cepo para nutria (1968); Antonio Carvajal, Tigres en el jardín (1968); Gimferrer, La muerte en Beverly Hills (1968); Juan Luis Panero, A través del tiempo (1968); Antonio Colinas, Preludios a una noche total (1969); Jaime Siles, Génesis de la luz (1969); Jenaro Talens, Víspera de la destrucción (1970); Leopoldo María Panero, Así se fundó Carnaby Street (1970); Pedro J. de la Peña, Fabulación del tiempo (1971); Luis Alberto de Cuenca, Los retratos (1971); Luis Antonio de Villena, Sublime solarium (1971)...

Contracubierta y cubierta de <em>Nueve novísimos</em>.Esta situación aparece cuajada de manera compacta y no como mera suma de individualidades en 1970, fecha en que José María Castellet presentó en sociedad su antología Nueve novísimos poetas españoles. El revuelo organizado por lo que muchos consideraron una operación publicitaria, además de una palinodia del crítico -quien desdecía anteriores profecías suyas en relación con la vigencia del socialrealismo-, hizo que la antología tuviera una resonancia cultural muy superior a la que suele alcanzar la poesía. En Nueve novísimos Castellet fijaba una nómina de los poetas vinculados a aquellas tendencias que él juzgaba renovadoras en una dirección específica, y señalaba los caracteres estéticos que los definían. Otros antólogos habían precedido a Castellet, incluyendo en sus selecciones a algunos miembros de la nueva promoción, o lo siguieron en su tarea, completando, matizando o corrigiendo los juicios del crítico catalán. He aquí algunas muestras: Enrique Martín Pardo, Antología de la joven poesía española (1967) y Nueva poesía española (1970); José Batlló, Antología de la nueva poesía española (1968); Equipo «Claraboya», Teoría y poemas (1971); Antonio Prieto, Espejo del amor y de la muerte (1971); José Batlló, Poetas españoles poscontemporáneos (1974); Víctor Pozanco, Nueve poetas del resurgimiento (1976). No se citan otras antologías que, por los años de publicación, obedecen más a una descripción académica que a una caracterización in vivo de la poesía de los años setenta.

La pertinencia de la antología de Castellet se demuestra en la propia irradiación del término novísimos, que pasó de ser un rótulo de los nueve poetas seleccionados a convertirse en la denominación -asumida o rechazada, pero vigente- de toda la generación sesentayochista. Pero ni siquiera en esta selección había una homogeneidad cerrada, como el propio antólogo dio a entender al reunir a los poetas en dos grupos de edad: los seniors, fronterizos con la generación anterior, y los de la coqueluche, insolentes y casi frívolos en su rechazo de la vieja cultura.

La selección fue, a un tiempo, descripción de un cierto statu quo (lo que hay) y propuesta estética para los poetas jóvenes (lo que tiene que haber). En cuanto a los rasgos que se apuntaban como característicos de la nueva poesía, muchos tuvieron una vida corta (lo camp como signo de la nueva sensibilidad); otros derivaron sin desaparecer hacia derroteros distintos (el esteticismo hacia la metapoesía); algunos, en fin, eran representativos de ciertos poetas que allí se recogían -una parte del todo, a fin de cuentas-, pero no del grueso de la lírica del 68. Por ello hoy no deberíamos limitarnos ya a glosar el estudio del antólogo como un retrato acabado de la poesía del período, sino a señalar más neutramente -como quien reconstruye una historia y no como quien la protagoniza- los componentes de una situación poética que abarca desde aproximadamente 1965 hasta 1975, año de la muerte de Franco.

La nota central de estos poetas es su postura decididamente antirrealista, que, lejos de la concepción del poema como objeto referido a la vida cotidiana, vuelve los ojos hacia la simbolización y la subjetividad poéticas. Esta actitud exigía, de partida, la sistematización de un nuevo universo mítico, que los jóvenes compusieron con elementos procedentes del mundo culturalista o literario (escritores, eruditos), del pasado histórico (época alejandrina, Renacimiento, Romanticismo), de los clichés esteticistas (ciudades-símbolo como Venecia, cuadros, monumentos, gárgolas o jades) o de la modernidad urbana (estrellas del cine, personajes del cómic, cultura de los mass media). El carácter decadente que mostraba, en la superficie al menos, dicha estética, provocó la crítica de quienes, desde ópticas comprometidas o marxistas, entendieron que esta poesía era un producto burgués y neocapitalista; así lo vieron los integrantes del Equipo «Claraboya» de León (Agustín Delgado, Luis Mateo Díez, José Antonio Llamas, Ángel Fierro), que en 1971 publicaron Teoría y poemas -extraídos de la revista Claraboya, entre 1963 y 1968- para dar contestación a los novísimos castelletianos.

En la búsqueda de una nueva subjetividad, trataron estos autores de evitar la caída en el viejo confesionalismo romántico. Para ello hubo que habilitar diversos modos de configuración del poema. Uno de los más frecuentes es la utilización de los correlatos objetivos y la transposición histórica: un personaje o situación del pasado funciona como trasunto externo de esa subjetividad que se muestra de manera indirecta mediante el monólogo dramático o la descripción de escenas remotas con las que el poeta refiere algo que concierne a su experiencia de vida, en la línea en que ya lo habían practicado Cernuda y algunos autores de los cincuenta. Otros procedimientos para esquivar la obviedad emotiva son los derivados de la utilización de un didactismo irónico en unos casos (Aníbal Núñez, Fábulas domésticas, de 1972) o del tono neutro y casi ensayístico en otros (Luis Alberto de Cuenca). En un primer momento, sólo excepcionalmente se aceptaría por parte de algunos poetas la emoción indisimulada y directa (Antonio Colinas), que busca sus fuentes en diversos autores del romanticismo europeo (Leopardi, Hölderlin).

La escritura, tal como la mayoría de estos autores la concibe, es sólo un ingrediente más de la vida, no el modo privilegiado en que ésta se manifiesta. No supone, pues, ni salvación, ni catarsis, ni razón de ser vital. En el fondo de tal actitud, existe la constancia de la inutilidad del arte, por su incapacidad para vertebrar una interpretación trascendentalizadora de la vida. Como oficio autónomo que es, la creación se alimenta de sus propios saberes, desvinculada y exenta, en busca de sentidos cerrados y autorreferenciales. Quebrada la congruencia entre poesía y mundo, el escritor se desenvuelve en el ámbito del lenguaje (generación del lenguaje es uno de los rótulos que se han aplicado a estos poetas), que termina por ser la única, aunque incompleta, justificación de la creación artística. Por eso muchos de estos autores optan por la acotación estrictamente literaria de su obra, que se vuelve sobre sí en un ejercicio metapoético y circular.

Correlativamente a su escepticismo acerca de las posibilidades del poema para entender e interpretar el mundo, estos poetas adoptan con frecuencia un estilo sincopado y discontinuo, con elipsis de eslabones lógicos, ensamblando planos de procedencia diversa mediante el uso del collage y las técnicas surrealistas (Martínez Sarrión), aunque este peculiar surrealismo, cuando se da, no obedece a los dogmas fundacionales. En la línea del hermetismo y del rechazo de la transparencia lógica (Azúa), hay que contar con el alejamiento de las estructuras versales y estróficas tradicionales, cuyo lugar lo ocupan el versículo amplio (Luis Alberto de Cuenca), la especial disposición visual y tipográfica del poema (José Miguel-Ullán, Fernando Millán, Jenaro Talens), las cláusulas prosarias (Ana María Moix), etc. Pero, incluso en los momentos de mayor resistencia al clasicismo rítmico, hubo casos excepcionales (Antonio Carvajal) de un exacerbado manierismo métrico y estilístico, que sólo encontraría parangón en el siglo XVII.

Ángel L. Prieto de Paula

Subir