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Poesía española contemporánea

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Entre la disidencia y la asimilación: la poética de la experiencia

En consonancia con los poetas del segundo tramo sesentayochistas, los autores de la generación histórica de la democracia que se fueron incorporando a la publicación se situaban frente a los dos rasgos sesentayochistas más notorios: la renuncia a la emoción explícita y el antirrealismo. Poco a poco, el desprestigio de lo sentimental había ido cediendo a un tipo de emoción que no volvería a recuperar la inmediatez romántica, enfriada ahora por un voluntario tono menor, pero también por la temática cotidiana y el tratamiento humorístico, en el contexto de un poco disimulado desprestigio del discurso vanguardista (pese a algunas manifiestaciones neosurrealistas hacia 1980, en poetas como Blanca Andreu o Miguel Velasco). La poesía parecía volver a su condición de relato de una existencia no específicamente en clave poética, acotada por la incomunicación, la soledad urbana y el escepticismo filosófico y religioso.

En ciertas vetas de la poesía joven se reinstaló el realismo, incluso en las formas de «realismo sucio», más enraizado en la lírica anglosajona que en la tradición hispana, del que da testimonio un autor como Roger Wolfe. Frente a esa corriente, más en el terreno de la apariencia que en el del fondo, el culturalismo siguió dando algunos frutos notables, aunque no se recurra por lo general a la ostentación y se coloque la cultura en el mismo nivel temático que los componentes biográficos, ello cuando no es consecuencia emulatoria de la revisitación de los clásicos barrocos, como sucede en Luis Martínez de Merlo o Fernando de Villena.

En conjunto, los poetas surgidos por ahora carecen de la vocación iconoclasta de los sesentayochistas de primera hora; al contrario, en ellos tienen gran importancia modelos y escrituras de la tradición mediata e inmediata: desde Manuel Machado, los simbolistas y modernistas menores, a los diversos nombres mayores de los poetas del medio siglo, cuya diversidad marca en cierto modo la pluralidad estética de los jóvenes.

En la pista de Gil de Biedma, y, más atrás, de Luis Cernuda, fue creciendo una poética basada en el protagonismo del yo; pero no el yo confesional del poeta, sino un yo recreado artísticamente y sometido a las leyes de la ficción, que, en vez de sostenerse en la reflexión pura o en la mostración literaria de objetos artísticos, se hacía depender de las experiencias precarias del sujeto. En lo sustancial, se trataba de suscribir una ruptura con la herencia romántica que consideraba el yo del poema como correspondencia del yo autorial, y que era un eco superestructural de una sociedad burguesa. Ese mismo yo, por otra parte, aparecía encaramado a partir del Romanticismo en un pedestal literario sacralizador, lo que había de entenderse como una reacción lógica de los poetas ante la marginación y la segregación social que habían sufrido debidas a la industrialización burguesa.

Predominaba en dicha corriente la idea de la historicidad del texto artístico, constreñido y modulado, incluso en la forma -aunque lejos del determinismo y de la teoría del reflejo-, por la ideología dominante. Al fondo, podía percibirse un vacío de expectativas teleológicas y un desmantelamiento filosófico que habían supuesto un territorio yermo en el que se asentaba, como única y frágil realidad, la vida del sujeto: su experiencialidad. La experiencia del yo ocupaba el lugar que antaño habían ocupado la poesía ensimismada, el culturalismo desbordante, los vanguardismos alejados del lector común, incluso la metapoesía. La centralidad de ese sujeto creado iba de la mano de una expresión menos elitista y más comunicativa, cuya vocación de transitividad recordaba, cierto que con otro lenguaje poético más exigente y menos instrumental, las propuestas de los autores civiles y sociales del medio siglo, que habían sido barridas por la poética posterior; pero también las de alguna poesía simbolista de comienzos del siglo. El estilo, caracterizado a menudo por el tradicionalismo expresivo y un evidente desvío del experimentalismo, dista mucho del desaliño de anteriores ensayos realistas.

Luis García Montero.Los inicios de esta corriente literaria están en los programas expuestos por los autores de la otra sentimentalidad granadina, de ascendiente marxista, que contó con los nombres de Luis García Montero, Javier Egea y Álvaro Salvador, a los que pueden sumarse, por adhesión o por simple afinidad estética, los de Benjamín Prado, Antonio Jiménez Millán, Inmaculada Mengíbar, Ángeles Mora, Teresa Gómez, Luis Muñoz, etc.; aunque hay poetas en otras lenguas españolas asimilables a ellos sin excesivas dificultades, como Àlex Susanna en catalán, o Ramiro Fonte en gallego. Pronto la otra sentimentalidad fue absorbida por la poesía de la experiencia, constituida para la mayoría de lectores y autores en el cuerpo central de la lírica del período. La asimilación de la realidad a través de la subjetividad del autor, en gran medida tramada por los avatares de su biografía, provoca una hipertrofia de lo experiencial, que ocupa el lugar de las viejas certidumbres ontológicas, religiosas e incluso políticas que en su día sirvieron para organizar un completo sistema cosmovisionario. El poema de García Montero «La inmortalidad» (Completamente viernes) da cuenta de lo que se dice aquí: «Nunca he tenido dioses / y tampoco sentí la despiadada / voluntad de los héroes. / Durante mucho tiempo estuvo libre / la silla de mi juez / y no esperé juicio / en el que rendir cuenta de mis días». Pequeños lances de la biografía van orientando unas pautas de comportamiento que se convierten en presencia principal en medio de un desierto de absolutos, y que, cuando llegan a canalizarse en algún tipo de programa ético o de conducto político, lo hacen sometidas a un relativismo heredero de los embates románticos. El yo existencial es cuanto puede decirse inequívocamente, lo cual provoca una inflación de egotismo, tan diseminado o fragmentado como se quiera, bien visible en las construcciones elegíacas con que lindan, cuando no se integran en ellas, las diversas estéticas que conforman la poesía de la experiencia.

Ejemplo decantado de ese yo existencial que anega el territorio del poema es Felipe Benítez Reyes, que en sus libros Paraíso manuscrito (1982) y Los vanos mundos (1985) habilitaba un confesionalismo ficticio, según su idea de que en el poema «la emoción debe ser fingida», muestra extrema de lo cual es la galería de apócrifos Vidas improbables (1995), que no se recoge en su obra reunida Trama de niebla (2003). Al fondo de ese sujeto poliédrico aparecía un escepticismo vital expresado con gracia displicente y claridad comunicativa a través de las menudencias biográficas. Luis García Montero, por su parte, se constituyó pronto en el autor más representativo de su tiempo, en el mismo sentido que lo fue Gil de Biedma del suyo. La pluralidad de tonos en su obra hace difícil reducir su presencia a una línea poética, al margen del nombre que se habilite para denominarla. Aunque había publicado títulos como Y ahora ya eres dueño del puente de Brooklyn (1980) y Tristia (1982; firmado por «Álvaro Montero», por haberlo compuesto con Álvaro Salvador), fue El jardín extranjero (1983) el libro que lo situó de inmediato al frente de una nueva estética, hecho apoyado por la obtención del premio Adonais de 1982. A partir de ahí, su trayectoria fue confirmando la madurez de una dicción, con Diario cómplice (1987), Las flores del frío (1991), Además (1994), Habitaciones separadas (1994) o Completamente viernes (1998), en los que un compromiso ideológico sin premisas dogmáticas y una emoción lúcida y en sordina son hilo conductor de una existencia normal, con amor y amores -es García Montero un intenso y personal poeta amoroso-, tráfico y ruidos ciudadanos, vehículos y encuentros furtivos: todo ello acompañado por un exquisito y nada ostentoso dominio de las formas. A partir de ahí, otros poetas continuaron el camino abierto por los pioneros. Destaca, entre ellos, Vicente Gallego, que si alcanzó una primera madurez en La luz de otra manera (1988), donde daba cuenta de los sucesos cotidianos de un sujeto sensible, solitario y macerado por el destino, acentuó su capacidad introspectiva en Los ojos del extraño (1990), La plata de los días (1996) y Santa deriva (2002), una obra de poesía meditativa que se eleva, en sus mejores instantes, a los fanales de la contemplación, y que concilia la entonación hímnica con la serena plenitud alguna vez amenazada por unas espantables alegorías del mal. Carlos Marzal se decantó por la displicencia y el garbo manuelmachadiano en El último de la fiesta (1987), desde donde evolucionó hacia el adelgazamiento de la referencialidad narrativa y el incremento de las cavilaciones, en Los países nocturnos (1996) y Metales pesados (2001).

Sentadas las bases de esta tendencia, que supuso el final de las corrientes centrales hacia los años setenta, la poesía comenzó a expandirse por territorios artísticos con particularidades que impiden una caracterización común. La poesía de la experiencia siguió dominando el panorama hasta mediada la década del noventa, pero su presencia sería progresivamente contestada, lo que contribuyó a que se identificara cada vez menos con la caricatura más frecuente que de ella se hacía, tanto en lo temático (copas, bares, contactos amorosos, paso del tiempo, desengaños, elogio del fracaso) como en lo formal (liviandad, soporte figurativo, antivanguardismo, tono acanallado, humorismo efectista).

Ángel L. Prieto de Paula

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