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Poesía española contemporánea

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La evolución de los sesentayochistas desde 1975

 Antonio Martínez Sarrión.A la altura de 1975, la mayoría de los poetas del 68 mostraba rasgos no homologables a los de unos años atrás. Un breve repaso por algunos poetas centrales de la generación permitirá percibir la diversidad de salidas tras los esplendores sesentayochistas. En 1970, Pere Gimferrer había sustituido el castellano por el catalán, lengua en la que escribe títulos como L'espai desert (1977), Com un epíleg (1981; en Mirall, espai, aparicions) o Mascarada (1996). Guillermo Carnero, que en sus libros anteriores a 1975 había ido ahondando en una veta metapoética que desplegaba las carencias del logocentrismo, a partir de la muerte de Franco entró en un silencio del que tardó años en salir. Lo hizo con Divisibilidad indefinida (1990) y, ya decididamente, con Verano inglés (1999), libro erótico que combina experiencia personal y culturalismo -una experiencia de segundo grado-. Tras él publicó Espejo de gran niebla (2002), ejemplo de poesía de pensamiento que recrea el fracaso del ser, cuya vivencia sólo admite una pálida representación mediante los engaños de la evocación y del lenguaje. El malditismo que caracterizó a diversos componentes del 68 continuó teniendo cultivadores, más amortiguado. Ejemplo de ello es Leopoldo María Panero, vinculado a Genet, a Kafka, a Trakl, cuya obra ha desvelado los tabúes de nuestra cultura: postrimerías, homosexualidad, drogas, incesto, coprofilia, necrofilia, blasfemia. Libros como Narciso en el acorde último de las flautas (1979), El último hombre (1984) o Poemas del manicomio de Mondragón (1987) presentan un sujeto fragmentado, que cuestiona a menudo la propia idea de autoría. Otro de los novísimos castelletianos, Antonio Martínez Sarrión, ejemplifica la declinación del paradigma vanguardista de su generación. Tras 1975, se adentró en una senda de personalización lírica (Horizonte desde la rada, 1983; De acedía, 1986; Ejercicio sobre Rilke, 1988), donde el lenguaje vuelve a creer en sí mismo, se reduce el vanguardismo anterior y crece un empeño de construir una moral personal y social vinculada a la experiencia biográfica. Sobre una base pictórica de carácter funeral (La isla de los muertos, de Böcklin), Cantil (1995) es un juego literario complejo y laberíntico. En Cordura (1999), a Antonio Martínez Sarrión se acoge a un estoicismo moral, en una línea de sencillez retórica que se mantiene en Poeta en diwan (2004), conjunto de poemas de tono sentencioso y de fuerte sustancia biográfica.

El cultivo del culturalismo se moderó notablemente. No obstante, quedan testimonios vivos de un venecianismo que, en la poesía de José María Álvarez, no se opone a un experiencialismo de base biográfica, por muchas que sean las máscaras superpuestas. Museo de cera -ampliado sucesivamente desde 1970, fecha en que apareció con el título de 87 poemas- constituye una summa artis de fastuoso ornamentalismo, pero también una auténtica summa vitæ la de alguien libertino, sibarita y trágico que añora la edad de oro identificada con el libro y el arte. Caso distinto, en cuanto que su culturalismo es más retórico que temático, es el de Antonio Carvajal. Libros como Siesta en el mirador (1979), Sitio de ballesteros (1981), Del idilio y sus horas (1982) y Después que me miraste (1984) están timbrados por un regodeo manierista que no desentona de los más acabados artefactos barrocos de sus antecesores áureos, con profusión de versos acrósticos, enumeraciones ordenadas o caóticas, paralelismos, aliteraciones, metáforas, al servicio de una envolvente pasión de la carne y de una plenitud vitalista.

Poco a poco, la poesía española iba saliendo del territorio generacional de escepticismo y negatividad. Al mismo tiempo que comienzan a surgir poetas de una nueva generación, fueron cobrando relevancia otros coetáneos de los novísimos, quienes, o bien habían carecido de eco cuando aparecieron diez o más años atrás, o bien habían aparecido tarde, cuando sus propuestas creativas podían ya ser bien acogidas. Hay poetas que desde el primer momento dieron muestras de una sensibilidad de rasgos distintos a los más conocidos, o de condición temporalista como Juan Luis Panero, o de talante romántico como Antonio Colinas, que no suele precisar de intermediaciones en la expresión de la emoción amorosa, arqueológica o panteísta. Alcanzada la plenitud con Sepulcro en Tarquinia (1975, 1976), donde están presentes los iconos de la cultura a los que tanto caso había hecho el venecianismo, un surrealismo tamizado y la emoción humanista, la poética de Colinas continuó desplegándose en Astrolabio (1979) y Noche más allá de la noche (1983), o en obra posteriores como Los silencios de fuego (1992), Libro de la mansedumbre (1997) y Tiempo y abismo (2002).

<em>Parnasillo provincial de poetas apócrifos.</em>La publicación en 1975 del Parnasillo provincial de poetas apócrifos es un síntoma jocoso de la nueva situación. El libro era una regocijante broma, en buena medida «antinovísima», de los leoneses Agustín Delgado, Luis Mateo Díez y José María Merino, protagonistas los dos primeros de la oposición de Claraboya al esteticismo y neomodernismo de los novísimos. Pero lo que en el Parnasillo aparecía como burla, en algunos autores es ya la actualización de una propuesta creativa. Jesús Munárriz publicó en 1975 Viajes y estancias, y en Cuarentena (1977) registró la educación sentimental de su generación, tal como lo hiciera Vázquez Montalbán en su día. En libros posteriores, Munárriz se abre a las implicaciones del hombre moderno en una sociedad atrincherada tras su progreso insolidario. El rechazo del énfasis declamatorio y de la seriedad catequística, así como la sencillez expresiva, se perciben en títulos como Camino de la voz (1988), Otros labios me sueñan (1992), De lo real y sus análisis (1994), Corazón independiente (1998) o Artes y oficios (2002).

Al cabo, se va instaurando un nuevo compromiso con la realidad, sin el tono prescriptivo y sin las expectativas redentoras del viejo socialrealismo de postguerra. Esta poesía incorporaba, en unos casos, rasgos humorísticos y jirones de la intimidad sentimental del autor, dentro de una estética realista; y, en otros, una entonación simbolista aunque sin sus derivaciones irracionalistas y surreales. Se hacen habituales la propensión sentimental e irónica, y una visión existencial que se expresa contenida o desdeñosamente, con posos estoicos, según la lección del maestro Manuel Machado. Lo anterior va unido a una modulación formal clasicista, aun en la utilización del verso libre, y a un universo figurativo sin rupturas ni experimentalismos. En esta dirección, Miguel d'Ors, dado a conocer con Del amor, del olvido (1972), continuó su escritura con títulos como Ciego en Granada (1975), Codex 3 (1981), Chronica (1982)... En su madurez resplandece un poeta ágil y transparente, radicado en un mundo regido por un Dios providente, de un humor tierno y una sensibilidad que se despliega en los temas de la familia, la vida diaria y la naturaleza. Poetas algo más tardíos, como Fernando Ortiz y Javier Salvago, se inscriben en esta corriente, donde el cariz simbolista, la gracia anecdótica y un lenguaje conversacional apenas ocultan un existencialismo aflictivo.

Con este tipo de poesía se relacionan, de manera diversa, dos corrientes con gran desarrollo desde mitad de los ochenta. Una es la poesía figurativa, argumental y aun con proclividades prosaicas, que no abomina del humor ni tampoco renuncia a la expresión de la plenitud vital en la dicha y en la tragedia. Su representante más notorio es Luis Alberto de Cuenca, quien, después de algunos libros caracterizados por un culturalismo ostentoso (Los retratos, 1971; Elsinore, 1972; Scholia, 1978), dio un giro a su obra en La caja de plata (1985), abriendo una senda que continuaría en títulos como El otro sueño (1987), El hacha y la rosa (1993), Animales domésticos (1995), Por fuertes y fronteras (1996), Fiebre alta (1999)... Su poética madura huye del trascendentalismo, del experimentalismo, del hermetismo y de la metapoesía, y se orienta a la claridad, el humor y la destreza técnica. Luis Antonio de Villena, un poeta afectado en sus comienzos por las mismas fiebres culturalistas que Luis Alberto de Cuenca, fue evolucionando a partir de los ochenta hacia un realismo prosaísta, en ocasiones atenido al llamado realismo sucio y con un fuerte contenido autobiográfico, con títulos como Marginados (1993), Asuntos de delirio (1996), Celebración del libertino (1998) o Las herejías privadas (2001).

La otra corriente a que se hacía referencia es la de la poesía elegíaca, a menudo vinculada a la anterior. En ella destaca Juan Luis Panero, acaso el más cernudiano y autobiográfico de los poetas de su generación. A su primer libro, publicado en 1968 (A través del tiempo), siguieron Los trucos de la muerte (1975) y Desapariciones y fracasos (1978), cuya intensidad poética dependía más del narrativismo vivencial que de los brillos del lenguaje. Pero cuando comenzó a ser tenido más en cuenta, dentro ya de unas nuevas pautas valorativas, es a partir de su obra recapitulatoria Juegos para aplazar la muerte (1984). Otros autores de esta tendencia no publican nada antes de 1975; es el caso de Francisco Bejarano, cuyo primer libro, Transparencia indebida, es de 1977. Eloy Sánchez Rosillo, el poeta elegíaco por excelencia del último cuarto del siglo, se caracteriza por una nitidez expresiva asombrosa, salvedad hecha de ciertas nebulosas en Maneras de estar solo (1978). En Páginas de un diario (1981), de un moderado culturalismo, aparecen en lontananza los temas de la pérdida y de la función redentora de la belleza, que se hacen ya evidentes en Elegías (1984), de una capacidad evocatoria purísima, y Autorretratos (1989). La fiebre romántica del absoluto poético es para el autor un sucedáneo de la vida que puede redimir al hombre de su implenitud. En La vida (1996), el esplendor del pasado, reconstruido desde la precariedad del presente, deja su lugar a la percepción del fracaso de la existencia, expuesto con los versos más densos y sombríos de este autor. Algunos años posterior, Abelardo Linares mostraba en Mitos (1979; título también de su poesía reunida, 2000) el remanente culturalista del 68, atemperado por la entonación elegíaca y amorosa, en un envase formal métricamente impecable, de retórica sobria y una persistente invitación retrospectiva.

Hay nombres de difícil vinculación a las poéticas dominantes. Entre ellos figura Aníbal Núñez, quien, tras Fábulas domésticas (1972), que lo conecta a la poesía crítica de entonación irónica de ciertos autores de los cincuenta y de los seniors castelletianos, se adentra en un camino de búsquedas donde desoye los cantos de sirena del progreso histórico o artístico, se ocupa de la devastación todavía incipiente de la naturaleza (Naturaleza no recuperable, 1976, 1991), se abisma gnoseológicamente en la sima de un lenguaje que asume su fracaso en la representación de la realidad (Taller del hechicero, 1979; Cuarzo, 1981) o se erige en notario de una vasta desolación de despojos urbanos o antropológicos (Alzado de la ruina, 1983)... Muchos de sus libros son póstumos, y pueden leerse reunidos en su Obra poética (1995), donde se percibe, como rasgo central de su poética, la retícula de matizaciones, correcciones y elipsis que enfrían el sentimiento y obturan la fluencia emotiva. En una línea de pareja renuencia a la obviedad emocional está Luis Javier Moreno, cuyo culturalismo se aleja del exhibicionismo, orientado a la reflexión sobre la vida y el arte.

El purismo minimalista es la senda por la que transitarían, cada uno con sus particularidades, diversos poetas de los ochenta y noventa, que hacen programa del desprendimiento de la anécdota biográfica, del patetismo, de la elegía, del sensorialismo y de lo ornamental. Algunos de los sesentayochistas más jóvenes contribuyeron a su establecimiento, como Jaime Siles, en títulos como Alegoría (1977), Música de agua (1983), Columnæ (1987)..., aunque luego evolucionó a formas afines a las vertientes más juguetonas de las vanguardias hispánicas (Semáforos, semáforos, 1990). La trayectoria de Andrés Sánchez Robayna remite a los espirituales del XVI -sin su simbolismo visionario-, a la precisión sustantiva de Jorge Guillén y al minimalismo al que apuntó Valente en su madurez. Su primer libro, Clima (1978), planteado como una meditación sobre la palabra, que conjuga su esencia verbal y su capacidad de representación, se continúa en Tinta (1981) y La roca (1984); un segundo ciclo está constituido por Palmas sobre la losa fría (1989), al que siguen Fuego blanco y Sobre una piedra extrema, y concluye en 1999 con Inscripciones. Se retorna en él, tras la purgación ascética anterior, al discurso con mayores concesiones comunicativas. El libro, tras la duna (2002) es un largo poema en fragmentos que conjuga narratividad e introspección, y desglosa los hitos de un proceso formativo: conciencia del yo en la historia, aprehensión del paisaje, del amor, de la poesía. Por su parte, Clara Janés es autora de una lírica caracterizada por la desnudez expresiva, la sutileza musical, el orientalismo espiritualista y el repudio del casticismo temático, en títulos como En busca de Cordelia y poemas rumanos (1975), Libro de las alienaciones (1980), Kampa (1986), Lapidario (1988) o Rosas de fuego (1996).

Otros autores de formación sesentayochista surgen frisando o traspasando la barrera de 1980. Miguel Sánchez-Ostiz es autor de una poesía de contextura narrativa, escasa de metáforas y sin alardes estructurales ni métricos. Tras Pórtico de la fuga (1979) van apareciendo Travesía de la noche (1983), De un paseante solitario (1985), Reinos imaginarios (1986), Invención de la ciudad (1993) y Carta de vagamundos (1994), reunidos, con varios inéditos, en La marca del cuadrante (2000). El enigmático sujeto de estos títulos, cuyo simbolismo marino conforma un museo de la navegación existencial, oscila entre dos impulsos vitales: el de la huida del proscrito en su tierra, y el del hölderliniano retorno a la casa (su ciudad, su patria), a la que impreca con pasión. El afán de acotar el mundo de la femineidad lleva a Ana Rossetti a inaugurar una línea desautomatizadora de los tópicos del erotismo en Los devaneos de Erato (1980), cuya notable altura simbólica se basa en un imaginario culturalista pagano-cristiano. El ritual cristiano favorece los logros de Devocionario (1986), en la línea de la explotación del deseo, aprovechando la lección hedonista de los poetas de Cántico. Libros posteriores de Rossetti son Yesterday (1988), Virgo potens (1994) y Punto umbrío (1995).

Otros autores merecen mención específica por la importancia de su obra y, en casos, por su estética fronteriza con generaciones precedentes o siguientes. Diego Jesús Jiménez conecta con el universo moral de los del cincuenta, pero también con el prurito lingüístico del sesentayochismo. Autor, durante los años del franquismo, de libros como La ciudad (1965) y Coro de ánimas (1968), en Bajorrelieve (1990) se ocupa de la intersección entre sujeto y arte, y en Itinerario para náufragos (1996) ensaya una reconstrucción de la historia general y de su particular historia -la infancia-, desde la perspectiva del fracaso. En la dilatada obra de Antonio Hernández destacan títulos como Con tres heridas yo (1983), Campo lunario (1988), Sagrada forma (1994)..., cuyo sistema expresivo aparece vinculado a la poesía discursiva donde se cruzan esteticismo andalucista y humanismo existencial. La obra de Antonio Gracia tiene dos ciclos desconectados por un largo silencio. Al primero corresponden La estatura del ansia (1975), Palimpsesto (1980), un postumario que avanza por los desfiladeros de la angustia vital y la desazón artística, y Los ojos de la metáfora (1983), donde la palabra del poeta queda varada en la intransitividad y al fin la afasia. Del segundo son, entre otros muchos, Hacia la luz (1998), Libro los anhelos (1999), La epopeya interior (2002) y El himno en la elegía (2002). Autor tardío, Víctor Botas atiende en su poesía a los tópicos grecolatinos de género, sin incurrir en el exhibicionismo culturalista de sus coetáneos más precoces, según se aprecia en Las cosas que me acechan (1979), Prosopon (1980), Segunda mano (1982) y Aguas mayores y menores (1985), con un frecuente aguijón epigramático. Los libros finales alcanzan el equilibrio entre la creación y el remedo al que se había ido inclinando: Historia Antigua (1987), Retórica (1992) y el póstumo Las rosas de Babilonia (1994). Esta capacidad de absorción cultural se da también en quien fuera mentor de Botas, José Luis García Martín (1950), que ha reunido su obra publicada en Material perecedero (1998) y Mudanza (2004). El mapa quedaría incompleto sin otros nombres que responden a muy diversas definiciones estéticas: Mario Hernández, Juana Castro, Alejandro Duque Amusco, César Antonio Molina, Ricardo Bellveser, Manuel Ruiz Amezcua, Francisco Ruiz Noguera, Rosa Romojaro, etc..

Ángel L. Prieto de Paula

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