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Poesía española contemporánea

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Otras corrientes en los márgenes de la poesía social

Junto al ancho cauce de la poesía socialrealista o, en un sentido más amplio, comprometida, existen otras tendencias que tuvieron mucha menor resonancia pública en su día, debido a causas estéticas o ideológicas, y que han sido posteriormente reivindicadas, con distinto grado de intensidad y en distintos momentos históricos, una vez transcurrido el período de predominancia de la poesía social.

Poesía meditativa, religiosa y cotidiana

José María Valverde, Vicente Aleixandre, Leopoldo Panero (Foto D. Alonso).Se trata aquí de los poetas «arraigados» -según la caracterización dualista de Dámaso Alonso, que distingue entre poetas arraigados y desarraigados-, cuya serena aceptación de la existencia y una retórica sin crispaciones los sitúa frente a los tremendistas y sociales. Sus miembros proceden de dos núcleos diferenciados; al primero, que marca la senda de esta poesía intrahistórica,corresponden los nombres de Escorial: Panero, Rosales, Vivanco, Ridruejo...; al segundo, otros autores más jóvenes: Valverde, Gaos, Morales, Bousoño, etc.

Respecto a los mayores, resultaron ser los ganadores de la guerra y, algunos de ellos al menos, los perdedores de la postguerra. La nueva ordenación del mundo se asienta, en su caso, bien sobre el pilar de la religión, bien sobre el de la propia intimidad del poeta y los reducidos componentes que la pueblan: casa, tierra, familia. Este repliegue hacia lo personal obedece comúnmente a las dudas sobre su propio comportamiento civil o al desengaño interior sufrido tras el derrumbe de sus ideales épicos, de los que había dejado constancia en 1940 la antología del Siglo de Oro Poesía heroica del Imperio, compilada por Vivanco y Rosales. De ahí que, bajo la serenidad que generalmente emana de sus versos -armonía conyugal, asiento en la religiosidad, asunción del dolor-, exista un soterraño desasosiego que se manifiesta de manera diferente según los autores: leve temblor existencial en Leopoldo Panero, tránsito de la certidumbre religiosa a la incertidumbre en Gaos (visible ya en Arcángel de mi noche, de 1944, mucho más en la voz de su madurez, asomada ya a la oquedad filosófica), religiosidad crítica y compromiso histórico en José María Valverde, cercanía afectiva a los objetos sencillos y humildes en Rafael Morales... En el dilema que se les presenta entre el optimismo abstracto y el pesimismo histórico, establecen dos planos: el esencial -mundo, vida, ser- y el existencial. El segundo coexiste con el primero, pero no lo suplanta. Para los más optimistas, el mundo está bien hecho, según el célebre verso de Jorge Guillén, aunque la historia esté mal hecha. De ahí que se obvie la dimensión histórica del hombre, y se busque su proyección trascendente en la casi amorfa cotidianidad de la vida, a través de unos versos que crecen hacia dentro, abandonada la exasperación en el decir e incluso los brillos tropológicos. En este sentido, es indudable el influjo de Antonio Machado (en el caso de Panero especialmente), y en alguno de ellos, como Rosales, el de César Vallejo, aunque la pasión rota del peruano es en él más bien emoción ensordecida y domeñada.

1949 es el epicentro estético de esta corriente, por la coincidencia en la publicación de varios títulos esenciales, entre los que se cuentan Escrito a cada instante (Leopoldo Panero), La casa encendida (Luis Rosales) y Continuación de la vida (Luis Felipe Vivanco). Leopoldo Panero, que había publicado Versos al Guadarrama en 1945, en Escrito a cada instante enfrenta transitoriedad del hombre a perdurabilidad del entorno natural, en unos versos caracterizados por su talante contemplativo, el acendramiento sensitivo y el pálpito de la naturaleza. Por su parte, la experiencia religiosa de Rosales en La casa encendida se sustenta en dos notas: tránsito temporal y amorosa aceptación de la existencia. La aparente sencillez del libro, y hasta su buscado prosaísmo, rehúyen la pirotecnia metafórica y se expresan mediante amplias comparaciones y desarrollos paralelísticos que enhebran lo trivial y lo maravilloso: enseres domésticos, retazos de días vulgares, muertos familiares que regresan misteriosamente. La poesía se torna granítica, desnuda de imágenes, con un aliento espiritual escondido en los entresijos de la realidad y embarazosas confesiones personales, en Continuación de la vida (1949), de Luis Felipe Vivanco, autor, ya en 1957, de El descampado. Poeta por algunos conceptos afín a los citados es Dionisio Ridruejo, cuya voz queda ahogada por su propia abundancia y el dominio algo monótono tanto del estrofismo clásico como del versolibrismo.

José María Valverde, que por edad pertenece a una generación posterior, ha mantenido con los del 36 una relación que trasciende en su obra. Su poesía traza un escalonamiento que conduce de la naturaleza hasta Dios, pero que termina radicándose, con modernas técnicas de distanciamiento e ironía, en territorio del compromiso humano. Carlos Bousoño, por su parte, representa una de las cumbres de la poesía de pensamiento en años siguientes a los que nos ocupan, con libros como Noche del sentido (1957), en que la realidad cobra fantasmagórica y misteriosa presencia. José Luis Hidalgo, muerto en 1947, tiene afinidades con los anteriores, pero en su voz confluyen irracionalismo (en Raíz, de 1944, y en muchos poemas no publicados en vida; más replegado en Los animales), mesura meditativa y angustia metafísica (en Los muertos, donde la idea de Dios y la de la propia muerte se trenzan en una interrogación de estirpe existencial).

Neosurrealismo y vanguardia

El clima general de rehumanización que caracteriza toda esta época exigía la integración de los contenidos literarios en estructuras organizadas, que facilitaran la inteligibilidad de una poesía con vocación mayoritaria. Aunque, en la cuestión de fondo, el surrealismo no atentaba contra la rehumanización, sin embargo la presentación caótica y no reductible a lógica de su mundo temático es lo contrario de la «poesía para todos» por la que abogaban los defensores del realismo. Ello no obstante, en España se produjo una concordancia temática bastante estrecha entre los socialrealistas y los poetas experimentales y vanguardistas. La protesta política, el asco existencial, el clamor libertario..., son notas que aproximan a unos y a otros en los primeros momentos. Esta inicial confluencia se mantuvo un tiempo; pero, a medida que la poesía social se iba prosificando y esquematizando en su afán de llegar a un mayor número de lectores, comenzó a ensancharse la brecha entre vanguardistas y socialrealistas, por más que unos y otros compartieran a veces las páginas de las mismas revistas y las trincheras del «antioficialismo».

Revista <em>Postismo</em>. Enero de 1945.El primer síntoma de recuperación de la vanguardia fue la aparición en 1945 de la revista Postismo, cauce de expresión de la estética postista (post-surrealista), cuyo núcleo redactor estaba formado por Silvano Sernesi y Carlos Edmundo de Ory, como teóricos directores, y por Chicharro hijo, como «redactor técnico postista». En ese número, único que permitió la censura, participaron también autores como Sanz y Díaz, Wenceslao Fernández Flórez, Enrique Lafuente Ferrari o Benjamín Palencia. Los nombres dan idea de la heterogeneidad estética de la revista, de la que los propios redactores eran conscientes, como delataba una nota de la página 14: «Advertimos, para que alguien no se vaya a creer..., que todo lo que publica Postismo no es precisamente postista. Mucho, sí». Más allá de la publicación, el postismo trató de constituirse como movimiento vanguardista conectado al surrealismo de preguerra, aunque proclamara una ascendencia plural (surrealismo, cubismo, expresionismo) y, frente al surrealismo, defendiera la belleza como meta y la lógica como procedimiento.

Ory es el poeta más destacado del grupo postista, y uno de los grandes autores de la postguerra, pese al silencio en el que debió producir su obra. Su poesía conjunta un ingenio verbal extraordinario, un lenguaje metafórico rico y lleno de destellos, un lirismo descoyuntado y nada convencional y, también, un humorismo ácido que pone en solfa instituciones y realidades establecidas. Sin embargo, muchos de los mayores aciertos expresivos de Ory no deben buscarse propiamente en los poemas desarticulados, más experimentales, sino en los que sostienen la irracionalidad en bases sintácticas fijas y en moldes estróficos regulares: sus sonetos son una luminosa prueba de ello.

Cercenado por la censura el proyecto de Postismo, los redactores publicaron, el mismo año y con idénticos propósitos, La Cerbatana, que, como su precedente, sólo duró un número. Guardan relación con el movimiento postista autores como Fernando Arrabal, Gloria Fuertes (cuyos frutos poéticos son más tardíos: Aconsejo beber hilo, de 1954, y otros posteriores), Ángel Crespo (que edita en Ciudad Real, en 1951, la revista Deucalión, donde encuentra cabida la poesía concreta y experimental) y Gabino-Alejandro Carriedo, quien en 1950 lanzó la revista El Pájaro de Paja -con Crespo y Federico Muelas-, además de ser autor de obras como La piña sespera (de 1948, pero editada parcialmente en 1980) y Del mal, el menos (1952).

En conexión con el grupo catalán «Dau al Set», integrador de vanguardistas plásticos y literarios, aparece la figura de Juan Eduardo Cirlot, eminente teórico que resulta menos conocido en su faceta de creador, pese a sus relumbrantes ejercicios poéticos, como la llamada ars combinatoria. Cirlot, de obra muy amplia, mantiene contactos con el surrealismo, con títulos como En la llama (1945), Canto de la vida muerta (1946), Cordero del abismo (1946), etc. Su poesía se caracteriza por un fulgor extraño, una exigencia lingüística extrema y un irracionalismo esencial, con una red simbológica estructurada en disposición cabalística. El surrealismo de postguerra alcanza con Cirlot, seguramente, la máxima intensidad.

Caso distinto es el de Miguel Labordeta, autor de Sumido 25 (1948), Violento idílico (1949) y Transeúnte central (1950), quien tiene relaciones con el surrealismo, pero no es surrealista en sentido estricto. Por lo mismo podría considerársele poeta social o, mejor aún, existencial, ensimismado y egotista en su persistente y patética inquisición. Otros nombres que deben considerarse son los de José Luis Hidalgo, ya referido atrás; Camilo José Cela, que publica en 1945 Pisando la dudosa luz del día, libro que ejemplifica más la desvertebración y el descoyuntamiento verbal que un verdadero surrealismo; Francisco Pino; etc.

Culturalismo y esteticismo

En los momentos en que es mayor el peso de la lírica testimonial en cualquiera de sus facetas (tremendismo, expresionismo existencial, agonismo religioso, socialrealismo), existen ciertos autores que alientan una línea poética caracterizada por el aristocratismo artístico y el ornato elegante y selecto. Se trata de una poesía que enlaza con la tradición lírica de preguerra, y que ignora la necesidad de convertirse en «arma cargada de futuro», como la quería Gabriel Celaya.

Un denominador casi común: Andalucía. Por lo demás, la variedad es grande: de Vicente Núñez (quien, tras larguísimos años sin publicar, resucitó para la poesía en 1980, con Poemas ancestrales, y ya plenamente en 1982, con Ocaso en Poley) a Manuel Álvarez Ortega, de la revista cordobesa Cántico a la malagueña Caracola... Poetas de la primera promoción de la postguerra (Juan Bernier, Ricardo Molina), o más jóvenes (María Victoria Atencia, Rafael Guillén), constituyen un haz poco compacto, pero con un denominador común: la exigencia estilística, la introspección, el mimo expresivo.

Muchas veces ellos mismos, ante una situación que los convertía en raros, vacilaron en determinados momentos de su obra y tentaron otros caminos estéticos, e incluso acallaron su voz hasta que el fervor que siguió a su descubrimiento, muerto ya Ricardo Molina, les dio ímpetus creativos nuevos. Señal de su diversidad estética, y en algunos casos de las dudas expuestas, son las incursiones por el existencialismo trascendente y la poesía social (Juan Bernier), el surrealismo y la dicción irracionalista (Álvarez Ortega), y hasta la poesía religiosa (García Baena en Óleo). En ocasiones se produce, incluso, la contaminación del oficialismo literario en quienes, como Ricardo Molina, hubieron de sobrevivir en su aislamiento mediante esta forma de claudicación.

La revista cordobesa Cántico es el núcleo de la corriente referida, tanto por su intrínseca valía como por haber tendido un puente entre el 27 y los poetas del 68. Cántico, que arrancaba de una tertulia poético-musical constituida en 1941, cuajó dos años más tarde como grupo, cuyas actividades cristalizaron en la publicación de la revista entre 1947 y 1949, en una primera época, y 1954 y 1957 en la segunda, mucho más ecléctica. El hueco existente entre la primera y la segunda fase de Cántico lo ocupó la revista Aglae, cordobesa también, conducida por Álvarez Ortega. Los componentes de la redacción de Cántico eran Ricardo Molina, Pablo García Baena, Juan Bernier, Mario López, Julio Aumente, Ginés Liébana y Miguel del Moral. Obras importantes aparecidas por entonces son, entre otras, Mientras cantan los pájaros (1948) y Antiguo muchacho (1950), de García Baena, autor de títulos posteriores como Junio, Óleo y Antes que el tiempo acabe; Elegías de Sandua (1948) o Corimbo (1949; Premio Adonais de ese año, en que se presentó Blas de Otero con Ángel fieramente humano), de Ricardo Molina, autor también de Elegía de Medina Azahara; Aquí en la tierra (1948), de Juan Bernier; etc.

Los poetas de esta línea abogan por la introspección indirecta: al contrario que el estruendoso confesionalismo de buena parte de la poesía coetánea, ésta utiliza espejos para revelar la realidad. No se trata de la desaparición del yo, sino de su mostración bajo cobertura artística y sin el pathos convulsivo de la literatura existencial. Frente al léxico a que había dado curso Hijos de la ira, el de estos autores se nutre de fuentes culturales y literarias, además de ser especialmente rico en sus referencias al mundo de la naturaleza. Por su composición y factura, los poemas recuerdan los modos manieristas y barrocos. Pero no es el deslumbrante Góngora, tan influyente en los años veinte, el referente estético más cercano de estos poetas, sino los antequerano-granadinos y los sevillanos de comienzos del XVII, como Francisco de Rioja, Juan de Arguijo o Rodrigo Caro: la mesurada serenidad de unos y otros no desdeña inclinaciones sensuales o mórbidas. También se encuentran en ellos notas de un modernismo crepuscular y matizado. De entre los del 27, el modelo estético más preciso es Cernuda, al que Cántico rindió homenaje en uno de sus números.

Determinados temas aparecen significativamente repetidos, vinculados a experiencias vitales y personales del poeta, como ser que mantiene una relación conflictiva con la realidad. El amor merece un tratamiento destacado, bien en una dimensión de plenitud sensual y carnal, bien como anhelo truncado. A menudo el amor personal se integra dentro de un ámbito más general, en conexión panteísta con la naturaleza y sus ciclos vitales. El latido elegíaco es habitual, y aúna el amor por la belleza y el dolor por su fugacidad (Carpe diem es el significativo título de un libro de Álvarez Ortega). De ahí que resurja la clásica configuración simbólica: flores y ruinas, reminiscencia estas últimas tanto de los grandes poemas barrocos (Canción a las ruinas de Itálica, de Rodrigo Caro) como de los románticos y cernudianos.

Ángel L. Prieto de Paula

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