Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[52]→     —[53]→  

ArribaAbajo Diario de un pintor (1952-1953)

  —[54]→     —[55]→  

ArribaAbajo1952


México, 19 de junio

Salida de México.




París, 21 de junio

Anteayer, atontamiento de la salida: los amigos, el equipaje... En N. Y., atardecer; un atardecer, diríase, tropical, pero sucio, turbio, aunque hermoso, muy triste, como con dos tristezas, la suya propia de atardecer y la mía, que yo reconocía y distinguía muy bien, pero de la que se me escapaba el motivo. La verdad es que, después de unos primeros años de gran desespero, había terminado por asentarme, por acomodarme en una como desdicha... blanda, casi dulzona, cómoda -a la que desde luego había tomado cariño, apego, ley-, y ahora era como si de pronto sintiese el desgarro y la pena de una separación.

Atontamiento, también, de la llegada. En Orly, Concha y Clarita. El hotel, la habitación, el papel floreado de las paredes, por la ventana un paisaje de tejados de cinc y de chimeneas, un cielo borroso.

Mañana estoy citado con Concha para ir juntos al Louvre; allí tengo amigos... perennes, Rembrandt y Tiziano sobre todo, que me ayudarán a entrar en... Europa.




París, 22 de junio

Doy unas vueltas por el barrio; paso por delante del hotel donde viví en 1928; me siento en la terraza del Flore y cuando llega Concha nos dirigimos al Louvre, a pie,   —56→   por la rue Bonaparte y después por la orilla del Sena. La primera impresión del Museo por dentro es de destartalo y frialdad. Poco a poco voy entonándome, conformándome. En una sala de españoles, con mala luz, me sale al paso, con esa descarada limpieza de lo absolutamente verdadero, un cuadro de Murillo -El nacimiento de la Virgen-, bueno todo él, pero sobre todo con espléndidos trozos de... pintura, de pintura... pura y corpórea, consistente; una pintura muy de pintor para... pintor, una pintura gustosa, carnosa, material, muy material, y que, no obstante, logra trascenderse, hacerse... espíritu. Porque Murillo no parece tener, de por sí, eso que llamamos... espíritu, sino que viene a ser la Pintura misma, tan cumplida, tan bien cumplida en él -como posiblemente en ningún otro-, quien alcanza al final esa elevación, ese estado... superior. (He de volver sobre esto.)

Después, El hombre del guante y el Entierro de Cristo, de Tiziano. El Veronés, no, decididamente, no. ¡La Betsabé, de Rembrandt! El Van Eyck. El retrato de Elena Fourment sentada en una silla, con sus hijos, de Rubens, es un cuadro descomunal, parece que no se pueda ir más lejos ni subir más alto, y... todo como el que no quiere la cosa, no quiere nada ni hace... nada. ¡Qué plenitud! ¿De qué sirve ahora, en este caso, hablar de barroquismo, ni de un cierto mal gusto, ni de una cierta plebeyez rica, lujosísima? Todas estas cosas -barroquismo, mal gusto, plebeyez- han podido, desde luego, estar aquí, han podido... pasar por aquí, por esta «superficie plana», pero ya no están en absoluto, se han evaporado, purificado.

Muy de pasada, y mientras buscaba otra cosa, me tropiezo con L'Atelier, de Courbet. Es, como me parecía, un cuadranco... grosso, tontamente ambicioso, empeñativo, que no acaba de ser malo, muy pintura, eso sí, pero no pintura consistente -como, por ejemplo, es consistente y... trascendente la pintura material de Murillo-, sino pesada, opaca, de una materialidad sordomuda y ciega, zopenca, irredenta.




París, 24 de junio

Exposición espléndida de Picasso. Unas cuantas cosas últimas extraordinarias, es decir, vivas, vivísimas como... bichos, unos bichos que escapan a todo, de todo -y   —57→   más que nada, que escapan, que se apartan, acaso cada vez más, de la muy muerta, académica, encajonada «modernidad» de hoy-; unas cuantas cosas magníficas que no son, quizá, propiamente pintura, pero que desde luego la han sufrido, no evitado, traicionado, como sucede con esos pobres artefactos de los demás.

*

Por la noche cena en casa de los Baeza; cena con sorpresa: está Pedro Flores (verdadero fantasma de mi niñez y de mi primerísima juventud), a quien desde luego debo mucho y quiero mucho, sobre todo en esos años míos de aprendizaje -de 1920 a 1928-, y... nada más, es decir, y basta; basta, porque Flores, ingenuamente, románticamente, muy pueblerina y literariamente deslumbrado por «la escuela de París», decide por entonces... pertenecer de algún modo y sea como sea, comprometiendo lo que sea, a esa especie de internado, o de... reformatorio, o de hospicio, o de... partido; y yo, menos vulnerable, decido completamente lo contrario: escapar; lo cual, claro es, nos separa para siempre. Está con su mujer... postiza -«la jodía bretona», como él dice-, medio tireuse de cartes, falsamente agitanada, más bien antipática, y por contraste me acuerdo, de pronto, de Antonia, su antigua y fina mujer murciana, y eso me apena también. Flores se ha convertido en uno de esos personajes, voluntariamente pintorescos, que van y vienen de la autenticidad a la farsantería sin descanso, sin quedarse jamás en un lugar preciso, fijo, donde poder estar con ellos. Me entristece y me desagrada. Tendré que verle un día, en su estudio. ¿Estoy obligado? Sí.




París, 26 de junio

Esta mañana he ido de nuevo a los Rembrandt del Louvre, pero la Betsabé -prepotente, invasora- no me ha dejado ver del todo, y a fondo, los demás cuadros suyos: la cabeza (con perla) de su mujer, el buey abierto en canal, el autorretrato, el paisaje, el Cristo en Emaús... Son piezas decisivas, platos fuertes, demasiado fuertes, quizá demasiado... humanos; son cuadros, por una parte, que están ahí como esperando   —58→   ser vistos, y al mismo tiempo se mantienen terriblemente herméticos, secretos, mudos, como arrebujados, tapados, defendiéndose de nosotros. Los veré con calma cuando vuelva de Venezia, de Florencia, de Roma, y han de servirme entonces, además, como de... alivio por tanta belleza y tanto arte.

Con cierta desgana me aventuro por las salas egipcias -a esta civilización, tan... perfecta, tan dibujada, tan perfilada, tan estilizada, tan precisada, la he visto siempre con un poco de recelo y de antipatía-, y ahora, de pronto, aquí, me tropiezo con algunas piezas verdaderamente espléndidas; la verdad es que son tan intensas y tan vivas que logran romper esa rigurosa caja mortuoria en que parece siempre estar, en Egipto, encerrado todo.




Venezia, 2 de julio

Hace dos o tres días que estoy aquí, en Venezia, y no he podido, no he sabido anotar nada en esta especie de diario que... no lo es. Me encuentro, desde luego, demasiado alterado, excitado, y como anonadado, medio vencido. Es, sencillamente, la... realidad, esa excesividad que hay siempre en la realidad, lo que me hunde y me exalta sin remedio. Lo ideado, lo imaginado, lo fantaseado, lo soñado, me deja más bien en la indiferencia; mis propios sueños, ni siquiera en el momento, en el tiempo mismo de estar soñándolos, me los he podido creer, y claro, no pudieron jamás dejarme huella alguna, ni pudieron... arrastrarme jamás hacia el tan manoseado «surrealismo» -el surrealismo me pareció siempre como una falsa... profundidad, es decir, esa profundidad artificial, postiza, superpuesta, pegada desde fuera y no venida de dentro-; la realidad... real, en cambio, me ha dejado siempre como anegado en ella, colmado de ella, embebecido, embelesado, sin respiración.

El otro día, nada más bajar del tren, todo esto me pareció... excesivo, empezando, claro está, por la belleza de estas gentes, de una hermosura desmesurada, clara, franca, plebeya, y como... impúdica, de una... inmoralidad, diríamos, muy limpia, no cínica, sino descarada, de una descarada realidad. La hermosura de lo italiano es   —59→   más bien tranquila, casi fría, no agitada como viene a ser siempre la belleza de lo español, un tanto... difícil siempre, y llena de tropezones, terriblemente intensa, eso sí, pero como desmañada, mal terminada.

Y ese descaro de la realidad y de la belleza italianas lo voy encontrando en todo, en las plazas, en las fachadas, en las chimeneas, en los cuadros; porque Italia, en definitiva, es eso: un atrevimiento.

*

Veo, por fin, en el Museo Correr, Las Cortesanas, de Carpaccio. ¡Qué cuadro tan misterioso! Lo que me atrae, sobre todo, en él, es su primitivismo y su modernidad fundidos en un tiempo único, en un tiempo... completo. Su primitivismo reside, sin duda, en el lenguaje, un lenguaje con el que se pueden narrar cosas, contar cosas, pero no... entregarlas. Entregarlas, darlas sin narración, sin explicación, sería, pues, lo... moderno, lo... veneciano. Por eso Las Cortesanas parece un cuadro por una parte... alemán, con algo muy alemán, «tedesco», seco, es decir, antiguo, primitivo, y, por otra, alejado, olvidado de todo primitivismo, o sea, modernísimo, vivo, es decir, presente, italiano, veneciano. Las Cortesanas es un cuadro final, un cuadro que termina no una época, sino que termina una... sordera, un estado de sordera de la pintura, y empieza, entonces, a oír, a oír de nuevo -la pintura había oído ya con anterioridad-, a oír la vida, la musicalidad de la vida.

*

Quizá mi mayor sorpresa aquí, en la Serenissima, ha sido... Giovanni Bellini. La verdad es que Bellini no me había interesado nunca; menos genial, menos atrevido, más... humilde -o de una época, de un momento, digamos, más humilde-, lo confundía siempre con un industrioso artesano véneto, lo confundía con un honrado y simple fabricante de... imágenes. Ahora, después de haber visto en la Academia dos grandes pinturas suyas, y otra, extraordinaria, en San Zacarías, me encuentro un poco avergonzado.

  —60→  

Bellini no es Tiziano -aquí, Bellini parece el Bautista-, pero... casi lo es, y más que anunciarlo, nos lo... entrega. No, no es un precursor -no creo en los precursores, y en realidad no existen: creo en la pintura, en la sustancia y el... sentimiento de la pintura, de una pintura sola y única, vívida, siempre impertérrita; y creo en... su paso, en su ir, subterráneamente, pasando-. En Bellini, la pintura -la Pintura-, pasa por él -con su carnosidad de... agua subterránea-, aunque, claro, no se embalsa, no se ensancha, como sucede cuando ésta desemboca en un Sesshū, en un Tiziano, en un Velázquez, en un Rembrandt.

Se puede gustar de Tintoretto en otros lugares, pero sólo se le puede entender del todo, en extensión, aquí, en Venezia, viendo los grandes techos y las grandes paredes de su extravagante ciudad. En Tintoretto hay un pintor profundo, serio, intenso -el de algunos magníficos retratos, sobre todo-, pero hay también en él otra... posibilidad, incluso se diría una posibilidad... más genial: la de ser un despampanante decorador; no un decorador... decorativo, frívolo, sino de mucha envergadura, aunque pueda prestarse, a veces, a ciertos efectismos y trapisondismos propios de ese quehacer.

El Greco, siendo muy otro, supo heredar del veneciano esas dos posibilidades, esas dos formas de un alma única.

*

Decir «pintura veneciana» o «escuela veneciana» es decir una de esas tonterías que los historiadores, muy tranquilos, dan por supuestas, por sentadas e inamovibles -y lo «táctil», de Berenson, raya en la imbecilidad-. Lo veneciano, en pintura, no es una escuela, ni siquiera un concepto nuevo, distinto, de lo pictórico, sino una... reaparición de lo pictórico perenne, fijo, original, originario. Venezia no inventa lo pictórico: lo deja, sencillamente, brotar, aflorar. El genio creador de los pintores venecianos fue sentir la presencia secreta, escondida, de la pintura, y dejar que ésta, por sí misma, apareciese, eso es todo.

Venezia no ha inventado nada, fundado nada: ha sentido y escuchado en sí una verdad esencial -que no es suya ni de entonces, sino de todos y de siempre-, una verdad   —61→   verdadera, que no se le ha ocurrido al hombre, sino que, mucho mayor y más antigua que él, le ha sido... prestada.

Lo que hizo Venezia fue... ceder a la pintura. Venezia no es una escuela, una manera, una tendencia, sino un lugar, una atmósfera propicia, un criadero, un vivero.

*

Tiziano borra todo aquello que pueda estar a punto de cristalizarse en estilo, de hacerse estilo, y, sobre todo, estilo... personal. Lo que Tiziano busca en sí, dentro de sí, no es la persona, ni siquiera el pintor, sino... la pintura que se ha escondido en él, amparado en él. El color de Tiziano -él, que ha pasado por ser un colorista-, más que color, es como una especie de rubor, de acaloramiento, de sofoco, de fiebre. El color, aquí, no parece haber sido aplicado sobre la tela, sino provocado; parece salir de ese fondo de pozo, de esa oscuridad de pozo que es, en principio, el cuadro, todo cuadro.

Para Tiziano, que, más que un pintor, es una atrevida encarnación de la Pintura, el cuadro no será jamás -como viene siendo para los simples pintores- una pobre «superficie», sino una cueva, una cueva de la que, sin duda, hay que sacar al exterior, a la luz, la vida allí escondida.

Tiziano no le impone colores a su cuadro, sino que le arranca colores, como se le arrancan sonidos a un arpa o a una guitarra.




Padova, 16 de julio

¡La Capilla Scrovegni! Aquí, todo lo que sabíamos y pensábamos de Giotto no nos sirve. Se ve muy claro que Giotto no es ese pintor... en la historia, encajonado en la historia, con ese su importante y significante lugar en la historia que los estudiosos se han empeñado siempre en estudiar, en historiar. Nada más asomarnos al interior de la capilla   —62→   -esa especie de gruta azul, de relicario azul-, tenemos la impresión de interrumpir algo, de profanar algo, pero no se trata propiamente de algo... religioso, como viene a ser religioso el arte, sino de algo... sagrado, como viene a serlo, sin duda, la vida.

Me sentí, de pronto, acribillado a miradas -todo ese matizado rosario de miradas que Giotto ha sabido arrancarles a sus personajes-, acosado, cercado por la realidad, por la viva realidad.

Todo lo que sabíamos, pues, de estas pinturas había quedado anulado, borrado. Vinimos a visitar unas paredes pintadas hacia 1300, o sea, pintadas de una manera un tanto primitiva, casi torpe, y nos hemos tropezado una vez más con el sencillísimo milagro arrollador de la vida.

Ahora sabía que una pintura de Giotto, por más que se le quiera encerrar, encuadrar en un primitivismo, o en un goticismo, o en un prerrenacimiento, es decir, en una de las sucesivas formas que van tomando las caprichosas leyes estéticas, ella misma, la obra misma, en cambio, la fragante, activa, atrevida pintura de Giotto estará fuera siempre, sucediendo fuera y sucediendo siempre, en un ahora continuado, al aire libre, y... sin arte. En estas pinturas el arte acaso tuvo su participación, e incluso es muy posible que, de algún modo, el arte siga allí debajo todavía, pero como algo sobrante, inútil, ya inútil. Giotto no es un artista, sino un creador, no es un artista como en cambio lo es Piero della Francesca, y de ahí que en las consabidas reproducciones Piero della Francesca aparezca siempre entero, completo, mientras Giotto, al pasar al papel, a esa eternización de papel, se quede como petrificado, inmóvil, ya que aquello que sostiene su obra no es una estructura -ni una arquitectura, ni una geometría-, sino una palpitación, y la palpitación, el respiro, la vida, no pueden ser... estampados.

Al salir de la capilla de los Scrovegni no tenía, en absoluto, esa pesantez culterana que nos producen los museos; estaba, sí, emocionado, incluso agobiado, pero no a causa del arte, sino a causa de la vida.

*

  —63→  

Empezó a lloviznar. Tomé por una calle de gran animación y pude encontrarme, de pronto, en la Piazza del Santo. La Basílica me pareció muy confusa, borrosa; la contemplé con cierta curiosidad despegada, y como la lluvia iba en aumento, me senté en un café un tanto tabernario, debajo de unos soportales acogedores. Desde allí veía una vigorosa estatua ecuestre, de una hermosura... insultante: era el Gatamelatta de Donatello; parecía recibir la lluvia con cierta gozosa indiferencia y lo mojado le prestaba una mayor rotundidad. Cesó de llover; las palomas y las personas salieron de sus escondites como más nuevas, más recientes -casi como si resucitasen-, y poblaron de nuevo la plaza. Yo no quise abandonar mi mesa; era un buen lugar, un sitio certero, aunque no sabía muy bien para qué, quizá simplemente para sentirme en Italia, para saberme en Italia, pero como a escondidas de mí mismo; porque me daba un poco de vergüenza ir de un lado para otro, husmeando obras de arte como un obcecado, como un perro obcecado. No quería husmear, admirar, valorar, comprobar, ni siquiera comprender estas o aquellas cosas, sino estar aquí con ellas, entre ellas, sin excluirlas ni excluirme, confiadamente entregado a un olvido fraterno.




Vicenza, 19 de julio

En Palladio hay algo muy atrevido -como casi siempre sucede en el genio italiano-, algo muy nuevo, muy fresco, y... sin lo patético de la originalidad. La de Palladio es una modernidad tranquila, segura. No creo que Goethe buscara en él -como el propio Goethe supone- la Antigüedad, sino una modernidad vigorosa, extensa, que abarcara también lo antiguo, es decir, completa, que fuese... estable, y no esa caricatura movida, frívola, que siempre intentan imponernos.

El Palazzo Chiericati, visto así, a pleno sol, conviviendo y codeándose con una línea de tranvías provinciana que casi le roza el costado, parece, no una obra del XVI, sino actual, pero de una actualidad, diríase, como... definitiva. En esa fachada -«de inspiración antigua», como dicen los historiadores- no hay la más leve sospecha del odioso neoclásico; es precisamente lo más opuesto a ese maniático estilo sin fe, sin alegría, ceniciento como un recordatorio fúnebre; ese palazzo no es repetición,   —64→   insistencia académica, regusto de la Antigüedad, sino continuación fluida, correlativa.

Goethe creyó que aquello que buscaba y encontraba en Palladio era la Antigüedad, que no tenía más remedio que ser la Antigüedad, porque ansiando (como él ansiaba) una modernidad verdadera, valedera, durable, consistente, y viendo a su alrededor, por el contrario, el modernismo del día -ese modernismo que con tanta ferocidad infantil se apodera siempre del momento-, resultaba muy fácil, incluso para un hombre avisado, confundirse y creer a pies juntillas que ansiaba lo contrario de la modernidad. Pero nadie ansía de veras la Antigüedad; lo que sucede es que el hombre verdaderamente moderno, el moderno real, que se sabe envejecido y gastado desde hace mucho, comprende que sólo podrá vivificarse y refrescarse en ese manantial primero. «Volver a lo antiguo será ya un progreso». Pero no, el hombre moderno no necesita propiamente volver a lo antiguo, sino... acordarse, acordar su antigua juventud con su actual vejez.

*

Comprender no puede ser más que... ceder a la realidad, ser dóciles a ella, abandonarnos a ella, aunque, claro, esto no sea muy fácil. En estas pocas semanas que estoy en Italia he tropezado ya con varias incomprensiones mías, que trato de... vencer, de disolver. A propósito de la palabra «bello», por ejemplo, que es una constante italiana, y que tanto nos sorprende, nos escandaliza y nos fatiga a nosotros los españoles, me pareció entrever que no era lo mismo aquello que la palabra intentaba decirme y aquello que yo me empeñaba en oírle. Era estúpido atascarse en ello, y me decidí a escuchar con más atención.

Pronto descubriría que, para un italiano, la palabra «bello» tan sólo quiere decir «cierto», «existente», y no -como para los demás- una cualidad de lo existente y que lo existente puede tener o no; por eso, a sus ojos, todo lo que es es bello, y lo que no es es brutto, o sea, la palabra brutto -feo- no se refiere a cosa alguna, y debemos oírla, no como caracterización de algo, sino como negación. «Belleza» no es más   —65→   que... Realidad. Había creído siempre que la belleza no podía ser más que algo muy externo -aunque quizá lleno de perfecciones-, algo muy superficial, muy aparente. Pero Italia me ofrecía, de pronto, un concepto de la belleza mucho más rico, más vivo, más cálido, más cercano. La belleza, desde ahora, no sería para mí aquel rostro rígido, frío, liso, terso, impecable, que me habían enseñado, obligado a admirar y que siempre me pareciera un rostro tan triste; la belleza era, ella también, sumamente impura, defectuosa, expuesta, en peligro; en una palabra: la belleza no era nada... ideal sino algo muy real, muy corpóreo, «corposo».




Verona, 22 de julio

¡Otra ciudad espléndida! Sus dos plazas comunicadas. Los toldos del mercado en la Piazza delle Erbe dando sombra, por cierto, a todas esas hierbas frescas, tiernas y menudas, para ensalada, con sus muy variados sabores y amargores sutiles. San Zeno. Il fiume. Desde lo alto del Teatro Romano, vista de toda la ciudad, con paisaje extendido.

*

De los cuatro (Concha, Juan, Clarita y yo mismo) sólo Clarita conoce Italia; los demás, aunque tengamos noticia de mucho, vamos más bien de asombro en asombro. Juan es, quizá, el más visiblemente entusiasta; a Concha, en cambio, parece como si, fascinada, hipnotizada por la realidad, no le quedara apenas tiempo, ni energía, para la admiración, y menos aún para el juicio: está como boba, como detenida en una especie de pasmo. Concha, de todas las personas que conozco, no digo que sea la más profunda -¿quién podría dictaminar y decidir... eso?-, pero sí que dispone de una atención más profunda. Ese poder de atención extrema, de concentración extrema, se debe, en parte, a su muy decidida abstinencia creadora; porque, por extraño que pueda parecernos, en cuanto alguien cede a la tentación de... hacer, su facultad de ver, de comprender, de percibir, de recibir y de adentrarse en la realidad, se debilita: el... quehacer se apodera de todo, lo vacía todo. De ahí que la maestría   —66→   de un creador no sea, como ha podido pensarse, llevar a cabo una faena (una técnica, una ciencia), ni tampoco, claro está, evitarla -como ha supuesto siempre Sole-, sino... sufrirla, y... desentenderse de ella, liberarse de ella: sólo en ese instante, y en ese punto, puede brotar algo verdadero y... completo. El hacer, el trabajo de hacer exige demasiado de nosotros, y nos incapacita, entonces, para... ser, para ser precisamente ese que ha de ver, que ha de sentir, que ha de percibir, que ha de comprender todo eso que quería depositar dentro, en la concavidad de una obra, de su obra, aunque no sepa muy bien por qué, ni para qué. El quehacer nos aleja de nuestra más honda sustancia. Concha -aparte de lo que su talento pueda ser y valer, que desde luego es mucho, y de lo que más o menos pueda ser y valer el nuestro- se diría que tiene, por encima de aquellos que sí hacemos -unos cuadros, unos poemas, unas sonatas-, no sólo la facultad de una atención más profunda, sino también más pura, más... libre, sin atadijos ni compromisos, es decir, una atención limpia, desasida de todo, absolutamente desligada de la penosa artificialidad del hacer, del quehacer.

Pero... faltaría, entonces, algo, un algo que desde luego siempre falta en Concha, en lo atrapado por ella con tanta y tan profunda inspiración; falta... el cuerpo, la carne; o sea, falta eso mismo que, precisamente, ha de ser superado, salvado, pero que necesita también estar ahí, de carne presente, con su pecado, incluso de la carne, para poder... responder.

Hacer nos disminuye, pero poder aceptar buenamente esa disminución es, sin duda, de lo más vivo, de lo más real, de lo más verdad, acaso de lo más alto, que pueda producirse en nosotros. No hay más remedio que hacer, no por tonto y avariento afán de obra, sino por... humildad.

(He de volver sobre todo esto, y muy especialmente sobre el caso particular de Concha.)

*

  —67→  

Clarita, que estima mucho a Concha, creo que lo pasa muy bien sirviéndonos un poco de cicerone. Es inteligente, atractiva, fina, y sobre todo intensa, como es propio de la «raza calé». Pero en nuestra relación con todo lo judaico -que tanto nos atrae siempre- solemos tropezar, de pronto, y como a mitad de camino, con una especie de barrera, de impedimento; es, diríase, como un nudo, o un pedrusco, o una pared, o un nublado. Podría quizá decirse que es como una... cerrazón. Claro que no sería en absoluto la cerrazón del cerril, de lo cerril, sino como una cerrazón superior no de la mente, ni siquiera del espíritu, sino más bien como... del alma. Acaso sea, en definitiva, ese gros animal... religioso, de lo religioso, que verá Simone Weil en todo lo hebraico -y del que ni ella misma ha podido librarse por completo-, es decir, eso que viene a ser como una sustancia... animal... sin salida. Es como un... espesor de la sangre, un algo que, sin querer, lo taponara todo, lo cegara todo. Nosotros, los demás -los payos-, vivimos prisioneros también de nuestra correspondiente raza, de nuestra casta, de nuestra sustancia originaria, pero siempre con más libre albedrío, con muchas más infidelidades. Podemos, si nos viene en gana, faltar a nuestro ser, contradecirlo. No podemos, claro, dejar de ser lo que somos, pero sí podemos (aunque sólo sea un relámpago) descansar de serlo. El ser judío, en cambio, no tiene... interrupción alguna, vacaciones, descansos, entreactos, respiros, ocios.

En mi reciente amistad con Clarita me parece haber topado ya con esa indefinible obcecación suya... hebrea. No se trata de nada hostil, enemigo, contrario, sino... de algo parado.




Firenze, 25 de julio

Llegada a Florencia, en el coche de Clarita, al atardecer. Desde la ventana de mi cuarto, que se asoma al río, se ve el Ponte Vecchio con las luces de sus tiendas ya encendidas. Dejamos el equipaje y salimos corriendo hacia la Piazza para alcanzar a verla todavía con luz natural. En el campanile del Palazzo Vecchio aún queda un poco de sol, y así, slanciato, como... naciendo, parece casi un lirio.

  —68→  

Todo este esplendor de la Piazza della Signoria no es propiamente de plaza, sino de patio, como de un gran patio de piedra, seco, soldadesco, militaresco, al que han ido a parar, no se sabe muy bien cómo ni por qué, algunas esculturas... mientras se dispone otra cosa.




Firenze, 26 de julio

Hemos desayunado, tarde, en la Piazza. Florencia, a media mañana, es como si estuviera en trance de algo, a punto de algo: una celebración, una conmemoración; es como si, caída en un ambicioso y desproporcionado ideal, intentase hacer, de lo más elevado, bello y perfecto, su regla diaria, cotidiana, o quisiera convertir en grandes días festivos los días comunes.

Hemos correteado, de pasmo en pasmo, todo el día. En Florencia, desde el primer momento, se percibe muy bien su voluntariedad y su laboriosidad magistrales. Estamos en pleno delirio de perfección; aquí todo ha sido llevado a cabo con una mezcla de inspirada osadía y ciencia pura -aunque flexible también-, una ciencia que supiera, en el momento justo, renunciar a su terquedad de ciencia y ceder a una especie de... gracia. El simple trazado de un púlpito, o de una cantoría, o de una cornisa, o de un pedestal, o de un pozo, viene a ser aquí, por una parte, como la imposición de una ley, y por otra, como el dibujo de un capricho, casi de una locura, aunque... armoniosa.

En Florencia nos sentimos, muy a menudo, como agobiados por una... grandiosidad. No se trata, como podría pensarse, de una grandiosidad monumental, arquitectural -aunque haya en Florencia mucha y buena arquitectura que ver-, sino de la grandiosidad misma del Renacimiento, de la descomunal hazaña del Renacimiento; porque es aquí, entre sus duras y severas paredes medievales, donde eso ha sido concebido, o más bien... maquinado y tramado.

Aún hoy, Florencia conserva como un aire cargado, tensado, de ciudad sitiada, pero no por enemigos y desde fuera, sino sitiada, tomada y ocupada desde el interior de ella misma y por sus propios y fieles soldados; hijos suyos, habitantes suyos.

  —69→  

Del suelo de Florencia aún no ha desaparecido del todo ese aire petulante que lleva en sí toda victoria.

Las estatuas callejeras -que en Florencia son esculturas del verrochio, de Luca della Robbia, del Bologna, de Cellini, e incluso de Donatello y de Michelangelo- parecen encontrarse aquí un poco... por casualidad; más que una firme existencia de esculturas, así diseminadas es como si llevasen una vida imprecisa de mozalbetes de barriada, con su consabida mezcla de cinismo y desamparo.

Florencia es de un ocre casi gris, blanquecino, pero no triste, sino delicadamente monótono.




Firenze, 28 de julio

Esta mañana, la capilla de los Medici. Ante algo así no hay más que enmudecer; al menos por unas horas, por unos días.

Nada más entrar en ese extraño recinto gris, que se diría... hundido en la tierra (ya dentro de la capilla no acabamos de saber a qué nivel del verdadero suelo nos encontramos), se disputan nuestra atención cuatro espléndidas figuras recostadas: Il Giorno, Il Crepuscolo, La Notte, L'Aurora. En los primeros momentos estamos un poco perdidos, sin saber adónde acudir ni qué hacer; porque estos cuatro seres parecen pedir algo, esperar algo de nosotros; no tienen esa conformidad de ser ellos que tienen los seres de la «estatuaria griega»; ante un mármol antiguo no se nos pide nada, no se nos reclama nada, y podemos admirarlo emocionados, muy emocionados, pero siempre... desde aquí, desde esta parte nuestra, conservando nuestro privilegiado lugar de espectadores, de admiradores, incluso de amadores. Pero delante de La Noche o El Día -y sobre todo delante de El Crepúsculo y La Aurora-, sentimos que perdemos pie, que se nos quita, de pronto, y como de cuajo, de ese lugar seguro del espectador, del admirador, quedándonos entonces un poco a la deriva, sin sitio, medio perdidos. Aquí no se está, propiamente, delante de esculturas,   —70→   ni, por supuesto, de... personas, sino delante de cuatro enigmáticos abismos, sin fin, sin fondo, insondables, acaso... infernales. Es como si aquí se hubiese transgredido algo.




Firenze, 29 de julio

Hoy, sin rehacernos aún de la Capilla, nos tropezamos, de pronto, con los Esclavos de la Academia. La verdad es que no se puede ir más lejos, no ya del arte, sino del hombre, del espíritu del hombre, y lo más extraordinario es que, ahora, en este caso, esa... lejanía se encuentra aquí, delante mismo de nosotros: toda distancia ha sido, pues, abolida, suprimida, y aquel fondo último se ha convertido en algo presente, inmediato.

En el Bargello, el Brutus de Michelangelo, y ese pequeño David, muy superior al otro, más famoso, de la Academia. Después, otro creador grande, aunque de otra especie: Donatello. ¡El Giovannino, tan afilado! Y, claro está, el San Giorgio, tan... entero, tan completo, con una fuerza y una vivacidad tan controladas, tan domadas, como si, además de ser él, este buen mozo fuese también su propio... caballo.

Donatello y Miguel Ángel -como Masaccio- escapan al Renacimiento, del Renacimiento; y no porque sean contrarios a él, a esa... idea colectiva y luminosa que viene a ser él, sino porque toda obra de creación verdadera no tiene sitio ni tiempo suyos determinados. Las obras de los creadores mayores, supremos, no su ceden jamás dentro del cauce de la historia ni de la cultura. Esos grandiosos y prestigiosos cauces colectivos, públicos, muy visibles -como es el caso del Renacimiento-, han sido siempre trazados, me atreveré a decir (hablando mal y pronto), por estupendas gentes... segundonas, o mejor, por estupendas gentes... menores. Masaccio, Donatello, Miguel Ángel, no son genitori ni figli del susodicho Renacimiento: no están, en absoluto, emparentados con él, ni siquiera han tomado parte en él; ellos han trabajado solos, separados, aislados, y por su propia cuenta y razón, por su propia y enigmática razón fatal de creadores intemporales, sin fecha ni sitio.



  —71→  
Firenze, 31 de julio

Hoy hemos visto la Cappella dei Pazzi, que tanto le gustara a Goethe: «Se diría que no ha sido tocada por la mano del hombre», creo que viene a decir. Es, desde luego, algo muy excepcional; no tiene parecido con nada y puede ser o figurar ser muy distintas cosas: un quiosco, una cueva, un templete, una fuente, un escondrijo, un instrumento de música... Aquí no se trata ya del genio de Brunelleschi, como en la airosa y vigorosa Cúpula del Duomo o la precisa Sacristía Vecchia de San Lorenzo; aquí nos asomamos, más que nada, a un rincón privado, a una soledad, a una... intimidad suya.

Al toparme con Brunelleschi no he tenido más remedio que remover un poco mi sentir y mi pensar sobre arquitectura. Incluso las más geniales y magistrales obras arquitectónicas las vería siempre, no con desdén y de soslayo, pero sí como algo de índole muy distinta a esas otras -escultóricas, pictóricas, poéticas o musicales-, más puras y absolutas; la arquitectura sería vista por mí como algo... mixto, ambiguo, como algo convenido, construido, compuesto de varias piezas, y no formado de una sola pieza única, sin... junturas, como ha de ser siempre toda obra verdadera de creación, el animal vivo, el ser vivo -nacido vivo- que es toda obra de creación.

La arquitectura se me presentaría siempre como una buena y bella tarea... útil, como una difícil ciencia; algo que parece llevarse a cabo como... creación, aunque en verdad no lo es, o no lo es del todo, o es una creación, diríamos, sin... criatura. Porque lo arquitectónico no encarna jamás: se materializa, se fija, pero no encarna. En arquitectura -incluso en la realización suya más sublime- no hay, me atreveré a decir, naturaleza, naturaleza viva; hay, en todo caso, espíritu, porque el espíritu -que parece ser, sobre todo, la afinación extrema de una sustancia, digamos, casi... puramente intelectual- puede muy bien intervenir en esa disciplinada práctica artística que es la arquitectura. En la arquitectura puede intervenir el espíritu, pero no la carne y la sangre, ni... el alma, que en cambio estarán puntualmente presentes en las obras de creación completa, como son, por ejemplo, esas esculturas arrancadas a los dos frontones del Partenón (quizá esos torsos, y esas espaldas, y esos vientres, esos pliegues mojados, esos paños al viento han sido concebidos por el mismo individuo   —72→   que ha ideado también esa rigurosa planta rectangular bordeada de columnas, pero aun tratándose del mismo hombre, no se trataría, sin embargo, del mismo ser); tenemos aquí, no ya dos formas de creación diferentes -como suponen los muy tranquilos historiadores de arte-, sino dos niveles, o sea, tenemos, por un lado, una... simple disciplina -la rigurosa disciplina que es siempre la Arquitectura sin más ni más y un poco a secas, o cuando mucho, con esa parte de «espíritu» que le corresponde a veces-, y por otro lado tendremos, ahora sí, el feroz y enigmático impulso natural, animal, de la creación plena, y... libre, desasida de todo, sin porqué, sin utilidad, sin compromiso, sin razón, sin razones, pero con su carne y su alma.

Esta mañana, la Cappella dei Pazzi, con su pórtico, su tejadillo, su diminuto lucernario, vino a tambalear, al menos por unos instantes, mi sentimiento y mi pensamiento de siempre sobre arquitectura. No me encontraba, claro está, como otras veces, ante un cuerpo arquitectónico pétreo, duro, inanimado, sino sumamente sensible y... casi palpitante -aunque no acabara de parecerme una auténtica criatura-; era un «cuerpo» trazado con mucha precisión, pero como reflejado en el agua, con una especie de temblor, de pulsación, de respiro; de ahí que me pareciera un ser. Y no es un ser, es un edificio, aunque no tiene, desde luego, esa ceguera, esa sordera, esa opacidad que tiene siempre un edificio.

Los ideadores, los autores de esa espléndida hazaña conjunta que viene a ser el Renacimiento -y que quizá no se ha extinguido aún- son, desde luego, gentes muy despiertas, vívidas, activas, inspiradas, emprendedoras, fogosas, ingeniosas, valiosas, pero... sin sustancia real suya, profunda. Son buenas gentes... colectivas, faltas de sí, faltas de soledad, sin capacidad de soledad. Por eso no son verdaderos creadores, aunque puedan ser inventores y constructores de cosas, de muchas y muy variadas cosas... magníficas. Esos artistas que pueden muy bien llamarse Botticelli, Ghiberti, Alberti, Gianbologna, Luca della Robbia, Lippi, Sansovino, Rosellino, Benedetto de Maiano, Desiderio da Settignano, Ghirlandaio, Mino da Fiesole... son espléndidos participadores, son cómplices de algo descomunal, sumamente importante para el curso de la Cultura, pero se han movido, sobre todo, impulsados, arrastrados por una... idea -una idea general-, esclavos de una idea, conformados a una idea; han sido, todos ellos, grandes... servidores.

  —73→  

En cambio, cuando nos encontramos en medio de Florencia -como en medio de un lago- rodeados de Renacimiento por todas partes, y nos topamos, de pronto, con Il Crepuscolo de Miguel Ángel, o con el San Giorgio de Donatello, o con la Cacciatta de Masaccio, caemos en la cuenta de que algo, misteriosísimo, sucede y nos sucede: nos sentimos, de golpe, fuera, expulsados del Renacimiento.

Porque las obras vivas, vivas de verdad, no están en ninguna parte, son únicamente.

Vuelta a París después de Italia y Portugal.




París, 19 de noviembre

Los momentos provisionales. Un día nos damos cuenta de que todos esos momentos vividos de refilón, de pasada, un poco a la ligera, provisionalmente, son también ellos momentos clave, decisivos, que van a imprimir en nosotros conclusiones decisivas; nos damos cuenta de que esos momentos que nos parecieran insignificantes y que tomáramos, cuando mucho, por una especie de media vida, de fragmentos de vida, vienen a ser, en realidad, y al final, nuestra mayor y mejor experiencia de vida real, de una vida real más verdadera, como más sorprendida en su verdad, ya que al estar nosotros... descuidados, distraídos, la vida no tropieza con nuestros prejuicios, con nuestros aprioris.

Nosotros, por lo visto, estamos cansados, gastados, y también eso que se llama estar... en crisis. La naturaleza, en cambio, cada mañana aparece, amanece, no ya de nuevo, sino por primera vez, inédita. La naturaleza ha escapado a la historia, nosotros no hemos podido.




París, 28 de noviembre

Visita a Bores. Siempre me pareció alguien de una gran sensibilidad, aunque un tanto blando y triste. Es una buena víctima. Es un prisionero, al igual que todos los   —74→   demás pintores actuales, pero, dentro de esa situación, ha sabido crearse, como ningún otro pintor español de la llamada escuela de París -cosa que no han sabido hacer, por ejemplo, Cossío, ni Peinado, ni Viñes, ni Ismael de la Serna, ni Manuel Ángeles Ortiz, ni el escultor Fenosa-, una especie de autenticidad suya personal de pintor, dentro de una gran mentira general de... pintura.

No es una solución grandiosa, heroica, pero es limpia y noble. Quizá vuelva un día a ser libre -libre del espejismo y del tejemaneje de París-, y pueda ser dueño absoluto de esa gran sensibilidad suya de pintor... bueno, y pequeño; de una sensualidad que marcha, sí, hacia una espiritualidad, de una sensualidad grande que marcha hacia una espiritualidad pequeña.

La expresión «una superficie animada» (como definición del cuadro) es a Bores, en 1928, a quien se la oí por vez primera. Él sigue fiel, o mejor, prisionero de ese corto concepto de la pintura. Bores sigue encerrado en esa fórmula: se atiene a ella, se limita a ella -a esa pobre verdad-, confundiendo algo muy vacío y muy pedestre con la sustancia, con la esencia misma, última, de la pintura.

En el caballete, trabajándolo todavía, tiene un cuadro precioso (un plato con cerezas, un vaso, un cuchillo...) que aún no ha tenido tiempo de estropear echándole encima, como termina haciendo siempre, todo ese cúmulo de cerebrales preocupaciones francesas que tapan, ahogan, ensordecen y enmudecen su ímpetu inicial.

*

Fenosa, aunque sumamente simpático, me gustó poco. Demasiado basto, burdo, vulgar, de una vulgaridad típicamente catalana, de un grosor catalán, de un grosor que los catalanes, ingenuamente, toman siempre más bien por... autenticidad, por llaneza, por una especie de... «al pan, pan, y al vino, vino», o sensa romanços, o sensa contes, algo, en fin, que les parece ser el súmmum de una sabiduría activa, efectiva y... mediterránea.



  —75→  
París, 29 de noviembre

El Journal de Gide me gusta cada día menos. Gide ha conseguido algo monstruoso: hacer de su sinceridad una farsantería. Habla demasiado de su pensamiento, pero Gide no tiene, en realidad, pensamiento, sino reflexiones, pareceres, juicios. Lo que ha deslumbrado siempre en él (también a mí hace años) es ver una inteligencia tan... nítida, tan... bien escrita, y que después de pesarlo y medirlo todo podía muy bien inclinarse, decidirse por el... capricho, por el mero capricho, o por el mero... gusto suyo; así conseguía dar, y sobre todo quizá darse a sí mismo la impresión de un gran frescor silvestre, libre, inspirado, nada académico, y... como no francés.

En Gide no hay nada central -es todo alrededores, marginalia-, no hay en él espina central, columna central, vertebral, a no ser... el homosexualismo, que intenta imponer como una categoría... escogida, como un... valor humano. Pero Gide, tan decididamente inteligente, tropieza tontamente en este tema, ya que al escucharse es eso lo que encuentra en sí, dentro de sí como contenido, como todo contenido, y, por otra parte, suponiéndose, pensándose hombre de pensamiento, identifica, funde, confunde pensamiento con homosexualismo; por eso puede creer, con toda tranquilidad, que su Corydon es el mejor libro que ha salido de sus manos.

*

Hoy he comprado tres estampas de Hirosighe.

*

Otra vez Pedro Flores. ¡Qué lío de mentira y verdad! Cuando aparece la verdad en él, Perico vuelve a valer casi como antes -como valiera hace treinta y tantos años-, pero ahora es un valor que ha perdido su confianza, un valor que ha perdido su apoyo.

*

  —76→  

Cuando digo que quisiera quedarme aquí, en París, unos meses (por lo menos hasta mayo), nadie entiende que sea, sobre todo, para poder ver la llegada de la primavera -claro que ninguna de estas personas ha vivido, como yo, trece años en México, D. F., sin estaciones-; pero si les digo que me gustaría, acaso, exponer y asomarme un poco al trajín de las galerías, les parece muy natural, comprensible, lógico y sensato.

Mis compañeros y amigos, los pintores, están de tal modo... disminuidos, rebajados -y obcecados, y ofuscados-, que ya no pueden imaginar un gusto como ése, tan simple, de ver aparecer, paso a paso, una estación que va tiñéndolo todo.




París, 1 de diciembre

Cuando María me escribió, hace algún tiempo, desde su Roma: «Esto, Ramón, se parece a la vida», no entendí muy bien lo que había querido decirme, o peor, pensé muy a la ligera que había entendido, y lo dejé entre las cosas que más o menos sabía o creía saber. Ahora, en cambio, me doy cuenta exacta, aunque me resulta imposible precisarlo más, formularlo mejor. Sí, esto se parece a la vida.

Esto no es del todo vida, porque vida, lo que se llama verdaderamente vida, no hay, en la actualidad, en ninguna parte, y en todas se pasa hoy por una etapa de... mundo. Pero sí, esto recuerda la vida.




París, 3 de diciembre

Por encima del ruido de la ciudad (sobre todo por la mañana) hay como un silencio, veo como un silencio; ayer, al salir del hotel y... entrar en la calle me pareció descubrir que se trata, en realidad, del invierno, que ese silencio es el invierno. Es algo muy cerrado, cerrado como un fanal, y transparente, transparente como un fanal. Es un silencio, diríase, como... piadoso, que acoge en sí todo el ruido. Es un silencio   —77→   tan extenso, tan grande, que se traga todo el ruido: es superior al ruido, mayor y más alto que el ruido.




París, 7 de diciembre

Bores ha venido al hotel para ver mis acuarelas; creo que le han impresionado muy de verdad.




París, 12 de diciembre

Vuelvo a ver el Van Eyck. Me gusta, sobre todo, la cabeza del donante -pintada, sin duda, del natural- y el trozo de terraza con jardín; el resto es mucho más de retablo, aunque precioso.




París, 20 de diciembre

Habitación típica de Saint-Germain. Dos chicas francesas y un argelino; la chica más delgada sería una cursi en otro tiempo, otra época -es decir, lo es también ahora-, pero ahora, revestida de izquierdismo, y habiendo heredado, por otra parte -quizá de una abuela-, ciertos gestos y ademanes de... gran estilo, viene, extrañamente, a resultar como una Francesca Bertini... socialista; su socialismo -sincero, sin duda, y hasta heroico quizá- enmascara su cursilería antigua, pero no la borra.




París, 21 de diciembre

En el Louvre. Esta mañana, Delacroix me hace bastante buen efecto, y me parece bastante buen pintor, pero unos minutos más tarde y algunos metros más allá me tropiezo con La Baie de Wegmouth; todo Delacroix, entonces, no es sólo que disminuya y pierda su valor, sino que se vuelve, de pronto, otra cosa, es decir, se vuelve cosa.

  —78→  

La Baie de Wegmouth de Constable es, creo, uno de los mejores, de los más prodigiosos cuadros que se pueden ver aquí. Una gran nube, un poco de mar, otro poco de sol filtrado... ¡Qué pocos elementos hacen falta para que pueda nacer una obra así, tan... inacabable, tan infinita!




París, 27 de diciembre

Comida con los Japp, en casa de su sobrino (un periodista, según me dicen, sumamente importante). Un departamento espléndido en la Île Saint-Louis. La muchacha (sin duda su amiga, también inglesa) es horrible (no físicamente, ya que es más bien monilla, aunque insulsa, sino horrible como ejemplo y modelo actual de mujer, con esa ignorancia impúdica que tienen las gentes comunes de hoy); es de esas personas que no se preguntan nunca nada, que todo lo tienen de antemano respondido; es una de esas mujeres prácticas, listas, sinceras, claras, sin dudas ni prejuicios vanos. Japp es, posiblemente, tonto -lo he sospechado siempre, desde mi más tierna infancia, cuando le conocí, pero nunca me había interesado confesármelo-; parece mentira que siendo pintor (y la verdad es que esa «naturaleza muerta» suya colgada en el salón está bastante bien) tenga, sin embargo, del artista una idea tan... pintoresca. Lucilla es, decididamente, una pobre mujer... española, muy elegante, eso sí. En cuanto al sobrino de los Japp, de una simpatía un tanto descolorida, es un monumento de vulgaridad inglesa media, de una vulgaridad muy grande, pero como... apagada -no la encendida, viva y casi genial vulgaridad española, ni la descarada, fresca y tierna vulgaridad italiana-, o sea, es uno de esos ingleses que no son más que... ingleses.




París, 28 de diciembre

Sole, como siempre, muy precipitada, muy ligera, casi superficial y... con algo de mucha, muchísima calidad, es decir, absurda. Diego, señorito tonto, zopenco español. Jaime, con esos peros que tienen siempre a mano las gentes muy inteligentes... para nada, gentes negadas, negadas absolutas; puede incluso terminar en mala persona,   —79→   no porque lo sea en su fondo, sino porque la impotencia es algo que se pudre, y la podredumbre... mina, contagia lo demás. Así como la creación, el poder de creación, es siempre una «humildad», la impotencia desemboca siempre en una «soberbia», en una soberbia satánica: no tiene, apenas, otra salida.




París, 29 de diciembre

La verdad es que todas las personas damos un poco de risa; Toulouse-Lautrec no me parece -como se suele decir- un caricaturista de la realidad, sino un realista exaltado, y ve, sencillamente, a las personas, con realismo exaltado, no con caricaturismo. No se ha sabido comprender el amoroso homenaje a la realidad que llevaba en sí esa exaltación... implacable.




París, 30 de diciembre

Ayer, Juanito Soriano. Tiene una especie de categoría, de gran calidad... ociosa, que no va a ninguna parte, un poco estéril, pero que se sostiene siempre en pie, y siempre... válida.




París, 31 de diciembre

Final de año con nieve. Parece una miniatura.





  —[80]→     —[81]→  

ArribaAbajo 1953


París, 2 de enero

Carta de Laurette. Contestación mía. Creo que en la carta sobre el cuadro de Van Eyck no estaba la palabra obediencia. La creación no sólo es una humildad, sino también una obediencia.




París, 3 de enero

Cada vez más, quedarme solo es volver a encontrarme con alguien que quizá siempre me acompaña, pero que únicamente aparece, reaparece, cuando no hay absolutamente nadie.

No, no es la soledad misma -como es para Cernuda-, sino alguien muy verdadero, una compañía real, casi corpórea. Acostumbrado a él, he terminado por quererlo, por valorarlo.

*

Sigo pensando en ese dibujo que pude ver, hace poco, de Van Gogh. Es la cordura misma. Van Gogh tropieza algunas veces con ese paisaje plano, manso, sin accidentes ni elementos, pero riquísimo de... distancia; es el paisaje que le inspira la cordura, que le lleva, apasionadamente, locamente, a la cordura.




París, 5 de enero

Hoy he tenido una versión distinta de la nieve: una capa finísima, como di vetro. Vuelve a darme la impresión de algo medieval; la nieve es medieval.

*

  —82→  

Los albinos viven separados del resto del mundo por esas pestañas blancas. Entre ellos y todo lo demás hay siempre como un vacío, como un foso vacío.

*

En Van Gogh todo se da... cantado.




París, 14 de enero

Todavía no he podido hacer nada; ni siquiera un dibujo. Sin duda, no puedo lograr ese vacío que se necesita para el trabajo, para el trabajo de creación; todo tira de mí, me reclama, me exige. Mientras estamos vivamente ocupados, habitados por el presente, no podemos... hacer. La mayor dificultad del arte es, acaso, tener que hacerlo y cumplirlo fuera, diríase, de la vida, del presente de la vida, sin que, por otra parte, nos salgamos de ella nosotros; es como si desde aquí y ahora tuviéramos que hacer ese algo -ese «algo» que es el arte- en otro lugar y tiempo, o mejor, sin lugar ni tiempo alguno. Lo propio, y propicio, para la creación, es el vacío, una ausencia de presente (un no presente que no es el pasado), un vacío puro, virginal, original.




París, 16 de enero

En el Jeu de Paume. Sí, Cézanne es verdaderamente una lección, pero no una lección que da, que nos da, sino que toma o recibe de sí mismo; es como un pobre maestro de escuela de sí mismo, para sí mismo. Su singularidad -indudable- es haberse aceptado como párvulo y asistir, diariamente, puntualmente, a sus propias clases; será de esa vigorosa humildad de colegial aplicado, solitario, atrasado, torpón, de donde brote, al final, y como conclusión final, su... posible grandeza.

*

  —83→  

Van Gogh -tan reconocible siempre- no busca jamás un estilo, sino una forma de expresión; una forma, claro, que no sea una manera; puede parecer, a veces, que ha caído en una manera, pero Van Gogh -como les sucede siempre a los más grandes- escapa y se salva, con naturalidad, de todos los peligros; los artistas pequeños o inauténticos, en cambio, cuando caen de bruces en una «manera» se acomodan allí, tranquilamente, creyendo haber encontrado un estilo, el estilo. Pero el artista real no sólo desprecia la «manera», sino que desdeña el «estilo» también, y no lo busca jamás porque sabe que el estilo, incluso el «mejor» y más «perfecto», el más logrado, es siempre... insignificante, no significante. Existe, eso sí, como un especial modo, o a modo de estilo, del estilo, que viene a ser, más que una categoría suya suprema, una subterránea forma viva del estilo; pero ese estilo, entonces, no puede ser buscado -ni... «encontrado»- y brota (cuando brota) por sí solo, sin dejarse apenas ver, sin dejarse apenas sentir, y... claro, no hay que preocuparse ni ocuparse de él: es ese estilo -que no es perfil, ni silueta, ni dibujo, ni arabesco, sino más bien simple... aroma- que emana, puntualmente, fatalmente, de cada uno de los cuadros de Tiziano, o de los cuadros de Velázquez, o de los poemas de san Juan de la Cruz, o de los cuartetos de Mozart..., o de los bocetos de Constable.

*

Manet, Monet, Renoir, no son nunca pintura, sino... figuraciones, falsificaciones de ella.

*

En cuanto a Degas, tan voluntariamente honesto, parece saber muy bien dónde se encuentra la pintura, pero no puede ir a ella, hasta ella, entre otras cosas porque a la pintura -como a cualquiera otra de las artes- no se puede ir, sino estar allí ya de antemano; su noticia de la pintura -pues lo suyo ni siquiera es conocimiento, sino noticia, mera noticia- es cierta, pero no le sirve de nada, para nada. Por otra parte, en Degas todo es enano; todo tiene ese tamaño mísero, raquítico, de la... fotografía,   —84→   todo ha sido observado con esa frialdad macabra que tiene la fotografía, con ese preciso y atentísimo ojo solo, tuerto, de la fotografía.

*

Toulouse-Lautrec, en cambio, paradójicamente, se me aparece como un... grande, no tan grande, quizá, como Cézanne o Van Gogh, pero amplio, extenso, generoso, lujoso. Sus dos «arpilleras» para la barraca de La Goulue (que no recordaba haber visto antes) no son dos panneaux decorativos, cartelísticos, como se tiende a suponer, sino dos grandes y geniales trozos de pintura verdadera.

*

Es ignominioso que los muy horribles, pedantes, artificiales, aplastados y burdos cuadros de Gauguin haya que sufrirlos (por simple y frívola novelería) en la misma sala de Van Gogh, donde se encuentran, precisamente, dos de los más hermosos lienzos de la pintura moderna: La Sirène y La Guinguette.

*

Después, unos paisajes de Sisley -el más fino sin duda de los impresionistas-, y ya más cerca de nosotros, dos o tres bocetos espléndidos del maniático y extravagante Seurat.




Venezia, 20 de enero

A la una, llegada a Venezia. Hace frío, pero con sol. Me sorprende de nuevo toda esta hermosura. Ahora, en el invierno, parece todo más preciso, más de cristal, y a un mismo tiempo, más... soñado y sfumato. Aquí, en este ámbito, Corot no supo ni pudo entrar verdaderamente; todo esto era demasiado estrambótico, enigmático, aristocrático para él; se puso a pintar, sin más ni más, como si Venezia fuese... un paisaje.   —85→   Corot estaba acostumbrado a la... Naturaleza monda y lironda, a una naturaleza abierta de par en par, all'aperto, pero no había visto nunca una naturaleza -una porción muy sutil de la naturaleza, con un cielo excepcional, único- que buscara para sí misma un sitio -un nido- donde enroscarse y aposentarse.




Venezia, 23 de enero

Creo que me encuentro, casi sin querer, aquí en Venezia, y no en Florencia o Roma, porque Venezia es un lugar de pintura, un suelo suyo, un pedazo de tierra firme suya. Florencia o Roma podían, quizá, ofrecerme unos temas, unos motivos pictóricos más corpóreos o menos ilusorios, menos... venenosos, pero yo no he venido en busca de tema, sino de tierra, de esa tierra húmeda, acuosa, lagunosa, de la pintura. Durante demasiado tiempo -ahora veo que mi exilio en México ha durado más de trece años- me había sentido... como desterrado, y no ya de mi país, o de Europa, sino de esa otra patria soterrada, más sustancial, que viene a ser, para un pintor, la Pintura.

No he venido, por otra parte, a disfrutar de un escenario insólito; ni tampoco he venido a estudiar la escuela... veneciana (aunque todo ello pueda también darse); en realidad no he venido a nada, para nada, sino a estar, a sentirme estar aquí, como inmerso en el agua de la pintura, de la pintura única.

Siendo Venezia, ella misma, pintura, manantial de pintura, y no, como se creyó en el XIX, un mero espectáculo pintoresco para pintores, se explica que Van Eyck, Masaccio, Rembrandt, Velázquez, o... Constable, vengan a resultar, o mejor, a ser... venecianos.

Venezia es líquida, transparente, di vetro, nada escultórica, como en cambio es escultórica Florencia -con esa reciedumbre suya delicadísima, finísima-, o como Roma, con esa su corporeidad un tanto grossolana y... blanda, aunque majestuosa.

  —86→  

(Tengo que volver sobre la venecianidad de Van Eyck, de Masaccio, de Velázquez...)

*




Venezia, 24 de enero

Los franceses están todavía -por muchos motivos - de muy mal humor (se nota, sobre todo, al llegar a Italia viniendo de Francia). Contra lo que se podría suponer, los franceses carecen de... pensamiento; sólo tienen inteligencia, una inteligencia que los pone de mal humor, que los enemista con la realidad, esa sorprendente, inédita, incontestable realidad que les planta siempre cara, que les sale respondona, que no coincide, que no se aviene nunca a coincidir con ese inteligentísimo discurso lógico, retórico y... abstracto del buen ciudadano francés; un buen discurso, por lo demás, incluso muchas veces impecable de estilo, pero vacío, vacío de pensamiento, de pensamiento real, de realidad. Los italianos, después de la guerra, se encuentran en iguales o peores condiciones que los franceses; aquí, en Venezia, por ejemplo, las gentes pasan mucho frío, casi hambre, no tienen apenas lugar en sus casas, y las casas son más viejas y cochambrosas que las de París, pero a estas gentes yo las veo -y las oigo- cantar, canturrear solas por la calle, subiendo y bajando sin disgusto puentes y más puentes, pisando el suelo con alegría y con... gracia, y sobre todo las veo como empapadas de sapiencia... antigua, rebosantes de viejo pensamiento vital.

*

Desde aquí, desde Italia, se ve muy claro que Francia no tiene... antigüedad. Lo más antiguo suyo es, desde luego, una espléndida Edad Media, y también lo más vivo. (La Piedad de Avignon -si es de verdad francesa- es la obra más considerable, más consistente de todo el arte francés, sin olvidar, claro, algunas esculturas de las catedrales.) Pero no existe nada anterior. Ni posterior; pues con la pérdida o... disolvencia de su Moyen Âge se diría que Francia pierde, definitivamente, su última posibilidad de... genio. A partir de entonces toda su energía sólo parece ocuparse,   —87→   concentrarse, en una ambiciosa y equilibrada idea de... sociedad, y más que en una idea..., en un ideal, en una moral -de ahí sin duda tanto moralista-, civilizada, cultivada, metódica y... libre, libre con... método. La verdad es que, con todos sus altibajos, el modelo de sociedad... ciudadana de Francia es, en definitiva, su obra maestra, su obra... casi genial.

Los franceses carecen de... antigüedad y, por lo tanto, de pensamiento, no porque el pensamiento sea antigüedad, sino porque el acto creador del pensamiento necesita irremediablemente de ese punto de apoyo -y de partenza-, para poder venir, de un salto, a la superficie.

*

El pensamiento -todo pensamiento legítimo, vivo- ha de pasar inevitablemente por un estado, diríase, de... demencia, y desembocar después -si se trata de un pensamiento valioso y vigoroso-, no en la cordura, en la simple y tonta cordura, sino en la... sabiduría, es decir, en esa locura superada que viene a ser la sabiduría, o... la verdad, la posible verdad. (Lo malo es cuando incluso el pensamiento verdadero no logra, por algún motivo, cruzar, atravesar ese peligroso espacio de locura, superar esa difícil prueba de la locura, ya que entonces naufraga sin remedio en el disparate.)

No, no hay pensamiento auténtico, real y verdadero, sin esa obligada y santa zona de demencia: es como una marca suya de legitimidad; todo supuesto pensamiento que no sufre y pasa esa prueba, no es pensamiento, sino mero razonamiento, o reflexión, o... idea, pero no pensamiento.




Venezia, 25 de enero

Dentro de San Marcos. En un altar hay flores (unos cuantos claveles) y tengo en seguida la impresión de que no hacen bien aquí, de que no armonizan, de que no casan   —88→   con lo bizantino. A un altar como éste habría que traer, en vez de flores, topacios, amatistas, lo cual es imposible, claro está, pero sería mucho más propio.

*

Las gentes están en las plazas de Venezia como en ninguna otra parte. Suprimida la rueda, el hombre parece recobrar aquí un aplomo que ha perdido, una dignidad que ha perdido. Las personas, con una mezcla de sabiduría y capricho, se distribuyen con... gracia por todo el espacio de la Piazza y la Piazzetta; van de un lugar a otro con esa misma solemnidad natural que vemos en las figuras de Carpaccio.

*

Existen, posiblemente, muchas Venecias, pero dos de ellas, al menos, muy marcadas: la de cristal, fantasmal, tornasol, transparente -que vio muy bien Turner-, y otra un tanto cochambrosa, lujosa, carnosa, corpórea, casi... realista -que sintió muy bien Tiziano-; la verdad es que me siento igualmente atraído por las dos, pero quizá sea obligatorio... escoger.

*

El oleaje sobre los escalones de mármol.




Venezia, 27 de enero

Venezia es difícil, como todo lo que es muy... visible, muy... evidente. Es lo que sucedió y sigue sucediendo con la obra misma de Tiziano: se canta la indiscutible hermosura externa de su pintura, sin acabar de comprenderse que lo mejor, más alto y más hondo, más esencial, se encuentra como escondido, como agazapado detrás de esa «superficie animada». Sólo Velázquez parece darse cuenta de que Tiziano es un pintor recóndito, secreto.



  —89→  
Venezia, 28 de enero

Me doy cuenta de que los italianos, cuando dicen bello, bello, no quieren decir lo mismo que nosotros, sino... algo más, acaso quieren decir... auténtico, o quizá existente.

*

Atravesar la Piazza, de noche, con luna -con un poco de niebla iluminada por la luna-; las personas vagando, yéndose fantasmales; el frío, la soledad (mía); todo me produce algo así como una felicidad dolorosa.

*

Para las combinaciones absurdas: monjas y Venezia.




Venezia, 29 de enero

De nuevo el chocar del agua marina en el mármol de los escalones me produce una sensación extraña; tiene algo de carnal, de sonido carnal.

*

Acuarela de un canal demasiado... pintoresco. No me gusta, pero ha sido útil como trabajo: liquidación de muchas cosas sobrantes.

*

Por la tarde, otra acuarela, sólo buena como trabajo también. Liquidar, tachar, o mejor, olvidar, desdeñar, verlo todo con una especie de desdén... entrañable, es decir, con familiaridad, con amistad.



  —90→  
Venezia, 30 de enero

Por la tarde, S. Sebastiano. Toda la pequeña iglesia, pintada, decorada por Veronés. Es, quizá, de lo mejor suyo. ¡Qué bueno y grande sería este pintor nada veneciano, es decir, nada pintor, si fuese de veras, y por naturaleza, el que aparenta ser, el que con hábil maestría, y ambición, y empeño, casi logra ser! Todo esto -empezando por el san Sebastián medio en sombra del altar mayor-, los cuadros, las puertas del órgano, los frescos de las paredes, está muy bien, pero no hay nadie aquí para... respaldarlo, para hacerlo válido, que salga valedor, que lo garantice, todo esto está muy bien, pero... vacío, y claro, todo se vuelve, entonces, academia. ¡Qué lejos se está aquí de Tiziano y de Tintoretto!

*

El hombre no busca la felicidad, pues no se trata de una necesidad masculina, sino exclusivamente femenina. La mujer es desgraciada, y claro, quiere la felicidad; el hombre no tiene, apenas, tiempo de ser desgraciado.




Venezia, 31 de enero

Amanece con tanta niebla que no veo, al abrir el balcón, no ya la orilla de enfrente, sino las góndolas o las barcazas que pasan por el centro del Canal Grande. Salgo y voy al Florian a tomar un café; San Marcos y el Ducale están maravillosos. Parecen, no algo corpóreo que la niebla lograra borrar en unos instantes, sino algo ideado, pensado, y que empezara, de pronto, a tomar cuerpo, a convertirse en piedra. Siempre, por lo demás, se está aquí en una extraña situación, diríamos, de metamorfosis inminente, acechante. Todo aquí parece estar a punto de volverse otra cosa.

  —91→  

Creo que he pintado una acuarela que sirve. Estoy entrando, quizá, en ese círculo vicioso del trabajo.

*

La Trattoria C. La dueña (una especie de Milagros) tiene algo muy atractivo y... bandido. Su hija es una de esas mujeres satisfechas, guapas, descuidadas; casada con uno de esos hombres masculinos, trapisondas, padre hasta la maternidad; yerno y suegra se entienden muy bien, se conocen muy bien, se saben igualmente sinvergonzones, y claro, se admiran y se vigilan; él la «padrotea» un poco, y ella se deja, con cierta coquetería, explotar, y no por tonta, ni por debolezza, sino por lujo. En la calle veo que Milagros está como perdida, imprecisa, pero cuando entra de nuevo en el local recupera su mando, su pisada.




Venezia, 5 de febrero

El ruido de los cubiertos dentro del cajón, es decir, tropezando con la madera, es un ruido más bien cálido, pero como perteneciente al invierno.




Venezia, 10 de febrero

La mujer que vende el maíz para las palomas, hoy, con la nieve, se había amparado en los soportales y les iba dando un poco de grano a las palomas ella misma, quizá por bondad o por sentimentalidad, quizá tan sólo por interés, para que vivieran al menos hasta el próximo día de sol, con gente en la Piazza. También puede darse que olvide, a veces, que está allí para eso, para vender, y se pierda entonces en una imitación de los otros, que quiera vivir lo que viven los otros.

*

La Belleza en la Trattoria. La hija de la dueña viene algunas veces con una amiga suya que, al pronto, no parece muy guapa, pero más tarde resulta ser, decididamente,   —92→   una belleza, es más, la belleza. Es de un rubio intenso, vigoroso, casi... verde. Muy clara de piel, pero no blanca, sino... lívida -de un amarillo Nápoles rosado, pálido, desmayado-, no como algo sin color, sino como algo que lo ha perdido. Es, desde luego, un rostro de una gran perfección, de un gran rigor, de un gran vigor, construido y sostenido por leyes muy rigurosas y vigorosas, pero... terriblemente delicado. En las comisuras de los labios hay como una intimidad que da un poco de sofoco, de sonrojo, y no por el deseo que pudiéramos sentir, sino porque se tiene la sensación de sorprender algo, más que sensual, demasiado íntimo, demasiado propio, suyo en extremo, o mejor, no ya suyo, de ella, sino... para ella.

En la belleza -absoluta, pura- hay algo de... inhóspito y como vedado, que ha vuelto siempre loco -y a veces tonto- al hombre; se diría que el hombre no ha sabido comprender que la belleza existe, sí, pero no para esto o aquello, ni para nuestro uso, aunque tampoco... inútilmente, vanamente.

Quizá lo que ha querido, de una manera oscura, el hombre, al toparse con la belleza, con ese nudo insoluble de la belleza, ha sido más bien... borrarla, salir de ella, liberarse, desembarazarse de ella, y no como él ha supuesto siempre con tanta ingenuidad e infantilismo, apropiársela, es decir, poseerla.

«Poseerla» sería, pues, como una sustitución. Pero quizá todo, o casi todo, lo que vivimos no sean más que... sustituciones.




Venezia, 11 de febrero

Venezia es como una mancha de aceite.




Venezia, 12 de febrero

Venezia es toda ella tornasol. Lo veneciano va y viene, oscila, es un juego de estar y no estar, aunque... siendo siempre. Il vetro coloreado, nacarado; el ir y venir de la   —93→   luz en el damasco y en el terciopelo; el aparecer y desaparecer de las nubes; las aplicaciones de mármol en la Basílica; los mosaicos; el sol a través de la niebla; el reflejo del agua; el mar...

*

Creo en Dios, en la naturaleza, en la realidad, pero absolutamente nada en la sociedad -sea la que sea-; y creo también en la persona, en las personas, incluso creo en las gentes, y, sobre todo, me gustan las gentes, aunque espero muy poco de ellas, ya que su autenticidad parece como entumecida desde hace siglos.




Venezia, 14 de febrero

Cuando se ha negado lo histórico parece un absurdo decir que lo veneciano es o viene a ser... «lo no primitivo». Pero la verdad es que lo primitivo no es más que un estado, un estado... del espíritu -no un tiempo, no un momento de la historia-. Si el arte sucediese dentro de la historia, todo en él sucedería como en la historia, es decir: sucesivamente; pero Jan van Eyck puede muy bien, y a un mismo tiempo que Memling (que sí es primitivo), no serlo en absoluto, y Zurbarán puede ser muy primitivo (como en efecto lo es) en los mismos días que Velázquez es moderno, quizá lo más moderno que se ha logrado llegar a ser, sin... dejar de ser. Fidias, Miguel Ángel, Tiziano, Rembrandt, Velázquez, Cervantes, Shakespeare, Mozart, Tolstói, Galdós no son sino fragmentos de un solo y único espíritu ... permanente; son como distintos estados de ánimo del Espíritu.




Venezia, 17 de febrero (martes de Carnaval)

Restos del Carnaval. Al anochecer veo máscaras volviendo de no se sabe dónde, ya de retiro a sus casas húmedas. Se siente muy bien que vienen de un fracaso, de una desilusión. ¿En busca de qué han podido salir así vestidos a la calle? Se nota que esperaban de eso mucho más, y, sobre todo, que esperaban... otra cosa.



  —94→  
Venezia, 18 de febrero

Toda obra suprema parece estar asomada a una especie de... abismo. Incluso la de Velázquez -tan firme, tan segura, tan... justa- parece estar al borde de algo sin fondo, sin fin, que no acaba, que no concluye.




Venezia, 19 de febrero

Al mediodía, en la Piazza. Las palomas, como las góndolas, no se tropiezan nunca.

Las palomas están familiarizadas con todo, menos, al parecer, con el sonido de las campanas, ya que emprenden de pronto el vuelo como despavoridas. Después me he dado cuenta de que no se asustan, sino que aprovechan ese ruido, que no las asusta en absoluto, como señal, o mejor, como pretexto para ir alegremente de un lado para otro. Aparentemente se produce un pánico general, pero no es más que una... mentira colectiva, cínica y... llena de humor.




Venezia, 21 de febrero

Lo que más apreciamos y elogiamos siempre -un poco a la ligera- en los grandes retratistas es su penetración psicológica, su capacidad de dar con el carácter propio del modelo, del retratado en cuestión. Pero llegar al fondo del individuo, de esa persona determinada, no es más que la mitad del camino a recorrer. Porque no sólo se trata de llegar al individuo, sino de sobrepasarlo, de ir más allá de todo él y toparse de nuevo con el hombre, con el hombre sin más ni más, anónimo; ese hombre que el retratista se había dejado, por unos instantes, a un lado, ocupado y atento como estaba en observar y caracterizar. Es lo que han visto y sabido hacer Jan van Eyck, Tiziano, Velázquez, Rembrandt y... algún otro.

  —95→  

La Margarita van Eyck de Brujas; el Felipe II joven del Prado en Madrid, o el Aretino del Pitti en Florencia; el Papa Doria en Roma, o el Duque de Módena de la Galería Estense en Módena, o la Dama del abanico de la Colección Wallace en Londres, o el Retrato de hombre de la Colección del duque de Wellington en Londres, o el Martínez Montañés del Prado en Madrid; el Retrato de Shaskia del Louvre en París, o el Retrato de anciana de la Galería Nacional en Londres son, sin duda alguna, muy ellos, muy particularmente ellos -parecidísimos, sí, y no sólo en superficie, sino en profundidad-, pero antes y después de ser ellos uno a uno, han sido y seguirán siendo todos el hombre, el hombre general, original.




Venezia, 22 de febrero

Al ver aquí en Venezia algunos techos de Tintoretto he tenido que pensar en Miguel Ángel y en su descomunal techo de la Capilla Sixtina. No porque Tintoretto (que admira a Miguel Ángel) pueda recordarlo, sino precisamente porque no puede en absoluto.

Tintoretto es, desde luego, un gran pintor -un tanto agitanado, eso sí, de una genialidad muy descarada, vistosa, tramposa, atrevida, o sea, de una genialidad sin recato alguno, como también le sucederá más tarde a Picasso-; Tintoretto es un gran pintor, pero... pequeño, corto, es decir, proporcionado a su pobre tamaño natural de hombre. Para llevar a cabo todas esas pinturas de la Scuola San Rocco, de la Madonna dell'Orto, del Palazzo Ducale, se necesitan muchas facultades de pintor, es más, muchas facultades sobrantes de pintor y, naturalmente, un cierto arrojo, pero no se necesita poner en juego nada... sobrehumano, ni se necesita exponer, comprometer nada... vital, central, del ser mismo; el impetuoso afán de Tintoretto no es más que trabajo, arte, profesionalidad monda y lironda. Miguel Ángel, en cambio, en el techo de la Sixtina lo expone todo, lo compromete todo, incluso el propio pellejo -de ahí que más tarde, en la pared final, nos muestre su misma piel colgando como una piltrafa-; muy joven aún ya se lo juega todo a ese... disparate hermosísimo de su gran techo: una inmensa locura que acabará por sostenerse allá   —96→   arriba como un... emparrado, un enrejado de músculos; piernas, brazos, torsos entretejidos, que están aquí, diríase, sin... necesidad; sin necesidad, pero... fatalmente, irremediablemente.

*

A Miguel Ángel siempre se le ha visto como a un ser... titánico, sobrehumano -y hay demasiados motivos para verlo así-, pero la verdad es que yo lo veo siempre, también, como... maltrecho y que vuelve de una batalla... perdida, o medio perdida, o sea, lo veo como que vuelve medio vencido. El genio (parece ser que dice Tolstói) es «no poder dejar de hacer», pero lo patético de Miguel Ángel es que eso, eso que le ha sido encomendado y que no puede dejar de hacer, de cumplir, es... excesivo, desmesurado para él, para sus débiles hombros. Porque a nadie se le ha dado un cargamento tan «pesante», tan grande. En él hay, diríamos, como una desproporción, no entre lo que quiere y lo que puede (pues sólo se trataría entonces de una pobre insensatez humana, demasiado humana), sino una gran desproporción entre lo que él, Michelangelo, es, y lo que más o menos puede, una desproporción, me atreveré a decir, dada, administrada por la misma divinidad -y no como un castigo, como un justo castigo por alguna falta, sino como una... injusticia pura, suya, de la divinidad, o sea, como una enigmática injusticia divina.

La verdad es que Miguel Ángel -no pese a su grandeza, sino por culpa de ella- da siempre una extraña sensación de... fracaso: un fracaso, diríamos, esplendoroso, eso sí, y de una gran hermosura, de una hermosura superior, quizá, porque Miguel Ángel aparece como vencido, como... aplastado por la misma planta del pie... supremo: se siente muy bien de quién es ese pie, su fuerza, su... tenerezza.

*

La escultura de Miguel Ángel no es que sea, propiamente, dramática; el dramatismo que encontramos allí -no tanto en ella, como «allí»- no es un dramatismo   —97→   de tema -Miguel Ángel más bien parece borrar, eliminar el tema, o por lo menos... esconderlo-, ni un dramatismo expresivo, de expresión, sino de relación, de esa relación desigual, desarmónica, penosa, angustiosa, difícil, que se establece siempre entre Miguel Ángel y su obra.




Venezia, 28 de febrero

Después de ver en Ca'Pesaro el magnífico cuadro de Bonnard he comprado una buena monografía sobre el pintor. Este hombre, sincero y auténtico sin duda alguna, parece pintar con dos pinceles a la vez; lo que hace con uno de estos pinceles, lo borra, o mejor, lo emborrona un poco con el otro; hay un pincel que hace y otro que deshace, quedando así en la tela, fijado en la tela, una especie de... movimiento, de vida en movimiento. No es propiamente un truco, no es más que un recurso, un... método legal.




Venezia, 1 de marzo

Al principio, cree uno que las palomas no son más que eso: palomas, mantenidas allí para darle un entretenimiento vivo a la Piazza, una simple diversión, pero después se comprende que lo que hacen es dibujar la plaza, darle su amplitud, su espacio, y ponerle techo, y cielo, o sea, hacer patente su tamaño, su ámbito; no rellenar, sino subrayar un vacío.




Venezia, 10 de marzo

Gide no podía aceptar así como así esa extraña fachada de S. Marco, horrible acaso como ejemplo arquitectónico, pero sumamente hermosa como reliquia, como santa basura, como enigmático desperdicio marino dejado ahí por la marea. Es desde luego difícil de ver, de comprender, porque a veces -todo depende de la luz- es como una   —98→   diadema, o un sombrero maltrecho, viejo, o un crustáceo monstruoso, o un instrumento musical y, claro, todo esto no podemos... juzgarlo así, tranquilamente, con nuestras... pobres y razonantes leyes, sino... vivirlo. Esa fachada, hija de nadie, levantada por nadie, ha ido formándose poco a poco ella misma, y hecha ya un amasijo de riquezas, se ha quedado ahí, en ese rincón, replegada y concentrada como una lechuza.




Venezia, 11 de marzo

La sonoridad especial de las campanas, por la tarde, con frío; todo muy claro, muy recortado, como de hierro, sin distancias, con toda la isla de S. Giorgio aquí, dentro mismo de la Piazzetta.




Venezia, 13 de marzo

Todo esto, ahora, lo veo ya con nostalgia; como desde México.




Venezia, 19 de marzo

Con la marea baja, la ciudad se diría que enflaquece, que se queda en los huesos, y como andrajosa. Pero aun así, qué brillo, qué sonido le arranca la luz.




Venezia, 25 de marzo

El estilo es, en efecto, el hombre... francés.




Venezia, 7 de abril

Irme de aquí no significa, en absoluto, que me voy a Parigi (como reza en cambio mi billete de tren), ni a ninguna parte; una y otra cosa no se... continúan. Irse   —99→   de Venezia es sólo eso, no puede ser más que eso: irse de Venezia y... basta, es decir, es algo que termina, radicalmente, en ese punto.

Una ciudad después de otra, un lugar después de otro, por muy diferentes que pudieran ser, no me habían producido nunca ese corte, esa separación de ahora, entre Venezia y todo lo demás, ya que seguía siendo yo mismo, el mismo que, simplemente, cambiaba de ciudad o de lugar -e incluso de emociones-, pero no de... persona. Pero aquí, después de tres meses largos, soy otra persona. La Serenissima no es sólo una ciudad, un lugar, sino una... existencia, y nos hace, armoniosamente, ser personas de esa existencia suya. Porque si a Venezia le damos tiempo puede empujarnos, enseñarnos a ser, a ser nosotros... en ella, desde ella. Nos ofrece una posibilidad del ser y del vivir; nos da como un... sentimiento de vida, de la vida, un sentimiento nuevo, inesperado -o perdido- de vida. Porque Venezia es, ante todo, un espacio, una concavidad; es la palma de una mano -una mano extendida al aire, a la lluvia, a la luz-; es un refugio abierto, expuesto a la intemperie. Nos acoge en su regazo, nos educa, nos madura; y nos regala una forma de estar, del estar, del sentirnos sin apenas movernos, ya que ese punto en donde por casualidad estamos, en donde por casualidad nos encontramos, es como un centro, un centro... suficiente.




París, 8 de abril

Llegada a París, por la mañana temprano. La verdad es que todo esto le sucede a otro.




París, 9 de abril

Por la mañana, exposición de los paisajistas ingleses, en L'Orangerie, con Sole.

¡Qué extraordinario todo lo que hay de Constable! Turner, estupendo también, claro está, pero muy mal escogido, ya que falta lo más alto suyo, es decir, sus acuarelas, sus anotaciones, sus bocetos únicos, y sobran, en cambio, muchos de esos cuadrotes   —100→   que pintara en tonta competencia con los aburridos y solemnes paisajes de Claude Lorraine.




París, 11 de abril

Por la mañana vuelvo a la exposición de los ingleses. Reafirmación de Constable y de Turner. Después, contemplación -curiosa, gustosa- de Girtin.

*

Desde el Pont Royal, un atardecer desmesurado, inacabable; incluso llegó a darme un poco de miedo, porque más que duración, era inmovilidad, fijeza definitiva, pasmada hermosura... eterna, muerta. El reflejo del sol en el agua, de un rosa metálico. Todo de una gran belleza y grandeza solemnes, pero un tanto... inhóspito.




París, 26 de abril

En los Independientes, casi todo lo que hay, más que ser horrible, es muy pobre. El Matisse es bonito, fresquito, pero tan poca cosa que se desea en seguida un alimento más fuerte, una comida completa. Eso, amigo nuestro, no es pintar, sino tan sólo demostrar que se es sensible, y ser sensible no es, desde luego, ninguna cosa fea, pero sí lo es su deliberada actitud demostrativa, presumida.

La sensibilidad es un don, el buen don de unos dioses... menores. La sensibilidad no es algo a ejercer, a explotar, sino a ir... siéndola, llevándola buenamente, y nada más. Sin presumir.




París, 28 de abril

La razón, en su afán de razonar, tiende a separar unas cosas de otras, y por eso desemboca tan pronto en la abstracción, en la pura abstracción; pero la vida está, precisamente, entre las cosas. La vida, en realidad, no está en las cosas, ni siquiera en los   —101→   seres, sino en la relación, en la comunicación, en la conversación, en la muy estrecha y amistosa unión de las cosas y los seres.

*

A veces, la locura, o también la pobreza extrema -que en algunos casos viene a ser lo mismo-, se diría que conducen, extrañamente, a una como... afinación de lo fino, de lo delicadísimo. (Por ejemplo, la pobre mujer... pobre, casi mendiga, inglesa creo yo, que acude algunas veces al Beaux-Arts, y después de sentarse, pedir su plato y coger su cuchara o su tenedor, empieza esa diminuta ceremonia de comer en público, en un local muy estrecho y repleto, más que con buenas maneras, con una... finura verdaderamente exquisita, como sólo he visto en la miseria o en la demencia.) Tanto en la miseria como en la demencia parece a veces brotar algo muy delicado, y puro, y desnudo, que no son desde luego los consabidos y vulgarísimos buenos modales, sino la finura original, originaria, que hay, escondida, en el hombre, en el ser del hombre, y que sólo puede, acaso, quedar al descubierto cuando el hombre está sin nada, abandonado de todo, despojado de todo, en la indigencia más absoluta.

(He de volver otro día sobre esto.)




París, 29 de abril

El Louvre. Los cuadros hasta tal punto son seres vivos -los cuadros verdaderos, se entiende, porque un cuadro, digamos, de Ingres, como El baño turco, es siempre igual, muerto igual-, hasta tal punto son personas, que pueden muy bien cambiar de humor, de talante, de ánimo. Un buen día la Betsabé es un cuadro especialmente profundo, intenso; otro día ese mismo cuadro amanece un tanto frío, inexpresivo; otro día se nos planta delante, sin más ni más, con descaro, como una flor...




París, 2 de mayo

El Louvre. Lo que tanto le gustaba a Cristóbal en el cuadro de Las argelinas de Delacroix era, sin duda, la reunión, la cita en él de muchos y muy suculentos motivos   —102→   pictóricos: brocados, filtrada luz de harén, zapatillas moras, brazos, piernas; a Cristóbal le hubiera gustado pintar, no ese cuadro, ni siquiera ese tema, sino las apetencias pictóricas que suponía, y eso le hacía pensar, de buena fe, que debía gustarle. El cuadro es, desgraciadamente, malo, artificial.




París, 16 de mayo

Hay en los cuadros de Van Gogh como una especie de prisa, que no es la prisa de la vida, ni la prisa de la locura -que viene, quizá, pisándole los talones-, ni la prisa de la obra -que también apremia-, ni siquiera la prisa de la muerte -que siempre anda por ahí-, sino la prisa del... espíritu, sin más.




París, 20 de mayo

Exposición de Picasso. Magnífica. ¡Qué salud eterna! Claro que eso: su salud, es acaso lo único eterno que hay en él y en su obra; todo lo demás es... perecedero.

*

Por la noche, Alicia Markowa en Giselle. Sole, tan enemiga del ballet clásico, más que nada por su devoción a la Duncan, tiene que confesarse a sí misma -porque Sole únicamente se confiesa ante sí misma- que la Markowa está... «sublime». Sí, se diría que ha ganado en algo, no se sabe muy bien en qué, quizá en una especie de... terminación, de... acento.




París, 23 de mayo

La profesora de canto, prima de L. Su sombrero es, más que precioso -que lo es-, muy expresivo, vivo, vívido; de un artisticismo, diríase, como sin esperanza ya. Es un personaje muy desencantado, pero en pie todavía, erguido, irguiéndose sin convencimiento, pero con... ilusión.



  —103→  
Lisboa, 26 de mayo

Lisboa me recuerda, de pronto, en tal o cual esquina, a Cádiz, aunque Cádiz sea muy plana y Lisboa no; acaso el color fácil de las casas, cierta alegría marina, una blancura banal, como un blanco vacío, de vacío. Parece un poco una ciudad andaluza, de una Andalucía del norte, de una Andalucía... alemana. Hay en ella también, y muy evidente, algo oriental, pero no es más que como un espolvoreado por encima de toda esta ciudad rara, distante.




París, 12 de junio

El Jeu de Paume. En Sisley hay siempre un cierto ahorro; un ahorro que a veces puede resultar una síntesis, y otras veces resulta, más bien, una escasez. En Toulouse-Lautrec, por el contrario, ¡qué despilfarro! No. ¡Qué lujo!

*

Van Gogh. La Guinguette es, decididamente, un milagro. La golondrina, que no había visto hasta hoy, es casi como un grito, no una golondrina, sino tan sólo su grito -solo- de golondrina. La individualidad de cada cosa, de cada banco del jardín, de cada mesa, de cada pareja, de cada enredadera. ¡El cielo! Un cielo gris, o más bien sin color. Una tristeza infinita, pero sin quién, sin qué ni dónde, una tristeza que no es de ese lugar ni de ese momento, de ese atardecer, sino que se diría más bien la tristeza de Van Gogh, tan simple, de haber comprendido a fondo la realidad entera, completa, la realidad que con tanta alegría ansiaba comprender.




París, 14 de junio

El retrato de Vollard, pintado por Cézanne en «cien » sesiones, es horrible. Es un cuadro ciego, zopenco, terco, sordomudo, taponado, empastado, cerril. Es como   —104→   una exhibición de impotencia. Cézanne creyó, de buena fe, que una cierta dosis de... geometría lo llevaría de la mano, fatalmente, al punto justo. Pero la geometría sólo puede llevarnos a la justeza geométrica, y... se acabó: no da un paso más.

Miguel Ángel, por culpa de su endemoniada terribilità, también nos da algunas veces ese patético espectáculo de impotencia, pero claro, se trata siempre en él de una impotencia esplendorosa, grandiosa, terribile. La de Cézanne es una impotencia... pequeña, modesta.




París, 15 de junio

Chardin tiene, en el Louvre, una naturaleza muerta con jarra, caja de madera, pipa, y no sé qué más, que es verdaderamente un cuadro extraordinario; pero... se acabó. Todo lo demás suyo es muy basto, y, de pronto, cursi; porque el buen ciudadano francés pasa de la basteza a la cursilería, sin pasar nunca, ni un momento, por una... aristocracia. Corot nos da, a su manera, ese mismo espectáculo.




México, 18 de junio

Llegada a México. Atontamiento y cansancio. Una cierta alegría. Sensación de ceguera. Algunos buenos amigos han venido a recibirme. Un cielo espléndido, de una belleza desmesurada. Todo parece asentado en su lugar. No, no falta nada, o casi nada. Falto... yo. Veremos cuándo llego.







  —[105]→  

ArribaAbajoCarta a un Andrés

  —[106]→     —[107]→  

Para Andrés Peláez

No, amigo Andrés, yo no he dicho que «la modernidad» no exista, sino tan sólo que... no importa, que no puede importarnos, porque eso, «eso» tan endeble, tan de superficie, tan de pasada, que llamamos «modernidad», no tiene valor propio, valiosa sustancia propia. La modernidad no es, no puede ser -nunca-, valor, como estúpida, frívola y descuidadamente hemos terminado por suponer, la modernidad no puede ser más que un simple... estado por el que pasan -y pasan irremediablemente- las más o menos pobres obras de arte nuestras, pero sin formar parte -carne- de ellas. (No podría decirse con exactitud cuándo ni dónde empieza esa disparatada obsesión nuestra de querer ser modernos por encima de todo y de que nuestras obras sean modernas a costa de todo, pero acaso habría que ir a buscar, a rastrear su inocente chispa primera en el Renacimiento mismo, es decir, en algunos jugueteos, entretenimientos o competiciones renacentistas, aunque, claro, esa idea tan alegremente insensata de una modernidad como valor se manifestase entonces, en todo caso, con una graciosa desenvoltura que ahora ha perdido por completo, hasta el punto de convertirse en algo terriblemente solemne, casi fúnebre, mortuorio, sobre todo en los setenta y tantos años últimos, medio enterrados como estamos en ese oscurantismo cerril, servil, senil, de una mostrenca modernidad sobrepuesta, tiesa, artificiosa, mecánica, maniática, forzada, inmovilizada, establecida y... ¡oficial!)

Claro que existe... otra cosa -una especie, diríamos, de energía soterrada- que acaso también puede (y con mayor motivo) ser considerada «modernidad», pero no es, entonces, en absoluto, esa petulante modernidad exterior, vistosa, brillosa, fugacísima, que todos sabemos, sino otra más secreta, más verdadera: es una modernidad que no consiste en ir sacándose de la manga, sin ton ni son, míseras novedades pueriles, tontas, tontucias, sino de dar vigorosa vida sucesiva a lo de siempre, a lo fijo de siempre. Porque si «clásico no es más que vivo», moderno no puede ser más que vivo también; pero claro, vivo de... vida, de vida vívida, sanguínea, no de esa seudovida -que no es más, en realidad, que una pobre agitación, un simple trajín, un ir y   —108→   venir vacío, en el vacío-, no de esa seudovida activa que el historiador -todo historiador- confunde y toma siempre, sin remedio, por la misma vida central, real y verdadera.

En el acompasado fluir del arte han surgido, de tanto en tanto, algunas novedades legítimas, genuinas, pero han sido siempre novedades involuntarias, novedades... sin querer, o sea, por melodiosa fatalidad. Dejando a un lado, por ahora, la descomunal novedad perenne, permanente, de Fidias -o de quien sean esas esculturas actuales del Museo Británico, que se parecen tan poco a todo el resto de la estatuaria griega, es decir, de la estatuaria antigua-, en Giotto, por ejemplo, percibimos muy bien, más que una novedad propiamente suya, la novedad que le ha sido encomendada, prestada por la Pintura misma, y que vemos asomarse a la superficie de su obra como un rubor apenas, como una sofocación medio escondida: es ésa la forma que tienen de presentarse ante nosotros las novedades profundas, oscuras. Esa especie de «sofocación» de lo secretamente nuevo, también la percibimos en Masaccio, y en Miguel Ángel, y en Van Eyck, y un poco más tarde en Tiziano (no así en Tintoretto, como podría suponerse a la ligera, ya que se trata, sin duda, de un artista muy original, pero de una originalidad deliberada, desvergonzada, caprichosa, vistosa, extravagante, artística, estilística -todo eso aparte, claro, de ser un gran pintor-, y no de una originalidad... originaria, orgánica, de raíz, de ley; y lo mismo sucederá con el Greco, consecuencia directa suya y estrambótico, vicioso manierista genial -tan idolatrado por la muy agitada «modernidad» de 1908, 1928...-, pues ni Tintoretto ni el Greco son portadores, a portadores de novedades reales, sustanciales, sino inventores, ideadores, osados y cínicos improvisadores de novedades particulares suyas, personalísimas, es decir, postizas). También sentiremos la recia y suculenta novedad de Rembrandt, sobre todo en esos garabatos medio chinos de sus dibujos; y, por fin, un buen día veremos acercársenos mansamente, sin descaro alguno, «sin ser notada», la desnuda novedad suprema y... última de Velázquez. Y... no hay más, o no hay apenas más; se acabaron, por lo visto, las novedades naturales, medulares: se diría que todas las novedades posibles, que iban a ser posibles a lo largo del tiempo, existían ya desde un principio, desde el principio -es decir, desde cuando se concibiera, de una vez por todas, el vigoroso cuerpo completo de la Pintura-; existían de antemano, sí, aunque subyacentes y silenciosas, como en espera de su puntual y fatal necesidad; ahora, con   —109→   la extraña aparición de Las Meninas, de El niño de Vallecas, del Argos, del paisaje azul de la Villa Medici, del Bufón don Juan de Austria, se habían agotado todas nuestras reservas de novedades irremediables, ineludibles: habían ido subiendo, diríase, del fondo mismo, primitivo, de la Pintura, hasta la misteriosa exterioridad presente de su rostro; era como si ella, después de algunos siglos de azaroso y difícil crecimiento, alcanzara su mayoría de edad, una edad, diríamos, plena, definitiva y permanentemente adulta, sin decadencia ni vejez.

No, no es que se diga aquí (como acaso podría pensarse) que Velázquez ha llevado la Pintura a una especie de tope, de última perfección final (entre otras cosas porque la idea de perfección es absolutamente extraña al arte, al arte verdadero -es decir, nacido vivo-, como le es extraña también a la vida real misma, ya que la vida no puede ser perfecta o imperfecta, sino... viva nada más; y el arte creación, después de muchas y muy vanas averiguaciones, terminaremos viendo que no pertenece propiamente a la Cultura -que es a donde íbamos, con tanta necedad, a buscarlo, a interrogarlo-, sino a la Vida, a la vida animal monda y lironda; porque el arte, cuando no es un juego ocioso, lujoso, estéril, ni ese otro quehacer, tan opuesto, pero igualmente ridículo y triste, de un arte... útil, eficaz -como han querido los socialismos-, es decir, cuando no se le desfigura ni se le fuerza a representar uno de esos dos caricaturescos papeles -el del arte puro por una parte y el del arte aplicado por otra, o lo que es peor todavía, una versión combinada, mezclada, de uno y otro-, cuando, en fin, los... comediantes no logran hechizarnos o entontecernos con alguna de estas tres comedias -a veces incluso muy bien representadas, recitadas con talento, y hasta con genio-, el arte, entonces, vuelve sencilla y tranquilamente -modestamente- a su más alto ser, a su enigmático ser natural, animal; o mejor, no es que vuelva: está ahí desde siempre -hasta siempre-, formando parte, siendo parte de un secreto fecundo). No, Velázquez no es que haya topado con la perfección -¡qué tontería!-, ni que haya llegado a meta alguna, ni a ningún final de ningún camino. (No se trata aquí de participar en una carrera de obstáculos, ni de competir en nada, ni siquiera de avanzar, de progresar...) Velázquez no se afana lo más mínimo, no se agita, no actúa apenas; es como si la Pintura, de cuerpo entero, actuara en él, a través de él, ya que lo ha reconocido en seguida como auténtico creador, como hombre creador, como animal creador, como animal obediente, como criatura obediente,   —110→   como criatura creadora, es decir, pasiva; el creador auténtico no hace sino... ceder a la creación, consentir en la creación, y, desde luego, sin imponerle a ésta nada, sin añadirle nada. «No se busca, se oye», dice Nietzsche. Claro que para eso, para oír, y para oír eso, hay que disponer de un oído muy fino, de animal muy fino, y el artista, ya se sabe, el artista artístico, puro, no oye nada, no puede oír nada, entre otras razones porque no escucha, porque no puede, quizá, escuchar, de tan atareado como se encuentra con la ideación y la construcción de su admirable artefacto artístico. El artista-artista se encuentra tan lejos de la fina animalidad de la naturaleza que, claro, no puede oír nada; el hacedor o componedor de esas obras de un arte tan puro, tan absoluto y tan... abstracto (pero ahora no se alude aquí a ese tristísimo cultivo de lo abstracto que puede verse en las obras artificiales y falsas de un Kandinsky, por ejemplo, o en esas otras, de un Mondrian, más limpias quizá, más tontamente limpias, es decir, de una bobería espiritualista tan extremada, tan colmada, que casi fanno tenerezza; no, no se habla aquí de ninguno de esos tercos y caricaturales abstractos de profesión, muy ciega y formalmente afiliados a una especie de partido, la estrechez de un partido, y autores, inventores, constructores, fabricadores, pergeñadores todos ellos de unas... cosas sumamente pedestres y chatas -salvo, acaso, tal acuarela o tal dibujo de Paul Klee, ya que por encima de su fanática esquematización estéril suele asomarse allí, aunque diminuto, un sentimiento muy auténtico, un pálpito muy real-; aquí se habla del artista-artista grande, que puede muy bien ser, incluso, el propio... Praxiteles, o Leonardo o Holbein, o Góngora, o Bach...); el artista-artista, puro, absoluto, abstracto, es decir, hecho abstracción él mismo, separado de todo, encerrado sin respiro en su propia y rigurosa caja de artista, no puede -por muy grande que éste sea- oír nada, no puede... recibir nada. Todos estos grandes y magistrales autores -en aquellos casos en que, verdaderamente, sean grandes y magistrales- nos entregarán, pues, obras cumbre, perfectamente logradas, alcanzadas, terminadas; obras, por supuesto, de una gran belleza, de una belleza casi mineral; obras, sí, de muchísimos quilates, pero... sordas, y también, en definitiva, mudas.

Vemos que siempre han existido, por un lado, las obras propiamente dichas, las obras de arte, de arte-artístico (algunas sumamente admirables y valiosas), y, por otro lado, han existido... las criaturas, es decir, unas obras que no son obras, sino seres, seres de un arte que tampoco es arte, sino vida. Es ésa, sobre todo, la gran diferencia   —111→   -con otras muchas, claro-, la diferencia, diríamos, radical que ha podido verse siempre entre la pintura de Picasso y... todo el resto, y los restos, de la muy ajetreada pintura moderna de nuestros días, es decir, de los últimos setenta y tantos años. Pero esta diferencia tan radical, y tan evidente, sólo ha sido notada por tal o cual simple catador común, por algunos espectadores, gustadores comunes, o sea, por algunos testigos naturales, libres y... directos, pero no ha sido vista, en cambio, por la muy cegata y mecánica Historia, pues ella, sin duda de buena fe, lo que quiere más que nada es... historiar, historiar afanosamente, historiar por encima de todo; dejarlo todo historiado, es decir, encerrado y registrado, pero completamente a oscuras; metido todo en un saco, en ese gran saco, ya tan repleto, del novelón de la Historia, de la novela por entregas de la Historia del Arte (que hoy es más bien como una mezcla de novela policíaca y ciencia ficción); todo queda historiado, sí, pero sin luz, sin esa luz que todo aquello que es real necesita para vivir, para existir, para ser, la luz que todo ALGO necesita para ser verdad. Se diría que el disparate original de la Historia es su ingenua y ciega credulidad en el mero acontecer, en el mero suceder; en su obsesión de historiarlo todo, no caerá en la cuenta de que no es real -luminosamente real- todo eso que, sin embargo, acontece, sucede, o parece suceder, estar sucediendo. Picasso no es que sea más y mejor inventor de... formas nuevas, o de... ocurrencias nuevas, o de... sustos nuevos, que sus contemporáneos -es, principalmente, lo que se le ha reconocido, aplaudido e «historiado»-; Picasso no es que sea superior a los demás «modernos» -aunque también lo sea-, sino que es todo él, radicalmente, otra cosa, es decir, no es cosa, es el único artista (quizá con Stravinski) que no es, en todo lo que va de siglo, artista moderno, esa «cosa» que es ser eso: artista-moderno, sino un naturalísimo animal-creador, un creador de... criaturas, de criaturas vivas. Porque Picasso, aunque haya podido jugar algunas veces a ser moderno, ha sido siempre por el simple, sano y alegre impulso vital de... jugar, y nada más; no ha tomado nunca en serio la causa de la modernidad -como en cambio la han tomado en serio, ridículamente, solemnemente, totalitariamente, los artificiales-; Picasso ha jugado algunas veces, por fuera, a la modernidad (y entonces, de eso tan endeble, tan de pasada, nos ha dado, claro, una versión maravillosa), pero ha obedecido siempre, en lo profundo, a su naturaleza original de animal antiguo, de animal creador; Picasso, más que obedecer a una idea postiza de modernidad, obedece a esa especie de energía soterrada   —112→   que consiste en dar vigorosa vida sucesiva a lo de siempre, a lo fijo de siempre. Picasso, a fin de cuentas, es moderno, como es moderno Fidias y Giotto y Van Eyck y Masaccio y Miguel Ángel y Tiziano y Velázquez; es moderno como ellos, pero... no más moderno que ellos. Porque moderno no puede ser más que simplemente vivo.

España, 1978



  —[113]→  

ArribaAbajo Milagro español

  —[114]→     —[115]→  

ArribaAbajoPastora Imperio

Bailar lo que se dise bailar, ha de ser de sintura para arriba.

PASTORA IMPERIO                


Si no recuerdo mal, hacia 1933 reaparecía en un teatro de Madrid, casi vieja y muy gorda. Sobre las cortinas del fondo habían pintado la Giralda y unos claveles -óleo sobre seda- de un mal gusto, de una falsedad y un panderetismo conmovedores; Pastora salió a escena con su famoso brazo en alto y en esa postura erguida, desafiante, típica del flamenco y que no constituye propiamente paso de baile alguno; no es, todavía, baile, sino acaso lugar, el lugar, la creación del lugar en donde el baile va a suceder. Ese momento, en ella, era de una arrogancia milagrosa, única, ya que no tenía -como el de Carmen Amaya y otras «bailaoras» y «bailaores»- ningún satanismo; no era una arrogancia insolente, sino alegre, dichosa. Me di cuenta en seguida de que estaba delante de algo irrepetible; comprendí que en Pastora no se trataba de bailar muy bien, extraordinariamente -antes, quizá, ya se había bailado como ella y quizá incluso mejor que ella-, comprendí que no se trataba de hacer, sino de ser. Pastora es irrepetible, no en la medida que es irrepetible algo, sino alguien. Eso que ella bailó, aunque se bailara igualmente bien, sin Pastora no sería más que baile, porque cuando algo ha sido habitado así, después se vacía, se vacía sin remedio. Esa noche de su reaparición, al marcharse de escena después de marcarse unas «bulerías», sentí como si de pronto me quedara solo, abandonado, despojado; en su postura clásica, taconeando muy leve, se iba por entre bastidores y yo, calculando los pasos que faltaban para desaparecer, sufría la emoción de esa hermosura casi dolorosa, tensa, atirantada, que sólo puede darnos lo que sucede en el tiempo, es decir, lo que sucede en el tiempo y que, sin embargo, no pertenece a él: la música, el baile, los toros. Los entendidos le criticaban a Pastora sus impurezas, porque se había entregado, en efecto, a cierto cupletismo, es decir, había hecho concesiones a un gusto un tanto plebeyo,   —116→   había pisoteado su origen puro, popular y, en cambio, no había compuesto -como hiciera Antonia Mercé, La Lista- un danzarínismo estilizado. No se comprendió que Pastora no podía sentir ningún respeto por su propia autenticidad, por su pureza, puesto que las rebasaba, las sobrepasaba; ni podía, claro, estilizarse, disfrazarse. Pastora no era la fidelidad -como La Macarrona-, ni la estilización -como la Mercé- porque ella era el espíritu, el Espíritu Grande, y el espíritu grande no acepta prisiones, está libre, a salvo de todos los compromisos morales y estéticos. Pastora no necesitaba comportarse pura, para serlo; porque no era fuera, sino dentro y en el centro de su persona, donde estaba su invulnerabilidad, ya que su pureza no era, como en tantos otros, un simple estado de abstinencia.

1952



  —[117]→  

ArribaAbajo Galdós

A Galdós me lo figuro dando vueltas y vueltas por Madrid, sin prisa, claro está, pero no a la manera del paseante o del ocioso, es decir, no con el placer del paseante ni el cinismo del ocioso, sino con ese paso de perro callejero que no es propiamente una lentitud, sino una sapiencia; porque eso que en los perros callejeros puede parecer vaguedad de objetivo no es más que sabiduría, sabiduría profunda, convencimiento de que no hay lugares absolutos adonde ir. Galdós, con su gabán y su bufanda, parecía un mendigo de calidad, un mendigo que no pide, que recibe todo pero que no pide; y la realidad se le iba entregando así, cordialmente, sin violencia, sin conquista, sin estudio. Flaubert (un gran artista indudable pero menos elegido) tiene una actitud tan estudiosa ante la realidad que, claro, ésta muchas veces huye, huye ofendida a entregarse a otro, a otro que no la observe como un fenómeno, sino que la mire como un amigo, como un hermano; es el secreto de Galdós, tratar a la realidad como a una igual suya, es decir, sin servilismo ni altanería y, claro, sin objetividad, sin el insulto de la objetividad. Los sucesos más sorprendentes, más monstruosos, más inverosímiles, los ve Galdós con una gran naturalidad porque, en vez de mantenerse en esa actitud grosera del que asiste a un espectáculo, se presta delicadamente a ser un amigo de esos sucesos -no a tomar parte, partido en ellos, ya que eso sería meterse donde no le llaman-, se presta, sencillamente, a ser un semejante de la realidad para que ésta no pueda sentirse abandonada ni observada; Galdós no es que se mezcle y se pierda en lo real, sino que se solidariza con la realidad sin inmiscuirse en ella, y una vez solidarizado, hermanado, nada de esa realidad puede extrañarle. En los grandes novelistas es fácil descubrir dos actitudes, la del impertinente objetivo -Stendhal- y la del generoso náufrago -Dostoievski-, pero es difícil encontrar una actitud piadosa como la de Galdós. Flaubert creía ser la Bovary, pero no se trata de ser los personajes por dentro ni de contemplarlos a distancia, sino de convivir, de acercarse a ellos sin pasiones y sin aprovechamientos. Hoy, después de algunas tonterías del 98 sobre Galdós, parece despertarse una nueva estimación por él, pero los   —118→   investigadores, los historiadores, los críticos -como siempre- remueven afanosamente todo el material de sus novelas y se disponen a medir y a pesar la prosa, el estilo, la composición, la veracidad, la fantasía, los símbolos, sin comprender que, mientras se entregan a ese trabajo miope, se les escapa su grandeza. La grandeza de Galdós no la encontraremos nunca en la composición ni en el contenido de sus novelas, sino en la relación armoniosa que ha quedado establecida, milagrosamente, entre él y la Realidad.

1952



  —[119]→  

ArribaAbajo José Gutiérrez Solana

La mayor desdicha de Solana es haber llegado a la pintura española completamente a destiempo; su aparición resulta, mitad y mitad, un brote tardío y una temprana resurrección. Pero es, desde luego, un milagro, en bruto si se quiere, pero valioso, que no se ha comprendido todavía (Ramón Gómez de la Serna, en su mezquindad de gran artista, sólo vio en Solana lo que éste tiene de material aprovechable, de material ramoniano, de fisonomía profunda, ya que Ramón sólo comprende el carácter y no el sentido de las cosas, es decir, que no llega nunca a encontrar significaciones), el caso de Solana es milagroso porque estando sentado, y casi inmóvil, en medio de su brutalidad, baja hasta él la voz grande, la voz recia de la pintura española, una voz que había quedado cortada, interrumpida por la tisis del presente. La pintura de Solana está llena de desaliño, de insensatez, de bajonazos, es decir, de mala «factura», pero nos hace sentir que estamos de nuevo en el toreo, que de nuevo se torea, que hemos vuelto a la plaza, al redil español. Solana vuelve a tomar la pintura por los cuernos y nos vuelve espectadores de su valentía, de su arrojo, de su locura; todo este espectáculo desgarbado, de pueblo, mezcla de generosidad y miseria, disgusta a muchos, pero claro, son siempre esos muchos que no comprenden, no a Solana -ya que eso quizá no tendría gravedad-, sino que no comprenden nada de la vida, de lo vivo, de lo real vivo, y que son como una clase extraordinaria de envidiosos, de envidiosos profundos, no envidiosos de otras personas, sino de la vida real misma, y por eso intentan retocar la realidad, encontrarle defectos; pero la realidad viva no tiene defectos, no puede tener defectos porque ella no es obra, no es una obra... puesta a juicio; lo que puede juzgarse es todo aquello que ha sido hecho, pero no lo que ha sido nacido (de ahí que la crítica de arte sea un absurdo y un imposible, porque el arte, como se sabe, no pertenece a la especie de las cosas hechas, sino nacidas); todo puede juzgarse, incluso la naturaleza, lo que hace la naturaleza, pero no lo que la naturaleza es. Solana desagrada, no sólo al público, sino a entendidos, porque da siempre ese espectáculo burdo, desarrapado, torpe, sin comprenderse que todo eso es él   —120→   mismo, su ser mismo, su naturaleza misma -sobre la que no tenemos derecho alguno- y no su calidad. Su calidad -sobre la que sí tenemos derechos- es milagrosa porque se levanta airosamente de un centro que parecía inservible, de desperdicios, de basura. Solana es como una novela de Galdós de la que se han perdido o traspapelado páginas y nada concuerda ya, en donde los hechos no coinciden, no coinciden pero existen.

1952



  —[121]→  

ArribaAbajoCarta a un músico amigo sobre Victoria de los Ángeles

Ya sabes que desde hace mucho vengo acariciando la idea de escribir unas páginas sobre la muy sutil y vigorosa singularidad de Victoria de los Ángeles, o, más exactamente, sobre ese... milagro musical suyo -quizá sólo suyo en todo nuestro tiempo, o, por lo menos, muy decididamente suyo, aunque puedan existir otros, ya que también hemos podido oírles música verdadera, primordial, originaria, a una Wanda Landowska, a un Walter Gieseking, a una Marian Anderson, a un Casals, a un Segovia, y... a muy pocos más-; páginas, claro es, que irían a juntarse con otras muchas de ese apartado de mis escritos que llamara, precisamente, «Milagro español», y del que sólo se conocen algunos fragmentos. Pero he ido dejándolo siempre, sin prisa, ni... pereza, para más tarde, quizá porque no se trataba (como pude darme cuenta en seguida) de algo... temporal.

La música, la música verdadera, cierta, no es algo que suena y que sucede en el tiempo, sino algo, diríamos, mucho más inasequible, más difícil, más recóndito; algo que ya existe, sin duda, antes de sonar, y que... permanece después de haber sonado, o sea, algo que está perennemente ahí, en una especie de silencio vivo. Lo demás -todo eso que sólo se produce y existe en el tiempo-, ya se sabe, no es más que ruido (como dijera aquél), un ruido más o menos feliz y más o menos meritorio; es un ruido demasiado material, es una ruidosa materialidad, vacía precisamente de música, y que, confundidos, buscan afanosamente y escuchan arrobados multitud de... melómanos, musicólogos, críticos y... gustadores. Sí, así es de rara y enigmática la substancia de la música, como lo es asimismo la substancia del baile o la del toreo -por lo demás, entreverados también de música-, ya que por un lado parecen darse y manifestarse en el tiempo, y por otro sabemos que no pertenecen a él.

En realidad, ninguna de las artes -la poesía, la música, la pintura, la escultura, el baile, el toreo- pertenecen al tiempo ni al... espacio, mientras que nosotros sí; de ahí su dificultad extrema, ya que tanto creadores como gustadores tendremos que llevarlas   —122→   a cabo y gustarlas en una especie de terreno de nadie, desértico, de una soledad radical, aunque no dramática, sino rica y vívida. Escribir poesía o música, pintar, modelar, bailar, torear, e incluso todo ello hacerlo magistralmente, no es que sea fácil, claro, pero la verdadera y más seria, más profunda dificultad es muy otra: es poder, llegar a poder, desde aquí, entrar en relación, en comunicación, con lo de allí, con aquellos enigmáticos manantiales.

La relación, la comunicación de Victoria de los Ángeles con la música (como ya te dijera, hace años, en Roma, donde la oímos juntos) no es sólo una relación de intérprete, de gran intérprete, sino de... creador, y no porque altere la escritura de Haendel, Mozart, Schubert, Massenet, Debussy, sustituyéndola con una invención propia, sino porque, antes de tropezarse con la escritura de éstos, parece como si se hubiese tropezado ya con ellos en... la música, en la concavidad de la música, en donde habita la pura y sola música -pues no hay más que una-; se encuentra con ellos, diríamos, allí, y ya con ellos, con cada uno de ellos, y junto con la música que ha ido, como ellos, a recoger en la fuente misma, primordial, de la música, puede venir hasta nosotros para darnos, no una versión -no una interpretación- de tal lied de Schubert o del Porgi amor de Mozart, sino algo, diríase, como una... totalidad.

La mejor crítica especializada -la mejor posible, pero siempre, claro, como es su costumbre, sin espíritu- ha podido, con sobrada razón, señalar en Victoria de los Ángeles su «elegancia de estilo», su «fraseo excepcional», su «dicción clara y limpia», la «belleza de su voz», la «pureza de su timbre», la «facilidad de su técnica», el famoso «velutato», e incluso algunos críticos... mejores han podido entrever, entreoír, intuir... eso que hay, decididamente, en su canto, de tan singular, de tan inefable. Pero ahí se detiene todo. Porque a la crítica -no sólo a la crítica de música, sino a la de cualquiera otra de las artes- no se le ocurre nunca pensar en el... espíritu, y mucho menos, claro está, en el... alma. Pero esos dos misterios existen. Es decir, casi no existe más que eso verdaderamente.

El día en que le oyera la Manon de Massenet pude darme cuenta de que Victoria no es, simplemente, una gran cantante -aunque, claro, también lo es-, sino algo más, mucho más, o sea: un gran espíritu. Conforme avanzaba esta ópera, me atreveré a decir, finamente dulzona, me di cuenta de que Victoria, sin falsearla, sin retocarla lo más mínimo, iba, diríamos, elevándola, no haciéndola otra, sino subiéndola hasta   —123→   sí misma, hasta la ópera misma que no había logrado ser, pero que estaba allí como agazapada, como escondida. Me di cuenta de que Victoria había llegado, con el sentimiento -no con un sentimiento... sentimental, sino musical, estrictamente musical-, al centro de una ópera más bien modesta, aunque inspirada, y había encontrado en su dentro a un músico tan sensible, o más, que Massenet, pero sobre todo, mucho más fuerte. Había visto, sentido, que en Massenet dormía Debussy, y Victoria lo había despertado, lo había evidenciado, como sin querer.

Todo esto no es todo, pero no quiero adelantarte cosas que no están completamente decididas. Sigo, pues, trabajando.

En cuanto a eso de procurar ser o hacerme más... comprensible, no pienso dar ni un paso, y no por una terquedad que sería estúpida de mi parte, sino porque no tiene ningún sentido eso de «hacerse comprender» -en realidad, comprender es una cuestión del otro-; debemos, eso sí, expresarnos con la mayor claridad posible, pero no hacernos comprender, ya que entonces nos pasamos peligrosamente al terreno ajeno del vecino, o sea, nos alejamos de nosotros, nos falseamos.

1985





  —[124]→     —[125]→  

ArribaAbajo Epílogo para un libro de poemas de José Bergamín

  —[126]→     —[127]→  

Nadie, en las confusas letras españolas de nuestros días, ha podido ser tan confundido y tomado por otro como José Bergamín. Quizá el propio Bergamín ha creído ser otro, o ha cedido, con cierta coquetería, a ese traspapelarse en otras posibilidades suyas, muy suyas, pero que no eran, acaso, su ser más intimo y verdadero, sino más bien como un lujo de sí mismo. «Se nos debe confundir con otro», dice Nietzsche. Es, pues, bueno que se nos confunda. ¿Por qué?, se dirá. Pues... porque sí -Nietzsche, como se sabe, habla siempre desde ese clima duro, crudo, de su vigorosa verdad indemostrable-, y también, quizá, porque ser confundidos con otro nos resguarda, nos preserva, nos ahorra, más aún, nos permite ser aquello que más intensamente y centralmente somos; ser confundidos con otro nos mantiene intactos, incontaminados, limpios; siempre, claro es, que se tenga fuerza suficiente para afrontar la desalmada y pura soledad en que ese trueque nos deja tirados.

En 1923 Bergamín aparecía en el ruedo de las letras con un libro, aparentemente, aforístico, pero ahora nos parece entrever que se trataba, en realidad, de un disimulado libro de versos; todos esos renglones de El cohete y la estrella son como una indecisa forma de versificación, sin duda provocada por esa especie de pudor o de timidez que nos parece descubrir en nuestro joven debutante; se diría que Bergamín retrocede, alarmado o avergonzado, ante la tentación del verso. (Es algo, desde luego, insólito ya que no hay nada tan cínico como ese juvenil impulso versificador.) ¿Qué podía, pues, cohibirlo, entrecortarlo así? No una, sino muchas cosas; algunas muy vagas y subterráneas. Por una parte, el peso, el contrapeso de su endiablada inteligencia, es decir, de una inteligencia, no ya extrema, sino... excesiva -muy temeraria, además- y, por lo tanto, entorpecedora, incómoda. Quizá tampoco resultara muy fácil confesarse a sí mismo una descarada vocación de poeta -oficio, como se sabe, un tanto ridículo y desarrapado-, sobre todo para quien, como él, nos llegaba de una atmósfera familiar castiza, buenamente conservadora, de simpático señorío andaluz afincado en la Corte, sin olvidar el acento especial que ha de poner en la vida de un jovenzuelo sensible el hecho de tener un padre demasiado famoso, demasiado público, y sufrir la consabida vigilancia de varios hermanos mayores. Pero la   —128→   causa principal de su abstinencia habría, acaso, que buscarla en la poesía misma que por entonces se estilaba e iba desplegándose sobre «el vistoso tablero del presente»; ese tablero del simple y accidental acontecer histórico, siempre epidérmico, y que cada generación nueva vive, de manera insensata, como algo profundo y definitivo. En esa superficie del agitado trajín estético, a la luz engañosa del día, del deslumbrante día actual, es en donde suceden los hechos puros, es decir, vacíos -que críticos e historiadores toman siempre por el objeto real y central de sus estudios-; en esa superficie es en donde se producen las innovaciones, las vanguardias, los movimientos, pero no la creación artística verdadera, pues ésta fluye siempre igual y muy silenciosamente. (Los viejos pintores y poetas chinos y japoneses tuvieron muy clara conciencia de todas estas cosas, y mientras nosotros, llenos de frívola petulancia occidental, íbamos acumulando novedades, modernidades, invenciones, experimentos, conquistas -hasta formar todo ese riquísimo basurero en que nos encontramos-, ellos se mantenían, durante más de veinte siglos, no inmóviles, como tontamente se suele pensar, sino firmes en su esencia única.)

De 1920 a 1930, y a la sombra de dos relumbrantes personalidades -Federico García Lorca y Rafael Alberti, de quienes se hacían remedos e imitaciones-, surgieron innumerables e irresponsables revistas de poesía que, claro es, no podían animar a nadie medianamente consciente a escribir en verso -y el joven Bergamín no era un consciente mediano, sino excesivo- porque envalentonaban y ponían en circulación un tipo de gracia versificadora muy frágil, muy gratuita, muy cantarina, o sea, completamente inútil; pero, por otra parte, todo aquel canturreo vacuo era tan vistoso, y resultaba tan alegre, incluso tan vívido, que, por un momento -unos años-, pudo parecer un agua fresca, benéfica, que le llegaba a la poesía moderna española, muy legítimamente, desde el fondo de una riquísima tradición popular. Fue Lorca, sobre todo, quien con más fuerza y por más tiempo mantuvo en casi todos nosotros esa engañosa ilusión, apoyándola con su plebeyo genio de parloteo sin fin; un parloteo, claro es, que terminaría por empujarlo fatalmente al teatro, a ese teatro suyo, no propiamente poético, como se supone, sino imaginístico, lleno de imágenes y de imagen, pero vacío de sustancia poética, vacío de poesía. Aquellas destempladas y extemporáneas explosiones de lirismo se habían impuesto de tal modo, con esa terca y tiránica necedad de la moda, que, incluso para quien instintivamente no gustaba de   —129→   ellas, venían a ser como algo inevitable, y hasta obligado, del poetizar mismo. Existían, o parecían existir, tres excepciones: Jorge Guillén, Pedro Salinas y... Luis Cernuda, pero hay que añadir inmediatamente que en Guillén no era tanto una ética y una estética más rigurosas lo que le impedía caer en aquellos jacarandosos excesos, sino más bien como una... impotencia, pues la verdad es que desde su docta perfección de versificador castellano no dejaría nunca de suspirar, con cierto reconcomio, por la exuberante y más o menos gitana «genialidad» de Lorca. En cuanto a Pedro Salinas, también negado para todas aquellas salerosidades andaluzas, no puede decirse que escribiera en verso, sino en una especie de prosa cortada, entrecortada; lo suyo era siempre, más que un poema, un tema, un motivo poético explicado o comentado en prosa común. La excepcionalidad de Cernuda, en cambio, sí era real y verdadera, no debida a pobreza de facultades, sino a un tiránico instinto de lo esencial, a una lírica elegancia interior; su ausencia, pues, del cacareo general de aquellos años se parecía muchísimo a la abstinencia de José Bergamín. Cernuda no se encontraba en el ruedo -aunque lo había pisado ya, como sobresaliente, con unos primeros lances mal acogidos-, sino que estaba como agazapado en un rincón de su fina Sevilla hostil, escribiendo calladamente; Bergamín, de formación más pública, escribía entre los demás -sus amigos-, pero no exactamente con ellos, como ellos, sino con ese verso suyo disfrazado, enmascarado de prosa y que se le aplaudía como prosa. Por si todo esto fuera poco, los tres fuertes pilares de Unamuno, Machado y Juan Ramón -que también habían canturreado algunas veces- quedaban un poco atrás, ya muy fijos -aunque más tarde habrían de sufrir, y siguen sufriendo, muchos de esos altibajos de estimación que forman parte de la historia, de la atolondrada historia, pero no de la rigurosa realidad, y no podían, por el momento, satisfacer ni servir de apoyo a ese joven artista que, con tanto afán, busca... otra cosa.

No se dice aquí que su endiablada inteligencia, el viejo poso familiar, una moda inconsistente, una distancia de los tres mayores, impidiera a José Bergamín cultivar el verso, sino que ninguna de estas cosas podían favorecer su aparición. Y, sin embargo, no se trataba más que de un poeta. Era, pues, como un poeta... «interrotto», como un poeta que se interrumpe a sí mismo, que se detiene, que se detiene a pensar -pensar es siempre detenerse-, que se detiene a pensar lo poético, no a decir en prosa lo poético de la realidad -eso es lo que hacía Ramón Gómez de la Serna-,   —130→   sino a pensar y a decir en una especie de prosa que era como verso lo poético de la poesía. Sus escritos sobre Lope, Cervantes, Quevedo, Góngora, no son nunca, como pueden parecer a primera vista, ensayos literarios (juzgados por muchos un tanto caprichosos); no son nunca investigación, ni análisis, ni crítica de lo poético, sino ellos mismos creación poética completa; no son un razonado comentario suyo a tal o cual obra de otro, sino irrazonada, inspirada obra propia; Bergamín no se colocará jamás delante o enfrente de una obra -ése es siempre el mal lugar del ensayista, del crítico-, sino que lo veremos circular amorosamente por ella, por entre sus pasillos, sus habitaciones, sus patios, no para medir y pesar las virtudes o las faltas, no para reconocer excelencias o descubrir caídas, sino algo así como para tocar, diríase, tierra firme, la misteriosa tierra firme de esa «esencialidad sustancial de la poesía» que él sabe encerrada allí, oculta muchas veces en el recodo de una estrofa, en la esquina de un verso. Su insistente peregrinación por casi toda la poesía escrita -que ha podido darle una muy acusada fama de hombre de letras, de complacido y empedernido hombre de letras- se debe más bien a que quiere cerciorarse de algo que ya conoce por creencia; porque Bergamín es creyente -por otra parte, como se sabe, es católico... original-, y su fe más decidida, más clara, es una fe inquebrantable en esa sustancia que se refugia en el fondo de este o aquel cuerpo material escrito, pero que no es el escrito mismo. Como si su gusto de escritor fuera, sí, la poesía, pero su apasionada creencia de hombre, en cambio, no fuera ya la poesía, sino algo que ésta puede, de tarde en tarde, misteriosamente, encerrar y ocultar en su seno. Es algo como un regalo, como un premio que la poesía recibe. Es como un premio, pero... ¿a qué, a la perfección del poema, a su pureza, a su trascendencia, a su sentimiento? No. Todo esto, aunque importante -quizás indispensable-, no es, acaso, lo decisivo. ¿Se tratará, entonces, de una recompensa concedida arbitrariamente? Tampoco. Es posible que la muy extrema y rara virtud que va a merecer ese don tan alto sea una virtud muy simple: la simple autenticidad. Pero, de nuevo, autenticidad ¿de qué, de sentimiento y pensamiento, de composición, de arte? No exactamente, ya que conocemos demasiadas obras magistrales y colmadas de sentido que no han logrado ser tocadas por esa gracia última. No tiene más remedio, pues, que ser una autenticidad del impulso creador, de la motivación creadora, es decir, una autenticidad inicial, de arranque, de arranque íntimo, de íntimo porqué. Lo cierto es que sabemos muy bien que   —131→   esa sutilísima sustancia máxima existe; es más, casi no sabemos otra cosa de ella sino que existe; sólo conocemos su evidencia. Y Bergamín, en sus paseos por Dante, Bécquer, Nerval, no es que quiera, como un «estudioso», individuarla, identificarla, y tratar, entonces, de disfrutarla, sino... visitarla nada más, visitarla en los rincones que le son propios, respetando siempre su luminosísimo misterio. A él le basta saber por creencia, es decir, por transparencia, que la... divinidad vive y se mueve en nuestro mundo. Por eso Bergamín no es nunca, no puede ser nunca un ensayista, porque cree, y el ensayista, no; el ensayista ensaya, indaga, tantea, no buscando una verdad -en la que no cree-, sino, extrañamente, como ansiando una mentira, como esperando tropezarse con una mentira -que es en lo único que cree el incrédulo-, una mentira que nos pueda ser mostrada, demostrada, ya que el ensayo -como todo lo que de algún modo forma parte de una actitud científica- es malintencionado de por sí. Bergamín, en cambio, cuando se acerca a la obra poética de otro es porque de antemano ha visto o entrevisto en su fondo lo mejor. Por eso a Bergamín lo encontramos tantas veces -con el consiguiente escándalo de muchos- inmerso en unas obras -que pueden muy bien ser La Celestina, Les Filles du feu o... La Verbena de la Paloma- de categoría o calidad estética muy diferentes, tratándolas y exaltándolas por igual ya que a Bergamín -como creyente que es- lo que en definitiva le importa es el milagro, y en el milagro no caben jerarquías; el milagro, es siempre uno y el mismo; no hay milagros, sino milagro; no puede haber lo más o menos milagroso, ni unos milagros mejores o peores, sino el milagro absoluto. Y Bergamín sabe -como creador creyente que es- que el milagro puede brotar, producirse, depositarse en el rincón más modesto o incluso más deleznable; Bergamín no ignoraría, por ejemplo, que Don Juan Tenorio no es El rey Lear, y, sobre todo, que Zorrilla no es Shakespeare, pero tampoco ignoraría que esas dos piezas de teatro son igualmente geniales, igualmente milagrosas1. No se trataría entonces de una arbitrariedad suya, de una travesura suya, de un caprichoso juicio suyo, sino de un conocimiento, de un misterio que le ha sido indicado, dado a conocer. Todo contribuye a la dificultad de su lectura, ya que el pobre lector de hoy, es decir, el lector apresurado, desatento, listo, pasado   —132→   de listo -o sea, vuelto a ser tonto-, cuando tropieza con el ingenioso artificio expresivo de Bergamín, piensa (ahora tranquilamente) que ha topado con todo; y Bergamín, por legítima soberbia de creador auténtico, no explicará, no aclarará nunca nada; no saldrá jamás al encuentro de esos errores, sino que irá dejando, diabólica y buenamente, que se forme ese otro que no es propiamente él, pero que acepta, quizá entre triste y divertido, como a una especie de hermano entrañable, inevitable, y del que se responsabilizará por generosidad, por dignidad. Estos poemas de La claridad desierta han sido escritos por el Bergamín más despojado, más interno; son los poemas de un versificador muy reciente, en colaboración, diríamos, con un hombre de setenta años, o sea, pleno, completo, lo que dará, pues, a esos poemas, una condición privilegiada de madurez juvenil -una juventud madura, en cambio, no es posible- y una transparencia, una «claridad» única, última. Después de una abstinencia tan larga y una destilación tan escondida, este poeta nato no puede ya temerle a escribir en verso, quizá porque ahora ha podido sentir vagamente, como aquel otro que ignoraba estar hablando en prosa, que ha escrito siempre en verso sin saberlo, o casi sin saberlo.

1973