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ArribaAbajoSegunda parte

¡Cómo!


Mais l'or est désirable quand il peut servir a parer la femme que l'on aime, á étendre des riches tapis sous ses piede que blesserait le contact de la terre, á répandre autour d'elle des parfums moins suaves que son haleine.

La gloire est désirable quand le poète peut place sur la téte de la femme qu'il aime les couronnes qui tombent sur la sienne.


A. Karr                


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I

-Qué dices, mujer, qué dices? -gritaba Mari Antonia desde la cocina.

Pero Águeda seguía callada, y Luis se decidió a entrar en el recibimiento y a cerrar la puerta. Alarmose Mari Antonia, y salió a ver lo que ocurría, llevando las mangas al codo, mal recogido el cabello, y sobre la falda un delantal que podía ser verde o negro, sin dejar de estar sucio.

-Calle, ¡si es el señorito Luis! !Águeda! ¡Águeda!

-Ya me ha visto.

-¡Ay, señorito, y qué satisfacción tan grande nos trae usted!

-Gracias, mujer, gracias.

-Pero esa chica, ¿dónde está?

-Si me ha visto, y ha echado a correr.

-¡La presumida!, como que pensaría que era usted el panadero.

-Así ha sido.

-Por supuesto, más vale que usted no la vea de la manera que está en casa, porque parece una bruja.

-No tanto.

-Pero, entre usted; me he quedado atontada, y le tengo aquí de plantón; entre usted en la sala; ya verá usted qué cuarto tan bonito tenemos; por supuesto, que setenta pesetas son también muy bonitas; pero que en todo Granburgo no hay una casa así.

Pasó Luis a la sala, y alegró su espíritu la contemplación de aquellos muebles nuevecitos, extraordinariamente limpios y adornados con tapetes, flores artificiales, calados en madera que parecían encajes, y encajes que parecían pinturas.

Se afirmaba Luis que el medio es la posibilidad presunta de hechos análogos a los que determinaron las impresiones de gesta. Y así, bastole la   —101→   contemplación de aquella salita para suponer cómo sería la vida de Águeda, su cuerpo y su alma; y de aquí deducir la idea de toda aquella existencia, bien subjetiva, bien relativa, como entidad característica, como medio definido, para decirlo de una vez.

Y Luis, obseso por la idea que dominaba en su espíritu aquella mañana, se dispuso a ser función de aquel medio, y empezó a gustar con delicia las impresiones que sentía verificarse en su alma.

-Ya ve usted, que esto no es ningún palacio.

-Pero sí muy bonito.

-Cuatro trastos que me ha hecho comprar esa.

-Está bien.

-¿Ve usted esta pila?, pues la hizo ella con escamas de pescado, y la hizo para regalársela a la señorita, cuando usted se casó; pero como usted no dijo nada.

-Tampoco fue posible.

-Y este atril lo hizo para usted, y se llevó un invierno con él, lo cual que yo creí que se me quedaba ciega, porque estuvo trabajando de noche para terminarlo el día de su santo, que es en febrero.

-Pues es lindísimo.

-Y ya ve usted, señorito, que en esta casa nunca se le ha olvidado, y lo que yo me decía; pues no será porque nosotras seamos pobres, porque el señorito no es orgulloso. Y por la señorita no hay caso, porque no nos conoce, y si nos conociese ya vería que estábamos para servirla.

-Es que las cosas vienen rodadas de tal modo...

-Pero esa, ¿dónde estará? Puede ser que se ponga un traje de baile para recibir a usted.

-Ya voy, ya voy -dijo Águeda, desde su alcoba.

-Déjela usted, Mari Antonia.

-Yo, no, porque no me gustan las gentes presumidas.

-También usted presumiría cuando tuviese quince años.

-Pues ya sabe usted que no, porque en su casa entré con diecisiete, y ahí está su madre de usted y mi señora, que en paz descanse, que podría decir si me vio nunca echarla de plancheta.

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-Y es cierto.

-Y tanto.

-Aquí estoy.

Y se presentó Águeda en la puerta de la sala, mirando a Luis con sencillez tan encantadora que no supo éste si saludarla con atención finísima, o si ponerla entre sus rodillas, y besarla como en pasados tiempos.

Y se levantó nerviosamente, quedose de pie, y dijo: «Águeda», con tan inenarrable acento que la niña, a su vez, quedose inmóvil, y miró a su madre.

-Anda, chica, acércate; ¿o quieres que te vean el vestido? Adelantose Águeda, más por huir de su madre, que así la molestaba, que por acercarse a Luis; pero ello es que llegó al lado de éste, y el capitán la cogió las manos, las estrechó con cariño, y la dijo:

-Siéntate; estás muy bonita.

-Muchas gracias.

-Pero es una descastada; no tiene ley a su madre y no piensa más que en divertirse.

-Es muy joven -contestó Luis.

-No tanto, ya tiene veinte años.

-Diecinueve y medio -dijo Águeda.

-Total que vas para los veinte.

-Lo que me parece mentira -interrumpió Luis- es que hayan pasado los años con tanta rapidez. Recuerdo perfectamente el día que te bautizaron.

-¡Ya lo creo! -añadió Mari Antonia-, y cuando me casé; como que la señora me dijo: «Mira que si lleváis el niño a la boda, que no coma nada que le pueda hacer daño»; porque su mamá de usted era muy buena, Dios la tenga en su gloria, y le quería a usted mucho, y a todos, porque allí no había lágrimas; y si no fuese por ella no tendríamos un rincón donde meternos ni nosotras ni otros que andan por ahí sacándole a usted el pellejo, ya que no le pueden sacar el dinero, como se lo sacaron a la señora.

-Tiene usted mucha razón.

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-Así que yo le digo a esta: «Haz con tu madre lo que quieras, que yo te lo perdonaré; pero a la señora le rezas un Padrenuestro todos los días, porque si no lo haces, ni te lo perdono yo ni te lo perdonará Dios».

-Muchas gracias, Mari Antonia, pero creo que Águeda no será tan mala.

-No haga usted caso.

-Sí, sí, ya te irá conociendo; pero, en fin, yo voy a ponerme limpia, porque hoy es día de fiesta para nosotras; por supuesto, señorito, que almorzará usted aquí.

-Nada de eso.

-Ya sé que no podremos darle tan buenos manjares como los que come usted en su casa.

-Pero si es que...

-Pero su madre de usted, así que estaba enferma, ¡ojalá no lo hubiera estado nunca! Bien me llamaba y me decía: «Oye, Mari Antonia, mira que no como si tú no lo haces».

-¡Pobre madre!

-Conque ya ve usted que no saldrá usted perdiendo.

-Si no es por eso; es que...

-Usted perdone, no me acordaba de que la señorita quedaría sola.

-Tampoco es por eso -contestó Luis con viveza, y añadió después-: es que a las doce doy la clase en el Liceo.

-Pues de aquí a las doce hay tiempo para almorzar y hacer hambre.

-Pero después...

-Nada, nada; si mañana me muero quiero llevarme un día bueno al otro mundo.

Y Mari Antonia llegó hasta la puerta, volviose, y dijo a la niña:

-Y tú ya puedes decir al señorito todo lo que has aprendido; y mientras tanto yo preparo el almuerzo en un santiamén. Oye, que si no vuelve será por tu culpa.

Y Mari Antonia marchó hacia la cocina más alegre que colegial en día de asueto.

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Luis separó su mirada de la puerta, giró sus ojos para ver a Águeda, y hallose con que ésta le miraba con fijeza. De este modo viéronse frente a frente aquellos ojos que también expresaban en aquel instante las emociones de los espíritus. Y aunque Águeda púsose enseguida a mirar sus manos, que descansaban sobre la falda, hubo suficiente tiempo para que Luis comprendiese que los negros ojos de aquella niña eran un abismo como el mar, cuyo fondo sólo se alcanza perdiendo la vida.

Y como el talento y el buen trato de Luis no le dejaban caer en la necedad de iniciar una escena muda que nunca puede terminarse fácilmente, empezó la conversación de cualquier manera, convencido de que al final de ella lograría saber cómo era Águeda, que parecía tan buena en su casa, y que parecía otra cosa paseando por el boulevard de los Álamos.

-Conque, enséñame esos primores.

-¡Vaya unos primores! ¡Yo no sé por qué mamá habla de eso!

-Y hace bien.

-No, señor; porque usted creerá qué valen mucho, y luego los verá usted y le parecerán muy malos.

-Pero, chiquilla, ¿tú crees que yo no sé discernir acerca de esas cosas?

-Pues porque sabe usted. Ya nos han dicho que su esposa de usted tiene muchas habilidades.

Pesole a Luis que le hablase de su esposa, y también le pareció poco cortés el que aquella muchacha no llamase señora, a quien podía serlo de ella por muchísimos conceptos.

Ya empiezan a asomar las ridículas pretensiones que tienen todas las cursilillas, se dijo Luis, y miró los negros ojos de Águeda, convencido de que era poco elegante mirar con ojos negros. Y mientras Luis se hacía estas reflexiones, empezó Águeda a colocar sobre el sofá muchos objetos que recogía de la cómoda, de las paredes y del tocador.

-No se burle usted, porque ya le he dicho que esto no vale nada.

-Falsa modestia -pensó Luis, y añadió en voz alta-: soy incapaz de burlarme, y te diré mi opinión con completa franqueza.

-Esto lo concluí hace muchos años.

-¡Hola! Un pañuelo.

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-Sí señor; con una L y una N.

-Luego era para mí.

-Sí, señor.

-Entonces no hará tantos años que lo concluiste.

-Sí, señor; hace muchos.

-Y, ¿por qué no me diste el pañuelo?

-Porque usted no lo quiso.

-¿Que no lo quise?

-No, señor.

-A ver... a ver...

-Pues fue un día de mi santo, y usted dijo que vendría.

-¿Y no vine?

-No, señor; y cuando volvió usted a los dos días le dije yo: «Mire usted, señorito Luis, que el día de mi santo se dejó usted aquí un pañuelo»; y usted me contestó: «No me vengas con tontunas; no aprendas a ser cursi»; y yo me callé; pero ya ve usted que yo lo dije para darle a usted el pañuelo.

-Pobretica mía; perdóname, que bien castigado estoy por no haber gozado de esa fineza.

-No se preocupe, que después le dediqué muchos bordados.

-¿De veras?

-Y muchas labores. Mire usted, esta pila era para su esposa.

-Ya me lo ha dicho tu madre.

Y Luis sonrió, calculando que Águeda no encontraba palabra más fina con que nombrar a Marcela.

-Y para usted hice otra cosa, que tengo guardada.

-Pues, tráela, y la veremos.

-Pero a condición de que no se la llevará usted.

-¿Pues no era para mí?...

-Sí, señor; pero ahora tiene dueño.

-¡Hola! Y, ¿quién?

-Pues la señora.

-¿Sí?

-Sí, señor; he prometido poner mi obsequio en el panteón.

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-Pero, ¿qué es ello?

-Aquí está.

Y Águeda destapó una voluminosa caja, sacó de ella un objeto cubierto de vellón de seda, quitó aquel finísimo embalaje, y mostró ante los ojos de Luis una preciosa urna de marfil calada primorosamente.

-Esto es hermoso -dijo Noisse.

-Destápela usted.

Levantó la cubierta de la urna y vio que en el fondo estaba el retrato de la madre de Luis miniado como por insigne artista. Cercaba el busto de la noble señora una guirnalda de pensamientos, y de siemprevivas, y al pie se retorcían dos tallos dibujando esta inscripción: ¡Bendito seas, hijo mío!

Súbitamente púsose Luis en pie; su mano izquierda apretó contra su corazón el delicado recuerdo, y su mano derecha sujetó el brazo de Águeda, la atrajo hacia sí, y, mirando con serenidad y con fijeza aquellos negros ojos, cuya retina parecía fija en lo profundo del alma, gritó a la niña con voz imperiosa:

-¿Quién hizo esto?

-Yo, yo solamente.

Y Águeda se erguía y manteníase sin pestañear, como protestando de aquella duda que la injuriaba.

-¿Y fue tuya esta idea?

-Mía, solamente mía.

-Pero, ¡si no es posible!

-¿Cómo que no?; ¿y esto?

Y Águeda desabrochó el cuello de su bata, tiró hacia fuera de una cadenita de oro que llevaba sobre su seno; enseñó a Luis un corazón hecho con dos conchas y adornado con diminutos brillantes; y acercándolo a los ojos de Noisse, le dijo con acento lleno de rabia.

-Y esto también lo hice yo, yo solamente.

-Pero aquello vale más.

-¿Por qué?

-Por lo que encierra.

-Y aquí, ¿no hay nada?

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Separó Águeda las dos conchas, y entre ellas vio Luis un retrato suyo guardado dentro del arte, y guardado finalmente en el seno de aquella virgen. Echose Luis atrás como si temiese que le faltase tierra para acercarse a Águeda, y ésta, guardando la hermosa reliquia dentro de la bata, riose con carcajada nerviosa, y corriendo hacia la cocina, gritó:

-Madre, madre, el señorito Luis ya tiene apetito.

Cuando el capitán se rehízo de aquel extraño final que había tenido la conversación, pensó que la tal Águeda debía ser moza de cuenta. Total, que la niñita no quería perder tiempo, y ya pretendía obligarle a una declaración llena de vehemencias y apasionamientos, y que debía ser consecuencia forzada del romántico cariño de la doncella que llevaba el retrato de Luis como se lleva la reliquia o el amuleto o sean la fe y la esperanza, todo lo que más ama el ser humano.

Pesole a Luis de haber visitado a Mari Antonia; pero comprendió que no debía motivar una escena de recriminaciones en que su papel no quedaría a buena altura. Se decidió a almorzar con las dos mujeres, y no hubiera sido posible de otra manera, porque Águeda enviaba a su madre al lado de Luis, y ésta llegaba pidiendo perdón a su señorito, porque ya no estuviese hecho el almuerzo.

-Ya sabía yo que esto acabaría porque Águeda se metiese en la cocina.

-¡Vaya una molestia!

-Ninguna. Es que esa chica sabe cosas que yo no sé, y vale más que ella lo prepare todo.

-Pero si yo me hubiera ido al Liceo, y...

-Si almorzamos muy pronto. ¿Quiere usted venir a la cocina?

-Vamos allá.

Águeda, con las mangas arrolladas sobre el antebrazo, se disponía a partir una langosta.

-¡Vaya una ocurrencia traerle aquí!

-¿Estorbo?

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-Nada de eso; pero dicen que viendo guisar se quitan las ganas de comer.

-Pues yo he visto guisar muchas veces a mi asistente, y por eso no he perdido el apetito.

-Más vale así.

-Lo que siento es el trastorno que estoy ocasionando.

-Ninguno; ya ve usted que no hemos salido de casa; va usted a almorzar lo mismo que nosotras teníamos dispuesto. Un potaje de legumbres, esta langosta a la vinagreta y un trozo de carne asada.

-Me parece muy bien.

-Y dulce hecho por mí, y café.

-En fin, que estás llena de habilidades.

-Ya se lo dije a usted, señorito -añadió Mari Antonia-. ¿Ha visto usted lo que pensaba regalarle cuando se casó usted?

-Y se lo agradezco con toda mi alma.

-¿Y lo que hizo para la señorita?

-Eso, no.

-¿Qué no? Lo lleva colgado al pecho.

-¿De modo que eso era para mí... mujer?

-Es natural.

-Muy bonito y muy notable. Pero, según eso, has aprendido a pintar.

-He aprendido sin que nadie me enseñe.

-Y sabe bordar muy bien, y tocar el piano, y muchas cosas más; lo único que no sabe es querer a su madre.

-Y volvemos al mismo tema.

-Porque es verdad. Yo no tenía precisión de vivir con todos estos aparatos, porque en la otra casa estábamos muy bien, y con lo que yo ganaba había bastante para tener un pedazo de pan; pero ésta se empeñó en ser una duquesa, y, ¿qué hizo?, pues hacer esas labores para que yo se las vendiese a cuatro farsantonas que dicen que lo han hecho ellas, y esto me da mucha rabia.

-De modo que...

-Pues ya lo creo, y todo para nada: para que esta se ponga cuatro trapos; porque lo de duquesa está por venir.

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-Cállate un momento si quieres darme gusto, porque voy a partir la langosta, y el mérito está en darla un solo golpe, abrirla y que salga la carne en un pedazo.

-Pues vamos a ver si aciertas -dijo Luis.

Águeda levantó el cuchillo, sonrió considerando la atención que producía, y después se puso seria; dio un golpe sobre la langosta, introdujo los pulgares dentro de la rotura producida, y la blanca carne saltó en un pedazo sobre la mesa.

-¡Bravo! ¡Bravo! -dijo Luis, aplaudiendo.

-Muchas gracias; hoy estoy de suerte.

-Como que ha venido el amo de esta casa.

-No tanto, Mari Antonia.

-Eso, y más aún; pues qué, ¿cree usted que ahora mismo, que le estoy viendo aquí, no me acuerdo de aquellos tiempos en que era usted pequeñito, y venía usted a buscarme, y me decía: «Anda, Mari Antonia, di que frían una rebanadita de pan?» ¿Y cuando venía usted a la cocina, que no alcanzaba usted al fogón, y se comía usted la primera croqueta que salía de la sartén?...

-Aún me acuerdo.

-Y yo no lo olvidaré nunca, y a esta se lo tengo dicho: «Mira que al señorito se lo debemos todo. Mira que a la señora le debes el haber nacido, y el haberte criado como te has criado, y mira...»

-Pero, ¿almorzamos, o no?

-Sí, sí; usted no quiere hablar de esto porque es usted muy bueno y no le gusta que le recuerden el bien que hace, pero yo...

-Silencio, Mari Antonia, si es posible, y vamos a almorzar, porque tengo mucha hambre.

-Pues ya poco falta, porque la carne estaba lista, y la langosta se prepara enseguida. ¿La preparas tú o yo?

-Yo pondré la mesa.

Y Águeda, al decir estas palabras, llevose una mano sobre los ojos, bajó la cabeza y echó a andar por el pasillo. Fuese Luis tras ella y le preguntó:

-¿Es que lloras?

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-No, señor; ha sido la cebolla; la cebolla solamente.

Pero decía esto con voz que no vibraba con su timbre habitual, y cuando ella y él entraron en el cuarto destinado a comedor, cogiola Luis de la mano, la llevó al lado de la ventana, y le dijo:

-Me engañas, porque lloras.

-Tiene la culpa mi madre.

-¿Por qué?

-Porque habla de esas cosas.

-¿Y eso te molesta?

-No, señor; no me molesta que le queramos a usted.

-Pues, entonces...

-Pero siento que usted no nos quiera.

-Si os quiero.

-Ahora no, pero ya nos querrá usted cuando vea que somos buenas.

-Ahora y siempre.

-Ahora, no.

-Calla, tonta.

-En fin, pondré la mesa, porque si a las doce se ha de ir usted...

-De doce a doce y media.

-De todos modos, no ha de faltarnos tiempo.

Cuando Luis salió de la casa de Mari Antonia eran las cuatro de la tarde, y como viese que no era hora de dar lección a sus alumnos, se fue al casino, se sentó en su rincón favorito y empezó su habitual tarea, que él llamaba aforar cosas y aforar personas. Pero después de una hora de meditación convino en que se había quedado a oscuras, o sea que no vislumbraba los proyectos que tenían concebidos Águeda y su madre. Aquella carcajada, cuando guardó el medallón, quería decir algo, y lo mismo querían decir la dulzura y la expresión con que tocó los walses «Tú, y siempre tú»; pero en cambio resultaba que el medallón lo había hecho para Marcela, y que los walses eran obsequio de un don Fulano, que seguramente sería adorador de Águeda. Además, una chica que pretende no se muestra tan sencilla, pero   —111→   una chica sencilla no se ríe como una actriz ni maneja la sordina del piano con tanta perfección.

Pero era indudable que había salido de su casa a las siete de la mañana y aún no había vuelto. Esta idea sacó a Luis de sus lucubraciones, y el capitán marchó hacia su hotel pensando que perdía su derecho a quejarse de Marcela, y temiendo que ésta se hubiese resarcido de la ausencia de su esposo haciendo un solemne disparate.

Abrió el portero la cancela; Bautista recogió el bastón de su señorito, y éste le miró de tal modo que el criado contestó en seguida:

-La señorita no ha salido, y ha dado orden de servir la comida cuando el señorito lo mande.

-Di que al momento, y ven conmigo porque voy a cambiarme de ropa.

Supo Luis, por su ayuda de cámara, que Marcela había pasado todo el día ocupada en arreglar la casa, teniendo a los criados en constante movimiento; y sintió Luis que le remordía la conciencia; vistiose de frac y en el comedor entró, dispuesto a remediar la falta cometida, y a pasar la velada con Marcela en el teatro. Don Cristóbal, echado sobre un diván, tarareaba la canción de moda, y Marcela regañaba a un criado porque la lámpara lucía mal.

-Buenas noches -dijo Luis.

-Buenas noches -contestó Marcela con tono afable, pero sin mirar a su esposo.

-Buenas, mi capitán -dijo Brether-. ¿Sabes la noticia del día?

-¿Cuál?

-Ya veo que la sabes, porque estás acicalado.

-Acaso no la sepa.

-¿No vas a la ópera?

-Sí.

-Pues entonces ya la sabes.

-Creí que sería otra noticia.

-¿Más notable que esa? Como no fuera la supresión de un impuesto...

-Pues por hoy veo que he estado al corriente de las grandes novedades   —112→   , y precisamente he venido temprano para advertir a Marcela que se prepare.

-El caso es que nadie lo ha sabido hasta última hora, y los abonados no han podido usar de su derecho.

-Todo se arreglará -contestó Luis.

-De todos modos, si tienes palco iré contigo.

-Y tú, ¿qué dices?

Marcela arreglaba la fruta cuidadosamente.

-Yo no tengo empeño en asistir; si tú deseas que vaya, iré; y si no, pues me quedaré en casa.

-Yo tampoco tengo empeño en obligarte.

-Pero tú tendrás tus compromisos.

-Ninguno.

-Y las localidades costarán hoy un sentido.

-Pero vale la pena -contestó don Cristóbal.

-Hay otras cosas en qué emplear el dinero.

-Muchacha -contestó Brether-, no economices para tus hijos, porque no los tienes.

-Ya lo sé -dijo Marcela con marcado enojo.

-Lo que deseo es que te decidas pronto. ¿Vienes o no?

-Pues bien; no cuentes conmigo.

-Entonces, hasta luego.

Y Luis se fue a la antesala, donde Bautista le puso el abrigo.

-¿El señorito se va a servir del carruaje?

-No; ya avisaré.

Y Noisse volvió a sentarse en el casino, y se convenció de que estaba aburrido y anonadado, de que era imposible vivir con una mujer tan estúpida, tan mal educada y tan bestia como la mujer que él tenía; y después pensó que a don Cristóbal también le correspondía una parte de sufrimiento, porque aquella noche se quedaba sin gozar del espectáculo. Y, ¿qué espectáculo será ese? Se preguntó Luis. Aquí me lo diría algún compañero; pero el suceso debe ser extraordinario, y se van a reír de mi ignorancia. De todos modos, me conviene averiguar qué es ello, aunque no lo presencie. Lo   —113→   dicho; me voy a la ópera, y me entero de lo que ocurre; si me conviene, entro; y si no me conviene, me voy a la tertulia del general, y cumpliremos con este señor, aunque me aburra verme entre aquellas gentes. Montó Luis en un coche del casino, llegó a la ópera, y por la concurrencia que notó en los alrededores del teatro comprendió que algo extraordinario debía suceder. Mandó parar el coche, se acercó al revendedor que encontró más próximo, y le dijo:

-¿Dónde está Juan José?

-Ahora viene. ¡Juan José!

-Allá voy. ¿Quién me llama?

-Este caballero.

-Buenas noches, mi capitán. Aquí estoy para servir a Vuestra Excelencia en lo que mande.

-¿Qué ocurre esta noche?

-¿Dónde?

-Aquí.

-¿En el teatro?

-Sí, hombre.

-Pero, ¿no lo sabe Vuestra Excelencia?

-¿Contestarás?

-Pues que Ronni, el gran tenor, iba a debutar mañana y debuta hoy por indisposición de Magno, y cantará el «Primer César», que es una ópera que nunca ha cantado.

-¿Y por eso tanto ruido?

-¿Es que Vuestra Excelencia cree que no hay más que hacer que lo que hacíamos en la Aurelia?

-Es posible que no te equivoques.

-En fin, ¿se va Vuestra Excelencia a quedar sin ver el acontecimiento?

-Mi palco estará vendido.

-Y todos. Yo no tengo más que una platea y dos delanteras del primer piso.

-Poco es eso.

-Pues dentro de cinco minutos no queda más que lo mío si no lo vendo.

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-Pues que Dios te dé suerte.

-Ya me la ha dado, porque Vuestra Excelencia se lleva la butaca.

-No puede ser.

-Es verdad que Vuestra Excelencia ya no va solo a ningún lado. Pues llévese las dos delanteras. Advierto a Vuestra Excelencia que hoy habrá señorío en todas las localidades.

-Gracias, pero no entro en el teatro.

-Vuecencia se queda con las delanteras, porque se las regalo yo.

-Gracias, Juan José.

-Ni gracias ni nada, mi capitán, porque llevo ocho años recibiendo obsequios de Vuestra Excelencia, y ahora que encuentro una ocasión de poder cumplir, no la desperdicio, aunque me costase lo que más pueda querer en el mundo.

-Vaya, vaya, Juan José; déjate de esas cosas, y, adiós.

-No se va Vuestra Excelencia sin las delanteras.

-Te lo agradezco, pero no tengo ganas de teatro.

-Pues, vaya Vuestra Excelencia con Dios; pero cuando Vuestra Excelencia llegue a su casa ya estarán allí las localidades; y lo que siento es no tener el palco del emperador para enviárselo lo mismo.

-Gracias, Juan José; pero no las envíes.

-Si no las envío las quemo ahora mismo delante de Vuestra Excelencia.

Y el existente encendió una cerilla, y se dispuso a cumplir su promesa.

-Tráelas, y gracias, y no vuelvo a preguntar por ti.

-Pues hará mal, porque otro día ya verá Vuestra Excelencia con qué tranquilidad le cobro.

-Ahora lo que necesito es la butaca.

-¿Para qué?

-Y a ti, ¿qué te importa?

-Es verdad; pero las localidades que lleva son muy buenas esta noche.

-No lo niego; pero me hace falta la butaca, y no quiero que me la regales.

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-Ya ve Vuestra Excelencia que me pongo en razón; esa la cobraré si se empeña; aquí tiene el papelito.

-¿Qué te debo?

-Lo que Vuestra Excelencia me quiera dar.

Sacó Luis de su cartera un billete, y se lo dio a Juan José, que hizo constar que lo tomaba por la butaca solamente.

Montó Luis en el coche, y se fue enseguida a la Agencia de Demandaderos, y durante el camino se decía: «Con estas tres localidades se pueden hacer muchas combinaciones: la butaca para mi suegro, y las delanteras para Marcela y para mí; o la butaca para mí, y las delanteras para mi mujer y don Cristóbal; pero yo haré esta otra combinación: las delanteras para Águeda y para su madre, y la butaca para mi gabán, porque yo pasaré detrás del sillón de Águeda toda la velada».

Cuando el diminuto mensajero llegó al círculo para dar a Luis la contestación, estaba éste decidido a poner todos sus empeños en lograr el cariño de Águeda, y compensar con los mimos de aquella niña las actitudes de Marcela.

-Señor don Luis, el mensajero número treinta y siete pregunta por usted.

-Que pase.

Y entró el lacayito.

-¿Has llevado la carta?

-Sí, señor.

-¿Y qué?

-La señorita no estaba en casa, y el portero me ha dicho que la señorita había salido con la señora.

-¿Y te has traído la carta?

-Sí, señor.

-Pues la llevas otra vez; y si no han vuelto, se la dejas al portero, y le encargas que la entregue en cuanto vuelvan las señoras.

-Está muy bien.

Son las ocho y cuarto, y la función habrá empezado; pero durará hasta las doce, y, por tarde que vuelva Águeda a su casa, aún podrá ver los dos   —116→   últimos actos. Por consiguiente, yo iré al teatro a las diez y media, y subiré a la galería, y... Pero si subo me entretendrán, y la gente se fijará en mí, y me verán mis conocidos, y mañana lo sabrá Marcela, y en cuanto lo sepa tendrá derecho para... ¿Y por qué? Tendrá derecho para recriminarme, pero no lo tendrá para vengarse, y mucho menos de cierta manera... Pero yo también perderé mi derecho para quejarme de su conducta... O no lo perderé, porque lo cierto es que si yo busco el cariño de Águeda es porque Marcela es... nada. Nada, en absoluto, porque ni me da hijos, ni me acaricia, ni... De todos modos, debo evitar que sean públicos mis amores con Águeda, porque saldría mal librado mi decoro si dijesen que yo sustituía mi esposa con la hija de una criada. Pero es que la hija es... Basta, Luis; basta. Son las ocho y cuarto, y hasta las diez y media van dos horas largas que es necesario emplear en algo. Iría a la tertulia del general-director, pero me aburro en aquella casa. La generala me preguntará por mi esposa, y hará la pregunta con su habitual airecillo socarrón, que está de moda porque las elegantes se han dedicado a burlarse de todo, sin comprender que ellas, por su ignorancia, y por sus ridiculeces, son constante objeto de los desprecios del hombre culto. ¿Y el general?, pues el general me preguntará por los adelantos de mis discípulos, que es una pregunta muy pertinente haciéndola en el Liceo; pero muy estúpida cuando se hace en una tertulia familiar. Después buscará ocasión para decirnos que es tan noble como el emperador. Y esta afirmación es indiscutible porque los ascendientes de nuestro monarca eran en el siglo pasado unos humildes zapateros de la capital del Fóculo, y el mismo emperador estaría echando medias suelas, a no haber tenido un tío que supo usurpar un trono, y a no haber encontrado un marqués del Mantillo que conquistó la Aurelia, y le regaló a Su Majestad Fortísima el trono de aquel tío. Además, los contertulios del general se me ponen sobre la nariz o sobre la boca del estómago, porque parece que se han tragado el espadín, a juzgar por lo rígidos que se conservan. Allí sólo se habla de que el emperador prefiere el Relámpago, que es bayo, al Botines, que es azúcar y canela: y no es exacto, porque Su Majestad se ha dedicado al estudio de la Química, y no se ocupa de los caballos ni de los demás animales que le rodean. La generala dirá que la emperatriz ha dispuesto que el color de moda para la próxima   —117→   estación sea el verde ciruela, y no hay tales carneros, porque Su Majestad emplea su tiempo en cuidar del príncipe y de los desgraciados, y si algún lunes recibe en el salón de las conchas a la generala y a otras cursis semejantes, es porque así lo exige la gobernación del Estado. Pero esto no impide que mañana salgan a la calle las señoras de buen tono buscando telas, flores, cintas y encajes que sean del mismo color que las ciruelas verdes. Y además... Y además, que no voy a casa del general; está dicho. Pues, ¿a dónde? A ninguna parte... Pero si me quedo aquí me saldrá peor la cuenta, porque dentro de una hora se llenarán estos salones con los necios que no hayan podido pagar una localidad del Gran Teatro de la ópera; y esos infelices no confiesan que carecen de fortuna, sino que dirán a voz en grito que el espectáculo de esta noche es un camelo, y que el tenor hará fiasco. Después empezarán a jugar, no para divertirse honestamente, sino para ganar dinero; y no con la finura del tahúr que procura ser cortés para lograr el trato de las personas acomodadas, sino con la grosería de estos chiquillos mal educados que sueñan con heredar a su padre, y pasar el luto en el extranjero. Gritarán en la sala de billar como lacayos borrachos; se mostrarán tacaños y egoístas mientras juegan al jaraon; y, cuando empiece la partida de treinta y cuarenta, no faltará algún ente que tire su dignidad por la ventana, y pida dinero prestado al mozo del guardarropa. ¡Valiente canalla! Lo sensible es que todos esos son los futuros empleados y representantes de la nación: de esta querida patria mía, donde los seres inteligentes y honrados hacen hercúleos esfuerzos para salir de la oscuridad y de la miseria en que viven, y luchan hasta que se enervan sus facultades, y entonces caen al fondo de ese abismo social que se llama desesperación, de donde algún día nacerán las espantosas venganzas que sirvan de enseñanza a la humanidad, y le adviertan que el hombre vale lo que produce, y que el hombre inútil es lo único inútil que existe en el mundo. ¡Bravo, Luis! Tu filosofía es bella, aunque no sea nueva; pero no sirve para decidir dónde has de pasar las dos horas que faltan hasta las diez y media... Pues muy sencillo; me voy a casar, me encierro en el despacho, y así verá Marcela que no voy a la ópera. Cuando sean las diez me marcho, y cata el cañón en batería. ¿Estamos?, ¿sí?; pues manos a la obra.

  —118→  

El timbre anunció en el hotel que entraba el señor de la casa, y Bautista estaba en la antesala cuando Luis subía la escalera.

-¿El señor cambia de traje?

-No; voy al despacho. Tráeme una taza de té con coñac; me duele el estómago.

-¿El señor no quiere nada más?

-Nada.

Y el capitán se dispuso a continuar el programa de Castrametación; pero las cuartillas no estaban sobre la cartera ni se las veía en ninguna parte.

-¡Bautista!

El criado volvió desde el pasillo.

-Señor.

-¿Dónde están los papeles que había aquí?

-El señor perdonará; pero yo no los he movido.

-Si no es posible; estaban a la vista y.. ¿Y por qué está el tintero a la izquierda y la salvadera a la derecha? Tú has limpiado la escribanía.

-El señor me dispense, pero...

-Y tampoco veo el portaplumas de marfil. Esto está en completo desorden.

-El señor perdonará.

-Habla.

-Es que la señorita ha pasado toda la tarde arreglando el despacho.

-¿Y por qué no lo has arreglado tú?

-Porque la señorita lo arregló con la doncella, y me mandó que no entrase.

-Está bien.

-La señorita parece que no está contenta conmigo.

-Calla, hombre; siempre discurres diabluras.

-Es que.

-El té.

-Voy en seguida.

¡Todo sea por Dios! La escribanía parece que ha salido a la venta, a juzgar por lo reluciente que la han dejado. ¿Y las cuartillas?, deles usted recuerdos.   —119→   ¿Y la tarjeta donde tenía apuntados los logaritmos del coseno y de la tangente?, pues también han volado. Esto es una Babel, y, sin embargo, es preciso convenir en que está el despacho elegante, y revela que su dueño no sabe leer y escribir, o no se toma la molestia de demostrarlo. Sólo me faltaba esta manifestación del acierto de mi esposa, y concluiré por establecer mi despacho en la Biblioteca del Liceo. Y a todo esto me sigue doliendo el estómago, pues no sé qué me habrá hecho daño... ¡Ah!, capitán; si no he comido nada desde que almorcé con Águeda esta mañana; si lo que tengo es hambre. Y ese me traerá el té. ¡Buen consuelo! Pero, ¿quién le mandará a Marcela meterse a cuartelero? Sin duda querrá hacer méritos con estas faenas o pensará que está en papel trastornando la casa con tales limpiezas. ¡Qué estúpidas son estas señoras mal educadas! No comprenden que el hombre todo lo perdona cuando recibe una caricia, y que, a la esposa que sólo sirve para asistente, no se le perdona nada, porque es una criada enojosa a quien no se le puede despedir. Y, ¿qué hago para aplacar el hambre? Aquí no puedo pedir nada porque se enteraría Marcela, y sospecharía que no he comido; pues me marcho. Marcela llamará a Bautista, éste dirá que me he disgustado por la pérdida de mis papeles, y si mi esposa se lleva un mal rato, le servirá de aviso para no trastornar mi despacho como ha trastornado mi existencia. ¿Y dónde como? Son las nueve, y ya los restaurantes estarán desiertos; al círculo no voy; ¿a un café?, ¡bonito papel haría yo cenando en un café!... Sólo me queda una hora de espera; hora y media a lo sumo... Decididamente, cenaré en el buffet de la ópera, y, cuando concluya de cenar, subiré a la galería y saludaré a Marcela.

El ayuda de cámara se presentó con el té.

-No quiero nada.

-El señor perdonará...

-Mi abrigo.

-¿El señor no da la hora para el coche?

-No quiero carruaje. Me voy, porque en este despacho no se puede trabajar.

-El señor perdone...

-Adiós.

  —120→  

La tercera copa de vino acabó con las penas de Luis.

¡Cuánto me he divertido en este teatro! ¡Qué carnavales tan alegres he pasado en estos salones antes de irme a la Aurelia! ¡Qué mujeres tan bonitas! ¡Qué buen humor! En esa mesa fue donde nos bebimos tres botellas de champagne, y después nos fuimos a bailar tranquilamente. Entonces y después, ¡cuántas veces he pensado en mi futura mujercita! Tenía hechos mis cálculos, que me parecían infalibles, y me daban por resultado que algún día volvería a este buffet con mi esposa disfrazada con un traje muy bonito, proyectado por mí y colocado por mí. Colocado con el mimo conque yo pensaba vestir a mi esposa mientras ambos viviésemos. Y traerla aquí con su carita monina cubierta con un antifaz de finísimo raso, cuyo antifaz dejase al descubierto la diminuta boca para que yo la besase, y los ojos para que en sendas pupilas hallase yo constantemente una mirada llena de agradecimiento, de amor y de esperanza... No pienses más en eso, capitán Noisse; te ha salido el tiro por la culata y... paciencia. La mitad de las mujeres son tontas, la tercera parte son malas, y el resto está tan repartido por el mundo, que no has tenido la suerte de coger una del resto. El Marqués del Mantillo decía una noche, estando de visita en casa de mi padre: «La mujer, como la manta, es preciso ponerla entre sábana y colcha para que sea útil y no moleste. Pero yo prefiero el verano». Era mucho hombre don Nicasio Álvarez... Si Águeda fuese como yo la deseo... Y, a propósito, ¿qué hora es?, las once menos diez minutos. Pronto ha pasado el tiempo. Y acaba de empezar el tercer acto... En cuanto bajen el telón subo a saludarlas; pero me verá algún conocido, y... ¿Cómo les diré que estoy aquí, y que las aguardo a la salida? Si la enviase un ramo...

-Mozo.

-Señor.

-Di a la florista que venga.

Y cuando llegó la florista le dijo Luis:

-En los sillones 17 y 19 de la delantera del primer piso, verás una señorita y una señora. Le das ese ramo a la señorita, y le dices que el señorito Luis estará esperándola en la puerta que da a la avenida de Reinoso. ¿Comprendes?

  —121→  

-Sí, señor; voy al momento, porque nosotras entramos y salimos sin hacer ruido.

Cinco minutos después volvía la florista.

-¿Traes el ramo?

-Sí, señor.

-¿Por qué?

-Esas localidades están vacías, y me ha dicho la acomodadora que nadie las ha ocupado durante lo que va de noche.

Y otros cinco minutos después se acostaba Luis.

Y detrás de Luis saltó a la cama el gatito. Cogiole el capitán, y empezó a acariciarle pensando: «Qué bueno eres; ayer te pegué y aún vuelves a buscarme». Y Marcela, que oía el débil maullido del animal, se decía: «¡Será malo ese hombre!, ¡pues no quiere quitarme mi michín!».




II

A trabajar, y basta de tonterías, se decía Luis a la mañana siguiente. Mi mujer tiene sus defectos, pero al cabo es mi mujer, y es una señora. No me conviene andar en aventuras con mozas que vuelven a su casa a las mil y pico. La tal Aguedita y su mamá deben ser de oro... Y, total, ¿qué ha pasado aquí?; casi nada: que Marcela tiene celos y muy poco conocimiento de la vida matrimonial, y que tiene miedo, y que... Mientras todo se arregla vamos a trabajar: es preciso concluir ese programa, y después hacer algo notable. Un Noisse no debe estar siempre ocupado con asuntos caseros... La idea del cañón es preciosa, y no la debo abandonar; pero es superior la de mi fonotécnica. El problema consiste en lo siguiente... Vamos por partes... Es indudable que el fonógrafo acaba con la escritura, porque si el fonógrafo llega a ser tan barato y tan manuable como la caja de cerillas, yo dictaré una carta al fonógrafo, dictaré después el sobre, y la echaré al buzón. Los empleados de correos la llevarán a su destino, valiéndose de sus fonógrafos, y por el mismo procedimiento la podrá leer el destinatario... Habrá que imitar la voz para falsificar la firma, y... etc. Pues bien; si entonces nadie sabe escribir, no   —122→   podrán los mudos hacerse entender, y yo quiero descubrir la escritura de los mudos. Adelante, Luis, adelante... Para lograr esto es preciso que el mudo sepa trazar en la lámina del fonógrafo la misma huella que produce la voz humana. En esto consiste mi trabajo. Hay que analizar esos signos; descartar la influencia del timbre y de la extensión, y esto me llevará a obtener lo que yo llamo la ecuación de la voz, y después obtendré la ecuación del sonido... Y resolveré muchos problemas pendientes... Es preciso concluir con nuestra escritura convencional, y representar los sonidos como ellos se escriben... La Aguedita... En buen lío me iba a meter...

Y durante cuatro días estuvo Luis haciendo una división racional de la asignatura que explicaba en el Liceo. Pero al día siguiente volvió el capitán a su casa, concluyó de comer, y cuando, sentado a la mesa de despacho, se dispuso a continuar sus tareas, vio apoyada sobre la escribanía una carta con sobre de luto. Cogió la carta, y hallose conque estaba dirigida a Marcela.

¿Y qué hace aquí este papel? Y el sobre está abierto. Aseguro que Marcela lo ha puesto aquí para que yo me entere... Pues me enteraré... ¡Si es de la marquesa!... A ver.

Querida sobrina: No te preocupes las mil pesetas que me debes,

¿Qué es esto?

y si es cierto que necesitas más dinero, según me dices, pídeme lo que te haga falta.

Pero, ¿qué es esto?

No he ido a saludarte porque me has hecho tu acreedora, y no quiero obligarte a que me des explicaciones.

¡Habrá ignominia! Mi mujer es un animal.

Las que me das no me satisfacen, porque conozco la fortuna de tu esposo, y sé que Luis no te niega nada.

Ya sabes que debo tratarte como a hija mía, pero no quiero molestarte con mis consejos, porque ya sé que eres juiciosa,

¡Mucho!, y tú sabes lo que haces, que estará bien hecho.

Etcétera: recuerdos de las primas, y se acabó. Es indudable que Marcela está loca. Por lo visto, se le concluyó el dinero, y, en lugar de pedirme, pide a su tía; y cuando ve que no tiene razón, que la marquesa la pondrá como   —123→   chupa de dómine; y que no ha de seguir eternamente sufragando los gastos de mi casa con dinero ajeno, coloca esta cartita delante de mis narices, y no tiene el honrado valor de decirme lo que ha hecho ni la humildad de disculpar su conducta. Ahora debía yo enviar las mil pesetas a la marquesa y decirle a esa señora quién es su sobrina, pero no lo hago, porque mi deber es respetar a mi esposa. Lo que sí me correspondía era dar a Marcela una docena de azotes, pero su confesor me llamaría monstruo, y ella lloraría como una descosida, y llamaría a su madre, y diría que yo maltrataba a una huérfana... No me atrevo a maldecir la hora en que me casé, porque soy suficientemente religioso y no puedo rebelarme contra lo que Dios dispone; pero me entran ganas... En resumen, ¿qué contestación doy a esta carta?... Lo natural sería que yo enviase dos mil duros a la marquesa, y la convirtiese en mi cajero; pero he de ser prudente hasta el último instante, y lo que hago es esto.

Y Luis puso la carta y tres billetes de mil pesetas dentro de un sobre. Cuando me acueste lo dejo en el tocador de esa majadera. Vamos a trabajar. ¿Y si el dinero le hace falta para esta misma noche? Pero yo no he de ir ahora a entregárselo, porque no quiero provocar discusiones, ni se lo envío con Bautista, porque sería ridículo que dos esposos se carteasen de esta manera... Me voy, y dejo la contestación encima del pupitre; pero cierro el sobre, porque si algún criado ha leído la carta de la marquesa, no quiero que sepa lo que respondo... Escribo en el sobre Contestación, y en paz... Y me voy, porque esta noche no trabajaría con provecho, y necesito salir, y que me dé el aire y...

Y se fue. Sus pies le encaminaron hacia el casino, porque los pies de Luis sólo sabían recorrer sin guía las calles que llevaban al casino y las que conducían al Liceo. Durante el trayecto persistió Noisse en la idea que le preocupaba, y cuando se dejó caer sobre el diván y el rincón donde acostumbraba a sentarse, dudó entre volver a su casa, y hacer añicos a Marcela, o marcharse en el primer expreso que saliese para el Fóculo, y no volver ni a su hotel ni a su patria.

-Don Luis.

-No he llamado.

-Es que traigo dos cartas.

-¿De quién?

  —124→  

-Una vino hace días y la otra esta tarde.

-Gracias.

Esta es la letra de Mari Antonia. Para cartitas estoy... Y me había prometido que no volvería a escribirme al círculo, y me pidió perdón por las otras cartas. ¡Buenas están las mujeres! Ya sé lo que me dirá: cuatro mentiras para que yo me aficione a la muchacha... ¡La tal Aguedita!... Cualquiera lee estos borrones.

Señorito Luis: No puede usted figurarse el sentimiento que tuvimos cuando volvimos a casa y vimos las localidades que usted había enviado, porque si usted nos hubiera dicho que las iba a enviar no hubiéramos salido y si salimos fue a lo mismo porque Águeda estuvo en la ópera en butaca con una señora que es amiga nuestra y de ella no se movió hasta que se acabó la función y dice que no le vio a usted y que miró a todas partes por si le veía pero que había mucha gente y no es extraño y yo siento no haber ido porque dice Águeda que al lado suyo hubo una butaca vacía toda la noche.

¡Maldita sea mi suerte!

En fin que sentimos mucho lo que ha pasado y Águeda está enferma yo creo que tomó frío al salir del teatro y no quiere médico pero tiene calentura.

Luis llamó a un criado.

-¿Qué manda usted?

-¿Hay una berlina disponible?

-Sí, señor.

-Que espere.

Y usted verá en qué podemos servirle que las localidades se las agradecemos mucho y sentimos lo pasado. Su servidora Mari Antonia. Águeda no pone nada porque ahora duerme un poco que no pegó los ojos en toda la noche ni en la mañana.

Me voy, y me voy ahora mismo. He sido injusto con esas mujeres, y debo reparar el daño que las hice.

¿De quién será esta otra carta? Alguna petición de influencia o de dinero. La letra huele a escribiente.

Sr. Don Luis Noisse: He pasado tres días muy enferma.

¿Quién escribe esto? ¡Si es Águeda! ¡Es Águeda quien escribe! Al principio otra vez.

  —125→  

He pasado tres días muy enferma, y hoy, que me encuentro mejor, consigo de mi madre que me deje escribir a usted.

Suplico a usted que venga a vernos, porque sospecho que me condena usted sin oírme, y no sé por qué me condena.

He recordado que negué a usted la urna y no le ofrecí el medallón que llevo al pecho; y, como estas ideas, he tenido otras muchas que no son acertadas. ¿Verdad que no?

Creo que volverá usted, y, confiada en esta esperanza, me despido de usted hasta luego.

Su obediente servidora q. s. m. b. -Águeda.

Y corría el coche, y Luis se inclinaba hacia adelante creyendo que así llegaría más pronto.

Miró Mari Antonia por el ventanillo; y, cuando vio al capitán, abrió la puerta gritando:

-Señorito Luis, pero, ¿es usted?

-Yo soy; ¿qué tiene Águeda?

-Me ha dado un susto.

-Pero, ¿es cosa de cuidado?

-Ella decía que no; pero el médico dijo que sí.

-¿Está durmiendo?

-No, señor; si estábamos mentándole a usted. A la fuerza le debieron chillar los oídos.

-Pero, ¿está en la cama?

-Ya lo creo. Y mañana no la dejo que se levante.

-Y hará usted bien.

-Venga usted por aquí.

-¿Por dónde?

-Pues a la alcoba. ¿Sabes quién es?

-Ya lo sé, mamita.

-Mire usted si estará contenta, que me llama mamita. Pero, pase usted. Y Luis, tembloroso, porque su corazón latía con violencia, entró en la alcoba, se acercó a la cama de Águeda, y estrechando la mano que la niña le tendía, le dijo con cariñoso acento:

  —126→  

-¿Me perdonas?

-¡Qué bueno es usted!

-¡No ha de serlo!: si es hijo de la señora más buena que ha habido en el mundo.

-¿Estás mal?

-Ahora estoy bien.

-No la crea usted, que todavía no está curada.

-Pero, ¿qué has tenido?

-Frío que cogió al salir del teatro.

-Y, ¿fue sólo un enfriamiento?

-Nada de eso. He tenido un cólico. Sin duda me sentó mal el almuerzo.

-Pero, hija, ¡si estaba riquísimo!

-Acaso la langosta...

-No, señor; es que no cené, fui al teatro, cogí frío al salir, y nada más.

-¡Dichoso teatro! ¡Cuántos disgustos nos ha costado!

-A nosotras más que a usted.

-Pero es que tú no estás enterada de una coincidencia que prueba mi mala suerte.

-Ante todo, señorito, ¿quiere usted que arregle cualquier cosa? ¿Va usted a tomar algo?

-No, Mari Antonia, gracias; hace una hora que concluí de comer.

-Y no le hemos preguntado por la señorita.

-Buena.

-Con tu conversación le has interrumpido cuando nos iba a contar un suceso de aquella noche.

-Usted perdone, señorito.

-No hay por qué, mujer.

-Pero la verdad, está el agua caliente, y si no friego ahora... Y como iba a la cocina, por si acaso.

-Pues yo no quiero nada.

-Yo sí.

-¿Qué quieres tú, estrella del imperio?

  —127→  

-Anda, para que te quejes de tu madre.

-No me quejo; es muy buena.

-Y que ni la emperatriz cuida del príncipe como yo cuido de esta descastada.

-Ya salió aquello, Mari Antonia.

-¡Ay!, señorito; el que no tiene hijos no sabe lo que es querer.

-Es verdad.

-Conque, pide tú, que aquí está tu madre.

-Pues quiero sentarme en la cama.

-¿Cogerás frío?

-No, porque me taparé con una toquilla.

-No hagas locuras.

-No, señor; ya estuve sentada esta tarde.

-Pero en seguida se volvió a echar.

-Ahora me encuentro mejor.

-Pues voy por la toquilla.

-Y recógeme el pelo.

-Mira que te da mucho calor en la cabeza.

-Pero si no lo separas no me podré levantar.

-Eso, sí.

Y cuando Águeda quedó sentada, apareció su pálido rostro rodeado de los negros cabellos, que cubrían los hombros y se amontonaban sobre la cama. Luis nunca la había visto tan hermosa, y quedose inmóvil contemplando aquel busto lleno de seducción y de grandeza.

-Mírela usted qué contenta está ahora; pues hace cinco minutos no estaba así.

-Calla, madre.

-Sí, sí, calla, calla.

-Y acuérdate de que tengo que cenar.

-¡Cenar! -dijo Luis.

-Ya verá usted la cena, señorito.

-Una taza de caldo y un trocito de gallina.

-Pues ya va siendo tarde.

  —128→  

-Dentro de un rato.

-¿Qué más quieres, lucero?

-Ahora nada.

-Pues antes sí querías.

-¿Te callarás?

-Para estar callada prefiero irme a fregar, que ya estará el agua fría. Conque, ¿usted no toma nada, señorito?

-No, Mari Antonia, gracias.

-Pues hasta ahora.

Apoyose Luis en la cama de Águeda, y, mirando hacia el gabinete, preguntó:

-¿Qué querías antes?

-No me acuerdo.

-¿Estás segura?

-Es decir, me acuerdo, pero no lo digo.

-¡Hola! ¿Tienes secretos?

-Ninguno; lo que quería era que viniese usted.

-Pues ya estoy aquí.

-Después de dos cartas.

-No es exacto.

-Han sido dos.

-Pero las acabo de leer ahora mismo.

-¿No ha ido usted al casino?

-Desde hace cinco días.

-Y, ¿por qué no ha venido usted?

-Estoy ocupadísimo con mi cátedra, y, además, no presumía que estuvieses enferma.

-Usted se incomodó por la urna.

-La urna y el medallón están muy bien colocados.

-Entonces sería porque no usamos de las localidades.

-No lo creas.

-Pero usted no dijo que las enviaría.

-Como que no sabía el acontecimiento que se preparaba.

  —129→  

-Ni yo. A las siete y media vino doña Cecilia a buscarme, y mamá se fue a casa de esa señora. Cuando volvimos estaba el portero durmiendo, y a la mañana siguiente nos dieron la carta.

-A buena hora.

-Lo sentimos mucho, y mamá singularmente, porque se quedó sin oír a Ronni. ¿No es verdad que cantó muy bien?

-No lo sé, porque no estuve.

-Ya decía yo. Pero, entonces, ¿por qué envió usted las localidades?

-Para vosotras.

-¿Y usted no pensaba ir?

-Yo tenía la mía.

-¿En galería?

-Tenía una butaca.

-¡Una butaca!

-La que estuvo desocupada.

-Al lado mío.

-Esa... No caviles: yo iba al teatro por verte, y antes de entrar te envié un ramo, me dijeron que nadie había ocupado las localidades, y me fui a mi casa.

-¡Mala suerte!

-Renegué de ella cuando, por la carta de tu madre, me enteré de lo ocurrido.

-Lo sensible es que no oyera usted a Ronni.

-Le oiré otra vez.

-¡Quién supiera cantar como él!

-¿Te gustaría ser artista?

-Ya lo creo.

-Ganan mucho.

-Y se hacen respetar.

-El talento siempre es respetable.

-Siempre, no.

-A la corta o a la larga.

-Pero suele ser tan largo el plazo...

  —130→  

-Es cierto.

-Yo no he podido explicarme por qué se le concede tanta importancia al dinero.

-Por lo que proporciona.

-Y aunque nada proporcione.

-Explícate.

-Verá usted. Cuando nos vinimos a vivir a esta casa me ocupaba en bordar, y ganábamos mucho. Vivía en el principal del otro edificio una familia aristocrática: los Condes de Llach, que tenían una hija. Mi madre fue a ofrecerles nuestros servicios, y nos encargaron algunos bordados de poca importancia, sin duda para probar mis fuerzas; pero quedaron contentos, y decidieron que yo hiciera el equipo de boda de aquella señorita, que estaba entonces prometida a quien hoy es su esposo. A medida que yo terminaba mis trabajos, los llevaba mi madre guardados en una caja, y tantos misterios empleaban para recibirlos, y tanto insistieron en que yo no les visitara, que sospeché si mis labores pasarían como labores de la condesita. Y no me engañé, porque el novio quiso sorprender a su novia con un obsequio, buscó una bordadora, me recomendaron a él, y vino a encargarme una bata bordada en oro y en sedas. Estaba yo concluyendo dos iniciales en un almohadón, y, a pesar de mis negativas, comprendió aquel sujeto que su futura le engañaba. Prometió callarse para evitar un disgusto, y... se casó.

-Le compadezco.

-Yo también; pero lo cierto es que se casó por interés.

-Mal hecho.

-Pero se hace.

-Lo que yo deduzco de lo que te oigo es que has trabajado mucho.

-Y trabajaré más.

-Te quedarás sin vista.

-Aún tengo bastante.

-Todo se acaba.

-Cuando llegue ese caso ya seré rica.

-¡Hola! Eres interesada.

-Porque la riqueza es un billete de libre circulación.

  —131→  

-¿Quieres comprar marido, como la condesa?

-Quiero ser rica para no casarme.

-¿Por qué?

-Porque he visto que los amores duran poco.

-Pero llega la amistad.

-Pues vale más ser siempre amigos.

-Eso no basta.

-Me parece que mi madre no se acuerda del caldo.

-Aún es temprano.

-No lo sé.

-¿Quieres que la llame?

-Esperaremos un poco.

-¿Conque tú prefieres las amistades?

-Desde luego.

-Y, ¿tienes muchas?

-Ninguna.

-¿Ninguna?

-Ninguna.

-¿Pues qué se necesita para ser amigo?

-Estar siempre dispuesto al sacrificio, y no sacrificarse por obtener una recompensa, sino por el placer de haberse sacrificado.

-Eso es mucha virtud.

-Pues yo estoy dispuesta a tenerla. Y la tendría cualquiera si se decidiese. Pero sólo se piensa en la ganancia. Se da uno para cobrar dos, y los afectos que debieran ser más puros, llevan envuelta alguna pasión raquítica.

-Me parece que tu madre se ha dormido.

-¿Quiere usted que la llame?

-Esperaremos otro poco.

-¿Conque usted no entiende así las amistades?

-Yo las comprendo perfectamente.

-Son el sentimiento más grato y más eterno.

-El mejor consuelo.

-Y más constante.

  —132→  

-Para la desesperación.

-Y para la orfandad.

-Tener quien enjugue nuestras lágrimas.

-Y quien nos ampare contra las pasiones sociales.

-Algo tan grato como una esposa.

-Y tan bueno como una madre. Porque la madre se sacrifica.

-Y el hijo no.

-El amigo sí. Y debe dominar su orgullo.

-Y comprender la tristeza.

-Y respetarla.

-Y amarle.

-Amarle mucho.

-Y siempre.

-Y siempre.

-¡Allá voy!

-Se ha despertado tu madre.

-Y se despierta creyendo que la hemos llamado.

-¡Qué! ¿Ya son las diez?

-Miraré el reloj.

-Espere usted, señorito, que con la pantalla no se ve. Voy a quitarla.

-Las once y cuarto.

-¡Cómo se pasa el tiempo!

-Y, ¿qué tal te encuentras, hijita?

-No estoy mal.

-Y, ¿qué vas a comer?

-Nada.

-¿Ni el caldo?

-Sólo tengo mucha sed.

-Toma el caldo, chiquilla.

-Si usted cree que no me hará daño...

-El caldo sólo.

-Venga, pero no te duermas otra vez.

-¡Y qué remedio! Antes que amanece ya estoy levantada.

  —133→  

-Pues yo, en cuanto tomes el caldo me iré.

-¿Tiene usted prisa?

-Ninguna; pero me privo de verte con tal que descanses.

-Pues yo prometo cuidarme para estar pronto buena y hacer un obsequio que le preparo.

-Anticipo las gracias.

-Es mi primer trabajo en ese arte.

-Ya veremos.

-Aquí está el caldo.

-Pues déjalo sobre la mesita de noche. Ten la toquilla, y sujeta el pelo, porque me voy a echar.

-Pero toma antes el caldo.

-Me parece que no lo tomo, porque me duele mucho la cabeza.

-Chiquilla, no te pongas peor.

-No lo tema usted. Ha sido la postura.

-Pues a dormir.

-En cuanto cierre los ojos.

-Y hasta mañana.

-¿De veras? ¿Hasta mañana?

-Si vivo.

-Es que si usted no viviese iría yo a buscarle.

-Dios te lo pague como yo te lo agradezco.

-¿Hasta mañana?

-No seas pesada; si ya te he dicho que sí.

-Que lo diga otra vez.

-Pues bien; hasta mañana, y no hagas locuras.

-Seré buena.

-Adiós

-Adiós. Y Luis, al marcharse, dijo aparte a Mari Antonia.

-¿Necesita usted algo?

-Por ahora, nada. Que venga usted.

-Vendré.

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Cuando salió a la calle púsose a pensar a qué sitio iría donde pudiera entregarse a sus reflexiones; y como el Liceo estaba cerrado, y presumió que el casino estaría lleno de socios, se decidió a despedir al cochero, seguir el boulevard Shalañac, pasar el puente de Juarro, cruzar la plaza del palacio, y llegar a su casa suficientemente fatigado para que no le molestase el insomnio.

Y cuando llegó a su hotel, después de haber andado más de una legua, hubiese vuelto a recorrerla otra vez con tal de pasar la noche en la casita de Águeda, y no verse obligado a entrar en aquel cementerio, donde era el amo, pero donde Marcela hacía tristes la vida y las cosas; donde no entraba el amado sol del invierno, ni se oían los cantos de los pájaros, ni se aspiraba el perfume de las flores.

Se estaba Luis acostando, y oyó que el gatito de Marcela maullaba tristemente y arañaba la puerta, pugnando por salir de la alcoba de su ama y acostarse en la cama grande, al lado de Luis que le acariciaba, y le rascaba debajo del hocico, y le colocaba sobre el edredón, donde dormía en la seguridad de no ser despertado hasta las nueve de la mañana. Oyose un bufido, y el capitán comprendió que Marcela castigaba al gatito.

-Qué tonta eres, se decía Luis; aún no sabes que todos los seres de la creación buscan fatalmente la compañía de quien más los mima. Te compadezco, y compadezco al michín que no puede librarse de tus acritudes como yo me voy librando.

Y Marcela decía:

-No volverás a dormir al lado de ese danzante, con quien es preciso usar de indirectas para que abone los gastos de su casa, y después da el dinero como si diese una limosna.