Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —54→  

ArribaAbajo Flor de un día

-¿Quién es?

-Yo, abre.

-¿Por quién pregunta usted?

-¿Está el señor Bautista?

-Sí, señor; pase usted adelante.

-¡Ah, picarona! ¿Conque ahora echas a correr? ¡Y me has tenido en la puerta haciendo cortesías! Tú me las pagarás.

-¡Cucú! ¡Cucú!

-Sí, ¡ya te daré yo el escondite!

-¡Cucú!

-¡Oh! Ahora no te escapas. Estás detrás de esa puerta.

-¡Cucú! ¡Cucú!

-¡Ah, que me he engañado! Vuelve, vuelve a cantar. ¡Hola! Parece que no quieres.

-¡Cucú!

-¡Infeliz! Te atrapé; estás aquí entre las colgaduras de la cama.

-Ja, ja, ja, ja...

-Te ríes, ¿eh? Y ahora, ¿qué mereces?

-Ja, ja, ja...

-Vas a pedirme perdón.

-Castígame, sí, castígame.

-A darme besos, como siempre. Pues te engañas.

-No, no; anda, castígame mucho.

-Ahora voy yo a darte un millón de ellos, pero has de estarte quietecita.

  —55→  

-¿Del todo?

-Del todo.

-Vamos, un poquito; así.

-¿Abusas de que tengo cosquillas? Pues aguarda.

Bautista levanta en alto a Juana como si fuera un niño y la coloca cuidadosamente sobre la cama.

-Vas a arrugarme el peinador.

-Ganancia para la planchadora.

-Pues... ¡me gusta!

-Bueno; te lo quitaré.

-No, no, que voy a tener frío.

-¿En el mes de junio? Ea, fuera estorbos.

Y Juana queda sin más vestido que la camisa y una enagua.

-Y ahora, ¿qué dices?

Repite Bautista besando a su amada en la frente y los ojos.

-Que sí, que sí, que eres muy guapo, y te he visto venir por la calle y te quiero; sí, señor; te quiero muchísimo.

-¿Y por eso me hacías esperar en la escalera?

-Pero tú no te incomodas.

-¿Que no? Toma, toma.

Y Bautista besaba como un loco; pero luego su boca se unió a la de Juana; los labios de ambos se extendieron y estuvieron así en mayor contacto. Los dos amantes cerraron sus ojos.

Después, algo después, dormían ambos el tranquilo sueño del sensualismo satisfecho.

-Vidita, que es casi de noche.

-¡Ahaaaa! Toma, y es verdad. ¿Dónde está mi tabaco?

-Sí; lo primero fumar.

-Permíteme; tú has sido antes.

  —56→  

-Bueno; pero...

-Anda, vamos a levantarnos y a comer, que luego me voy al Circo con mi novia.

-¡Con tu novia!

-Sí, señor. Una chica hasta allí.

-¿Y será verdad?

-Y tanto.

-Bueno. Vete con quien quieras.

-Si no dices más que eso... Y tú también vendrás.

-Yo, no.

-Entonces voy a estar solo.

-Con tu novia.

-Entonces necesito llevarte a ti, porque tú eres el solo bien que yo amo.

-¡Poeta! Conque, ¿vamos al Circo esta noche? ¡Ay, qué gusto!

-Bueno; vamos a comer y enseguida nos marchamos.

-Pero si no hay comida. ¿No ves que nos hemos pasado la tarde durmiendo? ¿Quieres que haga una cena?

-No, no. ¡Vas ahora a meterte en la cocina! Nada de eso; nos iremos a la fonda. Ea, arréglate.

-¡Gracias a Dios! ¡Tanto esperar!

-Pues mira, si no he abierto antes es porque estaba haciendo otra cosa.

-Bajito, bajito; no alborotes la vecindad. Ya sólo falta que me pegues.

-Pero hombre, si es verdad. Has llamado dos veces, como si llevases un cuarto de hora aguardando en l a escalera.

-¿Te parece que he aguardado poco?

-Yo no digo... pero se quemaba el aceite y era una triste gracia...

-¡Que se hubiera abrasado!

-Sí, como sobra tanto...

-Pues no sé. Ningún mes baja de treinta reales. Empezaste gastando quince. A este paso no nos dará abasto Andalucía.

-Pero considera que a ti sólo te gustan los fritos.

-Si te parece, comeremos patatas.

  —57→  

-No, señor; el cocido como antes.

-Cómelo tú. En fin, yo exijo lo que pago. ¿De modo que no está la comida?

-Falta un poco.

-¡Y son las seis! Cada día comemos más tarde.

-He estado planchando.

-Sí; a ti no te faltan disculpas. Bueno, me voy.

-Pero aguarda un instante. Comeremos enseguida.

-Tú eras quien debías haber aguardado.

-Si apenas falta. No te vayas. Ven, siéntate, voy a poner la mesa.

-¡Ea! Basta de pamplinas; tengo que hacer. Comeré en la fonda. ¡Ah! puedes echar el cerrojo porque no vendré esta noche. Adiós.

-Pero, oye...

-¿Qué?

-¿Te vas sin darme un beso?

-Otro día. Adiós.

Bautista baja la escalera precipitadamente. Hace algunas semanas que nadie puede resistir su mal humor.

Juana llora y llora echada en el suelo detrás de la puerta.

-¿Conque usted también conocía a Juana?

-Sí, señor; muy poco. Cuando era niña pasaba con su madre todas las mañanas por delante de la imprenta donde aún sigo trabajando. A aquella hora, yo procuraba siempre encontrarme en la puerta. Pero un día me vio un amigo en esta actitud y se bromeó conmigo tanto, que no volví a hacer tal cosa.

-¿Y sabe usted de esa chica?

-Está en el Hospital de la Princesa.

-¡Cómo! ¿En qué sala?

-En la de Santa Lucía, núm. 13.

  —58→  

-¿Y usted va a verla?

-Los domingos, pero ya no se acuerda de mí. Sin duda no me conoce.

-¡Es extraño! Sí, iré a verla. ¡Mozo! Cóbreme usted.

-¿Se va usted ya?

-Sí; es tarde. Adiós, Carlos.

-Servidor de usted.



  —59→  

ArribaAbajo El hospital

Venancia, la gordinflona, y Celestina, están sentadas en unas sillas alrededor de la estufa. Su actitud es perezosa. Duermen o meditan. La mayor parte de las camas están vacías; las inquilinas quieren celebrar el día de Reyes dando un paseo por aquella hermosa sala de Santa Lucía. Como es natural, se notan los efectos del caldo, porque este alimenta menos que el agua fría y suele ser perjudicial. Cuando la carne se ha puesto mala, se la cuece, y esta agua es el regalo de una tarde; pero aquel día era gran fiesta. La junta de Beneficencia debía ser espléndida, y las hermanas de la Caridad católica colocaban con malhumorado ademán una jícara y tres bizcochos sobre cada mesita de noche. Juana ocupaba el núm. 13; apenas vivía; con los ojos cerrados, mordiendo con sus dientes el labio inferior; el desgreñado pelo desparramado sobre la almohada y casi cubriendo una cara llena de basura, y luego su mano derecha, que asomaba por debajo del embozo como pregón del escondido cuerpo, una mano donde alguien se había complacido en amontonar huesos, con aquellos tendones rígidos, una mano asquerosa, lívida, llena de porquería y de manchas rojas, por las cuales parecía querer salir la corrompida sangre, ávida de oxígeno. Tiene su chal de moda a los pies de la cama; sobre la mesita muchas jarras y cacharros, y colgado de un hierro, a la cabecera, un pañuelo lleno de bizcochos, azúcar, turrón y un panecillo con alguna s sardinas fritas. Ni duerme ni piensa; se muere, esto es todo.

Bautista entra en la sala; ha engruesado, tiene en descuido sus cabellos y su barba; su color sigue siendo pálido, parece más viejo. Se descubre antes de entrar y camina dando las buenas tardes sin saber a quién. Su paso es firme como el del soldado, pausado y metódico como el del cortesano que anda entre faldas y tapices. Llega al número 13, se acerca a la cama, se inclina, contempla de cerca a Juana, la llama por su nombre, coge la descarnada   —60→   mano que parece haber estado aguardándole para ser estrechada, y Juana abre los ojos y los vuelve a cerrar; parece que todo lo había visto; quería cerciorarse, y bien; se ha cerciorado y sigue tranquila.

La vecina del doce quiere baza, y dice con voz chillona:

-¡Trece! ¡trece! Siéntese usted, caballero. ¡Rita!, trae una silla para este señor.

Rita obedece a su compañera. Bautista se sienta, vuelve a coger la mano de Juana, y la vecina sigue hablando.

-Hoy está peor. ¡Si no quiere tomar nada! La leche de esta mañana está ahí. ¿Por qué no la toma caliente? Ahí está. ¿Qué provecho le hará fría? ¡Trece!, ¡trece!

Juana abre los ojos y dice en voz baja, muy baja, casi parece que no lo dice ella:

-No me la dan.

-¿Quieres tomarla ahora? -pregunta Bautista.

-Agua, agua.

Y Juana parece que quiere gritar al decir esto. Bautista se levanta y empieza a destapar jarras.

-Ésa, ésa -dice la entrometida vecina.

Y Juana murmura:

-Levántame un poco.

Bautista coloca su ancha mano bajo el hombro de Juana.

-¡Ah! -murmura ésta- tus dedos parecen puntas.

-¡Ah! -piensa Bautista- tu cuerpo no pesa. ¿Quién te ha quitado la carne que yo besaba?

Y Juana bebe aquel pectoral cuya superficie cubre una gruesa capa de polvo.

-¿Cómo te encuentras?

-Mal, muy mal. ¡Ay!... ¡ay! Madre mía. ¡Ay, mi cuerpo... todo muerto!

-Es natural. Estarás rendida. Tú no te apures por eso. Llevas mes y medio en la cama.

-¡Ah!, no... no. Estoy muy mala, muy mala.

-No te apenes tú.

  —61→  

-¡Trece! No se apure usted.

Bautista vuelve la cabeza. ¿Quién se mete en sus negocios? Y es bien fea la bachillera, con aquella cara hinchada llena de trozos sin piel y de polvos blancos.

Y luego hay un rato de silencio. Solamente Venancia y Celestina no paran en su conversación. Las dos han conocido a Bautista y hay tema largo.

-¿Lo ves como era Juana? Si cuando yo te dije...

-Pues hija, que no hay quien la conozca.

-Quien mucho aprieta... Ea, pues, ya ves; y él no sé cómo tiene vergüenza... Por supuesto que todos son lo mismo.

-Pero, chica, está muy viejo.

-Pues no será la pena. Alguna que le sacará los cuartos.

-Bueno es él.

-No digas.

Rita se acerca a ellas.

-¿Tenéis pan?

-No. ¿Por qué?

-Pues que me ha traído mi comadre unas fritadas de bacalao...

-Escucha, el ocho debe tener.

-¿Cómo se llama?

-Leocadia, o no sé.

-Sí. Leocadia.

-¡Leocadia! ¿Tiene usted apaño para un besugo?

-No, señora.

-¿Qué quiere usted? -dice la del doce-. Venga usted y se lo daré.

-A mí me lo darás porque ya no encuentras quien te lo tome.

-¡Ay!, hija, no tanto, no tanto.

Y Rita se acerca a la cama de su amiga y ambas meriendan tranquilamente.

Entre tanto, Juana ha tosido y Bautista le ha acercado la escupidera llena de la más asquerosa de las inmundicias, donde la terrible enfermedad ha puesto su sello en largas mucosidades rojas que se retuercen como si trataran de formar nuevos bronquios y nuevas vesículas.

  —62→  

Juana escupe y Bautista siente llegar las náuseas a su boca y las lágrimas a sus ojos.

-¿Cómo te encuentra el médico?

-No sé; no dice nada; ¡agua!

Juana vuelve a beber y se recuesta sobre las almohadas que arregla su ex amante.

-Te he traído unos bizcochos, como los que tú quieres. No los he encontrado en todo Madrid. He tenido que encargarlos. Míralos.

-¡Bah, bah!, ésos no me gustan... Pero, hombre, nunca has de acertar... ¡Bah! Yo no los quiero.

-Pues... no acierto. Dime cómo han de ser.

-No, no. Si no los vas a buscar.

-Pero, vidita. ¿Eso crees? ¿Dónde los has comprado tú?

-En la calle... de Santiago.

-Bueno, pues yo los pediré allí.

-¡Ay! ¡Ay!, mi cuerpo.

-¿Quieres que te incorpore?

-No, no; agua... agua.

Juana bebe un pequeño sorbo, luego moja un bizcocho en el pectoral, luego otro y otro, y así unos cuantos; por fin, entrega la jarra a Bautista y se deja caer sobre las almohadas.

-Conque, di, en la calle de Santiago, ¿en qué número?

-¡Ay! Lo he dicho muchas veces.

-La calle de Santiago es donde está la Diputación provincial. Bueno, mirando al edificio, ¿a mano izquierda?

-Sí... frente San Miguel.

-¡Ah!, está al extremo.

-Sí... una confitería.

-Bueno, pues el domingo te los traeré. Tú no te apures por nada.

-¡Ay!, sí... sí... No puedo moverme.

-¿Y para qué quieres moverte?

-No puedo hacer nada.

-¿Qué quieres hacer?

  —63→  

-Nada... no... nada...

Vuelven a quedar en silencio. Juana cierra los ojos. Bautista la mira fijamente.

Rita y su amiga concluyen de merendar. Un gato negro con manchas blancas se encarga de los restos del festín. La del nueve llora dolorosamente; la del siete ronca con estrépito como un aldeano, y la del ocho no dice nada; con sus ojos abiertos desmesuradamente contempla el banquete del gato con miradas de rabiosa envidia. Un practicante entra en la sala con su gorra puesta, su larga blusa y su cara de bebedor de alcohol. Deja dormir al siete tranquilamente, da al ocho una cucharada de un licor amarillento, no interrumpe los sollozos del nueve, se olvida del doce, da a Juana dos píldoras blanquizcas y se marcha a la galería tranquilo en el desempeño de su cargo.

Juana vuelve a pedir agua y bebe de nuevo.

-Hoy te encuentro mejor.

-No, no, estoy muy mal... No puedo con mi cuerpo.

-¿Quieres que te incorpore?

-No, no... no es eso.

-¿Qué quieres?

-He pedido un orinal; no me lo dan... No puedo... bajarme.

-Pues...

-¡Ah! ¡No!, no... no quiero.

-Es necesario que tengas un poco de paciencia. Tú ponte buena que es lo que interesa, y luego ya veremos.

-No, no... Yo quiero morirme.

-Pero, criatura, eso es lo último. Nada, haz lo que yo te digo. Cuídate.

-Aquí... no. Aquí... no. Me muero aquí.

-No digas tonterías. Lo que importa es vivir.

-¡Ay! ¡Ay!

Juana coloca su pierna izquierda casi al borde de la cama. Bautista retira su brazo.

-¿Qué quieres?

-Nada, perdona, pero no puedo más. Perdona.

-No te apures. No te apures.

  —64→  

-Retírate.

-No importa.

Bautista retira su silla. Juana muerde a intervalos su labio inferior y cierra los ojos. Bautista la mira con los suyos espantosamente abiertos en cuanto lo permiten sus lágrimas. Un olor asqueroso se va esparciendo en el espacio que rodea la cama. Bautista echa atrás su cabeza y retira el pie.

Juana empieza a llorar.

-¡Ay! ¡Ay!, madre mía... Madre... de mi corazón. Si no puedo. ¡Ay! Tengo todo mi cuerpo... escocido. ¡Ah! Yo me muero. Yo aquí me muero.

-Ten paciencia, no te apures.

-¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Yo me quiero morir.

-Vamos, ten calma. Ves, eso te hace mucho daño.

-¡Ay! ¡Ay!

Una hermana llega con una gran cafetera llena de chocolate.

-¿Quiere Usted?

-No, señora -dice Juana.

-Querría que la limpiasen.

-Pues ya ve usted, tres sábanas tiene puestas.

-No me puedo... mover.

-Pues hija, ya ve usted, yo no la puedo dar a usted movimiento. Bueno, ahora vendré.

Y la hermana se aleja murmurando: «Es la cuarta».

Juana cesa de llorar; sus labios se pliegan modulando una sonrisa, y dice:

-¡Chocolate!

Bautista se ríe, pero aquello es insoportable; el olor cada vez se hace más intenso. Comprende que podrá resistir su emoción, pero no las arcadas que se halla próximo a dar. Su cabeza no está segura, pero no sabe qué hacer. Así permanece un instante. Juana llora silenciosamente. La vecina del doce se ha vuelto de espaldas y ha escondido su hinchado rostro entre las sábanas. Por fin, la hermana vuelve con una sábana. Bautista aprovecha la ocasión.

-Adiós, vidita, vienen a mudarte. El domingo te traeré los bizcochos.

  —65→  

Bautista se va. Celestina le señala con el dedo. Venancia hace un gesto indecente, y allá en el suelo, junto a la cama de Juana, donde estaba el pie de Bautista, hay un bizcocho partido en dos pedazos, y la enferma que envidiaba al gato, mira el bollo con ojos que dan miedo.

Bautista halla en la galería al practicante de la sala.

-¿Cómo encuentra usted esa enferma?

-Mal. No hay más remedio. Pero ayer, entre un cura y dos señoras, que no vienen nada más que a molestar a los enfermos y a acortar las raciones siempre que hay junta, pues, sí, la hicieron confesarse y la dieron el Viático, y el cura la dijo que de ayer no salía.

-¡Bárbaro!

-¡Qué se le ha de hacer!

-Ea, que usted siga bueno.

-Gracias, igualmente. Beso a usted su mano.

-Servidor.

Bautista sale pensando en los abusos de los católicos; luego recuerda el estado de Juana, y luego se fija en la ridícula fuente de la calle Ancha, y vuelve a pensar en Juana, y después acompaña tarareando los valses que toca un organillo frente a la Escuela Normal, y se sube en el tranvía y torna a pensar en Juana, y por fin llega al café, donde le ofrecen presentarle aquella misma noche en una reunión de gente cursi.

Eran las cuatro de la mañana; Bautista se acostaba casi borracho. Al sentir el frío de la cama recordó a Juana y luego se durmió.

A la mañana siguiente, poco antes de la visita, recorría un practicante las camas de la sala de Santa Lucía; llegó al número trece, miró a la enfermera, y luego corrió las cortinas del lecho con indiferencia.

-Calle -dijo el número doce-. Mi vecina se ha muerto.

-¿Quién? -preguntó la Rita.

-El trece.

Todas siguieron tan tranquilas. El bizcocho había desaparecido. El número ocho estaba de gravedad.



  —66→  

ArribaAbajo El entierro


   Now pile your dust upon the quiek and dead,
Till of this a mountain yon have made
To o'ertop old Pelion, or the skyish head
Of blue Olimpus
............................................................
Make Ossa like a wart.


SHAKESPEARE                


Querido amigo mío: Tú solamente puedes comprenderme. Juana ha muerto, sí, ha muerto y la tierra acaba de cubrir, tal vez para siempre, su cadáver. Yo no puedo definirte lo que mi alma siente; no sé si hay palabras que lo expresen; pero necesito llorar y contártelo todo, y ya verás, no olvidaré ni un detalle, ¿cómo no? Si el recuerdo de cada uno hiere pertinazmente mi imaginación, y me hace llorar mucho, muchísimo, porque yo no creí que pudiera llorar tanto.

Mira, ayer estuve en el hospital. Bueno; debo advertirte que Ramírez, durante la enfermedad de Juana, ha permanecido en su cruel olvido; pues ahora, de la noche a la mañana, sale pregonando caridad y amor al prójimo, de modo que aunque yo había advertido al administrador que me avisase inmediatamente que ocurriera una desgracia, no lo ha hecho sin duda porque se lo advirtió el Ramírez. Si así se hace en todo, va a resultar, que llevándose el clero y la aristocracia todo cuanto ganamos, aún nos van a impedir que ejerzamos la caridad que nos permite nuestra miseria; y tanto van a minar los siervos del Papa, que llegarán a demostrar con los hechos, que sólo son buenos los curas y las marquesas.

Y ya verás para qué.

De modo que estaba en el café, y el viejo Pedro vino a decirme que Juana había muerto a las cuatro de la madrugada, que él lo sabía por la señora   —67→   Celestina, que Ramírez se encargaba del entierro, que sería al día siguiente por la mañana, después de la misa, a las nueve; que todo el mundo preguntaba por las ropas y alhajas de la difunta, y parece ser que había propósito de ajustarme estrechas cuentas.

Todo esto me lo dijo sin precipitación, con una calma que hacía llegar las palabras a mi corazón sin perder de ellas la menor idea. El pobre viejo lloraba, y yo enjugué una lágrima que no me dejaba verlo bien.

Pasé la noche como comprenderás; yo dudaba, sí, ¿por qué he de negarlo? Casi tenía la seguridad de que me habían engañado. Porque, ¿cómo había yo de creer que aquella mujercita que tanto quería yo, con aquella carita cuya risueña expresión esparcía no sé qué grata alegría en mi alma, aquella vidita mía, como yo la llamaba, había de morirse? Pues bien; me moriría yo, y esto no podía ser. Y revolviendo en mi memoria recuerdos cuya existencia me asombraba, y llorando a veces y otras levantando mi abatida cabeza y sonriendo lleno de alegres esperanzas pasé aquella noche, y al comenzar el alba me puse en pie. Me lavé y me vestí de luto, de luto riguroso, sí, quería extender mi pesar hasta a mis menores acciones; quería mostrar mi pena al mundo, siquiera para que respetase mi dolor. Porque éste era mío, brotaba de mi alma y le amaba como amamos todo cuanto de nosotros nace, y era mi lujo, el hermoso hábito que yo vestía para diferenciarme de las bestias. Era que yo sentía y deseaba sentir, porque sintiendo me veía muy hermoso.

Dieron las nueve y llegué al hospital; me acompañaba Pepe, mi buen amigo Pepe. ¡Oh! Bendito sea; Dios siembre de flores el resto de su camino; Dios le dé ocasiones de hacer el bien, porque es el placer mayor del buen Pepe, de ese oscuro cajista que así predica la religión de Cristo sin que le valga dinero. También iba a mi lado el pobre Pedro, y juntos entramos en aquel portal y en el zaguán aquel donde nace la ancha escalera y que llenaban unas cuantas infelices mujeres, tal vez aguardando el resultado de la visita, y cruzaban constantemente hermanas de la Caridad católica con su rostro impasible, un trozo de carne pálida con los ojos que miran al suelo. Allí vi al administrador y le recordé su olvido; se excusó, es natural, yo hubiera hecho lo mismo, se entiende, si hubiera faltado.

  —68→  

Allí estaban la señora Celestina y Carlos con su blusa vieja, pero muy limpia.

Carlos me saludó, parecía triste; la señora Celestina me miraba con ojos de curiosidad; la expresión de su semblante era extraña; yo creo que estaba confeccionando un chisme; tenía los ojos encarnados; pero vi que su pañuelo era de algodón, y esto me lo explicó todo.

Así estuvimos un rato; yo miraba por las ventanas de la galería baja la puerta de la sala de Santa Lucía, donde Juana había muerto, y recordaba bruscamente infinidad de hechos, sin ilación alguna entre sí, y de este modo ni notaba apenas que cada vez lloraba más y que una extraña angustia iba, poco a poco, impidiéndome respirar a mis anchas.

Mientras tanto, oía los consejos de Pepe, que me exhortaba a tener paciencia, los juramentos de Pedro, los suspiros de Carlos y los gruñidos de la murmuradora Celestina que decía entre dientes, deseando, con el miedo insolente de los niños díscolos, que yo la oyera frases como estas: «Pobrecita, Dios, nuestro Señor, la recoja. ¡Pobre Juana! Claro, no han avisado a los amigos. ¡Dios le dé su gloria! ¿Quién lo iba a saber, si no han dicho nada? ¡Ay, Dios mío! ¡Pobrecita!». Y otras parecidas que me llenaban de cólera, porque todo lo hipócrita me es adverso.

Por fin, un chicuelo de ésos de cara enfermiza que ayudan a los curas a sus funciones, vino a decirnos que podíamos pasar a la capilla. Él nos guió, subimos la escalera y seguimos la galería, y rocé la puerta de aquella sala donde mi Juana había muerto. Y bien, decía yo, tal vez esté ahí; pero no, no es posible, esto no puede ser una farsa. Conque es decir... Y al pensar esto se me oprimía el pecho, me faltaba el aliento y sólo evitaba esta opresión sollozando penosamente.

Llegamos a la capilla, me arrodillé y recé repetidas veces sin descanso el Padre Nuestro; es la única oración que recuerdo aún; mis labios oraban, pero mi imaginación, como rodillo infatigable que muele sin cesar, iba recogiendo con pasmosa rapidez montones y montones de ideas que estrujaba como con hercúlea mano de hierro, hasta arrancar de ellas su esencia, dolorosamente triste y fúnebre, y lanzando con desprecio, lejos de sí, el detalle inútil, la forma material de la expresión, la cáscara del fruto.

  —69→  

Y así continuaba mis cavilaciones de la galería entre el bárbaro estruendo de aquellas voces ebrias, de curas y acólitos que, sin armonía alguna, gritan ruidosamente un requiem, a veces pavoroso, a veces estúpido.

«¡Ah! -pensaba yo-, ¿y esto es por ti, vida mía? Si hay un Dios inmaterial, si hay una vida que empieza donde la materia acaba; si ese ser extraño te ha de guiar por ella y en su designio están tu placer y tu desdicha, ¿podrán serle más gratos, para alcanzar su misericordia, los bárbaros cantos de éstos que comen hoy con tu muerte, que estas lágrimas mías que brotan espontáneamente de mi corazón y corren por mis mejillas, porque mueres a los veinticuatro años, ávida de placeres y pletórica de ilusiones, y me dejas incapaz de toda alegría, sin esperanza alguna, muerto como tú y sin poder descansar?

»¡Cómo no había yo de creer que asistiría a tu entierro, si tal pluguiera a Dios, con los cabellos blancos, y la cabeza abatida, y las piernas temblorosas, y las manos descarnadas! ¡Oh!, fuera esto más grato; tú serías una anciana; nuestra separación momentánea casi, y el recuerdo de tantos placeres gozados, equilibraría o atenuaría en gran parte el dolor de mi breve soledad y de tu ausencia». Y yo lloraba con secreto fervor, pues me complacía en ello.

Acabó la misa; todos nos pusimos en pie, salimos a la galería y bajamos al zaguán. Allí se nos dijo que sería a las dos, y a hombros, la conducción del cadáver al cementerio general del Sur. Apenas me dejaron tiempo de pensar la noticia. La señora Celestina me preguntó si deseaba yo pagar el entierro. Me negué resueltamente. ¡Cómo pagar yo tal cosa, y que no fuera mío el cadáver y su caja y su sepultura! Esto parecía una broma pesada; pero la señora Celestina no desistió; deseaba saber cuántas misas le iba a decir. Y bien; tampoco le diría misas. Juana no era católica. Si la habían confesado, eso no importa. Es más fácil que se equivoque un momento el que está enfermo, incapacitado hasta para hablar bien, y entregado a manos ajenas, que no equivocarse años seguidos, siendo libre para pensar holgadamente. Yo tampoco era católico, y no estaba bien hacer tales tonterías.

La señora Celestina quedó contrariada.

Era de presumir. Carlos no decía nada. Me miraba con ojos tristes.   —70→   Prometimos vernos a la hora del entierro, y yo salí del hospital con el buen Pepe y el viejo Pedro.

Eran las dos y media: yo aguardaba el momento de partir, sentado en un banco que hay en la casilla de los enterradores. Hacía muy mala tarde; caía a intervalos una lluvia fina; el suelo estaba lleno de un fango blanquizco y pegajoso semejante a cemento batido; los desnudos arbolillos de aquel simulado jardín parecían temblar de frío a impulsos del viento, y las cenicientas nubes daban a la luz del oculto sol un color pálido que se reflejaba en los objetos dándoles un aspecto que a mí me parecía muy triste, porque de tal modo se destacaban bruscamente aristas y perfiles, y aquello semejaba la vida llena de frescura y lozanía, bella y hermosa, pero inmóvil, rígida, contemplando con silencioso dolor los banquetes de la muerte.

Lloraba, porque ya no sé hacer otra cosa sino llorar. Allí, al lado, bien cerca, estaría ella; tal vez oiría mis sollozos, sí: como en otro tiempo adivinaría mi presencia y sonreiría con su diminuta boca, viendo que yo la que ría tanto y no la abandonaba e iba allí a darla un beso que yo ya saboreaba entre mis labios: un beso que para ella enviaba mi corazón.

¡Allí, tan cerca de mí! Y bien; como otras veces, yo la llamaba, y ella me contestaba enseguida con su alegre voz, y luego me hacía esperar la muy pícara, y yo me impacientaba y ella me veía hacer visajes escondida detrás de una cortina. Ahora sería lo mismo pero, ¡ah!, no; estaba allí, sí, pero muerta. ¡Dios mío! ¡Muerta! ¡Ay!, esto era horroroso, y yo lloraba amargamente. Es natural.

Luego llegaron unos hombres; venían a un entierro; yo no los conocía. ¿Por qué querían acompañar a Juana?

Pronto salí de mi error; había dos muertos; el uno era Juana, mi Juana, la vidita de mi alma; el otro era un hombre.

Los dos estaban allí, encerrados en una pieza inmediata; los dos estarían en sus cajas; el hombre, sabe Dios cómo; algún ganapán asqueroso, lleno de porquería, verdusco, igual que todos los muertos, ¡ah!, pero mi cariñito   —71→   no; estaría con su carita zalamera como cuando me decía: «Deja que me eche en tu hombro; verás, enseguidita me duermo. ¡Ay!, ¡qué susto!». Ya lo creo; si yo estuviera en aquel cuarto, sostendría su cabeza con mis manos, y así ella descansaría mejor. Pero a mí ni me dejaban, en tanto que aquel otro... ¡Ah! Si fuera posible cambiar... y, ¿por qué no? Todos aman la vida, y él querría aceptar. Pero, no; ¡locura! Estaba visto. Los muertos tenían algunos privilegios que los vivos no pueden alcanzar. Y a mí me enojaba la idea de que aquel hombre estaba allí encerrado con Juana, mientras yo, que era el cariño de ésta, estaba fuera llorando como un niño que busca a su madre.

Por fin, llegó Carlos, y poco después sacaron al hombre y se lo llevaron. ¡Vaya bendito de Dios!... Ahora estará sola. ¡Oh!, ¡quién pudiera entrar! Le diría tantas cosas, la daría tantos besos... ¡Locura!, ¡locura ! Era preciso resignarse. Aguardamos un rato; no venía nadie. La señora Celestina no quería mojarse. ¡Ramírez!, ¡oh!, ¡Ramírez! ¡Ah!, hubiera dado la mitad de mi fortuna por poderla enterrar. ¡Qué digo!, mi fortuna entera . Yo todo lo tenía pensado. Me había decidido. Con todos mis ahorros bastaba, y si no pediría prestado. Hubiera ido a un sarcófago en la Sacramental de San Martín; allí, ella solita. Yo iría todos los días, y la llevaría flores, que a ella le gustaban mucho, y echaríamos grandes párrafos. Le contaría cuanto hiciera; mis proyectos, mis dolores, todo... Es claro; ella no me contestaría nada, pero yo le hablaría, y esto es algo.

-¿Qué hacemos? -me dijo Carlos.

-No sé; lo que usted quiera.

-Ya nadie viene; es inútil esperar.

-Entonces, si a usted le parece, avisaremos.

-Bueno, sí.

Y avisamos, y yo dije una cosa, y un sepulturero la oyó, y se avino a complacerme.

Quería un rizo de aquel negro pelo con que yo jugaba cuando se peinaba Juana, haciéndola desesperarse. ¡Pobrecilla! No sería tanto. Siempre venía a peinarse donde yo estaba.

Le di un sobre al sepulturero y él me lo trajo lleno de pelo, ¡oh! sí, de pelo, de unas hebras negras que yo conservaré siempre, porque es lo único   —72→   que me queda de aquel cuerpo que fue mío, con el que yo trabajaba y dormía; el cuerpo que me dio un placer voluptuoso que no me dará el de ninguna mujer; el cuerpo al que yo me estrechaba con todas mis fuerzas pidiéndole calor para mis miembros ateridos, y valor y consuelo para mi alma cuando la desgracia trataba de abatirme.

Y nada de esto me faltó nunca, y ahora sólo me quedan aquellas negras hebras, aquel rizo de pelo.

Voy a seguir. ¡Ay, madre mía! Poco después, por la puerta de aquel cuarto, sacaban una caja pintada de negro con unas cintas blancas. ¿Conque es decir que allí estaba mi vidita, mi cielo, como yo la llamaba; allí, allí y alguien, que no era yo, la movía así como fardo de algo que se vende o se cambia? Bueno; allí estaría, ¿pero cómo?... ¡Ah!, dejaron la caja sobre los ladrillos de una canaliza de riego, y uno cogió un papel que estaba entre las cintas, ¡ah! sí, sería el rótulo, el marchamo, la etiqueta, el talón, ¡quién sabe! Detalles horribles del hospital y el cementerio católicos.

Luego... sí... sí, te lo diré; pero déjame que llore, porque luego... Abrieron la caja. No, no; no es mi Juana, no. ¡Ah! sí... ¡pero no es posible! Si ahí no hay más que huesos. ¡Y ese hábito mezquino y grotesco, y ahí tirada sin nada que sostenga su cabeza!... ¡Ah! esa cabeza, esa cabeza es la que pensaba en mí. ¡Y mírala, ahí metida en esa capucha! Esos ojos, ¿dónde miran? No es a mí. Si no ven, ¿por qué los tiene? Ahí, a medio cerrar y el izquierdo con la pupila casi oculta, y ese labio superior sin carne, tan levantado, dejando ver unos dientes blancos que horrorizan; ese labio, tan unido a la dentadura, y esas mejillas hundidas, y esa mandíbula caída del todo, ¡oh!, si eso es una calavera. Pero esos ojos, ¿qué hacen ahí tan quietos?, y esa oreja tan verde que es sólo un trozo de cartílago...

Pero ese pecho, ¿qué han puesto ahí?... ¿Qué pecho es ese tan puntiagudo? ¡Y luego, esas piernas se señalan horriblemente! ¡Ahí sólo hay huesos! ¡Si se notan hasta los detalles de su forma! ¡Y esos pies envueltos en dos paños, esos piececitos que yo besaba, tan blancos, tan bonitos, que tenían un dedito que se empingorotaba sobre su inmediato compañero, y yo le regañaba, y luego Juana y yo reíamos y nos besábamos! ¡Y esas manos, medio es tiradas, lívidas, como recuerdo de cera que se coloca en un altar! ¡Oh! no, no;   —73→   eso no es Juana, no; no es mi Juana. Esto es el cadáver de la mujer que idolatra mi corazón...

Y caí de rodillas, y besé aquella mano, y me levanté sollozando, y dejé que mis lágrimas corrieran, porque el contenerlas me era imposible. Luego los sepultureros hablaron de sus asuntos. Uno se quejaba de dolores en el hombro izquierdo y exigía el sitio de otro.

Quien juraba porque las cintas de su almohadilla estaban rotas, y quien renegaba del viento que no le dejaba encender su cigarro.

Dijeron claramente que no tenían esperanzas de recoger propina, y se dolieron de no haber ido en el entierro anterior.

Por fin, cargaron con la caja. Carlos y yo los seguimos. Yo iba llorando, y pensaba: «¡Ahí dentro está Juana; tal vez vuelva de cuando en cuando la cabeza para ver si la sigo! ¡Oh!, ¡ya lo creo!, ¿no había de seguirla?».

Así marchamos; mis lágrimas habían empapado el embozo de mi capa y ya corrían a lo largo de mi pecho.

En la calle Ancha, frente a la puerta de una prendería, estaba colocado un armario; fue preciso pasar por no pisar el enlodado arroyo, entre el mueble y la pared; los sepultureros lo lograron, y yo, detrás de ellos pasé perfectamente; lo mismo ocurrió otras veces con los grupos que estorbaban el paso en las aceras, y yo pensé: «Es natural, por donde pasa un muerto bien puede pasar un vivo; por eso paso yo, si no no pasaría». Y, ¿quién no deja camino franco a la muerte y no se alegra al verla alejarse?

¿Y el vulgo? ¡Qué dicharachos! ¡Qué estupideces de pueblo degradado! «Bien vas sola». «Muchos años nos esperes por allá». «Es soltera». «Pues hoy ya he visto dos». «Pues señor, me caso». Y cosas parecidas. Algunos se quitaban el sombrero; por lo regular eran ancianos que iban comprendiendo que no son sólo palabras, «el dolor, el luto, la tristeza, la orfandad, la viudez y el cadáver y la fosa».

Y anduvimos mucho, mucho, porque hasta los muertos tienen que caminar bastante para descansar de una vez.

Por fin llegamos al cementerio. Atravesamos dos patios y llegamos a un tercero; estaba cubierto de montones de tierra convertida en lodo por la lluvia; había una gran zanja dividida en estrechas fosas por unos delgados   —74→   tabiques de tierra y ladrillo. Una de aquéllas estaba casi completamente llena; por debajo del lodo asomaba la esquina de una caja que tenía cinta amarilla. Un enterrador propuso a otro que allí se podía enterrar a un niño, y así lo acordaron. Abrieron la caja para echar la cal dentro. Otra vez volví a ver a Juana; el sepulturero pidió un pañuelo, y yo le di el mío; estaba empapado de mis lágrimas. Ésta fue mi última ofrenda de amor.

Mientras tanto hacían igual operación con el cadáver de un hombre. ¿Es decir, que éste iba a dormir sobre mi Juana el sueño eterno? Y las ideas que tuve en el depósito volvieron a preocuparme.

Engancharon unas cuerdas con garfios en las asas de la caja, y cada sepulturero se puso a un lado del hoyo aquel.

«Tú sabrás qué se dice -vociferó un enterrador-; yo es la primera vez que hago esto». Pero su compañero permaneció callado, y entre los dos colocaron a Juana en el fondo de aquel abismo donde enterramos los vivos la única verdad que conocemos.

Luego empezaron a arrojar espuertas de tierras sobre la caja, y yo ya no pude ver esto. Los terrones producían un ruido extraño, un estrépito de algo animado y poderoso que se desmorona y hunde y va a chocar en el vacío haciendo retemblar aquello que lo encierra.

Allí caía el lodo sobre la cabeza de mi Juana; aquél era el último sonido que podía percibir, y yo me retiré porque creí que me maldeciría en aquellos instantes viendo que de tal modo la abandonaba.

Entonces recordé dos cosas. Las frases de Hamlet en el entierro de Ofelia, y la teoría que supone más vida al sistema nervioso que al resto de los sistemas del organismo humano.

Dejé a Carlos, y salí del cementerio hecho un ser estúpido; la lluvia me hacía entrar aprisa. En uno de los ensanches del puente de Toledo había una vieja pidiendo limosna. Quise ser caritativo; saqué una moneda de cobre, miré a la anciana, era la célebre Paulina. Vea usted, dije yo, también ésta es mujer de historia. Emparentada con familias poderosas, después de haber lucido lujosos trenes a expensas de sus amantes, célebre por tan deshonrosos motivos, hoy se arrastra por el fango pidiendo una limosna. Es digna de compasión. Di una moneda a la anciana y la encargué rezase por   —75→   un ángel que acababa de ser enterrado. Seguí andando, me detuve porque vi murmurar a la vieja, y oí que decía:

-¡Un ángel! ¡Un demonio! ¡Dos reales! ¡Vaya una...!

-Ahora me pareces aún más desgraciada -pensé yo.

He terminado esta carta a todo escape.

Escríbeme; contéstame, por Dios; vuélveme al escepticismo y a la indiferencia, o si no, dentro de poco, tendrás que acompañar mi cadáver al cementerio. ¡Oh, que me echen la tierra despacito, muy despacito!

Adiós, adiós.- Bautista.

UN AÑO DESPUÉS

Querido amigo Bautista: Apruebo tu determinación. No hay peor cosa que andar entre mujerzuelas. Indudablemente te felicito.

Agradezco tu invitación y llegaré a esa el próximo lunes, con objeto de asistir a tu boda.

Haz presente mis respetos a tu futura esposa y su apreciable familia, y recibe con ésta un cariñoso abrazo de tu buen amigo C.

Postdata.- No te asuste el dote. Por mucho trigo nunca es mal año. Ya hablaremos de esto.



  —76→  

ArribaAbajo Paz a los muertos

Y así, cuando la imaginación entristecía los encantos de la silenciosa noche, los ojos secos de Bautista, enrojecidos por esa irritación inevitable que produce el insomnio, se fijaban con tenacidad asombrosa en la luz de una blanca bujía, que era su compañera en todas las veladas. Entre la bujía y él estaba el retrato de Juana. ¡Pobre Juana!, siempre entre sombras y luces. Por ella estaban frente a frente aquella hija de la luz y aquel hijo de la oscuridad.

La hechura del hombre alumbrando a su padre y asustándose al verse. El hombre lleno de temor ante su hechura, creyéndola superior a sí mismo. Y Juana, entre ambos, siendo el motivo para que sirvan juntos y se contemplen necesarios.

Después los pensamientos se amontonan, acuden de todas las partes millares de ideas; cada instante de la vida hecha da un recuerdo del pasado y una enseñanza o una ilusión para el porvenir. Hay que medirlo todo. Hay que analizar todo; ideas, pensamientos, conceptos, enseñanzas, ilusiones y desengaños, y disecar hasta encontrar la última célula del por qué, sumar y restar fechas hasta encontrar el cuándo y desesperar y volver de nuevo a tal faena para dejarlo otra vez, seguir más tarde y levantar por último la cabeza, y en ese movimiento rueda una lágrima salada desde los ojos a la boca y una maldición horrible desde la boca hasta el cielo.

Dichosos
los que podéis llorar.

-Esto es hecho; esta mujer es mía, mía, porque no fue mío su cuerpo, ni su alma, ni me enriquecí con el primero ni comercié con el segundo, ni nada de eso codicié ni lo aprecié para mí cuando lo tuve, sino algo que hizo solidarias estas dos naturalezas: el soplo de Dios que dio vida a Adán.   —77→   Quitadme mi cuerpo, quitadme mi alma y no seréis mis dueños, porque mi amo será aquél a quien de buen grado sirviere. Esta mujer es mía. ¿Qué me queda? Algunos huesos, tal vez nada. Me atormenta la idea. Desde su caja habrá oído las lluvias y los vientos del invierno. Las primeras habrán humedecido las tablas de su lecho, y la madera habrá oprimido aquel cuerpo que estrecharon mis brazos. Los segundos la secarían después, y nuevamente quedaría holgada la pobre Juana. Pero la madera llegaría al fin a destruirse, desaparecerían los empalmes, se llenarían de grietas los tableros, se harían polvo, y bien, el polvo desaparecería también. ¿Qué me queda? Una calavera, dos tibias, un tórax, etc., etc.

Pulvis eris!

¡Hermosa herencia! Para recoger esto la enterró Ramírez, robándomela a mí. A veces se equivocan los aristócratas y los ladrones.

Pero ésos son huesos de mis huesos, y con los míos deben vivir.

A mí me robaron el hueso y la carne. Los gusanos y yo nos encargaremos de rescatar ambas cosas. Ellos la segunda y yo el primero. Somos amigos; cada uno hace su oficio.

¡Maldita vela!

Los ojos de Bautista quedaron fijos en el pabilo rojo que poco a poco se iba apagando; cuando se extinguió aquella ascua por completo, la mirada de Bautista se dirigió a todas partes buscando un objeto de atracción. Oscuridad completa.

... Yo la robé el banquete de la vida. Yo la robaré el banquete de la muerte.

-Hay que decírselo a Antonio.

-Chico, yo no veo malicia en eso.

-Chavo. ¿Conque no hay malicia en que una mujer casada se vea por el día y por la noche y en sitios extraviados con un señorito?

-La mujer de Antonio es muy fea.

-De gustos no hay nada escrito.

-Ya sabrá él lo que se hace.

  —78→  

-Pero, ¿qué va a saber un hombre que está todo el día recibiendo muertos en el cementerio, y que cuando llega la noche se echa a dormir rendido de la tarea?

-En fin, tú verás.

-Hay que decírselo con modo.

-De manera que...

-Esta noche quedará la verja abierta. Yo le acompañaré a usted hasta la sepultura, y allí tendrá usted una azada.

-Su esposo de usted, ¿no pondrá obstáculo?

-No sabe nada. Después se enterará cuando le dé el dinero. Él tapará la cosa. Pero una vez que se metió en un lío de éstos, salió mal; por eso no he querido decirle nada.

-A las diez.

-Sí, señor; a las diez.

-Por supuesto, que no harás ninguna tontería, ¿eh?

-Ya sé yo lo que tengo que hacer.

-Tú debes pensarlo.

-A callar; si eres amigo...

-Por mí...

¡Dios mío! ¡Qué solos se quedan los muertos!



La oscuridad convida a cerrar los ojos. Apenas puede andarse por el andén de la carretera; aquel camino, que devora un individuo de cada uno de los grupos que le recorren; aquel camino que conduce a los almacenes del pasado; aquel camino donde se toman los primeros antecedentes de las herencias y se cuentan los chistes del difunto; donde se proyecta la comida de la vuelta, por donde caminan muchos con indiferencia, sin pensar que por él irán algún día con los ojos inmóviles y luego ya no volverán; por donde iba Bautista con el corazón temeroso, las manos adelantadas y los pies vacilantes,   —79→   atravesando ese medio impalpable que se llama oscuridad. De improviso vio algo delante de él; se detuvo, abrió lo ojos cuanto lo permitieron sus párpados, y empezó a buscar contornos; una masa negra y alta estaba a su lado; algo de aquel todo pasaba por encima de su cabeza; era un gigante que pretendía aplastarle, pero el monstruo permanecía inmóvil: la ilusión duró poco, y Bautista creyó en algo. Aquella cruz, con sus brazos extendidos, es siempre un signo de paz y de consuelo.

Efectivamente; la verja estaba abierta.

-¿Duerme su esposo de usted?

-Aún no ha venido. Vamos a despachar pronto, antes de que vuelva.

-Vamos.

Bautista y la mujer del sepulturero se dirigieron al patio de... Allí Bautista empezó a cavar; por fin, tropezó con una caja, pero al tratar de sacarla se hizo pedazos.

-¡Ah!, ¡tú eras aquel tunante! Harto tiempo has estado encima. Ahora me toca a mí.

Aquella tierra tenía para Bautista un olor característico; los gusanos corrían a lo largo de sus piernas y brazos, y un frío y copioso sudor empapaba su cuerpo.

Aquello era empresa mayor que la de Guilliat, hecha en breves instantes.

La mujer escuchaba acurrucada en un rincón. Sólo se oían la respiración de Bautista, los golpes de la azada y el silbido que ésta producía cuando la volteaban en el aire los robustos brazos del ladrón de huesos. Se sintió el crujido de una tabla. Bautista tentó con ambas manos, introdujo una de ellas por la abertura, y sus dedos cogieron un hueso y un trozo de trapo; el cadáver se conservaba entero. Los ojos del amante brillaron de codicia; su corazón se dilató, y la sangre afluyó con fuerza a su cabeza. Hizo pedazos la cubierta; se apoderó del cadáver y lo apoyó contra una de las columnas; entonces no pudo contener sus ansias, y sus labios besaron una boca fría, húmeda y que tenía un olor repugnante.

  —80→  

Instantáneamente vio iluminada la calavera; sintió algo que silbaba por encima de su cabeza; oyó a su espalda una detonación y el crujido del frontal de Juana; la bala había abierto la cabeza de la muerta. Bautista se lanzó al sitio donde se había producido el disparo. Allí encontró al sepulturero temblando; al sepulturero, que, persiguiendo el adulterio de su mujer, llegaba al patio y oía un beso y disparaba, y, al resplandor del fogonazo, comprendía aquella sublime escena.

Y luego Bautista en su casa extraía la bala de la calavera, y señalando al agujero decía:

-Aquí era donde yo la besaba cuando estaba durmiendo.



  —81→  

ArribaAbajoMala fosa


Templo de la verdad es el que miras.
No desoigas la voz con que te advierte.
Que todo es ilusión, menos la muerte.



-Serían de alguien estos huesos?

-Seguramente, de alguien serían.

-¿Sigue usted con la guasita?

-¡Quia!

-Yo nunca los había visto.

-Seguramente su esposo de usted, conociendo los escrúpulos que usted tiene, los guardaba con cuidado. Él era aficionado a estos estudios.

-Bueno; ¿y qué se hace con eso?

-Al trapero.

-No lo olvide usted. Corre de su cuenta toda la almoneda.

-Y cuando esté terminada, ¿qué haremos?

-Ya se verá.

-¿Por qué antes no? ¿Estás?... Usted perdone la equivocación.

-Perdonado.

-¿Me permites que me equivoque otra vez?

-Cuantas quieras.

-¡Monísima!

Los que visiten el cementerio de cierto convento, verán a través de unas rejillas un cráneo encerrado dentro de un pilar de piedra. Ese cráneo tiene el frontal roto; es la calavera de Juana.

En el pilar hay la siguiente inscripción:


   Como te ves, yo me vi;
Como me ves, te verás;
Todo para en esto aquí,
Piénsalo y no pecarás.





  —82→  

ArribaAbajo Moraleja

La Academia Sociológica de las Peñuelas, que no está subvencionada por el Estado, se reúne en sesión.

No hay un solo asiento vacío en la sala: todos los concurrentes aguardan con impaciencia un discurso de Silverio Lanza, tratando el tema siguiente: Concepto de la humanidad. Se sabe que el orador ha estado veinte años estudiando sin descanso el asunto.

Por fin, Silverio Lanza se pone en pie. En la sala reina el silencio con que se duermen los muertos.

«Señores:


    El mundo es un carnaval
Con careta de traidor,
Quien no la lleva en la cara
La lleva en el corazón.



He dicho».





  —83→  

ArribaAbajoNoticias biográficas acerca del Excmo. Sr. Marqués del Mantillo

(1889)


  —[84]→     —85→  

Luchando heroicamente con mi pobreza, logré de ésta algunas pesetas con que costear la publicación de Cuentecitos sin importancia. El éxito ha sido superior a mis esperanzas. En ocho meses he vendido ocho ejemplares. Los tres tomos que he editado han tenido igual suerte. He dejado algunos ejemplares abandonados en las cuevas de las librerías de Madrid, y he vendido al peso las ediciones casi completas.

No es posible dudar aún: la opinión pública rechaza las obras de Silverio Lanza. Es cierto que las ha aplaudido la prensa; pero esto no ha sido sino una extremada galantería hacia mi persona. Mis amigos periodistas han creído que sus censuras podrían ofenderme, y han sacrificado por nuestra amistad la innegable verdad de la crítica.

Dios les perdone estas mentirillas que a nadie ofenden y les dé toda su gloria, como yo ya les he dado todo mi corazón.

Pero, aparte de esto, la opinión de la prensa es igual a la opinión pública. Ningún periódico me ha dado un sitio en sus columnas donde publicar los escritos de Silverio.

No es posible dudar aún: las obras de Silverio Lanza son malas. Yo nunca dije que fuesen buenas: he dicho que Lanza es el más fecundo y original de nuestros escritores contemporáneos, y, aunque lo segundo es difícil de probar, la demostración de lo primero es facilísima: es cuestión de dinero.

Por otra parte, yo contraje con Silverio el compromiso de publicar sus obras, pero con el público no he contraído ningún compromiso, y, por consiguiente, sigo publicando.

El editor,

J. B. A.

  —[86]→     —87→  

ArribaAbajoPrólogo

El señor don Rutilio Anfranc, actual ministro de Cultos y Relaciones Internacionales, publicó en el Diario de la Política un notable artículo necrológico, del que copio a continuación algunos párrafos:

«El Excmo. señor Marqués del Mantillo bajó ayer al sepulcro a los cincuenta y tres años de edad. Pertenecía el ilustre finado a la Academia de Bellas Artes y Letras y a la de Ciencias y Filosofía. La patria había recompensado sus servicios concediéndole las más altas distinciones civiles y militares. De hoy en adelante llorará la patria la orfandad en que queda.

»Difícil es encontrar en la historia más grande figura que la del Excmo. señor don Nicasio Álvarez, que consagró a toda clase de nobles luchas su asombrosa palabra y sus colosales energías.

»Ha muerto cuando veía terminada su admirable obra política, consolidadas su reputación de literato y su fama de hombre de ciencia, y cuando era el primer general de la nación y el primer estadista de todo el mundo.

»Los rasgos de su ingenio serán recordados eternamente por el pueblo que le idolatra: cuando oigamos evocar en la Cámara el nombre de la patria, nos parecerá oír la voz de Álvarez pidiendo libertad y justicia; sus himnos patrióticos se cantarán por las generaciones venideras; sus problemas científicos serán constante objeto de estudio para los futuros sabios; el recuerdo de su escultural figura nos dará noción de los hermosos dioses de los tiempos y pueblos heroicos; y cuando un cerebro conciba ideas de belleza o de progreso, se las dedicará a Álvarez como cantos de gesta que, puestos en boca del primer épico, crean el Homero cuya grandeza hace discutible la personalidad, en los lejanos tiempos de análisis y crítica.

»El señor Marqués dejó demostrado cuán infructuosa es en la práctica de la vida pública esa rara consecuencia política que algunas envejecidas   —88→   escuelas puritanas consideran como base de perfecciones en el hombre de Estado. El señor Álvarez fue republicano en tiempo de Reinero II, porque según decía en un artículo del Lo que será: «Vamos al campo de la protesta, porque preferimos una vida desconocida a una muerte segura y deshonrosa». Todos sabemos lo mucho que influyó Nicasio Álvarez en la ruina de aquella monarquía despótica que amenazaba poner término a la nacionalidad. Hecha la revolución de marzo y devuelta la corona por la Asamblea Constituyente al rey Salvio V (a quien correspondía por herencia legítima de su padre), Álvarez y el partido republicano ingresaron en la legalidad, y decía el ilustre orador en una sesión de la primera legislatura: «Hemos abandonado las barricadas para venir aquí y ayudar a una monarquía que promete el bien de la patria; si fuésemos engañados, volveríamos a coger nuestras armas, que están calientes todavía», y como el Presidente le llamase al orden, respondió: «Esto no es una amenaza; es el lenguaje de los servidores sin salario. No queremos para nosotros el ejercicio del poder, pero exigimos el bienestar de todos». Se atribuye a Nicasio Álvarez la pérdida de la monarquía constitucional. Esto es discutible; pero de todos modos, aquella pérdida, el bienio de demagogia y las guerras en el exterior, produjeron la abdicación de Salvio en su sobrino Marcial I, y la creación del actual imperio, bajo cuyo régimen nos hemos colocado en diez años a la cabeza de todas las naciones. Así lo debió comprender el señor Marqués del Mantillo, cuando después de proclamado el imperio y lograda la victoria de Juarro, acudió a la Cámara única en nombre del emperador a recoger la aclamación plebiscitaria, y dijo a los consejeros: «Ya estamos. Si nuevo Moisés merezco por mis yerros morir en este instante, moriré con la satisfacción de haber llevado a mi patria a la tierra prometida».

»El Excmo. señor don Nicasio Álvarez pudo gozar de su obra. Ayer dejó de pensar su cabeza y dejó de latir su corazón. Hoy es tan grande que todo lo abarca, desde el trono de Dios, donde está su alma, hasta la honda tierra donde guardamos su cuerpo».



  —89→  

ArribaAbajo Prefacio

Lo más admirable de El Diablo Mundo es, que Adán, apenas nace va a la cárcel. ¿Por qué?... Respetemos el secreto del sumario.

Vale más ser cauto que capturado.

Pero yo también iré algún día al Saladero. ¿Tan pronto, señor juez? Pues me he llevado chasco. ¡Creí que era bastante pobre todavía!

No puedo olvidar a la suicida virgen griega que, para no entregarse a su marido, bebió con avidez un licor venenoso. Y lloraba la incauta porque temía no morir antes que el sanguinario Xiloes entrara en la cámara nupcial.

(Ya no hay grandeza en la raza humana: sólo se logran algunas buenas estaturas.)

Dios Todopoderoso, por lo mucho que te evidencio y te amo, te pido que me mates antes que yo caiga en una de esas trampas que inventa el hombre para cazar al hombre, y vayan mi cuerpo y mi espíritu a algún antro donde la crueldad de los verdugos hace respetables por el martirio a los asesinos y a las prostitutas.

-Oye, Silverio. En tu país, ¿quién aconseja a los reyes? -me preguntó Nicasio Álvarez.

-Los ministros.

-Pues en el mío lo hace cualquiera. Yo dije a Reinero II que abandonase la corona.

-¿Y qué?

-Me contestó que mi voto no era el de la nación, y me despidió cortésmente.

  —90→  

-Yo también me permito asegurar que el cariño y el respeto de un pueblo eran los mejores andadores de un rey.

-Y...

-Nadie me hizo caso.

-No es extraño. Mi consejo era más práctico que el tuyo.

En otra ocasión:

-¿Por qué no pides carta de nacionalidad y eres nuestro compatriota?

-Soy pobre.

-¡Mejor!

-Los españoles, cuando vamos a casa extraña, pagamos siempre.

-¡Ah!, sí... Nosotros pegamos.

Finalmente.

Una noche en la tertulia del Gran Mariscal, me dijo el Marqués del Mantillo:

-Silverio: O'Clairk te compra la propiedad de una obra.

-¿Cuál?

-Mi biografía.

-Aún no la he escrito.

-¡Perezoso!

-Pero si te sobrevivo prometo escribirla después que hayas muerto.

-¿De veras?

-Sí.

Era en la época del imperio, y ya Nicasio Álvarez veía perfectamente. Levantose con el rostro enrojecido y con ademán nervioso.

-¿De veras, caballero Lanza?

-Te lo juro por Cristo.

-Ese juramento no significa nada para nosotros... Ven aquí... Jura sobre esto.

  —91→  

Y yo puse mi diestra sobre el desnudo escote de la Baronesa de Troichamps, y juré.

¡Asombroso contubernio de lo sublime y de lo ridículo!

No escribo una biografía. Doy noticias solamente. El curioso las reunirá. Yo procuro que mis libros aburran desde su tercera página a los lectores tontos, y así ellos y yo nos desengañamos mutuamente.

Prometí a Nicasio Álvarez decir toda la verdad y todo lo que supiese. Parecerá algunas veces que trato de deshonrar la amada memoria de mi biografiado. Pero no es esta mi intención. ¿Por qué? Yo no he hecho ningún esfuerzo para saber quién era Álvarez; pero he tenido constancia de mujer hasta lograr el conocimiento exacto de lo que era la sociedad en que vivió el Marqués del Mantillo.

Chaudrín decía a un posadero: «Yo no te negaré que esto sea liebre; pero tú no me negarás que la cazaste en el desván».

Esto es lo importante: lo demás se deduce.

Se me dirá que hago mal en atacar a un hombre que ya ha muerto. Esto es una rutina estúpida.

¿Soy un cobarde porque ataco a quien ya no puede defenderse? Pues yo, vivo, también soy indiscutible porque no me puedo defender. ¿Dónde? ¿En la prensa? ¿A cuánto la línea? ¿En los tribunales de justicia? Sigamos adelante y no mezclemos la justicia con los muertos.

¿Es que con la muerte acaban las responsabilidades? Pues entonces el suicidio sería casi siempre una estafa.

¿Es respetable el muerto porque se considera la muerte como una desgracia? Pues yo os aseguro que es más respetable el vivo, porque tuvo la desgracia de nacer.

Finalmente, no ataco a Nicasio Álvarez ni a la sociedad en que vivió.

Refiero. Lo demás se deduce.

  —92→  

Réstame, para terminar, hacer la siguiente protesta:

Leo en un periódico de la patria de Nicasio Álvarez, que en el parque del 15 de agosto levantan los artilleros un lujoso monumento a la memoria del Marqués del Mantillo. Pues todavía los sacerdotes no han hecho nada que evidencie su reconocimiento a Nicasio Álvarez. Jamás se vio ingratitud semejante. Es tristísima semejante conducta. Afortunadamente es la fe quien guía a los mártires. El sacerdote no será envidioso; pero siempre es negligente. Desgraciado de quien consagre su inteligencia y su actividad a la defensa de su religión: harto hará el clero si le reza un responso.

Por mi parte, harto hago exponiéndome a que me supriman. A propósito:

Nicasio Álvarez, decía al hijo del Emperador: «Si te equivocas escribiendo, no taches: modifica la frase para que contenga la palabra ya escrita y todo ello sin que el concepto varíe. Esto acreditará tu ingenio. En la política haz lo mismo. Jamás suprimas un hombre, porque demostrarás la pobreza de tus recursos».

No sé si se aprovechará esta lección en beneficio mío.

Ça ira.

SILVERIO LANZA

Retrato

El retrato que acompaña a esta biografía está tomado de un apunte hecho por el Excelentísimo Sr. D. A. P. Garrique, actual Ministro de Bellas Artes.
El Museo Imperial no nos ha permitido obtener copia del magnífico retrato pintado por O'Neil.




ArribaAbajoNicasio Álvarez, socialista

Era socialista por instinto; pero la pureza de su espíritu le impedía aceptar las mixtificaciones de escuela. Por eso, para lograr la autonomía individual en la familia, pedía la protección del Estado para los parias. Era proteccionista para defender el pan del obrero; y tales jornales exigía a los burgueses, que éstos hubieran preferido el libre cambio.

Pertenecía al gremio de tipógrafos, pero nunca se le había visto hacer un ajuste ni levantar una línea. Vestía muy limpio, no bebía vino y asistía con frecuencia a las funciones religiosas.

Su elocuencia y su sobriedad le valieron el cargo de presidente de la «Liga contra la explotación del proletario».

No preparaba sus discursos. Usaba de la palabra cuando cualquier incidente electrizaba sus nervios.

Era hermoso en la calle y adorable en la tribuna. La propagandista Ana Laisse le dijo el 19 de agosto en la barricada del matadero: «Compañero Álvarez, si mueres te llorarán todos los pobres y todas las histéricas».

A continuación varios trozos de sus discursos socialistas, que mezclo para dar unidad al conjunto y hacerlo más agradable.

Habéis hecho de la justicia la más asquerosa de las religiones. Porque toda religión es una filosofía encarnada en el sentimiento, y al verificarse esta encarnación, la doctrina pierde algo de su pureza filosófica; pero se hace comprensible, popular y amable: no será la virgen cubierta de rubor y de flores de azahar; pero es la amante mujer lograda, brindándonos perfumes que embriagan y consuelos que producen olvidos.

  —95→  

Por eso nuestra religión jurídica es asquerosa, porque ni tomó esencia en la filosofía, ni tomó forma en el sentimiento. Pero es una religión, porque sus procedimientos son completamente análogos al culto de las religiones.

Sí, hermanos, es necesario afirmarlo con la entereza de los mártires: aquí se hace justicia según ritual. Se llama juicio un acto en el que no se formula juicio alguno, ni se emplea razonamiento de ninguna especie; se llama instrucción a un montón de papeles que nada instruye. Todo es rito; todo es ceremonia. Se sumerge a un reo en el Código, como se sumerge un densímetro en la leche; lo que marca la escala es la pena. El defensor tira por un lado, el fiscal tira por el otro, el acusador privado todo lo quiere hacer público, y en esta disputa quien paga la leche y los gritos de los lecheros es el infeliz densímetro.

Id al templo y al foro y veréis que no os engaño. En el templo los sacerdotes arropados con sus hábitos groseros de paño ordinario: graves, cejijuntos, y por debajo del hábito una media negra de seda riquísima; porque dentro del sacerdote está el hombre que acaso no cree en Dios, pero que de todos modos, no le ama. En el foro los sacerdotes consagrados al culto de la justicia, vistiendo larga toga blanca cuya cola arrastra por el suelo, y en aquellas manos que firman sin temblar sentencias de muerte, anillos valiosísimos que en poder de un pobre evitarían muchos crímenes y muchos procesos.

Id a las celdas del templo y veréis con qué desprecio se habla de los santos, de las fiestas y de los devotos. Id a los camarines del foro y veréis con qué ligereza se conciertan fallos que interesan a honras y a vidas. Delante del ara de Dios y delante de la balanza de la justicia, las envidias y las pequeñeces humanas de los sacerdotes.

¿De esto se deduce que el jurisconsulto y el religioso sean hombres perversos? No. Como no es miserable Prant haciendo papeles de traidor ni Amaro valiente porque represente un general victorioso.

El sacerdote y el hombre de justicia son actores de un teatro cuyo empresario es el Estado y cuyo público asiste por fuerza.

  —96→  

No tenemos padres, ni esposa, ni hijos, si el sacerdote no hace legítima nuestra familia. No tenemos propiedad ni honra, si no la sanciona un juez.

Tenemos que ir al teatro y vamos. Al que paga mucho se le excusa si no asiste: el que paga menos ocupa un asiento cómodo, y al que no quiere pagar se le ahorca o se le excomulga.

Es necesario que se hagan públicos estos errores para que sean fácilmente corregibles.

No hay que acabar con lo existente, pero hay que modificarlo todo. Es preciso que la religión sea moral y consoladora. Hoy el sacerdote es un tuno que hace el bien, y mañana será un buen hombre.

Es preciso que la ley sea razonada, humana y reparadora. Hoy el juez es el ejecutor de la justicia, y mañana será un hombre justo.

Es necesario que el jefe del Estado pertenezca al Estado, y al adquirir derechos, acepte deberes y asuma responsabilidades. Hoy no sucede así: desaparecen los reyes y continúan las nacionalidades, porque nuestros monarcas son respecto al mecanismo gubernamental lo que la campana de horas respecto al mecanismo de un reloj: algo que dice lo que le indican, un apéndice extraño a la máquina y cuyo exclusivo fin es hacer ruido.

Todos estos errores nacen de que hemos tomado al pie de la letra el lenguaje metafórico y el simbolismo de los primitivos pueblos, que ensalzaban a sus héroes llamándoles encarnaciones de Dios.

Tenemos una irresistible afición a estas encarnaciones, y damos al rey, al sacerdote y al juez origen, representación e inspiración divinas. Tan estúpido contubernio produce monstruos; y después, cuando escupimos al monstruo, hemos escupido sobre lo más hermoso de la creación: Dios y el hombre.

Este irreflexivo afán de divinizar lo humano desvirtúa todos los elementos sociales. El actual matrimonio es una aberración. Nada hay más absurdo. Imágenes, flores y emblemas del culto adornan el templo. Allí están   —97→   un hombre y una mujer: se les ha educado religiosamente, saben rezar y rezan. El sacerdote une las manos de los cónyuges, los bendice y les enseña sus mutuos deberes religiosos y sus deberes para con Dios. Arden en el ara plantas y resinas odoríferas, exhalan su perfume las flores del altar y la guirnalda de azahar blanquísimo que rodea el seno de la desposada. Salen de los labios del sacerdote oraciones llenas de sublime grandeza y poesía, el órgano mueve los átomos del medio vibrante en ondulaciones que producen notas purísimas, los cónyuges unen sus labios, y aquel beso rodeado de perfumes y ritmos y canciones va por lo desconocido a lo sublime, y abandona el templo y deja atrás el alto campanario y sale de la atmósfera del planeta, y por lugares adonde no alcanzan la fórmula astronómica ni el éxtasis de la histérica ni el ingenio del teólogo, llega al trono de Dios Todopoderoso, a entregarle las primicias de una unión que cumple las admirables leyes armónicas del divino movimiento de la materia.

Pero aquella pareja no volverá a hacer sacrificios en el ara, porque cuando a ella vuelva volverá con escaldados ojos en que se agotó el llanto; pedirá apoyo y no lo encontrará, caerá en la desesperación y no hallará con suelo , y se abandonará a la ira y producirá la blasfemia, y la blasfemia llegará a Dios, y Dios la perdonará, porque no es Él quien el mal hace. Salieron los esposos del palacio de Dios y entraron en la guarida del hombre, y sólo hallaron el dolor de inacabable agonía.

Buscaron pan para sus hijos, y no lo encontraron, porque ningún artículo de la ley obliga a la sociedad a mantener al pobre. Fue adúltera la mujer para mantener su cría, y todo esto produjo una mancha de infamia que marcó las frentes de toda aquella familia. Y los hijos alimentados a expensas del pudor de su madre, no fueron para la madre, sino que fueron para la sociedad. Y la mujer tuvo vergüenza de su marido preso por ladrón. Y el esposo tuvo vergüenza de su esposa prostituida. Y cuando ambos preguntaron al mundo por qué estaban deshonrados y qué era honra, el mundo les contestó: «Honra es lo que se cubre con brillantes».

No volverá a sacrificar en el ara la pareja que en pasado día salió del templo llena de ventura.

  —98→  

Mirad si son estúpidos los hombres que, a fuerza de sangre, conquistan tierras que después no cultivan, que se asustan de las inundaciones y no canalizan los ríos, que tienen miedo a las tormentas y dejan que se neutralicen las electricidades aprovechables, que aprecian más un fusil que un arado y aprecian menos un par de bueyes que otros pares inútiles.

La porfiada lucha entre la mujer propia y la mujer para todos, parece llegar a un fin que yo deploro de todas veras.

La esposa y la prostituta luchan por la posesión del hombre. Pero la prostituta sólo quiere o el amor o el dinero; y la esposa quiere el dinero, el amor, el apellido y todas las consideraciones personales que van unidas al apellido. Los pactos afectuosos o interesados de la prostituta se pueden rescindir en cualquier instante. La esposa pacta ante la autoridad religiosa y la civil. El pacto matrimonial se rescinde a modo de juicio de Salomón. Yo entiendo que el divorcio es al matrimonio lo que el robo es al hambre: una solución necesaria, pero deshonrosa.

Como se ve, la prostituta pide mucho, la esposa lo pide todo. En cambio, la prostituta da en sus pactos afectuosos todo su cuerpo y todo su dinero y toda su alma. La esposa da su cuerpo según, cómo y cuándo; deposita la dote en las arcas del esposo mediante recibo, y el alma... el alma es de Dios.

Conste que comparo ambas hembras en su parte afectuosa. Primero: porque la prostituta es capaz para estos pactos; segundo: porque ninguna esposa se casó por interés.

Lo primero lo aseguro yo, que soy voto imparcial, y lo aseguran cuantos han sentido en su boca el beso abrasador de la ramera.

Lo segundo lo digo yo por cortesía, y lo afirman todas las esposas. Todas se casan por amor y ninguna porque la mantengan.

Planteada de esta manera la cuestión, es indudable que el pacto con la prostituta es mejor que el pacto con la mujer propia.

Pero... ¿qué espera la querida de su amante? Si éste paga, ¿qué idea formará aquélla de un hombre tan grosero? Si éste ama, ¿qué esperanza tiene un amor que a nada obliga? Guiada por estas reflexiones, la querida se   —99→   convence de que es la mujer del momento. Ni hace nada para el porvenir ni se acuerda del pasado. No quiere ser madre porque no quiere tener hijos que nazcan infamados y vivan en el abandono, y de esta manera, siendo la diosa del placer, sólo quiere placeres en su altar.

La esposa que no canta, el juez que no ríe y el ciudadano que no vota, son racionales que no quieren distinguirse de las bestias.

La esposa estéril, es un factor cero dentro de la sociedad. El mismo efecto produce un cero multiplicando que un infinito dividiendo. Lo mismo se aniquila una raza de mujeres estériles que una raza de hombres borrachos.

Pero cuando la mujer propia canta y pare, no hay ser más amable que la mujer propia.

Si canta, no tendrá remordimientos y será buena, no tendrá rencores y será indulgente.

Si pare, anudará sus intereses y su persona a los intereses y a la persona de su esposo.

Y después de unida la pareja por los lazos del mutuo amor y del mutuo egoísmo, haced que él sea inteligente y valeroso y que sea ella hacendosa y obediente, y aunque pasen por delante de la puerta de aquel hogar todas las mancebas de la capital de un reino, darales a los esposos el mismo cuidado que a mí me dan otras pequeñeces.

Quedamos en que la prostituta tiene el inconveniente de ser la mujer del momento, y quedamos en que la mujer propia es una alhaja cuando es obediente, hacendosa, indulgente, desinteresada y fecunda. Pues por es to dije yo que la porfiada lucha entre la esposa y la querida, va a tener un fin deplorable.

La prostituta se civiliza y la esposa se embrutece.

Ya es muy fácil hallar una prostituta ingeniosa con educación social y con notable instrucción. Limpia (de verdad) y haciendo alardes de costurera y bordadora y de saber freír unos huevos y volver una tortilla. Tales bestias no os querrán; pero aparentan amaros con tal sinceridad, que bien valen que se les abone algunas pesetas. La querida será la mujer del momento; pero bien haya quien logra una vida llena de momentos tan agradables.

  —100→  

Yo creo que la niña que se educa para esposa sale muy mal educada, físicamente suele ser escrofulosa, anémica, biliosa, estéril, la mayor parte de las veces, e incapaz casi siempre para amamantar a sus hijos. Si yo miento volvamos la Higiene del revés y convengamos en que son más provechosos el corsé que el justillo; la luz y el calor del gas, que la luz y el calor del sol; la polka dando saltos, que la contradanza dando vueltas; oler el bigote de un hombre bailando, que oler el aceite frito guisando; respirar por la noche la atmósfera del salón de un teatro, que respirar por la mañana el fresco ambiente del lavadero. Y será mejor pasar la noche con fiebre producida por el insomnio, que dormir panza arriba roncando como un borrico.

Será verdad que son cursis las prostitutas, que van limpias y vestidas con sencillez. Será verdad que son elegantes las señoritas llenas de cintajos, postizos, afeites y porquerías. Será verdad todo eso. Podéis vosotros, padres legítimos, y vosotras, niñas casaderas, deshaceros en improperios contra las prostitutas y contra mí que tales cosas digo (yo que no gusto de más carne que aquélla que se corta con cuchillo y se coge con tenedor), gritad hasta produciros la afonía; pero vuestros padres huirán de vuestras madres, vuestros esposos de vosotras y nuestros hijos de sus esposas. Decid que el mundo se desquicia, decid que aumenta la astucia de las mancebas; echad la culpa a la política o al libre pensamiento, seguid siendo feas y cochinas y holgazanas y soberbias y egoístas, y ¡vive Dios! que algún día ni vuestra alma la querrá el diablo, ni yo dejaré que mis perros coman vuestras nalgas podridas, ni vuestras costillas descarnadas.

No seré yo quien os aconseje la lucha armada, porque si venciésemos nos veríamos obligados a sancionar el procedimiento empleado por nuestros reyes, y si sucumbiéramos, habríamos asegurado la vida de un miserable con la muerte de nuestros hermanos. No hay que luchar en las calles, donde los sorteados hijos de la patria se verían precisados a disparar contra nosotros. No hay que luchar en la prensa, que es hoy el camino más breve para ingresar en una cárcel: no hay que luchar en las academias, donde tienen mayoría los estúpidos y los parásitos del poder. Hay que luchar en el hogar, en el hogar solamente; que por allí encontraremos la victoria. Es necesario   —101→   convencer a nuestras mujeres de que vamos al templo a cometer actos de infidelidad. Es necesario vestir mal a nuestras hijas cuando vayan a las ceremonias religiosas y vestirlas bien cuando las traigamos al club. Es necesario sustituir las estampas de los santos por los retratos y las biografías de los grandes pensadores. Es necesario castigar al niño en nombre del rey y premiarle en nombre de la libertad. Es necesario vencer la hipocresía con la astucia y la fuerza con la maña.

Y si nosotros no logramos la victoria, minemos el edificio de lo existente para que caiga haciéndose polvo ante la indiferente mirada de nuestros hijos.

El Estado nos tasa en cuarenta monedas de oro, y un caballo de lujo vale ciento cincuenta. Se nos cuida menos que a las plantas de los jardines públicos y somos política, legal y socialmente las cosas más despreciadas de la creación.

Es inútil tener esperanza en hombres que llevan el corazón en el pecho como los oficiales llevan la espada al costado; como un distintivo al que metafóricamente se atribuyen cualidades superiores, pero que en realidad no sirve para nada.

Hay que esperar nuestra redención del tiempo solamente, y entiendo por tiempo la repetición de nuestras protestas, de modo tan continuo que adquiera caracteres de inmutable y eterna.

Quizá nuestros cerebros no logren el conocimiento de la realización del triunfo; pero no desmayemos ante esta idea, y aseguremos siempre ante el altar y el trono que el hombre es hijo de Dios y no es siervo del hombre; que no hay más Dios que Dios; que la fuerza no convence; que la libertad no es un dogma, sino un órgano, y que reyes que sucumben a una calentura, deben sucumbir a las ideas.

  —102→  

Y no creáis que pretendo hacer campaña republicana y antirreligiosa. Nada de esto.

Viva por muchos años nuestro monarca y cobre tranquilamente su lista civil, si nos asegura el jornal de la década o de la semana. Prometemos, en cambio, nuestro retraimiento político. ¿Qué puede importársenos de esas farsas de comediantes donde hay concertantes y monólogos y movimientos de rigodón...? ¿Para qué? ¿Para fijar dónde está la Soberanía? Y después resulta que la soberanía del pueblo se barre con una ametralladora y el derecho divino del rey lo termina un puñal de siete pulgadas! Nosotros no debemos preocuparnos con esas cosas. Para ser político se necesita tener hábitos de holgazán y costumbre de comer a diario. Vivan por muchos años los sacerdotes y los templos y el culto religioso. Todas estas cosas sólo afectan al sentimiento, y el sentimiento vive siempre emancipado de la razón. Busque cada cual esposa y religión a su gusto, y no nos metamos en debilidades ajenas.

Sólo sí digo que los sacerdotes son unos estúpidos porque no hacen causa común con nosotros.

¿Qué pueden obtener de cuatro aristócratas enviciados que guardan el oro para emplearlo en caballos y prostitutas?

¡Qué ricos serían si cada obrero les diese todas las semanas una moneda de cobre!

Además, ¿qué son los sacerdotes en los palacios de los grandes? Miserables lacayos que no osan contradecir a su señorito. ¿Qué serían en nuestro hogares? Nuncios del amor y del consuelo; amos indiscutibles.

¿Creéis que seríamos desgraciados con tales señores? No, por cierto. El sacerdote puede ser un pillo; pero no un déspota.

Creyeron nuestros padres que el signo del culto era signo de servidumbre, y se equivocaron lastimosamente. Ya no es el sacerdote quien castiga. ¿Hemos adelantado? No: hemos retrocedido. Ahora nos castiga un ignorante togado, de veinte años, que empleó las bajezas de su padre o las complacencias de su madre para conseguir un puesto en el foro.

Ahora los arcaísmos de la ciencia nos lo enseña con neologismos extravagantes algún pedantuelo doctor, que logró por oposición una plaza de   —103→   catedrático. Pero recordad que se exigió a los opositores que supiesen tocar el flautín, y sólo se presentó uno, y para aquél fue el título de maestro en Ciencias o en Derecho o en Filosofía.

Nos hemos redimido de la opresión de los grandes capitanes y de los grandes sacerdotes, y ahora venimos a ser esclavos de cuatro monigotes sin vergüenza.

Hemos realizado nuestros grandes ideales históricos.

Las sociedades que se emanciparon del llamado yugo de la Iglesia (yugo que no era sino una protección muy envidiable), están ya arrepentidas.

La realidad se encarga de hacer la crítica de todas las filosofías. Y las conquistas democráticas se parecen a las conquistas amorosas que hacen los estudiantes entre mujeres de mala conducta. Cada victoria cuesta mucho dinero y muchas bajezas, y después... el remordimiento, la vergüenza y el hastío; y después... el matrimonio, cuando ya no es posible el matrimonio. Pidamos el sufragio universal, la separación de la Iglesia y del Estado, los derechos individuales; cualquier majadería semejante. Para conseguirlos haremos con los poderosos contratos financieros que nos dejarán arruinados. Lograremos lo deseado creyendo que lo debemos a nuestros esfuerzos, cuando no es sino un mondo hueso con que el amo obsequia a sus podencos. Al año de la victoria, ningún trabajador sensato votará en día laborable; ni en festivo, porque el domingo hay que dedicarlo a la mujer y a los hijos, seres más dignos de atención que un diputado cunero que levanta muertos en la timba política.

He dicho que las modernas sociedades laicas están arrepentidas. ¿Creéis que no? Pues debieran estarlo.

En los países que se conservan católicos ocurren anacronismos admirables.

Se ha pisoteado la sagrada ostia y se ha escupido al rostro del sacerdote: se ha perdido la fe, pero el Estado sigue siendo católico. Convenced a un hijo de que su padre es su mayor enemigo, y obligad al hijo a que ame y respete a su padre. ¡Qué brutalidad!

  —104→  

Suprimid los apellidos, y habréis acabado con la familia como institución; quitad a un pueblo el carácter religioso, y ya no hay patria. Esto no es axiomático: es una verdad demostrada.

Creen unos cuantos badulaques, que se inventan motes para llamarse algo y no llamarse holgazanes, que el individuo puede vivir sin familia, sin religión y sin patria. Esto sería convertir al hombre en una máquina. Pues bien; he aquí una máquina: mi reloj. ¿Creéis que mi reloj marcha de igual modo en todos los climas y en todas las latitudes? Bien sabéis que no. Pues hasta los relojes tienen patria.

Si es preciso que el Estado tenga carácter religioso, bueno fuera que el ciudadano tuviera religión. No sucede así; pero tampoco creo, como algunos sacerdotes irascibles, que el mal es gravísimo. He reparado que casi todos los hombres irreligiosos son majaderos que sólo frecuentan la taberna y el lupanar. Los irreligiosos doctos son gentes que se rascan con furor donde no les pica hasta producirse erosiones incurables.

En algunos países católicos he oído a librepensadores o a creyentes hipócritas extrañarse de que el sacerdote represente a Dios en la tierra; y a la verdad, más me extraña a mí que un guardia borracho o un juez mujeriego sean representantes de la justicia. Me extraña más porque el sacerdote empieza declarándose pecador, no obliga a que se le obedezca y únicamente suplica que se le respete. El juez manda, el magistrado manda, el alguacil manda. O se obedece o se va a la cárcel. Se ha demostrado en la práctica, y después, después se ha decretado en un concilio que todos los pontífices opinan de igual modo en materia de doctrina: pues bien, la infalibilidad del Papa aún no ha producido efectos de soberbia en la corte del Vaticano. Desde Confucio hasta nuestros días, la doctrina jurídica cambia esencialmente en cada generación: pues bien, el temor a errar no ha disminuido en nada el orgullo de los que hacen justicia.

Otro error de los católicos mixtificados. Les parece repugnante el acto de la confesión, y encuentran muy natural dar detalles de su vida íntima y contestar dócilmente a un comisario de zona que muy bien puede ser más indiscreto que un cura.

Además la confesión católica es un acto de humildad: es un hombre que confiesa sus yerros a otro hombre. El interrogatorio ante el juez es un acto   —105→   de servidumbre: es el hombre que obedece a otro hombre so pena de ser castigado.

Por otra parte, el penitente declara que está arrepentido y el sacerdote le perdona en nombre de un Dios infinitamente misericordioso. El acusado sabe que se halla ante una sociedad rencorosa, que no le ha de perdonar aun siendo inocente (pues castigo es la prisión preventiva, y el día de jornal perdido y la pública afrenta de verse procesado); sabe que su arrepentimiento nada significa, y niega y miente, y juraría en falso si por un resto de pudor religioso no se dispensase al reo de prestar juramento.

Mirad la cuestión desapasionadamente, y veréis siempre que el carácter laico produce la ruina de las naciones y de las sociedades.

Yo conozco un Estado de carácter laico, cuya aspiración social y política es lograr la victoria en la guerra (y no digo qué guerra). Pero se ha preparado a la lucha matando el sentimiento religioso. Creyó que el cura sería impedimenta para los ejércitos nacionales, y equivocó el camino.

¡Ah! Si la propaganda que se hace en el club se hiciese en el púlpito... Pero lo que más me extraña es que aún haya seres candorosos que disimulen su impotencia contra el clero, rabiando como canes y expresándose desvergonzadamente. Olvidan que nadie se quedaría a solas con un tigre, aunque la fiera predicase las más bellas teorías de la democracia.

Conozco otro pueblo donde se aseguraba hace treinta años que la enseñanza primaria y la superior estaban monopolizadas por el clero. De aquí se deducían males incalculables. Cambiose el sistema: diéronse las cátedras a profesores laicos mediante grotescas oposiciones amañadas tan burdamente que se conocía al elegido antes de comenzar los ejercicios de oposición: y, ¿sabéis lo que pasó? Que treinta años después sólo sabían leer y escribir los curas y los sacristanes.

Reíos conmigo de todas las exageraciones. Convenid conmigo en que el juez y el sacerdote deben siempre aconsejar y perdonar, en que las cárceles y las iglesias deben ser limpias, en que tan ridículo es el hábito sobre el cuerpo de un majadero, como la toga sobre los hombros de un borracho, y que no conocemos ninguna ley física ni filosófica que autoricen al sacerdote   —106→   ni al Cuestor ni al Gran Mariscal para que manejen a su gusto nuestra honra, nuestra vida y nuestra hacienda.

Iremos guiados por nuestra conciencia al templo y al foro, pero será por humildad y fe nuestra y por el amor del juez y del sacerdote.

Después de leer lo que precede, el lector convendrá conmigo en que Nicasio Álvarez fue un socialista vulgar. Se contradice y se niega.

Era lo que otros muchos. Un holgazán que no quiso aplicar su imaginación y su inteligencia al estudio y desempeño de una profesión.

Días antes de la revolución de agosto, Nicasio quedó casi ciego. Dufrouol le servía de lazarillo.

Llegó la emigración y Álvarez se trasladó a la Arcadia, donde vivió hambriento a causa de su ceguera.

Después de la revolución de marzo y bajo el reinado de Salvio V, fue Nicasio Álvarez representante en la Cámara popular, terminada la época constituyente. Pretendió ser solo, pero a las pocas sesiones capitaneaba un grupo de sesenta y tres representantes, casi todos de las circunscripciones del Norte y de los departamentos que se anexionaron al hundirse la anterior monarquía.

Desde este momento empieza la vida parlamentaria de Nicasio Álvarez, a quien el pueblo llamaba «el ciego de los ojos claros».