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Poética, Zaragoza, 1737, pág. 303; Madrid, 1789, t. II, pág. 109.

 

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En vista de ello, Cano resulta excepcionalmente confuso al concluir: «En lo referente al poema épico, aunque en la Poética de Luzán se halla todo lo que dice Aristóteles acerca de este particular, las fuentes principales las suministra el P. Le Bossu».

 

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Hans Juretschke ha señalado que «los primeros elementos de una historia de la literatura española están en la Poética de Luzán, sobre todo en la segunda edición», y también hace notar que casi todos los resúmenes de la historia literaria española, hasta el de Quintana inclusive, derivan del de Luzán (Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista, Madrid, 1951, págs. 240-241). De las nuevas referencias a autoridades españolas que se añaden en la edición de 1789, relativamente pocas contribuyen a extender el alcance de las reflexiones de Luzán sobre la teoría de la composición poética; la mayoría de ellas se hallan en los capítulos introductorios al principio de los libros I y III, donde sirven para ampliar el bosquejo histórico que Luzán da de la poesía y la poética españolas.

 

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Menéndez Pelayo, Historia de las ideas estéticas, edic. citada, t. III, pág. 220.

 

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Lo mismo Fitzmaurice-Kelly que Cejador (lugares citados) sugieren que es tanto más fácil que Llaguno falsificara algunos trozos de la segunda edición de la Poética, cuanto que algunos años antes había suprimido en su edición ciertos pasajes de la Crónica de don Pero Niño, conde de Buelna de Díaz de Gámez; y el mismo Cano cita la observación del primero a este efecto (La poética de Luzán, pág. 11, nota 18). Fuera de que es manifiestamente incorrecto aplicar aquí el viejo adagio de que «A los años mil, vuelve el agua por do solía ir», hay muchos motivos para creer que al preparar el texto de la segunda edición de la Poética, Llaguno reflejó la voluntad de Luzán tan bien como hubiera podido hacerlo cualquier otro. Hace falta recordar que los hijos de Luzán dieron su aprobación a la segunda edición, pero tiene aún mayor importancia el hecho de que Llaguno trabajó no sólo con el ejemplar personal de Luzán de la edición de 1737 (que éste había marcado para indicar dónde se habían de insertar las correcciones y adiciones que dejó escritas en su letra), sino también con las papeletas en que iban escritas las revisiones del autor, todo lo cual había sido conservado por don Agustín de Montiano y Luyando: «el ejemplar impreso, con lo adicionado y corregido, así en el mismo ejemplar como en papeles sueltos» (El editor [Antonio de Sancha], a los lectores, Poética, Madrid, 1789, t. I, pág. ii).

 

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Para los epigramas latinos y las demás poesías latinas del mayor de los Iriartes, véanse las Obras sueltas de don Juan de Iriarte, Madrid, 1774, tomos I y II, passim. La Metrificatio de Tomás de Iriarte, junto con sus Notae critico-scholasticae, pueden consultarse en la BAE, t. LXIII, págs. 44-46.

 

17

Véase Isla, Fray Gerundio de Campazas, edic. Russell P. Sebold, «Clásicos Castellanos», Madrid, 1960-1964, t. I, pág. 171; t. II, pág. 81; t. IV, págs. 203, 208.

 

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Bajo la influencia de la nueva filosofía inductiva sensualista, con su insistencia en la observación, Pope, Feijoo y otros resucitaron la premisa aristotélica de que las reglas de la poesía eran leyes naturales universales basadas en la observación directa y el análisis de la naturaleza (es decir, del proceso creativo natural) y formuladas en los términos de la propia naturaleza. Las leyes poéticas de Aristóteles, igual que las físicas de Newton, se consideraban como eternas por haber derivado de la naturaleza, mas esto no constituía ninguna limitación para el espíritu creador, porque en el setecientos las autoridades literarias insistían en que el infinito seno de la naturaleza encubría aún tantos principios nuevos, no descubiertos, de la poética, como nuevos cánones de la física. De aquí que, durante la Ilustración, la poética recuperara la libertad que había perdido mientras en la decimoséptima centuria imperaban las que podemos llamar interpretaciones «cartesianas» de las reglas poéticas. Hay atisbos de esta nueva actitud orgánica en Luzán, aunque él tiende todavía a ser mucho más «cartesiano» que Pope, Feijoo, Tomás de Iriarte, Jovellanos, Cadalso, el abate Batteux y otros críticos y críticos poetas del siglo XVIII.

 

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Ya he demostrado que las llamadas «reglas» de la poesía no son, en efecto, sino una descripción empírica de esos aspectos del proceso creativo que son eternamente idénticos por lo mismo que derivan de esa eterna y básica psicología del Hombre que suele llamarse naturaleza humana. No podría ser más completa la coincidencia entre las reglas y las descripciones del proceso creativo que nos han dado los poetas modernos de todas las naciones. La gran originalidad de los preceptistas y críticos del setecientos consiste en haberse dado cuenta por primera vez de que siempre quedan sin descubrir en el seno de esa misma naturaleza humana otros infinitos procedimientos y principios creativos que no son menos eternamente idénticos o menos universalmente válidos porque nadie haya acertado todavía a reconocerlos.

 

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No he podido localizar en Estados Unidos un ejemplar de la edición príncipe de El hombre práctico, pero supongo que Paláu se equivocará al dar como fecha de dicha edición el año 1686. Tanto los catálogos impresos de la Biblioteca Nacional de Francia y el Museo Británico como la portada de la segunda edición, por la cual yo cito la obra, dan como fecha de la primera el año 1680. El pie de imprenta de la segunda edición es así: «IMPRESO EN BRUSELAS. AÑO DE 1680 / Y reimpreso en Madrid en el de 1764. / POR JOACHIN IBARRA».

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