Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


 

21

Gutiérrez de los Ríos, El hombre práctico, 2.ª edic., Madrid, 1764, págs. 87-88. No puede ser por pura casualidad por lo que este delicioso librito tuvo dos ediciones nuevas (también: Madrid, 1779) durante el mismo período en el que, bajo la influencia de la crítica neoclásica, los impresores españoles se ocupaban con diligencia de reimprimir a muchos poetas del Siglo de Oro cuyas obras en cada caso no se habían reeditado en más de cien años: fray Luis de León (1761), Garcilaso (1765), Esteban Manuel de Villegas (1774), Lupercio Leonardo de Argensola (1786), etcétera. En El hombre práctico, los lectores dieciochescos también hallarían antecedentes de sus ideas sobre otros muchos temas y cuestiones; porque no cabe duda que los sesenta y un discursos o ensayos contenidos en este libro constituyen el cuerpo de opiniones más modernas, mejor informadas y más cosmopolitas que se habían expresado en español hasta la aparición del primer tomo del Teatro crítico de Feijoo en 1726, y las materias tratadas por Gutiérrez de los Ríos son casi tan variadas como las que interesan al erudito benedictino: el tercer conde de Fernán Núñez dedica ensayos a la educación de los niños, los ejercicios físicos, el estudio de los idiomas y las matemáticas superiores, la pintura y la escultura, la música, la astrología, la historia, la filosofía y la química, la medicina, la poesía, la nobleza, el teatro, el conocimiento de sí mismo, la patria y los viajes, la muerte, etcétera. En filosofía, por ejemplo, recomienda en particular las ideas de Gassendi, así como las de Descartes (págs. 64, 66), que es una de las primerísimas ocasiones en que estos filósofos fueron mencionados por sus nombres en un texto escrito e impreso en lengua española. Gutiérrez de los Ríos incluso parece estar familiarizado con las primeras nociones sensualistas prelockianas (pág. 86 y passim). Sin embargo, El hombre práctico ni siquiera está mencionado en estudios como La introducción de la filosofía moderna en España (Méjico, 1949) de Olga Victoria Quiroz-Martínez, en cuyas páginas no se estudia sino a un solo propagador seiscentista español de la filosofía moderna, y se trata de uno que escribió exclusivamente en latín. Pero sin duda el pasaje más iluminativo para los historiadores de la cultura dieciochesca española (por cierto, que no carece tampoco de interés para los historiadores políticos) es el siguiente consejo expuesto en este libro de 1680: «La lengua francesa es preciso saber hoy con perfección, así por lo mucho y bueno que hay escrito en ella, como por lo general que es casi en toda Europa, donde hay rara Corte de Príncipe o República donde no se hable mejor o igualmente que las maternas» (pág. 24). En su ensayo Algunos aspectos del siglo XVIII, Américo Castro dice que «una metódica exploración bibliográfica de la segunda mitad del siglo XVII quitaría, en mi opinión, bastante brusquedad a la iniciación en la cultura internacional a través de los libros de Francia» (en Lengua, enseñanza y literatura, Madrid, 1924, pág. 293; el subrayado es mío). Que yo sepa, no se ha emprendido nunca tal exploración, mas, por mucho que se buscara, dudo que fuera posible dar con otro documento más importante que los ensayos de Gutiérrez de los Ríos, porque con El hombre práctico se confirman todas las conclusiones de las recientes investigaciones de los historiadores literarios y políticos: a saber, que el siglo XVIII está orgánica, más bien que parentéticamente, relacionado con las demás épocas de la Historia española. (¿Cómo podría una nación o su cultura sobrevivir a un paréntesis de cien años?) Gutiérrez de los Ríos presagia, una vez más, el cosmopolitismo dieciochesco, así como la renovación neoclásica de otro interés del Siglo de Oro, cuando recomienda el estudio de la lengua italiana, «por lo mucho que hay que aprender en sus excelentes escritores, más que por lo que sirve al comercio de las gentes europeas» (pág. 24). Por fin, este libro es, a la vez, un importantísimo documento lingüístico para la historia de la lengua española en sí. No sería nada inexacto decir que esta obra de 1680 es de las primeras que se escribieron en el español del siglo XVIII: en su estilo se manifiestan ya todas las características esenciales de la prosa expositiva tan deliciosamente clara y moderna que la Ilustración española habría de forjar. Es de esperar que estos ensayos del tercer conde de Fernán Núñez, miembro singularmente ilustrado de una familia ilustrada e importante precursor de Feijoo, tengan algún día un editor. Merecen uno muy bueno, que esté tan bien preparado en la historia intelectual como en la literaria.

 

22

Los críticos -y desde luego hay que incluir aquí a Feijoo- no fueron los únicos en mostrar cierto interés por la poética clásica durante este período. Las disgresiones críticas y autocríticas indican que ciertos poetas perspicaces de la época preneoclásica también se interesaban por la poética. Por ejemplo, el poeta soldado Eugenio Gerardo Lobo, imitador de los sonetos de Garcilaso, lingüista y autor de sonetos en italiano lo mismo que en español, revela claramente que comprendía la distinción, de derivación aristotélica, entre lo particular histórico y lo universal poético, así como el concepto de la imitación universal, cuando reflexiona así: «Sentidas quejas, blandas expresiones, / Ayes amantes, lágrimas a ríos, / Efectos del amor y sus arpones, / No fueron de mi fiebre desvaríos, / Sino que afectos de otros corazones, / Supe yo exagerarlos como míos» (BAE, t. LXI, pág. 25a). En una conversación de 1727 sobre las causas de la decadencia poética de esos momentos, hasta el caótico Torres Villarroel se hace eco de la idea horaciana de que el arte tiene que sostener a la naturaleza en la composición poética: «Yermos de toda noticia y páramos de toda erudición, sin haber dado pincelada en el lienzo raso del entendimiento, se presumen favorecidos del natural y se predican poetas a nativitate, y ponderan su facilidad con aquello de Los poetas nacen, etcétera. Grandes son las obras de la naturaleza, pero yo he visto más cojos, ciegos y mancos a nativitate que poetas» (Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte, edic. Russell P. Sebold, «Clásicos Castellanos», Madrid, 1966, pág. 84). (El pasaje de Horacio aludido por Torres es el siguiente: ... Ego nec studium sine divite vena, / Nec rude quid prosit video ingenium: alterius sic / Altera poscit opem res, et conjurat amice; que son los versos 409-411 de la Epistula ad Pisones.) Incluso parece muy probable que hubiera algunos intercambios de ideas entre estas figuras antes de 1740, esto es, con bastante anterioridad a la aparición de grupos más o menos organizados de neoclásicos, tales como la Academia del Buen Gusto y la Tertulia de la Fonda de San Sebastián. Torres Villarroel conocía a Gerardo Lobo desde 1720 y tantos (véase Torres Villarroel, Vida, edic. Federico de Onís, «Clásicos Castellanos», Madrid, 1941, pág. 93); y ya en la edición de 1737 de su Poética, Luzán recomienda a Gerardo Lobo como modelo (págs. 233, 234).

 

23

Más de setenta y cinco años antes de la publicación de la Poética de Luzán, Juan Bautista Diamante, como es muy sabido, escribió su comedia El honrador de su padre con más influencia de Le Cid de Corneille que de Las mocedades del Cid de Guillén de Castro.

Indice