Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Discurso

Leído en la junta pública que celebró la Real Sociedad Patriótica de Córdoba el día 30 de mayo de 1819

Ángel de Saavedra (Duque de Rivas)





Señores:

Si la ocupación más digna del hombre es la de procurar el bien de sus semejantes, promoviendo la pública felicidad; y si la virtud más ilustre del corazón humano es la caridad, cuyo influjo benigno y consolador enjuga las lágrimas de la infelicidad desvalida, ¡cuánto debe, amigos y compañeros, engreírnos y entusiasmarnos el noble objeto que nos reúne en este lugar, en corporación numerosa y respetable, y protegida por las paternales miras de un Gobierno ilustrado! Promover el bien público de la provincia de Córdoba es nuestro encargo; encargo grande y sublime, pero que no debe arredrar a los que lo hemos tomado voluntariamente, sin más estímulo que el amor a la patria y a los hombres; y encargo que, si no podemos llenar del todo, por la misma magnitud de él, no debemos abandonar jamás, oponiendo incesantemente el celo al egoísmo, la constancia al desaliento, la ilustración al error, y alzando la voz majestuosamente para publicar la verdad sobre los tumultuosos gritos de la ignorancia y de la superstición. Sí, amigos y conciudadanos; de este modo llegaremos, al fin, a conseguir el alto objeto a que dedicamos nuestras tareas, pues, felizmente, vivimos en el siglo en que la filantropía y la ilustración derraman su refulgente brillo por toda la Europa, en la nación a cuya cabeza vemos a Fernando el Deseado, y en la provincia que se mira sabiamente regida por magistrados celosos y justos, que sólo anhelan la pública prosperidad.

A la compasión, a aquel dulce y tierno afecto propio de las almas dotadas de sensibilidad y de virtud, debió su primer origen esta utilísima Corporación, antes que las sabias disposiciones del Gobierno determinasen su establecimiento, prefijándole Constituciones convenientes y dispensándole generoso patrocinio. La dulce compasión que experimentaron en sus corazones algunos varones virtuosos al ver que la indigencia, con su mano de hierro, oprimía a varios inocentes párvulos de ambos sexos que mendigaban por calles y plazas su subsistencia, les inspiró la hermosa idea de reunirse para remediar aquel daño, y formaron la Sociedad Patriótica de Córdoba, que en seguida fundó este colegio que tenemos a nuestro cuidado y llamó la atención del monarca sobre los males que abrumaban a esta provincia, la más feraz de sus vastos dominios. ¡Ah!... ¿Quién puede recordar tan tierno y virtuoso origen sin lágrimas de gratitud?... ¿Quién podrá contemplar el desprendimiento y caridad de aquellos primeros fundadores sin llenar el pecho del dulce respeto que inspiran la virtud y la generosidad? Sus nombres, sus gratos nombres, pasarán de generación en generación, no grabados en láminas de bronce, ni esculpidos en mármoles soberbios, que el tiempo hunde, que no resisten al cetro destructor de los siglos, y que en oprobio de la especie humana no han servido, generalmente, hasta ahora, más que para eternizar tiranías y latrocinios, sino en los corazones buenos y sensibles, mientras haya hombres que amen a su patria y a sus semejantes. Y los que tenemos la dicha de haberlos sucedido, perteneciendo a esta ilustre Corporación, que tan heroicamente fundaron, ¿deberemos descuidar sus santas intenciones; deberemos abandonar la empresa que se propusieron? No, amigos y compatriotas; trabajemos asiduamente por completarlas; luchemos con todo esfuerzo hasta conseguirla.

La educación pública fue su primer cuidado (y quiero llamar particularmente vuestra atención sobre este punto). No estuvo a su alcance el generalizarla, pero la promovieron en cuanto permitían sus conocimientos y sus facultades, y nosotros, siguiendo el rumbo que tan sabiamente emprendieron, debemos consagrar nuestros desvelos a extenderla por la provincia, cuyo bien anhelamos, persuadiéndonos a que ha de ser la base fundamental de nuestras tareas.

«Sin educación pública no hay patria», dice el filósofo de Ginebra, y éste es un axioma político que no necesita demostración. Ella forma, suaviza y modera las costumbres, y sin costumbres no hay prosperidad. Hace a los hombres amantes del trabajo y de la industria, y sin trabajo y sin industria no hay riquezas ni población. Las primeras ideas que se inspiran en la juventud son las que rigen sus acciones toda la vida, y de ellas dependen sus inclinaciones, buenas o malas; el respeto a la religión de sus padres, la obediencia a las leyes de su país y el amor a su patria, que es el perenne manantial de heroísmo, de gloria y de virtudes; manantial que sólo puede abrir la educación pública. Ella sola formó los trescientos jóvenes espartanos que, capitaneados por Leónidas, corrieron con frente serena al desfiladero de las Termópilas a contener el torrente impetuoso del formidable ejército de Jerjes. Ella elevó la filosofía y las artes en la gloriosa Atenas al alto grado de perfección a que no llegaron jamás. Ella salvó a Roma de la venganza de los sabinos, de las asechanzas de los etruscos, del furor del orgulloso Breno, de la emulación y colosal poder de la opulenta y belicosa Cartago, y extendió las fasces consulares y las glorias del Capitolio por todo el orbe entonces descubierto. Sí; sólo a la educación pública debieron aquellas famosas naciones su gloria, su prosperidad, su engrandecimiento, pues en la hora misma en que la descuidaron, enervados los ánimos de sus habitantes, fueron presa del lujo, de la corrupción, del desaliento, y ofuscóse su esplendor, borróse su sabiduría y desplomóse para siempre su grandeza. Harto lo publican la misma ilustrada Grecia, la misma triunfadora Italia: una, gimiendo bajo el poderoso y horrible yugo de los bárbaros musulmanes, y otra, hollada y destrozada ferozmente por las innumerables huestes de los godos rudos y belicosos. Pero ¿a qué busco en tan remotos siglos las pruebas de mi aserción, si en nuestros días y a nuestros propios ojos las encontramos? A la educación pública debe Holanda el haberse afianzado entre sus pantanos y marismas una fuente de riquezas inagotable: la Moscovia; haber salido de las tinieblas en que yacía para deslumbrar al orbe con su esplendor e imponerle con su poder. Y la feliz Inglaterra, el llenar los mares de sus escuadras, las naciones todas de su industria y el orbe entero de sus gloriosas empresas; al mismo tiempo que, ¡oh dolor!, el descuido, el abandono total de la pública educación nos presenta, por otro lado, convertidos en campos baldíos los más preciosos vergeles, en áridos desiertos las campiñas más risueñas, en yermas soledades las ciudades más populosas, en mendicidad la riqueza, en peligrosos escollos los puertos más seguros, y por todas partes lagunas insalubres, campos abandonados, bosques inútiles, telares deshechos, bajeles desmantelados, y vicios, y corrupción, y miseria, y ociosidad... Mas ¿adónde llevo mi discurso, tan olvidado de que hablo a las personas más ilustradas del territorio cordobés, que conocen mejor que yo el soberano influjo de la educación? Sí, amigos y compañeros; bien alcanza vuestra penetración que, sin ella, son casi insuperables los obstáculos que se oponen a la prosperidad de la nación entera en general, y en particular de la provincia cuyo adelanto es nuestro único anhelo. De esta provincia en que la agricultura debe ostentar todas sus encantadoras riquezas, y que lloramos en el último abandono, pues ciertamente no son hoy, por fatalidad nuestra, las encantadas márgenes del Betis lo que ya fueron en tiempo de los árabes, por no remontar nuestra imaginación a más remota antigüedad. El espíritu de rutina, y la repugnancia general a toda útil innovación, hijas legítimas de la ignorancia y de la pereza, no son los menores enemigos que se oponen directamente a los adelantos de la cultura de esté territorio, y son los únicos que está a nuestro alcance el combatir de frente. Procuremos vencerlos, pues, y destruirlos de raíz, ya que, por desgracia, no nos es dado deshacer otros tal vez mayores.

De los progresos de la agricultura nace inmediatamente, como observa el ilustrado Smith y corrobora la experiencia, el aumento considerable de la población, sin la que no hay ni puede haber prosperidad. Los muchos brazos hacen rico y floreciente cualquier país, pues con ellos se aumentan sin fatiga las operaciones rurales y se disminuye su costo, progresa la industria, cobrando vida las fábricas, y por doquiera el tráfico y la aplicación, y la laboriosidad, derraman a manos llenas tesoros inagotables. Pero para sacar del aumento de habitantes tan ventajosos resultados es indispensable que la pública educación les inspire amor al trabajo, pues, de lo contrario, crece sólo el número de consumidores y tienen que apelar a la emigración para buscar en otros países el sustento. Y aunque en el día es, ciertamente, cortísima la población de esta provincia, no lo es tanto que no haya muchos brazos ociosos, que es el mayor mal que puede sobrevenir a un país, y que nace del abandono público y del descuido de la primera enseñanza.

Los varios artefactos indispensables a la necesidad y a la comodidad de la vida humana deben ocupar los brazos sobrantes de las labores campestres, proporcionándoles honrada subsistencia; y estos artefactos han sido en otro tiempo el esplendor de esta ciudad. Hace dos siglos que mantenía Córdoba 1.774 telares de todo género de tejidos de sedas, lanas y linos... ¿Qué se han hecho, pues?... ¿Dónde están en el día?... ¿Qué fatal conjuro los ha arrebatado de este recinto, los ha confundido en la honda sima de la inexistencia?... ¡Cuántos habitantes se emplearían con fruto del país y de la nación entera en sus tareas! ¡Cuánta salida proporcionaría a los cosecheros de las primeras materias! ¡Qué campo tan dilatado a la especulación de los hábiles traficantes! ¡Cuánta comodidad y arreglo a los naturales, que no tendrían que sacrificar inmensas sumas a la avaricia extranjera para obtener las telas precisas para su decencia, para su comodidad y para su lujo! No se verían entonces, como ahora, las plazas y calles llenas de niños, que con mengua de las costumbres, con peligro de la religión santa que profesamos y con escándalo de cuantos aman a su patria, mendigan el sustento, acostumbrándose a la holgazanería, al abandono, al latrocinio y a los vicios todos. No se verían las calles y plazas llenas de jóvenes inertes y corrompidos que, embozados en sus capas, ofrecen el símbolo más perfecto de la más perjudicial y corrompida ociosidad. No se verían, vuelvo a decir, calles y plazas inundadas de ancianos desvalidos y miserables que, porque no les conceden ya sus años y achaques las fuerzas indispensables para empuñar el azadón o manejar el fusil, atormentan con sus lamentos los pechos compasivos y espantan a todos con su importunidad. Pero ¿qué han de hacer si nacen en el abandono, y ni ven ejemplos, ni se les inspiran ideas: crecen en la miseria, y ni se les proporciona entretenimiento, ni se les ofrecen utilidades, y envejecen en la corrupción y no hallan más recursos que los que arrancan sus clamores?... ¡Oh época desdichada! ¡Oh suelo infortunado, que abriga en sí tan inútiles y perjudiciales habitantes! Ilustrados amigos, compatricios generosos: unamos nuestros esfuerzos para educarlos, para inspirarles ideas convenientes, para proporcionarles talleres, y haremos de ellos vivientes útiles y buenos que sepan hacer la felicidad y grandeza de esta provincia, que puede llegar al más alto grado de esplendor y de riqueza, cuando el amor al trabajo, la aplicación y las buenas costumbres se empeñen de consuno en su favor. ¡Qué campo tan espacioso ofrecen a nuestros planes este cielo benigno, la buena índole de estos naturales, la feracidad de estas campiñas, las delicias de estas sierras y este caudaloso río, este río que debe ser el tesoro, el raudal de riquezas incalculables del privilegiado país por donde dilata su curso majestuoso y apacible! Ya, afortunadamente, ha llamado la atención de nuestro celoso Gobierno, que promueve con todo ahínco las importantes operaciones por medio de las que se ha de sacar todo el fruto que encierra su risueña corriente. Ayudemos nosotros a la sabia Compañía que las ejecuta con ardor; allanemos los estorbos que la ignorancia le ha opuesto ya en este distrito, y hagamos nuestras las comunes ventajas que va a derramar pródigamente el dulce y fecundo Guadalquivir. Corran sus aguas por los llanos inmensos que señorea, fertilizando con su riego vivificador los terrenos. Aumente el arte sus caudales, que la desidia y el abandono disminuyen de día en día; cúbranse sus márgenes de bajeles que exporten nuestros granos, nuestros caldos, nuestras producciones de todo género, nuestros artefactos de platería y de curtidos; cobre vida el comercio, casi, casi moribundo en esta ciudad, y desaparezcan la miseria y la desolación y el monopolio que nos exterminan por momentos, tornando a la hermosa Córdoba, a la opulenta corte del soberbio Almanzor, en una triste y silenciosa aldea, donde sólo se ven vestigios y ruinas que llenan de lágrimas los ojos y de luto el corazón.

¡Oh Córdoba, Córdoba!, amada patria mía; permite a mi labio que lamente tus desgracias presentes, permite a mi pecho que se desahogue en copiosas lágrimas al ver tu actual estado y al recordar tus antiguas glorias, que desaparecieron sin dejar rastro de ellas, como desaparece el relámpago entre las nubes... Mas no, ¡oh ciudad insigne, patria de los Sénecas y de los Gonzalos!; no será eterno tu abatimiento. Tus nobles y generosos hijos, los celosos individuos de tu Sociedad Patriótica lloran conmigo tus desastres y dedican sus tareas y desvelos a tornarte a tu antiguo esplendor y a tu debida grandeza y majestad. Ellos tuvieron aliento para oponerse varonilmente a la depredación y barbarie del tiránico Gobierno francés, que tenía decretado el último golpe a tu expirante agricultura. Ellos, luchando cuerpo a cuerpo con la escasez de recursos de aquella época fatal, alimentaron, animados de la más pura humanidad, a tus infelices habitantes que iban ya a ser víctimas del hambre asoladora bajo aquel sistema invasor y brutal. Ellos protegen y fomentan la educación de las niñas desvalidas de tu recinto, que serían, sin sus desvelos, presa tal vez del desenfreno y de la desmoralización. Ellos han traído a tu territorio máquinas útiles al cultivo de tus campos. Ellos, en fin, penetrados de que sin ilustración no hay ni puede haber prosperidad, han fundado y patrocinan con esmero una Academia general, que sea centro de las luces, y de donde se difundan a derramar su benéfica influencia por tu seno, con gloria y ventaja tuyas y lustre de la nación entera. Pues, ciertamente, en ti, que fuiste emporio de la sabiduría bajo el imperio sarraceno, y en ti, cuna de los mayores ingenios del mundo, deben ser cultivados todos los racimos del saber humano como en su propio trono. Sí; los miembros de tu Sociedad Patriótica, tus amorosos hijos, tus celosos gobernantes se sacrificarán gustosos por tu bien, y no contentos con los pasos hasta ahora dados por engrandecerte, redoblarán sus esfuerzos, y promoviendo tu educación pública, fomentando tu agricultura, resucitando tu industria, animando tu comercio, cooperando a facilitar tu navegación interior y protegiendo las ciencias y las artes, brotarán de nuevo en tu seno las virtudes, las riquezas y la felicidad.

¡Oh individuos de esta respetable Corporación! ¡Oh ilustres y generosos conciudadanos! No os asombre lo colosal de mis ofertas ni os aterre tampoco el lastimoso cuadro de infortunios que os ha presentado mi discurso, pues aunque son harto ciertos por desgracia, no son enteramente irremediables. Mucho pueden alcanzar nuestros esfuerzos, y si no nos concede el Destino ver en nuestros días el feliz resultado que anhelamos, preparemos, a lo menos, el camino por donde lo consigan los que nos sucedan en tan digno empeño, y siempre la gloria será nuestra. Los grandes males públicos no se remedian instantáneamente. Es necesario el tiempo, es indispensable la constancia. Luchemos con las dificultades, despreciemos el frío ceño del egoísmo, los sarcasmos de la ignorancia, las maquinaciones de la maldad, las asechanzas de la superstición y sigamos majestuosamente nuestra marcha hacia el bien, como el sol, venciendo las negras nubes y las espesas nieblas camina, sin que nada le interrumpa, por la vasta inmensidad de los cielos derramando torrentes de luz y vivificando cuanto existe en la Naturaleza. Nuestro celo podrá excogitar recursos, nuestro ejemplo animar a los que por falta de temple de alma no se deciden a lo bueno, aunque lo conozcan; nuestros clamores, para despertar la generosidad de los poderosos propietarios y capitalistas a que abran sus inútiles tesoros para dar cima a nuestros proyectos de utilidad pública, y nuestras súplicas y nuestras reverentes reflexiones romperán las trabas que la entorpezcan. Sí; no serán infructuosos nuestros afanes; conseguiremos nuestro sublime objeto. Ánimo, ilustrados y generosos compatricios; las luces del siglo que se esparcen por todas partes con radiante esplendor, el celo de nuestros celosos magistrados y la protección de nuestro católico monarca, que honra con decidida protección las Sociedades Patrióticas de España, nos convidan a redoblar nuestros esfuerzos en bien de la deliciosa provincia cordobesa. Ánimo, y no desmayemos jamás.

¿Qué ocupación más grata que la de desvelarse noche y día por la felicidad de nuestra patria y de nuestros semejantes? ¿Y quién puede llenarla más santamente, más a cubierto de los tiros de la envidia, que nosotros, que en esta ocupación nos constituimos sin más interés personal, sin más esperanza de premio que la satisfacción que resulta a los pechos sensibles y virtuosos de haber hecho algo en favor de la menesterosa Humanidad?... Éste es el único galardón que apetecemos, galardón el más rico y esplendente. Las riquezas, los honores y aun la fama misma suelen repartirlos injustamente el capricho, la parcialidad y la ignorancia a los seres más inútiles y tal vez más perjudiciales de la Tierra; pero la interior complacencia de haber obrado el bien es siempre la corona de la virtud, corona más apreciable, más esplendente, más encantadora que la que ciñe las sienes de los soberanos y que las murales y triunfadoras que dieron a sus héroes las antiguas naciones.


 
 
FIN DEL «DISCURSO LEÍDO EN LA JUNTA DE LA REAL SOCIEDAD PATRIÓTICA DE CÓRDOBA»
 
 




Indice