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Mario Benedetti

Con Mario

Por Nancy Morejón1

Pocas serían las palabras para expresar de qué forma queremos a Mario, de qué callada manera estamos con Mario y de qué modo sutil le agradecemos su don de la palabra. Ese momento inefable en que el pequeño niño de Paso de los Toros iba a enseñarnos, desde Montevideo, cómo se puede entrar y salir de la hoja en blanco, sin susto alguno, sólo sabiendo que es un ajuste innato para proclamar ese instante en que todo despierta para vivir entre palabras y morir, al propio instante, cuando sus señales le prueban al lector que lo importante es la vida, ese paréntesis, que el poeta llena de percepciones, de sus propios fantasmas y, sobre todo, de amor.

No quiero contar ahora cosas que puedan resultar demasiado literarias y que, su mejor o peor ordenamiento, haga creer que traigo la pretensión de parecer erudita en relación con la poesía escrita en Hispanoamérica en la segunda mitad del aturdido siglo que acaba de pasar o que quizás no ha terminado de doblar la esquina rota, todavía. Mario Benedetti es un poeta y, por eso mismo, es un escritor cabal que ha escuchado la conversación de su propio corazón, el de los uruguayos y el de todo un continente. Así es. Su oído está entrenado para escuchar lo que debe ser dicho en el momento preciso y lo que debe constituir un silencio inmediato y, por ello mismo, compartido al final de la tarde, en la baraúnda de las oficinas.

Quiero decir que su escritura es una experiencia insustituible, parcial a su yo y fiel, sin embargo, a los movimientos sociales y políticos que se produjeron a su alrededor. Esa parcialidad, de la que tan orgulloso se siente Benedetti, no le ha impedido nunca dar prioridad a la poesía como género primordial de su voz y su proyecto global literario. Esa poesía, nacida en la incipiente madurez de la más significativa historia de la poesía en América Latina, bebió en las fuentes de su mejor vanguardia pero no se recogió como una ostra para virar la espalda a una tradición oral que en las letras hispánicas, desde sus orígenes, alcanza un esplendor bien saboreado y conocido. Será un atrevimiento decirlo aquí pero me agrada la idea de hacer saber que muchos poemas de Mario integran hoy esa tradición cuya originalidad marca la diferencia, por ejemplo, entre los cancioneros del sur de España y los diversos que se agitan todavía en la pampa de Martín Fierro así como en ciertas cordilleras del Pacífico suramericano. Un poema vuelto canción, y viceversa, han hecho de Mario un condottieri del siglo XX al gusto, por supuesto, de una figura legendaria como lo es, por todo el mundo, el Che Guevara.

A la poesía de Mario no lograron domesticarla los acostumbrados cantos de sirena que bautizaran los modernistas de cisnes y princesas, en una comprensible inquietud por hallar una verdad, La Verdad; pero una verdad excluyentemente sometida a la palabra. La palabra no como totem sino como canon abierto a la pulsación de esa modernidad desvirtuada pues es considerada como un producto que, en muchos casos, es un mal ineludible. Hay que pasar por él. No obstante, Mario logró enseñarnos que puede ser moderno mientras instala en esos nuevos cánones el rumor desgarrado de Antonio Machado, con su saco raído; muriendo, como un emblema precursor, en el más cercano de los exilios; un exilio que, tristemente, se convertiría en piedra angular. Mario, poeta y persona, han armado, «como si nada», un espacio hermoso en donde no se concibe ni la traición, ni la simulación ni la claudicación. «Esclavo de sus auras» no deja pasar un minuto para registrar cuanta vivencia, cuanta reflexión, hayan nacido de ese encontronazo infernal con el destierro, esa comarca, variante del exilio que también conoció nuestro Mario.

Ahora, qué puede importarnos el tiempo medido que se cuela por entre sus sonetos, dignos de Apolo, sus epigramas, sus endecasílabos y ese murmullo tenue de su conversación cotidiana en algún sitio de Montevideo, plantado como un árbol sencillo, en el perplejo imaginario de nuestras ciudades, frente a los barcos que vienen y van con mercancías superfluas o regresan sin rumbo, sin voluntad alguna. ¿Quién sería capaz de intentar dividir sus henchidos ochenta años entre Paso de los Toros, Montevideo, Buenos Aires, Lima, el desierto de Atacama, Mallorca, La Habana, Madrid por cuyo paisaje se esparcieron los mejores poemas de un siglo aturdido e injusto, es decir, de su tiempo? No seré yo quien trace los círculos concéntricos de ese ritmo insaciable, presente en cada estrofa, en esa metáfora regada con el rocío de la humildad; o quien pretenda revelarlas en varias citas las lecciones aprendidas desde su cercana presencia habanera, junto al mar.

Tanto aprendí, tanto hemos aprendido con Mario que los que hoy cantamos y escribimos, con su lengua hablamos. Mario no asimila retóricas posibles por eso es que no cabe, no puede ser tronchado en partecitas para ser entregadas a un Olimpo de dioses trasnochados. Mario viviendo con su asma, con esa misma Luz en un breve balcón, escribiendo poemas sin cesar, burlando el rastro de sus fracasados perseguidores, oyendo siempre el grito ahogado de aquel torturador, disfrazado de fantasma azul. Mario, triunfando siempre con la verdad en la mano y, escondido, tal vez, en el capítulo inicial de una novela inconclusa donde lo espera, sentada, la marioneta de trapo con la que García Márquez quiso pintar un poema de Mario con un sueño de Van Gogh y sobre las estrellas.

La Habana, 22 de abril, 2000

1. Intervención en la mesa redonda que organizara la Casa de América de Madrid, para celebrar el ochenta aniversario de Mario Benedetti. Se anunciaron para participar José Hierro, José Monleón, José Luis Sampedro, Rosa Pereda, Luis Antonio de Villena, entre otros.

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