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ArribaAbajoUna campaña de prensa en el otoño de 1904. José de Betancourt (Ángel Guerra) y la candidatura de Armando Palacio Valdés para la Real Academia Española

Juan Antonio Marrero Cabrera


Uno de los seguidores más fieles y entusiastas de D. Benito fue el joven lanzaroteño, José de Betancourt Cabrera, a quien su devoción por el maestro le llevó a utilizar como seudónimo literario el nombre de uno de sus más famosos personajes: «Ángel Guerra».

Ferviente admirador y discípulo, amigo y paisano y protegido del genial autor grancanario, José Betancourt «Ángel Guerra», que, por estos días del año 1904, acaba de cumplir los treinta años, ha pasado de colaborar en la prensa insular a convertirse en una fecundísima pluma de los grandes periódicos nacionales.150 Ángel Guerra había llegado a Madrid con el nuevo siglo y, como éste, con la ferviente ilusión de llegar a tener un nombre como escritor. Atrás dejaba su «isla seca», Lanzarote, y un «viejo pueblo ruinoso y polvoriento rendido al paso de los siglos», la villa de Teguise. «Un olvidado pueblo de esa bellísima tierra».151

Su gran trabajo en Gran Canaria en El defensor de la Patria, en El Cronista, le ha proporcionado «oficio». Un «oficio» de periodista que, sin embargo, en los primeros tiempos de su llegada a Madrid no le sirve para introducirse en el difícil y saturado mundillo político-periodístico y literario de la «capital de las Españas». Es una lucha que se traduce en sus artículos enviados a El Diario de Las Palmas: «Muchas de las tertulias literarias no son más que pagodas índicas de conjuraciones y chismorreo, y mesas de disección en que anatómicamente se analizan las obras y las personalidades con habilidades de cirujano y con brutalidades de enterrador». Es el choque de lo que él explica como «su alma virgen de provinciano franco y honradote, todavía con la ruda corteza de mi nativa tierra», con la dura realidad capitalina.

Pero muy pronto su fecundísima pluma, su ilusión inagotable, su ingenio y sencillez de hombre de bien y las orientaciones de su maestro, Galdós, le abren las páginas de los periódicos madrileños en los que empieza a destacar con luz propia.

Primero será el Heraldo de Madrid y luego El Liberal, hasta formar parte de la redacción de La Época. En 1903 figura en el equipo que echa a andar la revista España, y Ortega Munilla, por recomendación de Galdós, le incluye entre los colaboradores de El Imparcial. En 1904, poco antes de hacer las críticas del triunfo de los hermanos Álvarez Quintero en el teatro Lara con El amor que pasa, del éxito de la zarzuela de Maximiliano Thous y José Serrano, La Casita Blanca, y el fracaso de Fernández Shaw y Chapí en La Puñalada, «Ángel Guerra» iba a iniciar en las páginas de El Globo, una memorable «campaña de prensa».

Pero dejemos que sea el propio «Ángel Guerra», desde la primera página de El Globo del 25 de octubre de 1904, quien lance la proclama de la más justa candidatura a un puesto de la Real Academia Española, bajo el título:

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«Un candidato. Armando Palacio Valdés».

Hay un sillón vacante en la Academia Española. Respondiendo a devociones de admiración muy hondas, con toda clase de respetos y con humilde voz, yo me adelanto a dar nombre para una candidatura, que tengo la evidencia que apoyará toda la gente de letras: Palacio Valdés. Novelista singular, cuya pluma ha sabido reflejar en admirables páginas literarias, con delicado arte de creación, lo más pintoresco e íntimo de la vida de nuestro pueblo, añadiendo a sus méritos de colorista en el paisaje, un grato «sprint» de costumbrista magistral, Palacio Valdés representa, en las letras españolas, una de las figuras más sobresalientes de la novela contemporánea. Ha tiempo que está pendiente esa deuda de honrar al ilustre escritor. No tengo certidumbre de ello, pero quiero recordar que, hace años, el insigne Cavia, maestro celebrado, habló de la necesidad de un agasajo público que testimoniase la admiración silenciosa que se consagra a Palacio Valdés en España. No falla mi memoria, porque la lectura ha sido más reciente, al decir que Galdós, en un prólogo, aún con la tinta húmeda, que pusiera a un libro del malogrado «Clarín», declaraba la urgencia de pagar la deuda pendiente con el autor de La Hermana San Sulpicio, y, sinceramente, como mandato de un deber literario, manifestaba su opinión de que no era posible retardar por más tiempo el ingreso de Palacio Valdés en la Academia Española, en homenaje a los talentos singulares del escritor consagrado, con laboriosidad de benedictino, en soledad y sin buscar aplausos, a engrandecer y magnificar la novela española contemporánea, que, con su plenitud de arte, enaltece y honra. Si a la Academia Española, por costumbre ya establecida, van los escritores ilustres que merecen señalados honores; si los sillones académicos deben ocuparlos los artistas literarios, que trabajan y pulen el habla castellana haciéndola viva y ágil, flexible y gráfica, llevando a ella la sangre nueva de las expresiones populares que recogen en el ambiente de la calle, para que no se fosilice, ni se corrompa en manos de secos lingüistas, como carne muerta en pudridero; si en el seno de la Academia Española deben recibir consagración de inmortales los que a ella tienen derecho, y para conseguirla basta solamente a la petición presentar una brillante historia artística, abolengo de gloria, blasón de altos hechos, «grandeza de España» en la república de las letras que han ennoblecido, allende los siglos, peregrinos ingenios y andantes caballeros del ideal, vengamos todos a un común acuerdo, y abramos paso, descubriendo las cabezas en señal de respeto, para que, con el aplauso de todos los cultivadores del arte, haga su ingreso solemnemente en la Academia Española don Armando Palacio Valdés. Como maestros de la novela española, lo recibirán con abrazo de hermanos en letras y en glorias, Valera, Galdós, Pereda, Ortega Munilla y Picón. ¿No entraron ellos en calidad de novelistas? justo es que ellos sean los que abran las puertas de la academia al compañero y amigo, cuya ausencia, desde ha tiempo, deben lamentar. Si en espera de ocasión se impacientaba por la tardanza en ingresar Palacio Valdés, pueden en estos momentos llamarlo a su compañía. Y así será. Por mi parte, no es mi empeño otro que recordar la deuda pendiente, y salir al encuentro de la preterición o el olvido. Ni quito ni pongo rey. A la fecha ignoro quienes pretenden la investidura académica; pero añado, con lealtad, que al repasar la lista de nombres que honran la literatura patria, no encuentro uno siquiera que, con osada arrogancia, pueda disputar al maestro de maestros, con mejores títulos, ese honor que por derecho y en justicia, le corresponde. A plumas de más brío y fama entrego la propuesta de candidato para que, al poner al pie las firmas, pongan también la autoridad que a este articulo le falta. Y queda en paz mi conciencia con este respiro de mis simpatías y de mis devociones artísticas, muy hondas y efusivamente sinceras.



La polémica está magistralmente servida, empieza el turno de «los maestros ya consagrados y los jóvenes escritores que ahora batallan con la pluma».

A pesar de que «las galas retóricas [...] me parecen adornos de cementerio, cosas rancias que huelen a muerto», uno de los primeros en contestar es Pío Baroja. Y eso que no es, precisamente, un admirador de Palacio Valdés. De paso, con su racional indiferencia, deja caer la debatida cuestión de Dª. Emilia Pardo Bazán:

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Querido amigo:

Yo todavía no he llegado a comprender bien la utilidad de la Academia. Por ahora, me parece una de las muchas entidades, corporaciones, Asociaciones o lo que sea que no sirve para nada.

El lenguaje es una cosa viva que degenerándose y cambiando y descomponiéndose, va marchando y enriqueciéndose, y el querer sujetarlo y reducirlo, me parece una simpleza.

Ahora hay la costumbre de llevar a la Academia a los hombres ilustres por las letras, y entre éstos, entre los de ahora, entre los que no han entrado todavía en la docta Corporación, los de más méritos y prestigios me parecen la Pardo Bazán y Palacio Valdés. Doña Emilia no puede entrar por razón de su sexo; entre don Armando Palacio Valdés.

Pío Baroja.152



Nicolás Estévanez y Murphy, el viejo político, escritor y brigadier canario, que a veces usaba el pseudónimo de «Estevanillo», responde con socarronería isleña a la pregunta de su paisano:

¿A mí me consulta usted sobre candidaturas de académicos? ¿A mí?... Vaya, pues evacuemos la consulta.

¿Que qué pienso de la candidatura de Palacio Valdés? Que me parece mal y voto en contra, si Palacio Valdés, al entrar en la Academia, cuelga la pluma, como tantos otros. Pero si no considera la Academia como cuartel de inválidos, y prosigue la tarea que no le ha valido su envidiable fama, entonces ¡ah!... como dicen algunos diputados, voto en pro. De todos modos, no ha de faltar vacante para él, pues los académicos, igual que los senadores vitalicios, van a tener un invierno desastroso.

Estévanez.



Un periodista, el «doctor Fausto», se extraña de que aún no sea académico Palacio Valdés.

Otro periodista, Luis López Ballesteros, antiguo director de El Imparcial y gobernador de Málaga, se adhiere resaltando que allí «debiera estar hace mucho tiempo, si en aquella casa se entrara siempre por las puertas del mérito y de la justicia».

Un buen novelista, el director de la revista La Lectura, contesta, también, inmediatamente:

Si por sufragio popular se eligiesen académicos, es seguro que la vacante de hoy no correspondería a Palacio Valdés, ni a la Pardo Bazán, ni a Blasco Ibáñez, porque ya los tres estarían dentro, al lado de Valera, de Galdós y de Picón.

Francisco Acebal.



«Zeda», el crítico teatral de La Época, apoya la propuesta de su compañero firmando con su nombre completo, Francisco Fernández Villegas.

Antonio Palomero, también conocido como «Gil Parrado», el viejo poeta y escritor que, con sus bigotes a lo «káiser», popularizará en El País la sección en verso «La Comedia Humana», apoyó la candidatura desde la redacción de ABC.

El célebre crítico «Andrenio», contestó así a la convocatoria:

Sr. D. José Betancourt.

Estimado compañero:

La iniciativa de usted a favor de la candidatura de Palacio Valdés, para la plaza vacante en la Academia Española, me parece muy bien y la deseo mejor fortuna de la que tuvieron las campañas de   —188→   «Clarín» en el mismo sentido. El autor de Maximina debía ser académico hace mucho tiempo. Esperemos que «quieran» ahora los que pueden hacerlo. Y como no se trata de hacer, con tal motivo, literatura, sino de decir cada uno su parecer y yo ya he dicho, se despide de usted su afectísimo seguro servidor, q.b.s.m.

E. Gómez de Baquero.



Con toda justicia apoya la candidatura el sincero y sencillo poeta, Vicente Medina, que escribe y defiende el «murciano» de su terruño como «un castellano claro, flexible y musical, matizado con algunos provincialismos de carácter árabe, catalán y aragonés».

Otro periodista, José León, opina que la futura elección «no será más que el 'visto bueno' puesto debajo de la opinión literaria».

Uno de los autores cuya biografía hubiera sido, sin duda, su mejor novela, que el mismo reconocía, diciendo: «soy un hombre que vive, y, además cuando le queda tiempo para ello, escribe», encabezaba las columnas de El Globo el 27 de octubre de 1904:

Sr. D. Ángel Guerra.

Querido amigo y compañero:

Apenas si tengo una vaga noción de lo que pueda ser la Academia Española. Solo sé que los señores que en ella figuran (y de los cuales apenas si el público conoce el nombre de una docena), rezan un Padrenuestro al principio de sus reuniones.

Si el entrar en esta Corporación significa algo de homenaje público y de nueva gloria para el maestro Palacio Valdés, sea en buena hora.

Palacio Valdés fue el ídolo de los mayores entusiasmos de mi juventud, y es hoy una de mis admiraciones más arraigadas. Sólo le conozco por sus libros; pero los que le tratan personalmente, me dicen que vive junto al Retiro, trabajando en su estudio o paseando por las solitarias avenidas del vecino parque, en ese altivo aislamiento del artista que, acostumbrado al continuo contacto con la severa belleza de la vida universal, no siente el hambre de las jerarquías y los honores oficiales.

No me interesa gran cosa que Palacio Valdés sea académico, desde que veo que lo son los jefes de los grupos parlamentarios, y la Academia parece un rabo del Congreso. El Palacio Valdés de mis adoraciones es el de Marta y María, el artista vigoroso, el enemigo de esa España decrépita y fanática, que aún se mantiene en pie.

Vicente Blasco Ibáñez.



Antonio Garrido y Villazán, redactor jefe de La Ilustración Española y Americana, sostienen el «derecho propio» del candidato a sentarse ente los inmortales.

Desde sus venerables barbas blancas, Antonio Sánchez Pérez, periodista y catedrático de matemáticas, apoya al excelente novelador que es el autor de El señorito Octavio, aunque el perseguido republicano no es, desde luego, partidario de Reales Academias, «en cuyos estatutos y en cuyos procederes, veo mucho de arcaico, incompatible con mi manera de sentir y de pensar».

Más profético resultó el barbudo político y periodista, Salvador Canals y Vilaró, no en vano Secretario de Prensa de don Antonio Maura y fundador de una de las mejores revistas de su género en España, El Diario del Teatro, al afirmar: «Ya verá usted, sin embargo, como se atraviesa en su camino algún fabricante de discursos que anda rodando la Academia y a quien apadrinan ¡precisamente! académicos literatos».

Un historiador de la autoridad de Rafael Altamira alega que «digan lo que quieran algunos Aristarcos, Palacio Valdés es un escritor consagrado por numerosos éxitos y   —189→   querido y admirado sin interrupción por un público que representa todas las formas de aprobación que un literato puede desear».

El Rector de la Universidad de Salamanca, que no puede ocultar su aborrecimiento por la politiquería y el parlamentarismo, muestra su eterno espíritu de contradicción y su inconmovible espíritu de independencia en este auténtico ensayo sobre la Academia que constituye su contestación:

Amigo Betancourt.

Contesto a su carta apenas la recibo. Es que toca usted un punto sobre el que he pensado escribir más de una vez, desde que, con motivo de aquello de haber elegido a Comelerán, y no a D. Benito, armó la prensa una zapatiesta, embrollándolo todo y confundiendo las cosas.

Me pregunta usted si creo que deben elegir a Palacio Valdés para académico de la lengua. Y dejando de lado el que no doy importancia alguna a lo de ser académico, y fuera de las dietas, maldito lo que la cosa vale, he de decirle que eso depende de cómo queramos considerar a la Academia Española de la Lengua. Distingo, pues.

Si la Academia ha de ser un panteón de escritores ilustres, una especie de Legión de Honor de publicistas, novelistas, dramaturgos, poetas, etc., residentes en Madrid, entonces santo y muy bueno; nadie con más derechos que Palacio Valdés.

Pero en este caso no se le pidan a la Academia informes técnicos, ni que haga gramáticas y diccionarios; y si los hace, no se ensañe nadie con ella por las enormidades que pueda cometer, como las del último Diccionario, cuya parte etimológica es un baldón de ignominia y un anatema de la más supina ignorancia.

Pero si se quiere que la Academia haga trabajos científicos sobre la lengua y hasta legisle sobre ella -lo cual es una barbaridad-, entonces no sé qué hacen en la Academia los más de los ilustres escritores que la componen, que pueden escribir admirablemente bien y no saben una palabra de cosas de lingüística.

Tanto valdría llevar a la Academia de Medicina a un acróbata que dé saltos prodigiosos para que les ilustre sobre la fisiología de los músculos, o a uno que digiere filetes de patrona, para que informe sobre las funciones de la digestión.

Cualquier latinista moderno de alguna ciencia, sabe muchísimo más sobre la estructura y vida de la lengua latina, que sabía Cicerón.

Si la Academia ha de ser un Centro que regule y rija el proceso de la lengua -y ello es absurdo los más de los castizos hablistas (los supongo tales) que la forman, pueden ser hasta nocivos. No hay espíritus más estrechos ni más llenos de prejuicios respecto al idioma, que los que pasan por grandes cultivadores de él.

Entre enhorabuena Palacio Valdés en la Academia -aunque esto no añada un ápice a su gloria pero sí luego resulta que no sabe de achaques de lingüística, y vuelve a salir un Epítome de gramática, v. gr., como el que tengo aquí al lado, y que es la más ridícula mamarrachada, no se culpe a la Academia.

También le diré, en honor de la verdad, que los más que han entrado en ella en concepto de lingüistas o filólogos, no son menos dañinos que los otros; porque creen saber y no saben. Allí está el de la «harmonía», que carece de todo sentido científico en cosas de lengua, y se contrae a la labor de trapero, recogiendo modismos de librotes viejos, y escribiendo el castellano como los humanistas del Renacimiento el latín, como lengua muerta y en labor de taracea; y por allí cerca anda el desdichadísimo autor de las disparatadísimas etimologías del último Diccionario. No hay palabras con que expresar lo vergonzosa que es esta parte de ese esperpento vergonzoso.

Si la Academia fuera lo que debería de ser, haría más en ella un Menéndez Pidal -este sabe lo que trae entre manos- que veinte ilustres escritores, por primorosamente que escriban éstos. Pero..., no; si la Academia fuera lo que debería ser, no sería nada, es decir, no existiría.

Si, pues, usted, al proponer a Palacio Valdés para académico de la Lengua, quiere rendir a este   —190→   nuestro admirado novelista un tributo de admiración, está bien, uno mi voto al de usted. Pero no lo uno en lo substancial de la proposición, en pedir que entre en la Academia, porque ni esto añade un ápice a su prestigio, ni creo que a D. Armando le importen las dietas.

Es menester que no demos importancia alguna a las cosas de la Academia, y que nadie se ocupe, fuera de los mismos académicos, de quién ha de ocupar las vacantes que ocurran. La lengua seguirá la marcha que haya de seguir, lo mismo sin Academia que con ella; y el estudio científico de la lengua se continuará también sin ella, tan bien o mejor que con ella: eso es cosa que no debe importarnos.

Pero, por desgracia, aún se la atiende -sobre todo, cuando manda desatinos; buena prueba de la Prensa, que ha adoptado servilmente la disparatada ortografía impuesta por esa Corporación. Y no logra uno escaparse de los regentes y correctores de pruebas, pues a mí mismo me largan cada «septiembre» y cada «subscriptor», que tiembla el credo. Y, francamente, por oscuro que pueda algunas veces escribir, nunca escribo con «obscuridad» académica. Eso queda para «escriptores» académicos. En cuanto se le ocurre al respecto a su amigo,

Miguel de Unamuno.



Otro testimonio de admiración al talento de un gran literato es el del periodista, Carlos Solsona.

En el exaltado, demoledor e iconoclasta temperamento juvenil del futuro fundador de Acción Española asoma ya la transformación regeneracionista, en su apoyo decidido a Palacio Valdés:

Para Ángel Guerra.

Su artículo y su carta me llenan de sorpresa. Pero ¡cómo! ¿No es académico Palacio Valdés? No me lo explico, no lo entiendo. Solo en fuerza de pensar, llego a la hipótesis de que el gran novelista no pertenece a la Academia por no haberlo pretendido. Pero esta suposición me pone melancólico. Es bien triste que para ir a la Academia de la Lengua, necesite llamar a sus puertas un Palacio Valdés, cual si fuera un político intruso, cuando lo digno y lo correcto sería que la Academia le llamase.

Ramiro de Maeztu.



El escritor y militar valenciano, José Ibáñez Marín, que pocos años después moriría en África, en el ataque del Atalayón, se manifiesta en una forma muy adecuadamente castrense:

Creo yo que Palacio Valdés es todo un general de nuestra literatura contemporánea, acreedor, ¿quién puede dudarlo?, a ocupar un puesto en la Academia, especie de gran Estado Mayor de los que dicen bien manejada el habla nuestra con bizarrías artísticas.



El dramaturgo y futuro académico (a partir de 1921), Manuel Linares Rivas, une su voto a la indiscutible candidatura del autor de La hermana San Sulpicio.

El 29 de octubre de 1904 la «campaña» es un auténtico éxito periodístico. La primera página de El Globo está dominada por los testimonios de las más importantes plumas del momento. «Ángel Guerra» encabeza la portada con una carta «abierta»:

Carta sin sobre.

Sres. D. Juan Valera, D. José María de Pereda y D. Benito Pérez Galdós.

Maestros y amigos.

Llevan estas letras encargo de testimoniar a ustedes, en primer término, mis devociones de lector. Quiero a la vez que ellas avisen a ustedes del vivo ímpetu de simpatía con que [...?...] la gente como   —191→   ustedes, de la novela española contemporánea, y como hermano de letras en vuestra estima y cariño. La glorificación popular, que conocéis por haberla merecido largamente, también él con vosotros la comparte a escote. Justa es la merced de ese lector anónimo, cuyos favores muchos buscan y pocos alcanzan, y es pago al arte recio en creación y bello en sus méritos literarios como Marta y María, la consagración oficial de aposentarlo hidalgamente en la Academia Española, que para este linaje de varones con peregrino ingenio, no para los caballeros cruzados en la política, la regia admiración mandará estatuir.

Fía y confía la gente de letras en que ustedes harán la presentación del candidato, más atentos a la voz de la sangre artística que blandos en complacer solicitaciones de extraños.

Y explicada la visita de esta carta, reverentemente se despide de ustedes, besándoles las manos,

Ángel Guerra.



Y las cartas de contestación se acumulan en las columnas de El Globo. Uno de los mejores especialistas en los matices del idioma, justa y dignamente recordado por el periódico ABC el periodista Mariano de Cavia, se une también a la convocatoria.

Imperturbable bajo su monóculo, el novelista, Antonio de Hoyos y Vinent (marqués de Vinent), describe a la perfección con su brillante y sencilla prosa la obra de Palacio Valdés:

Era yo casi un niño cuando por vez primera saboreé con deleite los libros del maestro, y en mucho contribuyeron a mi amor por las bellas letras. Más tarde, cuando volví a leerlos, sentí acrecentarse mi admiración por el novelista insigne, por el cuentista ameno que, en su prosa fácil, sincera, gráfica, limpia de falsos preciosismos y de vulgares chabacanerías, prosa que tiene el frescor gentil de una conversación familiar, nos contó bellas historias que unen a la amenidad y al interés una cualidad inestimable: la de ser humano.



El novelista gallego, Prudencio Rovira Pita, que hace unos meses ha abandonado el periodismo activo para dedicarse plenamente al partido conservador en la Secretaría Política de don Antonio Maura, explica, de modo práctico, los entresijos de la Academia:

Soy en literatura, «ministerial» ferviente de Palacio Valdés. Cualquier honor que alcance este escritor excelso, tendrá mi aquiescencia, y con ella mi aplauso y mi voto... Es lástima, sin embargo, que no haya mejor consagración del talento que la gloria académica. Una recepción aparatosa, una medalla al pecho, un sillón con una letra en el respaldo y unas prosaicas dietas, deben ser, para los que han llegado a las cimas luminosas de la fama, rutinarias parvedades. Pero en fin, no será Palacio Valdés el primero con quien se cometa la honrosa injusticia de hacerle académico.

Prudencio Rovira



Claro que, otros como el catalán Ricardo J. Catarineu, que publica sus críticas teatrales en La Correspondencia de España, bajo el seudónimo de «Caramanchel», tratan a la Academia más «enérgicamente»:

Palacio Valdés anda divorciado de la Prensa. Los periodistas, que alabamos frecuentemente a algunos majaderos, no recordamos al gran novelista todo lo debido. ¿Qué opino yo de él? Que, si fuera necesario matar a algún académico para que él ingresara en la Academia, no podía menos de absolver el jurado al matador.

Esto sería justo y plausible.

Caramanchel



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Menos «lapidario», el sencillo y bondadoso poeta malagueño, Arturo Reyes Aguilar, se «suma gustosísimo» al homenaje de quienes son «gloria y orgullo de la nación en que han nacido».

Una de las escasas voces discrepantes es la del abogado y periodista Baldomero Argente. Pero su disentimiento es porque él mismo defiende la candidatura de uno de los «suyos», Julio Burell, en las páginas del Diario Universal, donde colabora desde 1903.

El burgalés, Ángel María Castell, subdirector de ABC desde su fundación, se une a la convocatoria con un lamento literario:

Zola murió sin ser académico en Francia. Pi y Margall murió sin serlo en España. ¿Qué puede perjudicar a Armando Palacio Valdés, ni en qué mermar su legítima reputación literaria, el ser víctima de una injusticia como la cometida con aquellos dos grandes pensadores?

Ángel María Castell.



El periodista y político donostiarra, colaborador de El Pueblo con Blasco Ibáñez y diputado por Valencia, acomete con su vehemencia acostumbrada:

Honra mucho a usted proponer cuanto venga en honra y gloria de un artista nacional; lo natural sería que pusiera usted su esfuerzo en rebajar y empobrecer a los pocos héroes que aún trabajan en la redacción de este casuco agrietado por la envidia, que se llama España.

Ahora bien, el hosco «León de Albrit» de la novela española, el Palacio Valdés torvo y nebuloso, ¿aceptará el uniforme de académico? Yo creo que no y me alegraría de ello.

¡Perdería su pátina de intensa melancolía, su costra de fiereza, de admirable desprecio por el mundo!

Para mí fue grande Daudet por no haber querido nunca ser académico. Zola tuvo un lunar en su vida: el de querer serlo.

Palacio Valdés, trasplantado al Refectorio Académico, me recordarla al león de Tartario, desdentado y ciego, que pide limosna a la puerta de una mezquita argelina.

Organice usted otro agasajo que sea digno del gran artista, pero... académico ¡nunca! ¡Antes moro!

Rodrigo Soriano.



El escritor y fino humorista, Luis Taboada, que es de los primeros en unirse a la iniciativa, le dedica uno de sus preciosos relatos en las páginas de ABC.

«LA VIDA EN BROMA. PELLEJÍN, POETA Y CUASI ACADÉMICO»

Puede decirse que Pellejín cuenta ya con el cariño entrañable de Maura. Nuestro joven diputado es uno de los que más se distinguen como jaleador del Presidente del Consejo. En cuanto éste se levanta para pronunciar una de sus grandilocuentes oraciones, Pellejín se dispone a intercalar «bravos» en el teatro, exclamando a toda voz para que le oiga el jefe: «¡Qué hombre! ¡Qué inteligencia! ¡Qué figura!»

Noches pasadas fue, como de costumbre, a visitar a su jefe, y el efecto que causó entre todos los allí reunidos, no ha podido ser más grato.

-Y ahola que ha salido la convelsación, ¿puedo contal con el voto de usted, señol Plesidente?

-¿Mi voto? ¿Para qué?.

-Pala la Academia Española. Quisiela plesental mi candidatura enflente de la de Canalejas.

El Presidente guarda silencio; después, pretextando que se tenía que acostar, porque le dolía una muela, saludó a sus súbditos y fuese, mientras decía Pellejín con acento de profunda convicción:

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-No cleo que sea un desatino lo que pletendo. ¡Cuantos hay en la Academia que no tienen mis títulos!

La candidatura de Pellejín para la Española cuenta, hoy por hoy, con gran número de probabilidades.

Luis Taboada.



El periodista albaceteño, José Estrañí, director de La Voz del Cantábrico, formaliza su voto en pro con una de sus habituales humoradas.

Al célebre médico, comediógrafo y poeta festivo asturiano, Vital Aza, la idea de reconocer los méritos de su amigo y paisano, Palacio Valdés, le parece, naturalmente, oportunisima. «El Sastre del Campillo» está conforme con la candidatura aunque se lamenta de que no hubiera, también, otro sillón vacante para el gran sainetero, Ricardo de la Vega.

«Miss-Teriosa» siente que la medalla académica sirva a los jefes de partido para consolar a los candidatos derrotados en las elecciones y se aterra ante la hipotética candidatura de Romero Robledo (político que, como se sabe, se precia de no haber entrado jamás en el Museo de Pinturas y de no haber leído siquiera un tomo de la Biblioteca de Autores Españoles).

El periodista, Miguel Moya, se pregunta a su vez si Armando Palacio quiere ser académico.

Los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, que llegaron a pertenecer en su día a la Academia, se manifiestan dos apasionados y fervorosos admiradores del autor de La alegría del'capitán Ribot y aplauden, naturalmente, la iniciativa.

El redactor político de La Esfera, El Imparcial, La Correspondencia de España, el toledano, Fernando Soldevilla Ruiz, que, andando el tiempo, sería gobernador de Segovia, opina que «no sólo debe ocuparle [el sillón] en cuanto haya vacante, sino que debiera echarse de la docta casa a algunos que no tienen títulos para pertenecer a ella».

En su adhesión Alfredo Murga explica que «gracias a estos incansables creadores, nos queda alguna identidad y, por consiguiente, algún oro puro todavía».

Carmen de Burgos, que popularizó el seudónimo literario, «Colombine», fue la única escritora que secundó el llamamiento:

Mi estimado compañero:

Yo creo que no debe Armando Palacio Valdés aspirar a ocupar un puesto en la Academia Española, es la Academia Española la que debe aspirar a tener en su seno a Palacio Valdés.

De usted amiga y compañera, q.s.m.b.,

Carmen de Burgos Seguí.



El crítico, Pedro González Blanco, que antes de que Azorín acuñara el término de «Generación del 98» en ABC englobaba a los mismos autores en la «generación del desastre», no puede ser más claro y contundente en su reacción contra la Academia en representación de los jóvenes:

Sr. D. Ángel Guerra.

Estimadísimo compañero: en realidad yo no estoy muy al tanto de lo que usted pretende. Creo haberle oído decir que se trata de arrastrar a D. Armando Palacio Valdés -en nombrando a este novelista mi espíritu se pone de rodillas- en el carromato de la sanción extraoficial hacia esa   —194→   casuca que hay yendo para Vallecas a la siniestra mano donde se alberga, toda llagada y hecha una lástima, la lengua española.

Esto me parece una cosa absolutamente injustificada. ¿Para qué necesita D. Armando de la Academia? ¿Qué va a hacer él al lado de Catalina y de Villaverde (no hay desolación comparable a eso), sino dormitar beatamente en la calma de las tardes nubosas, bajo la monotonía de los informes y de los actos y de los discursos?

Otra cosa sería si el alojamiento de nuestro Santo Padre el lenguaje fuera, no un panteón, donde todos los ideales desfondados se recogen, sino una Academia, en el verdadero, en el helénico sentido de la palabra.

Es más, creo que nosotros, los jóvenes, debemos abstenernos de exaltar esa vana jerarquía, tan sólo otorgada a unos cuantos señores innominados, con quienes la fisiología está haciendo, a diario, prodigios de equilibrio.

Ni la Academia significa nada, ni el estar atraillado con ciertos deleznabilísimos personajes, vale gran cosa que digamos.

Hay ciertas reservas y ciertos silenciosos retiros, donde los espíritus que admiran -y considere usted que la admiración es un gran poder intelectual- saben levantar a los espíritus admirados, no edificios de ladrillo y cascote, sino mágicos alcázares, que tienen por techumbre el cristal de los cielos y por columnas los pensamientos que se levantan hacia Dios, como el humo de una lámpara votiva. Ahora bien, como D. Armando seguirá siendo, con o sin Academia, tan buen novelista como hasta ahora, que vaya y que se guarde de ciertos peligrosos contactos, y que en el discurso de recepción demuestre, que pruebas no le faltarán, la necesidad imperiosa de asesinar, artística y alevosamente, a la mayoría de los actuales prebendados (prebendado académico), por motivos de ornato y de saneamiento.

Es lo único que se me ocurre por ahora. Eso y desearle mucha salud y pocos dramas de Echegaray en la temporada que nos amenaza.

Pedro González Blanco.



Al excelente historiador del siglo M. Alfonso Danvila, le parece acertadísima la candidatura: «Pues bueno es que vayan alternando en aquella casa los literatos con los oradores y los políticos para que no se convierta la Academia en tertulia de hombres de Estado».

El popular novelista, Pedro Mata, responde categóricamente que ningún escritor debiera discutir la propuesta.

Marcos Rafael Blanco Belmonte, poeta y escritor cordobés, magnífico «cuentista» y redactor de La Ilustración Española y Americana, se muestra «conforme de toda conformidad»:

Igualmente suma su voto el compañero, Alejandro Larrubiera.

Un tanto desconcertante, pero llena de interés, es la contestación del poeta colorista malagueño, Salvador Rueda. Semianalfabeto hasta los 18 años, su obra es un «caso notable» de intuición poética, de hallazgos rítmicos y de una estética basada en «adivinaciones fulgurantes». Por ello, no es de extrañar su curiosa crítica a Valdés y al propio Galdós de servirse de la lengua castellana como de un instrumento exterior, de no estar «amasados» con el idioma. He aquí su carta:

Mi admirado Ángel Guerra:

Mi contestación a su amable consulta literaria es la siguiente: merece por su talento extraordinario Palacio Valdés que le elijan académico; pero parece natural y lógico que, quienes como él, hacen gala de despreciar la forma literaria, no quieran ocupar el sillón vacante en la Academia. A   —195→   Palacio Valdés, no le sale el idioma de todo su ser como una esflorescencia de su espíritu, y no está en él como la coloración en un mineral, o como la frescura en el agua, o como el color en la luz: a Palacio Valdés no le nace el idioma de su complexión y entrañas artísticas, como le nacía a Zorrilla, a Castelar y como le nace a... Pelayo, a Valera y a otros: Valdés «se sirve de la lengua castellana como de un instrumento exterior», lo contrario de como ocurre en Bécquer que es una floración, y en Loti que es una floración, y en Daudet, Goncourt, Maupasssant, Heredia, que es asimismo una virtud y condición «ineludible» de su alma de artistas. Tales Víctor Hugo, Shakespeare, Lamartine, Muset (sic) y todos los que en el mundo han sido «artistas literarios».

Valdés, y otros hombres de gran talento, no tienen, en cambio, su intelecto, ni su espíritu, ni sus átomos corporales «amasados con el idioma»; su alma «va fuera a buscarlo» para vaciar en él su potencialidad anímica. Melindroso y descontentadizo es Valera, cuya pluma parece un bruñidor, pero en él, como en Anatole France, eso no es reflexión, no es acto consciente, sino instinto, modo estético de ser. Creo que Zorrilla, «por instinto, por ceguera divina», dio nuevos modos melódicos al idioma, enriqueciéndolo hasta elevarlo a orquesta: era un hombre que, sin saber averiguar una etimología filológica, llevó dentro de sí una Academia literaria. Estos hombres, que son literatos, como son morenos de color o rubios, próceres de estatura o bajos, tristes o alegres, son los que yo creo que deben ser elegidos académicos, (cuando sólo se trata de escritores, y no de investigadores y filológicos, hombres admirables también en las Academias). A los Balzac, a los Tolstoy, a los Galdós, a los Valdés, creo yo que debe dejarles impávidos que los hagan sentar en sillones inmortales. No así a los Banville, a los Flaubert, a los Gautier, a los Mendes y a todos aquellos cuyo cuerpo y cuya alma están batidos y amasados mil veces con su idioma nativo, el cual es en ellos (también Pereda y Alarcón) lo que es el éxito y la coloración en el mineral: un don y no un vehículo exterior. Sabe usted cuanto le admira y quiere

Salvador Rueda.



Muchas fueron las cartas que se quedaron sin publicar, no sólo de Madrid, sino de periódicos de provincias, honra de la Prensa Española.

Buena muestra es el testimonio de J. A Galvarriato, director del importantisimo Diario de Valladolid, publicado en El Globo, el [...?] de noviembre de 1904, con su curiosa proposición de las dos Academias:

Yo creo que debiera haber dos Academias: una en que se velara por la pureza del idioma, con sujeción a las prescripciones de la Etimología; otra en la que se encauzara el desenvolvimiento y la transformación de la lengua, que al decir del gran Bardén, «se gasta como la suela de los zapatos». A una Academia llevaría yo a los devotos del clasicismo, de la tradición, a los sabios en viejos idiomas. A la otra llevaría a los oradores, a los novelistas, a los poetas... No habría oposición entre ambas Academias: la nueva admitiría las palabras, las frases, los giros que autorizaran con su uso escritores de indiscutible valer, y luego pasarían al sancta sanctorum de la lengua.



Por su parte, desde el Diario de la Marina (Cuba), 26 de octubre de 1904, José Félix Huerta cita unas palabras de Nicolás Fernández de Moratín:

El sólido mérito debe hallar abierto el paso a las sillas académicas; no ha de facilitarle el favor ni la súplica. La Academia, si ha de valer algo, necesita de los sabios, y estos para nada necesitan la Academia.



Lo que viene a demostrar que no hay tanta diferencia entre la situación académica de finales del siglo XVIII y la de comienzos del siglo XX, por lo que concluye el periodista contemporáneo:

  —196→  

Para ello se necesitan hombres de voluntad firme, de talento probado y que sean verdaderamente literatos, como Palacio Valdés. Quédense los políticos y aristócratas -que no poseen méritos bastantes en la literatura- en las gradas del Trono o en los escaños de las Cámaras, y vayan los varones excelsos a ocupar el sillón para que les designa la opinión de los aficionados a las letras.



A su vez, los grandes maestros convocados no eludieron la cita con las columnas de El Globo. El cordobés, don Juan Valera, ya en sus últimos meses de vida, universal y cariñosamente respetado por los jóvenes que le rodean, explica que, como académico, no puede acudir al público sino hacerse valer en el seno de la Academia. Sin embargo, el autor de Pepita Jiménez deja expuesta clara y terminantemente su posición al decir:

Entiendo yo además, que al elegir académico a esta o aquella persona, el voto que se da no implica la presuntuosa afirmación de que sea el más digno quien la obtiene. Aunque la Academia esté subvencionada por el Gobierno, y en cierto modo dependa del Estado, conserva no poca independencia, elige sin condiciones ni restricciones a quien más conveniente le parece elegir; y dista mucho de entender que sea el que elige el mejor entre todos los elegibles y que al elegirle le otorga algo a modo de un diploma oficial, de mayor excelencia y mérito entre los millones de personas que en el día de hoy cultivan las letras en España.



Por su parte, el genial autor de Peñas Arriba, el santanderino, José María de Pereda, acudió también a la convocatoria de sus amigos:

Sr. D. José Betancourt.

Mi distinguido amigo:

Aunque se trate, como se trata, en su carta del 30 próximo pasado, de ejecutar un acto, no sólo de justicia, sino de debida reparación, con el nombramiento de mi amigo muy querido y admirado, D. Armando Palacio Valdés, para ocupar un sillón, vacante en la Real Academia Española, por mi desgracia nada puedo hacer personalmente en el asunto, porque me lo impide el cruel padecimiento que me esclaviza desde el mes de Mayo último y me tiene forzosamente retraído en el más apartado rincón de mi casa. Mande usted otra cosa más hacedera a su muy afectísimo amigo y servidor, q.b.s.m.,

J. M. de Pereda.



Por supuesto, don Benito no podía faltar al gentil compromiso en que le colocaba su discípulo, paisano, amigo y protegido, «Ángel Guerra»:

Mi querido Betancourt:

Mi opinión sobre el caso extraño, incomprensible, de que Palacio Valdés no haya ingresado ya en la Academia Española, la sabe usted, y cuantos me conocen; tiempo hace que he manifestado, de diferentes modos, mi deseo de tener en aquella casa al amigo querido y admirado compañero. Puedo asegurar que muchos académicos piensan lo mismo. Falta la acción común, concertada y eficaz, la cual creo firmemente. Suyo afectísimo,

B. Pérez Galdós.



Claro que esta y otras interesadas maniobras de la Academia bien podían haber significado una premonición para el más grande de los novelistas españoles. Porque, ¿cómo   —197→   se iba a imaginar don Benito que su propia corporación y una gran parte de la España que bullía en sus Episodios se iban a oponer a la concesión del Premio Nobel para el que había sido propuesto?

Volvamos a 1904 y a las páginas de El Globo. La encuesta, la campaña, la convocatoria han llegado al final. El éxito ha sido clamoroso en lo tocante a concurrencia y a unanimidad en el sentir de escritores y periodistas. Sin embargo, el voto de la Academia se mueve por otros derroteros. García Alix, aludido por José Betancourt en su carta «de cierre», fue periodista en su juventud, pero en su madurez llegó a ser Ministro de Instrucción Pública, de Gobernación y de Hacienda y... ¿a qué seguir? Mejor quedan aquí las líneas del joven periodista de El Globo entre la ilusión y los desalientos:

Sr. D. Armando Palacio Valdés.

Mi querido maestro y amigo:

Doy remate, con esta carta, al empeño en que entré con tanto entusiasmo y salgo con alegrías y desalientos que he ido recogiendo al correr de los días. Si no hubiese sido el respeto y la admiración que inspira su nombre literario, menguadas fueran, a la hora presente, mis esperanzas, y fallidos quedaran mis propósitos generosos. Gracias que los méritos de usted escudaron mi modestia y que, en ayuda de mi opinión, vinieron las muchas y valiosísimas de la gente de letras, que aún no han vendido la primogenitura artística por el mísero plato de lentejas. De esta casta soy, y no es mi oficio, a Dios las gracias, calzar espuelas a caballeros en son de adulaciones que buscan provechos, y tan estrecha me viene la casaca lacayuna, para muchos tan holgada, que si intentara ponérmela, se rompería por las costuras.

Habrá usted extrañado el silencio hecho en torno a su candidatura. Por ahí ha ido sonando un ¡chist! imponiendo calma, que hasta el ruido de las plumas túvose por desconsiderado y molesto. A fe mía, que tomo nota de este signo elocuente de los tiempos, y no seré yo el último en comentarlo a mi sabor y antojo en otro lugar y en más oportuna ocasión, que los cielos, siempre justos, han de deparar a mis ansias.

Nada se ha perdido. Por descontado, que si no entra usted ahora en la Academia Española, la tardanza no será larga, y para fecha próxima he de festejar ese nombramiento, si es que García Alix no tercia con su candidatura en un nuevo litigio. Tengo para mí que habrá sido más de su agrado el testimonio de afecto y admiración hacia usted hecho por los mejores escritores españoles, que los honores oficiales, la glorificación académica, que insistentemente hemos venido pidiendo. El voto de la literatura nacional ha sido en favor de usted, y es notorio que el público ha tomado nota de ello. Honra más la merced afectuosamente dada que la limosna con ahínco pedida. Y usted no ha solicitado la consagracion académica. Yo he metido su nombre en estos troches, y a la responsabilidad de mi culpa me atengo. Algo provechoso, sin embargo, ha resultado de esta campaña. Conjeturando bien, por ideas que he oído, casi puedo adelantar que en el primer sillón vacante irá a aposentarse en la Academia Española, llamado usted a su seno por sus compañeros y amigos, y al honrar a usted, ellos también serán honrados. Y pongo punto. Si culpa usted en mí la indiscreción, deje a salvo mis devociones artísticas por el admirado maestro que engrandeciera la novela española contemporánea. Aquí su nombre. Y es su siempre amigo,

Ángel Guerra.



Rebosante de cordialidad y honradez, el hombre que escribiera que «el artista no debe abdicar jamás de su independencia y no se le debe exigir más que sinceridad», muestra su emoción por este homenaje único, por lo inesperado y por lo espontáneo:

  —198→  

Sr. D. José Betancourt.

Mi querido amigo:

Razón tiene usted en suponer que me habrá lisonjeado el favorable testimonio que han querido darme los mejores escritores de nuestra patria, gracias a su generosa iniciativa. Me lisonjea y me confunde. Los artistas son los que en definitiva otorgan la gloria a los artistas. Mucho se habla de las pasiones que reinan en el mundo de la literatura. En mi ya larga experiencia no he podido comprobar que sean más tristes y censurables que las que surgen donde quiera que los hombres se reúnen con cualquier propósito. Por el contrario, he llegado a persuadirme de que son los literatos los que en nuestra sociedad conservan más vivo el sentimiento de la justicia. Ha bastado que ilusoriamente me hayan creído víctima de una injusticia, para que muchos grandes escritores, olvidando en casa sus coronas, se hayan lanzado a la calle en mi defensa. Será tal vez que aprovechando el pretexto de una vacante en la Academia, se complazcan en resarcirme de un silencio que ha sido mi mejor compañero y el más eficaz colaborador de mis humildes trabajos. De todos modos, hay aquí una equivocación, hija de una excesiva generosidad. Guardamos vivo, sí, en nuestros corazones el sentimiento de la justicia; pero guardémoslo para ocasiones más altas. Quizá llegue un día triste en que sea necesario. Entonces, cuando el egoísmo calle, cuando los otros tiemblen que sea un literato como ha sido en Francia, como en Rusia, quien, despreciando su gloria, su tranquilidad y su vida con celestial quijotismo, [...?] en defensa de la verdad ultrajada. Reciba usted, amigo mío, y reciban esos insignes maestros y compañeros que han querido honrar a este oscuro escritor, el testimonio de su gratitud eterna.

A. Palacio Valdés.



D. Armando Palacio Valdés fue elegido, finalmente, Académico de la Lengua en 1906, en la vacante producida por la muerte de José María de Pereda.

Madrid





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