Una campaña de prensa en el
otoño de 1904. José de Betancourt (Ángel
Guerra) y la candidatura de Armando Palacio Valdés para la
Real Academia Española
Juan Antonio
Marrero Cabrera
Uno de los
seguidores más fieles y entusiastas de D. Benito fue el
joven lanzaroteño, José de Betancourt Cabrera, a
quien su devoción por el maestro le llevó a utilizar
como seudónimo literario el nombre de uno de sus más
famosos personajes: «Ángel Guerra».
Ferviente
admirador y discípulo, amigo y paisano y protegido del
genial autor grancanario, José Betancourt
«Ángel Guerra», que, por estos días del
año 1904, acaba de cumplir los treinta años, ha
pasado de colaborar en la prensa insular a convertirse en una
fecundísima pluma de los grandes periódicos
nacionales.150
Ángel Guerra había llegado a Madrid con el nuevo
siglo y, como éste, con la ferviente ilusión de
llegar a tener un nombre como escritor. Atrás dejaba su
«isla seca», Lanzarote, y un «viejo pueblo
ruinoso y polvoriento rendido al paso de los siglos», la
villa de Teguise. «Un olvidado pueblo de esa bellísima
tierra».151
Su gran trabajo en
Gran Canaria en El defensor de la Patria, en El
Cronista, le ha proporcionado «oficio». Un
«oficio» de periodista que, sin embargo, en los
primeros tiempos de su llegada a Madrid no le sirve para
introducirse en el difícil y saturado mundillo
político-periodístico y literario de la
«capital de las Españas». Es una lucha que se
traduce en sus artículos enviados a El Diario de Las
Palmas: «Muchas de las tertulias literarias no son
más que pagodas índicas de conjuraciones y
chismorreo, y mesas de disección en que
anatómicamente se analizan las obras y las personalidades
con habilidades de cirujano y con brutalidades de
enterrador». Es el choque de lo que él explica como
«su alma virgen de provinciano franco y honradote,
todavía con la ruda corteza de mi nativa tierra», con
la dura realidad capitalina.
Pero muy pronto su
fecundísima pluma, su ilusión inagotable, su ingenio
y sencillez de hombre de bien y las orientaciones de su maestro,
Galdós, le abren las páginas de los periódicos
madrileños en los que empieza a destacar con luz propia.
Primero
será el Heraldo de Madrid y luego El
Liberal, hasta formar parte de la redacción de La
Época. En 1903 figura en el equipo que echa a andar la
revista España, y Ortega Munilla, por
recomendación de Galdós, le incluye entre los
colaboradores de El Imparcial. En 1904, poco antes de
hacer las críticas del triunfo de los hermanos
Álvarez Quintero en el teatro Lara con El amor que
pasa, del éxito de la zarzuela de Maximiliano Thous y
José Serrano, La Casita Blanca, y el fracaso de
Fernández Shaw y Chapí en La
Puñalada, «Ángel Guerra» iba a
iniciar en las páginas de El Globo, una memorable
«campaña de prensa».
Pero dejemos que
sea el propio «Ángel Guerra», desde la primera
página de El Globo del 25 de octubre de 1904, quien
lance la proclama de la más justa candidatura a un puesto de
la Real Academia Española, bajo el título:
—186→
«Un
candidato. Armando Palacio Valdés».
Hay un
sillón vacante en la Academia Española. Respondiendo
a devociones de admiración muy hondas, con toda clase de
respetos y con humilde voz, yo me adelanto a dar nombre para una
candidatura, que tengo la evidencia que apoyará toda la
gente de letras: Palacio Valdés. Novelista singular, cuya
pluma ha sabido reflejar en admirables páginas literarias,
con delicado arte de creación, lo más pintoresco e
íntimo de la vida de nuestro pueblo, añadiendo a sus
méritos de colorista en el paisaje, un grato
«sprint» de costumbrista
magistral, Palacio Valdés representa, en las letras
españolas, una de las figuras más sobresalientes de
la novela contemporánea. Ha tiempo que está pendiente
esa deuda de honrar al ilustre escritor. No tengo certidumbre de
ello, pero quiero recordar que, hace años, el insigne Cavia,
maestro celebrado, habló de la necesidad de un agasajo
público que testimoniase la admiración silenciosa que
se consagra a Palacio Valdés en España. No falla mi
memoria, porque la lectura ha sido más reciente, al decir
que Galdós, en un prólogo, aún con la tinta
húmeda, que pusiera a un libro del malogrado
«Clarín», declaraba la urgencia de pagar la
deuda pendiente con el autor de La Hermana San Sulpicio,
y, sinceramente, como mandato de un deber literario, manifestaba su
opinión de que no era posible retardar por más tiempo
el ingreso de Palacio Valdés en la Academia Española,
en homenaje a los talentos singulares del escritor consagrado, con
laboriosidad de benedictino, en soledad y sin buscar aplausos, a
engrandecer y magnificar la novela española
contemporánea, que, con su plenitud de arte, enaltece y
honra. Si a la Academia Española, por costumbre ya
establecida, van los escritores ilustres que merecen
señalados honores; si los sillones académicos deben
ocuparlos los artistas literarios, que trabajan y pulen el habla
castellana haciéndola viva y ágil, flexible y
gráfica, llevando a ella la sangre nueva de las expresiones
populares que recogen en el ambiente de la calle, para que no se
fosilice, ni se corrompa en manos de secos lingüistas, como
carne muerta en pudridero; si en el seno de la Academia
Española deben recibir consagración de inmortales los
que a ella tienen derecho, y para conseguirla basta solamente a la
petición presentar una brillante historia artística,
abolengo de gloria, blasón de altos hechos, «grandeza
de España» en la república de las letras que
han ennoblecido, allende los siglos, peregrinos ingenios y andantes
caballeros del ideal, vengamos todos a un común acuerdo, y
abramos paso, descubriendo las cabezas en señal de respeto,
para que, con el aplauso de todos los cultivadores del arte, haga
su ingreso solemnemente en la Academia Española don Armando
Palacio Valdés. Como maestros de la novela española,
lo recibirán con abrazo de hermanos en letras y en glorias,
Valera, Galdós, Pereda, Ortega Munilla y Picón.
¿No entraron ellos en calidad de novelistas? justo es que
ellos sean los que abran las puertas de la academia al
compañero y amigo, cuya ausencia, desde ha tiempo, deben
lamentar. Si en espera de ocasión se impacientaba por la
tardanza en ingresar Palacio Valdés, pueden en estos
momentos llamarlo a su compañía. Y así
será. Por mi parte, no es mi empeño otro que recordar
la deuda pendiente, y salir al encuentro de la preterición o
el olvido. Ni quito ni pongo rey. A la fecha ignoro quienes
pretenden la investidura académica; pero añado, con
lealtad, que al repasar la lista de nombres que honran la
literatura patria, no encuentro uno siquiera que, con osada
arrogancia, pueda disputar al maestro de maestros, con mejores
títulos, ese honor que por derecho y en justicia, le
corresponde. A plumas de más brío y fama entrego la
propuesta de candidato para que, al poner al pie las firmas, pongan
también la autoridad que a este articulo le falta. Y queda
en paz mi conciencia con este respiro de mis simpatías y de
mis devociones artísticas, muy hondas y efusivamente
sinceras.
La polémica
está magistralmente servida, empieza el turno de «los
maestros ya consagrados y los jóvenes escritores que ahora
batallan con la pluma».
A pesar de que
«las galas retóricas [...] me parecen adornos de
cementerio, cosas rancias que huelen a muerto», uno de los
primeros en contestar es Pío Baroja. Y eso que no es,
precisamente, un admirador de Palacio Valdés. De paso, con
su racional indiferencia, deja caer la debatida cuestión de
Dª. Emilia Pardo Bazán:
—187→
Querido amigo:
Yo todavía
no he llegado a comprender bien la utilidad de la Academia. Por
ahora, me parece una de las muchas entidades, corporaciones,
Asociaciones o lo que sea que no sirve para nada.
El lenguaje es una
cosa viva que degenerándose y cambiando y
descomponiéndose, va marchando y enriqueciéndose, y
el querer sujetarlo y reducirlo, me parece una simpleza.
Ahora hay la
costumbre de llevar a la Academia a los hombres ilustres por las
letras, y entre éstos, entre los de ahora, entre los que no
han entrado todavía en la docta Corporación, los de
más méritos y prestigios me parecen la Pardo
Bazán y Palacio Valdés. Doña Emilia no puede
entrar por razón de su sexo; entre don Armando Palacio
Valdés.
Nicolás
Estévanez y Murphy, el viejo político, escritor y
brigadier canario, que a veces usaba el pseudónimo de
«Estevanillo», responde con socarronería
isleña a la pregunta de su paisano:
¿A
mí me consulta usted sobre candidaturas de
académicos? ¿A mí?... Vaya, pues evacuemos la
consulta.
¿Que
qué pienso de la candidatura de Palacio Valdés? Que
me parece mal y voto en contra, si Palacio Valdés, al entrar
en la Academia, cuelga la pluma, como tantos otros. Pero si no
considera la Academia como cuartel de inválidos, y prosigue
la tarea que no le ha valido su envidiable fama, entonces
¡ah!... como dicen algunos diputados, voto en pro. De todos
modos, no ha de faltar vacante para él, pues los
académicos, igual que los senadores vitalicios, van a tener
un invierno desastroso.
Estévanez.
Un periodista, el
«doctor Fausto», se extraña de que aún no
sea académico Palacio Valdés.
Otro periodista,
Luis López Ballesteros, antiguo director de El
Imparcial y gobernador de Málaga, se adhiere resaltando
que allí «debiera estar hace mucho tiempo, si en
aquella casa se entrara siempre por las puertas del mérito y
de la justicia».
Un buen novelista,
el director de la revista La Lectura, contesta,
también, inmediatamente:
Si por sufragio
popular se eligiesen académicos, es seguro que la vacante de
hoy no correspondería a Palacio Valdés, ni a la Pardo
Bazán, ni a Blasco Ibáñez, porque ya los tres
estarían dentro, al lado de Valera, de Galdós y de
Picón.
Francisco
Acebal.
«Zeda», el crítico teatral de La
Época, apoya la propuesta de su compañero
firmando con su nombre completo, Francisco Fernández
Villegas.
Antonio Palomero,
también conocido como «Gil Parrado», el viejo
poeta y escritor que, con sus bigotes a lo
«káiser», popularizará en El
País la sección en verso «La Comedia
Humana», apoyó la candidatura desde la
redacción de ABC.
El célebre
crítico «Andrenio», contestó así a
la convocatoria:
Sr. D. José
Betancourt.
Estimado
compañero:
La iniciativa de
usted a favor de la candidatura de Palacio Valdés, para la
plaza vacante en la Academia Española, me parece muy bien y
la deseo mejor fortuna de la que tuvieron las campañas de
—188→
«Clarín» en el mismo sentido. El autor de
Maximina debía ser académico hace mucho
tiempo. Esperemos que «quieran» ahora los que pueden
hacerlo. Y como no se trata de hacer, con tal motivo, literatura,
sino de decir cada uno su parecer y yo ya he dicho, se despide de
usted su afectísimo seguro servidor, q.b.s.m.
E. Gómez de
Baquero.
Con toda justicia
apoya la candidatura el sincero y sencillo poeta, Vicente Medina,
que escribe y defiende el «murciano» de su
terruño como «un castellano claro, flexible y musical,
matizado con algunos provincialismos de carácter
árabe, catalán y aragonés».
Otro periodista,
José León, opina que la futura elección
«no será más que el 'visto bueno' puesto debajo
de la opinión literaria».
Uno de los autores
cuya biografía hubiera sido, sin duda, su mejor novela, que
el mismo reconocía, diciendo: «soy un hombre que vive,
y, además cuando le queda tiempo para ello, escribe»,
encabezaba las columnas de El Globo el 27 de octubre de
1904:
Sr. D.
Ángel Guerra.
Querido amigo y
compañero:
Apenas si tengo
una vaga noción de lo que pueda ser la Academia
Española. Solo sé que los señores que en ella
figuran (y de los cuales apenas si el público conoce el
nombre de una docena), rezan un Padrenuestro al principio de sus
reuniones.
Si el entrar en
esta Corporación significa algo de homenaje público y
de nueva gloria para el maestro Palacio Valdés, sea en buena
hora.
Palacio
Valdés fue el ídolo de los mayores entusiasmos de mi
juventud, y es hoy una de mis admiraciones más arraigadas.
Sólo le conozco por sus libros; pero los que le tratan
personalmente, me dicen que vive junto al Retiro, trabajando en su
estudio o paseando por las solitarias avenidas del vecino parque,
en ese altivo aislamiento del artista que, acostumbrado al continuo
contacto con la severa belleza de la vida universal, no siente el
hambre de las jerarquías y los honores oficiales.
No me interesa
gran cosa que Palacio Valdés sea académico, desde que
veo que lo son los jefes de los grupos parlamentarios, y la
Academia parece un rabo del Congreso. El Palacio Valdés de
mis adoraciones es el de Marta y María, el artista vigoroso,
el enemigo de esa España decrépita y fanática,
que aún se mantiene en pie.
Vicente Blasco
Ibáñez.
Antonio Garrido y
Villazán, redactor jefe de La Ilustración
Española y Americana, sostienen el «derecho
propio» del candidato a sentarse ente los inmortales.
Desde sus
venerables barbas blancas, Antonio Sánchez Pérez,
periodista y catedrático de matemáticas, apoya al
excelente novelador que es el autor de El señorito
Octavio, aunque el perseguido republicano no es, desde luego,
partidario de Reales Academias, «en cuyos estatutos y en
cuyos procederes, veo mucho de arcaico, incompatible con mi manera
de sentir y de pensar».
Más
profético resultó el barbudo político y
periodista, Salvador Canals y Vilaró, no en vano Secretario
de Prensa de don Antonio Maura y fundador de una de las mejores
revistas de su género en España, El Diario del
Teatro, al afirmar: «Ya verá usted, sin embargo,
como se atraviesa en su camino algún fabricante de discursos
que anda rodando la Academia y a quien apadrinan
¡precisamente! académicos literatos».
Un historiador de
la autoridad de Rafael Altamira alega que «digan lo que
quieran algunos Aristarcos, Palacio Valdés es un escritor
consagrado por numerosos éxitos y —189→
querido y admirado sin interrupción por un
público que representa todas las formas de aprobación
que un literato puede desear».
El Rector de la
Universidad de Salamanca, que no puede ocultar su aborrecimiento
por la politiquería y el parlamentarismo, muestra su eterno
espíritu de contradicción y su inconmovible
espíritu de independencia en este auténtico ensayo
sobre la Academia que constituye su contestación:
Amigo
Betancourt.
Contesto a su
carta apenas la recibo. Es que toca usted un punto sobre el que he
pensado escribir más de una vez, desde que, con motivo de
aquello de haber elegido a Comelerán, y no a D. Benito,
armó la prensa una zapatiesta, embrollándolo todo y
confundiendo las cosas.
Me pregunta usted
si creo que deben elegir a Palacio Valdés para
académico de la lengua. Y dejando de lado el que no doy
importancia alguna a lo de ser académico, y fuera de las
dietas, maldito lo que la cosa vale, he de decirle que eso depende
de cómo queramos considerar a la Academia Española de
la Lengua. Distingo, pues.
Si la Academia ha
de ser un panteón de escritores ilustres, una especie de
Legión de Honor de publicistas, novelistas, dramaturgos,
poetas, etc., residentes en Madrid, entonces santo y muy bueno;
nadie con más derechos que Palacio Valdés.
Pero en este caso
no se le pidan a la Academia informes técnicos, ni que haga
gramáticas y diccionarios; y si los hace, no se
ensañe nadie con ella por las enormidades que pueda cometer,
como las del último Diccionario, cuya parte
etimológica es un baldón de ignominia y un anatema de
la más supina ignorancia.
Pero si se quiere
que la Academia haga trabajos científicos sobre la lengua y
hasta legisle sobre ella -lo cual es una barbaridad-, entonces no
sé qué hacen en la Academia los más de los
ilustres escritores que la componen, que pueden escribir
admirablemente bien y no saben una palabra de cosas de
lingüística.
Tanto
valdría llevar a la Academia de Medicina a un
acróbata que dé saltos prodigiosos para que les
ilustre sobre la fisiología de los músculos, o a uno
que digiere filetes de patrona, para que informe sobre las
funciones de la digestión.
Cualquier
latinista moderno de alguna ciencia, sabe muchísimo
más sobre la estructura y vida de la lengua latina, que
sabía Cicerón.
Si la Academia ha
de ser un Centro que regule y rija el proceso de la lengua -y ello
es absurdo los más de los castizos hablistas (los supongo
tales) que la forman, pueden ser hasta nocivos. No hay
espíritus más estrechos ni más llenos de
prejuicios respecto al idioma, que los que pasan por grandes
cultivadores de él.
Entre enhorabuena
Palacio Valdés en la Academia -aunque esto no añada
un ápice a su gloria pero sí luego resulta que no
sabe de achaques de lingüística, y vuelve a salir un
Epítome de gramática, v. gr., como el que tengo
aquí al lado, y que es la más ridícula
mamarrachada, no se culpe a la Academia.
También le
diré, en honor de la verdad, que los más que han
entrado en ella en concepto de lingüistas o filólogos,
no son menos dañinos que los otros; porque creen saber y no
saben. Allí está el de la
«harmonía», que carece de todo sentido
científico en cosas de lengua, y se contrae a la labor de
trapero, recogiendo modismos de librotes viejos, y escribiendo el
castellano como los humanistas del Renacimiento el latín,
como lengua muerta y en labor de taracea; y por allí cerca
anda el desdichadísimo autor de las disparatadísimas
etimologías del último Diccionario. No hay palabras
con que expresar lo vergonzosa que es esta parte de ese esperpento
vergonzoso.
Si la Academia
fuera lo que debería de ser, haría más en ella
un Menéndez Pidal -este sabe lo que trae entre manos- que
veinte ilustres escritores, por primorosamente que escriban
éstos. Pero..., no; si la Academia fuera lo que
debería ser, no sería nada, es decir, no
existiría.
Si, pues, usted,
al proponer a Palacio Valdés para académico de la
Lengua, quiere rendir a este —190→
nuestro admirado novelista un tributo de admiración,
está bien, uno mi voto al de usted. Pero no lo uno en lo
substancial de la proposición, en pedir que entre en la
Academia, porque ni esto añade un ápice a su
prestigio, ni creo que a D. Armando le importen las dietas.
Es menester que no
demos importancia alguna a las cosas de la Academia, y que nadie se
ocupe, fuera de los mismos académicos, de quién ha de
ocupar las vacantes que ocurran. La lengua seguirá la marcha
que haya de seguir, lo mismo sin Academia que con ella; y el
estudio científico de la lengua se continuará
también sin ella, tan bien o mejor que con ella: eso es cosa
que no debe importarnos.
Pero, por
desgracia, aún se la atiende -sobre todo, cuando manda
desatinos; buena prueba de la Prensa, que ha adoptado servilmente
la disparatada ortografía impuesta por esa
Corporación. Y no logra uno escaparse de los regentes y
correctores de pruebas, pues a mí mismo me largan cada
«septiembre» y cada «subscriptor», que
tiembla el credo. Y, francamente, por oscuro que pueda algunas
veces escribir, nunca escribo con «obscuridad»
académica. Eso queda para «escriptores»
académicos. En cuanto se le ocurre al respecto a su
amigo,
Miguel de
Unamuno.
Otro testimonio de
admiración al talento de un gran literato es el del
periodista, Carlos Solsona.
En el exaltado,
demoledor e iconoclasta temperamento juvenil del futuro fundador de
Acción Española asoma ya la transformación
regeneracionista, en su apoyo decidido a Palacio Valdés:
Para Ángel
Guerra.
Su artículo
y su carta me llenan de sorpresa. Pero ¡cómo!
¿No es académico Palacio Valdés? No me lo
explico, no lo entiendo. Solo en fuerza de pensar, llego a la
hipótesis de que el gran novelista no pertenece a la
Academia por no haberlo pretendido. Pero esta suposición me
pone melancólico. Es bien triste que para ir a la Academia
de la Lengua, necesite llamar a sus puertas un Palacio
Valdés, cual si fuera un político intruso, cuando lo
digno y lo correcto sería que la Academia le llamase.
Ramiro de
Maeztu.
El escritor y
militar valenciano, José Ibáñez Marín,
que pocos años después moriría en
África, en el ataque del Atalayón, se manifiesta en
una forma muy adecuadamente castrense:
Creo yo que
Palacio Valdés es todo un general de nuestra literatura
contemporánea, acreedor, ¿quién puede
dudarlo?, a ocupar un puesto en la Academia, especie de gran Estado
Mayor de los que dicen bien manejada el habla nuestra con
bizarrías artísticas.
El dramaturgo y
futuro académico (a partir de 1921), Manuel Linares Rivas,
une su voto a la indiscutible candidatura del autor de La
hermana San Sulpicio.
El 29 de octubre
de 1904 la «campaña» es un auténtico
éxito periodístico. La primera página de
El Globo está dominada por los testimonios de las
más importantes plumas del momento. «Ángel
Guerra» encabeza la portada con una carta
«abierta»:
Carta sin
sobre.
Sres. D. Juan
Valera, D. José María de Pereda y D. Benito
Pérez Galdós.
Maestros y
amigos.
Llevan estas
letras encargo de testimoniar a ustedes, en primer término,
mis devociones de lector. Quiero a la vez que ellas avisen a
ustedes del vivo ímpetu de simpatía con que [...?...]
la gente como —191→
ustedes, de la novela española contemporánea,
y como hermano de letras en vuestra estima y cariño. La
glorificación popular, que conocéis por haberla
merecido largamente, también él con vosotros la
comparte a escote. Justa es la merced de ese lector anónimo,
cuyos favores muchos buscan y pocos alcanzan, y es pago al arte
recio en creación y bello en sus méritos literarios
como Marta y María, la consagración oficial de
aposentarlo hidalgamente en la Academia Española, que para
este linaje de varones con peregrino ingenio, no para los
caballeros cruzados en la política, la regia
admiración mandará estatuir.
Fía y
confía la gente de letras en que ustedes harán la
presentación del candidato, más atentos a la voz de
la sangre artística que blandos en complacer solicitaciones
de extraños.
Y explicada la
visita de esta carta, reverentemente se despide de ustedes,
besándoles las manos,
Ángel
Guerra.
Y las cartas de
contestación se acumulan en las columnas de El
Globo. Uno de los mejores especialistas en los matices del
idioma, justa y dignamente recordado por el periódico
ABC el periodista Mariano de Cavia, se une también
a la convocatoria.
Imperturbable bajo
su monóculo, el novelista, Antonio de Hoyos y Vinent
(marqués de Vinent), describe a la perfección con su
brillante y sencilla prosa la obra de Palacio Valdés:
Era yo casi un
niño cuando por vez primera saboreé con deleite los
libros del maestro, y en mucho contribuyeron a mi amor por las
bellas letras. Más tarde, cuando volví a leerlos,
sentí acrecentarse mi admiración por el novelista
insigne, por el cuentista ameno que, en su prosa fácil,
sincera, gráfica, limpia de falsos preciosismos y de
vulgares chabacanerías, prosa que tiene el frescor gentil de
una conversación familiar, nos contó bellas historias
que unen a la amenidad y al interés una cualidad
inestimable: la de ser humano.
El novelista
gallego, Prudencio Rovira Pita, que hace unos meses ha abandonado
el periodismo activo para dedicarse plenamente al partido
conservador en la Secretaría Política de don Antonio
Maura, explica, de modo práctico, los entresijos de la
Academia:
Soy en literatura,
«ministerial» ferviente de Palacio Valdés.
Cualquier honor que alcance este escritor excelso, tendrá mi
aquiescencia, y con ella mi aplauso y mi voto... Es lástima,
sin embargo, que no haya mejor consagración del talento que
la gloria académica. Una recepción aparatosa, una
medalla al pecho, un sillón con una letra en el respaldo y
unas prosaicas dietas, deben ser, para los que han llegado a las
cimas luminosas de la fama, rutinarias parvedades. Pero en fin, no
será Palacio Valdés el primero con quien se cometa la
honrosa injusticia de hacerle académico.
Prudencio Rovira
Claro que, otros
como el catalán Ricardo J. Catarineu, que publica sus
críticas teatrales en La Correspondencia de
España, bajo el seudónimo de
«Caramanchel», tratan a la Academia más
«enérgicamente»:
Palacio
Valdés anda divorciado de la Prensa. Los periodistas, que
alabamos frecuentemente a algunos majaderos, no recordamos al gran
novelista todo lo debido. ¿Qué opino yo de él?
Que, si fuera necesario matar a algún académico para
que él ingresara en la Academia, no podía menos de
absolver el jurado al matador.
Esto sería
justo y plausible.
Caramanchel
—192→
Menos
«lapidario», el sencillo y bondadoso poeta
malagueño, Arturo Reyes Aguilar, se «suma
gustosísimo» al homenaje de quienes son «gloria
y orgullo de la nación en que han nacido».
Una de las escasas
voces discrepantes es la del abogado y periodista Baldomero
Argente. Pero su disentimiento es porque él mismo defiende
la candidatura de uno de los «suyos», Julio Burell, en
las páginas del Diario Universal, donde colabora
desde 1903.
El
burgalés, Ángel María Castell, subdirector de
ABC desde su fundación, se une a la convocatoria
con un lamento literario:
Zola murió
sin ser académico en Francia. Pi y Margall murió sin
serlo en España. ¿Qué puede perjudicar a
Armando Palacio Valdés, ni en qué mermar su
legítima reputación literaria, el ser víctima
de una injusticia como la cometida con aquellos dos grandes
pensadores?
Ángel
María Castell.
El periodista y
político donostiarra, colaborador de El Pueblo con
Blasco Ibáñez y diputado por Valencia, acomete con su
vehemencia acostumbrada:
Honra mucho a
usted proponer cuanto venga en honra y gloria de un artista
nacional; lo natural sería que pusiera usted su esfuerzo en
rebajar y empobrecer a los pocos héroes que aún
trabajan en la redacción de este casuco agrietado por la
envidia, que se llama España.
Ahora bien, el
hosco «León de Albrit» de la novela
española, el Palacio Valdés torvo y nebuloso,
¿aceptará el uniforme de académico? Yo creo
que no y me alegraría de ello.
¡Perdería su pátina de intensa
melancolía, su costra de fiereza, de admirable desprecio por
el mundo!
Para mí fue
grande Daudet por no haber querido nunca ser académico. Zola
tuvo un lunar en su vida: el de querer serlo.
Palacio
Valdés, trasplantado al Refectorio Académico, me
recordarla al león de Tartario, desdentado y ciego, que pide
limosna a la puerta de una mezquita argelina.
Organice usted
otro agasajo que sea digno del gran artista, pero...
académico ¡nunca! ¡Antes moro!
Rodrigo Soriano.
El escritor y fino
humorista, Luis Taboada, que es de los primeros en unirse a la
iniciativa, le dedica uno de sus preciosos relatos en las
páginas de ABC.
«LA VIDA EN BROMA.
PELLEJÍN, POETA Y CUASI ACADÉMICO»
Puede decirse que
Pellejín cuenta ya con el cariño entrañable de
Maura. Nuestro joven diputado es uno de los que más se
distinguen como jaleador del Presidente del Consejo. En cuanto
éste se levanta para pronunciar una de sus grandilocuentes
oraciones, Pellejín se dispone a intercalar
«bravos» en el teatro, exclamando a toda voz para que
le oiga el jefe: «¡Qué hombre! ¡Qué
inteligencia! ¡Qué figura!»
Noches pasadas
fue, como de costumbre, a visitar a su jefe, y el efecto que
causó entre todos los allí reunidos, no ha podido ser
más grato.
-Y ahola que ha
salido la convelsación, ¿puedo contal con el voto de
usted, señol Plesidente?
-¿Mi voto?
¿Para qué?.
-Pala la Academia
Española. Quisiela plesental mi candidatura enflente de la
de Canalejas.
El Presidente
guarda silencio; después, pretextando que se tenía
que acostar, porque le dolía una muela, saludó a sus
súbditos y fuese, mientras decía Pellejín con
acento de profunda convicción:
—193→
-No cleo que sea
un desatino lo que pletendo. ¡Cuantos hay en la Academia que
no tienen mis títulos!
La candidatura de
Pellejín para la Española cuenta, hoy por hoy, con
gran número de probabilidades.
Luis Taboada.
El periodista
albaceteño, José Estrañí, director de
La Voz del Cantábrico, formaliza su voto en pro con
una de sus habituales humoradas.
Al célebre
médico, comediógrafo y poeta festivo asturiano, Vital
Aza, la idea de reconocer los méritos de su amigo y paisano,
Palacio Valdés, le parece, naturalmente, oportunisima.
«El Sastre del Campillo» está conforme con la
candidatura aunque se lamenta de que no hubiera, también,
otro sillón vacante para el gran sainetero, Ricardo de la
Vega.
«Miss-Teriosa» siente que la medalla académica
sirva a los jefes de partido para consolar a los candidatos
derrotados en las elecciones y se aterra ante la hipotética
candidatura de Romero Robledo (político que, como se sabe,
se precia de no haber entrado jamás en el Museo de Pinturas
y de no haber leído siquiera un tomo de la Biblioteca de
Autores Españoles).
El periodista,
Miguel Moya, se pregunta a su vez si Armando Palacio quiere ser
académico.
Los hermanos
Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, que
llegaron a pertenecer en su día a la Academia, se
manifiestan dos apasionados y fervorosos admiradores del autor de
La alegría del'capitán Ribot y aplauden,
naturalmente, la iniciativa.
El redactor
político de La Esfera, El Imparcial,
La Correspondencia de España, el toledano, Fernando
Soldevilla Ruiz, que, andando el tiempo, sería gobernador de
Segovia, opina que «no sólo debe ocuparle [el
sillón] en cuanto haya vacante, sino que debiera echarse de
la docta casa a algunos que no tienen títulos para
pertenecer a ella».
En su
adhesión Alfredo Murga explica que «gracias a estos
incansables creadores, nos queda alguna identidad y, por
consiguiente, algún oro puro todavía».
Carmen de Burgos,
que popularizó el seudónimo literario,
«Colombine», fue la única escritora que
secundó el llamamiento:
Mi estimado
compañero:
Yo creo que no
debe Armando Palacio Valdés aspirar a ocupar un puesto en la
Academia Española, es la Academia Española la que
debe aspirar a tener en su seno a Palacio Valdés.
De usted amiga y
compañera, q.s.m.b.,
Carmen de Burgos
Seguí.
El crítico,
Pedro González Blanco, que antes de que Azorín
acuñara el término de «Generación del
98» en ABC englobaba a los mismos autores en la
«generación del desastre», no puede ser
más claro y contundente en su reacción contra la
Academia en representación de los jóvenes:
Sr. D.
Ángel Guerra.
Estimadísimo compañero: en realidad yo no estoy muy
al tanto de lo que usted pretende. Creo haberle oído decir
que se trata de arrastrar a D. Armando Palacio Valdés -en
nombrando a este novelista mi espíritu se pone de rodillas-
en el carromato de la sanción extraoficial hacia esa
—194→
casuca que hay yendo para Vallecas a la siniestra mano donde
se alberga, toda llagada y hecha una lástima, la lengua
española.
Esto me parece una
cosa absolutamente injustificada. ¿Para qué necesita
D. Armando de la Academia? ¿Qué va a hacer él
al lado de Catalina y de Villaverde (no hay desolación
comparable a eso), sino dormitar beatamente en la calma de las
tardes nubosas, bajo la monotonía de los informes y de los
actos y de los discursos?
Otra cosa
sería si el alojamiento de nuestro Santo Padre el lenguaje
fuera, no un panteón, donde todos los ideales desfondados se
recogen, sino una Academia, en el verdadero, en el helénico
sentido de la palabra.
Es más,
creo que nosotros, los jóvenes, debemos abstenernos de
exaltar esa vana jerarquía, tan sólo otorgada a unos
cuantos señores innominados, con quienes la
fisiología está haciendo, a diario, prodigios de
equilibrio.
Ni la Academia
significa nada, ni el estar atraillado con ciertos
deleznabilísimos personajes, vale gran cosa que digamos.
Hay ciertas
reservas y ciertos silenciosos retiros, donde los espíritus
que admiran -y considere usted que la admiración es un gran
poder intelectual- saben levantar a los espíritus admirados,
no edificios de ladrillo y cascote, sino mágicos
alcázares, que tienen por techumbre el cristal de los cielos
y por columnas los pensamientos que se levantan hacia Dios, como el
humo de una lámpara votiva. Ahora bien, como D. Armando
seguirá siendo, con o sin Academia, tan buen novelista como
hasta ahora, que vaya y que se guarde de ciertos peligrosos
contactos, y que en el discurso de recepción demuestre, que
pruebas no le faltarán, la necesidad imperiosa de asesinar,
artística y alevosamente, a la mayoría de los
actuales prebendados (prebendado académico), por motivos de
ornato y de saneamiento.
Es lo único
que se me ocurre por ahora. Eso y desearle mucha salud y pocos
dramas de Echegaray en la temporada que nos amenaza.
Pedro
González Blanco.
Al excelente
historiador del siglo M. Alfonso Danvila, le parece
acertadísima la candidatura: «Pues bueno es que vayan
alternando en aquella casa los literatos con los oradores y los
políticos para que no se convierta la Academia en tertulia
de hombres de Estado».
El popular
novelista, Pedro Mata, responde categóricamente que
ningún escritor debiera discutir la propuesta.
Marcos Rafael
Blanco Belmonte, poeta y escritor cordobés, magnífico
«cuentista» y redactor de La Ilustración
Española y Americana, se muestra «conforme de
toda conformidad»:
Igualmente suma su
voto el compañero, Alejandro Larrubiera.
Un tanto
desconcertante, pero llena de interés, es la
contestación del poeta colorista malagueño, Salvador
Rueda. Semianalfabeto hasta los 18 años, su obra es un
«caso notable» de intuición poética, de
hallazgos rítmicos y de una estética basada en
«adivinaciones fulgurantes». Por ello, no es de
extrañar su curiosa crítica a Valdés y al
propio Galdós de servirse de la lengua castellana como de un
instrumento exterior, de no estar «amasados» con el
idioma. He aquí su carta:
Mi admirado
Ángel Guerra:
Mi
contestación a su amable consulta literaria es la siguiente:
merece por su talento extraordinario Palacio Valdés que le
elijan académico; pero parece natural y lógico que,
quienes como él, hacen gala de despreciar la forma
literaria, no quieran ocupar el sillón vacante en la
Academia. A —195→
Palacio Valdés, no le sale el idioma de todo su ser
como una esflorescencia de su espíritu, y no está en
él como la coloración en un mineral, o como la
frescura en el agua, o como el color en la luz: a Palacio
Valdés no le nace el idioma de su complexión y
entrañas artísticas, como le nacía a Zorrilla,
a Castelar y como le nace a... Pelayo, a Valera y a otros:
Valdés «se sirve de la lengua castellana como de un
instrumento exterior», lo contrario de como ocurre en
Bécquer que es una floración, y en Loti que es una
floración, y en Daudet, Goncourt, Maupasssant, Heredia, que
es asimismo una virtud y condición «ineludible»
de su alma de artistas. Tales Víctor Hugo, Shakespeare,
Lamartine, Muset (sic) y todos los que en el mundo han sido
«artistas literarios».
Valdés, y
otros hombres de gran talento, no tienen, en cambio, su intelecto,
ni su espíritu, ni sus átomos corporales
«amasados con el idioma»; su alma «va fuera a
buscarlo» para vaciar en él su potencialidad
anímica. Melindroso y descontentadizo es Valera, cuya pluma
parece un bruñidor, pero en él, como en Anatole
France, eso no es reflexión, no es acto consciente, sino
instinto, modo estético de ser. Creo que Zorrilla,
«por instinto, por ceguera divina», dio nuevos modos
melódicos al idioma, enriqueciéndolo hasta elevarlo a
orquesta: era un hombre que, sin saber averiguar una
etimología filológica, llevó dentro de
sí una Academia literaria. Estos hombres, que son literatos,
como son morenos de color o rubios, próceres de estatura o
bajos, tristes o alegres, son los que yo creo que deben ser
elegidos académicos, (cuando sólo se trata de
escritores, y no de investigadores y filológicos, hombres
admirables también en las Academias). A los Balzac, a los
Tolstoy, a los Galdós, a los Valdés, creo yo que debe
dejarles impávidos que los hagan sentar en sillones
inmortales. No así a los Banville, a los Flaubert, a los
Gautier, a los Mendes y a todos aquellos cuyo cuerpo y cuya alma
están batidos y amasados mil veces con su idioma nativo, el
cual es en ellos (también Pereda y Alarcón) lo que es
el éxito y la coloración en el mineral: un don y no
un vehículo exterior. Sabe usted cuanto le admira y
quiere
Salvador Rueda.
Muchas fueron las
cartas que se quedaron sin publicar, no sólo de Madrid, sino
de periódicos de provincias, honra de la Prensa
Española.
Buena muestra es
el testimonio de J. A Galvarriato, director del importantisimo
Diario de Valladolid, publicado en El Globo, el
[...?] de noviembre de 1904, con su curiosa proposición de
las dos Academias:
Yo creo que
debiera haber dos Academias: una en que se velara por la pureza del
idioma, con sujeción a las prescripciones de la
Etimología; otra en la que se encauzara el desenvolvimiento
y la transformación de la lengua, que al decir del gran
Bardén, «se gasta como la suela de los zapatos».
A una Academia llevaría yo a los devotos del clasicismo, de
la tradición, a los sabios en viejos idiomas. A la otra
llevaría a los oradores, a los novelistas, a los poetas...
No habría oposición entre ambas Academias: la nueva
admitiría las palabras, las frases, los giros que
autorizaran con su uso escritores de indiscutible valer, y luego
pasarían al sancta sanctorum de la lengua.
Por su parte,
desde el Diario de la Marina (Cuba), 26 de octubre de
1904, José Félix Huerta cita unas palabras de
Nicolás Fernández de Moratín:
El sólido
mérito debe hallar abierto el paso a las sillas
académicas; no ha de facilitarle el favor ni la
súplica. La Academia, si ha de valer algo, necesita de los
sabios, y estos para nada necesitan la Academia.
Lo que viene a
demostrar que no hay tanta diferencia entre la situación
académica de finales del siglo XVIII y la de comienzos del
siglo XX, por lo que concluye el periodista
contemporáneo:
—196→
Para ello se
necesitan hombres de voluntad firme, de talento probado y que sean
verdaderamente literatos, como Palacio Valdés.
Quédense los políticos y aristócratas -que no
poseen méritos bastantes en la literatura- en las gradas del
Trono o en los escaños de las Cámaras, y vayan los
varones excelsos a ocupar el sillón para que les designa la
opinión de los aficionados a las letras.
A su vez, los
grandes maestros convocados no eludieron la cita con las columnas
de El Globo. El cordobés, don Juan Valera, ya en
sus últimos meses de vida, universal y cariñosamente
respetado por los jóvenes que le rodean, explica que, como
académico, no puede acudir al público sino hacerse
valer en el seno de la Academia. Sin embargo, el autor de Pepita
Jiménez deja expuesta clara y terminantemente su
posición al decir:
Entiendo yo
además, que al elegir académico a esta o aquella
persona, el voto que se da no implica la presuntuosa
afirmación de que sea el más digno quien la obtiene.
Aunque la Academia esté subvencionada por el Gobierno, y en
cierto modo dependa del Estado, conserva no poca independencia,
elige sin condiciones ni restricciones a quien más
conveniente le parece elegir; y dista mucho de entender que sea el
que elige el mejor entre todos los elegibles y que al elegirle le
otorga algo a modo de un diploma oficial, de mayor excelencia y
mérito entre los millones de personas que en el día
de hoy cultivan las letras en España.
Por su parte, el
genial autor de Peñas Arriba, el santanderino, José
María de Pereda, acudió también a la
convocatoria de sus amigos:
Sr. D. José
Betancourt.
Mi distinguido
amigo:
Aunque se trate,
como se trata, en su carta del 30 próximo pasado, de
ejecutar un acto, no sólo de justicia, sino de debida
reparación, con el nombramiento de mi amigo muy querido y
admirado, D. Armando Palacio Valdés, para ocupar un
sillón, vacante en la Real Academia Española, por mi
desgracia nada puedo hacer personalmente en el asunto, porque me lo
impide el cruel padecimiento que me esclaviza desde el mes de Mayo
último y me tiene forzosamente retraído en el
más apartado rincón de mi casa. Mande usted otra cosa
más hacedera a su muy afectísimo amigo y servidor,
q.b.s.m.,
J. M. de Pereda.
Por supuesto, don
Benito no podía faltar al gentil compromiso en que le
colocaba su discípulo, paisano, amigo y protegido,
«Ángel Guerra»:
Mi querido
Betancourt:
Mi opinión
sobre el caso extraño, incomprensible, de que Palacio
Valdés no haya ingresado ya en la Academia Española,
la sabe usted, y cuantos me conocen; tiempo hace que he
manifestado, de diferentes modos, mi deseo de tener en aquella casa
al amigo querido y admirado compañero. Puedo asegurar que
muchos académicos piensan lo mismo. Falta la acción
común, concertada y eficaz, la cual creo firmemente. Suyo
afectísimo,
B. Pérez
Galdós.
Claro que esta y
otras interesadas maniobras de la Academia bien podían haber
significado una premonición para el más grande de los
novelistas españoles. Porque, ¿cómo
—197→
se iba a imaginar don Benito que su propia
corporación y una gran parte de la España que
bullía en sus Episodios se iban a oponer a la
concesión del Premio Nobel para el que había sido
propuesto?
Volvamos a 1904 y
a las páginas de El Globo. La encuesta, la
campaña, la convocatoria han llegado al final. El
éxito ha sido clamoroso en lo tocante a concurrencia y a
unanimidad en el sentir de escritores y periodistas. Sin embargo,
el voto de la Academia se mueve por otros derroteros. García
Alix, aludido por José Betancourt en su carta «de
cierre», fue periodista en su juventud, pero en su madurez
llegó a ser Ministro de Instrucción Pública,
de Gobernación y de Hacienda y... ¿a qué
seguir? Mejor quedan aquí las líneas del joven
periodista de El Globo entre la ilusión y los
desalientos:
Sr. D. Armando
Palacio Valdés.
Mi querido maestro
y amigo:
Doy remate, con
esta carta, al empeño en que entré con tanto
entusiasmo y salgo con alegrías y desalientos que he ido
recogiendo al correr de los días. Si no hubiese sido el
respeto y la admiración que inspira su nombre literario,
menguadas fueran, a la hora presente, mis esperanzas, y fallidos
quedaran mis propósitos generosos. Gracias que los
méritos de usted escudaron mi modestia y que, en ayuda de mi
opinión, vinieron las muchas y valiosísimas de la
gente de letras, que aún no han vendido la primogenitura
artística por el mísero plato de lentejas. De esta
casta soy, y no es mi oficio, a Dios las gracias, calzar espuelas a
caballeros en son de adulaciones que buscan provechos, y tan
estrecha me viene la casaca lacayuna, para muchos tan holgada, que
si intentara ponérmela, se rompería por las
costuras.
Habrá usted
extrañado el silencio hecho en torno a su candidatura. Por
ahí ha ido sonando un ¡chist! imponiendo calma, que
hasta el ruido de las plumas túvose por desconsiderado y
molesto. A fe mía, que tomo nota de este signo elocuente de
los tiempos, y no seré yo el último en comentarlo a
mi sabor y antojo en otro lugar y en más oportuna
ocasión, que los cielos, siempre justos, han de deparar a
mis ansias.
Nada se ha
perdido. Por descontado, que si no entra usted ahora en la Academia
Española, la tardanza no será larga, y para fecha
próxima he de festejar ese nombramiento, si es que
García Alix no tercia con su candidatura en un nuevo
litigio. Tengo para mí que habrá sido más de
su agrado el testimonio de afecto y admiración hacia usted
hecho por los mejores escritores españoles, que los honores
oficiales, la glorificación académica, que
insistentemente hemos venido pidiendo. El voto de la literatura
nacional ha sido en favor de usted, y es notorio que el
público ha tomado nota de ello. Honra más la merced
afectuosamente dada que la limosna con ahínco pedida. Y
usted no ha solicitado la consagracion académica. Yo he
metido su nombre en estos troches, y a la responsabilidad de mi
culpa me atengo. Algo provechoso, sin embargo, ha resultado de esta
campaña. Conjeturando bien, por ideas que he oído,
casi puedo adelantar que en el primer sillón vacante
irá a aposentarse en la Academia Española, llamado
usted a su seno por sus compañeros y amigos, y al honrar a
usted, ellos también serán honrados. Y pongo punto.
Si culpa usted en mí la indiscreción, deje a salvo
mis devociones artísticas por el admirado maestro que
engrandeciera la novela española contemporánea.
Aquí su nombre. Y es su siempre amigo,
Ángel
Guerra.
Rebosante de
cordialidad y honradez, el hombre que escribiera que «el
artista no debe abdicar jamás de su independencia y no se le
debe exigir más que sinceridad», muestra su
emoción por este homenaje único, por lo inesperado y
por lo espontáneo:
—198→
Sr. D. José
Betancourt.
Mi querido
amigo:
Razón tiene
usted en suponer que me habrá lisonjeado el favorable
testimonio que han querido darme los mejores escritores de nuestra
patria, gracias a su generosa iniciativa. Me lisonjea y me
confunde. Los artistas son los que en definitiva otorgan la gloria
a los artistas. Mucho se habla de las pasiones que reinan en el
mundo de la literatura. En mi ya larga experiencia no he podido
comprobar que sean más tristes y censurables que las que
surgen donde quiera que los hombres se reúnen con cualquier
propósito. Por el contrario, he llegado a persuadirme de que
son los literatos los que en nuestra sociedad conservan más
vivo el sentimiento de la justicia. Ha bastado que ilusoriamente me
hayan creído víctima de una injusticia, para que
muchos grandes escritores, olvidando en casa sus coronas, se hayan
lanzado a la calle en mi defensa. Será tal vez que
aprovechando el pretexto de una vacante en la Academia, se
complazcan en resarcirme de un silencio que ha sido mi mejor
compañero y el más eficaz colaborador de mis humildes
trabajos. De todos modos, hay aquí una equivocación,
hija de una excesiva generosidad. Guardamos vivo, sí, en
nuestros corazones el sentimiento de la justicia; pero
guardémoslo para ocasiones más altas. Quizá
llegue un día triste en que sea necesario. Entonces, cuando
el egoísmo calle, cuando los otros tiemblen que sea un
literato como ha sido en Francia, como en Rusia, quien,
despreciando su gloria, su tranquilidad y su vida con celestial
quijotismo, [...?] en defensa de la verdad ultrajada. Reciba usted,
amigo mío, y reciban esos insignes maestros y
compañeros que han querido honrar a este oscuro escritor, el
testimonio de su gratitud eterna.
A. Palacio
Valdés.
D. Armando Palacio
Valdés fue elegido, finalmente, Académico de la
Lengua en 1906, en la vacante producida por la muerte de
José María de Pereda.