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Ángela

Drama en cinco actos y en prosa

Manuel de Tamayo y Baus




A ti, que tanto me amaste en la tierra, a
ti, que ahora velas desde el cielo por tu hijo.


Manuel.                





ArribaAbajoPrólogo del autor

El presente drama es hijo legítimo del titulado Intriga y amor, de Schiller: se parece a éste como un hijo a su padre: tiene el aire de familia. Es, sin embargo, un ser esencialmente diverso, con otra forma, otro corazón, alma distinta. Como la chispa brota del pedernal herido por el eslabón, este drama ha brotado en mi fantasía herida por la impresión que causó en ella la lectura de la obra de mi insigne, de mi admirado maestro J. C. Federico Schiller.

De nobles corazones es confesar deudas de gratitud, y villano fuera el mío si procurase desconocer lo que debe al gran poeta, honra y prez de la Alemania de nuestros tiempos. No he tratado, pues, no trato de ocultar una circunstancia que juzgo honrosa: antes bien la proclamo con orgullo, porque, en literatura como en religión, imitar lo bueno es seguir el camino de la virtud.

Doy el nombre de original a esta obra, porque imagino que no le puedo aplicar otro más conveniente. En ella hay tres situaciones y cuatro o cinco pensamientos semejantes a otros tantos del drama alemán: de éste ha nacido también la idea de presentar un padre (en mi obra no lo es más que en apariencias) deseoso de enlazar a su hijo, por ambiciosas miras, con una dama de alto influjo, contrariándolo así en el amor que profesa a una joven de humilde cuna. Las escenas imitadas son: la del Príncipe y Conrado en el primer acto; la final del segundo y la del Príncipe y Ángela en el tercero. Complázcome en hacer esta indicación, manifestando al par que, salvo rarísimas excepciones, la expresión, el giro, el carácter y el desarrollo son, hasta en las situaciones a que aludo, completamente desiguales en ambos dramas. Es justo dar a cada cual lo que le pertenece, y ahorrar a los curiosos la fatiga de rebuscar coincidencias. Fuera de esto, la palabra, las situaciones, el pensamiento fundamental de Ángela no tienen identidad ninguna con Intriga y amor. Todos los elementos aprovechados de esta obra han mudado de naturaleza y modificádose capitalmente. ¿Dónde hallar sino en el drama de Schiller, el primer acto de Ángela, excepto dos rasgos del carácter del Marqués y la escena de que se ha hecho mérito? ¿Dónde el segundo, descartando la situación final, en los términos que he dicho? ¿Dónde el tercero, salvo dos rasgos en el diálogo de la Condesa y Ángela, y la referida escena de la carta? ¿Dónde el cuarto, en el que sólo el monólogo de Conrado participa de alguna reminiscencia del autor de Wallenstein? ¿Y dónde, en fin, el quinto, sin exceptuar una sola letra?

Inútil me parece añadir a estas ligeras apuntaciones hechas para descargo de mi conciencia, que el ejemplo de todos los grandes maestros autoriza sobradamente la imitación de las bellezas ajenas. El gran Corneille, al imitar Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, pudo decir a su patria: lo que admiras me pertenece1. Racine, nutrido en el estudio de los clásicos antiguos, los imita, no sólo en accidentes secundarios, sino en el plan y fundamentos de sus creaciones. Véase en prueba de esto lo que sucede en Fedra, donde hasta suele traducir trozos enteros de Eurípides y de Séneca. Molière, de tan profundo y vivaz ingenio, imita y traduce también a Plauto y Terencio, pone a contribución a los españoles y exclama: «Tomo lo que me conviene donde quiera que lo encuentro.» Testigos son, entre otras obras, El avaro y La Princesa d'Elide. Shakespeare, el más universal, el más original y humano de todos los dramaturgos del orbe, apenas tiene obra donde no haya imitado algo de alguien, cuando no ha prestado a los varios acontecimientos de la historia patria, reproducidos con prolija exactitud, el soplo vivificador de su poderoso numen. Dígalo El Rey Lear, copiado casi de La maravillosa historia de las tres hijas del Rey Lear, drama de autor semicontemporáneo suyo. Díganlo Otelo, cuya fábula sigue paso a paso los de la novela de Giraldi Cintio. Julieta y Romeo, imitación de un poema estrictamente imitado de las novelas de Porta y Bandello; y, en fin, El mercader de Venecia, cuya mejor escena está traducida de la novela cuarta de Giovanni Florentino (Pecorone). En España, el pensamiento fundamental de la más grande de las creaciones de Calderón, de La vida es sueño, se debe a una novela de Boccaccio. Lope incrusta en sus lozanas comedias los más bellos pensamientos de los líricos griegos y romanos. Moreto refunde y da por suyas, en La ocasión hace al ladrón, La villana de Vallecas, de Tirso; en El desdén con el desdén, Los milagros del desprecio, de Lope; en Rey valiente y justiciero, El infanzón de Illescas, del mismo Tirso, de la que apenas se desvía y a la que ha debido parte muy principal de su gloria. Esto sin contar los argumentos que se copian y refunden en todos los pueblos y en diferentes edades, como sucede a la historia de Edipo, presentada con formas análogas desde Sófocles a Martínez de la Rosa, y a los furores de Medea, iguales casi en Eurípides, Séneca, Corneille, Alfieri, Nicolini, La-Valle y mil otros cuya enumeración fuera ociosa.

Práctica tan autorizada han seguido también nuestros autores contemporáneos, y, merced a ella, han ceñido a su frente laureles inmarchitables. Si pues la imitación de las grandes obras es lícita, conveniente y necesaria; si los más dignos maestros de todas las escuelas han imitado a otros, y la originalidad absoluta es una quimera irrealizable, harta disculpa merece el que yo, joven y oscuro, haya seguido, con más o menos felicidad, la pauta de ejemplos tan fructuosos. Demás de que, si algo hay de bueno o malo en mi humilde drama, es exuberancia de accidentes, que creo haber inventado trabajando con laboriosa constancia por espacio de año y medio. Por otra parte, lo que a mi modo de ver constituye la originalidad en las producciones del ingenio es la porción de su alma, por decirlo así, que comunica el poeta, ya a sus imitaciones de la Naturaleza, ya a las de la Historia, ya a las de otras obras literarias. Esa porción de sí mismo que deposita en ellas es la que les infunde vida, la que les da verdaderamente nuevo ser.

Pocas palabras diré en abono del género a que mi obra corresponde. Arrojo temerario parecerá en mí, que sólo tengo por títulos mi aplicación y buen deseo, el lanzarme a desafiar las iras de los prepotentes melindrosos, para quienes todo lo que no sea el aguachirle de discreteos de nueva estofa, o de enfáticas y gongóricas declamaciones en verso, carece de importancia; de aquellos que desprecian por anticuadas las obras más notables de Dumas y Víctor Hugo (donde, si la moral no es siempre pura, el artificio dramático es bello y profundo, y las más veces verdadero el desarrollo de los afectos), como si la belleza artística pudiese envejecer nunca; de aquellos, en fin, que se horripilan, con exquisita sensibilidad nerviosa, al ver la pintura de las pasiones presentadas con el colorido, y aun con la poética rudeza de la verdad, y no tienen una lágrima y permanecen mudos e indiferentes ante el espectáculo desgarrador de los más hondos dolores.

No quiero decir, sin embargo, que yo siga al pie de la letra las máximas de tales poetas, ni mucho menos. Pero juzgo necesario, para que el drama ofrezca interés, hacer el retrato moral del hombre con todas sus deformidades, si las tiene, y emplearlo como instrumento de la Providencia para realizar ejemplos de provechosa enseñanza. En el estado en que la sociedad se encuentra es preciso llamarla al camino de la regeneración, despertando en ella el germen de los sentimientos generosos, es indispensable luchar con el egoísmo para vencerlo con el eficaz auxilio de la compasión, virtud la más noble y santa de las virtudes. Cuando sentimos interés hacia dolores imaginarios, cerca estamos de proporcionar consuelos a padecimientos reales. El teatro puede coadyuvar a esta laudabilísima empresa con medios no despreciables, y el conato de los autores dramáticos debe encaminarse a tan altos fines. Para realizar tales destinos, que son, en mi concepto, los que engrandecen el arte,

Tous les genres sont bons, hors le genre ennuyeux.

Opinando de este modo, no parecerá extraño que me haya propuesto en el presente drama, sin esperanza de lograrlo, pintar la maldad atormentada por las furias que ella misma engendra, conspirando a su propia ruina, cegada por la invisible mano de Dios para que se castigue por la suya propia, y encontrando, al morir, en el arrepentimiento la paz de que no había disfrutado, la dicha de justificar a la inocencia, el consuelo de verse acariciada por sus generosas víctimas, la esperanza de borrar con la profunda contrición del alma, en el instante de la muerte, las manchas de toda una existencia de crímenes. Primero, la justicia de Dios; después, su misericordia, más grande aún que su justicia.

Sé bien que no he podido llevar a cabo dignamente tan arduo empeño, que el género de mi drama desagradará tal vez a los muchos que sólo gustan de ir al teatro para reír; pero sé también que, según la feliz expresión de un antiguo poeta griego,

Es generosa culpa un gran resbalo;

Sé que hay todavía en nuestro público gentes bastante honradas y sensibles para estimar la buena intención de quien aspira a hacer interesantes las virtudes, y que me perdonarán, por tanto, los defectos que no podrán menos de afear un drama escrito en poca madurez de años y con no cumplida experiencia de los vaivenes de la vida.

Los principios de mi poética dramática se encierran en esta frase: «Los hombres, y Dios sobre los hombres.» Este símbolo es la luz del mundo moral que miro brillar a lo lejos. Muchos desengaños, muchas amarguras me aguardan hasta llegar a ella. Joven soy, constancia tengo: la fe suplirá lo que no alcance la inteligencia. Tal vez llegue.

Madrid, 12 de noviembre de 1852.




ArribaAbajoLos actores, el público y la prensa

«Yo he visto representar a algunos cómicos, dice el Hamlet de Shakespeare, y... no los juzgué de la especie humana, sino rudos simulacros de hombres, hechos por algún mal aprendiz: tan inicuamente imitaban la naturaleza.» Por dicha mía, los actores que han interpretado la Ángela son la antítesis de los que tan duramente condena Hamlet. El singular talento de algunos y la discreción y celo de todos han logrado que mi obra se aplauda extraordinariamente un día y otro. Déboles, pues, en este sitio, las más expresivas gracias por sus laudables y venturosos esfuerzos.

Teodora Lamadrid, actriz tan inteligente y simpática cuanto querida del público, ha realizado en Ángela todo lo que pudiera apetecer la más ardiente fantasía. Los espectadores no han visto en ella a la primera de nuestras actrices; han visto, sí, al personaje dramático expresando la lucha de sus afectos con el difícil colorido de la naturaleza y con el poético idealismo que tanto engrandece el arte. Ha sido, en fin, la verdadera Ángela que la imaginación había soñado. Como chispa eléctrica, el fuego de su inspiración inflama los corazones y arranca universales aplausos, debidos a un entusiasmo verdaderamente indefinible. Reciba por tan honroso triunfo mis más cordiales parabienes.

La señora Rodríguez, luchando con las dificultades de un carácter que se desarrolla completamente en una escena, donde pasa del amor y los celos a la abnegación y el heroísmo, ha hecho perceptible esta lucha, vistiéndose además con una propiedad y un lujo que recomiendan mucho su celo artístico.

También ha logrado hacerse aplaudir la señora Campos interpretando con mucha verdad las escenas más difíciles de su papel2.

La señorita García, que empieza su carrera con felices disposiciones, ha representado con suma naturalidad el papel de Julieta.

Arjona ha dado en el Príncipe de San Mario una prueba más de lo que vale y puede su gran talento. La sencillez de su entonación, la elegancia de su apostura, la elevación con que resuelve las dificultades que abundan en las terribles situaciones en que interviene, prendas son que lo levantan a la altura de los primeros actores de la moderna Europa. Los aplausos que recibe cada día le manifiestan que el público se halla en esta ocasión de acuerdo con mi dictamen. Complázcome, pues, en darle gracias y en reconocer lo mucho que a su acertada dirección ha debido el éxito de mi obra.

El señor Calvo, aceptando con gusto y esmerándose en representar bien un papel que no es de los que más se conciertan con sus excelentes facultades dramáticas, merece, a par de las distinciones que le otorga el público, la expresión sincera de mi gratitud.

Los caracteres apasionados tienen en el señor Ossorio (don Manuel) un intérprete lleno de brillantez y lozanía. Aun después de consignada esta verdad, debo añadir que el joven actor ha sabido comunicar al papel de Conrado toda la pasión, toda la ternura, toda la vehemencia que ha menester para hacerse interesante. Porque lo es lograr en ocasiones despertar el entusiasmo del auditorio.

Los señores Arjona (don Enrique) y García dan el conveniente colorido a sus espinosos papeles, contribuyendo eficazmente a la mejor armonía del conjunto.

El señor Ossorio (don Fernando) se ha prestado gustosísimo a desempeñar un papel punto menos que insignificante. Esta modesta docilidad, propia sólo de quien conoce que el talento sabe sacar de todo buen partido, honra mucho a un joven cuyas gallardas disposiciones celebran con frecuencia los inteligentes.

Doy, en fin, gracias a todos los demás actores por el no vulgar esmero que han desplegado, cada cual en su respectiva línea, y doyme la enhorabuena a mí propio, por haber proporcionado a tan excelentes artistas ocasión de conseguir un triunfo tan envidiable.

Y ¿cómo expresaré dignamente mi gratitud a la benevolencia con que el público de Madrid ha recibido mi drama? Teniendo en cuenta, sin duda, mi corta edad y buen deseo, ha querido alentarme premiando con usura mis débiles esfuerzos, buscando con esmero cuidadoso lo bueno que pueda haber en esta producción escénica y no curándose de lo malo. ¡Es tan frecuente, por desgracia, seguir el camino opuesto!

Cumple también a mi propósito apuntar algo acerca de las cuestiones que ha suscitado la originalidad o no originalidad de Ángela. Con este motivo importa dejar consignado de una vez y para siempre que cuanto afirmo en el prólogo que antecede es estrictamente verdadero. En los círculos teatrales, unos han ensalzado mi obra hasta las nubes, otros la han deprimido y vilipendiado con incansable pertinacia. El voto de los primeros me servirá de poderoso estímulo para proseguir con nuevo ardor en mis trabajos literarios: tendré muy presente el de los segundos para corregir en lo sucesivo lo que en sus censuras me parezca razonable. No se niega, sin embargo, la originalidad de algunas situaciones, como son, principalmente, la final del tercer acto, todas las del cuarto y todas las del quinto. Pero como no se niega que son mías, dícese que son detestables, atroces, nauseabundas. La escogida y numerosa sociedad que llena todas las noches el teatro de Variedades aplaude con estrépito varias de estas mismas situaciones, prorrumpiendo en gritos de entusiasmo y llamándome a escena a la conclusión de los actos tercero, cuarto y quinto. A no ser por esta circunstancia, y a pesar de mis creencias artísticas, hubiera puesto en duda la bondad de tales situaciones al leer tales escritos; pero público tan galante no merece que yo deserte al bando de los que en esta ocasión se empeñan en llevarle la contraria.

No soy yo de los que desprecian los juicios de la prensa periódica; antes bien, me apresuro a leer cuanto de mí se dice, para aprovechar la lección si la considero útil, lo cual sucede las más veces; y, merced a esta afición particular mía, he tenido la singular satisfacción de ver apreciadas rectamente mis intenciones por personas que ocupan un lugar preeminente en nuestra república literaria, y cuyas doctrinas me inspiran fe porque las estimo verdaderas. ¡Lástima es que algún periódico de los más importantes de España extreme los términos de sus censuras hasta el punto de desvirtuar así lo que haya de bueno en sus principios. -

Cuando en 1848 se representó El 5 de agosto (adviértase que era mi primer drama original, y que a la sazón mi edad apenas rayaba en los diecinueve años) , el periódico a que aludo, tratando de probar que tal obra era abominable y ridícula, dijo que Adaleta (uno de sus personajes) era consonante de chuleta, y otras bizarrías de igual calibre, bastantes a agostar en flor las ilusiones de cualquier otro que hubiera carecido de la incontrastable fe que profeso al arte y de mi amor al estudio. En el juicio crítico de Ángela se dice que este drama remueve el estómago, y sólo es bueno para representarse en la plaza de los toros. Quien fuese menos modesto que yo, podría, no sin fundamento, dudar de la buena fe de semejantes censuras.

He dicho cuanto me parecía necesario decir. ¡Ojalá se me pueda aplicar algún día el conocido aforismo del gran dramático alemán: quien no se estima demasiado, vale más de lo que él propio se figura!

22 de noviembre de 1852.

Manuel Tamayo y Baus.




ArribaAbajoReparto en el estreno de la obra, representada en el teatro de Variedades el 13 de noviembre de 1852.

PERSONAJES
 
ACTORES
 
ÁNGELA,    de dieciocho años Doña Teodora Lamadrid.
LA CONDESA ADELAIDA,   de treinta. María Rodríguez.
MAGDALENA,   de cincuenta Lorenza Campos.
JULIETA. Joaquina García.
ARABELA.Encarnación Campos.
EL PRÍNCIPE DE SAN MARIO,   Gran Chambelán, de cincuenta Don Joaquín Arjona.
CONRADO,   capitán, de veintitrésManuel Ossorio.
EL MARQUÉS DE POMPILIANI,   de cuarenta y cinco José Calvo.
ARALDI,    médico de Palacio, de cincuenta José García.
ALBERTO,   de sesenta Enrique Arjona.
FABIO CONTI. Fernando Ossorio.
CABALLERO 1.º. Juan Fabiani.
ÍDEM 2.º.Mariano Serrano.
ÍDEM 3.º. Esteban Moratilla.
UJIER. José Bullón.
Un capitán, damas, caballeros, ujieres, criados, guardias.

La acción se supone en un Gran Ducado de Italia, a principios del último tercio del siglo pasado.






ArribaAbajoActo primero

 

Salón de Palacio: dos puertas a cada lado; las de segundo término cubiertas con tapices; otra en el fondo, que es la de entrada.

 

Escena I

 

El PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ARALDI, en un ángulo de la izquierda. FABIO CONTI y varios CABALLEROS, en el lado opuesto. DAMAS y CABALLEROS, sentados unos, otros formando corros.

 

CABALLERO 1º. -  Estamos decididos a emplear todo nuestro influjo en pro de vuestras legítimas pretensiones.

FABIO CONTI. -  No esperaba yo menos de amigos tan leales, si bien me reconozco indigno de tamaño favor.

CABALLERO 1º. -  Muerto el Barón de Albimonte, nadie tan acreedor como vos a subir al puesto que él ocupó con tanta gloria del país.

CABALLERO 2º. -  Todos hablaremos a Su Alteza, y en breve seréis nombrado primer ministro.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (A ARALDI.)  ¿Oyes?

ARALDI. -  Más de lo que quisiera.  (Se retiran ambos al fondo.) 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Oh señoras!  (Saliendo por la puerta de la derecha; saluda a las DAMAS con exageradas cortesías. Su traje debe ser muy rico.) 

FABIO CONTI. -  Dichoso vos, señor Marqués, que podéis penetrar en el aposento de Su Alteza antes que nadie haya obtenido igual merced.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Nuestra graciosa Soberana es tan amable, que me permite asistir diariamente a su tocador. Le participo cuanto ocurre en la capital, y pongo en su noticia el estado de la atmósfera. Soy... como si dijéramos... su termómetro.

FABIO CONTI. -  ¡Gran fortuna es la vuestra!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  En los breves instantes en que he tenido el honor de hablar con ella, se ha sonreído tres veces.

CABALLERO 1º. -  No es pequeño triunfo, porque Su Alteza tiene por lo regular un gesto que intimida.

CABALLERO 2º. -  Y, según se cuenta, es irascible hasta un punto imponderable.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Yo os diré. Suele tener arrebatos de cólera espantosos. Ayer mismo la vi hacer trizas un vestido, romper cuatro espejos y arrojar una silla a la cabeza de un pobre ujier por no sé qué leve falta. Pero esto sólo le sucede diez o doce veces al día, y cuando no está furiosa es una malva.

FABIO CONTI. -  Y ¿nunca se enoja con su favorita, la Condesa Adelaida?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Oh, jamás! ¡Se quieren tanto!

CABALLERO 1º. -  Es particular.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Por qué razón? El Duque, que santa gloria haya, antes de morir, hace tres años, cinco meses, diez días y algunas horas, justamente cuando acababa de cumplir ocho lustros de edad, llamó a ambas junto a su lecho; y recomendando a la Condesa que velase con tierna solicitud por su hija, que pronto iba a quedar huérfana, ordenó a ésta que siguiese los consejos de la otra y acatase sus preceptos. He aquí explicado el estrecho vínculo que las une.

CABALLERO 1º. -  Mucho amaba el pobre soberano a la Condesa.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Amor! Sí, se dijo que el Gran Duque, siendo ya viudo, había obtenido favores de la Condesa...

CABALLERO 2º. -  Todo el mundo lo aseguraba como cosa positiva... Y aún creo habéroslo oído contar a vos mismo...

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Es posible. Era la conversación de moda. Pero lo cierto es que nunca se debe creer más que la mitad de lo que se dice.

CABALLERO 1º. -  Siempre vendremos a quedar en que...

FABIO CONTI. -  En que la mitad de lo que se dice no es muchas veces más que la mitad.  (Se retira y habla con otros CABALLEROS.) 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  La Condesa es un modelo de virtudes cristianas.

CABALLERO 1º. -  No lo negamos.

CABALLERO 3º. -  Y vos, que todo lo sabéis, ¿podríais explicarme por qué causa el señor Chambelán y Conti se estiman tan poco, cuando éste era el más próximo pariente de la difunta esposa de aquél?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Vos mismo os habéis contestado. La Princesa de San Mario murió dando a luz un heredero de su nombre y sus cuantiosos bienes. En caso de que hubiese fallecido sin sucesión, Fabio Conti la hubiera heredado. Y, ya se ve, al perder sus esperanzas cobró cierta ojeriza al Príncipe, que le paga en la misma moneda.

CABALLERO 1º. -  ¡Sois el mismo diablo!  (Preséntase un UJIER en la puerta de la izquierda y descorre el tapiz.) 

CABALLERO 3º. -  Ya podemos entrar a ver a la Duquesa.  (Entran en el aposento de la izquierda varias DAMAS y CABALLEROS.) 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Y nosotros a ver al Duque.  (Preséntase otro UJIER en la puerta de la derecha y descorre también el tapiz.) 

FABIO CONTI. -  Vamos. Pasad.  (Deteniéndose para ceder el paso al CABALLERO 1.º

CABALLERO 1º. -  Después del señor ministro.  (Entran todos, excepto el PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ARALDI.) 



Escena II

 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO y ARALDI.

 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Conti primer ministro! No lo será.

ARALDI. -  La nobleza lo quiere.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Esos nobles que me rechazan de su seno, recordando que yo lo soy únicamente por haberme casado con una princesa, y envidian al gran Chambelán. Yo les haré ver que puedo tanto como ellos.

ARALDI. -  También lo quiere el Duque soberano.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Nada importa si la Duquesa se opone.

ARALDI. -  Bien sé que su marido se somete humilde a cuanto ella exige; pero ¿querrá oponerse?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  El Duque obedece a su esposa, y ésta es un ciego instrumento de esa altiva mujer que lo puede todo.

ARALDI. -  La Condesa, lejos de ser vuestra aliada, siempre ha manifestado hacia vos la más pertinaz antipatía.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Con pocas palabras te explicaré lo que aún no comprendes. La Condesa ama con delirio a Conrado.

ARALDI. -  ¿Será verdad?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Sí; he sorprendido sus miradas...

ARALDI. -  Nunca me lo hubiera figurado.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Anoche tuvimos una entrevista. Supuse que Conrado me enviaba para hacerle presente el vivo amor que por ella sentía. Su repentina palidez, su agitación, me demostraron claramente que no me había equivocado. Le hablé de mis pretensiones, prometió ayudarme, y voló al aposento de la Duquesa. Su Alteza me otorgó anoche mismo la mano de la Condesa para Conrado, diciéndome que el día en que se firmase el contrato de boda de su muy amada Adelaida, firmaría el Duque su esposo un despacho nombrándome primer ministro. ¡Pobre Conti!... ¡Y ha poco estaba aquí entre una multitud de necios cortesanos ufanándose ya con el triunfo que juzga seguro!... Me causa lástima. Insensato... ¿No sabes que aún vivo yo?

ARALDI. -  ¿Ignora Conrado vuestro proyecto?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Hoy se lo participaré.

ARALDI. -  Más os valiera no decir nada.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Has perdido el juicio?

ARALDI. -  Será inútil.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Conrado obedecerá a su padre.

ARALDI. -  Es tan poco el afecto que os tiene, que, a no estar ciertos de lo contrario, podríamos suponerlo iniciado en el secreto de que no lo sois.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Silencio!

ARALDI. -  Y ¿creéis que Conrado accederá a llamarse esposo de una mujer que, aun después de muerto el Duque, es apellidada por el vulgo la Favorita?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Te has propuesto desesperarme?

ARALDI. -  Quiero evitar que deis un golpe en vago.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Déjame obrar.

ARALDI. -  Supongamos que no existe ese inconveniente; hay otro invencible.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Cuál?

ARALDI. -  Conrado ama a una muchacha, pobre y humilde, pero linda como una perla.

ARALDI. -  Cuando más, querrá gozar algunos días de sus favores a costa de un poco de oro.

ARALDI. -  Os engañáis.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Cómo puedes asegurarlo?

ARALDI. -  Oídme: yo también he amado. ¿Quién no rinde alguna vez en la vida tal tributo a la belleza de la mujer? Obligado por mi carácter de médico de Palacio a guardar entera circunspección en un asunto de esta naturaleza, hice construir en mi casa una puerta secreta que comunicaba con una casita contigua, cuya salida daba a distinta calle. Allí habitaba el objeto de mi cariño, y aquella puerta, oculta a todas las miradas, era la discreta confidente de nuestras entrevistas. Todo acaba en el mundo. Me olvidó, la olvidé; partió, no sé adónde; yo permanecí a vuestro lado.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Y ¿a qué viene esa historia?

ARALDI. -  La puerta secreta no se ha abierto desde entonces. Aplicando a ella el oído se percibe cuanto se habla en el aposento contiguo, y puedo aseguraros que Conrado sólo ha obtenido de la florista Ángela favores inocentes; puedo aseguraros también que ambos se aman con el más ciego frenesí.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Acaso esa florista habita ahora...?

ARALDI. -  La casa inmediata a la mía: justamente.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Dichosa casualidad.)  Y ¿crees que un grano de arena puede ser valladar a la rueda de mi fortuna?

ARALDI. -  A veces hay una montaña donde se cree ver un grano de arena.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Una firme voluntad quebranta el hierro y deshace los montes.

ARALDI. -  ¿Cuál es vuestro propósito?  (Pausa. El PRÍNCIPE DE SAN MARIO da algunos pasos, pensativo.) 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Tiene algún otro galán esa muchacha?

ARALDI. -  Sí; el necio del Marqués de Pompiliani se ocupa en rondar su calle, pero infructuosamente.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  El Marqués es uno de esos entes que sólo obran a impulsos de ajena voluntad. Conrado es cándido: tiene una imaginación exaltada...

ARALDI. -  ¿Queréis infundirle celos?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Los celos hijos del amor son los únicos que pueden matar a su padre.

ARALDI. -  Os advierto que Ángela tiene por Argos invencible una madre a quien adora.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  A quien adora... A veces sólo hay un grano de arena donde se teme encontrar una montaña.

ARALDI. -  ¿Habéis hallado medio de vencer fácilmente?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Pienso que sí. Un lazo indisoluble nos une: cuento contigo.

ARALDI. -  Como siempre.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Silencio; ya salen.



Escena III

 

DICHOS y el MARQUÉS DE POMPILIANI. Los CABALLEROS y DAMAS que entraron en los aposentos de los Duques, salen, y después de saludar al PRÍNCIPE DE SAN MARIO se retiran por la puerta del foro. Los UJIERes corren los tapices y desaparecen también.

 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Qué iniquidad, carísimo Príncipe, que horror!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Qué os ha pasado?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Voy a decíroslo.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (A ARALDI, aparte.)  (Déjame solo con él.)

ARALDI. -  (¿Vuelvo?)

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  (Sí.)

ARALDI. -  Adiós, señor Marqués.  (Vase ARALDI y quedan solos el PRÍNCIPE DE SAN MARIO y el MARQUÉS DE POMPILIANI.) 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Siempre vuestro, doctor.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Ya os escucho.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Todos, todos a una voz han pedido a Su Alteza que nombre a Fabio Conti primer ministro.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Y eso os alarma?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Friolera! Somos enemigos mortales.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Nada sabía.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Os acordáis de aquel magnífico y al par desastroso baile que se dio ha dos años, con motivo del enlace de la Duquesa?... Pues bien: en aquella espantosa noche se le cae a Su Alteza al suelo el abanico. Todos se lanzan a recogerlo; yo, como más diestro, lo logro antes; pero al levantar la cabeza, ¡plaf!, choco con las narices de Conti, pierdo el equilibrio, tropiezo y doy di, bruces en la alfombra. Él se aprovecha de esta coyuntura, ¡ya veis qué villanía!, me arranca el abanico de entre las manos y se lo presenta a Su Alteza, que le da las gracias con la sonrisa expresiva que os podéis imaginar... Yo me levanto furioso, corro a disputar a Conti aquella sonrisa, y Su Alteza al verme, prorrumpe en ruidosas carcajadas, y lo mismo cuantos se hallaban presentes. ¡Ay amigo mío! Rubor me cuesta al confesároslo: mi peluca había ido a parar a dos varas de distancia con la violencia del golpe... ¿Qué tal?... Desde entonces nos tenemos declarada guerra a muerte.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Pobre Marqués!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Y si ahora le nombran primer Ministro!... Vos también sois enemigo suyo, y debemos...

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Tranquilizaos: aún no se han realizado las esperanzas de Conti.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Y creéis?...

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Nada temáis por ahora.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Respiro.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Y ¿de qué más han hablado con Su Alteza?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  De nada más... ¡Ah!, sí; de la expedición de dos mil soldados que saldrá pasado mañana, en bien pertrechadas naves, contra el crecido número de buques berberiscos que recorren nuestros mares causando todo género de daños.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Venid y sentaos; deseo conversar un rato con vos.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Tanto honor!  (Sentándose al lado del PRÍNCIPE DE SAN MARIO.)  ¡Ah, señor Chambelán, cuánto os envidio la honra de vivir en Palacio! Lástima es  (Mirando el reloj.)  que sólo pueda permanecer a vuestro lado breves instantes. El caballero español Mendoza me invitó ayer a probar unos vinos de Málaga y Jerez que acaba de recibir. La encantadora Laura me ha rogado que vaya a comer con ella. ¿Estuvisteis anoche en el teatro? ¡Qué bien bailó!... ¡Es hechicera! ¡Aquel par de piececitos vale un millón! El Príncipe ruso Puffkof da un baile magnífico esta noche... Tengo que hacer varios preparativos... Su mujer es bellísima, y según ciertos presentimientos... Ya sabéis que gozo de gran partido con las damas. Además, estoy en deuda de más de veinte visitas. ¡Ya se ve, los hombres de alguna importancia como yo, están siempre llenos de negocios!... Lo siento, Príncipe mío, pero apenas puedo  (Mirando otra vez el reloj.)  disponer de veinte minutos.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿No os ha dicho nada la Duquesa acerca de...?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Acerca de qué?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Acerca del enlace de la Condesa Adelaida.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Se casa?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Sí.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Con quién?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Todavía es un secreto.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Me vais a hacer morir de curiosidad, y sentiría que otro lo averiguase antes que yo.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Descuidad.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Será preciso casarse: los solterones hacemos ya mal papel en Palacio.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Casaros vos, el afamado seductor, el espanto de los maridos!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Oh! Soy el niño mimado de las damas.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Ahora recuerdo... ¿Sabéis que anoche se dijo en el aposento de Su Alteza que vuestra fama de galanteador afortunado es una usurpación?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Y quién fue el mentecato?...

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Varias damas se reían a costa vuestra.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Eh!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Asegurando que ha ya largo tiempo corréis desolado tras una chicuela que desprecia vuestros obsequios...

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Ya caigo! ¡La florista Ángela! ¡Todo se sabe!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Y añadían que tenéis un rival preferido.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Ese rival es vuestro hijo Conrado.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Lo sabía también. Yo os defendí, como era natural, y aposté en vuestro nombre mil escudos a que antes de tres días habíais conseguido rendir a esa rebelde hermosura.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Aventuradilla me parece la apuesta.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Y sois vos el temible seductor? ¡Vergüenza me da el oíros!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  No desespero, sin embargo... Al Marqués de Pompiliani no se le hace un desaire tan fácilmente.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Y os lo advierto; vais a servir de mofa a todo el mundo.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Es verdad!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Tal vez a perder vuestro influjo en Palacio.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Pudiera ser!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Ni esperéis después de tal desastre obtener la menor victoria.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  No tanto, amigo; no tanto.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Cuál de nuestras lindas cortesanas os ha de otorgar su amor si una plebeya os lo rehúsa?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  (Tiene razón.)

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Las mujeres son así: ven que un hombre es amado, todas desean su cariño; ven que es desdeñado, todas le desdeñan.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -   (Levantándose.)  Si yo pudiera introducirme en casa de esa muchacha en ocasión de que estuviese sola...

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Nada más fácil.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Fácil?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Puedo contar con vuestro sigilo?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Como con el de un muerto.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Pues hoy mismo os veréis dentro de su casa y a solas con ella.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Oh, incomparable amigo!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Deseo ayudaros.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Venceré!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Le habéis hecho algún presente?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Ninguno: le compraré un aderezo y se lo llevaré hoy.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Hoy no; primero ved cómo se presenta..., y a la segunda entrevista...

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Corriente... ¡Oh!  (Mirando el reloj.)  ¡Mendoza que me estará esperando! ¡Hacer esperar a un caballero español que tiene la bondad de convidarle a uno a probar vinos de su tierra!... ¿Qué disculpa le daré?... ¡Adiós, Príncipe! Vive cerca, y en mi coche, que me espera abajo... Vuelvo en seguida para llevar a cabo nuestro plan... ¡Asegurar que mi fama es una usurpación!... ¡Envidia, ruin envidia y nada más! ¡Oh! Yo les haré ver...  (Sale precipitadamente por el foro con el sombrero debajo del brazo.) 



Escena IV

 

El PRÍNCIPE DE SAN MARIO, en seguida un UJIER, después CONRADO.

 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Para que un necio no fuese presumido, sería menester que el necio no fuese necio. ¡He ahí los escalones colocados en los palacios para facilitar la elevación de los hombres de talento.  (Toca una campanilla y se presenta un UJIER en la puerta del foro.)  El capitán Conrado está de guardia. Decidle que el Príncipe, su padre, le aguarda aquí.  (El UJIER saluda y vase.)  Este enlace es indispensable. Sólo así lograré vencer la inexplicable antipatía de la Condesa; sólo así se decidirá Su Alteza a arrostrar el poderoso influjo de Conti en todo el Ducado, otorgándome lo que él tan ardientemente ambiciona. He aquí el colmo de todos mis afanes, el último paso en el camino que emprendí ignorado y miserable. ¿Y he de retroceder ahora porque el capitán Conrado se haya enamorado de la florista Ángela? Adelante.

CONRADO. -   (Desde la puerta del foro.)  ¿Me habéis mandado llamar?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Sí, hijo mío.  (En tono afable.)  Acércate.  (CONRADO obedece.)  Apenas te veo. ¿Por qué te alejas de un padre que tanto te quiere?

CONRADO. -  ¡Me lo habéis dado a conocer tan pocas veces!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Y qué valen esas demostraciones pueriles que nada prueban?

CONRADO. -  ¡Oh, señor! Todo afecto legítimo busca con avidez ocasión de manifestarse.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Te he mandado llamar porque tengo que hablarte de un asunto muy interesante para ti. Prueba de ternura es en el padre procurar el engrandecimiento del hijo.

CONRADO. -  No soy ambicioso.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Lo sé: necesitas una mano que te eleve.

CONRADO. -  Más bien una mano que me acaricie.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Eres el heredero del nombre de tu madre, y es fuerza que tu posición en la Corte se consolide de una vez y para siempre,

CONRADO. -  ¿No tengo ya un grado militar que otros no logran sino después de haber encanecido en los campos de batalla?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  En los palacios, hijo mío, no dar un paso adelante equivale a darlo hacia atrás.

CONRADO. -  Nada me importa retroceder.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Cuál es, pues, el objeto de tu vida?

CONRADO. -  No envidiar, no ser envidiado.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Joven! Los necios tan sólo gozan de ese bien.

CONRADO. -  En mi pecho hay cabida para todo sentimiento noble y puro; mi cabeza rechaza toda idea de ambición.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Si de ti dependiera, vivirías contento entre el polvo de la plebe.

CONRADO. -  Tal vez me parecería preferible a vivir entre el fango de la Corte.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Recuerda el lugar en que nos hallamos.

CONRADO. -  Descuidad: las paredes de los palacios están acostumbradas a oír maldecir de sus dueños.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Afectuosamente.)  A pesar tuyo, quiero hacerte dichoso. Tal es mi obligación. He decidido casarte.

CONRADO. -  ¡Casarme!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Ya he pedido para ti la mano de una ilustre y poderosa dama, que es el mejor partido de la Corte.

CONRADO. -  (¡Cielos!)

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Dentro de breves días se verificará la boda. Así lo quiere Su Alteza, que es la mayor amiga de esa dama.

CONRADO. -  ¡Su nombre! ¡Su nombre!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  La Condesa Adelaida.

CONRADO. -  ¡Cómo!... ¡La Condesa mi esposa! ¿Y sois vos quien me lo propone?... No; no puede ser.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Por qué razón?

CONRADO. -  ¡Qué! ¿Pretendéis acaso que vuestro hijo se llame esposo de esa mujer? Recordad que en vida de nuestro anterior soberano fue condenada por el irrecusable fallo del mundo. Recordad... Pero me exalto sin razón... No, no es posible, lo repito. Habéis querido burlaros de mí.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Y te atreves a dar crédito a tan infundadas hablillas? Esa es una fábula inventada por el vulgo.

CONRADO. -  Hay ocasiones en que la deshonra aparente es también deshonra.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Así premias mis esfuerzos?

CONRADO. -  Desistid de tan desacordado empeño; os lo ruego por la memoria de mi madre.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  La mujer que te doy es bella.

CONRADO. -  En el rostro nada más.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Rica.

CONRADO. -  No de virtudes.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Noble.

CONRADO. -  No de corazón.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Acuérdate de que soy tu padre.

CONRADO. -  Tomad mi vida, que os pertenece; el honor es emanación del alma, y el alma pertenece a Dios.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Conrado! Estoy decidido a hacerme obedecer: me obedecerás. ¡He ofrecido que serás esposo de esa dama: lo serás!

CONRADO. -  ¡No, y mil veces no!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Acercándose a CONRADO y poniéndole una mano sobre el hombro.)  Si antes de dos horas no has accedido a mis justos deseos, me dirigiré yo propio a casa de una florista llamada Ángela, y ella tal vez pueda informarme de la verdadera causa de tu negativa.

CONRADO. -  ¡Cómo! ¿Qué decís?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Mentecato! Creías que yo ignoraba...

CONRADO. -  ¡Cielos!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Por qué tiemblas? ¿Qué ha sido de tanto arrojo y decisión?

CONRADO. -  Oídme.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Ay de ti! ¡Ay de ella si no me obedeces!

CONRADO. -  Pues bien: no os han engañado  (Como tomando una firme resolución.) : esa joven es la única que tiene derecho a llamarse esposa mía.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Conrado!

CONRADO. -  Esta es mi última determinación. Haced de mi lo que queráis.  (Dirigiéndose hacia el foro.) 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Detente.

CONRADO. -  Es preciso poner término a este altercado. El cielo os guarde, señor.  (Vase por la izquierda.) 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Oh, miserable!  (Siguiéndole hasta que se encuentra con el MARQUÉS DE POMPILIANI.) 



Escena V

 

El PRÍNCIPE DE SAN MARIO, el MARQUÉS DE POMPILIANI y a poco ARALDI.

 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Qué néctar, Príncipe mío, qué néctar. ¡Un málaga delicioso! ¡Un jerez divino!... Si ahora pudiera ver a mi rebelde florista, yo le aseguro...

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Dentro de una hora os conducirá Araldi a su casa.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Hola, el doctor! Mirad qué precioso aderezo he comprado al paso.  (Mostrándole uno que saca del bolsillo.)  En cuanto ella vea brillar los diamantes...

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Y ya puedo deciros quién se casa con la Condesa.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Quién es el afortunado mortal?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Mi hijo Conrado.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Magnífico! Antes de quince días será general.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Vos sois el primero que lo sabe y...

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Qué dicha! Voy a contárselo a todo el mundo.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Sí, Sí, corred; no vaya otro a averiguarlo y se os adelante...

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  No faltaba más: antes de veinte minutos no habrá bicho viviente que no lo sepa.  (Dirígese corriendo hacia la puerta del foro y choca con ARALDI, que entra; le alarga la mano y se aleja.)  Hasta luego, doctor.  (Volviendo.)  ¡Ah! Conrado se casa con la Condesa.  (Vase precipitadamente.) 

ARALDI. -  ¿Qué habéis logrado?

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Sígueme y lo sabrás.  (Dirígese, seguido de ARALDI, hacia la puerta de la derecha del primer término.) 



 
 
FIN DEL ACTO PRIMERO
 
 


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