El presente drama es hijo legítimo del titulado
Intriga y amor, de Schiller: se parece a éste como
un hijo a su padre: tiene el aire de familia. Es, sin embargo,
un ser esencialmente diverso, con otra forma, otro corazón,
alma distinta. Como la chispa brota del pedernal herido por
el eslabón, este drama ha brotado en mi fantasía
herida por la impresión que causó en ella la
lectura de la obra de mi insigne, de mi admirado maestro
J. C. Federico Schiller.
De nobles corazones es confesar
deudas de gratitud, y villano fuera el mío si procurase
desconocer lo que debe al gran poeta, honra y prez de la
Alemania de nuestros tiempos. No he tratado, pues, no trato
de ocultar una circunstancia que juzgo honrosa: antes bien
la proclamo con orgullo, porque, en literatura como en religión,
imitar lo bueno es seguir el camino de la virtud.
Doy el
nombre de original a esta obra, porque imagino que no le
puedo aplicar otro más conveniente. En ella hay tres
situaciones y cuatro o cinco pensamientos semejantes a otros
tantos del drama alemán: de éste ha nacido
también la idea de presentar un padre (en mi obra
no lo es más que en apariencias) deseoso de enlazar
a su hijo, por ambiciosas miras, con una dama de alto influjo,
contrariándolo así en el amor que profesa a
una joven de humilde cuna. Las escenas imitadas son: la del
Príncipe y Conrado en el primer acto; la final del
segundo y la del Príncipe y Ángela en el tercero.
Complázcome en hacer esta indicación, manifestando
al par que, salvo rarísimas excepciones, la expresión,
el giro, el carácter y el desarrollo son, hasta en
las situaciones a que aludo, completamente desiguales en
ambos dramas. Es justo dar a cada cual lo que le pertenece,
y ahorrar a los curiosos la fatiga de rebuscar coincidencias.
Fuera de esto, la palabra, las situaciones, el pensamiento
fundamental de Ángela no tienen identidad ninguna
con Intriga y amor. Todos los elementos aprovechados de esta
obra han mudado de naturaleza y modificádose capitalmente.
¿Dónde hallar sino en el drama de Schiller, el primer
acto de Ángela, excepto dos rasgos del carácter
del Marqués y la escena de que se ha hecho mérito?
¿Dónde el segundo, descartando la situación
final, en los términos que he dicho? ¿Dónde
el tercero, salvo dos rasgos en el diálogo de la Condesa
y Ángela, y la referida escena de la carta? ¿Dónde
el cuarto, en el que sólo el monólogo de Conrado
participa de alguna reminiscencia del autor de Wallenstein?
¿Y dónde, en fin, el quinto, sin exceptuar una sola
letra?
Inútil me parece añadir a estas ligeras
apuntaciones hechas para descargo de mi conciencia, que el
ejemplo de todos los grandes maestros autoriza sobradamente
la imitación de las bellezas ajenas. El gran Corneille,
al imitar Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro,
pudo decir a su patria: lo que admiras me pertenece1. Racine,
nutrido en el estudio de los clásicos antiguos, los
imita, no sólo en accidentes secundarios, sino en
el plan y fundamentos de sus creaciones. Véase en
prueba de esto lo que sucede en Fedra, donde hasta suele
traducir trozos enteros de Eurípides y de Séneca.
Molière, de tan profundo y vivaz ingenio, imita y
traduce también a Plauto y Terencio, pone a contribución
a los españoles y exclama: «Tomo lo que me conviene
donde quiera que lo encuentro.» Testigos son, entre otras
obras, El avaro y La Princesa d'Elide. Shakespeare, el más
universal, el más original y humano de todos los dramaturgos
del orbe, apenas tiene obra donde no haya imitado algo de
alguien, cuando no ha prestado a los varios acontecimientos
de la historia patria, reproducidos con prolija exactitud,
el soplo vivificador de su poderoso numen. Dígalo
El Rey Lear, copiado casi de La maravillosa historia de las
tres hijas del Rey Lear, drama de autor semicontemporáneo
suyo. Díganlo Otelo, cuya fábula sigue paso
a paso los de la novela de Giraldi Cintio. Julieta y Romeo,
imitación de un poema estrictamente imitado de las
novelas de Porta y Bandello; y, en fin, El mercader de Venecia,
cuya mejor escena está traducida de la novela cuarta
de Giovanni Florentino (Pecorone). En España, el pensamiento
fundamental de la más grande de las creaciones de
Calderón, de La vida es sueño, se debe a una
novela de Boccaccio. Lope incrusta en sus lozanas comedias
los más bellos pensamientos de los líricos
griegos y romanos. Moreto refunde y da por suyas, en La ocasión
hace al ladrón, La villana de Vallecas, de Tirso;
en El desdén con el desdén, Los milagros del
desprecio, de Lope; en Rey valiente y justiciero, El infanzón
de Illescas, del mismo Tirso, de la que apenas se desvía
y a la que ha debido parte muy principal de su gloria. Esto
sin contar los argumentos que se copian y refunden en todos
los pueblos y en diferentes edades, como sucede a la historia
de Edipo, presentada con formas análogas desde Sófocles
a Martínez de la Rosa, y a los furores de Medea, iguales
casi en Eurípides, Séneca, Corneille, Alfieri,
Nicolini, La-Valle y mil otros cuya enumeración fuera
ociosa.
Práctica tan autorizada han seguido también
nuestros autores contemporáneos, y, merced a ella,
han ceñido a su frente laureles inmarchitables. Si
pues la imitación de las grandes obras es lícita,
conveniente y necesaria; si los más dignos maestros
de todas las escuelas han imitado a otros, y la originalidad
absoluta es una quimera irrealizable, harta disculpa merece
el que yo, joven y oscuro, haya seguido, con más o
menos felicidad, la pauta de ejemplos tan fructuosos. Demás
de que, si algo hay de bueno o malo en mi humilde drama,
es exuberancia de accidentes, que creo haber inventado trabajando
con laboriosa constancia por espacio de año y medio.
Por otra parte, lo que a mi modo de ver constituye la originalidad
en las producciones del ingenio es la porción de su
alma, por decirlo así, que comunica el poeta, ya a
sus imitaciones de la Naturaleza, ya a las de la Historia,
ya a las de otras obras literarias. Esa porción de
sí mismo que deposita en ellas es la que les infunde
vida, la que les da verdaderamente nuevo ser.
Pocas palabras
diré en abono del género a que mi obra corresponde.
Arrojo temerario parecerá en mí, que sólo
tengo por títulos mi aplicación y buen deseo,
el lanzarme a desafiar las iras de los prepotentes melindrosos,
para quienes todo lo que no sea el aguachirle de discreteos
de nueva estofa, o de enfáticas y gongóricas
declamaciones en verso, carece de importancia; de aquellos
que desprecian por anticuadas las obras más notables
de Dumas y Víctor Hugo (donde, si la moral no es siempre
pura, el artificio dramático es bello y profundo,
y las más veces verdadero el desarrollo de los afectos),
como si la belleza artística pudiese envejecer nunca;
de aquellos, en fin, que se horripilan, con exquisita sensibilidad
nerviosa, al ver la pintura de las pasiones presentadas con
el colorido, y aun con la poética rudeza de la verdad,
y no tienen una lágrima y permanecen mudos e indiferentes
ante el espectáculo desgarrador de los más
hondos dolores.
No quiero decir, sin embargo, que yo siga
al pie de la letra las máximas de tales poetas, ni
mucho menos. Pero juzgo necesario, para que el drama ofrezca
interés, hacer el retrato moral del hombre con todas
sus deformidades, si las tiene, y emplearlo como instrumento
de la Providencia para realizar ejemplos de provechosa enseñanza.
En el estado en que la sociedad se encuentra es preciso llamarla
al camino de la regeneración, despertando en ella
el germen de los sentimientos generosos, es indispensable
luchar con el egoísmo para vencerlo con el eficaz
auxilio de la compasión, virtud la más noble
y santa de las virtudes. Cuando sentimos interés hacia
dolores imaginarios, cerca estamos de proporcionar consuelos
a padecimientos reales. El teatro puede coadyuvar a esta
laudabilísima empresa con medios no despreciables,
y el conato de los autores dramáticos debe encaminarse
a tan altos fines. Para realizar tales destinos, que son,
en mi concepto, los que engrandecen el arte,
Tous les genres
sont bons, hors le genre ennuyeux.
Opinando de este modo,
no parecerá extraño que me haya propuesto en
el presente drama, sin esperanza de lograrlo, pintar la maldad
atormentada por las furias que ella misma engendra, conspirando
a su propia ruina, cegada por la invisible mano de Dios para
que se castigue por la suya propia, y encontrando, al morir,
en el arrepentimiento la paz de que no había disfrutado,
la dicha de justificar a la inocencia, el consuelo de verse
acariciada por sus generosas víctimas, la esperanza
de borrar con la profunda contrición del alma, en
el instante de la muerte, las manchas de toda una existencia
de crímenes. Primero, la justicia de Dios; después,
su misericordia, más grande aún que su justicia.
Sé bien que no he podido llevar a cabo dignamente
tan arduo empeño, que el género de mi drama
desagradará tal vez a los muchos que sólo gustan
de ir al teatro para reír; pero sé también
que, según la feliz expresión de un antiguo
poeta griego,
Es generosa culpa un gran resbalo;
Sé
que hay todavía en nuestro público gentes bastante
honradas y sensibles para estimar la buena intención
de quien aspira a hacer interesantes las virtudes, y que
me perdonarán, por tanto, los defectos que no podrán
menos de afear un drama escrito en poca madurez de años
y con no cumplida experiencia de los vaivenes de la vida.
Los principios de mi poética dramática se
encierran en esta frase: «Los hombres, y Dios sobre los hombres.»
Este símbolo es la luz del mundo moral que miro brillar
a lo lejos. Muchos desengaños, muchas amarguras me
aguardan hasta llegar a ella. Joven soy, constancia tengo:
la fe suplirá lo que no alcance la inteligencia. Tal
vez llegue.
Madrid, 12 de noviembre de 1852.
Los actores, el público y la prensa
«Yo he visto representar a algunos cómicos, dice
el Hamlet de Shakespeare, y... no los juzgué de la
especie humana, sino rudos simulacros de hombres, hechos
por algún mal aprendiz: tan inicuamente imitaban la
naturaleza.» Por dicha mía, los actores que han interpretado
la Ángela son la antítesis de los que tan duramente
condena Hamlet. El singular talento de algunos y la discreción
y celo de todos han logrado que mi obra se aplauda extraordinariamente
un día y otro. Déboles, pues, en este sitio,
las más expresivas gracias por sus laudables y venturosos
esfuerzos.
Teodora Lamadrid, actriz tan inteligente y simpática
cuanto querida del público, ha realizado en Ángela
todo lo que pudiera apetecer la más ardiente fantasía.
Los espectadores no han visto en ella a la primera de nuestras
actrices; han visto, sí, al personaje dramático
expresando la lucha de sus afectos con el difícil
colorido de la naturaleza y con el poético idealismo
que tanto engrandece el arte. Ha sido, en fin, la verdadera
Ángela que la imaginación había soñado.
Como chispa eléctrica, el fuego de su inspiración
inflama los corazones y arranca universales aplausos, debidos
a un entusiasmo verdaderamente indefinible. Reciba por tan
honroso triunfo mis más cordiales parabienes.
La
señora Rodríguez, luchando con las dificultades
de un carácter que se desarrolla completamente en
una escena, donde pasa del amor y los celos a la abnegación
y el heroísmo, ha hecho perceptible esta lucha, vistiéndose
además con una propiedad y un lujo que recomiendan
mucho su celo artístico.
También ha logrado
hacerse aplaudir la señora Campos interpretando con
mucha verdad las escenas más difíciles de su
papel2.
La señorita García, que empieza su
carrera con felices disposiciones, ha representado con suma
naturalidad el papel de Julieta.
Arjona ha dado en el Príncipe
de San Mario una prueba más de lo que vale y puede
su gran talento. La sencillez de su entonación, la
elegancia de su apostura, la elevación con que resuelve
las dificultades que abundan en las terribles situaciones
en que interviene, prendas son que lo levantan a la altura
de los primeros actores de la moderna Europa. Los aplausos
que recibe cada día le manifiestan que el público
se halla en esta ocasión de acuerdo con mi dictamen.
Complázcome, pues, en darle gracias y en reconocer
lo mucho que a su acertada dirección ha debido el
éxito de mi obra.
El señor Calvo, aceptando
con gusto y esmerándose en representar bien un papel
que no es de los que más se conciertan con sus excelentes
facultades dramáticas, merece, a par de las distinciones
que le otorga el público, la expresión sincera
de mi gratitud.
Los caracteres apasionados tienen en el
señor Ossorio (don Manuel) un intérprete lleno
de brillantez y lozanía. Aun después de consignada
esta verdad, debo añadir que el joven actor ha sabido
comunicar al papel de Conrado toda la pasión, toda
la ternura, toda la vehemencia que ha menester para hacerse
interesante. Porque lo es lograr en ocasiones despertar el
entusiasmo del auditorio.
Los señores Arjona (don
Enrique) y García dan el conveniente colorido a sus
espinosos papeles, contribuyendo eficazmente a la mejor armonía
del conjunto.
El señor Ossorio (don Fernando) se
ha prestado gustosísimo a desempeñar un papel
punto menos que insignificante. Esta modesta docilidad, propia
sólo de quien conoce que el talento sabe sacar de
todo buen partido, honra mucho a un joven cuyas gallardas
disposiciones celebran con frecuencia los inteligentes.
Doy, en fin, gracias a todos los demás actores por
el no vulgar esmero que han desplegado, cada cual en su respectiva
línea, y doyme la enhorabuena a mí propio,
por haber proporcionado a tan excelentes artistas ocasión
de conseguir un triunfo tan envidiable.
Y ¿cómo expresaré
dignamente mi gratitud a la benevolencia con que el público
de Madrid ha recibido mi drama? Teniendo en cuenta, sin duda,
mi corta edad y buen deseo, ha querido alentarme premiando
con usura mis débiles esfuerzos, buscando con esmero
cuidadoso lo bueno que pueda haber en esta producción
escénica y no curándose de lo malo. ¡Es tan
frecuente, por desgracia, seguir el camino opuesto!
Cumple
también a mi propósito apuntar algo acerca
de las cuestiones que ha suscitado la originalidad o no originalidad
de Ángela. Con este motivo importa dejar consignado
de una vez y para siempre que cuanto afirmo en el prólogo
que antecede es estrictamente verdadero. En los círculos
teatrales, unos han ensalzado mi obra hasta las nubes, otros
la han deprimido y vilipendiado con incansable pertinacia.
El voto de los primeros me servirá de poderoso estímulo
para proseguir con nuevo ardor en mis trabajos literarios:
tendré muy presente el de los segundos para corregir
en lo sucesivo lo que en sus censuras me parezca razonable.
No se niega, sin embargo, la originalidad de algunas situaciones,
como son, principalmente, la final del tercer acto, todas
las del cuarto y todas las del quinto. Pero como no se niega
que son mías, dícese que son detestables, atroces,
nauseabundas. La escogida y numerosa sociedad que llena todas
las noches el teatro de Variedades aplaude con estrépito
varias de estas mismas situaciones, prorrumpiendo en gritos
de entusiasmo y llamándome a escena a la conclusión
de los actos tercero, cuarto y quinto. A no ser por esta
circunstancia, y a pesar de mis creencias artísticas,
hubiera puesto en duda la bondad de tales situaciones al
leer tales escritos; pero público tan galante no merece
que yo deserte al bando de los que en esta ocasión
se empeñan en llevarle la contraria.
No soy yo de
los que desprecian los juicios de la prensa periódica;
antes bien, me apresuro a leer cuanto de mí se dice,
para aprovechar la lección si la considero útil,
lo cual sucede las más veces; y, merced a esta afición
particular mía, he tenido la singular satisfacción
de ver apreciadas rectamente mis intenciones por personas
que ocupan un lugar preeminente en nuestra república
literaria, y cuyas doctrinas me inspiran fe porque las estimo
verdaderas. ¡Lástima es que algún periódico
de los más importantes de España extreme los
términos de sus censuras hasta el punto de desvirtuar
así lo que haya de bueno en sus principios. -
Cuando
en 1848 se representó El 5 de agosto (adviértase
que era mi primer drama original, y que a la sazón
mi edad apenas rayaba en los diecinueve años) , el
periódico a que aludo, tratando de probar que tal
obra era abominable y ridícula, dijo que Adaleta (uno
de sus personajes) era consonante de chuleta, y otras bizarrías
de igual calibre, bastantes a agostar en flor las ilusiones
de cualquier otro que hubiera carecido de la incontrastable
fe que profeso al arte y de mi amor al estudio. En el juicio
crítico de Ángela se dice que este drama remueve
el estómago, y sólo es bueno para representarse
en la plaza de los toros. Quien fuese menos modesto que yo,
podría, no sin fundamento, dudar de la buena fe de
semejantes censuras.
He dicho cuanto me parecía necesario
decir. ¡Ojalá se me pueda aplicar algún día
el conocido aforismo del gran dramático alemán:
quien no se estima demasiado, vale más de lo que él
propio se figura!
22 de noviembre de 1852.
Manuel Tamayo
y Baus.
Reparto en el estreno de la obra, representada
en el teatro de Variedades el 13 de noviembre de 1852.
PERSONAJES
ACTORES
ÁNGELA,
de dieciocho años Doña Teodora Lamadrid.
LA CONDESA ADELAIDA,
de treinta. María Rodríguez.
MAGDALENA,
de cincuenta Lorenza Campos.
JULIETA.
Joaquina García.
ARABELA.
Encarnación Campos.
EL PRÍNCIPE DE SAN MARIO,
Gran Chambelán, de cincuenta
Don Joaquín Arjona.
CONRADO,
capitán, de veintitrés
Manuel Ossorio.
EL MARQUÉS DE POMPILIANI,
de cuarenta
y cinco
José Calvo.
ARALDI,
médico de
Palacio, de cincuenta
José García.
ALBERTO,
de sesenta
Enrique Arjona.
FABIO CONTI.
Fernando Ossorio.
CABALLERO 1.º.
Juan Fabiani.
ÍDEM 2.º.
Mariano Serrano.
ÍDEM 3.º.
Esteban Moratilla.
UJIER.
José Bullón.
Un capitán,
damas, caballeros, ujieres, criados, guardias.
La
acción se supone en un Gran Ducado de Italia, a principios
del último tercio del siglo pasado.
Acto primero
Salón de Palacio: dos puertas a cada lado; las de
segundo término cubiertas con tapices; otra en el
fondo, que es la de entrada.
Escena I
El PRÍNCIPE
DE SAN MARIO y ARALDI, en un ángulo de la izquierda.
FABIO CONTI y varios CABALLEROS, en el lado opuesto. DAMAS
y CABALLEROS, sentados unos, otros formando corros.
CABALLERO 1º. -
Estamos
decididos a emplear todo nuestro influjo en pro de vuestras
legítimas pretensiones.
FABIO CONTI. -
No esperaba
yo menos de amigos tan leales, si bien me reconozco indigno
de tamaño favor.
CABALLERO 1º. -
Muerto
el Barón de Albimonte, nadie tan acreedor como vos
a subir al puesto que él ocupó con tanta gloria
del país.
CABALLERO 2º. -
Todos hablaremos
a Su Alteza, y en breve seréis nombrado primer ministro.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
(A ARALDI.) ¿Oyes?
ARALDI. -
Más de lo que quisiera. (Se retiran
ambos al fondo.)
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Oh
señoras! (Saliendo por la puerta de la derecha; saluda
a las DAMAS con exageradas cortesías. Su traje debe
ser muy rico.)
FABIO CONTI. -
Dichoso vos, señor
Marqués, que podéis penetrar en el aposento
de Su Alteza antes que nadie haya obtenido igual merced.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Nuestra graciosa Soberana
es tan amable, que me permite asistir diariamente a su tocador.
Le participo cuanto ocurre en la capital, y pongo en su noticia
el estado de la atmósfera. Soy... como si dijéramos...
su termómetro.
FABIO CONTI. -
¡Gran fortuna es
la vuestra!
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
En los breves
instantes en que he tenido el honor de hablar con ella, se
ha sonreído tres veces.
CABALLERO 1º. -
No
es pequeño triunfo, porque Su Alteza tiene por lo
regular un gesto que intimida.
CABALLERO 2º. -
Y,
según se cuenta, es irascible hasta un punto imponderable.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Yo os diré. Suele
tener arrebatos de cólera espantosos. Ayer mismo la
vi hacer trizas un vestido, romper cuatro espejos y arrojar
una silla a la cabeza de un pobre ujier por no sé
qué leve falta. Pero esto sólo le sucede diez
o doce veces al día, y cuando no está furiosa
es una malva.
FABIO CONTI. -
Y ¿nunca se enoja con su
favorita, la Condesa Adelaida?
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Oh,
jamás! ¡Se quieren tanto!
CABALLERO 1º. -
Es
particular.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¿Por qué
razón? El Duque, que santa gloria haya, antes de morir,
hace tres años, cinco meses, diez días y algunas
horas, justamente cuando acababa de cumplir ocho lustros
de edad, llamó a ambas junto a su lecho; y recomendando
a la Condesa que velase con tierna solicitud por su hija,
que pronto iba a quedar huérfana, ordenó a
ésta que siguiese los consejos de la otra y acatase
sus preceptos. He aquí explicado el estrecho vínculo
que las une.
CABALLERO 1º. -
Mucho amaba el pobre
soberano a la Condesa.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Amor!
Sí, se dijo que el Gran Duque, siendo ya viudo, había
obtenido favores de la Condesa...
CABALLERO 2º. -
Todo
el mundo lo aseguraba como cosa positiva... Y aún
creo habéroslo oído contar a vos mismo...
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Es posible. Era la conversación
de moda. Pero lo cierto es que nunca se debe creer más
que la mitad de lo que se dice.
CABALLERO 1º. -
Siempre
vendremos a quedar en que...
FABIO CONTI. -
En que la
mitad de lo que se dice no es muchas veces más que
la mitad. (Se retira y habla con otros CABALLEROS.)
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
La Condesa es un modelo de virtudes
cristianas.
CABALLERO 1º. -
No lo negamos.
CABALLERO
3º. -
Y vos, que todo lo sabéis, ¿podríais
explicarme por qué causa el señor Chambelán
y Conti se estiman tan poco, cuando éste era el más
próximo pariente de la difunta esposa de aquél?
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Vos mismo os habéis
contestado. La Princesa de San Mario murió dando a
luz un heredero de su nombre y sus cuantiosos bienes. En
caso de que hubiese fallecido sin sucesión, Fabio
Conti la hubiera heredado. Y, ya se ve, al perder sus esperanzas
cobró cierta ojeriza al Príncipe, que le paga
en la misma moneda.
CABALLERO 1º. -
¡Sois el mismo diablo!
(Preséntase un UJIER en la puerta de la izquierda
y descorre el tapiz.)
CABALLERO 3º. -
Ya podemos entrar
a ver a la Duquesa. (Entran en el aposento de la izquierda
varias DAMAS y CABALLEROS.)
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Y
nosotros a ver al Duque. (Preséntase otro UJIER en
la puerta de la derecha y descorre también el tapiz.)
FABIO CONTI. -
Vamos. Pasad. (Deteniéndose para
ceder el paso al CABALLERO 1.º)
CABALLERO 1º. -
Después
del señor ministro. (Entran todos, excepto el PRÍNCIPE
DE SAN MARIO y ARALDI.)
Escena II
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO y ARALDI.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¡Conti
primer ministro! No lo será.
ARALDI. -
La nobleza
lo quiere.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¡Esos nobles
que me rechazan de su seno, recordando que yo lo soy únicamente
por haberme casado con una princesa, y envidian al gran Chambelán.
Yo les haré ver que puedo tanto como ellos.
ARALDI. -
También
lo quiere el Duque soberano.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Nada
importa si la Duquesa se opone.
ARALDI. -
Bien sé
que su marido se somete humilde a cuanto ella exige; pero
¿querrá oponerse?
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
El
Duque obedece a su esposa, y ésta es un ciego instrumento
de esa altiva mujer que lo puede todo.
ARALDI. -
La
Condesa, lejos de ser vuestra aliada, siempre ha manifestado
hacia vos la más pertinaz antipatía.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Con pocas palabras te explicaré
lo que aún no comprendes. La Condesa ama con delirio
a Conrado.
ARALDI. -
¿Será verdad?
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Sí; he sorprendido sus miradas...
ARALDI. -
Nunca me lo hubiera figurado.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Anoche tuvimos una entrevista. Supuse
que Conrado me enviaba para hacerle presente el vivo amor
que por ella sentía. Su repentina palidez, su agitación,
me demostraron claramente que no me había equivocado.
Le hablé de mis pretensiones, prometió ayudarme,
y voló al aposento de la Duquesa. Su Alteza me otorgó
anoche mismo la mano de la Condesa para Conrado, diciéndome
que el día en que se firmase el contrato de boda de
su muy amada Adelaida, firmaría el Duque su esposo
un despacho nombrándome primer ministro. ¡Pobre Conti!...
¡Y ha poco estaba aquí entre una multitud de necios
cortesanos ufanándose ya con el triunfo que juzga
seguro!... Me causa lástima. Insensato... ¿No sabes
que aún vivo yo?
ARALDI. -
¿Ignora Conrado vuestro
proyecto?
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Hoy se lo
participaré.
ARALDI. -
Más os valiera
no decir nada.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Has
perdido el juicio?
ARALDI. -
Será inútil.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Conrado obedecerá
a su padre.
ARALDI. -
Es tan poco el afecto que os tiene,
que, a no estar ciertos de lo contrario, podríamos
suponerlo iniciado en el secreto de que no lo sois.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¡Silencio!
ARALDI. -
Y ¿creéis
que Conrado accederá a llamarse esposo de una mujer
que, aun después de muerto el Duque, es apellidada
por el vulgo la Favorita?
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Te
has propuesto desesperarme?
ARALDI. -
Quiero evitar
que deis un golpe en vago.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Déjame
obrar.
ARALDI. -
Supongamos que no existe ese inconveniente;
hay otro invencible.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Cuál?
ARALDI. -
Conrado ama a una muchacha, pobre y humilde,
pero linda como una perla.
ARALDI. -
Cuando más,
querrá gozar algunos días de sus favores a
costa de un poco de oro.
ARALDI. -
Os engañáis.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Cómo puedes
asegurarlo?
ARALDI. -
Oídme: yo también
he amado. ¿Quién no rinde alguna vez en la vida tal
tributo a la belleza de la mujer? Obligado por mi carácter
de médico de Palacio a guardar entera circunspección
en un asunto de esta naturaleza, hice construir en mi casa
una puerta secreta que comunicaba con una casita contigua,
cuya salida daba a distinta calle. Allí habitaba el
objeto de mi cariño, y aquella puerta, oculta a todas
las miradas, era la discreta confidente de nuestras entrevistas.
Todo acaba en el mundo. Me olvidó, la olvidé;
partió, no sé adónde; yo permanecí
a vuestro lado.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Y ¿a
qué viene esa historia?
ARALDI. -
La puerta secreta
no se ha abierto desde entonces. Aplicando a ella el oído
se percibe cuanto se habla en el aposento contiguo, y puedo
aseguraros que Conrado sólo ha obtenido de la florista
Ángela favores inocentes; puedo aseguraros también
que ambos se aman con el más ciego frenesí.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Acaso esa florista
habita ahora...?
ARALDI. -
La casa inmediata a la mía:
justamente.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
(Dichosa
casualidad.) Y ¿crees que un grano de arena puede ser valladar
a la rueda de mi fortuna?
ARALDI. -
A veces hay una montaña
donde se cree ver un grano de arena.
PRÍNCIPE DE
SAN MARIO. -
Una firme voluntad quebranta el hierro y
deshace los montes.
ARALDI. -
¿Cuál es vuestro
propósito? (Pausa. El PRÍNCIPE
DE SAN MARIO
da algunos pasos, pensativo.)
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Tiene
algún otro galán esa muchacha?
ARALDI. -
Sí;
el necio del Marqués de Pompiliani se ocupa en rondar
su calle, pero infructuosamente.
PRÍNCIPE DE SAN
MARIO. -
El Marqués es uno de esos entes que sólo
obran a impulsos de ajena voluntad. Conrado es cándido:
tiene una imaginación exaltada...
ARALDI. -
¿Queréis
infundirle celos?
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Los
celos hijos del amor son los únicos que pueden matar
a su padre.
ARALDI. -
Os advierto que Ángela
tiene por Argos invencible una madre a quien adora.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
A quien adora... A veces sólo
hay un grano de arena donde se teme encontrar una montaña.
ARALDI. -
¿Habéis hallado medio de vencer fácilmente?
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Pienso que sí.
Un lazo indisoluble nos une: cuento contigo.
ARALDI. -
Como
siempre.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Silencio; ya
salen.
Escena III
DICHOS y el MARQUÉS DE POMPILIANI.
Los CABALLEROS y DAMAS que entraron en los aposentos de los
Duques, salen, y después de saludar al PRÍNCIPE
DE SAN MARIO se retiran por la puerta del foro. Los UJIERes
corren los tapices y desaparecen también.
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
¡Qué iniquidad, carísimo
Príncipe, que horror!
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Qué
os ha pasado?
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Voy a
decíroslo.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
(A
ARALDI, aparte.) (Déjame solo con él.)
ARALDI. -
(¿Vuelvo?)
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
(Sí.)
ARALDI. -
Adiós,
señor Marqués. (Vase ARALDI y quedan solos
el PRÍNCIPE
DE SAN MARIO y el MARQUÉS DE POMPILIANI.)
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Siempre vuestro, doctor.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Ya os escucho.
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
Todos, todos a una voz han pedido a
Su Alteza que nombre a Fabio Conti primer ministro.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¿Y eso os alarma?
MARQUÉS DE
POMPILIANI. -
¡Friolera! Somos enemigos mortales.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Nada sabía.
MARQUÉS DE
POMPILIANI. -
¿Os acordáis de aquel magnífico
y al par desastroso baile que se dio ha dos años,
con motivo del enlace de la Duquesa?... Pues bien: en aquella
espantosa noche se le cae a Su Alteza al suelo el abanico.
Todos se lanzan a recogerlo; yo, como más diestro,
lo logro antes; pero al levantar la cabeza, ¡plaf!, choco
con las narices de Conti, pierdo el equilibrio, tropiezo
y doy di, bruces en la alfombra. Él se aprovecha de
esta coyuntura, ¡ya veis qué villanía!, me
arranca el abanico de entre las manos y se lo presenta a
Su Alteza, que le da las gracias con la sonrisa expresiva
que os podéis imaginar... Yo me levanto furioso, corro
a disputar a Conti aquella sonrisa, y Su Alteza al verme,
prorrumpe en ruidosas carcajadas, y lo mismo cuantos se hallaban
presentes. ¡Ay amigo mío! Rubor me cuesta al confesároslo:
mi peluca había ido a parar a dos varas de distancia
con la violencia del golpe... ¿Qué tal?... Desde entonces
nos tenemos declarada guerra a muerte.
PRÍNCIPE DE
SAN MARIO. -
¡Pobre Marqués!
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
¡Y si ahora le nombran primer Ministro!...
Vos también sois enemigo suyo, y debemos...
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Tranquilizaos: aún no se han realizado
las esperanzas de Conti.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¿Y
creéis?...
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Nada
temáis por ahora.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Respiro.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Y ¿de qué más
han hablado con Su Alteza?
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
De
nada más... ¡Ah!, sí; de la expedición
de dos mil soldados que saldrá pasado mañana,
en bien pertrechadas naves, contra el crecido número
de buques berberiscos que recorren nuestros mares causando
todo género de daños.
PRÍNCIPE DE SAN
MARIO. -
Venid y sentaos; deseo conversar un rato con
vos.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Tanto honor! (Sentándose
al lado del PRÍNCIPE
DE SAN MARIO.) ¡Ah, señor
Chambelán, cuánto os envidio la honra de vivir
en Palacio! Lástima es (Mirando el reloj.) que sólo
pueda permanecer a vuestro lado breves instantes. El caballero
español Mendoza me invitó ayer a probar unos
vinos de Málaga y Jerez que acaba de recibir. La encantadora
Laura me ha rogado que vaya a comer con ella. ¿Estuvisteis
anoche en el teatro? ¡Qué bien bailó!... ¡Es
hechicera! ¡Aquel par de piececitos vale un millón!
El Príncipe ruso Puffkof da un baile magnífico
esta noche... Tengo que hacer varios preparativos... Su mujer
es bellísima, y según ciertos presentimientos...
Ya sabéis que gozo de gran partido con las damas.
Además, estoy en deuda de más de veinte visitas.
¡Ya se ve, los hombres de alguna importancia como yo, están
siempre llenos de negocios!... Lo siento, Príncipe
mío, pero apenas puedo (Mirando otra vez el reloj.)
disponer de veinte minutos.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿No
os ha dicho nada la Duquesa acerca de...?
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
¿Acerca de qué?
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Acerca del enlace de la Condesa Adelaida.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¿Se casa?
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Sí.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¿Con
quién?
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Todavía
es un secreto.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Me vais
a hacer morir de curiosidad, y sentiría que otro lo
averiguase antes que yo.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Descuidad.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Será preciso
casarse: los solterones hacemos ya mal papel en Palacio.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¡Casaros vos, el afamado
seductor, el espanto de los maridos!
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Oh!
Soy el niño mimado de las damas.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Ahora recuerdo... ¿Sabéis que
anoche se dijo en el aposento de Su Alteza que vuestra fama
de galanteador afortunado es una usurpación?
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
¿Y quién fue el mentecato?...
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Varias damas se reían
a costa vuestra.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Eh!
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Asegurando que ha ya
largo tiempo corréis desolado tras una chicuela que
desprecia vuestros obsequios...
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Ya
caigo! ¡La florista Ángela! ¡Todo se sabe!
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Y añadían que tenéis
un rival preferido.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Ese
rival es vuestro hijo Conrado.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Lo
sabía también. Yo os defendí, como era
natural, y aposté en vuestro nombre mil escudos a
que antes de tres días habíais conseguido rendir
a esa rebelde hermosura.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Aventuradilla
me parece la apuesta.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Y
sois vos el temible seductor? ¡Vergüenza me da el oíros!
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
No desespero, sin embargo...
Al Marqués de Pompiliani no se le hace un desaire
tan fácilmente.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Y
os lo advierto; vais a servir de mofa a todo el mundo.
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
¡Es verdad!
PRÍNCIPE DE SAN
MARIO. -
Tal vez a perder vuestro influjo en Palacio.
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
¡Pudiera ser!
PRÍNCIPE DE SAN
MARIO. -
Ni esperéis después de tal desastre
obtener la menor victoria.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
No
tanto, amigo; no tanto.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Cuál
de nuestras lindas cortesanas os ha de otorgar su amor si
una plebeya os lo rehúsa?
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
(Tiene
razón.)
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Las mujeres
son así: ven que un hombre es amado, todas desean
su cariño; ven que es desdeñado, todas le desdeñan.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
(Levantándose.)
Si yo pudiera introducirme en casa de esa muchacha en ocasión
de que estuviese sola...
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Nada
más fácil.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¿Fácil?
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Puedo contar con vuestro
sigilo?
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Como con el
de un muerto.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Pues hoy
mismo os veréis dentro de su casa y a solas con ella.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Oh, incomparable amigo!
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Deseo ayudaros.
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
¡Venceré!
PRÍNCIPE DE
SAN MARIO. -
¿Le habéis hecho algún presente?
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Ninguno: le compraré
un aderezo y se lo llevaré hoy.
PRÍNCIPE DE
SAN MARIO. -
Hoy no; primero ved cómo se presenta...,
y a la segunda entrevista...
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Corriente...
¡Oh! (Mirando el reloj.) ¡Mendoza que me estará esperando!
¡Hacer esperar a un caballero español que tiene la
bondad de convidarle a uno a probar vinos de su tierra!...
¿Qué disculpa le daré?... ¡Adiós, Príncipe!
Vive cerca, y en mi coche, que me espera abajo... Vuelvo
en seguida para llevar a cabo nuestro plan... ¡Asegurar que
mi fama es una usurpación!... ¡Envidia, ruin envidia
y nada más! ¡Oh! Yo les haré ver... (Sale precipitadamente
por el foro con el sombrero debajo del brazo.)
Escena IV
El PRÍNCIPE
DE SAN MARIO, en seguida un UJIER,
después CONRADO.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO.
-
Para que un necio no fuese presumido, sería menester
que el necio no fuese necio. ¡He ahí los escalones
colocados en los palacios para facilitar la elevación
de los hombres de talento. (Toca una campanilla y se presenta
un UJIER en la puerta del foro.) El capitán Conrado
está de guardia. Decidle que el Príncipe, su
padre, le aguarda aquí. (El UJIER saluda y vase.)
Este enlace es indispensable. Sólo así lograré
vencer la inexplicable antipatía de la Condesa; sólo
así se decidirá Su Alteza a arrostrar el poderoso
influjo de Conti en todo el Ducado, otorgándome lo
que él tan ardientemente ambiciona. He aquí
el colmo de todos mis afanes, el último paso en el
camino que emprendí ignorado y miserable. ¿Y he de
retroceder ahora porque el capitán Conrado se haya
enamorado de la florista Ángela? Adelante.
CONRADO. -
(Desde
la puerta del foro.) ¿Me habéis mandado llamar?
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Sí, hijo mío. (En tono
afable.) Acércate. (CONRADO obedece.) Apenas te veo.
¿Por qué te alejas de un padre que tanto te quiere?
CONRADO. -
¡Me lo habéis dado a conocer tan pocas
veces!
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Y qué
valen esas demostraciones pueriles que nada prueban?
CONRADO. -
¡Oh,
señor! Todo afecto legítimo busca con avidez
ocasión de manifestarse.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Te
he mandado llamar porque tengo que hablarte de un asunto
muy interesante para ti. Prueba de ternura es en el padre
procurar el engrandecimiento del hijo.
CONRADO. -
No
soy ambicioso.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Lo sé:
necesitas una mano que te eleve.
CONRADO. -
Más
bien una mano que me acaricie.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Eres
el heredero del nombre de tu madre, y es fuerza que tu posición
en la Corte se consolide de una vez y para siempre,
CONRADO. -
¿No
tengo ya un grado militar que otros no logran sino después
de haber encanecido en los campos de batalla?
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
En los palacios, hijo mío, no
dar un paso adelante equivale a darlo hacia atrás.
CONRADO. -
Nada me importa retroceder.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¿Cuál es, pues, el objeto de tu
vida?
CONRADO. -
No envidiar, no ser envidiado.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¡Joven! Los necios tan sólo gozan
de ese bien.
CONRADO. -
En mi pecho hay cabida para
todo sentimiento noble y puro; mi cabeza rechaza toda idea
de ambición.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Si
de ti dependiera, vivirías contento entre el polvo
de la plebe.
CONRADO. -
Tal vez me parecería
preferible a vivir entre el fango de la Corte.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Recuerda el lugar en que nos hallamos.
CONRADO. -
Descuidad: las paredes de los palacios están
acostumbradas a oír maldecir de sus dueños.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
(Afectuosamente.) A
pesar tuyo, quiero hacerte dichoso. Tal es mi obligación.
He decidido casarte.
CONRADO. -
¡Casarme!
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Ya he pedido para ti la mano de una ilustre
y poderosa dama, que es el mejor partido de la Corte.
CONRADO. -
(¡Cielos!)
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Dentro de breves días
se verificará la boda. Así lo quiere Su Alteza,
que es la mayor amiga de esa dama.
CONRADO. -
¡Su nombre!
¡Su nombre!
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
La Condesa
Adelaida.
CONRADO. -
¡Cómo!... ¡La Condesa mi
esposa! ¿Y sois vos quien me lo propone?... No; no puede
ser.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Por qué
razón?
CONRADO. -
¡Qué! ¿Pretendéis
acaso que vuestro hijo se llame esposo de esa mujer? Recordad
que en vida de nuestro anterior soberano fue condenada por
el irrecusable fallo del mundo. Recordad... Pero me exalto
sin razón... No, no es posible, lo repito. Habéis
querido burlaros de mí.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Y
te atreves a dar crédito a tan infundadas hablillas?
Esa es una fábula inventada por el vulgo.
CONRADO. -
Hay
ocasiones en que la deshonra aparente es también deshonra.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Así premias
mis esfuerzos?
CONRADO. -
Desistid de tan desacordado
empeño; os lo ruego por la memoria de mi madre.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
La mujer que te doy es bella.
CONRADO. -
En
el rostro nada más.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Rica.
CONRADO. -
No de virtudes.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Noble.
CONRADO. -
No de corazón.
PRÍNCIPE DE
SAN MARIO. -
Acuérdate de que soy tu padre.
CONRADO. -
Tomad
mi vida, que os pertenece; el honor es emanación del
alma, y el alma pertenece a Dios.
PRÍNCIPE DE SAN
MARIO. -
¡Conrado! Estoy decidido a hacerme obedecer:
me obedecerás. ¡He ofrecido que serás esposo
de esa dama: lo serás!
CONRADO. -
¡No, y mil
veces no!
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
(Acercándose
a CONRADO y poniéndole una mano sobre el hombro.)
Si antes de dos horas no has accedido a mis justos deseos,
me dirigiré yo propio a casa de una florista llamada
Ángela, y ella tal vez pueda informarme de la verdadera
causa de tu negativa.
CONRADO. -
¡Cómo! ¿Qué
decís?
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¡Mentecato!
Creías que yo ignoraba...
CONRADO. -
¡Cielos!
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Por qué tiemblas?
¿Qué ha sido de tanto arrojo y decisión?
CONRADO. -
Oídme.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¡Ay de ti! ¡Ay de ella
si no me obedeces!
CONRADO. -
Pues bien: no os han engañado
(Como tomando una firme resolución.) : esa joven es
la única que tiene derecho a llamarse esposa mía.
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¡Conrado!
CONRADO. -
Esta
es mi última determinación. Haced de mi lo
que queráis. (Dirigiéndose hacia el foro.)
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Detente.
CONRADO. -
Es
preciso poner término a este altercado. El cielo os
guarde, señor. (Vase por la izquierda.)
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¡Oh, miserable! (Siguiéndole hasta
que se encuentra con el MARQUÉS DE POMPILIANI.)
Escena V
El PRÍNCIPE
DE SAN MARIO, el MARQUÉS DE POMPILIANI y a poco ARALDI.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Qué
néctar, Príncipe mío, qué néctar.
¡Un málaga delicioso! ¡Un jerez divino!... Si ahora
pudiera ver a mi rebelde florista, yo le aseguro...
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Dentro de una hora os conducirá
Araldi a su casa.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Hola,
el doctor! Mirad qué precioso aderezo he comprado
al paso. (Mostrándole uno que saca del bolsillo.)
En cuanto ella vea brillar los diamantes...
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Y ya puedo deciros quién se casa
con la Condesa.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¿Quién
es el afortunado mortal?
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Mi
hijo Conrado.
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Magnífico!
Antes de quince días será general.
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Vos sois el primero que lo sabe y...
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Qué dicha! Voy
a contárselo a todo el mundo.
PRÍNCIPE DE
SAN MARIO. -
Sí, Sí, corred; no vaya otro
a averiguarlo y se os adelante...
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
No
faltaba más: antes de veinte minutos no habrá
bicho viviente que no lo sepa. (Dirígese corriendo
hacia la puerta del foro y choca con ARALDI, que entra; le
alarga la mano y se aleja.) Hasta luego, doctor. (Volviendo.)
¡Ah! Conrado se casa con la Condesa. (Vase precipitadamente.)
ARALDI. -
¿Qué habéis logrado?
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Sígueme y lo sabrás. (Dirígese,
seguido de ARALDI, hacia la puerta de la derecha del primer
término.)