Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoActo segundo

 

Habitación humilde en casa de ÁNGELA: puerta al foro, que es la de entrada; dos a la izquierda; a la derecha, un balcón en primer término; más allá, una puerta secreta; mesas, sillas, etc.

 

Escena I

 

ÁNGELA aparece sentada cerca de una mesa haciendo flores artificiales, que coloca en un canastillo; poco después MAGDALENA entra por la puerta del foro.

 

ÁNGELA. -  ¡Cuánto tarda hoy! Estará de guardia en Palacio. ¡Qué largas son las horas contadas minuto por minuto! ¡Conrado! ¡Conrado! En este momento en que yo pienso en él, él pensará en mí, y pensar en él es como verle; recordar sus palabras es como oírle. ¿Por qué no he nacido digna de ti?

MAGDALENA. -   (Entrando.)  ¡Ángela! ¡Ángela!

ÁNGELA. -  ¡Mi madre!

MAGDALENA. -  Acércame una silla.

ÁNGELA. -   (Acercándola.)  ¡Qué agitada venís!

MAGDALENA. -  Sí; me he cansado bastante.  (Sentándose.) 

ÁNGELA. -  ¡Oh, no; algo os ha sucedido!

MAGDALENA. -  Pues bien, no te engañas. Vengo de muy mal humor.

ÁNGELA. -  ¿Acaso se ha negado alguna dama a satisfaceros el importe de flores hechas por mí? No os apuréis por eso.

MAGDALENA. -  Sí, sí; de flores se trata ahora.

ÁNGELA. -  ¿Pues de qué?

MAGDALENA. -  De una noticia que he oído dar en la calle.

ÁNGELA. -  ¡Una noticia!

MAGDALENA. -  Que corre de lengua en lengua. ¡Ya se ve, el hijo de un Príncipe!

ÁNGELA. -  ¿Habláis de Conrado?

MAGDALENA. -  Del mismo, señorita, del mismo.  (Levantándose.) 

ÁNGELA. -  ¿Qué sucede?

MAGDALENA. -   (Haciendo esfuerzos para mostrarse severa.)  Vas a saberlo al instante..., y te advierto que estoy decidida a hacerme obedecer..., y cuidado conmigo...  (Cambiando de tono y afectuosamente.)  Pero prométeme no alarmarte, ni...

ÁNGELA. -  ¿Le amenaza algún peligro?...

MAGDALENA. -   (Yendo de un lado a otro de la escena.)  ¡Eso es!... Ya estás fuera de ti.

ÁNGELA. -  ¡No os enojéis!

MAGDALENA. -  Desde que ayer descubrí el secreto de vuestro insensato amor, hice propósito de poner término a tal desvarío, aunque aparentemente cedí a vuestras súplicas. Hoy es preciso tomar una resolución pronta, terminante. ¿Lo entiendes? Y no hay que venirme con lloriqueos... ¿Estamos?

ÁNGELA. -  Nunca me habéis reñido así.

MAGDALENA. -  ¿Quién se lo hubiera figurado al verle ayer arrojarse a mis pies, besar mis manos, llorar como un chiquillo?... Vamos, que me enterneció y no tuve valor para plantarle en la calle... ¡Y en tanto el muy bribón!...

ÁNGELA. -  ¿En qué ha podido ofenderos hoy?

MAGDALENA. -  Yo me entiendo. Con que lo dicho: ese joven no ha de pisar más esta casa.

ÁNGELA. -  ¡Madre!

MAGDALENA. -  ¡Silencio! Nada oigo. Alguna vez se ha de hacer lo que yo mande.

ÁNGELA. -  Pero ¿qué es lo que habéis oído decir en la calle?

MAGDALENA. -   (Parándose y con decisión.)  Conrado...

ÁNGELA. -  ¿Qué?

MAGDALENA. -  Va a contraer matrimonio con una dama de Palacio.

ÁNGELA. -  ¡Oh!... ¡Os han engañado! ¡No puede ser!.

MAGDALENA. -   (Sentándose.)  En hora buena: lo que yo quiero es que hoy mismo le despidas. Que no vuelva, que nos deje en paz.

ÁNGELA. -  ¡Si fuese cierto!

MAGDALENA. -   (Levantándose y haciendo sentar a su hija.)  ¿Qué es eso? Te pones pálida. Ven: siéntate aquí. Vamos, juicio, tranquilízate. Como tú has dicho muy bien, pueden haberme engañado.

ÁNGELA. -   (Levantándose y abrazándola.)  ¡Madre mía!

MAGDALENA. -  Sí; yo bien conozco...; pero si Conrado no ha de ser nunca esposo tuyo, ¿qué otro recurso te queda? ¿Qué loca esperanza puedes abrigar?

ÁNGELA. -  ¿Acaso no puedo amarle mientras me dure la vida sin que mi conciencia tenga nunca que reconvenirme la más leve falta? ¿Renunciar a su cariño? Conozco que no me será posible. Me vio, le vi, y nuestras almas quedaron unidas para siempre. ¡Para siempre, madre mía! Quísolo así el Dios protector de los que nacen para amar y ser amados.

MAGDALENA. -  Reflexiona, desdichada, que su padre es inexorable; y si llegase a averiguar...

ÁNGELA. -  ¿Qué haría?

MAGDALENA. -  Separaros.

ÁNGELA. -  ¿Y cómo se separan los corazones?

MAGDALENA. -  Puede también castigarte severamente.

ÁNGELA. -  No convertir el amor en odio.

MAGDALENA. -  Conrado cedería al fin al mandato y la amenaza.

ÁNGELA. -  ¡Conrado no me olvidará nunca!

MAGDALENA. -  Eso es: complácete en atormentarme. Vive una veinte años adivinando los deseos de una hija, enjugando su más infundada lágrima a costa de cualquier sacrificio, temblando siempre por ella, afanándose por ella sin cesar. Un día acierta a pasar por delante de los balcones de la niña un joven que la mira dulcemente: murmura a la primera ocasión cuatro halagüeñas frases a su oído, y la pobre anciana se ve privada al punto de su único bien en la tierra, el cariño de su hija. Si le advierte el riesgo que la amenaza, si no la deja correr a una perdición segura, pronto se la oye exclamar: «Madre inclemente, madre tirana.» Al tierno consejo opone el más frío desdén; al justo mandato, la resistencia más tenaz, y a veces llega a maldecir a la que le ha dado el ser.

ÁNGELA. -  ¡Por piedad!...

MAGDALENA. -  Es muy natural: el galán que se presentó ayer a sus ojos vale más que la madre que ha envejecido amándola.

ÁNGELA. -  No más; no más. Hoy mismo le daré mi último adiós.

MAGDALENA. -   (Abrazándola.)  Sí, sí, hija mía; es preciso; no hay otro remedio... En caso contrario crees que yo...



Escena II

 

DICHAS y JULIETA.

 

JULIETA. -  Señora.

MAGDALENA. -  ¿Qué hay?

JULIETA. -  Un hombre ha venido a decir que una dama que vive en la calle de San Florencio, número 15, desea ver a la señora Magdalena para hacerle un encargo.

MAGDALENA. -  ¿A mí? ¿Qué me querrá?... ¡Ya caigo! Flores para algún adorno. ¡Vaya un paseo! No importa. Voy corriendo. No estamos en el caso de descuidar nuestros intereses. Julieta me acompañará. Y en cuanto venga ese señor..., ya sabes... lo que te he dicho.

ÁNGELA. -  Fiad en mí.

MAGDALENA. -   (Besándola.)  Vamos, un beso y a no llorar.  (Volviéndose.)  ¡Te quiero tanto! Bien lo sabes. Ven conmigo hasta la puerta y allí te daré otro abrazo.  (Vanse.) 



Escena III

 

MARQUÉS DE POMPILIANI y ARALDI.

 

ARALDI. -   (Abriendo con gran precaución la puerta secreta.)  Entrad; ya se han ido.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Puerta es ésta, querido doctor, a que muy bien pudiera llamar puerta de mis esperanzas.

ARALDI. -  Os dejo; mi presencia está aquí de más.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -   (Deteniéndose.)  ¿Con que la señora Magdalena tardará en volver?

ARALDI. -  Sin duda.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  No perdáis de vista a Conrado.  (Se repite el mismo juego.) 

ARALDI. -  ¿Tenéis miedo?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿La prudencia es miedo, por ventura?

ARALDI. -  Adiós, pues. Os deseo buena suerte.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Ya os contaré después...

ARALDI. -  Vamos a avisar al Príncipe.  (Vase por la puerta secreta y cierra.) 



Escena IV

 

MARQUÉS DE POMPILIANI, a poco ÁNGELA.

 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Heme ya en campaña. ¡Ahora veremos, encantadora plebeya, si eres capaz de desairarme!... Triunfaré... ¿Quién lo duda? Sería la primera que hubiese podido resistir al atractivo de mi persona... Ya viene... ¡Llegó el momento!  (Yendo a su encuentro.) 

ÁNGELA. -  ¡Ah! ¿Quién sois? ¿Por dónde habéis entrado? ¿Qué queréis?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Soy el Marqués de Pompiliani, uno de los primeros nobles de la Corte, como ya debes saberlo; he entrado... por alguna parte, puesto que estoy aquí, y quiero... lo que ya te han dicho mis miradas: que me quieras.

ÁNGELA. -  Reportaos, caballero.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Sobrada esquivez me parece la tuya, y te digo francamente...

ÁNGELA. -  Lo que yo os digo, caballero, es que salgáis al punto de esta casa.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  No es poco decir.

ÁNGELA. -  ¿A qué esperáis?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Bah! No te hagas la desdeñosa, picaruela: si al fin y al cabo has de volverte loca de amor por mí.

ÁNGELA. -  ¡Ese lenguaje!...

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Efectivamente, no es el más propio en esta ocasión. Pero me resta añadir que soy rico, muy rico.

ÁNGELA. -  Callad; me avergonzáis.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  (¡Cuánto melindre!)

ÁNGELA. -  Salid.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Esto ya es demasiado; y un hombre de mi alcurnia...

ÁNGELA. -  Es el más despreciable de todos si lo ilustre de su apellido sólo sirve de máscara a la ruindad de su pecho.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  (No, no es muda la niña. Vamos, ésta es de aquellas que ponen el grito en el cielo si algo se les pide, y que nada dicen si uno... )

ÁNGELA. -  Si persistís en quedaros, yo seré la que...  (Dirigiéndose a la puerta del foro.) 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Reconozco mi error; te he ofendido, y en señal de arrepentimiento voy a darte un abrazo.

ÁNGELA. -   (Deteniendo al MARQUÉS DE POMPILIANI.)  Apartad.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Ingrata! ¡Si tú supieras el regalo que pienso hacerte!

ÁNGELA. -  ¡Caballero!...

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Y has de prometerme olvidar a ese badulaque de Conrado, que no te ama, que te está engañando como a una tonta. Y si no te deja pronto en libertad, lo he resuelto: muere a mis manos.

ÁNGELA. -  Salid, o doy voces por este balcón.  (Asomándose a él.)  ¡Cielos!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -   (Asomándose también.)  ¿Qué es eso? ¡Oh! Conrado viene hacia aquí. (Buena la hemos hecho.) Si salgo, me verá.  (Acercándose a la puerta secreta y empujando con disimulo.)  (Han cerrado por dentro.)

ÁNGELA. -  ¡Huid, huid!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Huir yo!... Si hubiese algún aposento donde poder ocultarme...

ÁNGELA. -   (Si le halla aquí, su furor nos comprometerá a todos.) 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  No por miedo, no; al contrario. Él es atrevido... Yo..., yo me conozco bien, y quiero evitar una desgracia.

ÁNGELA. -  Corro a su encuentro. Escondeos ahí.  (Indicando la puerta de la izquierda, más cercana al proscenio. Vase.) 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Si me descubre hará un disparate. Estoy seguro.  (Entra precipitadamente y cierra la puerta.) 



Escena V

 

ÁNGELA, CONRADO y ALBERTO, sostenido por ambos.

 

CONRADO. -  ¡Ánimo!

ALBERTO. -  Gracias, hijo mío, gracias.

ÁNGELA. -   (Acercando una silla.)  Sentaos.

CONRADO. -  Figúrate que le he encontrado en el portal, extenuado de hambre y de fatiga, próximo a desfallecer.

ÁNGELA. -  ¡Pobre anciano! Venid a aquel aposento: os daré algún refrigerio, y después podréis dormir.

ALBERTO. -  ¡Oh!, no tengo fuerzas  (Va a levantarse y vuelve a caer en la silla.)  para ponerme en pie. He andado tanto hoy para llegar hasta aquí..., he sentido tal emoción al pisar el suelo que me vió nacer...

CONRADO. -  ¿Venís de fuera?

ALBERTO. -  Vengo de Escocia, donde he estado preso veinte años; veinte, hijos míos.

CONRADO. -  ¿Cuál fue vuestra culpa?

ALBERTO. -  Cuando españoles y franceses luchaban encarnizadamente en Italia contra ingleses y austríacos, formé parte de las tropas de los primeros. En un reñido combate tuve la fortuna de matar por mi propia mano a un famoso general inglés y la desgracia de caer prisionero. Llamado por su Gobierno el regimiento que tenía en su poder, fui arrastrado a Inglaterra entre otros muchos que se hallaban en mi misma situación.

CONRADO. -  ¡Infeliz!

ALBERTO. -  A pesar de haber terminado la guerra, he permanecido en un calabozo, olvidado de los hombres.

CONRADO. -  Pero al fin...

ALBERTO. -  Sí, al fin me han dicho: «Anda, si puedes, y mendiga un pedazo de pan.»

CONRADO. -  Yo procuraré que nada os falte. Vamos, venid y descansad un momento.

ALBERTO. -  Dios os lo premie, caritativas criaturas.

ÁNGELA. -  No hay mayor consuelo para un pobre que el de socorrer a otro que lo sea más.  (Ambos ayudan a levantarse a ALBERTO y le conducen a la puerta de la izquierda de segundo término. CONRADO vuelve a aparecer en seguida. El MARQUÉS DE POMPILIANI entreabre la puerta del cuarto en que se hallan.) 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Parece que se van...  (Al ir a salir ve a CONRADO, entra precipitadamente en el mismo aposento y cierra la puerta.)  Si pudiera escurrirme... ¡Oh!



Escena VI

 

CONRADO; a poco, ÁNGELA.

 

CONRADO. -  ¡Eh!, me pareció oír hacia ese lado... Tal vez la señora Magdalena, que acabará de entrar... ¡Yo que esperaba poder hablar a solas con Ángela! ¡Cuán buena! ¡Cuán hermosa! ¡Y quieren que te olvide, que renuncie a tu amor! ¡Antes a la luz, al aire que respiro! ¡Oh!  (ÁNGELA, que sale del aposento en que antes entró con ALBERTO.)  Ven, siéntate a mi lado.  (Se sienta.)  Dame tu mano.  (Asiéndola.)  ¿Me amas?

ÁNGELA. -  (¡Y ese hombre que nos estará escuchando)

CONRADO. -  ¿No me respondes? ¿Estás distraída? ¿Qué tienes?

ÁNGELA. -  Yo..., nada.

CONRADO. -  Quieren que te olvide, que me una a otra mujer.

ÁNGELA. -  Ya lo sabía; esa noticia ha llegado hasta este humilde albergue.

CONRADO. -  Y ¿así me lo dices, cuando por ti acabo de exponerme a la cólera de mi padre, a la de nuestros soberanos, cuando creí que al saberlo se iba a hacer mil pedazos tu corazón?

ÁNGELA. -  Mi madre me ha mandado que hoy os vea por la última vez.

CONRADO. -  Ángela, ¿quieres hacerme aún más desgraciado?

ÁNGELA. -  Quiero obedecer a mi madre.

CONRADO. -  Bien lo veo: estás celosa. ¡Celosa tú! Ingrata: júzgame por ti misma. Nada temas. Mi padre quiere convertirme en ciego instrumento de su ambición, y también las leyes del honor autorizan mi desobediencia. Parece mentira que ese hombre me haya dado el ser, y, a poderlo dudar, creo que lo dudaría. No hay en el mundo dos seres más diferentes, más incompatibles: él y yo somos los dos polos opuestos de la raza humana. Es un crimen que pesa sobre mi conciencia como una roca, que, como fantasma aterrador, me persigue durante el día y se me aparece en sueños; pero, a pesar de todos mis esfuerzos, no está en mi mano el evitarlo.

ÁNGELA. -  ¡Calla, por Dios!

CONRADO. -  ¡Oh, tú eres, tú, Ángela mía, el único lazo que me liga a la existencia. Ni amenazas ni castigos podrán romperle. Por cada palabra tuya, una nueva lucha, por cada caricia, un nuevo tormento. Y si hay en ti decisión bastante, habla: mañana, hoy mismo, salimos del Ducado; tu madre, que ya lo es mía también, vendrá con nosotros. Cualquier rincón de la tierra nos dará abrigo: la mirada protectora de Dios abarca el mundo entero.

ÁNGELA. -  Ya os lo he dicho, Conrado: hoy nos vemos por la última vez.

CONRADO. -  Ángela, ¿qué significa esto?

ÁNGELA. -  Tal es la voluntad de mi madre.

CONRADO. -  ¡Estoy soñando! Tú no eres la misma. No importa: voy a hablar a tu madre.  (Dirigiéndose a la puerta del aposento en que se halla el MARQUÉS DE POMPILIANI.) 

ÁNGELA. -  ¡Detente!  (Dando un grito y corriendo a cerrarle el paso.) 

CONRADO. -  ¡Qué zozobra! ¡Qué agitación!

ÁNGELA. -  Mi madre ha salido.  (Mirando hacia la puerta, sin poder calmar su ansiedad.) 

CONRADO. -  Pues antes me pareció haber oído ruido en ese aposento.

ÁNGELA. -  (¿Qué le diré?)

CONRADO. -  ¿Por qué miras tanto hacia esa puerta?

ÁNGELA. -  ¡Yo!

CONRADO. -  Permíteme entrar en este aposento.  (Dirigiéndose a la puerta.)  Es un capricho.

ÁNGELA. -  ¡Imposible!  (Poniéndose delante.) 

CONRADO. -  Ahora mismo.  (Asiéndola de un brazo y separándola.) 

ÁNGELA. -  Todo te lo diré.

CONRADO. -  Nada quiero que me digas.

ÁNGELA. -  Oye.

CONRADO. -  Nada oigo. Aparta.  (La rechaza violentamente y abre la puerta.) 

ÁNGELA. -  ¡Oh!

CONRADO. -  ¡Cielos! ¡Un hombre!

ÁNGELA. -  Es...

CONRADO. -  Salid, caballero.



Escena VII

 

DICHOS y el MARQUÉS DE POMPILIANI.

 

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  (¡Valor!)

CONRADO. -  ¿Qué hacéis aquí?

ÁNGELA. -  Moderad vuestra cólera.

CONRADO. -  No vos; el Marqués es quien debe contestar.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Y sepamos, ¿con qué derecho me hacéis esa pregunta?

CONRADO. -  Figuraos que es con el de la fuerza.

ÁNGELA. -  ¿Queréis deshonrarme con un escándalo?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  No diré una palabra.

CONRADO. -  Pues bien: seguidme.

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¿Adónde?

CONRADO. -  ¡Sois un cobarde!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Poco a poco.

CONRADO. -  Venid.



Escena VIII

 

DICHOS, MAGDALENA, a poco JULIETA.

 

MAGDALENA. -  ¿Quién da voces en mi casa?

ÁNGELA. -  ¡Mi madre!

CONRADO. -  Preguntaba a este caballero el objeto de su visita.

MAGDALENA. -   (Al MARQUÉS DE POMPILIANI.)  ¿Sois vos, por ventura, el que me ha enviado un falso aviso que me ha obligado a ausentarme?

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  Yo..., os aseguro...

MAGDALENA. -  Ángela, ¿qué ha sucedido?

ÁNGELA. -  Hoy es día de desgracias; quiera el cielo que ésta sea la última.

JULIETA. -   (Entrando.)  Señora, señora; vengo muerta.

MAGDALENA. -  ¿Qué ocurre?

JULIETA. -  No bien acabábamos de entrar, cuando se han presentado a la puerta varios hombres, mandando abrir en nombre del Príncipe de San Mario.

CONRADO. -  ¡Mi padre!

ÁNGELA. -  ¡Gran Dios!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  (¿Qué vendrá a hacer aquí?)

JULIETA. -  ¿Qué debo hacer?

CONRADO. -  Abrir la puerta.

MAGDALENA. -  ¿Qué otro recurso nos queda?  (Vase JULIETA.)  Lo habrá descubierto todo.  (A su hija.)  ¿Qué te decía yo?

ÁNGELA. -  Ocultaos.

CONRADO. -  ¡Abandonaros en el momento del peligro! ¡Nunca!

MAGDALENA. -  Ocultaos, caballero. ¡Yo hablaré a vuestro padre!

CONRADO. -  ¡Mi deber es defenderos!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  (¡Buena se va a armar!)

CONRADO. -  Corro yo mismo a recibirle.  (Dirigiéndose hacia la puerta del foro.) 



Escena IX

 

DICHOS, el PRÍNCIPE DE SAN MARIO y su comitiva; ALBERTO, que sale del aposento en que se hallaba y queda como estupefacto al ver al PRÍNCIPE DE SAN MARIO.

 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Seguro estaba de encontraros aquí.  (A CONRADO, desde la puerta del foro.) 

ALBERTO. -  ¡Cielos! ¡Él es!  (Se queda retirado cerca del fondo.) 

MAGDALENA. -  Vuestra excelencia me permitirá que le diga...

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Bajando al proscenio.)  ¿Sois la madre de la joven que está presente?

MAGDALENA. -  Sí, señor.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Y vos, señor Marqués, ¿sois también amante de esa muchacha?

CONRADO. -  ¡Padre!

ÁNGELA. -  ¡Dios Mío!

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  (¡Pues me gusta! Cuando él ha sido quien...)

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (A ÁNGELA.)  ¿Sabíais que este joven es hijo mío?

ÁNGELA. -  Lo sabía.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Os ha dicho que os ama?

CONRADO. -  Mil veces a sus pies.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Y no tembláis al veros en mi presencia?

ÁNGELA. -  El inocente no tiembla, y... ya lo veis..., no tiemblo.

MAGDALENA. -  Yo no lo he descubierto hasta ayer, y hoy debían verse por la vez postrera.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿Creéis que puedo dar crédito a semejante enredo?  (MAGDALENA empieza a romper un pañuelo con las manos.) 

CONRADO. -  ¡Por compasión!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Sígueme; sal para siempre de una casa donde se tolera la presencia de dos amantes.

MAGDALENA. -  ¡Qué estáis diciendo!

-MARQUÉS DE POMPILIANI. -   (Al PRÍNCIPE DE SAN MARIO.)  (Pero ya sabéis que yo...)

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Silencio. Por esta vez os perdono; pero el castigo será doblemente severo si en lo sucesivo no ponéis enmienda en vuestra conducta.

CONRADO. -  ¿Y sois vos? ¿Mi padre?... ¡Detesto la vida que me habéis dado!

ÁNGELA. -  Salid, Conrado; yo soy quien os arroja para siempre de esta casa.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Arrojando una bolsa sobre la mesa.)  Añadid este oro al que os haya dado mi hijo, y no hay que hablar más del asunto.  (A CONRADO, dirigiéndose hacia el foro.)  Sígueme.

MAGDALENA y ÁNGELA. -  ¡Oh!

CONRADO. -  ¡Qué iniquidad!

ÁNGELA. -  Perdón, madre mía, perdón. Habéis ultrajado a mi madre. ¡Sois un miserable!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Volviendo al proscenio.)  ¿Qué decís?

ÁNGELA. -  He dicho que sois un miserable.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Insensata!

ÁNGELA. -  Hazaña es de todos los cobardes ultrajar a quien no se puede defender. Y este oro.... ¿que hace aquí este oro? ¿Quién os ha pedido una limosna? Tal vez estéis acostumbrado a comprarlo y venderlo todo con el oro. Pero la pobreza honrada no se vende, ¿lo oís?  (Arrojándole la bolsa a los pies.)  Tomad vuestro dinero.

CONRADO. -  ¿Qué has hecho?

ÁNGELA. -   (Arrojándose en sus brazos.)  ¡Vengar a mi madre!

MAGDALENA. -  Hablaré a Su Alteza. Se lo contaré todo.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Sí, sí. Corred.

MAGDALENA. -  Comprendo: el Duque, ocupado en sus placeres y olvidado de su pueblo, se burlaría de la viuda y la huérfana de un soldado que murió en el campo de batalla, y aplaudiría la hazaña del cortesano adulador.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Su Alteza castigará tanta osadía.

MAGDALENA. -  Eso quiere decir que es tan villano como vos.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Habéis ultrajado a vuestro soberano.  (A su comitiva.)  Apoderaos de esa mujer.

ÁNGELA. -  ¡De ella, no! De mí, de mí, que os he llamado miserable; de mí, que soy la única culpada.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Obedeced.  (Los criados van a apoderarse de ella. CONRADO se coloca delante, desnudando la espada.) 

CONRADO. -  ¡Ay del que se atreva a tocarla!

ÁNGELA. -  ¡Oh! ¡Perdón! ¡Piedad para mi madre!  (Cayendo a los pies del PRÍNCIPE DE SAN MARIO.) 

MAGDALENA. -   (Haciéndola levantarse.)  ¡Levanta!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿No habéis oído?

CONRADO. -  El que dé un paso más, cae muerto a mis pies.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Quitándole la espada.)  Hiéreme a mi si te atreves.

MAGDALENA. -  ¡Vamos!  (Dirigiéndose hacia el foro.) 

CONRADO. -  Yo no me separo de vos.  (Siguiendo a MAGDALENA.) 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Al MARQUÉS DE POMPILIANI.)  (Logré mi objeto. Os dejo el campo libre.)

MARQUÉS DE POMPILIANI. -  ¡Mejor!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Enviadle el aderezo.  (Vase también precipitadamente.) 



Escena X

 

ÁNGELA y ALBERTO.

 

ÁNGELA. -  ¡Y ese hombre es padre!

ALBERTO. -  No, no lo es. Dios no da hijos a esas fieras humanas.

ÁNGELA. -  ¡Qué decís!

ALBERTO. -  ¡Conrado no es su hijo! Necesito hablaros.

ÁNGELA. -  Ahora, a acompañar a mi madre.

ALBERTO. -  ¡Vamos!  (Salen.) 



 
 
FIN DEL ACTO SEGUNDO