Escena I
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ÁNGELA
aparece sentada cerca de una mesa haciendo flores artificiales,
que coloca en un canastillo; poco después MAGDALENA
entra por la puerta del foro.
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ÁNGELA. -
¡Cuánto
tarda hoy! Estará de guardia en Palacio. ¡Qué
largas son las horas contadas minuto por minuto! ¡Conrado!
¡Conrado! En este momento en que yo pienso en él,
él pensará en mí, y pensar en él
es como verle; recordar sus palabras es como oírle.
¿Por qué no he nacido digna de ti? |
MAGDALENA. -
(Entrando.)
¡Ángela! ¡Ángela! |
ÁNGELA. -
¡Mi
madre! |
MAGDALENA. -
Acércame una silla. |
ÁNGELA. -
(Acercándola.)
¡Qué agitada venís! |
MAGDALENA. -
Sí;
me he cansado bastante. (Sentándose.) |
ÁNGELA. -
¡Oh,
no; algo os ha sucedido! |
MAGDALENA. -
Pues bien, no
te engañas. Vengo de muy mal humor. |
ÁNGELA. -
¿Acaso
se ha negado alguna dama a satisfaceros el importe de flores
hechas por mí? No os apuréis por eso. |
MAGDALENA. -
Sí,
sí; de flores se trata ahora. |
ÁNGELA. -
¿Pues
de qué? |
MAGDALENA. -
De una noticia que he oído
dar en la calle. |
ÁNGELA. -
¡Una noticia! |
MAGDALENA. -
Que
corre de lengua en lengua. ¡Ya se ve, el hijo de un Príncipe! |
ÁNGELA. -
¿Habláis de Conrado? |
MAGDALENA. -
Del
mismo, señorita, del mismo. (Levantándose.) |
ÁNGELA. -
¿Qué sucede? |
MAGDALENA. -
(Haciendo
esfuerzos para mostrarse severa.) Vas a saberlo al instante...,
y te advierto que estoy decidida a hacerme obedecer..., y
cuidado conmigo... (Cambiando de tono y afectuosamente.)
Pero prométeme no alarmarte, ni... |
ÁNGELA. -
¿Le
amenaza algún peligro?... |
MAGDALENA. -
(Yendo
de un lado a otro de la escena.) ¡Eso es!... Ya estás
fuera de ti. |
ÁNGELA. -
¡No os enojéis! |
MAGDALENA. -
Desde que ayer descubrí el secreto
de vuestro insensato amor, hice propósito de poner
término a tal desvarío, aunque aparentemente
cedí a vuestras súplicas. Hoy es preciso tomar
una resolución pronta, terminante. ¿Lo entiendes?
Y no hay que venirme con lloriqueos... ¿Estamos? |
ÁNGELA. -
Nunca
me habéis reñido así. |
MAGDALENA. -
¿Quién
se lo hubiera figurado al verle ayer arrojarse a mis pies,
besar mis manos, llorar como un chiquillo?... Vamos, que
me enterneció y no tuve valor para plantarle en la
calle... ¡Y en tanto el muy bribón!... |
ÁNGELA. -
¿En
qué ha podido ofenderos hoy? |
MAGDALENA. -
Yo
me entiendo. Con que lo dicho: ese joven no ha de pisar más
esta casa. |
ÁNGELA. -
¡Madre! |
MAGDALENA. -
¡Silencio!
Nada oigo. Alguna vez se ha de hacer lo que yo mande. |
ÁNGELA. -
Pero
¿qué es lo que habéis oído decir en
la calle? |
MAGDALENA. -
(Parándose y con decisión.)
Conrado... |
ÁNGELA. -
¿Qué? |
MAGDALENA. -
Va
a contraer matrimonio con una dama de Palacio. |
ÁNGELA. -
¡Oh!...
¡Os han engañado! ¡No puede ser!. |
MAGDALENA. -
(Sentándose.)
En hora buena: lo que yo quiero es que hoy mismo le despidas.
Que no vuelva, que nos deje en paz. |
ÁNGELA. -
¡Si
fuese cierto! |
MAGDALENA. -
(Levantándose y haciendo
sentar a su hija.) ¿Qué es eso? Te pones pálida.
Ven: siéntate aquí. Vamos, juicio, tranquilízate.
Como tú has dicho muy bien, pueden haberme engañado. |
ÁNGELA. -
(Levantándose y abrazándola.)
¡Madre mía! |
MAGDALENA. -
Sí; yo bien conozco...;
pero si Conrado no ha de ser nunca esposo tuyo, ¿qué
otro recurso te queda? ¿Qué loca esperanza puedes
abrigar? |
ÁNGELA. -
¿Acaso no puedo amarle mientras
me dure la vida sin que mi conciencia tenga nunca que reconvenirme
la más leve falta? ¿Renunciar a su cariño?
Conozco que no me será posible. Me vio, le vi, y nuestras
almas quedaron unidas para siempre. ¡Para siempre, madre
mía! Quísolo así el Dios protector de
los que nacen para amar y ser amados. |
MAGDALENA. -
Reflexiona,
desdichada, que su padre es inexorable; y si llegase a averiguar... |
ÁNGELA. -
¿Qué haría? |
MAGDALENA. -
Separaros. |
ÁNGELA. -
¿Y cómo se separan los corazones? |
MAGDALENA. -
Puede también castigarte severamente. |
ÁNGELA. -
No convertir el amor en odio. |
MAGDALENA. -
Conrado
cedería al fin al mandato y la amenaza. |
ÁNGELA. -
¡Conrado
no me olvidará nunca! |
MAGDALENA. -
Eso es: complácete
en atormentarme. Vive una veinte años adivinando los
deseos de una hija, enjugando su más infundada lágrima
a costa de cualquier sacrificio, temblando siempre por ella,
afanándose por ella sin cesar. Un día acierta
a pasar por delante de los balcones de la niña un
joven que la mira dulcemente: murmura a la primera ocasión
cuatro halagüeñas frases a su oído, y
la pobre anciana se ve privada al punto de su único
bien en la tierra, el cariño de su hija. Si le advierte
el riesgo que la amenaza, si no la deja correr a una perdición
segura, pronto se la oye exclamar: «Madre inclemente, madre
tirana.» Al tierno consejo opone el más frío
desdén; al justo mandato, la resistencia más
tenaz, y a veces llega a maldecir a la que le ha dado el
ser. |
ÁNGELA. -
¡Por piedad!... |
MAGDALENA. -
Es
muy natural: el galán que se presentó ayer
a sus ojos vale más que la madre que ha envejecido
amándola. |
ÁNGELA. -
No más; no más.
Hoy mismo le daré mi último adiós. |
MAGDALENA. -
(Abrazándola.) Sí, sí,
hija mía; es preciso; no hay otro remedio... En caso
contrario crees que yo... |
Escena IV
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MARQUÉS DE POMPILIANI, a poco ÁNGELA.
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MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Heme ya en campaña.
¡Ahora veremos, encantadora plebeya, si eres capaz de desairarme!...
Triunfaré... ¿Quién lo duda? Sería la
primera que hubiese podido resistir al atractivo de mi persona...
Ya viene... ¡Llegó el momento! (Yendo a su encuentro.) |
ÁNGELA. -
¡Ah! ¿Quién sois? ¿Por dónde
habéis entrado? ¿Qué queréis? |
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
Soy el Marqués de Pompiliani,
uno de los primeros nobles de la Corte, como ya debes saberlo;
he entrado... por alguna parte, puesto que estoy aquí,
y quiero... lo que ya te han dicho mis miradas: que me quieras. |
ÁNGELA. -
Reportaos, caballero. |
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
Sobrada esquivez me parece la tuya,
y te digo francamente... |
ÁNGELA. -
Lo que yo os
digo, caballero, es que salgáis al punto de esta casa. |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
No es poco decir. |
ÁNGELA. -
¿A
qué esperáis? |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Bah!
No te hagas la desdeñosa, picaruela: si al fin y al
cabo has de volverte loca de amor por mí. |
ÁNGELA. -
¡Ese
lenguaje!... |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Efectivamente,
no es el más propio en esta ocasión. Pero me
resta añadir que soy rico, muy rico. |
ÁNGELA. -
Callad;
me avergonzáis. |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
(¡Cuánto
melindre!) |
ÁNGELA. -
Salid. |
MARQUÉS DE
POMPILIANI. -
Esto ya es demasiado; y un hombre de mi
alcurnia... |
ÁNGELA. -
Es el más despreciable
de todos si lo ilustre de su apellido sólo sirve de
máscara a la ruindad de su pecho. |
MARQUÉS
DE POMPILIANI. -
(No, no es muda la niña. Vamos,
ésta es de aquellas que ponen el grito en el cielo
si algo se les pide, y que nada dicen si uno... ) |
ÁNGELA. -
Si
persistís en quedaros, yo seré la que... (Dirigiéndose
a la puerta del foro.) |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Reconozco
mi error; te he ofendido, y en señal de arrepentimiento
voy a darte un abrazo. |
ÁNGELA. -
(Deteniendo al
MARQUÉS DE POMPILIANI.) Apartad. |
MARQUÉS DE
POMPILIANI. -
¡Ingrata! ¡Si tú supieras el regalo
que pienso hacerte! |
ÁNGELA. -
¡Caballero!... |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Y has de prometerme olvidar
a ese badulaque de Conrado, que no te ama, que te está
engañando como a una tonta. Y si no te deja pronto
en libertad, lo he resuelto: muere a mis manos. |
ÁNGELA. -
Salid,
o doy voces por este balcón. (Asomándose a
él.) ¡Cielos! |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
(Asomándose
también.) ¿Qué es eso? ¡Oh! Conrado viene hacia
aquí. (Buena la hemos hecho.) Si salgo, me verá.
(Acercándose a la puerta secreta y empujando con disimulo.)
(Han cerrado por dentro.) |
ÁNGELA. -
¡Huid, huid! |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Huir yo!... Si hubiese
algún aposento donde poder ocultarme... |
ÁNGELA. -
(Si
le halla aquí, su furor nos comprometerá a
todos.) |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
No por miedo,
no; al contrario. Él es atrevido... Yo..., yo me conozco
bien, y quiero evitar una desgracia. |
ÁNGELA. -
Corro
a su encuentro. Escondeos ahí. (Indicando la puerta
de la izquierda, más cercana al proscenio. Vase.) |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Si me descubre hará
un disparate. Estoy seguro. (Entra precipitadamente y cierra
la puerta.) |
Escena V
|
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ÁNGELA, CONRADO y ALBERTO,
sostenido por ambos.
|
CONRADO. -
¡Ánimo! |
ALBERTO. -
Gracias,
hijo mío, gracias. |
ÁNGELA. -
(Acercando
una silla.) Sentaos. |
CONRADO. -
Figúrate que
le he encontrado en el portal, extenuado de hambre y de fatiga,
próximo a desfallecer. |
ÁNGELA. -
¡Pobre
anciano! Venid a aquel aposento: os daré algún
refrigerio, y después podréis dormir. |
ALBERTO. -
¡Oh!,
no tengo fuerzas (Va a levantarse y vuelve a caer en la silla.)
para ponerme en pie. He andado tanto hoy para llegar hasta
aquí..., he sentido tal emoción al pisar el
suelo que me vió nacer... |
CONRADO. -
¿Venís
de fuera? |
ALBERTO. -
Vengo de Escocia, donde he estado
preso veinte años; veinte, hijos míos. |
CONRADO. -
¿Cuál
fue vuestra culpa? |
ALBERTO. -
Cuando españoles
y franceses luchaban encarnizadamente en Italia contra ingleses
y austríacos, formé parte de las tropas de
los primeros. En un reñido combate tuve la fortuna
de matar por mi propia mano a un famoso general inglés
y la desgracia de caer prisionero. Llamado por su Gobierno
el regimiento que tenía en su poder, fui arrastrado
a Inglaterra entre otros muchos que se hallaban en mi misma
situación. |
CONRADO. -
¡Infeliz! |
ALBERTO. -
A
pesar de haber terminado la guerra, he permanecido en un
calabozo, olvidado de los hombres. |
CONRADO. -
Pero al
fin... |
ALBERTO. -
Sí, al fin me han dicho: «Anda,
si puedes, y mendiga un pedazo de pan.» |
CONRADO. -
Yo
procuraré que nada os falte. Vamos, venid y descansad
un momento. |
ALBERTO. -
Dios os lo premie, caritativas
criaturas. |
ÁNGELA. -
No hay mayor consuelo para
un pobre que el de socorrer a otro que lo sea más.
(Ambos ayudan a levantarse a ALBERTO y le conducen a la puerta
de la izquierda de segundo término. CONRADO vuelve
a aparecer en seguida. El MARQUÉS DE POMPILIANI entreabre
la puerta del cuarto en que se hallan.) |
MARQUÉS DE
POMPILIANI. -
Parece que se van... (Al ir a salir ve
a CONRADO, entra precipitadamente en el mismo aposento y
cierra la puerta.) Si pudiera escurrirme... ¡Oh! |
Escena
VI
|
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CONRADO; a poco, ÁNGELA.
|
CONRADO. -
¡Eh!,
me pareció oír hacia ese lado... Tal vez la
señora Magdalena, que acabará de entrar...
¡Yo que esperaba poder hablar a solas con Ángela!
¡Cuán buena! ¡Cuán hermosa! ¡Y quieren que
te olvide, que renuncie a tu amor! ¡Antes a la luz, al aire
que respiro! ¡Oh! (ÁNGELA, que sale del aposento en
que antes entró con ALBERTO.) Ven, siéntate
a mi lado. (Se sienta.) Dame tu mano. (Asiéndola.)
¿Me amas? |
ÁNGELA. -
(¡Y ese hombre que nos estará
escuchando) |
CONRADO. -
¿No me respondes? ¿Estás
distraída? ¿Qué tienes? |
ÁNGELA. -
Yo...,
nada. |
CONRADO. -
Quieren que te olvide, que me una a
otra mujer. |
ÁNGELA. -
Ya lo sabía; esa
noticia ha llegado hasta este humilde albergue. |
CONRADO. -
Y
¿así me lo dices, cuando por ti acabo de exponerme
a la cólera de mi padre, a la de nuestros soberanos,
cuando creí que al saberlo se iba a hacer mil pedazos
tu corazón? |
ÁNGELA. -
Mi madre me ha mandado
que hoy os vea por la última vez. |
CONRADO. -
Ángela,
¿quieres hacerme aún más desgraciado? |
ÁNGELA. -
Quiero
obedecer a mi madre. |
CONRADO. -
Bien lo veo: estás
celosa. ¡Celosa tú! Ingrata: júzgame por ti
misma. Nada temas. Mi padre quiere convertirme en ciego instrumento
de su ambición, y también las leyes del honor
autorizan mi desobediencia. Parece mentira que ese hombre
me haya dado el ser, y, a poderlo dudar, creo que lo dudaría.
No hay en el mundo dos seres más diferentes, más
incompatibles: él y yo somos los dos polos opuestos
de la raza humana. Es un crimen que pesa sobre mi conciencia
como una roca, que, como fantasma aterrador, me persigue
durante el día y se me aparece en sueños; pero,
a pesar de todos mis esfuerzos, no está en mi mano
el evitarlo. |
ÁNGELA. -
¡Calla, por Dios! |
CONRADO. -
¡Oh,
tú eres, tú, Ángela mía, el único
lazo que me liga a la existencia. Ni amenazas ni castigos
podrán romperle. Por cada palabra tuya, una nueva
lucha, por cada caricia, un nuevo tormento. Y si hay en ti
decisión bastante, habla: mañana, hoy mismo,
salimos del Ducado; tu madre, que ya lo es mía también,
vendrá con nosotros. Cualquier rincón de la
tierra nos dará abrigo: la mirada protectora de Dios
abarca el mundo entero. |
ÁNGELA. -
Ya os lo he
dicho, Conrado: hoy nos vemos por la última vez. |
CONRADO. -
Ángela, ¿qué significa esto? |
ÁNGELA. -
Tal es la voluntad de mi madre. |
CONRADO. -
¡Estoy
soñando! Tú no eres la misma. No importa: voy
a hablar a tu madre. (Dirigiéndose a la puerta del
aposento en que se halla el MARQUÉS DE POMPILIANI.) |
ÁNGELA. -
¡Detente! (Dando un grito y corriendo
a cerrarle el paso.) |
CONRADO. -
¡Qué zozobra!
¡Qué agitación! |
ÁNGELA. -
Mi madre
ha salido. (Mirando hacia la puerta, sin poder calmar su
ansiedad.) |
CONRADO. -
Pues antes me pareció haber
oído ruido en ese aposento. |
ÁNGELA. -
(¿Qué
le diré?) |
CONRADO. -
¿Por qué miras tanto
hacia esa puerta? |
ÁNGELA. -
¡Yo! |
CONRADO. -
Permíteme
entrar en este aposento. (Dirigiéndose a la puerta.)
Es un capricho. |
ÁNGELA. -
¡Imposible! (Poniéndose
delante.) |
CONRADO. -
Ahora mismo. (Asiéndola
de un brazo y separándola.) |
ÁNGELA. -
Todo
te lo diré. |
CONRADO. -
Nada quiero que me digas. |
ÁNGELA. -
Oye. |
CONRADO. -
Nada oigo. Aparta.
(La rechaza violentamente y abre la puerta.) |
ÁNGELA. -
¡Oh! |
CONRADO. -
¡Cielos! ¡Un hombre! |
ÁNGELA. -
Es... |
CONRADO. -
Salid, caballero. |
Escena VIII
|
|
DICHOS, MAGDALENA,
a poco JULIETA.
|
MAGDALENA. -
¿Quién da voces
en mi casa? |
ÁNGELA. -
¡Mi madre! |
CONRADO. -
Preguntaba
a este caballero el objeto de su visita. |
MAGDALENA. -
(Al
MARQUÉS DE POMPILIANI.) ¿Sois vos, por ventura, el
que me ha enviado un falso aviso que me ha obligado a ausentarme? |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
Yo..., os aseguro... |
MAGDALENA. -
Ángela, ¿qué ha sucedido? |
ÁNGELA. -
Hoy es día de desgracias; quiera
el cielo que ésta sea la última. |
JULIETA. -
(Entrando.)
Señora, señora; vengo muerta. |
MAGDALENA. -
¿Qué
ocurre? |
JULIETA. -
No bien acabábamos de entrar,
cuando se han presentado a la puerta varios hombres, mandando
abrir en nombre del Príncipe de San Mario. |
CONRADO. -
¡Mi
padre! |
ÁNGELA. -
¡Gran Dios! |
MARQUÉS DE
POMPILIANI. -
(¿Qué vendrá a hacer aquí?) |
JULIETA. -
¿Qué debo hacer? |
CONRADO. -
Abrir
la puerta. |
MAGDALENA. -
¿Qué otro recurso nos
queda? (Vase JULIETA.) Lo habrá descubierto todo.
(A su hija.) ¿Qué te decía yo? |
ÁNGELA. -
Ocultaos. |
CONRADO. -
¡Abandonaros en el momento del peligro! ¡Nunca! |
MAGDALENA. -
Ocultaos, caballero. ¡Yo hablaré
a vuestro padre! |
CONRADO. -
¡Mi deber es defenderos! |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
(¡Buena se va a armar!) |
CONRADO. -
Corro yo mismo a recibirle. (Dirigiéndose
hacia la puerta del foro.) |
Escena IX
|
|
DICHOS, el PRÍNCIPE
DE SAN MARIO y su comitiva; ALBERTO, que sale del aposento
en que se hallaba y queda como estupefacto al ver al PRÍNCIPE
DE SAN MARIO.
|
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Seguro
estaba de encontraros aquí. (A CONRADO, desde la puerta
del foro.) |
ALBERTO. -
¡Cielos! ¡Él es! (Se queda
retirado cerca del fondo.) |
MAGDALENA. -
Vuestra excelencia
me permitirá que le diga... |
PRÍNCIPE DE SAN
MARIO. -
(Bajando al proscenio.) ¿Sois la madre de la
joven que está presente? |
MAGDALENA. -
Sí,
señor. |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Y vos,
señor Marqués, ¿sois también amante
de esa muchacha? |
CONRADO. -
¡Padre! |
ÁNGELA. -
¡Dios
Mío! |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
(¡Pues me
gusta! Cuando él ha sido quien...) |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
(A ÁNGELA.) ¿Sabíais que
este joven es hijo mío? |
ÁNGELA. -
Lo sabía. |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Os ha dicho que os
ama? |
CONRADO. -
Mil veces a sus pies. |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¿Y no tembláis al veros en mi
presencia? |
ÁNGELA. -
El inocente no tiembla, y...
ya lo veis..., no tiemblo. |
MAGDALENA. -
Yo no lo he
descubierto hasta ayer, y hoy debían verse por la
vez postrera. |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿Creéis
que puedo dar crédito a semejante enredo? (MAGDALENA
empieza a romper un pañuelo con las manos.) |
CONRADO. -
¡Por
compasión! |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Sígueme;
sal para siempre de una casa donde se tolera la presencia
de dos amantes. |
MAGDALENA. -
¡Qué estáis
diciendo! |
-MARQUÉS DE POMPILIANI. -
(Al PRÍNCIPE
DE SAN MARIO.) (Pero ya sabéis que yo...) |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Silencio. Por esta vez os perdono; pero
el castigo será doblemente severo si en lo sucesivo
no ponéis enmienda en vuestra conducta. |
CONRADO. -
¿Y
sois vos? ¿Mi padre?... ¡Detesto la vida que me habéis
dado! |
ÁNGELA. -
Salid, Conrado; yo soy quien os
arroja para siempre de esta casa. |
PRÍNCIPE DE SAN
MARIO. -
(Arrojando una bolsa sobre la mesa.) Añadid
este oro al que os haya dado mi hijo, y no hay que hablar
más del asunto. (A CONRADO, dirigiéndose hacia
el foro.) Sígueme. |
MAGDALENA y ÁNGELA. -
¡Oh! |
CONRADO. -
¡Qué iniquidad! |
ÁNGELA. -
Perdón,
madre mía, perdón. Habéis ultrajado
a mi madre. ¡Sois un miserable! |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
(Volviendo
al proscenio.) ¿Qué decís? |
ÁNGELA. -
He
dicho que sois un miserable. |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¡Insensata! |
ÁNGELA. -
Hazaña es de todos los cobardes
ultrajar a quien no se puede defender. Y este oro.... ¿que
hace aquí este oro? ¿Quién os ha pedido una
limosna? Tal vez estéis acostumbrado a comprarlo y
venderlo todo con el oro. Pero la pobreza honrada no se vende,
¿lo oís? (Arrojándole la bolsa a los pies.)
Tomad vuestro dinero. |
CONRADO. -
¿Qué has hecho? |
ÁNGELA. -
(Arrojándose en sus brazos.)
¡Vengar a mi madre! |
MAGDALENA. -
Hablaré a Su
Alteza. Se lo contaré todo. |
PRÍNCIPE DE SAN
MARIO. -
Sí, sí. Corred. |
MAGDALENA. -
Comprendo:
el Duque, ocupado en sus placeres y olvidado de su pueblo,
se burlaría de la viuda y la huérfana de un
soldado que murió en el campo de batalla, y aplaudiría
la hazaña del cortesano adulador. |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Su Alteza castigará tanta osadía. |
MAGDALENA. -
Eso quiere decir que es tan villano como
vos. |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Habéis ultrajado
a vuestro soberano. (A su comitiva.) Apoderaos de esa mujer. |
ÁNGELA. -
¡De ella, no! De mí, de mí,
que os he llamado miserable; de mí, que soy la única
culpada. |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Obedeced. (Los
criados van a apoderarse de ella. CONRADO se coloca delante,
desnudando la espada.) |
CONRADO. -
¡Ay del que se atreva
a tocarla! |
ÁNGELA. -
¡Oh! ¡Perdón! ¡Piedad
para mi madre! (Cayendo a los pies del PRÍNCIPE
DE SAN MARIO.) |
MAGDALENA. -
(Haciéndola levantarse.)
¡Levanta! |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿No habéis
oído? |
CONRADO. -
El que dé un paso más,
cae muerto a mis pies. |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
(Quitándole
la espada.) Hiéreme a mi si te atreves. |
MAGDALENA. -
¡Vamos!
(Dirigiéndose hacia el foro.) |
CONRADO. -
Yo no
me separo de vos. (Siguiendo a MAGDALENA.) |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
(Al MARQUÉS DE POMPILIANI.) (Logré
mi objeto. Os dejo el campo libre.) |
MARQUÉS DE POMPILIANI. -
¡Mejor! |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Enviadle el aderezo.
(Vase también precipitadamente.) |