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ArribaActo quinto

La misma decoración de los actos segundo y tercero.


Escena I

 

ARALDI y MAGDALENA.

 

ARALDI. -  No temáis; confiad en mis promesas.

MAGDALENA. -  No dudo de vuestro saber, pero soy madre y mi hija padece.

ARALDI. -  Clara prueba os doy de que me intereso por ella, cuando a tan altas horas de la noche vengo a visitarla.

MAGDALENA. -  ¡Nos ha dado un susto!... No quería decíroslo por temor de enojaros. Agotadas sus fuerzas, creímos que se había tranquilizado; fuimos a prepararle una bebida, y cuando volvimos después de breves instantes, había desaparecido. Salimos a la calle y la buscamos en vano. ¡Temí haberme quedado sin hija! Al cabo de una hora nos la trajo una dama de Palacio. ¡Qué hora!

ARALDI. -  (¡Pobre mujer!... Me da lástima...)

MAGDALENA. -  Me habéis ofrecido salvarla. No lo olvidéis. Somos pobres..., pero podéis llevaros por de pronto todo lo que haya en la casa; y después, cuanto ganemos en un año, en dos, en tres, en los que queráis, será para vos... ¡Con tal de que mi hija no se muera!... ¡La quiero tanto! ¡Es tan desgraciada!

ARALDI. -  A mi me bastará la satisfacción de... (Acabemos de una vez. Me creí con más valor.) Dadme un vaso de agua.  (MAGDALENA entra en su cuarto y vuelve en seguida con un vaso de agua.) 

MAGDALENA. -  Tomad.

ARALDI. -   (Sacando un frasquito y echando algunas gotas de su contenido en el vaso de agua.)  Diez o doce gotas de este licor bastarán... No se negará a tomarlo; ya veis, parece agua clara.

MAGDALENA. -  ¿Y creéis que logrará algún alivio?

ARALDI. -  Pronto dejará de padecer.

MAGDALENA. -  ¿De veras? ¿Descansará?

ARALDI. -  Sí; ¡descansará!

MAGDALENA. -  ¡Oh señor, dejadme besar vuestra mano!

ARALDI. -   (Turbado y deteniéndola.)  ¿Qué hacéis?

MAGDALENA. -  Mirad; ella viene.

ARALDI. -  Es muy tarde; me retiro.

MAGDALENA. -  El cielo os bendiga. Mi hija y yo.... ¡yo también!, os deberemos la existencia.

ARALDI. -  (Era preciso. El Príncipe me aguardará impaciente.)  (Vase.) 



Escena II

 

MAGDALENA, ÁNGELA y luego JULIETA.

 

ÁNGELA. -   (Sale lentamente y va a sentarse en una silla que habrá cerca de la mesa en el lado opuesto.)  ¿Ha venido Conrado?

MAGDALENA. -  Todavía no.

ÁNGELA. -  No vendrá; va a partir a la guerra.

MAGDALENA. -   (Acercándose a ella con la mayor ternura.)  ¡Infeliz! ¿Tienes sed?

ÁNGELA. -  No.

MAGDALENA. -   (Tomando el vaso de agua y queriendo hacerla beber.)  Vamos, bebe un poco.

ÁNGELA. -  Agua, no; no quiero agua.

MAGDALENA. -  Yo te lo ruego.

ÁNGELA. -   (Exasperándose.)  No; he dicho que no. ¡Parte hoy! ¡Quiere dejarse matar!

MAGDALENA. -   (A JULIETA, que sale. Deja el vaso encima de la mesa.)  ¡Ah! ¿Eres tú? ¿Le has visto?

JULIETA. -  Sí.

MAGDALENA. -  ¿Le hallaste en Palacio?

JULIETA. -  Estabais bien informada. Esta noche había baile; pero cuando yo llegué ya salían todos en desorden, hablando acaloradamente. Esta circunstancia favoreció mi entrada. Di con el señor Conrado y le entregué vuestro billete. Me ha respondido que vendrá al punto.

MAGDALENA. -  ¿Cómo has tardado tanto?

JULIETA. -  Al volver no me dejaban pasar por esa otra calle.

MAGDALENA. -  ¿Quién?

JULIETA. -  Unos soldados que, según me he podido enterar, estaban guardando la puerta de la casa que forma esquina con ésta, adonde han venido a prender a uno.

MAGDALENA. -  Pero Conrado vendrá, ¿no es esto? ¡Ojalá que no se frustren nuestras esperanzas! ¡Mírala!... Se niega a tomar una medicina que el médico ha encarecido mucho.

JULIETA. -  ¡Eh! Condenados jaropes, que no sirven para nada. La presencia del señor Conrado sí que será una excelente medicina...

MAGDALENA. -  Sin embargo...  (ÁNGELA permanece sentada y con la vista fija.) 

JULIETA. -  Ahora está tranquila; no la exasperéis, que será lo peor...

ÁNGELA. -  ¡No vendrá!

MAGDALENA. -  ¿La oyes?

JULIETA. -  Dejadle ahí el vaso, y tal vez ella, sin que nadie se lo diga...  (Mirando el vaso, sin moverse de su sitio.)  Parece agua. Y nosotras vamos a esperar afuera al señor Conrado, no vaya a entrarse aquí antes de que le hayamos dicho...

MAGDALENA. -   (Señalando a ÁNGELA.)  Sí; quiero enterarle detalladamente de su estado, de las frases que pronuncia en su delirio, y manifestarle cuánto esperamos de esta entrevista.

JULIETA. -  Me parece que suben la escalera.

MAGDALENA. -  Vamos.  (Vanse ambas y cierran la puerta del foro.) 



Escena III

ÁNGELA.-  ¡No vendrá: va a partir a la guerra; me cree culpable!  (Se levanta y empieza a pasear por la escena. Da un grito y hace ademán de ponerse a escuchar.)  ¡Oh! ¡Ruido de tambores! ¡Cuántos soldados! Llevan las banderas desplegadas. Irán a la guerra.  (Colocada en la mitad de la escena y mirando a cualquier lado.)  ¿Partirá Conrado con ellos? No le veo. Pasan..., pasan tantos...; sí, allí va..., aquél es... Le llamaré. ¡Conrado, Conrado! No me oye con el ruido de los tambores... Ran..., ran.... plan..., plan... Ya se va alejando... Apenas se percibe. Han llegado a la orilla del mar... Se embarcan..., el viento hincha las velas..., las naves parten, y corren, y vuelan por las olas... ¡Vientos de la mar, apiadaos de mí; no prestéis impulso a la nave que me lo arrebata! ¡Qué lejos van ya..., qué lejos..., qué lejos...!; pero yo los veo todavía... ¡Oh! Allí se divisa el enemigo, que los aguarda ansioso. ¡Ya están frente a frente! ¡Detenedlo! ¡Corred! ¡Cobardes!... ¡Si yo estuviera a su lado!... ¡Van a herirle!... ¡Le hirieron!... ¡Va a caer!... ¡Jesús! ¡Cayó!  (Se cubre el rostro, horrorizada. Pausa. Arrodillándose en medio de la escena y elevando las manos al cielo.)  Un ángel baja de las nubes, se inclina hacia Conrado y le dice al oído: «Ángela es inocente. Dios permite que te levantes y vayas a buscarla para que ambos subáis juntos al cielo.»  (Poniéndose de pie.)  ¡Conrado se levanta! ¡Qué pálido está! ¡Cuánta sangre brota de su herida! Su planta se desliza por la superficie del mar...; viene en las alas del viento... Ya entra en la ciudad...; ya llega a esta casa...; ya oigo sus pasos en la escalera...; ya llega a esa puerta...; ya la abre...  (CONRADO abre la puerta en este momento y entra.)  ¡Oh! ¡Ya está aquí!  (Corriendo a arrojarse en sus brazos.)  ¡Ya está aquí!



Escena IV

 

ÁNGELA y CONRADO.

 

CONRADO. -  ¡Ángela!

ÁNGELA. -  ¡Te esperaba! ¡Oh!  (Mirándole al pecho y retrocediendo espantada.) 

CONRADO. -  ¿Qué miras?

ÁNGELA. -  La sangre que brota de tu herida.

CONRADO. -  ¿Qué herida?

ÁNGELA. -  Esa que tienes en el pecho.  (Poniéndole el delantal donde cree ver la herida.)  Deja, tal vez logre restañar... ¡Sale tanta! Mira, me he manchado las manos. ¡Mis manos tintas en sangre tuya! ¡La mía se hiela de horror!  (Restregándose las manos.)  ¡Y no se quita..., no se quita!...

CONRADO. -  Escúchame, Ángela...  (Asiéndole ambas manos y mirándola fijamente.)  Vuelve a la razón. Quería huir y vuelvo a tu lado. Quería aborrecerte y no te aborrezco... Soy tu igual. Dime que me ciega un funesto error, y en lazo eterno viviremos dichosos toda la vida.

ÁNGELA. -  Sí, muy dichosos...

CONRADO. -  Recuerda lo que anoche pasó aquí. Mírame; recobra tus sentidos. ¿Amas a aquel hombre? No, no puedes amarlo. En todo cuanto ha sucedido debe haber algún misterio que no puedo comprender.

ÁNGELA. -  No me mires así; tu mirada me hace daño.

CONRADO. -  Ángela, ¿me amas?

ÁNGELA. -  Ven aquí.  (Llevándole a un ángulo del teatro.) 

CONRADO. -  Nadie nos oye; habla sin temor.

ÁNGELA. -  ¿Que si te amo? Sí; te amo con amor puro como el rocío, eterno como el alma.

CONRADO. -  ¿Y he podido dudarlo? Pero explícamelo todo. ¿Por qué escribiste al Marqués aquella carta?

ÁNGELA. -   (Como recordando.)  ¿Al Marqués? ¿Una carta?

CONRADO. -  Le dabas en ella una cita.

ÁNGELA. -  Sí; me acuerdo bien.

CONRADO. -  Y ese hombre entró aquí.

ÁNGELA. -  ¿Y tú le viste?

CONRADO. -  Y creí que me habías engañado.

ÁNGELA. -  Y cuando iba a decirte la verdad, aquella mano helada que asió la mía...

CONRADO. -  (¡Vuelve a desvariar!)

ÁNGELA. -   (Como si hablase con el PRÍNCIPE DE SAN MARIO.)  ¡No la matéis! ¡Es mi madre! Sí, sí, escribiré. Papel, pluma.  (Se sienta cerca de la mesa, dobla papel, coge una pluma precipitadamente y empieza a escribir.)  Todo lo que queráis.

CONRADO. -  Vuelve en ti. ¿Qué venía a hacer ese hombre a tu casa?

ÁNGELA. -  Venía a verme. Nos queremos mucho; me ha regalado brillantes. ¿Pensabas que mi fe había de ser eterna? Ya ves como no.

CONRADO. -  No prosigas.

ÁNGELA. -  ¿Por qué? Solemne chasco te hemos dado. (Mi madre vivirá.)

CONRADO. -  ¡Basta!

ÁNGELA. -  No, no puedo hablar. ¡Por todas partes hay ojos que me acechan, oídos que me escuchan, manos que me detienen!... Callaré, callaré; aunque partas, aunque te maten, aunque me aborrezcas, callaré, callaré, ¡callaré!  (Entra precipitadamente en el aposento de la izquierda, en segundo término.) 



Escena V

 

CONRADO, MAGDALENA y ALBERTO.

 

MAGDALENA. -  ¿Qué habéis logrado?

CONRADO. -  Confundirme más y más.

ALBERTO. -  Vengo en tu busca. Araldi ha sido preso al ir a entrar en su casa, cercada por los soldados encargados de arrestar al Príncipe, y ha dicho que quiere hacer en seguida una declaración muy importante.

CONRADO. -  ¿Y el Príncipe?

ALBERTO. -  No le han hallado en casa de Araldi. Los soldados salen ya convencidos de que no está en ella. Permanecerán, sin embargo, guardando la puerta.

CONRADO. -  Corramos a averiguar lo que dice Araldi.

MAGDALENA. -  ¿Os vais?

ALBERTO. -  Volverá conmigo.  (Vase, cerrando la puerta del foro.) 

MAGDALENA. -  ¡Hija desventurada!  (Entra en el aposento donde se supone que se halla su hija; la puerta queda cerrada.) 



Escena VI

 

El PRÍNCIPE DE SAN MARIO, solo, entreabriendo con gran precaución la puerta secreta.

 

  ¡Nadie!  (Entra con rostro pálido y desencajado. Corre hacia el balcón y se asoma.)  ¡Oh! También hay soldados en esta calle, y se divisa el resplandor de las luces de los que están en la otra. ¡Tampoco por aquí puedo salir! ¡Oh!  (Dando un grito y mirando hacia la puerta secreta.)  Creí que venían siguiéndome, que abrían esa puerta. No; ya han abandonado esa casa fatal, y yo he podido salir del estrecho recinto en donde me ahogaba... ¡Al fin puedo respirar! He oído lo que hablaban. ¡Descubierto mi secreto! Ayer, Príncipe; hoy... ¡Yo preso, yo encerrado en una cárcel!  (Volviendo a asomarse al balcón.)  Todavía no se han ido. ¡No, no se irán! ¿Qué haré? En esa casa volverán a entrar, y entonces quizá, den conmigo... Aquí me verán. ¡Oh! Me arrojaré a los pies de esas mujeres, ¡les pediré perdón! ¿Y Araldi? ¿Lo habrán preso al salir? ¿Habrá huido? ¡Y no me veré vengado!... ¡Conrado! ¡Un día, uno solo, para gozarme en tu desesperación! Apenas puedo tenerme en pie. Una sed devoradora abrasa mi pecho.  (Va con paso trémulo hacia la silla que habrá cerca de la mesa, se deja caer en ella y ve el vaso de agua.)  ¡Ah!  (Bebe con ansia.)  ¡Me siento con nuevo vigor para arrostrar nuevos infortunios!  (Se asoma otra vez al balcón.)  Ya han desaparecido esos hombres. Tampoco se divisa el resplandor de las antorchas. Salgamos.  (Dirigiéndose a la puerta del foro.)  ¡Suben por la escalera!  (Corre a la puerta secreta, la abre y vuelve a cerrarla con rapidez.)  ¡Fatalidad! Luces en esta casa. Han vuelto a entrar en ella. ¡Aquí!  (Abre la puerta del aposento de la izquierda, en primer término, y entra en él, volviendo a cerrar la puerta.) 



Escena VII

 

La CONDESA y JULIETA; en seguida, MAGDALENA; a poco, CONRADO, ALBERTO y ÁNGELA; luego, el PRÍNCIPE DE SAN MARIO.

 

CONDESA ADELAIDA. -  ¿Dónde está? Que venga corriendo. Quizá sea tarde.  (Entra JULIETA en el aposento donde está MAGDALENA.) 

MAGDALENA. -  ¡Qué me queréis?

CONDESA ADELAIDA. -  Esta noche ha estado aquí el médico de vuestra hija.

MAGDALENA. -  ¡Sí!

CONRADO. -   (Entrando con ALBERTO.)  ¡Ángela! ¡Ángela!

ÁNGELA. -   (Saliendo de su aposento.)  ¡Su voz!

CONRADO. -  ¡Vive!

MAGDALENA. -  ¿Qué queréis decir?

CONDESA ADELAIDA. -  El médico de vuestra hija ha sido preso.

ALBERTO. -  Y acaba de declarar...

CONRADO. -  ¿Dónde está un vaso de agua en que vertió, algunas gotas de un licor que traía consigo?

MAGDALENA. -  Aquí lo dejé. Vedlo.

CONRADO. -  ¡Vacío!

MAGDALENA. -  Ese vaso...

CONRADO. -  ¡Contenía un veneno!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Oh!  (Sale dando un grito espantoso, y se queda como petrificado en un ángulo de la escena.) 

CONRADO. -  ¡Vos aquí?

CONDESA ADELAIDA. -  ¡Cielos!

MAGDALENA. -  ¡Socorro! ¡Mi hija está envenenada!

CONRADO. -  Pidamos auxilio.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  No es menester. Contra ese veneno no hay antídoto... Yo he apurado hasta la última gota lo que contenía ese vaso.

CONRADO. -  Él.

CONDESA y MAGDALENA. -  ¡Oh!  (Pausa, durante la cual todos observan con espanto las desencajadas facciones del PRÍNCIPE DE SAN MARIO, ocupando el ala derecha de la escena; él permanece en el lado opuesto, silencioso y sombrío, ÁNGELA le señala con el dedo.) 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Como consigo mismo.)  Voy a morir... No hay remedio. ¡Para qué tantos afanes!... ¡Para qué tantos delitos!... ¡En esto vienen a parar las riquezas, el orgullo, el poder, la ambición! «Un día llegará en que todos seamos iguales.... os emplazo para ese día...» Ella lo dijo... ¡Qué helado sudor!... ¡Qué ansiedad!...

ÁNGELA. -   (Bajo, a CONRADO.)  Ése..., ése puede explicarlo todo.  (El PRÍNCIPE DE SAN MARIO se pasa la mano por la frente, como para limpiarse el sudor. Después se oprime con ambas el pecho, dando muestras de los dolores que empiezan a atormentarle.) 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Y moriré maldito!  (Como sintiéndose acometido por una idea repentina. Levanta las manos al cielo con paso trémulo y pausado, y se dirige hacia ÁNGELA, que va retrocediendo a medida que el PRÍNCIPE DE SAN MARIO se le acerca.) 

ÁNGELA. -  ¡Ése!... ¡Ése!  (Retrocediendo. Cuando el PRÍNCIPE DE SAN MARIO está a su lado, se deja caer a sus plantas con un temblor convulsivo, inclinando la frente.) 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Perdón!

CONRADO. -  ¡Qué miro!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡El crimen a los pies de la virtud!  (Sin levantarse hasta que lo indique la acotación.) 

ÁNGELA. -  ¡Así! ¡Así!...

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Ángela, óyeme y responde: ¿No es verdad que un día hallaste en tu casa al Marqués, sin saber por dónde había entrado?

ÁNGELA. -  Sí.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Entró por una puerta secreta que hay en esa pared.

CONRADO. -  ¡Oh!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿No es verdad que yo vine aquí, y ofreciéndote salvar a tu madre te obligué a escribir una carta?

ÁNGELA. -  Sí, eso es.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¿No te la dicté yo mismo?

ÁNGELA. -  Sí, eso es.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Y cuando fuiste a revelárselo a Conrado, ¿no sintió tu mano el contacto de la mía?

ÁNGELA. -  ¡Gran Dios! ¡Qué velo se descorre ante mi vista!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Era yo: había entrado por esa puerta.

ÁNGELA. -  ¡Madre! ¡Conrado!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Oye, Ángela, oye aún.  (Su voz se va debilitando, y cada vez da mayores muestras de los dolores que sufre.)  ¿No es verdad que tienes lástima de mí? ¿No es verdad que me perdonas?

ÁNGELA. -  ¡Oh!  (Tendiéndole una mano, que el PRÍNCIPE DE SAN MARIO besa.) 

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -   (Levantándose con gran trabajo, ayudado por la CONDESA y ALBERTO, cae en una silla.)  ¿Y tu, Dios mío, me perdonarás también?

CONDESA ADELAIDA. -  ¡Su piedad es infinita!

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  ¡Grande es mi culpa!

CONRADO. -  No tanto como su misericordia.

PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -  Le arrebaté la razón: se la devuelvo; mancillé su honra: la rehabilito; quise separaros: os uno; os aborrecí: os amo.  (Enlazando las manos de ambos jóvenes, que caen a sus pies.)  ¡Adiós! Me he castigado por mi propia mano... Rogad por mí... ¡Dios mío!.... ¡per... dó... na... me!  (Expira.) 

ÁNGELA. -  ¡Dios mío! ¡Misericordia!  (Cuadro. Ambos jóvenes a los pies del PRÍNCIPE DE SAN MARIO; ALBERTO sostiene su cabeza, colocado detrás de la silla. MAGDALENA, a un lado. La CONDESA, a otro.) 





 
 
Fin del drama