La misma decoración de los actos segundo y tercero.
Escena I
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ARALDI y MAGDALENA.
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ARALDI. -
No temáis;
confiad en mis promesas. |
MAGDALENA. -
No dudo de vuestro
saber, pero soy madre y mi hija padece. |
ARALDI. -
Clara
prueba os doy de que me intereso por ella, cuando a tan altas
horas de la noche vengo a visitarla. |
MAGDALENA. -
¡Nos
ha dado un susto!... No quería decíroslo por
temor de enojaros. Agotadas sus fuerzas, creímos que
se había tranquilizado; fuimos a prepararle una bebida,
y cuando volvimos después de breves instantes, había
desaparecido. Salimos a la calle y la buscamos en vano. ¡Temí
haberme quedado sin hija! Al cabo de una hora nos la trajo
una dama de Palacio. ¡Qué hora! |
ARALDI. -
(¡Pobre
mujer!... Me da lástima...) |
MAGDALENA. -
Me habéis
ofrecido salvarla. No lo olvidéis. Somos pobres...,
pero podéis llevaros por de pronto todo lo que haya
en la casa; y después, cuanto ganemos en un año,
en dos, en tres, en los que queráis, será para
vos... ¡Con tal de que mi hija no se muera!... ¡La quiero
tanto! ¡Es tan desgraciada! |
ARALDI. -
A mi me bastará
la satisfacción de... (Acabemos de una vez. Me creí
con más valor.) Dadme un vaso de agua. (MAGDALENA
entra en su cuarto y vuelve en seguida con un vaso de agua.) |
MAGDALENA. -
Tomad. |
ARALDI. -
(Sacando un frasquito
y echando algunas gotas de su contenido en el vaso de agua.)
Diez o doce gotas de este licor bastarán... No se
negará a tomarlo; ya veis, parece agua clara. |
MAGDALENA. -
¿Y
creéis que logrará algún alivio? |
ARALDI. -
Pronto
dejará de padecer. |
MAGDALENA. -
¿De veras? ¿Descansará? |
ARALDI. -
Sí; ¡descansará! |
MAGDALENA. -
¡Oh
señor, dejadme besar vuestra mano! |
ARALDI. -
(Turbado
y deteniéndola.) ¿Qué hacéis? |
MAGDALENA. -
Mirad;
ella viene. |
ARALDI. -
Es muy tarde; me retiro. |
MAGDALENA. -
El
cielo os bendiga. Mi hija y yo.... ¡yo también!, os
deberemos la existencia. |
ARALDI. -
(Era preciso. El
Príncipe me aguardará impaciente.) (Vase.)
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Escena II
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MAGDALENA, ÁNGELA y luego JULIETA.
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ÁNGELA. -
(Sale lentamente y va a sentarse en
una silla que habrá cerca de la mesa en el lado opuesto.)
¿Ha venido Conrado? |
MAGDALENA. -
Todavía no. |
ÁNGELA. -
No vendrá; va a partir a la guerra. |
MAGDALENA. -
(Acercándose a ella con la mayor
ternura.) ¡Infeliz! ¿Tienes sed? |
ÁNGELA. -
No. |
MAGDALENA. -
(Tomando el vaso de agua y queriendo hacerla
beber.) Vamos, bebe un poco. |
ÁNGELA. -
Agua, no;
no quiero agua. |
MAGDALENA. -
Yo te lo ruego. |
ÁNGELA. -
(Exasperándose.)
No; he dicho que no. ¡Parte hoy! ¡Quiere dejarse matar! |
MAGDALENA. -
(A JULIETA, que sale. Deja el vaso encima
de la mesa.) ¡Ah! ¿Eres tú? ¿Le has visto? |
JULIETA. -
Sí. |
MAGDALENA. -
¿Le hallaste en Palacio? |
JULIETA. -
Estabais
bien informada. Esta noche había baile; pero cuando
yo llegué ya salían todos en desorden, hablando
acaloradamente. Esta circunstancia favoreció mi entrada.
Di con el señor Conrado y le entregué vuestro
billete. Me ha respondido que vendrá al punto. |
MAGDALENA. -
¿Cómo
has tardado tanto? |
JULIETA. -
Al volver no me dejaban
pasar por esa otra calle. |
MAGDALENA. -
¿Quién? |
JULIETA. -
Unos soldados que, según me he podido
enterar, estaban guardando la puerta de la casa que forma
esquina con ésta, adonde han venido a prender a uno. |
MAGDALENA. -
Pero Conrado vendrá, ¿no es esto?
¡Ojalá que no se frustren nuestras esperanzas! ¡Mírala!...
Se niega a tomar una medicina que el médico ha encarecido
mucho. |
JULIETA. -
¡Eh! Condenados jaropes, que no sirven
para nada. La presencia del señor Conrado sí
que será una excelente medicina... |
MAGDALENA. -
Sin
embargo... (ÁNGELA permanece sentada y con la vista
fija.) |
JULIETA. -
Ahora está tranquila; no la
exasperéis, que será lo peor... |
ÁNGELA. -
¡No
vendrá! |
MAGDALENA. -
¿La oyes? |
JULIETA. -
Dejadle
ahí el vaso, y tal vez ella, sin que nadie se lo diga...
(Mirando el vaso, sin moverse de su sitio.) Parece agua.
Y nosotras vamos a esperar afuera al señor Conrado,
no vaya a entrarse aquí antes de que le hayamos dicho... |
MAGDALENA. -
(Señalando a ÁNGELA.) Sí;
quiero enterarle detalladamente de su estado, de las frases
que pronuncia en su delirio, y manifestarle cuánto
esperamos de esta entrevista. |
JULIETA. -
Me parece que
suben la escalera. |
MAGDALENA. -
Vamos. (Vanse ambas
y cierran la puerta del foro.) |
Escena IV
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ÁNGELA y CONRADO.
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CONRADO. -
¡Ángela! |
ÁNGELA. -
¡Te esperaba! ¡Oh! (Mirándole
al pecho y retrocediendo espantada.) |
CONRADO. -
¿Qué
miras? |
ÁNGELA. -
La sangre que brota de tu herida. |
CONRADO. -
¿Qué herida? |
ÁNGELA. -
Esa
que tienes en el pecho. (Poniéndole el delantal donde
cree ver la herida.) Deja, tal vez logre restañar...
¡Sale tanta! Mira, me he manchado las manos. ¡Mis manos tintas
en sangre tuya! ¡La mía se hiela de horror! (Restregándose
las manos.) ¡Y no se quita..., no se quita!... |
CONRADO. -
Escúchame,
Ángela... (Asiéndole ambas manos y mirándola
fijamente.) Vuelve a la razón. Quería huir
y vuelvo a tu lado. Quería aborrecerte y no te aborrezco...
Soy tu igual. Dime que me ciega un funesto error, y en lazo
eterno viviremos dichosos toda la vida. |
ÁNGELA. -
Sí,
muy dichosos... |
CONRADO. -
Recuerda lo que anoche pasó
aquí. Mírame; recobra tus sentidos. ¿Amas a
aquel hombre? No, no puedes amarlo. En todo cuanto ha sucedido
debe haber algún misterio que no puedo comprender. |
ÁNGELA. -
No me mires así; tu mirada me
hace daño. |
CONRADO. -
Ángela, ¿me amas? |
ÁNGELA. -
Ven aquí. (Llevándole
a un ángulo del teatro.) |
CONRADO. -
Nadie nos
oye; habla sin temor. |
ÁNGELA. -
¿Que si te amo?
Sí; te amo con amor puro como el rocío, eterno
como el alma. |
CONRADO. -
¿Y he podido dudarlo? Pero
explícamelo todo. ¿Por qué escribiste al Marqués
aquella carta? |
ÁNGELA. -
(Como recordando.) ¿Al
Marqués? ¿Una carta? |
CONRADO. -
Le dabas en ella
una cita. |
ÁNGELA. -
Sí; me acuerdo bien. |
CONRADO. -
Y ese hombre entró aquí. |
ÁNGELA. -
¿Y
tú le viste? |
CONRADO. -
Y creí que me
habías engañado. |
ÁNGELA. -
Y cuando
iba a decirte la verdad, aquella mano helada que asió
la mía... |
CONRADO. -
(¡Vuelve a desvariar!) |
ÁNGELA. -
(Como si hablase con el PRÍNCIPE
DE SAN MARIO.) ¡No la matéis! ¡Es mi madre! Sí,
sí, escribiré. Papel, pluma. (Se sienta cerca
de la mesa, dobla papel, coge una pluma precipitadamente
y empieza a escribir.) Todo lo que queráis. |
CONRADO. -
Vuelve
en ti. ¿Qué venía a hacer ese hombre a tu casa? |
ÁNGELA. -
Venía a verme. Nos queremos mucho;
me ha regalado brillantes. ¿Pensabas que mi fe había
de ser eterna? Ya ves como no. |
CONRADO. -
No prosigas. |
ÁNGELA. -
¿Por qué? Solemne chasco te hemos
dado. (Mi madre vivirá.) |
CONRADO. -
¡Basta! |
ÁNGELA. -
No, no puedo hablar. ¡Por todas partes
hay ojos que me acechan, oídos que me escuchan, manos
que me detienen!... Callaré, callaré; aunque
partas, aunque te maten, aunque me aborrezcas, callaré,
callaré, ¡callaré! (Entra precipitadamente
en el aposento de la izquierda, en segundo término.)
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Escena
VII
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La CONDESA y JULIETA; en seguida, MAGDALENA; a poco,
CONRADO, ALBERTO y ÁNGELA; luego, el PRÍNCIPE
DE SAN MARIO.
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CONDESA ADELAIDA. -
¿Dónde está?
Que venga corriendo. Quizá sea tarde. (Entra JULIETA
en el aposento donde está MAGDALENA.) |
MAGDALENA. -
¡Qué
me queréis? |
CONDESA ADELAIDA. -
Esta noche ha
estado aquí el médico de vuestra hija. |
MAGDALENA. -
¡Sí! |
CONRADO. -
(Entrando con ALBERTO.) ¡Ángela! ¡Ángela! |
ÁNGELA. -
(Saliendo de su aposento.) ¡Su voz! |
CONRADO. -
¡Vive! |
MAGDALENA. -
¿Qué queréis
decir? |
CONDESA ADELAIDA. -
El médico de vuestra
hija ha sido preso. |
ALBERTO. -
Y acaba de declarar... |
CONRADO. -
¿Dónde está un vaso de agua
en que vertió, algunas gotas de un licor que traía
consigo? |
MAGDALENA. -
Aquí lo dejé. Vedlo. |
CONRADO. -
¡Vacío! |
MAGDALENA. -
Ese vaso... |
CONRADO. -
¡Contenía un veneno! |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¡Oh! (Sale dando un grito espantoso,
y se queda como petrificado en un ángulo de la escena.) |
CONRADO. -
¡Vos aquí? |
CONDESA ADELAIDA. -
¡Cielos! |
MAGDALENA. -
¡Socorro! ¡Mi hija está envenenada! |
CONRADO. -
Pidamos auxilio. |
PRÍNCIPE DE SAN
MARIO. -
No es menester. Contra ese veneno no hay antídoto...
Yo he apurado hasta la última gota lo que contenía
ese vaso. |
CONRADO. -
Él. |
CONDESA y MAGDALENA. -
¡Oh!
(Pausa, durante la cual todos observan con espanto las desencajadas
facciones del PRÍNCIPE
DE SAN MARIO, ocupando el ala
derecha de la escena; él permanece en el lado opuesto,
silencioso y sombrío, ÁNGELA le señala
con el dedo.) |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
(Como
consigo mismo.) Voy a morir... No hay remedio. ¡Para qué
tantos afanes!... ¡Para qué tantos delitos!... ¡En
esto vienen a parar las riquezas, el orgullo, el poder, la
ambición! «Un día llegará en que todos
seamos iguales.... os emplazo para ese día...» Ella
lo dijo... ¡Qué helado sudor!... ¡Qué ansiedad!... |
ÁNGELA. -
(Bajo, a CONRADO.) Ése..., ése
puede explicarlo todo. (El PRÍNCIPE
DE SAN MARIO se
pasa la mano por la frente, como para limpiarse el sudor.
Después se oprime con ambas el pecho, dando muestras
de los dolores que empiezan a atormentarle.) |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¡Y moriré maldito! (Como sintiéndose
acometido por una idea repentina. Levanta las manos al cielo
con paso trémulo y pausado, y se dirige hacia ÁNGELA,
que va retrocediendo a medida que el PRÍNCIPE
DE SAN MARIO se le acerca.) |
ÁNGELA. -
¡Ése!...
¡Ése! (Retrocediendo. Cuando el PRÍNCIPE
DE SAN MARIO está a su lado, se deja caer a sus plantas
con un temblor convulsivo, inclinando la frente.) |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¡Perdón! |
CONRADO. -
¡Qué
miro! |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¡El crimen a los
pies de la virtud! (Sin levantarse hasta que lo indique la
acotación.) |
ÁNGELA. -
¡Así! ¡Así!... |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Ángela, óyeme
y responde: ¿No es verdad que un día hallaste en tu
casa al Marqués, sin saber por dónde había
entrado? |
ÁNGELA. -
Sí. |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Entró por una puerta secreta que
hay en esa pared. |
CONRADO. -
¡Oh! |
PRÍNCIPE DE
SAN MARIO. -
¿No es verdad que yo vine aquí, y
ofreciéndote salvar a tu madre te obligué a
escribir una carta? |
ÁNGELA. -
Sí, eso es. |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
¿No te la dicté
yo mismo? |
ÁNGELA. -
Sí, eso es. |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
Y cuando fuiste a revelárselo
a Conrado, ¿no sintió tu mano el contacto de la mía? |
ÁNGELA. -
¡Gran Dios! ¡Qué velo se descorre
ante mi vista! |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Era yo:
había entrado por esa puerta. |
ÁNGELA. -
¡Madre!
¡Conrado! |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Oye, Ángela,
oye aún. (Su voz se va debilitando, y cada vez da
mayores muestras de los dolores que sufre.) ¿No es verdad
que tienes lástima de mí? ¿No es verdad que
me perdonas? |
ÁNGELA. -
¡Oh! (Tendiéndole
una mano, que el PRÍNCIPE
DE SAN MARIO besa.) |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
(Levantándose con gran trabajo,
ayudado por la CONDESA y ALBERTO, cae en una silla.) ¿Y tu,
Dios mío, me perdonarás también? |
CONDESA
ADELAIDA. -
¡Su piedad es infinita! |
PRÍNCIPE
DE SAN MARIO. -
¡Grande es mi culpa! |
CONRADO. -
No
tanto como su misericordia. |
PRÍNCIPE DE SAN MARIO. -
Le
arrebaté la razón: se la devuelvo; mancillé
su honra: la rehabilito; quise separaros: os uno; os aborrecí:
os amo. (Enlazando las manos de ambos jóvenes, que
caen a sus pies.) ¡Adiós! Me he castigado por mi propia
mano... Rogad por mí... ¡Dios mío!.... ¡per... dó... na... me!
(Expira.) |
ÁNGELA. -
¡Dios mío! ¡Misericordia!
(Cuadro. Ambos jóvenes a los pies del PRÍNCIPE
DE SAN MARIO; ALBERTO sostiene su cabeza, colocado detrás
de la silla. MAGDALENA, a un lado. La CONDESA, a otro.)
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