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Iowa State University
Censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica. |
Borges |
En su libro
Instrucciones para olvidar el
«Quijote» afirma Fernando Savater: «Casi
inevitablemente, Don Quijote ha salido de la novela para subir a los altares y
recibir el culto que merece un santo desastroso, pero entusiasta. Tal
exaltación no se ha efectuado sin pérdida de ciertos matices
importantes del personaje ni sin la invención por hagiógrafos
tardíos de virtudes muy dudosas»
(14). Algo
parecido podría afirmarse de su creador, y una de las muchas
consecuencias de su subida a los altares (quizá Avellaneda ya lo
previó al compararlo con el castillo de San Cervantes) es la
prácticamente unánime defenestración de su
«enemigo» Avellaneda y el cierre de filas incondicional en torno al
autor del
Quijote «verdadero». Consiste la
actitud predominante en la crítica cervantina en hacer un recuento de
los agravios que mutuamente se lanzaron ambos autores, considerando
generalmente los primeros como ofensas inauditas y los segundos como ingeniosas
réplicas dignas de su genial procedencia. A veces, la descripción
de Avellaneda llega a hacerse en términos
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atrabiliarios
cuando no francamente criminales1. Pero respecto a la tan comentada «inautenticidad»
del
Quijote de Avellaneda ya dejó
acertadamente sentado García Soriano en su libro lo siguiente:
«es asimismo absurdo, por lo impropio e inexacto, aplicar los
calificativos de 'falso' y 'apócrifo' al libro de Avellaneda.
Procuró éste ocultar su personalidad y guardar el
incógnito; pero no se propuso, ni jamás lo intentó, que su
Don Quijote pasase por obra de Cervantes,
que es lo que hubiese constituido una falsedad, falta de autenticidad,
mixtificación o fraude»
(210).
No vamos a emprender aquí una reivindicación del
Quijote de Avellaneda, aunque probablemente
merecería una consideración más objetiva que la que ha
recibido hasta el momento. Tampoco pretendemos negar los ataques personales de
Avellaneda a Cervantes ni la evidente voluntad de desquite (al menos aparente)
que este último deja translucir en su novela, tan manifiesta en el
prólogo a la segunda parte, por ejemplo. En su introducción a la
segunda parte del
Quijote cervantino, Luis Andrés
Murillo reduce a tres las cuestiones que el
Quijote de Avellaneda plantea a la
crítica, siendo la primera el problema de la identidad del autor2; la
segunda, «el concepto del libro de Cervantes que tuvo el
imitador»
; y la tercera, «las resonancias que adquiere la
obra espuria en la segunda parte de 1614, a partir del capítulo 59,
donde Cervantes la cita, hasta el final»
(17). Nos
proponemos en este trabajo esbozar una cuarta cuestión, hasta ahora, al
parecer, ignorada por la crítica, que iría más allá
del simple estudio de las resonancias de «la obra espuria» en la
novela de Cervantes. Esta cuarta
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cuestión gira en torno a la
función desempeñada por la «historia» de Avellaneda
en el argumento de la novela cervantina y, sobre todo, en la evolución
de su personaje principal. Pensamos estar en condiciones de mostrar que la
aparición del libro de Avellaneda en la segunda parte del
Quijote sobrepasa con mucho la simple
animosidad o deseo de venganza por parte de su autor y que, quizá
independientemente de los deseos del mismo, representa un papel de primer orden
en el desarrollo de la novela3. En primer
lugar, no nos parece de recibo la idea de que Cervantes, sintiéndose
indignado y ofendido, incluyera unos improperios que, según la
teoría vigente en la actualidad, no dejan de resultar, cuando menos,
elementos extraños, al acabar otorgando la inmortalidad (no debemos
olvidar que el escritor complutense ya era plenamente consciente del enorme
éxito de su novela) a una obra y a un autor que merecieran todo su
desprecio. Y, lo que es más importante, creo que se pueden encontrar
pruebas en la segunda parte de la novela del papel catalizador que el libro
firmado con el nombre de Avellaneda tiene en la «curación
final» de Don Quijote, con lo cual vendría a desempeñar un
papel de primer orden en la estructura de la novela cervantina.
René Girard describe el desengaño del deseo
metafísico, que según él tiene lugar en todas las grandes
novelas, en los siguientes términos: «[el desengaño es]
el acontecimiento trágico que traduce el advenimiento estético
[...] Al renunciar a la divinidad engañosa del orgullo, el héroe
se libera de la esclavitud y posee finalmente la verdad de su desdicha. Esta
desdicha no se diferencia de la renuncia creadora. Es una victoria sobre el
deseo metafísico que convierte a un escritor romántico en un
auténtico novelista»
(276). Pero este
«desengaño», que en este caso equivale a la
«curación» de la locura, no es algo que le venga dado a Don
Quijote con la muerte, como sugiere Girard. La muerte de Don Quijote es la
culminación y, en buena medida, la consecuencia de su curación,
que constituye en la novela de
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Cervantes un lento proceso que se va
desarrollando a lo largo de la segunda parte de la novela, y que alcanza su
punto de inflexión en el capítulo LIX, precisamente cuando hace
acto de presencia el llamado «falso
Quijote» de Avellaneda.
Para entender la naturaleza de la curación, debemos
primero hacer un diagnóstico de la enfermedad. Girard lo lleva a cabo en
términos de deseo triangular o metafísico, equiparando de este
modo a Don Quijote con otros héroes de novela contemporáneos. Sin
embargo, creemos que es Michel Foucault quien mejor acierta, en términos
generales, a describir el «extraño» comportamiento de Don
Quijote. Para Foucault, Don Quijote es incapaz de distinguir escritura y
realidad, y transforma constantemente ésta en aquélla. Foucault
describe a Don Quijote como «el peregrino meticuloso que se detiene en
todas las marcas de la similitud. Es el héroe de lo Mismo»
(53). Y más adelante dice: «La hazaña tiene
que ser comprobada: no consiste en un triunfo real -y por ello la victoria
carece, en el fondo, de importancia- sino en
transformar la realidad en signo. En
signo de que los signos del lenguaje se conforman con las cosas mismas. Don
Quijote lee el mundo para demostrar los libros»
(énfasis mío, 54).
Ahora bien, lo que Foucault dice acerca de Don Quijote describe fielmente el comportamiento del héroe manchego durante la primera parte de la novela e incluso, en buena parte, de la segunda. Pero a partir del capítulo LIX el curso de la novela se escapa de lo que leemos en Las palabras y las cosas4 y se acerca paulatinamente a la descripción del desengaño como curación a la que se refiere Girard en su Mentira romántica y verdad novelesca.
Pasemos a continuación a analizar los síntomas
del proceso de curación. Lejos de justificar su derrota, como tan
frecuentemente ha hecho Don Quijote en el pasado, recurriendo a genios malignos
y encantadores o a cualquier otro intento de «reescribir» la
historia hasta quedar en un buen lugar (recordemos a este respecto las
diferentes versiones que da de su actitud ante el manteo de Sancho en la
venta), por vez primera, dispuesto incluso a dejarse morir de hambre, parece
darse por vencido, faltándole ánimos para reinventarse a
sí mismo5 y reconoce la dura
realidad: «al cabo al cabo, cuando
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esperaba palmas,
triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me
he visto esta mañana pisado y acoceado y molido, de los pies de animales
inmundos y soeces»
(482). Esto sucede en el
capítulo LIX, justo antes de la entrada en escena del libro de
Avellaneda, como un aviso de que Don Quijote está en un momento propicio
para su curación6. Pero lo que parece desencadenar la
serie de cambios que conducen a la curación de Don Quijote (a los que
sin duda ya estaba predispuesto según hemos visto) es precisamente la
aparición en escena del libro de Avellaneda. Como acertadamente apunta
Martínez Bonati en su libro, el
Quijote tiene presente en todo momento una
idea del mundo como aquello que resiste a la literatura: «The
Quixote evokes the world insistently
as the opposite of literature, as what resists the domination of illusions, of
stylizations, of the institutionalized and archetypal
comforts»
(229). Lo que ocurre es que
Don Quijote mismo no toma conciencia de esta oposición (que para el
narrador, los lectores y el resto de los personajes está clara) hasta
entrar en contacto con una «historia» que narra sus propias
aventuras. Hasta entonces, siempre se las había arreglado para esquivar
la oposición y la resistencia del mundo de la que nos habla
Martínez Bonati, pero a partir de su conocimiento del libro de
Avellaneda, asistimos al penoso divorcio de literatura y realidad en la mente
de Don Quijote.
Si hasta el descubrimiento por parte de Don Quijote (y
posiblemente de Cervantes también) de la existencia de la versión
«espuria» de Avellaneda, el héroe manchego se limitaba a
seguir los libros de caballería como una guía de
actuación, o para decirlo con Foucault, «El libro es menos su
existencia que su deber»
, teniendo que «consultarlo sin
cesar a fin de saber qué hacer y qué decir y qué signos
darse a sí mismo y a los otros para demostrar que tiene la misma
naturaleza»
(53), a partir del capítulo LIX, la
acción del «héroe de lo mismo» deja de estar guiada
por tal motivo. Se encamina ahora
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en sentido contrario. Hasta ese
momento es el deseo de hacer verdadero lo escrito en los libros7 (las novelas de caballerías) lo
que constituye el motor de sus acciones. Pero a partir del capítulo LIX,
su motivación será
falsar8 aquello que está escrito en otro libro: el
Quijote de Avellaneda.
Así, el Quijote de Avellaneda tiene en la novela de Cervantes un papel simétrico y opuesto al de las novelas de caballerías. Si por una parte Don Quijote se esfuerza en dar realidad a la escritura de las novelas de caballerías y en eso es en lo que consiste principalmente su locura, no deberíamos extrañarnos de que, por una parte, la constatación de la resistencia del mundo frente a sus sueños y, por otra, el intento de «sacar mentiroso» otro libro (el Quijote de Avellaneda) tengan un papel esencial en la «curación» de Don Quijote, al invertir el proceso.
La primera «acción» que provoca en Don
Quijote el libro de Avellaneda es su decisión de cambiar de planes e ir
a Barcelona en lugar de a Zaragoza: «Por el mismo caso
-respondió don Quijote- no pondré los pies en Zaragoza, y
así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador
moderno, y echarán de ver las gentes cómo yo no soy el don
Quijote que él dice»
(490). Bastante pueril
parece como desquite por parte de Cervantes el cambio de itinerario. En cambio,
el efecto en el alma de Don Quijote no se deja esperar: se acentúa de
forma determinante la «malenconía», que ya no lo
abandonará hasta el final de la novela, y que culmina con su muerte.
Por otra parte, el viaje a Barcelona provocado por el libro de
Avellaneda es la causa del alejamiento de la región natal de Don
Quijote, cuya incapacidad para abandonarla ya había sido ligada por
Foucault a su «enfermedad»: «Así como de su
estrecha provincia, no logra alejarse de la planicie familiar que se extiende
en torno a lo Análogo. La recorre indefinidamente sin traspasar
jamás las claras fronteras de la diferencia, ni reunirse con el
corazón de la identidad»
(53). Y es precisamente
su huida de la ruta trazada por Avellaneda la que lleva a Don Quijote a
alejarse de su «estrecha provincia» y a ver por primera vez el mar,
tan alejado de sus lagunas de Ruidera manchegas, algo que no podemos entender
plenamente sin ligarlo a su proceso de «curación»: La
visión del mar pone fin a un itinerario cerrado sobre sí mismo,
siempre por provincias interiores, al mismo
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tiempo que el
héroe manchego descubre la posibilidad de salir del mundo cerrado de lo
escrito.
Pero hay otros dos momentos en la novela que nos confirman la interpretación que venimos sosteniendo. El primero se encuentra en el mismo capítulo LIX. Suelen celebrarse las críticas9 de Don Quijote al libro supuestamente apócrifo como una muestra más del ingenio cervantino para vengarse de su enemigo de Tordesillas. Ahora bien, la objeción más grande que Don Quijote hace del libro en este capítulo es... ¡que yerra el nombre de la mujer de Sancho! Sólo si interpretamos el juicio como propio de Don Quijote y no de Cervantes tiene sentido este pasaje. Como objeción cervantina a un libro de ficción resulta ridícula e incomprensible, cuando no irónica10. Pero cobra todo su sentido como constatación escandalosa por parte de Don Quijote de que lo escrito en una «historia» no se corresponde con el mundo real.
Las mismas consideraciones deben guiarnos en el episodio de Don Álvaro Tarfe. El interés de Don Quijote en tomar juramento a esta persona tan real como él sobre la falsedad del Don Quijote y Sancho de Avellaneda, no se puede confundir con una supuesta intención de Cervantes por dejar sentado que los personajes de Avellaneda son falsos (si esto fuera así, el mismo Tarfe carecería de entidad). Aquí, de nuevo, estamos ante un Don Quijote que actúa con autonomía respecto a su creador, y cuya intención es la de demostrar que aquellos Don Quijote y Sancho que Tarfe conoció y de los que Avellaneda nos cuenta la «historia», son mentirosos e impostores, al hacerse pasar por él y su escudero. Su intención, y no la de Cervantes, es a partir de ahora «corregir» lo escrito en un libro, al revés que en los tiempos en que se empeñaba en corroborar los libros de caballerías a toda costa11.
—10→Esperamos haber mostrado en este artículo que, más allá de una intención de desquite por parte de Cervantes, que no pretendemos descartar completamente, el libro de Avellaneda suministra al autor complutense un eficacísimo remedio (probablemente el único posible) para la curación de Don Quijote.
El libro firmado por Avellaneda es falso solamente desde el punto de vista de Don Quijote, es decir, como «historia» o «crónica». Y es la constatación de esa falsedad por parte del héroe manchego, y sobre todo su deseo de falsar el libro, lo que constituye el purgante que cura su enfermedad. Una enfermedad causada por los libros y que implica la creencia en la infalibilidad de lo escrito, que sólo puede ser tratada eficazmente con la aparición de otro libro que destruye dicha creencia.
Hasta tal punto, que sólo el temor de aumentar la ya fatigosa lista de candidatos propuestos para la autoría del «falso Quijote» nos previene de nominar al propio Cervantes como verdadero autor del «falso» Quijote.
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Calabrò, Giovanna. «Cervantes, Avellaneda y Don Quijote». Anales Cervantinos 25-26 (1987-88): 87-100.
Cervantes Saavedra, Miguel de. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. 2 Vols. Ed. de Luis Andrés Murillo. Madrid: Castalia, 1986.
Díaz-Solís, Ramón. Avellaneda en su Quijote. Bogotá: Tercer Mundo, 1978.
Foucault, Michel. Las palabras y las cosas. Madrid: Siglo XXI, 1968.
García Soriano, Justo. Los dos «Don Quijotes». Toledo: Gómez Menor, 1944.
Girard, René. Mentira romántica y verdad novelesca. Barcelona: Anagrama, 1985.
Lathrop, Thomas A. «Avellaneda y Cervantes: el nombre de Don Quijote». Journal of Hispanic Philology 10:3 (Spring 1986): 203-9.
Martínez Bonati, Félix. Don Quixote and the poetics of the Novel. Ithaca and London: Cornell University Press, 1992.
Riquer, Martín de. Cervantes, Pasamonte y Avellaneda. Barcelona: Sirmio, 1988.
Savater, Fernando. Instrucciones para olvidar el «Quijote». Madrid: Taurus, 1985.
Vindel, Francisco. La verdad sobre el «Falso Quijote». Barcelona: Antigua librería Babra, 1937.
Wilhelmsen, Elizabeth. «Don Álvaro Tarfe: ¿ente fantasmal o hecho ficticio?». Anales Cervantinos 28 (1990): 73-85.