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ArribaAbajoCapítulo XXV

Que trata de las extrañas cosas que en Sierramorena sucedieron al valiente caballero de la de Mancha, y de la imitación que hizo a la penitencia de Beltenebrós


Despidiose del cabrero don Quijote, y subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a Sancho, que le siguiese, el cual lo hizo como sin jumento, de muy mala gana. Íbanse poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que él comenzase la plática, por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo: señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición, y me dé licencia, que desde aquí me quiero volver a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, con los cuales por lo menos hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades de día y de anoche, y que no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme en vida: si ya quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempo de Guisopete158, fuera menos mal, porque depar tierra yo con Rocinante lo que me viniera en gana, y con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa y que no se puede llevar en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida, y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos y puñadas, y con todo esto nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo. Ya te entiendo, Sancho, respondió don Quijote; tú mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua: dale por alzado, y dí lo que quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de en cuanto anduviéremos por estas tierras. Sea así, dijo Sancho, hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será; y comenzando a gozar de este salvo conducto, digo que ¿qué le iba a vuestra merced en volver tanto por aquella reina Majimasa, o cómo se llama?, ¿o qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no?, que si vuestra merced pasara por ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubiera ahorrado el golpe del guijarro y las coces, y aún más de seis torniscones.

A fe, Sancho, respondió don Quijote, que si tú supieras como yo lo sé cuán honrada y cuán principal señora era la reina Madasima, yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento es, que aquel maestro Elisabad, que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que ella era su amiga, es disparate digno de muy gran castigo: y porque veas que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin juicio. Eso digo yo, dijo Sancho, que no había para qué hacer cuenta de las palabras de un loco, porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced, y encaminara el guijarro a la cabeza como le encaminó al pecho, buenos quedáramos por haber vuelto por aquella mi señora, que Dios cohonda159; ¡pues montas160 que no se librara Cardenio por loco! Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas de tan alta guisa y por como fue la reina Madasima, a quien yo tengo particular afición por sus buenas partes, porque fuera de haber sido fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas, y los consejos y compañía del maestro Elisabad, le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia; y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentirán otras doscientas todos los que tal pensaren y dijeren. Ni yo lo digo ni lo pienso, respondió Sancho; allá se lo hayan, con su pan e lo coman; si fueron amancebados o no, a Dios habrán dado cuenta: de mis viñas vengo, no sé nada, no soy amigo de saber vidas ajenas, que el que compra y miente en su bolsa lo siente: cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano; mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí?, y muchos piensan que hay tocinos, y no hay estacas161; ¿mas quién puede poner puertas al campo? cuanto más que de Dios dijeron...

Válame Dios, dijo don Quijote, y qué de necedades vas, Sancho, ensartando. ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante entremétete en espolear a tu asno y deja de hacello en lo que no te importa; y entiende con todos cinco sentidos, que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo. Señor, respondió Sancho, ¿y es buena regla de caballería que andemos perdidos por estas montañas sin senda ni camino, buscando a un loco, el cual después de hallado quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?

Calla, te digo otra vez, Sancho, dijo don Quijote, porque te hago saber que no tanto me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra: y será tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero. ¿Y es de muy gran peligro esa hazaña?, preguntó Sancho Panza. No, respondió el de la Triste Figura, puesto que de tal manera podría correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de estar en tu diligencia. ¿En mi diligencia?, dijo Sancho. Sí, dijo don Quijote, porque si vuelves presto de a donde pienso enviarte, presto se acabará mi pena, y presto comenzará mi gloria: y porque no es bien que te tenga más suspenso esperando en lo que han de parar mis razones, quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el sólo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. Mal año y mal mes para don Belianís y para todos aquellos que dijeren que se le igualó en algo, porque se engañan juro cierto. Digo asimismo, que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe, y esta misma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta, que sirven para adorno de las repúblicas; y así lo ha de hacer y hace el que quisiere alcanzar nombre de prudente y sufrido imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio en la persona de Eneas el valor de un hijo piadoso, y la sagacidad de un valiente y entendido capitán, no pintándolos ni describiéndolos como ellos fueron, sino como habían de ser, para dejar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes. Desta misma suerte Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los valientes y enamorados caballeros, a quien debernos imitar todos aquellos que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. Siendo, pues, esto así como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare, estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería: y una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudando su nombre en el de Beltenebrós; nombre por cierto significativo y propio para la vida que él de su voluntad había escogido162: así que me es a mí más fácil imitarle en esto, que no en hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamentos; y pues estos lugares son tan acomodados para semejantes efectos, no hay para qué, se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas.

¿En efecto, dijo Sancho, qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan remoto lugar? ¿Yo no te he dicho, respondió don Quijote, que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas, e hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura?, ¿Y puesto que yo no pienso imitar a Roldán o Orlando o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía) parte por parte en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere en las que me parecieren ser más esenciales; y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más. Paréceme a mí, dijo Sancho, que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias; pero vuestra merced ¿qué causa tiene para volverse loco?, ¿qué dama le ha desdeñado?, ¿o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o cristiano? Ahí está el punto, respondió don Quijote, y ésa es la fineza de mi negocio: que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama, que si en seco hago esto, que hiciera en mojado; cuanto más, que harta ocasión tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre señora mía Dulcinea del Toboso: que como ya oíste decir a aquel pastor de marras, Ambrosio, quién está ausente, todos los males tiene y teme: así que, Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice y tan no vista imitación: loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea: y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse han mi sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, seré loco de veras, y siéndolo no sentiré nada: así que de cualquiera manera que responda, saldré del conflicto y trabajo en que me dejares, gozando el bien que me trujeres por cuerdo, o no sintiendo el mal que me aportares por loco.

Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de Mambrino? que ya vi que le alzaste del suelo cuando aquel desgraciado le quiso hacer pedazos, pero no pudo, donde se puede echar de ver la fineza de su temple. A lo cual respondió Sancho: Vive Dios, señor caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar que todo cuanto me dice de caballerías, y de alcanzar reinos e imperios, de dar ínsulas, y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña o patraña, o como lo llamáremos; porque quien oyere decir a vuestra merced que una bacía de barbero es el yelmo de Mambrino, y que no salga deste error en más de cuatro días, ¿qué ha de pensar sino que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La bacía yo la llevo en el costal toda abollada, y llévola para aderezarla en mi casa, y hacerme la barba en ella, si Dios me diera tanta gracia que algún día me vea con mi mujer y hijos. Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste te juro, dijo don Quijote, que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo: ¿qué es posible que en cuanto ha que andas conmigo no has echado de ver que todas las cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no porque sea ello así, sino porque andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos, y así eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa: y fue rara providencia del sabio que es de mi parte, hacer que parezca bacía a todos lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a cansa que siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguiría por quitármele; pero como ven que no es más de un bacín de barbero, no se curan de procaralle, como se mostró bien en el que quiso rompelle, y le dejó en el suelo sin llevarle, que a fe que si le conociera, que nunca él le dejara: guárdale, amigo, que por ahora no le he menester, que antes me tengo de quitar todas estas armas, y quedar desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad de seguir en mi penitencia más a Roldán que a Amadís.

Llegaron en estas pláticas al pie de una alta montaña, que casi como peñón tajado estaba sola entre otras muchas que la rodeaban: corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban: había por allí muchos árboles silvestres, y algunas plantas y flores que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió el caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia, y así en viéndole comenzó a decir en voz alta, como si estuviera sin juicio: Éste es el lugar, oh cielos, que diputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mismos me habéis puesto: éste es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continuos y profundos suspiros moverán a la continua las hojas destos montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que mi asendereado corazón padece. Oh, vosotros, quien quiera que seáis, rústicos dioses, que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura. Oh, vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras de los montes, así los ligeros y lascivos sátiros, de quien sois aunque en vano amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi desventura, o a lo menos no os canséis de oílla. Oh, Dulcinea del Toboso, día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te la dé buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el lugar y el estado a que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas al que a mi fe se le debe. Oh, solitarios árboles, que desde hoy en adelante habéis de hacer compañía a mi soledad, dad indicio con el blando movimiento de vuestras ramas que no os desagrada mi presencia. Oh tú, escudero mío, agradable compañero en mis prósperos y adversos sucesos, toma bien en la memoria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes y recites a la causa total de todo ello; y diciendo esto se apeó de Rocinante, y en un momento le quitó el freno y la silla; y dándole una palmada en las ancas, le dijo: libertad te da el que sin, ella queda, oh caballo tan extremado por tus obras cuan desdichado por tu suerte; vete por do quisieres, que en la frente llevas escrito, que no te igualó en ligereza el Hipógrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan caro le costó a Bradamante.

Viendo esto Sancho, dijo: Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar al rucio, que a fe, que no faltaran palmadicas que dalle ni cosas que decille en su alabanza; pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no había para qué, que a él no le tocaban las generales de enamorado ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo cuando Dios quería: y en verdad, señor caballero de la Triste Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced van de veras, que será bien tornar a ensillar a Rocinante para que supla la falta del rucio, porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta, que si la hago a pie no sé cuándo llegaré, ni cuándo volveré, porque en resolución soy mal caminante. Digo, Sancho, respondió don Quijote, que sea como tú quisieres, que no me parece mal tu designio, y digo que de aquí a tres días te partirás, porque quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo digas. ¿Pues qué más tengo de ver, dijo Sancho, que lo que he visto? Bien estás en el cuento, respondió don Quijote: ahora me falta rasgar las vestiduras, esparcir las armas, y darme de calabazadas por estas peñas, con otras cosas deste jaez que te han de admirar. Por amor de Dios, dijo Sancho, que mire vuestra merced cómo se da esas calabazadas, que a tal peña podría llegar, y en tal punto, que con la primera se acabase la máquina desta penitencia, y sería yo de parecer, que ya que a vuestra merced le parece que son aquí necesarias calabazadas, y que no se puede hacer esta obra sin ellas, se contentase, pues todo esto es fingido y cosa contrahecha y de burla, se contentase, digo, con dárselas en el agua, o en alguna cosa blanda como algodón, y déjeme a mí el cargo, que yo diré a mi señora que vuestra merced se las daba en una punta de peña más dura que la de un diamante. Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho, respondió don Quijote: mas quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras, porque de otra manera sería contravenir a las órdenes de la caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa por otra lo mismo es que mentir: así que mis calabazadas han de ser verdaderas, firmes y valederas, sin que lleven nada del sofístico ni del fantástico: y será necesario que me dejes algunas hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el bálsamo que perdimos. Más fue perder el asno, respondió Sancho, pues se perdieron en él las hilas y todo: y ruégole a vuestra merced que no se acuerde más de aquel maldito brebaje, que en sólo oírle mentar se me revuelve el alma, cuanto y más el estómago: y más le ruelgo, que haga cuenta que son ya pasados los tres días que me ha dado de término para ver las locuras que hace, que ya las doy por vistas y por pasadas en cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y escriba la carta, y despácheme luego, porque tengo gran deseo de volver a sacar a vuestra merced deste purgatorio donde le dejo. ¿Purgatorio le llamas, Sancho?, dijo don Quijote; mejor hicieras en llamarle infierno, y aun peor si hay otra cosa que lo sea. Quien ha infierno, respondió Sancho, nulla est retentio, según he oído decir. No entiendo qué quiere decir retentio, dijo don Quijote. Retentio, es, respondió Sancho, que quien está en el infierno nunca sale dél, ni puede, lo cual será al revés en vuestra merced, o a mí me andarán mal los pies si es que llevo espuelas para avivar a Rocinante: y póngame yo una por una en el Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que yo le diré tales cosas de las necedades y locuras (que todo es uno) que vuestra merced ha hecho y queda haciendo, que la venga a poner más blanda que un guante, aunque la halle más dura que un alcornoque, con cuya respuesta dulce y melificada volveré por los aires como brujo, y sacaré a vuestra merced deste purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues hay esperanza de salir dél, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.

Así es la verdad, dijo el de la Triste Figura: ¿pero qué haremos para escribir la carta? Y la libranza pollinesca también, añadió Sancho. Todo irá inserto, dijo don Quijote; y sería bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles, o en unas tablillas de cera, aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como el papel. Mas ya me ha venido a la memoria dónde será bien y aun más que bien escribilla, que es en el librillo de memoria que fue de Cardenio, y tú tendrás cuidado de hacerla trasladar en papel, de buena letra, en el primer lugar que hallares, donde haya maestro de escuela de muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la trasladará: y no se la des a trasladar a ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la entenderá Satanás. ¿Pues qué se ha de hacer de la firma?, dijo Sancho. Nunca las cartas de Amadís se firmaron, respondió don Quijote. Está bien respondió Sancho; pero la libranza forzosamente se ha de firmar, y esa, si se traslada, dirán que la firma es falsa, y quedareme sin pollinos. La libranza irá en el mismo librillo firmada, que en viéndola mi sobrina no pondrá dificultad en cumplilla; y en lo que toca a la carta de amores pondrás por firma: Vuestro hasta la muerte, el caballero de la Triste Figura. Y hará poco al caso que vaya de mano ajena, porque a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin extenderse más que a un honesto mirar, y aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad, que en doce años que ha que la quiero más que a, la lumbre destos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces, y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que su padre Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales la han criado.

Ta, ta, dijo Sancho, ¿que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo? Ésa es, dijo don Quijote, y es la que merece ser señora de todo el universo. Bien la conozco, dijo Sancho, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo: vive el dador que es moza de chapa, hecha y derecha, y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora. ¡Oh hi de puta, qué rejo que tiene y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre, y aunque estaban de allí más de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre; y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana, con todos se burla, y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse, que nadie habrá que o sepa, que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo, y querría ya verme en camino sólo por vella, que ha muchos días que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire: y confieso a vuestra merced una verdad, señor don Quijote, que hasta aquí he estado en una grande ignorancia, que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea debía de ser alguna princesa de quien vuestra merced estaba enamorado, o alguna persona tal que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado, así el del vizcaíno como el de los galeotes, y otros muchos que deben ser, según deben de ser muchas las victorias que vuestra merced ha ganado y ganó en el tiempo que yo aún no era su escudero; pero bien considerado, ¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo, digo a la señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas delante della los vencidos que vuestra merced envía y ha de enviar? Porque podría ser que al tiempo que ellos llegasen, estuviese ella rastrillando lino o trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se riese y enfadase del presente. Ya te tengo dicho antes de ahora muchas veces. Sancho, dijo don Quijote, que eres muy grande hablador, y que aunque de ingenio boto muchas veces despuntas de agudo; mas para que veas cuán necio eres tú y cuán discreto soy yo, quiero que me oigas un breve cuento.

Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y sobre todo desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, rollizo y de buen tomo: alcanzolo a saber su mayor163 y un día dijo a la buena viuda por vía de fraternal reprensión: maravillado estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos presentados y tantos teólogos en quien vuestra merced pudiera escoger como entre peras, y decir, este quiero, aqueste no quiero; mas ella le respondió con mucho donaire y desenvoltura: vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo si piensa que yo he escogido mal en fulano por idiota que le parece, pues para lo que yo le quiero tanta filosofía sabe y más que Aristóteles: así que, Sancho, para lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra: sí, que no todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú, que las Amarilis, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, y otras tales de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquellos que las celebran y celebraron? No por cierto, sino que las más se las fingen por dar sujeto a sus versos, y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo: y así bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, y en lo del linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información dél para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo: porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna la iguala, y en la buena fama pocas le llegan: y para concluir con todo, yo me imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y píntola en mi imaginación como la deseo así en la belleza como en la principalidad: y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas griega, bárbara o latina: y diga cada uno lo que quisiere, que si por esto fuere reprendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos. Digo que en todo tiene vuestra merced razón, respondió Sancho, y que soy un asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado; pero venga la carta; y adiós que me mudo.

Sacó el libro de memoria don Quijote, y apartándose a una parte, con mucho sosiego comenzó a escribir la carta, y en acabándola llamó a Sancho y le dijo que se la quería leer porque la tomase de memoria, si acaso se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se podía temer. A lo cual respondió Sancho: escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el libro, y démela, que yo le llevaré bien guardado, porque pensar que yo la he de tomar en la memoria es disparate, que la tengo tan mala, que muchas veces se me olvida cómo me llamo; pero con todo eso dígamela, que me holgaré mucho de oílla, que debe de ir como de molde. Escucha que así dice, dijo don Quijote:

CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL TOBOSO

SOBERANA Y ALTA SEÑORA:

El ferido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, magüer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que además de ser fuerte es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, o bella ingrata, amada enemiga mía, del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme, tuyo soy, y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida, habré satisfecho a tu crueldad a mi deseo.

Tuyo hasta la muerte,

EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA.

Por vida de mi padre, dijo Sancho en oyendo la carta, que es la más alta cosa que jamás he oído: ¡pesia a mí, y como que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que no hay cosa que no sepa. Todo es menester, respondió don Quijote, para el oficio que yo traigo. Ea pues, dijo Sancho, ponga vuestra merced en esotra vuelta la cédula de los tres pollinos, y fírmela con mucha claridad porque la conozcan en viéndola. Que me place, dijo don Quijote, y habiéndola escrito se la leyó que decía así:

Mandará vuestra merced por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho Panza mi escudero tres de los cinco que dejé en casa, y están a cargo de vuestra merced: los cuales tres pollinos se los mando librar y pagar por otros tantos aquí recibidos de contado, que con esta y con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierramorena a veinte y siete de agosto deste presente año.

Buena está, dijo Sancho, fírmela vuestra merced. No es menester firmarla, dijo don Quijote, sino solamente poner mi rúbrica, que es lo mismo que firma, y para tres asnos y aun para trescientos fuera bastante. Yo me confío de vuestra merced, respondió Sancho, déjeme, iré a ensillar a Rocinante, y aparéjese a echarme su bendición, que luego pienso partirme sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas, que no quiera más. Por lo menos quiero, Sancho, y porque es menester así quiero, digo, que me veas en cueros y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque habiéndolas tú visto por tus ojos puedas jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer. Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me dará mucha lástima, y no podré dejar de llorar, y tengo tal la cabeza del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a cuento: cuanto más que para mí no era menester nada deso, y como ya tengo dicho, fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra merced desea y merece: y si no aparéjese la señora Dulcinea, que si no responde como es razón, voto hago solene a quien puedo que le tengo de sacar la buena respuesta del estómago a coces y a bofetones: porque ¿dónde se ha de sufrir que un caballero andante tan famoso como vuestra merced se vuelva loco sin que ni para qué por una?... No me lo haga decir la señora, porque por Dios que despotrique y lo eche todo a doce aunque nunca se venda164; bonico soy yo para eso; mal me conoce, pues a fe que si me conociese, que me ayunase165. A fe, Sancho, dijo don Quijote, que a lo que parece no estás tú más cuerdo que yo. No estoy, tan loco, respondió Sancho, mas estoy más colérico; pero dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino como Cardenio a quitárselo a los pastores? No te dé pena ese cuidado, respondió don Quijote, porque aunque tuviera, no comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado y estos árboles me dieren, que la fineza de mi negocio está en no comer y en hacer otras asperezas. A esto dijo Sancho: ¿sabe vuestra merced que temo? que no tengo de acertar a volver a este lugar donde ahora le dejo según está escondido.

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Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos, dijo don Quijote, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos por ver si te descubro cuando vuelvas; cuanto más que lo más acertado será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay, y las vayas poniendo de trecho en trecho hasta salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Teseo.

Así lo haré, respondió Sancho Panza, y cortando algunas pidió la bendición a su señor, y no sin muchas lágrimas de entrambos se despidió dél; y subiendo sobre Rocinante, a quien don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él, como por su propia persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho a trecho los ramos de la retama como su amo se lo había aconsejado; y así se fue aunque todavía le importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos locuras. ¡Mas no hubo andado cien pasos cuando volvió y dijo: Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien, que para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra merced. ¿No te lo decía yo?, dijo don Quijote: espérate; Sancho, que en un credo las haré: y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más dio dos zapatetas en el aire, y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriéndose cosas que por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante, y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco; y así le dejaremos ir su camino hasta la vuelta, que fue breve.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo don Quijote en Sierramorena


Volviendo a contar lo que hizo el de la Triste Figura después que se vio sólo, dice la historia que así como don Quijote acabó de dar las tumbas o vueltas de medio abajo desnudo, y de medio arriba vestido, y que vio que Sancho se había ido sin querer aguardar a ver más sandeces, se subió sobre una punta de una alta peña, y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces había pensado, sin haberse jamás resuelto en ello, y era, que cuál sería mejor y le estaría más a cuento, imitar a Roldán en las locuras desaforadas que hizo, o a Amadís en las melancólicas: y hablando entre sí mismo decía: Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla?, pues al fin era encantado y no le podía matar nadie sino era metiéndole un alfiler de a blanca166 por la planta del pie, y él traía siempre los zapatos con siete suelas de hierro; aunque no le valieron tretas con Bernardo del Carpio, que se las entendió, y le ahogó entre los brazos en Roncesvalles; pero dejando en él lo de la valentía a una parte, vengamos a lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió por las señales que halló en la fuente, y por las nuevas que le dio el pastor de que Angélica había dormido más de dos siestas con Medoro un morillo de cabellos enrizados, y paje de Agramante: y si él entendió que esto era verdad, y que su dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco; pero yo ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasión dellas? Por que mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no ha visto en todos los días de su vida moro alguno así como él es en su mismo traje, y que se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto, si imaginando otra cosa della me volviese loco de aquel género de locura de Roldán el furioso: por otra parte veo que Amadís de Gaula, sin perder el juicio y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado como el que más, porque lo que hizo, según su historia, no fue más de que por verse desdeñado de su señora Oriana, que le había mandado que no pareciese ante su presencia hasta que fuese su voluntad, se retiró a la Peña Pobre en compañía de un ermitaño, y allí se hartó de llorar hasta que el cielo le acorrió en medio de su mayor cuita y necesidad: y si esto es verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar trabajo ahora de desnudarme del todo, ni dar pesadumbre a estos árboles que no me han hecho mal alguno? Ni tengo para que enturbiar el agua clara destos arroyos, los cuales me han de dar de beber cuando tenga gana. Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere: del cual se dirá lo que del otro se dijo, que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeñado de mi Dulcinea, bástame, como yo he dicho, estar ausente della. Ea, pues, manos a. la obra, venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a, imitaros; mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar, y así lo haré yo. Y sirviéronle de rosario unas agallas grandes de alcornoque, que ensartó, de que hizo un diez167, y lo que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase, y con quien consolarse, y así se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea; mas los que se pudieron hallar enteros, y que se pudiesen leer después que a él allí le hallaron. no fueron más que estos que aquí se siguen:



    Árboles, yerbas y plantas,
Que en aqueste sitio estáis
Tan altos, verdes y tontas,
Si de mi mal no os holgáis,
Escuchad mis quejas santas.
   Mi dolor no os alborote,
Aunque más terrible sea;
Pues por pagaros escote,
Aquí lloró don Quijote
Ausencias de Dulcinea
Del Toboso.

   Es aquí el lugar adonde
El amador más leal
De su señora se esconde,
Y ha venido a tanto mal,
Sin saber cómo o por dónde.
   Tráele amor al estricote,
Que es de muy mala ralea;
Y así hasta henchir un pipote,
Aquí lloró don Quijote
Ausencias de Dulcinea
Del Toboso.

   Buscando las aventuras
Por entre las duras peñas,
Maldiciendo entrañas duras,
Entre riscos y entre breñas
Halla el triste desventuras.
   Hiriole amor con su azote,
No con su blanda correa;
Y en tocándole el cogote,
Aquí lloró don Quijote
Ausencias de Dulcinea.
Del Toboso.

No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos el añadidura del Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaginaron que debió de imaginar don Quijote que si en nombrando a Dulcinea no decía también el Toboso, no se podría entender la copla: y así fue la verdad, como él después confesó. Otros muchos escribió, pero como se ha dicho, no se pudieron sacar en limpio ni enteras más destas tres coplas. En esto y en suspirar, y en llamar a los Faunos y Silvanos de aquellos bosques, a las Ninfas de los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiesen, consolasen y escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas hierbas con que sustentarse en tanto que Sancho volvía; que si como tardó tres días tardará tres semanas, el caballero de la Triste Figura quedara tan desfigurado que no lo conociera la madre que lo parió: y será bien dejalle envuelto entre los suspiros y versos por contar lo que le avino a Sancho Panza en su mandadería.

Y fue que en saliendo al camino real se puso en busca del Toboso, y otro día llegó a la venta donde le había sucedido la desgracia de la manta; y no la hubo bien visto, cuando le pareció que otra vez andaba en los aires, y no quiso entrar dentro, aunque llegó a la hora en que lo pudiera y debiera hacer por ser la del comer, y llevar en deseo de gustar algo caliente, que había grandes días que todo era fiambre. Esta necesidad le forzó a que llegase junto a la venta todavía dudoso si entraría o no; y estando en esto salieron de la venta dos personas, que luego le conocieron, y dijo el uno al otro: ¿dígame, señor licenciado, aquel del caballo no es Sancho Panza, el que dijo el ama de nuestro aventurero que había salido con su señor por escudero? Sí es, dijo el licenciado, y aquel es el caballo de nuestro don Quijote, y conociéronle tan bien como que eran aquéllos el cura y el barbero de su mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio y auto general de los libros, los cuales así como acabaron de conocer a Sancho Panza y a Rocinante, deseosos de saber de don Quijote, se fueron a él, y el cura le llamó por su nombre, diciéndole: Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro amo? Conocioles luego Sancho Panza, y determinó de encubrir el lugar y la suerte dónde y cómo su amo quedaba; y así les respondió que su amo quedaba ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le era de mucha importancia, la cual él no podía descubrir por los ojos que en la cara tenía. No, no, dijo el barbero, Sancho Panza, si vos no nos decís dónde queda, imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habéis muerto y robado, pues venís encima de su caballo; en verdad que nos habéis de dar el dueño del rocín, o sobre eso morena. No hay para qué conmigo amenazas, que yo no soy hombre que robo ni mato a nadie; a cada uno mate su ventura o Dios que le hizo: mi amo queda haciendo penitencia en la mitad de esta montaña muy a su sabor: y luego de corrida y sin parar, les contó de la suerte que quedaba, las aventuras que le habían sucedido, y como llevaba la carta a la señora Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba enamorado hasta los hígados.

Quedaron admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba; y aunque ya sabían la locura de don Quijote y el género della, siempre que la oían se admiraban de nuevo: pidiéronle a Sancho Panza que les enseñase la carta que llevaba a la señora Dulcinea del Toboso. Él dijo que iba escrita en mi libro de memoria, y que era orden de su señor que la hiciese trasladar en papel en el primer lugar que llegase; a lo cual dijo el cura que se la mostrase, que él la trasladaría de muy buena letra. Metió la mano en el seno Sancho Panza buscando el librillo; pero no le halló, ni le podía hallar, si le buscara hasta ahora, porque se había quedado don Quijote con él, y no se le había dado, ni a él se le acordó de pedírsele. Cuando Sancho vio que no hallaba el libro fuésele parando mortal el rostro, y tornándose a tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó a echar de ver que no le hallaba, y sin más ni más se echó entrambos puños a las barbas, y se arrancó la mitad dellas, y luego apriesa y sin cesar se dio media docena de puñadas en el rostro y en las narices que se las bañó todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero le dijeron que qué le había sucedido que tan mal se paraba. ¿Qué me ha de suceder, respondió Sancho, sino el haber perdido de una mano a otra, en un instante, tres pollinos, que cada uno era como un castillo? ¿Cómo es eso?, replicó el barbero. He perdido el libro de memoria, respondió Sancho, donde venía la carta para Dulcinea, y una cédula firmada por mi señor, por la cual mandaba que su sobrina me diese tres pollinos de cuatro o cinco que estaban en casa, y con esto les contó la pérdida del rucio. Consolole el cura, y díjole que en hallando a su señor, él le haría revalidar la manda, y que tornase a hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se hacían en libros de memoria jamás se acetaban y cumplían. Con esto se consoló Sancho, y dijo que como aquello fuese así, que no le daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se podría trasladar dónde y cuándo quisiesen. Decidla, Sancho, pues, dijo el barbero, que después la trasladaremos. Parose Sancho Panza a rascar la cabeza para traer a la memoria la carta, y ya se ponía sobre un pie, ya sobre otro; unas veces miraba al suelo, otras al cielo, y al cabo de haberse roído la mitad de la yema de un dedo, teniendo suspensos a los que esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de grandísimo rato: Por Dios, señor licenciado, que los diablos lleven la cosa que se me acuerda, aunque en el principio decía: Alta y sobajada señora. No dirá, dijo el barbero, sobajada, si no sobrehumana, soberana señora. Así es, dijo Sancho: luego, si mal no me acuerdo, proseguía: el llagado y falto de sueño, y el ferido besa a vuestra merced las manos, ingrata y muy desconocida hermosa; y no sé qué decía de salud y de enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escurriendo hasta que acababa en: Vuestro hasta la muerte el caballero de la Triste Figura.

No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Panza, y alabáronsela mucho, y le pidieron que dijese la carta otras dos veces, para que ellos ansimismo la tomasen de memoria para trasladalla a su tiempo. Tornola a decir Sancho, otras tres veces, y, otras tantas volvió a decir otros tres mil disparates; tras esto contó asimismo las cosas de su amo; pero no habló palabra acerca del manteamiento que le había sucedido en aquella venta, en la cual rehusaba entrar: dijo también como su señor en trayendo que le trajese buen despacho de la señora Dulcinea del Toboso, se había de poner en camino a procurar como ser emperador, o por lo menos monarca, que así lo tenían concertado entre los dos, y era cosa muy fácil venir a serlo según era el valor de su persona y la fuerza de su brazo: y que en siéndolo le había de casar a él porque ya sería viudo, que no podía ser menos, y le había de dar por mujer a una doncella de la emperatriz, heredera de un rico y grande estado de tierra firme, sin ínsulos ni ínsulas, que ya no las quería. Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose, de cuando en cuando, las narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras si el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron cansarse en sacarle del error en que estaba, pareciéndoles que no le dañaba nada la conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les sería de más gusto oír sus necedades; y así le dijeron que rogase a Dios por la salud de su señor, que cosa contingente y muy agible era venir con el discurso del tiempo a ser emperador, como él decía, o por lo menos arzobispo u otra dignidad equivalente. A lo cual respondió Sancho: Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera que a mi amo le viniese en voluntad de no ser emperador, sino de ser arzobispo, querría yo saber ahora qué suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos. Suélenles dar, respondió el cura algún beneficio simple o curado, o alguna sacristanía, que les vale mucho de renta rentada168, amén del pie de altar que se suele estimar en otro tanto. Para esto será menester, replicó Sancho, que el escudero no sea casado, y que sepa ayudar a misa por lo menos; y si esto es así, desdichado yo, que soy casado, y no sé la primera letra del A. B. C.; ¿qué será de mí, si a mi amo le da antojo de ser arzobispo y no emperador, como es uso y costumbre de los caballeros andantes? No tengáis pena, Sancho amigo, dijo el barbero, que aquí rogaremos a vuestro amo, y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos en caso de conciencia, que sea emperador y no arzobispo, porque le será más fácil a causa de que él es más valiente que estudiante. Así me ha parecido a mí, respondió Sancho, aunque sé decir que para todo tiene habilidad lo que yo pienso hacer de mi parte es rogarle a nuestro Señor que le eche a aquellas partes donde él más se sirva y a donde a mí más mercedes me haga. Vos lo decís como discreto, dijo el cura, y lo haréis como buen cristiano; más lo que ahora se ha de hacer, es dar orden como sacar a vuestro amo de aquella inútil penitencia que decís, que queda haciendo; y para pensar el modo que hemos de tener, y para comer, que ya es hora, será bien que nos entremos en esta venta. Sancho dijo que entrasen ellos, que él esperaría allí fuera, y que después les diría la causa por qué no entraba ni le convenía entrar en ella; mas que les rogaba que le sacasen allí algo de comer, que fuese cosa caliente, y asimesmo cebada para Rocinante. Ellos se entraron y le dejaron, y de allí a poco el barbero le sacó de comer.

Después, habiendo bien pensado entre los dos el modo que tendrían para conseguir lo que deseaban, vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote, y para lo que ellos querían, y fue que dijo al barbero que lo que había pensado era que él se vestiría en hábito de doncella andante, y que él procurase ponerse lo mejor que pudiese como escudero; y que así irían a donde don Quijote estaba, fingiendo ser ella una doncella afligida y menesterosa; y le pediría un don, el cual él no podría dejársele de otorgar como valeroso caballero andante, y que el don que le pensaba pedir era que se viniese con ella donde ella le llevase, a desfacelle un agravio que un mal caballero le tenía fecho, y que le suplicaba ansimesmo que no la mandase quitar su antifaz, ni la demandase cosa de su facienda fasta que la hubiese fecho derecho de aquel mal caballero; y que creyese sin duda, que don Quijote vendría en todo cuanto le pidiese por este término, y que desta manera le sacarían de allí, y le llevarían a su lugar, donde procurarían ver si tenía algún remedio su extraña locura.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

De cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia


No le pareció mal al barbero la invención del cura, sino tan bien que luego la pusieron por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas, dejándole en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo una gran barba de una cola rucia o roja de buey donde el ventero tenía colgado el peine. Preguntoles la ventera que para qué le pedían aquellas cosas. El cura le contó en breves razones la locura de don Quijote, y cómo convenía aquel disfraz para sacarle de la montaña donde a la sazón estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera en que el loco era su huésped el del bálsamo y el amo del manteado escudero, y contaron al cura todo lo que con él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución, la ventera vistió al cura de modo que no había más que ver: púsole una saya de paño llena de fajas de terciopelo negro de un palmo de ancho, todas acuchilladas, y unos corpiños de terciopelo verde guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer ellos y la saya en tiempo del rey Wamba. No consintió el cura que le tocasen169 sino púsose en la cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de noche, y ciñose por la frente una liga170 de tafetán negro, y con otra liga hizo un antifaz con que se cubrió muy bien las barbas y el rostro: encasquetose su sombrero, que era tan grande que le podía servir de quitasol, y cubriéndose su herreruelo subió en su mula a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura entre roja y blanca, como aquélla que, como se ha dicho, era hecha de la cola de un buey barroso. Despidiéronse de todos y de la buena de Maritornes, que prometió de rezar un rosario, aunque pecadora, porque Dios les diese un buen suceso en tan arduo y cristiano negocio como era el que habían emprendido.

Mas apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al cura un pensamiento: que hacía mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente que un sacerdote se pusiese así aunque le fuese mucho en ello: y diciéndoselo al barbero le rogó que trocasen trajes, pues era más justo que él fuese la doncella menesterosa, y que él haría el escudero, y que así se profanaba menos su dignidad, y que si no lo quería hacer determinaba de no pasar adelante, aunque a don Quijote se le llevase el diablo. En esto llegó Sancho, y de ver a los dos en aquel traje, no pudo tener la risa. En efecto, el barbero vino en todo aquello que el cura quiso, y trocando la invención, el cura le fue informando del modo que había de tener y las palabras que había de decir a don Quijote para moverle y forzarle a que con él se viniese y dejase la querencia del lugar que había escogido para su vana penitencia. El barbero respondió, que sin que se le diese lición él lo pondría bien en su punto. No quiso vestirse por entonces hasta que estuviesen junto de donde don Quijote estaba, y así dobló sus vestidos, y el cura acomodó su barba, y siguieron su camino guiándolos Sancho Panza, el cual les fue contando lo que les aconteció con el loco que hallaron en la sierra, encubriendo empero el hallazgo de la maleta y de cuanto en ella venía, que magüer que tonto, era un poco codicioso el mancebo.

Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de las retamas para acertar dónde había dejado a su señor, y en reconociéndole, les dijo cómo aquella era la entrada, y que bien se podían vestir si era que aquello hacía al caso para la libertad de su señor; porque ellos le habían dicho antes, que el ir de aquella suerte y vestirse de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella mala vida que había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo quién ellos eran, ni que los conocía, y que si le preguntaba, como se lo había de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que por no saber leer le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba, so pena de la su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella, que era cosa que le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos pensaban decirle, tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida, y hacer con él que luego se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca, que en lo de ser arzobispo no había que temer. Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la memoria, y les agradeció mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor fuese emperador y no arzobispo, porque él tenía para sí que para hacer mercedes a sus escuderos más podían los emperadores que los arzobispos andantes. También les dijo que sería bien que él fuese delante a buscarle, y darle la respuesta de su señora, que ya sería ella bastante a sacarle de aquel lugar sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecioles bien lo que Sancho Panza decía, y así determinaron de aguardarle hasta que volviese con las nuevas del hallazgo de su amo. Entrose Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en una por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban.

El calor y el día que allí llegaron eran de los del mes de agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy grande, la hora las tres de la tarde, todo lo cual hacía el sitio más agradable, y que convidase a que en él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron. Estando, pues, los dos allí sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos una voz, que sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquél no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase, porque aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces extremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades, y más cuando advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos cortesanos, y confirmó esta verdad haber sido los versos que oyeron éstos:


¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
¿Y quién aumenta mis duelos?
Los celos.
¿Y quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo en mi dolencia
Ningún remedio se alcanza,
Pues me matan la esperanza,
Desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
Amor.
¿Y quién mi gloria repuna?
Fortuna.
¿Y quién consiente mi duelo?
El cielo.
De ese modo yo recelo
Morir deste mal extraño,
Pues se atinan en mi daño
Amor, fortuna y el cielo.
¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo no es cordura
Querer curar la pasión,
Cuando los remedios son
Muerte, mudanza y locura.

La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba, todo causó admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos esperando si otra alguna cosa oían; pero viendo que duraba algún tanto el silencio, determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz cantaba y queriéndolo poner en efecto hizo la misma voz que no se moviesen, la cual llegó de nuevo a sus oídos cantando éste:




Soneto

    Santa amistad que con ligeras alas,
Tu apariencia quedándose en el suelo,
Entre benditas almas en el cielo
Subiste alegre a las empíreas salas:
   Desde allá cuando quieres nos señalas
La falsa faz cubierta con tu velo171
Por quien a veces se trasluce el celo
De buenas obras, que a la fin son malas.
   Deja el cielo, Amistad, o no permitas
Que el engaño se vista tu librea,
Con que destruye a la intención sincera:
   Que si tus apariencias no le quitas,
Presto ha de verse el mundo en la pelea
De la discorde confusión primera.

El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos con atención volvieron a esperar si más se cantaba; pero viendo que la música se había vuelto sollozos y lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el triste tan extremado en la voz como doloroso en los gemidos, y no anduvieron mucho cuando al volver de una punta de una peña vieron a un hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado, cuando les contó el cuento de Cardenio, el cual hombre cuando les vio, sin sobresaltarse estuvo quedo con la cabeza inclinada sobre el pecho, a guisa de hombre pensativo, sin alzarlos ojos a mirarlos más de la vez primera, cuando de improviso llegaron. El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenía noticia de su desgracia, pues por las señas le había conocido) se llegó a él, y con breves, aunque muy discretas razones, le rogó y persuadió que aquella tan miserable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio, libre de aquel furioso accidente que tan a menudo le sacaba de sí mismo, y así viendo a los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledades andaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le habían hablado en su negocio como en cosa sabida, porque las razones que el cura le dijo así lo dieron a entender, y así respondió desta manera: bien veo yo, señores, quien quiera que seáis, que el cielo, que tiene cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo merecerlo me envía, en estos tan remotos y apartados lugares del trato común de las gentes, algunas personas, que poniéndome delante de los ojos con vivas y varias razones cuán sin ella ando en hacer la vida que hago, han procurado sacarme desta a mejor parte; pero como no saben que sé yo que en saliendo deste daño he de caer en otro mayor, quizá me deben de tener por hombre de flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por de ningún juicio; y no sería maravilla que así fuese, porque a mí se me trasluce que la fuerza de la imaginación de mis desgracias es tan intensa y puede tanto en mi perdición, que sin que yo pueda ser parte a estorbarlo vengo a quedar como piedra, falto de todo, buen sentido y conocimiento, y vengo a caer en la cuenta desta verdad, cuando algunos me dicen y muestran señales de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente me señorea, y no sé más que dolerme en vano, y maldecir sin provecho mi ventura, y dar por disculpa de mis locuras el decir la causa dellas a cuantos oírlas quieren, porque viendo los cuerdos cual es la causa no se maravillarán de los efectos, y si no me dieren remedio, a lo menos no me darán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura en lástima de mis desgracias; y si es que vosotros, señores, venís con la misma intención que otros han venido, antes que paséis adelante en vuestras discretas persuasiones, os ruego que escuchéis el cuento, que no le tiene, de mis desventuras, porque quizá después de entendido, ahorraréis del trabajo que tomarais en consolar un mal que de todo consuelo es incapaz.

Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su misma boca la causa de su daño, le rogaron se lo contase, ofreciéndole de no hacer otra cosa de la que él quisiese en su remedio y consuelo: y con esto el triste caballero comenzó su lastimera historia casi por las mismas palabras y pasos que la había contado a don Quijote y al cabrero pocos días atrás, cuando por ocasión del maestro Elisabad y puntualidad de don Quijote en guardar el decoro a la caballería, se quedó el cuento imperfecto, como la historia lo deja contado; pero ahora quiso la buena suerte que se detuvo el accidente de la locura, y le dio lugar de contarlo hasta el fin; y así llegando al paso del billete que había hallado don Fernando entre el libro de Amadís de Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien en la memoria, y que decía desta manera:

LUSCINDA A CARDENIO:

Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en más os estime; y así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien hacer; padre tengo que os conoce y que me quiere bien; el cual sin forzar mi voluntad cumplirá lo que será justo que vos tengáis, si es que me estimáis como decís y como yo creo.

Por este billete me moví a pedir a Luscinda por esposa, como ya os he contado, y este fue por quien quedó Luscinda en la opinión de don Fernando por una de las más discretas y avisadas mujeres de su tiempo, y este billete fue el que le puso en deseo de destruirme antes que el mío se efectuase. Díjele yo a don Fernando en lo que reparaba el padre de Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese, lo cual yo no le osaba decir, temeroso que no vendría en ello, no porque no tuviese bien conocida la calidad, bondad, virtud y hermosura de Luscinda, y que tenía partes bastantes para ennoblecer cualquiera otro linaje de España, sino porque yo entendía del que deseaba que no me casase tan presto hasta ver lo que el duque Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije que no me aventuraba a decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente, como por otros muchos que me acobardaban, sin saber cuáles eran, sino que me parecía que lo que yo desease, jamás había de tener efecto. A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de hablar a mi padre, y hacer con él que hablase al de Luscinda: ¡Oh Mario ambicioso! ¡oh Catilina cruel! ¡oh Sila facineroso! ¡oh Galalón embustero! ¡oh Vellido traidor! ¡oh Julián vengativo! ¡oh Judas codicioso! Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué de servicios te había hecho este triste, que con tanta llaneza te descubrió los secretos y contentos de su corazón?, ¿qué ofensa te hice?, ¿qué palabras te dije, o qué consejos te di, que no fuesen todos encaminados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas ¿de qué me quejo, desventurado de mí, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias la corriente desde las estrellas, como vienen de alto abajo, despeñándose con furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni industria humana que prevenirlas pueda? ¡Quién pudiera imaginar que don Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese, donde quiera que le ocupase, se había de enconar, como suele decirse, en tornarme a mí una sola oveja que aun no poseía! Pero quédense estas consideraciones aparte como inútiles y sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi desdichada historia.

Digo, pues, que pareciéndole a don Fernando que mi presencia le era inconveniente para poner en ejecución su falso y mal pensamiento, determinó de enviarme a su hermano mayor con ocasión de pedirle unos dineros para pagar seis caballos, que de industria y sólo para este efecto de que me ausentase, para poder mejor salir con su dañado intento, el mismo día que ofreció hablar a mi padre, compró y quiso que yo fuese por el dinero. ¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude por ventura caer en imaginarla? No, por cierto antes con grandísimo gusto me ofrecí a partir luego, contento dé la buena compra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese, firme esperanza de que tendrían efecto nuestros buenos y justos deseos. Ella me dijo, tan segura como yo de la traición de don Fernando, que procurase volver presto, porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestras voluntades, de lo que tardase mi padre en hablar al suyo. No sé qué se fue, que en acabando de decirme esto se le llenaron los ojos de lágrimas, y un nudo se le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra de otras muchas que me pareció que procuraba decirme. Quedé admirado, deste nuevo accidente hasta allí jamás en ella visto, porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena fortuna y mi diligencia lo concedía, con todo regocijo y contento, sin mezclar en nuestras pláticas lágrimas, suspiros, celos, sospechas o temores: todo era engrandecer yo mi ventura por habérmela dado el cielo por señora: exageraba su belleza, admirábame de su valor y entendimiento, volvíame ella el recambio alabando en mí lo que como enamorada le parecía digno de alabanza. Con esto nos contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más se extendía mi desenvoltura era el tomarla casi por fuerza una de sus bellas y blancas manos, y llegarla a mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos dividía; pero la noche que precedió al triste día de mi partida, ella lloró, gimió y suspiró, y se fue, y me dejó lleno de confusión y sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de dolor y sentimiento en Luscinda; pero por no destruir mis esperanzas, todo lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía, y al dolor que suele causar la ausencia en los que bien se quieren. En fin, yo me partí triste y pensativo, lleno el alma de imaginaciones y sospechas, sin saber lo que sospechaba ni imaginaba: claros indicios que mostraban el triste suceso y desventura que me estaba guardada.

Llegué al lugar donde era enviado, di las cartas al hermano de don Fernando, fui bien recibido, pero no bien despachado, porque, me mandó aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en parte donde el duque su padre no me viese, porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero sin su sabiduría; y todo fue invención del falso don Fernando, pues no le faltaban a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y mandato fue éste que me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar tantos días la vida en la ausencia de Luscinda, y más habiéndola dejado con la tristeza que os he contado; pero con todo esto obedecí como buen criado, aunque veía que había de ser a costa de mi salud: pero a los cuatro días llegó un hombre en mi busca con una carta que me dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque la letra dél era suya. Abrila temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa grande debía de ser la que le había movido a escribirme estando ausente, pues presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al hombre antes de leerla quien se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino: dagame que acaso pasando, por una calle de la ciudad a la hora de mediodía, una señora muy hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas, y que con mucha priesa le dijo: Hermano, si sois cristiano como parecéis, por amor de Dios os ruego que me encaminéis luego, luego, esta carta al lugar y a la persona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido, y en ello haréis un gran servicio a nuestro Señor; y para que no os falte comodidad de poderlo hacer, tomadlo que va en este pañuelo: y diciendo esto, me arrojó un pañuelo donde venían atados cien reales y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os he dado. Y luego sin aguardar respuesta mía se quitó de la ventana, aunque primero vio como yo tomé la carta y el pañuelo, y por señas le dije que haría lo que me mandaba; y así, viéndome tan bien pagado del trabajo que podía tomar en traérosla, y conociendo por el sobrescrito que érades vos a quien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien, y obligado asimismo de las lágrimas de aquella hermosa señora, determiné de no fiarme de otra persona, sino venir yo mismo a dárosla, y en diez y seis horas que ha que se me dio he hecho el camino que sabéis que es de diez y ocho leguas. En tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgado de sus palabras, temblándome las piernas de tal manera que apenas podía sostenerme. En efecto, abrí la carta y vi que contenía estas razones:

La palabra que don Fernando os dio de hablar d vuestro padre para que hablase al mío, la ha cumplido, mucho más a su gusto que en vuestro provecho. Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre, llevado de la ventaja que él piensa que don _Fernando os hace, ha venido en lo que quiere con tantas veras, que de aquí a dos días se ha de hacer el desposorio, tan secreto y tan a solas, que sólo han de ser testigos los cielos y alguna gente de casa. Cual yo quedo, imaginadlo; si os cumple venir, vedlo; y si os quiero bien o no, el suceso de este negocio os lo dará a entender. A Dios plega que ésta llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condición de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete.

Éstas, en suma, fueron las razones que la carta contenía, y las que me hicieron poner luego en camino sin esperar otra respuesta ni otros dineros: que bien claro conocí entonces que no la compra de los caballos, sino la de su gusto, había movido a don Fernando a enviarme a su hermano. El enojo que contra don Fernando concebí junto con el temor de perder la prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me pusieron alas, pues casi como en vuelo otro día me puse en mi lugar al punto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda. Entré secreto, y dejé una mula en que venía en casa del buen hombre que me había llevado la carta, y quiso la suerte que entonces la tuviese tan buena, que hallé a Luscinda puesta a la reja testigo de nuestros amores. Conociome Luscinda luego, y conocila yo; mas no como debía ella conocerme, y yo conocerla. Pero ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer? Ninguno por cierto. Digo, pues, que así como Luscinda me vio, me dijo: Cardenio, de boda estoy vestida, ya me están aguardando en la sala don Fernando el traidor y mi padre el codicioso, con otros testigos que antes lo serán de mi muerte que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a este sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis razones, una daga llevo escondida, que podrá estorbar mis determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y tengo. Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar para responderla: Hagan, señora, tus obras, verdaderas tus palabras, que si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte con ella, o para matarme si la suerte nos fuere contraria. No creo que pudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamaban apriesa porque el desposado aguardaba. Cerrose con esto la noche de mi tristeza, púsose el sol de mi alegría, quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el entendimiento. No acertaba a entrar en su casa ni podía moverme a parte alguna, pero considerando cuánto importaba mi presencia para lo que suceder pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y entré en su casa, y como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más con el alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de ver: así que sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacía una ventana de la misma sala, que con las puntas y remates de los tapices se cubría, por entre las cuales podía yo ver sin ser visto, todo cuanto en la sala se hacía. ¡Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientras allí estuve!, ¡los pensamientos que me ocurrieron!, ¡las consideraciones que hice!, que fueron tantas y tales, que ni se pueden decir, ni aun es bien que se digan: basta que sepáis que el desposado entró en la sala sin otro adorno que los mismos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino a un primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera, sino los criados de casa. De allí a un poco salió de una recámara Luscinda acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien aderezada y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien era la perfección de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi suspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo que traía vestido; sólo pude advertir los colores, que eran encarnado y blanco y las vislumbres que las piedras y joyas del tocado y de todo el vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus hermosos y rubios cabellos, tales que en competencia de las preciosas piedras y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con más resplandor a los ojos ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso! ¡De qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella adorada enemiga mía! ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan manifiesto agravio procure, ya que no la venganza, a lo menos perder la vida? No os canséis, señores, de oír estas digresiones que hago, que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente y de paso, pues cada circunstancia suya me parece a mí que es digna de un largo discurso. A esto le respondió el cura, que no sólo no se cansaban en oírle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales que merecían no pasarse en silencio, y la misma atención que lo principal del cuento.

Digo, pues, prosiguió Cardenio, que estando todos en la sala entró el cura de la parroquia, y tomando a los dos por la mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: ¿queréis, señora Luscinda, al señor Don Fernando, que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la santa Madre Iglesia? Yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar lo que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte o la confirmación de mi vida. ¡Oh quién se atraviera a salir entonces diciendo a voces: ¡Ah Luscinda, Luscinda!, ¡mira lo que haces, considera lo que me debes, mira que eres mía, y que no puedes ser de otro! ¡Advierte que al decir tú sí, y el acabárseme la vida, ha de ser todo a un punto! ¡Ah, traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida! ¿Qué quieres?, ¿qué pretendes? Considera que no puedes cristianamente llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa y yo soy su marido. ¡Ah, loco de mí! Ahora que estoy ausente y lejos del peligro digo que había de hacer lo que no hice: ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al robador, de quien pudiera vengarme si tuviera corazón para ello, como le tengo para quejarme: en fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido y loco. Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen espacio en darla, y cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse, o desataba la lengua para decir alguna verdad o desengaño que en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada y flaca: Sí quiero; y lo mismo dijo don Fernando, y dándole el anillo quedaron en indisoluble nudo ligados. Llegó el desposado a abrazar a su esposa, y ella poniéndose la mano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su madre. Resta ahora decir cuál quedé yo viendo en el sí que había oído burladas mis esperanzas, falsas las palabras y promesas de Luscinda, imposibilitado de cobrar en algún tiempo el bien que en aquel instante había perdido. Quedé falto de consejo, desamparado a mi parecer de todo el cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis suspiros, y el agua humor para mis ojos: sólo el fuego se acrecentó de manera que todo ardía de rabia y de celos. Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y desabrochándole su madre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papel cerrado, que don Fernando tomó luego y se le puso a leer a la luz de una de las hachas, y en acabando de leer se sentó en una silla, y se puso la mano en la mejilla con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los remedios que a su esposa se hacían para que del desmayo volviese.

Yo viendo alborotada toda la gente de casa me aventuré a salir, ora fuese visto o no, con determinación que si me viesen de hacer un desatino tal, que todo el mundo viniera a entender la justa indignación de mi pecho en el castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la desmayada traidora; pero mi suerte que para mayores males, si es posible que los haya, me debe de tener guardado, ordenó que en aquel punto me sobrase el entendimiento que después acá me ha faltado; y así sin querer tomar venganza de mis mayores enemigos (que por estar tan sin pensamiento mío172 fuera fácil tomarla) quise tomarla de mi mano, y ejecutar en mí la pena que ellos merecían; y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara, si entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina presto acaba la pena; mas la que se dilata con tormentos siempre mata sin acabar la vida. En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de aquel donde había dejado la mula: hice que me la ensillase: sin despedirme dél subí en ella, y salí de la ciudad sin osar, como otro Lot, volver el rostro a miralla; y cuando me vi en el campo solo, y que la oscuridad de la noche me encubría y su silencio convidaba a quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado ni conocido, solté la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda y de don Fernando, como si con ellas satisfaciera el agravio que me habían hecho. Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y desagradecida; pero sobre todos de codiciosa, pues la riqueza de mi enemigo la había cerrado los ojos de la voluntad para quitármela a mí, y entregarla a aquél con quien más liberal y franca la fortuna se había mostrado. Y en mitad de la fuga destas maldiciones y vituperios la disculpaba, diciendo que no era mucho que una doncella recogida en casa de sus padres, hecha y acostumbrada siempre a obedecerlos, hubiese querido condescender con su gusto, pues le daban por esposo a un caballero tan principal, tan rico y tan gentil hombre, que a no querer recibirle, se podía pensar o que no tenía juicio o que en otra parte tenía la voluntad, cosa que redundaba tan en perjuicio de sa buena opinión y fama. Luego volvía diciendo, que puesto que ella dijera que yo era su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan mala elección que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Fernando no pudieron ellos mismos acertar a desear, si con razón midiesen su deseo, otro mejor que yo para esposo de su hija, y que bien pudiera ella antes de ponerse en el trance forzoso y último de dar la mano, decir que ya yo le había dado la mía; que yo viniera y condescendiera con todo cuanto ella acertara fingir en este caso. En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha ambición, y deseos de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras con que me había engañado, entretenido y sustentado en mis firmes esperanzas y honestos deseos.

Con estas voces y con esta inquietud caminé lo que quedaba de la noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por las cuales caminé otros tres días sin senda ni camino alguno, hasta que vine a parar a unos prados, que no sé a que mano destas montañas caen, y allí pregunté a unos ganaderos que hacia donde era lo más áspero destas sierras. Dijéronme que hacia esta parte, luego me encaminé a ella con intención de acabar aquí la vida; y en entrando por estas asperezas, del cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o lo que yo más creo, por desechar de sí tan inútil carga como en mí llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la naturaleza, traspasado de hambre, sin tener ni pensar buscar quién me socorriese. De aquella manera estuve no sé qué tiempo tendido en el suelo, al cabo del cual me levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos cabreros que sin duda debieron de ser los que mi necesidad remediaron, porque ellos me dijeron de la manera que me habían hallado, y cómo estaba diciendo tantos desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el juicio: y yo he sentido en mí después acá, que no todas las veces le tengo cabal, sino tan desmedrado y flaco, que hago mil locuras, rasgándome los vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura, y repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discurso mi intento entonces que procurar acabar la vida voceando, y cuando en mí vuelvo me hallo tan cansado y molido, que apenas puedo, moverme. Mi más común habitación es el hueco de un alcornoque capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los vaqueros y cabreros que andan por estas montañas, movidos de caridad, me sustentan poniéndome el manjar por los caminos y por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y así, aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer el mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la voluntad de tomarlo: otras veces me dicen ellos cuando me encuentran con juicio, que yo salgo a los caminos y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de grado, a los pastores que vienen con ello del lugar a las majadas, Desta manera paso mi miserable y extrema vida, hasta que el cielo sea servido de conducirla a su último fin, o de ponerle en mi memoria para que no me acuerde de la hermosura y de la traición de Luscinda y del agravio de don Fernando; que si esto él hace sin quitarme la vida, yo volveré a mejor discurso mis pensamientos; donde no, no hay sino rogarle que absolutamente tenga misericordia de mi alma, que yo no siento en mí valor ni fuerzas para sacar el cuerpo de esta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle.

Ésta es, oh señores, la amarga historia de mi desgracia: ¿decidme si es tal que pueda celebrarse con menos sentimientos que los que en mí habéis visto? Y no os canséis en persuadirme ni aconsejarme lo que la razón os dijere que puede ser bueno para mi remedio, porque ha de aprovechar conmigo lo que aprovecha la medicina recetada de famoso médico al enfermo que recibir no la quiere: yo no quiero salud sin Luscinda, y pues ella gusta de ser ajena siendo o debiendo ser mía, guste yo de ser de la desventura pudiendo haber sido de la buena dicha: ella quiso con su mudanza hacer estable mi perdición, yo querré con procurar perderme hacer contenta su voluntad, y será ejemplo a los por venir de que a mí sólo faltó lo que a todos los desdichados sobra, a los cuales suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle, y en mí es causa de mayores sentimientos y males, porque aun pienso que no se han de acabar con la muerte.

Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan desdichada como amorosa historia; y al tiempo que el cura se prevenía para decirle algunas razones de consuelo, le suspendió una voz que llegó a sus oídos, que en lastimados acentos oyeron que decía lo que se dirá en la cuarta173 parte desta narración; que en este punto dio fin a la tercera el sabio y atentado historiador Cide Hamete Ben-Engeli.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la misma sierra


Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el audacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa determinación como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora en esta nuestra edad, necesitada de alegre entretenimiento, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que en parte no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia: la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que con tristes acentos decía desta manera:

¡Ay Dios! ¿si será posible que he ya hallado el lugar que pueda servir de escondida sepultura a la carga pesada de este cuerpo, que tan contra mí voluntad sostengo? Sí será, si la soledad que prometen estas sierras no me miente. ¡Ay desdichada!, ¡y cuán más agradable compañía harán estos riscos y malezas a mi intención, pues me darán lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la de ningún ser humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males!

Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban, y por parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron a buscar el dueño, y no hubieron andado veinte pasos cuando detrás de un peñasco vieron sentado al pie de un fresno a un mozo vestido como labrador, al cual, por tener inclinado el rostro a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudieron ver por entonces; y ellos llegaron con tanto silencio, que dél no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal, que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendioles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño, y así viendo que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo seña a los otros dos que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí había: así lo hicieron todos, mirando con atención lo que el mozo hacía, el cual traía puesto un capotillo pardo de dos haldas muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca: traía asimismo unos calzones y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda: tenía las polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que sin duda alguna de blanco alabastro parecía: acabose de lavar los hermosos pies, y luego con un paño de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió; y al querer quitársele alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura incomparable, tal que Cardenio dijo al cura con voz baja: ésta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina. El mozo se quitó la montera, y sacudiendo la cabeza a una y otra parte, se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos que pudieran los del sol tenerles envidia: con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda, que después afirmó que sólo la belleza de Luscinda podía contender con aquella. Los luengos y rubios cabellos no sólo le cubrieron las espaldas, más toda en torno la escondieron debajo de ellos, que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía, tales y tantos eran. En esto les sirvieron de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve: todo lo cual en más admiración y en más deseo de saber quién era ponía a los tres que la miraban. Por esto determinaron de mostrarse, y al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó a cabeza, y apartándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos, miró los que el ruido hacían; y apenas los hubo visto cuando se levantó en pie, y sin aguardar a calzarse ni a recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto como de ropa que junto a sí tenía, y quiso ponerse en huida llena de turbación y sobresalto; mas no hubo dado seis pasos cuando no pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza de las piedras, dio consigo en el suelo: lo cual visto por los tres salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo: Deteneos, señora, quien quiera que seáis, que los, que aquí veis sólo tienen intención de serviros: no hay para qué os pongáis en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir, ni nosotros consentir. A todo esto ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron, pues, a ella, y asiéndola por la mano el cura, prosiguió diciendo: Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren, señales claras de que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola a tanta soledad como es ésta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no para dar remedio a vuestros males, a lo menos para darles consejo pues ningún mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al extremo de serlo, mientras no acaba la vida que rehuya de escuchar siquiera el consejo que con buena intención se le da al que lo padece. Así que, señora mía o señor mío, o lo que vos quisiéredes ser, perded el sobresalto que nuestra vista os ha causado, y contadnos vuestra buena o mala suerte, que en nosotros juntos o en cada uno hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias.

En tanto que el cura decía estas razones, estaba la disfrazada moza como embelesada, mirándolos a todos sin mover labio ni decir palabra alguna, bien así como rústico aldeano que de improviso se le muestran cosas raras y dél jamás vistas, mas volviendo el cura a decirle otras razones al mismo efecto encaminadas, dando ella un profundo suspiro rompió el silencio y dijo: Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para, encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi lengua en balde sería fingir yo de nuevo ahora lo que si me creyese, sería más por cortesía que por otra razón alguna. Presupuesto esto, digo, señores, que os agradezco el ofrecimiento que me habéis hecho, el cual me ha puesto en obligación de satisfaceros en todo lo que me habéis pedido, puesto que temo que la relación que os hiciere de mis desdichas os ha de causar al par de la compasión la pesadumbre, porque no habéis de hallar medio para remediarlas ni consuelo para entretenerlas; pero con todo esto, porque no ande vacilando mi honra en vuestras intenciones, habiéndome ya conocido por mujer y viéndome moza, sola y en este traje, cosas todas juntas y cada una por sí que pueden echar por tierra cualquier honesto crédito, os habré de decir lo que quisiera callar si pudiera. Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecía, con tan suelta lengua, con voz tan suave, que no menos les admiró su discreción que su hermosura: y tornándole a hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos para que lo prometido cumpliese, ella sin hacerse más de rogar, calzándose con toda honestidad y recogiendo sus cabellos, se acomodó en el asiento de una piedra, y puestos los tres alrededor de ella, haciéndose fuerza por detener algunas lágrimas que a los ojos se le venían, con voz reposada y clara comenzó la historia de su vida desta manera:

En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de los que llaman grandes de España: éste tiene dos hijos: el mayor heredero de su estado y al parecer de sus buenas costumbres, y el menor no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de Bellido y de los embustes de Galalón. Deste señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear, ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo, porque quizá nace mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres: bien es verdad que no son tan bajos que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos que a mí me quiten la imaginación que tengo de que de su humildad viene mí desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza nial sonante, y como suele decirse cristianos viejos rancios, pero tan rancios y ricos, que su riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos y aun de caballeros, puesto que de la mayor riqueza y nobleza que ellos se preciaban era de tenerme a mí por hija; y así por no tener otra ni otro que los heredase, como por ser padres y aficionados, yo era una de las más regaladas hijas que padres jamás regalaron. Era el espejo en que se miraban, el báculo de su vejez, y el sujeto a quien encaminaban, midiéndolos con el cielo, todos sus deseos, de los cuales, por ser ellos tan buenos, los míos no salían un punto, y del mismo modo que yo era señora de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda: por mí se recebían y despedían los criados: la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano: de los molinos de aceite, los lagares del vino, el número del ganado mayor y menor, el de las colmenas, finalmente, de todo aquello que un tan rico labrador como mi padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta, y era la mayordoma y señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré a encarecerlo: los ratos que del día me quedaban, después de haber dado lo que convenía a los mayorales o capataces, y a otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a las doncellas tan lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna por recrear el ánimo estos ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone los ánimos descompuestos, y alivia los trabajos que nacen del espíritu. Ésta, pues, era la vida que yo tenía en casa de mis padres, la cual si tan particularmente he contado, no ha sido por ostentación, ni por dar a entender que soy rica, sino porque se advierta cuán sin culpa he venido de aquel buen estado que he dicho al infelice en que ahora me hallo. Es, pues, el caso, que pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un encerramiento tal, que al de un monasterio pudiera compararse, sin ser vista, a mi parecer, de otra persona alguna que de los criados de casa, porque los días que iba a misa era tan de mañana, y tan acompañada de mi madre y de otras criadas, tierra de y yo tan cubierta y recatada, que apenas vían mis ojos más aquella donde ponía los pies, con todo esto, los del amor, o los de la ociosidad, por mejor decir, a quien los del lince no pueden igualarse, me vieron puestos en la solicitud de don Fernando, que es éste el nombre del hijo menor del duque que os he contado.

No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a Cardenio se le mudó la color del rostro, y comen a trasudar con tan grande alteración, que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron que le venía aquel accidente de locura que habían oído decir que de cuando en cuando le venía: mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo, mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quién ella era, la cual sin advertir en los movimientos de Cardenio prosiguió su historia diciendo:

Y no me hubieron bien visto, cuando, según él dijo después, quedó tan preso de mis amores cuanto lo dieron bien a entender sus demostraciones. Mas por acabar presto con el cuento que no le tiene, de mis desdichas, quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando hizo para declararme su voluntad: sobornó toda la gente de mi casa, dio y ofreció dádivas y mercedes a mis parientes; los días eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle; las noches no dejaban dormir a nadie las músicas; los billetes, que sin saber cómo a mis manos venían, eran infinitos, llenos de enamoradas razones y ofrecimientos, con menos letras que promesas y juramentos: todo lo cual, no sólo me ablandaba, pero me endurecía de manera como si fuera mi mortal enemigo, y que todas las obras que para reducirme a su voluntad hacía, las hiciera para el efecto contrario; no porque a mí me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese a demasía sus solicitudes, porque me daba un no sé qué de contento verme tan querida y estimada de un tan principal caballero, y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas; que en esto, por feas que seamos las mujeres, me parece a mí que siempre nos da gusto el oír que nos llaman hermosas; pero a todo esto se oponían mi honestidad y los consejos continuos que mis padres me daban, que ya muy al descubierto sabían la voluntad de don Fernando, porque ya a él no se le daba nada de que todo el mundo la supiese. Decíanme mis padres que en sola mi virtud y bondad dejaban y depositaban su honra y fama, y que considerase la desigualdad que había entre mí y don Fernando, y que por aquí echaría de ver que sus pensamientos, aunque él dijese otra cosa, mas se encaminaban a su gusto que a mi provecho, y que si yo quisiese poner en alguna manera algún inconveniente para que él se dejase de su injusta pretensión, que ellos me casarían luego con quien yo más gustase, así de los más principales de nuestro lugar, como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar de su mucha hacienda y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos, y con la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise responder a don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos, esperanza de alcanzar su deseo. Todos estos recatos míos, que él debía de tener por desdenes, debieron de ser causa de avivar más su lascivo apetito, que este nombre quiero dar a la voluntad que me mostraba, la cual, si ella fuera como debía, no la supiérades vosotros ahora, porque hubiera faltado la ocasión de decírosla.

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Finalmente, don Fernando supo que mis padres andaban por darme estado, por quitalle a él la esperanza de poseerme, o a lo menos porque yo tuviese más guardas para guardarme: y esta nueva sospecha fue causa para que hiciese lo que ahora oiréis, y fue que una noche estando yo en mi aposento con sola la compañía de una doncella que me servía, teniendo bien cerradas las puertas por temor de que por descuido mi honestidad no se viese en peligro, sin saber ni imaginar cómo, en medio de estos recatos y prevenciones, y en la soledad deste silencio y encierro, me le hallé delante, cuya vista me turbó de manera que me quitó la de mis ojos, y me enmudeció la lengua y así no fui poderosa de dar voces ni aun él creo que me las dejara dar, porque luego se llegó a mí y tornándome entre sus brazos (porque yo, como digo, no tuve fuerzas para defenderme según estaba turbada), comenzó a decirme tales razones, que no sé cómo es posible que tenga tanta habilidad la mentira, que la sepa componer de modo que parezcan tan verdaderas: hacia el traidor que sus lágrimas acreditasen sus palabras, y los suspiros su intención. Yo, pobrecilla, sola entre los míos, mal ejercitada en casos semejantes, comencé no sé en qué modo a tener por verdaderas tantas falsedades, pero no de suerte que me moviesen a compasión menos que buena sus lágrimas y suspiros; y así pasándoseme aquel sobresalto primero, torné algún tanto a cobrar mis perdidos espíritus, y con más ánimo del que pensé que pudiera tener, le dije: Si como estoy, señor, en tus brazos, estuviera entre los de un león fiero, y el librarme dellos se me asegurara con que hiciera o dijera cosa que fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera posible hacella o decilla como es posible dejar de haber sido lo que fue; así que, si tú tienes ceñido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan diferentes de los tuyos como lo verás, si con hacerme fuerza quisieres pasar adelante en ellos: tu vasalla soy, pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de tu sangre para deshonrar y tener en poco la humildad de la mía, y en tanto me estimo yo villana labradora como tú señor y caballero: conmigo no han de ser de ningún efecto tus fuerzas, ni han de tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder engañarme, ni tus suspiros y lágrimas enternecerme; si alguna de todas estas cosas que he dicho viera yo en el que mis padres me dieran por esposo, a su voluntad se ajustara la mía; y mi voluntad de la suya no saliera; de modo que como quedara con honra aunque quedara sin gusto, de grado te entregara lo que tú, señor, ahora con tanta fuerza procuras; todo esto he dicho, porque no hay pensar que de mí alcanzare cosa alguna el que no fuere mi legítimo esposo.

Si no reparas más que en eso, bellísima Dorotea, que éste es el nombre de esta desdichada, dijo el desleal caballero, ves aquí te doy la mano de serlo tuyo, y sean testigos desta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se esconde, y esta imagen de Nuestra Señora que aquí tienes. Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba Dorotea, tornó de nuevo a sus sobresaltos, y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión; pero no quiso interromper el cuento por ver en qué venía a parar lo que él ya casi sabía; sólo dijo: qué ¿Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído yo decir del mismo, que quizá corre parejas con tus desdichas: pasa adelante, que tiempo vendrá en que te diga cosas que te espanten en el mismo grado que te lastimen. Reparó Dorotea en las razones de Cardenio y en su extraño y desastroso traje, y rogole que si alguna cosa de su hacienda sabía se la dijese luego, porque si algo la había dejado bueno la fortuna era el ánimo que tenía para sufrir cualquier desastre que le sobreviniese, segura de que a su parecer ninguno podía llegar que el que tenía acrecentase un punto, No le perdiera yo, señora, respondió Cardenio, en decirte lo que pienso, si fuera verdad la, que imagino, y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni a ti te importa nada el saberlo. Sea lo que fuere, respondió Dorotea, lo que en mi cuento pasa fue, que tomando don Fernando una imagen que en aquel aposento estaba, la puso por testigo de nuestro desposorio: con palabras eficacísimas y juramentos extraordinarios, me dio palabra de ser mi marido, puesto que antes que acabase de decirlas le dije, que mirase bien lo que hacía, y que considerase el enojo que su padre había de recibir de verle casado con una villana vasalla suya; que no le cegase mi hermosura tal cual era, pues no es bastante para hallar disculpa de su yerro, y que si algún bi en me quería hacer por el amor que me tenía, fuese dejar correr mi suerte a lo igual de lo que mi calidad pedía, porque nunca los tan desiguales casamientos se gozan, ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan.

Todas estas razones que aquí he dicho le dije, y otras muchas de que no me acuerdo; pero no fueron parte para que él dejase de seguir su intento, bien ansí corno el que no piensa pagar, que al concertar de la barata174 no repara en inconvenientes. Yo a esta sazón hice un breve discurso conmigo, y me dije a mí misma: Sí, que no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura o ciega afición, que es lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza: pues si no hago ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto que en este no dure más la voluntad que me muestra, de cuanto dure el cumplimiento de su deseo, que en fin para con Dios seré su esposa; y si quiero con desdenes despedille, en término lo veo que no usando el que debe, usará el de la fuerza, y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podrá dar el que no supiere cuán sin ella he venido a este punto: porque ¿qué razones serán bastantes para persuadir a mis padres y a otros que este caballero entró en mi aposento sin consentimiento mío? Todas estas demandas y respuestas revolví en un instante en la imaginación, y sobre todo me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a lo que fue, sin yo pensarlo, mi perdición, los juramentos de don Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas que derramaba, y finalmente, su disposición y gentileza, que acompañada con tantas muestras de verdadero amor, rindieran a otro más libre y recatado corazón que el mío. Llamé a mi criada para que en la tierra acompañase a los testigos del cielo: tornó don Fernando a, reiterar y a confirmar sus juramentos, añadió a los primeros nuevos santos por testigos, echose mil futuras maldiciones sino cumpliese lo que me prometía, volvió a humedecer sus ojos y a acrecentar sus suspiros, apretome más entre sus brazos de los cuales jamás me había dejado; y con esto y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo deje de serlo, y él acabó de ser traidor y fementido.

El día que sucedió a la noche de mi desgracia se venía aún no tan apriesa como yo pienso que don Fernando deseaba, porque después de cumplido aquello que el apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartarse de donde se alcanzó. Digo esto porque don Fernando dio priesa por partirse de mí, y por industria de mi doncella, que era la misma que allí le había traído, antes que amaneciese se vio en la calle, y al despedirse de mí, aunque no con tanto ahínco y vehemencia como cuando vino, me dijo que estuviese segura de su fe, y de ser firmes y verdaderos su juramentos, y para más confirmación de su palabra sacó un rico anillo del dedo y lo puso en el mío. En efecto, él se fue, y yo quedé ni sé si triste o alegre; esto sé bien decir, que quedé confusa y pensativa, y casi fuera de mí con el nuevo acaecimiento, y no tuve ánimo o no me acordé de reñir a mi doncella por la traición cometida de encerrar a don Fernando en mi mismo aposento, porque aún no determinaba si era bien o mal el que me había sucedido. Díjele al partir a don Fernando, que por el mismo camino de aquella podía verme otras noches, pues ya era suya hasta que cuando él quisiese aquel hecho se publicase; pero no vino otra alguna, sino fue la siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en más de un mes, que en vano me cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba en la villa y que los más días iba a caza, ejercicio de que él era muy aficionado. Estos días y estas horas bien sé yo que para mí fueron aciagos y menguadas, bien sé que comencé a dudar en ellas, y aun a descreer de la fe de don Fernando, y sé también que mi doncella oyó entonces las palabras que en reprensión de su atrevimiento antes no había oído; y sé que me fue forzoso tener cuenta con mis lágrimas y con la compostura de mi rostro, por no dar ocasión a que mis padres me preguntasen que de qué andaba descontenta, y, me obligasen a buscar mentiras que decilles: pero todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respetos y se acabaron los honrados discursos, y adonde se perdió la paciencia y salieron a plaza mis secretos pensamientos. Y esto fue porque de allí a pocos días se dijo en el lugar, como en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con una doncella hermosísima en todo extremo y de muy principales padres, aunque notan rica que por la dote pudiera aspirar a tan noble casamiento: díjose que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios, sucedieron dignas de admiración.

Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas, y dejar de allí a poco caer por sus ojos dos fuentes de lágrimas; mas no por esto dejó Dorotea de seguir su cuento diciendo: llegó esta triste nueva a mis oídos, y en lugar de helárseme el corazón en oílla, fue -tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que faltó poco para no salirme por las calles dando voces, publicando la alevosía y traición que se me había hecho; mas templose esta furia por entonce con pensar de poner aquella misma noche por obra lo que puse, que fue ponerme en este hábito que me dio uno de los que llaman zagales en casa de los labradores, que era criado de mi padre, al cual descubrí toda mi desventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad, donde entendí que mi enemigo estaba. Él, después que hubo reprendido mi atrevimiento y afeado mi determinación, viéndome resuelta en mi parecer, se ofreció a tenerme compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo: luego al momento encerré en una almohada de lienzo un vestido de mujer y algunas joyas y dineros por lo que podía suceder, y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta a mi traidora doncella, salí de mi casa acompañada de mi criado y de muchas imaginaciones, y me puse en camino de la ciudad a pie, llevada en vuelo del deseo de llegar, ya que no a estorbar lo que tenía por hecho, a lo menos a decir a don Fernando me dijese con que alma lo había hecho. Llegué en dos días y medio adonde quería, y en entrando por la ciudad pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y al primero a quien hice la pregunta me respondió más de lo que yo quisiere oír: díjome la casa y todo lo que había sucedido en el desposorio de su hija, cosa tan pública en la ciudad, que se hacen corrillos para contarla por toda ella: díjome que la noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de haber ella dado el sí de ser su esposa, le había tomado un recio desmayo, y que llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese el aire, le halló un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía y declaraba que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cardenio, que a lo que el hombre me dijo, era un caballero muy principal de la misma ciudad, y que si había dado el sí a don Fernando fue por no salir de la obediencia de sus padres. En resolución tales razones dijo que contenía el papel, que daba a entender que ella había tenido intención de matarse en acabándose de desposar, y daba allí las razones porque se había quitado la vida; todo lo cual dicen que confirmó una daga que la hallaron no sé en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual visto por don Fernando, pareciéndole que Luscinda le había burlado y escarnecido y tenido en poco, arremetía ella antes que de su desmayo volviese, y con la misma daga que la hallaron, la quiso dar de puñaladas, y lo hiciera si sus padres y los que se hallaron presentes no se lo estorbaran. Dijeron más, que luego se ausentó don Fernando, y que Luscinda no había vuelto de su parasismo hasta otro día, que contó a sus padres como ella era verdadera esposa de aquel Cardenio que he dicho. Supe más, que el Cardenio, según decían, se halló presente a los desposorios; y que en viéndola desposada, lo cual él jamás pensó, se salió de la ciudad desesperado, dejando primero escrita una carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de como él se iba a donde gentes no le viesen. Esto todo era público y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban dello, y más hablaron cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de su padre y de la ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de lo que perdían el juicio sus padres, y no sabían qué medio tomar para hallarla. Esto que supe puso en bando mis esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado a don Fernando, que hallarle casado, pareciéndome que aún no estaba del todo cerrada la puerta a mi remedio, dándome yo a entender que podría ser que el cielo hubiese puesto aquel impedimento en el segundo matrimonio para atraerle a conocer lo que al primero debía, y caer en la cuenta de que era cristiano, y que estaba más obligado a su alma que a los respetos humanos. Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me consolaba sin tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas para entretener la vida que ya aborrezco.

Estando, pues, en la ciudad sin saber qué hacerme, pues a don Fernando no hallaba, llegó a mis oídos un público pregón donde se prometía grande hallazgo a quien me hallase, dando las señas de la edad y del mismo traje que traía, y oí que se decía que me había sacado de casa de mis padres el mozo que conmigo vino; cosa que me llegó al alma, por ver cuan de caída andaba mi crédito, pues no bastaba perderle con mi huida, sino añadir él con quién, siendo sujeto tan bajo y tan indigno de mis buenos pensamientos. Al punto que oí el pregón me salí de la ciudad con mi criado, que ya comenzaba a dar muestras de titubear en la fidelidad que me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso desta montaña, con el miedo de no ser hallados; pero como suele decirse que un mal llama a otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio de otra mayor, así me sucedió a mí, porque mi buen criado hasta entonces fiel y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de su misma bellaquería antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión que a su parecer estos yermos le ofrecían, y con poca vergüenza y menos temor de Dios ni respeto mío, me requirió de amores, y viendo que yo con feas y justas palabras respondía a la desvergüenza de sus propuestas, dejó aparte los ruegos de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó a usar de la fuerza; pero el justo cielo que pocas o ningunas veces deja de mirar y favorecer a las justas intenciones, favoreció las mías, de manera que con mis pocas fuerzas y con poco trabajo di con él por un derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto o si vivo, y luego con mas ligereza que mi sobresalto y cansancio permitían, me entré por estas montañas sin llevar otro pensamiento ni otro designio que esconderme en ellas, y huir de mi padre y de aquellos que de su parte me andaban buscando. Con este deseo ha no sé cuantos meses que entré en ellas, donde hallé un ganadero que me llevó por su criado a un lugar que está en las entrañas desta sierra, al cual he servido de zagal todo ese tiempo, procurando estar siempre en el campo por encubrir estos cabellos, que ahora tan sin pensarlo me han descubierto; pero toda mi industria y toda mi solicitud fue y ha sido de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento de que yo no era varón, y nació en él el mismo mal pensamiento que en mi criado; y como no siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallé derrumbadero ni barranco de donde despeñar y despenar al amo como le hallé para el criado; y así tuve por menor inconveniente dejalle y esconderme de nuevo entre estas asperezas, que probar con él mis fuerzas o mis repulsas. Digo, pues, que me torné a emboscar, y a buscar donde sin impedimento alguno pudiese con suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de mis desventuras, y me dé industria y favor para salir della, o para dejar la vida entre estas soledades, sin que quede memoria de esta triste, que tan sin culpa suya habrá dado materia para que de ella se hable y murmure en la suya y en las ajenas tierras.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había puesto175


Ésta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgad ahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oístes, y las lágrimas que de mis ojos salían, tenían ocasión bastante para mostrarse en mayor abundancia; y considerada la calidad de mi desgracia, veréis que será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Sólo os ruego (lo que con facilidad podréis y debéis hacer) que me aconsejéis dónde podré pasar la vida, sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo, de ser hallada de los que me buscan, que aunque sé que el mucho amor que mis padres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida, es tanta la vergüenza que me ocupa sólo al pensar que, no como ellos pensaban, tengo de parecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de su vista, que no ver les el rostro con pensamiento que ellos miran el mío ajeno de la honestidad que de mí se debían de tener prometida.

Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron, les que escuchado la habían, tanta lástima como admiración de su desgracia: y aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio, diciendo: En fin, señora, ¿con que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo? Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán de poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio estaba vestido; y así le dijo: ¿y quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre?, porque yo hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no le he nombrado. Soy, respondió Cardenio, aquél sin ventura, que según vos, señora, habéis dicho, Luscinda dijo que era su esposo: soy el desdichado, Cardenio, a quien el mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis, ha traído a que le veáis cual le veis, roto, desnudo, falto de todo humano consuelo, y lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino cuando el cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Dorotea, soy el que me hallé presente a la sinrazón de don Fernando, y el que aguardó a oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda: yo soy el que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para ver tantas desventuras juntas; y así dejé la casa y la patria y una carta que dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda la pusiese, y víneme a estas soledades con intención de acabar en ellas la vida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mía; mas no ha querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado, aún podría ser que a entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros desastres, que nosotros pensamos; porque presupuesto que Luscinda no puede casarse con don Fernando por ser mía, ni don Fernando con ella por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser, y no se ha enajenado ni deshecho; y pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos, señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues yo, la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que yo os juro por la fe de caballero y de cristiano de no desampararos hasta veros en poder de don Fernando, y que cuando con razones no le pudiere atraer a que conozca lo que os debe, usaré entonces la libertad que me concede el ser caballero, y poder con justo título desafialle en razón de la sinrazón que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al cielo por acudir en la tierra a los vuestros.

Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar Dorotea, y por no saber qué gracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para besárselos, mas no lo consintió Cardenio; y el licenciado respondió por entrambos, y aprobó el buen discurso de Cardenio, y sobre todo les rogó, aconsejó y persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden cómo buscar a don Fernando o cómo llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que más les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y acataron la merced que se les ofrecía. El barbero, que a todo había estado suspenso y callado, hizo también su buena plática, y se ofreció con no menos voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles: contó asimismo con brevedad la causa que allí los había traído, con la extrañeza de la locura de don Quijote, y cómo aguardaban a su escudero, que había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a Cardenio como por sueños la pendencia que con don Quijote había tenido, y contola a los demás; mas no supo decir por qué causa fue su cuestión.

En esto oyeron voces, y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a voces: saliéronle al encuentro, y preguntándole por don Quijote, les dijo cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea; y que puesto que le había dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar, y se fuese al del Toboso donde le quedaba esperando, había respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta que hubiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia; y que si aquello pasaba adelante corría peligro de no venir a ser emperador como estaba obligado, ni aun arzobispo, que era lo menos que podía ser; por eso que mirasen lo que se había de hacer para sacarle de allí. El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían de allí mal que le pesase.

Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa, a lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor que el barbero, y más que tenía allí vestidos con qué hacerlo al natural y que le dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros de caballerías, y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los andantes caballeros. Pues no es menester más, dijo el cura, sino que luego se ponga por obra, que sin duda la buena suerte se muestra en favor mío, pues tan sin pensarlo a vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para vuestro remedio, y a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester. Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica, y una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar y otras joyas, con que en un instante se adornó de manera que una rica y gran señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su casa para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se había ofrecido ocasión de habello menester. A todos contentó en extremo su mucha gracia, donaire y, hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, pues tanta belleza desechaba: pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle (como era así verdad), que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura; y así preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales. Esta hermosa señora, respondió el cura, Sancho hermano, es como quien no dice nada, la heredera por línea recta de varón del gran reino Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho, y a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto de Guinea, ha venido a buscarle esta princesa. Dichosa buscada y dichoso hallazgo, dijo a esta sazón Sancho Panza, y más si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hi de puta dese gigante que vuestra merced dice, que si matara si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas no tiene mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra merced entre otras, señor licenciado, y es que porque a mi amo no le tome gana de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra merced le aconseje que se case luego con esta princesa, y así quedará imposibilitado de recebir órdenes arzobispales, y vendrá con facilidad a su imperio, y yo al fin de mis deseos: que yo he mirado bien en ello, y hallo por mi cuenta que no me está bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para la iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para poder tener renta por la iglesia, teniendo como tengo mujer e hijos, sería. nunca acabar: así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así no la llamo por su nombre. Llámase, respondió el cura, la princesa Micomicona, porque llamándose su reino Micomicón, claro está, que ella se ha de llamar así. No hay duda en eso, respondió Sancho, que yo he visto a muchos tomar el apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda y Diego de Valladolid, y esto mesmo se debe de usar allá en Guinea, tomar las reinas los nombres de sus reinos. Así debe de ser, dijo el cura, y en lo de casarse vuestros amo, yo haré en ello todos mis poderíos: con lo que quedó tan contento Sancho, cuanto el cura admirado de su simplicidad, y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mismos disparates que su amo, pues sin alguna duda se daba a entender que había de venir a ser emperador.

Ya en esto se había puesto Dorotea sobre la mula del cura, y el barbero se había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho que los guiase a donde don Quijote estaba, al cual advirtieron que no dijese que conocía al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía todo el toque de venir a ser emperador su amo, puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos porque no se le acordase a don Quijote la pendencia que con Cardenio había tenido, y el cura porque no era menester por entonces su presencia, y así los dejaron ir adelante: y ellos los fueron siguiendo a pie poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea: a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría sin faltar punto como lo pedían y pintaban los libros de caballería.

Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote entre unas intrincadas peñas, ya vestido aunque no, armado; y así como Dorotea le vio, y fue informada de Sancho que aquél era don Quijote, dio del azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero; y en llegando juntos a él, el escudero se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual apeándose con grande desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote, y aunque él pugnaba por levantarla, ella sin levantarse le fabló en esta guisa:

De aquí no me levantaré, oh valeroso y esforzado caballero, fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra persona, y en pro de la más desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto: y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer la sin ventura que de tan lueñas tierras viene, al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.

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No os responderé palabra, fermosa señora, respondió don Quijote, ni oiré más cosa de vuestra facienda fasta que os levantéis de tierra. No me levantaré, señor, respondió la afligida doncella, si primero por la vuestra cortesía no me es otorgado el don que pido. Yo vos lo otorgo y concedo, respondió don Quijote, como no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria, y de aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave. No será en daño ni en mengua de lo que decís, mi buen señor, replicó la dolorosa doncella: y estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor, y muy pasito le dijo: Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es cosa de nada, sólo es matar a un gigantazo, y ésta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía. Sea quien fuere, respondió don Quijote, que yo haré lo que soy obligado y lo que me dicta mi conciencia conforme a lo que profesado tengo; y volviéndose a la doncella dijo: La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme quisiere. Pues el que pido es, dijo la doncella, que la vuestra magnánima persona se venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de entremeter en otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un traidor que contra todo derecho divino y humano me tiene usurpado mi reino. Digo que así lo otorgo, respondió don Quijote; y así podéis, señora, desde hoy más des echar la melancolía que os fatiga, y hacer que cobra nuevos bríos y fuerzas vuestra desmayada esperanza, que con la ayuda de Dios y la de mi brazo vos os veréis presto restituida en vuestro reino, y sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, a pesar y a despecho de los follones que contradecirlo quisieren; y manos a la labor, que en la tardanza dicen que suele estar el peligro.

La menesterosa doncella pugnó con mucha porfía por besarle las manos; mas don Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo consintió; antes la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y comedimiento, y mandó a Sancho que requiriese las cinchas a Rocinante, y le armase luego al punto. Sancho descolgó las armas que como trofeo de un árbol estaba pendientes y requiriendo las cinchas, en un punto armó a su señor, el cual viéndose armado dijo: Vamos de aquí en el nombre de Dios a favorecer a esta gran señora. Estábase el barbero aún de rodillas teniendo gran cuenta de disimular la risa, y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran sin conseguir su buena intención; y viendo que ya el don estaba concedido, y la diligencia con que don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, se levantó y tomó de la mano a su señora, y entre los dos la subieron en la mula. Luego subió don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie, donde de nuevo se le renovó la pérdida del rucio con la falta que entonces le hacía; mas todo lo llevaba con gusto por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino y muy a pique de ser emperador; porque sin duda alguna pensaba que se había de casar con aquella princesa, y ser por lo menos rey de Micomicón. Sólo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la gente que por sus vasallos le diesen habían de ser negros todos; a lo cual dio luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo: ¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España donde los podré vender y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? No sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas, y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas176: por Dios que los he de volar chico, con grande, o corno pudiere, y que por negros que sean los he de volver blancos o amarillos; llegaos que me mamo el dedo. Con esto andaba tan solícito y tan contento, que se le olvidaba la pesadumbre de caminar a pie.

Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían que hacerse para juntarse con ellos: pero el cura, que era gran tracista, imaginó luego lo que harían para conseguir lo que deseaban, y fue que con unas tijeras que traía en un estuche quitó con mucha presteza la barba a Cardenio, y vistiole un capotillo pardo que él traía, y diole un herreruelo negro, y él se quedó en calzas y en jubón, y quedo tan otro de lo que antes parecía Cardenio, que él mismo no se conociera aunque a un espejo se mirara. Hecho esto, puesto que ya los otros habían pasado adelante en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían que anduviesen tanto los de a caballo corno los de a pie. En efecto, ellos se pusieron en el llano a la salida de la sierra: y así como salió della don Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy de espacio, dando señales de que le iba reconociendo, y al cabo de haberle una buena pieza estado mira se fue a él abiertos los brazos y diciendo a voces: para bien se ha hallado el espejo de la caballería, el muy buen compatriota don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los menesterosos, la quinta esencia de los caballeros andantes; y diciendo esto tenía abrazado por la rodilla de la pierna izquierda a don Quijote, el cual, espantado de lo que veía y oía decir a aquel hombre, se le puso a mirar con atención, y al fin le conoció, y quedó como espantado de verle, y hizo grande fuerza por apearse, más el cura no lo consintió, por lo cual don Quijote, decía: déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razón que yo esté a caballo, y que una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie. Eso no consentiré yo en ningún modo, dijo el cura, estése la vuestra grandeza a caballo, pues estando a caballo acaba las mayores fazañas y aventuras que en nuestra edad se han visto: que a mí, aunque indigno sacerdote, bastarame subir en las ancas de una destas mulas destos señores que con vuestra merced caminan, si no lo han por enojo, y aun haré cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o sobre la cebra o alfana en que cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aun hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema177, que dista poco de la gran Compluto. Aun eso no consiento178, mi señor licenciado, respondió don Quijote, y yo sé que mi señora la princesa será servida por mi amor de mandar a su escudero dé a vuestra merced la silla de su mula, que él podrá acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre. Sí sufre, a lo que yo creo, respondió la princesa, y también sé que no será menester mandárselo al señor mi escudero, que él es tan cortés y tan cristiano que no consentirá que una persona eclesiástica vaya a pie pudiendo ir a caballo. Así es, respondió el barbero, y apeándose en un punto convidó al cura con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho de rogar: y fue el mal que al subir a las ancas el barbero la mula, que en efecto era de alquiler, que para decir que era mala esto basta, alzó un poco los cuartos traseros, y dio dos coces en el aire, que a darlas en el pecho de maese Nicolás o en la cabeza, él diera al diablo la venida por don Quijote.

Con todo eso le sobresaltaron de manera que cayó en el suelo con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron, y como se vio fin ellas no tuvo otro remedio sino acudir a cubrirse el rostro con ambas manos, y a quejarse que le habían derribado las muelas, don Quijote, como vio todo aquel mazo de barbas sin quijadas y sin sangre lejos del rostro del escudero caído dijo: vive Dios que es gran milagro éste, las barbas le ha derribado y arrancado del rostro como si las quitaran aposta. El cura, que vio el peligro que corría su invención de ser descubierta, acudió luego a las barbas, y fuese con ellas donde yacía maese Nicolás dando aun voces todavía, y de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho, se las puso, murmurando sobre él tinas palabras, que dijo que eran cierto ensalmo179 apropiado para pegar barbas, como lo verían; y cuando se las tuvo puestas se apartó, y quedó el escudero tan bien barbado y tan sano como de antes, de que se admiró don Quijote sobremanera, y rogó al cura que cuando tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo, que él entendía que su virtud a más que a pegar barbas se debía de extender, pues estaba claro que de donde las barbas se quitasen había de quedar la carne llagada y maltrecha, y que pues todo lo sanaba, a más que barbas aprovechaba. Así es, dijo el cura, y prometió de enseñársele en la primera ocasión. Concertáronse que por entonces subiese el cura, y a trecho se fuesen los tres mudando hasta que llegasen a la venta, que estaría hasta dos leguas de allí.

Puestos los tres a caballo, es a saber, don Quijote, la princesa y el cura, y los tres a pie, Cardenio, el barbero y Sancho Panza, don Quijote dijo a la doncella: Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más gusto le diere; y antes que ella respondiese dijo el licenciado: ¿hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría?, ¿es por ventura hacia el de Micomicón?, que sí debe de ser, o yo sé poco de reinos. Ella, que estaba bien en todo, entendió que había de responder que sí, y así dijo: Sí, señor, hacia ese reino es mi camino. Si así es, dijo el cura, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de allí tomará vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar con la buena ventura, y si hay viento próspero, mar tranquilo y sin borrasca, en poco menos de nueve años se podrá estar a vista de la gran laguna Meona, digo, Meótides, que está poco más de cien jornadas más acá del reino de vuestra grandeza. Vuestra merced está engañado, señor mío, dijo ella, porque no ha dos años que yo partí dél, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y con todo eso he llegado a ver lo que tanto, deseaba, que es el señor don Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron a mis oídos así como puse los pies en España, y ellas me movieron a buscarle para encomendarme a su cortesía, y fiar mi justicia del valor de su invencible brazo. No más, cesen mis alabanzas, dijo a esta sazón don Quijote, porque soy enemigo de todo género de adulación, y aunque esta no lo sea, todavía ofenden mis castas orejas semejantes pláticas: Lo que yo sé decir, señora mía, que ahora tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere se ha de emplear en vuestro servicio hasta perder la vida; y así dejando esto para su tiempo, ruego al señor licenciado que me diga qué es la causa que le ha traído por estas partes tan sólo, tan sin criados y tan a la ligera, que me pone espanto. A eso yo responderé con brevedad, respondió el cura, porque sabrá vuestra merced, señor don Quijote, que yo y maese Nicolás, nuestro amigo y nuestro barbero, íbamos a Sevilla a cobrar ciertos dineros que un pariente mío, que ha muchos años que pasó a Indias, me había enviado, y no tan pocos que no pasen de sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal; y pasando ayer por estos lugares nos salieron al encuentro cuatro salteadores, y nos quitaron hasta las barbas, y de modo nos las quitaron, que le convino al barbero ponérselas postizas, y aun a este mancebo que aquí va, señalando a Cardenio, le pusieron como de nuevo; y es lo bueno que es pública fama por todos estos contornos que los que nos saltearon son de unos galeotes, que dicen que libertó casi en este mismo sitio un hombre tan valiente, que a pesar del comisario y de las guardas los soltó a todos; y sin duda alguna él debía de estar fuera de juicio, o debe de ser tan grande bellaco como ellos, o algún hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la miel: quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues fue contra sus justos mandamientos, quiso, digo, quitar a las galeras sus pies, poner en alboroto la Santa Hermandad, que había muchos años que reposaba: quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y no se gane su cuerpo. Habíales contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes que acabó su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el cura refiriéndola, por ver lo que hacía o decía don Quijote, al cual se le mudaba la color a cada palabra, y no osaba decir que él había sido el libertador de aquella buena gente. Éstos, pues, dijo el cura, fueron los que nos robaron, que Dios por su misericordia se lo perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.




ArribaAbajoCapítulo XXX

Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo180


No hubo bien acabado el cura, cuando Sancho dijo: Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo esa fazaña fue mi amo, y no porque yo no le dije antes y le avisé que mirase lo que hacía, y que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos. Majadero, dijo a esta sazón don Quijote, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por sus gracias; sólo les toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías; yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice con lelos lo que mí religión me pide, y lo demás allá se avenga, y a quien mal le ha pare, cielo, salvo la santa dignidad del señor licenciado y su honrada persona, digo que sabe poco de achaque de caballería, y que miente como un hi de puta y mal nacido, y esto le haré conocer con mi espada donde más largamente se contiene: Y esto dijo afirmándose en los estribos y calándose el morrión, porque la bacía de barbero, que a su cuenta era el yelmo de Mambrino, llevaba colgada del arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron los galeotes.

Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabía el menguado humor de don Quijote, y que todos hacían burla dél, sino Sancho Panza, no quiso ser para menos, y viéndole tan enojado le dijo: Señor caballero, miémbresele a vuestra merced el don que me tiene prometido, y que conforme a él no puede entremeterse en otra aventura, por urgente que sea: sosiegue vuestra merced el pecho, que si el señor licenciado supiera que por ese invicto brazo habían sido librados los galeotes, él se diera tres puntos en la boca, y aun se mordiera tres veces la lengua, antes que haber dicho palabra que en desprecio de vuestra merced redundara181. Eso juro yo bien, dijo el cura, y aun me hubiera quitado un bigote. Yo callaré, señora mía, dijo don Quijote, y reprimiré la justa cólera que ya en mi pecho se había levantado, y iré quieto y pacífico hasta tanto que os cumpla el don prometido, pero en pago deste buen deseo os suplico me digáis, si no se os hace mal, ¿cuál es la vuestra cuita, y cuántas, quiénes y cuáles son las personas de quien os tengo de dar debida, satisfecha y entera venganza? Eso haré yo de buena gana, respondió Dorotea, si es que no os enfada oír lástimas y desgracias. No enfadará, señora mía, respondió don Quijote; a lo que respondió Dorotea: pues si así es, esténme vuestras mercedes atentos. No hubo ella dicho esta, cuando Cardenio y el barbero se le pusieron al lado, deseosos de ver como fingía su historia la discreta Dorotea, y lo mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo; y ella después de haberse puesto bien en la silla, y prevenídose con toser y hacer otros ademanes, con mucho donaire comenzó a decir desta manera:

Primeramente quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que a mí me llaman... y detúvose aquí un poco, porque se le olvidó el nombre que el cura le había puesto; pero él acudió al remedio, porque entendió en lo que reparaba, y dijo: No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza se turbe y empache contando sus desventuras, ellas suelen ser tales, que muchas veces quitan la memoria a los que maltratan, de tal manera, que aun de sus mismos nombres no se les acuerda, como han hecho con vuestra gran señoría, que se ha olvidado que se llama la princesa Micomicona, legítima heredera del gran reino Micomicón; y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza reducir ahora fácilmente a su lastimada memoria todo aquello que contar quisiere. Así es la verdad, respondió la doncella, y desde aquí adelante creo que no será menester apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto con mi verdadera historia la cual es que:

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El rey, mi padre, que se llamaba Tinacrio el Sabidor, fue muy docto en esto que llaman el arte mágica, y alcanzó por su ciencia que mi madre, que se llamaba la reina Jaramilla, había de morir primero que él, y que de allí a poco tiempo él también había de pasar desta vida, y yo había de quedar huérfana de padre y madre; pero decía él que no le fatigaba tanto esto, cuanto le ponía en confusión saber por cosa muy cierta, que un descomunal gigante, señor de una grande ínsula que casi alinda con nuestro reino, llamado Pandafilando de la fosca vista (porque es cosa averiguada que aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre mira al revés como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno, y por poner miedo y espanto a los que mira), digo, que supo, que este gigante en sabiendo mi orfandad había de pasar con grande poderío sobre mi reino, y me lo había de quitar todo sin dejarme una pequeña aldea donde me recogiese, pero que podía excusar toda esta ruina y desgracia si yo me quisiese casar con él; mas a lo que él entendía, jamás pensaba que me vendría a mí en voluntad de hacer tan desigual casamiento; y dijo en esto la pura verdad, porque jamás me ha pasado por el pensamiento casarme con aquel gigante, ni con otro alguno por grande ni desaforado que fuese. Dijo también mi padre, que después que él fuese muerto, y viese yo que Pandafilando comenzaba a pasar sobre mi reino, que no aguardase a ponerme en defensa, porque sería destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado el reino, si quería excusar la muerte y total destrucción de mis buenos y leales vasallos, porque no me había de ser posible defenderme de la endiablada fuerza del gigante; sino que luego con algunos de los míos me pusiese en camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando un caballero andante, cuya fama en este tiempo se extendería por todo este reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don Gigote, don Quijote diría, señora, dijo a esta sazón Sancho Panza, o por otro nombre el caballero de la Triste Figura. Así es la verdad, dijo Dorotea: Dijo más, que había de ser alto de cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho debajo del hombro izquierdo, o por allí junto, había de tener un lunar pardo con ciertos cabellos a manera de cerdas.

En oyendo esto don Quijote dijo a su escudero: Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a desnudar, que quiero ver si soy el caballero que aquel sabio rey dejó profetizado. ¿Pues para qué quiere vuestra merced desnudarse?, dijo Dorotea. Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo, respondió don Quijote. No hay para qué desnudarse, dijo Sancho: Que yo sé que tiene vuestra merced un lunar desas señas en la mitad del espinazo, que es señal de ser hombre fuerte. Eso basta, dijo Dorotea, porque con los amigos no se ha de mirar en pocas cosas, y que esté en el hombro o que esté en el espinazo, importa poco; basta que haya lunar, y esté donde estuviere, pues todo es tina misma carne: y sin duda acertó mi buen padre en todo, y yo he acertado en encomendarme al señor don Quijote, que él es quién mi padre dijo, pues las señales del rostro vienen con las de la buena fama que este caballero tiene, no sólo en España, pero en toda la Mancha, pues apenas me hube desembarcado en Osuna, cuando oí decir tantas hazañas suyas, que luego me dio el alma que era el mismo que venía a buscar. ¿Pues cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía, preguntó don Quijote, si no es puerto de mar? Mas antes que Dorotea respondiese tomó el cura la mano y dijo: Debe de querer decir la señora princesa que después que desembarcó en Málaga, la primera parte donde oyó nuevas de vuestra merced fue en Osuna. Eso quise decir, dijo Dorotea. Y esto lleva camino, dijo el cura; y prosiga vuestra majestad adelante. No hay que proseguir, respondió Dorotea, sino que finalmente mi suerte ha sido tan buena en hallar al señor don Quijote, que ya me cuento y tengo por reina y señora de todo mi reino, pues él por su cortesía y magnificencia me ha prometido el don de irse conmigo donde quiera que yo le llevaré, que no será a otra parte que a ponerle delante de Pandafilando de la fosca vista para que le mate, y me restituya lo que tan contra razón me tiene usurpado: que todo esto ha de suceder a pedir de boca, pues así lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi buen padre, el cual también dejó dicho y escrito en letras caldeas o griegas, que yo no las sé leer, que si este caballero de la profecía después de haber degollado al gigante quisiese casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin réplica alguna por su legítima esposa, y le diese la posesión de mi reino junto con la de mi persona.

¿Qué te parece, Sancho amigo?, dijo a este punto don Quijote; ¿no oyes lo que pasa?, ¿no te lo dije yo? Mira si tenemos ya reino que mandar y reina con quién casar. Eso juro yo, dijo Sancho; para el puto que no se casare en abriendo el gaznático al señor Pandafilando; ¡pues monta que es mala la reina!, así se me vuelvan las pulgas de la cama, y diciendo esto dio dos zapatetas en el aire con muestras de grandísimo contento, y luego fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea, y haciéndola detener se hincó de rodillas ante ella suplicándole le diese las manos para besárselas en señal que la recibía por su reina y señora. ¿Quién no había de reír de los circunstantes viendo la locura del amo y la simplicidad del criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le prometió de hacerle gran señor de su reino cuándo el cielo le hiciese tanto bien que se lo dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales palabras que renovó la risa en todos.

Ésta, señores, prosiguió Dorotea, es mi historia: sólo resta por deciros, que de cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino, no me ha quedado sino sólo este bien barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran borrasca que tuvimos a vista del puerto; y él y yo salimos en dos tablas a tierra corno por milagro, y así es todo milagro y misterio el discurso de mi vida, como lo habéis notado: y si en alguna cosa he andado demasiado o no tan acertada como debiera, echad la culpa a lo que el señor licenciado dijo al principio de mi cuento, que los trabajos continuos y extraordinarios quitan la memoria al que los padece. Esa no me quitarán a mí, oh alta y valerosa señora, dijo don Quijote, cuantos yo pasare en serviros, por grandes y no vistos que sean: y así de nuevo confirmo el don que os he prometido, y juro de ir con vos al cabo del mundo hasta verme con el fiero enemigo vuestro, a quien pienso con la ayuda de Dios y de mi brazo tajar la cabeza soberbia con los filos desta, no quiero decir buena espada, merced a Ginés de Pasamonte que me llevó la mía. Esto dijo entre dientes, y prosiguió diciendo: y después de habérsela tajado y puéstoos, en pacífica posesión de vuestro estado, quedará a vuestra voluntad hacer de vuestra persona lo que más en talante os viniere, porque mientras que yo tuviere ocupada la memoria, cautiva la voluntad y perdido el entendimiento por aquélla... y no digo más, no es posible que yo arrostre ni por pienso el casarme, aunque fuese con el ave Fénix.

Pareciole tan mal a Sancho lo que últimamente su amo dijo cerca de no querer casarse, que con grande enojo alzando la voz dijo: Voto a mí, y juro a mí que no tiene vuestra merced, señor don Quijote, cabal juicio: pues cómo, ¿es posible que pone vuestra merced en duda el casarse con tan alta princesa como aquesta? ¿piensa que le ha de ofrecer la fortuna tras cada cantillo semejante ventura como la que ahora se le ofrece?, ¿es por dicha más hermosa mi señora Dulcinea? No por cierto, ni aun con la mitad, y aún estoy por decir que no llega a su zapato de la que está delante: así noramala alcanzaré yo el condado que espero, si vuestra merced se anda a pedir cotufas en el golfo: cásese, cásese luego, encomiéndole a Satanás, y tome ese reino que se le viene a las manos de vobis vobis, y en siendo rey, hágame marqués o adelantado, y luego siquiera se lo lleve el diablo todo. Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir, y alzando el lanzón, sin hablalle palabra a Sancho y sin decirle esta boca es mía, le dio tales dos palos, que dio con él en tierra, y si no fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera más, sin duda le quitara allí la vida. ¿Pensáis, le dijo a cabo de rato, villano ruin, que ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo ha de ser errar vos y perdonaros yo? Pues no lo penséis bellaco descomulgado, que sin duda lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea: ¿y no sabéis vos, gañan, faquín182, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, ¿y quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante, y héchoos a vos marqués (que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada) sino es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hi de puta bellaco, y como sois desagradecido, que os veis levantado del polvo de la tierra a ser señor de título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo!

No estaba tan maltrecho Sancho que no oyese todo cuanto su amo le decía, y levantándose con un poco de presteza se fue a poner detrás del palafrén de Dorotea, y desde allí dijo a su amo: Dígame, señor, si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta gran princesa, claro está que no será el reino suyo, y no siéndolo ¿qué mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo: cásese vuestra merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea, que reyes debe de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados. En lo de la hermosura no me entremeto, que en verdad, si va a decirla, que entrambas me parecen bien, puesto que yo nunca he visto a la señora Dulcinea. ¿Cómo que no la has visto traidor blasfemo, dijo don Quijote, ¿pues no acabas de traerme ahora un recado de su parte? Digo que no la he visto tan despacio, dijo Sancho, que pueda haber notado particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto: pero así a bulto me parece bien. Ahora te disculpo, dijo don Quijote, y perdóname el enojo que te he dado, que los primeros movimientos no son en manos de los hombres. Ya yo lo veo, respondió Sancho, y así en mí la gana de hablar siempre es primero movimiento, y no puedo dejar de decir por una vez siquiera lo que me viene a la lengua. Con todo eso, dijo don Quijote, mira, Sancho, lo que hablas, porque tantas veces va el cantarillo a la fuente... y no te digo más.

Ahora bien, respondió Sancho, Dios está en el cielo, que ve las trampas, y será juez de quien hace más mal, yo en no hablar bien o vuestra merced en obrallo. No haya más, dijo Dorotea; corred: Sancho, y besad la mano a vuestro señor, y pedidle perdón, y de aquí en adelante andad más atentado en vuestras alabanzas y vituperios, y no digáis mal de aquesa señora Toboso, a quien yo no conozco sino es para servilla, y tened confianza en Dios, que no os ha de faltar un estado donde viváis como un príncipe.

Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su señor, y él se la dio con reposado continente, y después que se la hubo besado le echó la bendición, y dijo a Sancho que se adelantasen un poco, que tenía que preguntalle y que departir con él cosas de mucha importancia, Hízolo así Sancho, y apartáronse los dos algo adelante, y díjole don Quijote: después que vinistes no he tenido lugar ni espacio para preguntarte muchas cosas de particularidad acerca de la embajada que llevaste, y de la respuesta que trujiste; y ahora, pues la fortuna nos ha concedido tiempo y lugar, no me niegues tú la ventura que puedes darme con tan buenas nuevas. Pregunte vuestra merced lo que quisiere, respondió Sancho, que a todo daré tan buena salida como tuve la entrada; pero suplico a vuestra merced, señor mío, que no sea de aquí adelante tan vengativo. ¿Por qué lo dices, Sancho? dijo don Quijote. Dígolo, respondió, porque estos palos de agora más fueron por la pendencia que entre los dos trabó el diablo la otra noche, que por lo que dije contra mi señora Dulcinea, a quien amo y reverencio como a una reliquia, aunque en ella no la haya, sólo por ser cosa de vuestra merced. No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu vida, dijo don Quijote, que me dan pesadumbre: ya te perdoné entonces, y bien sabes tú que suele decirse, a pecado nuevo penitencia nueva.

Mientras esto pasaba vieron venir por el camino donde ellos iban a un hombre caballero sobre un jumento, y cuando llegó cerca les pareció que era un gitano; pero Sancho Panza, que do quiera que vía asnos se le iban los ojos y el alma, apenas hubo visto al hombre cuando conoció que era Ginés de Pasamonte, y por el hilo del gitano sacó el ovillo de su asno, como era la verdad, pues era el rucio sobre que Pasamonte venía, el cual por no ser conocido y por vender el asno se había puesto en traje de gitano, cuya lengua y otras muchas sabía muy bien hablar como si fueran naturales suyas. Viole Sancho y conociole, y apenas le hubo visto y conocido cuando a grandes voces le dijo: ¡ah ladrón Ginesillo, deja mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi descanso, deja mi asno, deja mi regalo, huye puto, auséntate ladrón, y desampara lo que no es tuvo! No fueron menester tantas palabras ni baldones, porque a la primera saltó Ginés, y tomando un trote que parecía carrera, en un punto se ausentó y alejó de todos. Sancho llegó a su rucio, y abrazándole le dijo: ¿cómo has estado, bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío? y con esto le besaba y acariciaba como si fuera persona, el asno callaba, y se dejaba besar y acariciar de Sancho sin responderle palabra alguna. Llegaron todos, y diéronle el parabién del hallazgo del rucio, especialmente don Quijote, el cual le di o que no por eso anulaba la póliza de los tres pollinos. Sancho se lo agradeció.

En tanto que los dos iban en estas pláticas, dijo el cura a Dorotea, que había andado muy discreta, así en el cuento como en la brevedad dél, y en la similitud que tuvo con los de los libros de caballerías, Ella dijo que muchos ratos se había entretenido en leellos; pero que no sabía ella donde eran las provincias ni puertos de mar, y que así había dicho a tiento que se había desembarcado en Osuna. Yo lo entendí así, dijo el cura, y por eso acudí luego a decir lo que dije, con que se acomodó todo. ¿Pero no es cosa extraña ver con cuanta facilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones y mentiras sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus libros? Sí es, dijo Cardenio, y tan rara y nunca vista, que yo no sé si queriendo inventarla y fabricarla mentirosamente hubiera tan agudo ingenio que pudiera dar en ella.

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Pues otra cosa hay en ello, dijo el cura, que fuera de las simplicidades que este buen hidalgo dice tocante a su locura, si le tratan de otras cosas discurre con bonísimas razones, y muestra tener un entendimiento claro y apacible en todo; de manera que como no le toquen en sus caballerías no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen entendimiento.

En tanto que ellos iban en esta conversación, prosiguió don Quijote: Con la suya, y dijo a Sancho: echemos, Panza amigo, pelillos a la mar en esto de nuestras pendencias, y dime ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor alguno, ¿dónde, cómo y cuándo hallaste a Dulcinea?, ¿qué hacía?, ¿qué le dijiste?, ¿qué te respondió?, ¿qué rostro hizo cuando leía mi carta?, ¿quién te la trasladó?, y todo aquello que vieres que en este caso es digno de saberse, de preguntarse y satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme gusto, ni menos te acortes por no quitármele. Señor, respondió Sancho, si va a decir la verdad, la carta no me la trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna. Así es como tú dices, dijo don Quijote, porque el librillo de memoria donde yo la escribí le hallé en mi poder a cabo de dos días de tu partida, lo cual me causó grandísima pena por no saber lo que habías tú de hacer, cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te volvieras desde el lugar donde la echaras menos. Así fuera, respondió Sancho, si no la hubiera yo tomado en la memoria cuando vuestra merced me la leyó, de manera que se la dije a un sacristán que me la trasladó del entendimiento tan punto por punto, que dijo que en todos los días de su vida, aunque había leído muchas cartas de descomunión, no había visto ni leído tan linda carta como aquella. ¿Y tiénesla todavía en la memoria, Sancho? dijo don Quijote. No, señor, respondió Sancho, porque después que la dije, como vi que no había de ser de más provecho, di en olvidalla, y si algo se me acuerda es aquello del Sobajada digo, del Soberana Señora, y lo último: Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura; y en medio destas dos cosas le puse más de trescientas almas y vidas y ojos míos.