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ArribaAbajoCapítulo XXXI

De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote y Sancho Panza su escudero, con otros sucesos


Todo eso no me descontenta, prosigue adelante, dijo don Quijote. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo caballero. No la hallé, respondió Sancho, sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa. Pues haz cuenta, dijo don Quijote, que los granos de aquel trigo eran granos de perlas tocados de sus manos: y si miraste, amigo, ¿el trigo era candeal, o trechel? No era, sino rubión, respondió Sancho. Pues yo te aseguro, dijo don Quijote, que ahechado por sus manos hizo pan candeal sin duda alguna; pero pasa adelante: cuando le diste mi carta ¿besola?, ¿púsosela sobre la cabeza?, ¿hizo alguna ceremonia digna de tal carta?, ¿o qué hizo? Cuando yo se la iba a dar, respondió Sancho, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está. Discreta señora, dijo don Quijote, eso debió de ser por leella despacio y, recrearse con ella: adelante, Sancho; y en tanto que estaba en su menester, ¿qué coloquios pasó contigo?, ¿qué te preguntó de mí?, ¿y tú qué le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo, no se te quede en el tintero una mínima.

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Ella no me preguntó nada, dijo Sancho; mas yo le dije de la manera que vuestra merced por su servicio quedaba haciendo penitencia desnudo de la cintura arriba183, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan a manteles, y sin peinarse la barba, llorando y maldiciendo su fortuna. En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal, dijo don Quijote, porque antes la bendigo y bendeciré todos días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar alta señora como Dulcinea del Toboso. Tan alta es, respondió Sancho, que a buena fe que me lleva a mí más de un coto184. ¿Pues, cómo, Sancho, dijo don Quijote, haste medido tú con ella? Medime en esta manera, respondió Sancho, que llegando a ayudar a poner un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que eché de ver que me llevaba más de un gran palmo. Pues ¡es verdad, replicó don Quijote, que no acompaña esa grandeza y la adorna con mil millones de gracias del alma!

Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto ella ¿no sentiste un olor sabeo185, una fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre, digo un túho tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero? Lo que sé decir, dijo Sancho, es que sentí un olorcillo algo hombruno, y debía de ser que ella con el mucho ejercicio estaba sudada algo correosa. No sería eso, respondió don Quijote, sino que tú debías estar romadizado, o te debiste de oler a ti mismo, porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído. Todo puede ser, respondió Sancho, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea, pero no hay de que maravillarse, que un diablo se parece a otro. Y bien, prosiguió don Quijote, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de enviallo al molino, ¿qué hizo cuando leyó la carta? La carta, dijo Sancho, no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir, antes la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le tenía, y de la penitencia extraordinaria que por su causa quedaba haciendo; y finalmente me dijo, que dijese a vuestra merced que le besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle que de escribirle; y que así le suplicaba y mandaba, que vista la presente saliese de aquellos matorrales, y se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced: ríose mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la Triste Figura: preguntéle si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome que sí, y que era un hombre muy de bien: también le pregunté por los galeotes: mas díjome que no había visto hasta entonces alguno. Todo va bien hasta agora, dijo don Quijote; pero dime ¿qué joya fue la que te dio al despedirte por las nuevas que de mí le llevaste? porque es usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas de sus damas a ellos, a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias, en agradecimiento de su recado. Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza; pero eso debía ser en los tiempos pasados, que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea por las bardas de un corral cuando della me despedí; y aun por más señas era el queso ovejuno. Es liberal en extremo, dijo don Quijote; y si no te dio joya de oro, sin duda debió de ser porque no la tendría allí a la mano para dártela; pero buenas son mangas después de pascua, yo la veré y se satisfará todo. ¿Sabes de que estoy maravillado, Sancho?, de que me parece que fuiste y veniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en ir y venir desde aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas; por lo cual me doy a entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta con mis cosas, y es mi amigo, porque por fuerza le hay y le ha de haber, so pena que yo no sería buen caballero andante, digo que éste tal te debió de ayudar a caminar sin que tú lo sintieses: que hay sabio destos que coge a un caballero andante durmiendo en su cama, y sin saber cómo o en qué manera, amanece otro día más de mil leguas de donde anocheció: y si no fuese por esto, no se podrían socorrer en sus peligros los caballeros andantes unos a otros, como se socorren a cada paso: que acaece estar uno peleando en las sierras de Armenia con algún endriago186, o con algún fiero vestiglo, o con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla y está ya a punto de muerte, y cuando menos se cate, asoma por acullá encima de una nube o sobre un carro de fuego otro caballero amigo suyo que poco antes se hallaba en Inglaterra, que le favorece y libra de la muerte, y a la noche se halla en su posada cenando muy a su sabor, y suele haber de la una a la otra parte dos o tres mil leguas, v todo esto se hace por industria y sabiduría destos sabios encantadores que tienen cuidado destos valerosos caballeros: así que, amigo Sancho, no se me hace dificultoso creer que en tan breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al del Toboso, pues como tengo dicho, algún sabio amigo te debió llevar en volandillas sin que tú lo sintieses. Así sería, dijo Sancho, porque a buena fe que andaba Rocinante como si fuera asno de gitano con azogue en los oídos. Y como si llevaba azogue187, dijo don Quijote, y aun una legión de demonios, que es gente que camina y hace caminar sin cansarse, todo aquello que se les antoja.

Pero dejando esto aparte, ¿qué te parece a ti que debo yo hacer ahora acerca de lo que mi señora me manda que la vaya a ver?, que aunque yo veo que estoy obligado a cumplir su mandamiento, véome también imposibilitado del don que he prometido a la princesa, que con nosotros viene, y fuérzame la ley de caballería a cumplir mi palabra antes que mi gusto; por una parte me acosa y fatiga el deseo de ver a mi señora, por otra me incita y llama la prometida fe y la gloria que he de alcanzar en esta empresa; pero lo que pienso hacer será caminar apriesa y llegar presto donde está este gigante, y en llegando le cortaré la cabeza, y pondré a la princesa pacíficamente en su estado, y al punto daré la vuelta a ver a la luz que mis sentidos alumbra; a la cual daré tales disculpas, que ella venga a tener por buena mi tardanza, pues verá que todo redunda en aumento de su gloria y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y alcanzaré por las armas en esta vida, toda me viene del favor que ella me da, y de ser yo suyo. ¡Ay!, dijo Sancho, ¡y cómo está vuestra merced lastimado de esos cascos! Pues dígame, señor, ¿piensa vuestra merced caminar este camino en balde, y dejar pasar y perder un tan rico y tan principal casamiento como éste, donde le dan en dote un reino, que a buena verdad que he oído decir que tiene más de veinte mil leguas de contorno, y que, es abundantísimo de todas las cosas que son necesarias para el sustento de la vida humana, y que es mayor que Portugal y que Castilla juntos? Calle por amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme, y cásese luego en el primer lugar que haya cura, y si no ahí está nuestro licenciado que lo hará de perlas: y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que éste que le doy le viene de molde, que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se enoje no se venga.

Mira, Sancho, respondió don Quijote, si el consejo que me das de que me case es porque sea luego rey en matando al gigante, y tenga cómodo para hacerte mercedes y darte lo prometido, hágote saber que sin casarme podré cumplir tu deseo muy fácilmente, porque yo sacaré de adahala188 antes de entrar en la batalla, que saliendo vencedor della, ya que no me case, me han de dar una parte del reino para que la pueda dar a quien yo quisiere; y en dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé sino a ti? Eso esta claro, respondió Sancho pero mire vuestra merced que la escoja hacia la marina, porque si no me contentare la vivienda, pueda embarcar mis negros vasallos, y hacer dellos lo que ya he dicho: y vuestra merced no se cure de ir por agora a ver a mi señora Dulcinea, sino váyase a matar al gigante, y concluyamos este negocio, que por Dios que se me asienta que ha de ser de mucha honra y de mucho provecho.

Dígote, Sancho, dijo don Quijote que estás en lo cierto, y que habré de tomar tu consejo en cuanto el ir antes con la princesa que a ver a Dulcinea: y avísote que no digas nada a nadie, ni a los que con nosotros vienen de lo que aquí hemos departido y tratado, que pues Dulcinea es tan recatada que no quiere que se sepan sus pensamientos, no será bien que yo ni otro por mí los descubra. Pues si eso es así, dijo Sancho, cómo hace vuestra merced que todos los que vence por su brazo se vayan a presentar ante mi señora Dulcinea, siendo esto firmar de su nombre que la quiere bien, y que es su enamorado? Y siendo forzoso que los que fueren se han de ir a hincar de finojos ante su presencia, y decir que van de parte de vuestra merced a dalle la obediencia, ¿cómo se pueden encubrir los pensamientos de entrambos? ¡Oh, qué necio y qué simple que eres! dijo don Quijote; ¿tú no ves, Sancho, que eso redunda en su mayor ensalzamiento? porque has de saber que en este nuestro estilo de caballería es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que la sirvan, sin que se extiendan más sus pensamientos que a servilla por sólo ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos, sino que ella se contente de acetarlos por sus caballeros. Con esa manera de amor, dijo Sancho, he oído yo predicar que se ha de amar a nuestro Señor por sí sólo sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena, aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese. Válate el diablo por villano, dijo don Quijote, y ¡qué de discreciones dices a las veces!, no parece sino que has estudiado. Pues a fe mía que no sé leer, respondió Sancho.

En esto les dio voces maese Nicolás, que esperasen un poco que querían detenerse a beber en una fuentecilla que allí estaba. Detúvose don Quijote con no poco gusto de Sancho, que ya estaba cansado de mentir tanto, y temía no le cogiese su amo a palabras, porque puesto que él sabía que Dulcinea era una labradora del Toboso, no la había visto en toda su vida. Habíase en este tiempo vestido Cardenio los vestidos que Dorotea trata cuando la hallaron, que aunque no eran muy buenos, hacían mucha ventaja a los que dejaba. Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el cura se acomodó en la venta satisfacieron aunque poco la mucha hambre que todos traían.

Estando en esto acertó a pasar por allí un muchacho que iba de camino, el cual poniéndose a mirar con mucha atención a los que en la fuente estaban, de allí a poco arremetió a don Quijote, y abrazándole por las piernas comenzó a llorar muy de propósito diciendo: ¡Ay señor mío! ¿no me conoce vuestra merced? Pues míreme bien, que yo soy aquel mozo Andrés que quitó vuestra merced de la encina donde estaba atado. Reconociole don Quijote, y asiéndole por la mano se volvió a los que allí estaban, y dijo: porque vean vuestras mercedes cuán de importancia es haber caballeros andantes en el mundo que desfagan los tuertos y agravios que en él se hacen por los insolentes y malos hombres que en él viven, sepan vuestras mercedes que los días pasados, pasando yo por un bosque oí unos gritos y unas voces muy lastimeras como de persona afligida y menesterosa: acudí luego, llevado de mí obligación hacia la parte donde me pareció que las lamentables voces sonaban, y hallé atado a una encina a este muchacho que ahora está delante, de lo que me huelgo en el alma, porque será testigo que no me dejará mentir en nada. Digo que estaba atado a la encina desnudo del medio cuerpo arriba, y estábale abriendo a azotes con las riendas de una yegua un villano, que después supe que era amo suyo, y así como yo le vi le pregunté la causa de tan atroz vapulamiento: respondió el zafio que le azotaba porque era su criado, y que ciertos descuidos que tenía, nacían más de ladrón que de simple: a lo cual este niño dijo: Señor, no me azota sino porque le pido mi salario: el amo replicó no sé qué arengas y disculpas, las cuales aunque de mí fueron oídas no fueron admitidas: en resolución, yo le hice desatar, y tomé juramento al villano de que le llevaría consigo y le pagaría un real sobre otro, y aun sahumados. ¿No es verdad todo esto, hijo Andrés? ¿no notaste con cuánto imperio se lo mandé, y con cuánta humildad prometió de hacer todo cuanto yo le impuse y notifiqué y quise? Responde, no te turbes, ni dudes en nada, di lo que pasó a estos señores, porque se vea y considere ser del provecho que digo haber caballeros andantes por los caminos.

Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha verdad, respondió el muchacho; pero el fin del negocio sucedió muy al revés de lo que vuestra merced se imagina. ¿Cómo al revés? replicó don Quijote, ¿luego no te pagó el villano? No sólo no me pagó, respondió el muchacho, pero así como vuestra merced traspuso del bosque y quedamos solos, me volvió a atar a la mesma encina, y me dio de nuevo tantos azotes que quedé hecho un San Bartolomé desollado: y a cada azote que me daba me decía un donaire y chufeta acerca de hacer burla de vuestra merced, que a no sentir yo tanto dolor me riera de lo que decía. En efecto, él me paró tal, que hasta ahora he estado curándome en un hospital del mal que el mal villano entonces me hizo: de todo lo cual tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo se contentara con darme una o dos docenas de azotes, y luego me soltara y pagara cuanto me debía; mas como vuestra merced le deshonró tan sin propósito, y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el nublado, de modo que me parece que no seré más hombre en toda mi vida.

El daño estuvo, dijo don Quijote, en irme yo de allí, que no me había de ir hasta dejarte pagado; porque bien debía yo saber por luengas experiencias que no hay villano que guarde palabra que diere, si él ve que no le está bien guardalla; pero ya te acuerdas, Andrés, que juré que si no te pagaba que había de ir a buscarle, y que le había de hallar aunque se escondiese en el vientre de la ballena. Así es la verdad, dijo Andrés; pero no aprovechó nada. Ahora verás si aprovecha, dijo don Quijote; y diciendo esto se levantó muy apriesa, y mandó a Sancho que enfrenase a Rocinante, que estaba paciendo en tanto que ellos comían. Preguntole Dorotea qué era lo que hacer quería. Él respondió que quería ir a buscar al villano y castigalle de tan mal término, y hacer pagado a Andrés hasta el último maravedí, a despecho y pesar de cuantos villanos hubiese en el mundo. A lo que ella le respondió que advirtiese que no podía, conforme al don prometido, entremeterse en ninguna empresa hasta acabar la suya; y que pues esto sabía él mejor que otro alguno, que sosegase el pecho hasta la vuelta de su reino. Así es verdad, respondió don Quijote, y es forzoso que Andrés tenga paciencia hasta la vuelta, como vos, señora, decís que yo le torno a jurar y a prometer de nuevo de no parar hasta hacerle vengado y pagado. No me creo desos juramentos, dijo Andrés; más quisiera tener agora con qué llegar a Sevilla, que todas las venganzas del mundo: deme, si tiene ahí algo que coma y lleve, y quédase con Dios su merced y todos los caballeros andantes, que tan bien andantes sean ellos para consigo como lo han sido para conmigo. Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de pan y otro de queso; y dándoselo al mozo le dijo: tome, hermano Andrés, que a todos nos alcanza parte de vuestra desgracia. ¿Pues que parte os alcanza a vos? preguntó Andrés. Esta parte de queso y pan que os doy, respondió Sancho, que Dios sabe si me ha de hacer falta o no, porque os hago saber, amigo, que los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos a mucha hambre y a mala ventura, y aun otras cosas que se sienten mejor que se dicen. Andrés asió de su pan y queso, y viendo que nadie le daba otra cosa abajó su cabeza, y tomó el camino en las manos como suele decirse. Bien es verdad que al partirse dijo a don Quijote: por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos no me socorra ni ayude, sino déjame con mi desgracia, que no será tanta que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo. Íbase a levantar don Quijote para castigalle; mas él se puso a correr de modo que ninguno se atrevió a seguillo. Quedó corridísimo don Quijote del cuento de Andrés, y fue menester que los demás tuviesen mucha cuenta con no reírse por no acaballe de correr del todo.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

Que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla de don Quijote


Acabose la buena comida, ensillaron luego, y sin que les sucediese cosa digna de contar llegaron otro día a la venta, espanto y asombro de Sancho Panza, y aunque él quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La ventera, el ventero, su hija y Maritornes, que vieron venir a don Quijote y a Sancho, le salieron a recibir con muestras de mucha alegría, y él las recibió con grave continente y aplauso, y díjoles que le aderezasen otro mejor lecho que la vez pasada; a lo cual le respondió la huéspeda, que como le pagase mejor que la otra vez, que ella se le daría de príncipes, don Quijote dijo que sí haría, y así le aderezaron uno razonable en el mismo camaranchón de marras, y él se acostó luego, porque venía muy quebrantado y falto de sueño. No se hubo bien encerrado, cuando la huéspeda arremetió al barbero, y asiéndole de la barba, dijo: Para mí santiguada, que no se ha de aprovechar más de mi rabo para su barba y que me ha de volver mi cola, que anda lo de mi marido por esos suelos, que es vergüenza: digo el peine que solía yo colgar de mi buena cola. No se la quería dar el barbero, aunque ella más tiraba, hasta que el licenciado le dijo que se la diese, que ya no era menester más usar de aquella industria, sino que se descubriese y mostrase en su misma forma, y dijese a don Quijote que cuando le despojaron los ladrones galeotes, se había venido a aquella venta huyendo; y que si preguntase por el escudero de la princesa, le dirían que ella le había enviado adelante a dar aviso a los de su reino como ella iba y llevaba consigo el libertador de todos. Con esto dio de buena gana la cola a la ventera el barbero, y asimismo le volvieron todos los adherentes que había prestado para la libertad de don Quijote. Espantáronse todos los de la venta de la hermosura de Dorotea, y aun del buen talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que les aderezasen de comer de lo que en la venta hubiese, y el huésped con esperanza de mejor paga, con diligencia les aderezó una razonable comida: y a todo esto dormía don Quijote, y fueron de parecer de no despertalle, porque más provecho le haría por entonces el dormir que el comer.

Trataron sobre comida, estando delante el ventero, su mujer, su hija, Maritornes y todos los pasajeros, de la extraña locura de don Quijote y del modo que le habían hallado: la huéspeda les contó lo que con él y con el arriero les había acontecido; y mirando si acaso estaba allí Sancho, como no le viese, contó todo lo de su manteamiento, de que no poco gusto recibieron: y como el cura dijese que los libros de caballerías que don Quijote había leído le habían vuelto el juicio, dijo el ventero: no sé yo cómo puede ser eso, que en verdad que a lo que yo entiendo no hay mejor lectura en el mundo, y que tengo ahí dos o tres dellos con otros papeles que verdaderamente me han dado la vida no sólo a mí, sino a otros muchos, porque cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay alguno que sabe leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas: a lo menos de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que quería estar oyéndolos noches y días. Y yo ni más ni menos, dijo la ventera, porque nunca tengo buen rato en mi casa sino aquel que vos estáis escuchando leer, que estáis tan embobado que no os acordáis de reñir por entonces. Así es la verdad, dijo Maritornes; y a buena fe que yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas, y más cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto: digo, que todo esto es cosa de mieles.

Y a vos, ¿qué os parece, señora doncella?, dijo el cura hablando con la hija del ventero. No sé, señor, en mi ánima, respondió ella, también yo lo escucho, y en verdad que aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo; pero no gusto yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros hacen, cuando están ausentes de sus señoras, que en verdad que algunas veces me hacen llorar de compasión que les tengo. ¿Luego bien las remediárades vos, señora doncella, dijo Dorotea, si por vos lloraran? No sé lo que me hiciera, respondió la moza, sólo sé que hay algunas señoras de aquéllas tan crueles, que las llaman sus caballeros tigres y leones y otras mil inmundicias: y ¡Jesús!, yo no sé que gente es aquella tan desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar a un hombre honrado le dejan que se muera o que se vuelva loco: yo no sé para qué es tanto melindre; si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no desean otra cosa. Calla, niña, dijo la ventera, que parece que sabes mucho de estas cosas, y no está bien a las doncellas saber ni hablar tanto. Como me lo preguntaba este señor, respondió ella, no pude dejar de respondelle.

Ahora bien, dijo el cura, traedme, señor huésped, aquellos libros, que los quiero ver. Que me place, respondió él; y entrando en su aposento sacó dél una maletilla vieja cerrada con una cadenilla y habriéndola el cura, halló en ella tres libros grandes y unos papeles de muy buena letra escritos de mano. El primero que abrió, vio que era don Cirongilio de Tracia189, y el otro de Félixmarte de Hircania, y el otro la historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes. Así como el cura leyó los dos títulos primeros, volvió el rostro al barbero, y dijo: Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo y su sobrina. No hacen, respondió el barbero, que también sé yo llevarlos al corral o a la chimenea, que en verdad que hay muy buen fuego en ella. ¿Luego quiere vuestra merced quemar mis libros?, dijo el ventero. No más, dijo el cura, que estos dos, el de don Cirongilio y el de Félixrnarte. ¿Pues por ventura, dijo el ventero, mis libros son herejes o flemáticos, que los quiere quemar? Cismáticos queréis decir, amigo, dijo el barbero, que no flemáticos. Así es, replicó el ventero; mas si alguno quiere quemar, sea ese del Gran Capitán y dese Diego García, que antes dejaré quemar un hijo que dejar quemar ninguno desotros.

Hermano mío, dijo el cura, estos dos libros son mentirosos, y están llenos de disparates y devaneos; y éste del Gran Capitán, es historia verdadera y tiene los hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba, el cual por sus muchas y grandes hazañas mereció ser llamado de todo el mundo el Gran Capitán, renombre famoso y claro, y del solo merecido; y este Diego García de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo en Extremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales, que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia, y puesto con un montante en la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable ejército que no pasase por ella, e hizo otras tales cosas, que si como él las cuenta y las escribe él asimismo con la modestia de caballero y de cronista propio, las escribiera otro libre y desapasionado, pusieran en olvido las de los Héctores, Aquiles y Roldanes.

¡Tomaos con mi padre, dijo el dicho ventero, mirad de qué se espanta, de detener una rueda de molino! Por Dios, ahora había vuestra merced de leer lo que leí yo de Félixmarte de Hircania, que de un revés sólo partió cinco gigantes por la cintura como si fueran hechos de habas como los frailecicos que hacen los niños190; y otra vez arremetió con un grandísimo y poderosísimo ejército, donde hubo más de un millón y seiscientos mil soldados, todos armados desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató a todos como si fueran manadas de ovejas. ¿Pues qué me dirán del bueno de don Cirongilio de Tracia, que fue tan valiente y animoso como se verá en el libro, donde cuenta que navegando por un río le salió de la mitad del agua una serpiente de fuego, y él así como la vio, se arrojó sobre ella, y se puso a horcajadas encima de sus escamosas espaldas y la apretó con ambas manos la garganta con tanta fuerza, que viendo la serpiente que la iba ahogando no tuvo otro remedio sino dejarse ir a lo hondo del río, llevándose tras sí al caballero, que nunca la quiso soltar; y cuando llegaron allá abajo, se halló en unos palacios y en unos jardines tan lindos, que era maravilla; y luego la sierpe se volvió en un viejo anciano, que le dijo tantas cosas, que no hay más que oír. Calle, señor, que si oyese esto se volvería loco de placer: dos higas para el Gran Capitán y para ese Diego García que dice.

Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio: poco le falta a nuestro huésped para hacer la segunda parte de don Quijote. Así me parece a mí, respondió Cardenio, porque según da indicio, él tiene por cierto que todo lo que estos libros cuentan, pasó ni más ni menos que lo escriben, y no le harán creer otra cosa frailes descalzos. Mirad, hermanos, tornó a decir el cura, que no hubo en el mundo Félixmarte, de Hircania, ni don Cirongilio de Tracia, ni otros caballeros semejantes que los libros de caballerías cuentan, porque todo es compostura y ficción de ingenios ociosos, que los compusieron para el efecto que vos decís de entretener el tiempo, como lo entretienen leyéndolos vuestros segadores: porque realmente os juro que nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni tales hazañas ni disparates acontecieron en él.

A otro perro con ese hueso, respondió el ventero, como si yo no supiese cuántas son cinco, y a dónde me aprieta el zapato: no piense vuestra merced darme papilla porque por Dios que no soy nada blanco191: bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sean disparates y mentiras estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas y tantos encantamientos, que quitan el juicio.

Ya os dicho, amigo, replicó el cura, que esto se hace para entretener nuestros ociosos pensamientos; y así como se consiente en las repúblicas bien concertadas que haya juegos de ajedrez, de pelota y de trucos para entretener a algunos que ni quieren, ni deben, ni pueden trabajar, así se consiente imprimir y que haya tales libros; creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno tan ignorante que tenga por historia verdadera ninguno de estos libros: y si me fuera lícito ahora, y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los libros de caballerías para ser buenos, que quizá fueran de provecho y aun de gusto para algunos: pero yo espero que vendrá tiempo en que lo pueda comunicar con quien pueda remediallo, y en este entre tanto creed, señor ventero, lo que os he dicho, y tomad vuestros libros, y allá os avenid con sus verdades o mentiras, y buen provecho os haga, y quiera Dios que no cojeéis del pie que cojea vuestro huésped don Quijote. Eso no, respondió el ventero, que no seré yo tan loco que me haga caballero andante, que bien veo que ahora no se usa lo que se usaba en aquel tiempo cuando se dice que andaban por el mundo estos famosos caballeros.

A la mitad de esta plática se halló Sancho presente, y quedó muy confuso y pensativo de lo que había oído decir, que ahora no se usaban caballeros andantes, y que todos los libros de caballerías eran necedades y mentiras, y propuso en su corazón esperar en lo que paraba aquel viaje de su amo, y que si no salía con la felicidad que él pensaba, determinaba de dejalle y volverse con su mujer y sus hijos a su acostumbrado trabajo.

Llevábase la maleta y los libros el ventero, mas el cura le dijo: Esperad que quiero ver qué papeles son esos que de tan buena letra están escritos. Sacolos el huésped, y dándoselos a leer, vio hasta obra de ocho pliegos escritos de mano, y al principio tenían un título grande que decía Novela del Curioso impertinente. Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones, y dijo: Cierto que no me parece mal el título desta novela, y que me viene voluntad de leella toda. A lo que respondió el ventero: pues bien, puede leella su reverencia, porque le hago saber que a algunos huéspedes que aquí la han leído les ha contentado mucho, y me la han pedido con muchas veras; mas yo no se la he querido dar, pensando volvérsela a quien aquí dejó esta maleta olvidada con estos libros y esos papeles, que bien puede ser que vuelva su dueño por aquí algún tiempo, y aunque sé que me han de hacer falta los libros, a fe que se los he de volver, que aunque ventero todavía soy cristiano.

Vos tenéis mucha razón, amigo, dijo el cura: Mas con todo eso si la novela me contenta, me la habéis de dejar trasladar. De muy buena gana, respondió el ventero. Mientras los dos esto decían, había tomado Cardenio la novela y comenzado a leer en ella, y pareciéndole lo mismo que al cura, le rogó que la leyese de modo que todos la oyesen. Sí leyera, dijo el cura, si no fuera mejor gastar este tiempo en dormir que en leer. Harto reposo será para mí, dijo Dorotea, entretener el tiempo oyendo algún cuento, pues aun no tengo el espíritu tan sosegado que me conceda dormir cuando fuera razón. Pues desa manera, dijo el cura, quiero leerla por curiosidad siquiera; quizá tendrá alguna de gusto. Acudió maese Nicolás a rogarle lo mismo, y Sancho también: lo cual visto del cura, y entendiendo que a todos daría gusto y él le recebiría, dijo: Pues así es, estenme todos atentos, que la novela comienza de esta manera.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente


En Florencia, ciudad rica y famosa de Italia en la provincia que llaman Toscana, vivían Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos que por excelencia y antonomasia, de todos los que los conocían, los dos amigos eran llamados. Eran solteros, mozos de una misma edad y de unas mismas costumbres; todo lo cual era bastante causa a que los dos con recíproca amistad se correspondiesen: bien es verdad que el Anselmo era algo más inclinado a los pasatiempos amorosos que el Lotario, al cual llevaban tras sí los de la caza, pero cuando se ofrecía, dejaba Anselmo de acudir a sus gustos por seguir los de Lotario, y Lotario dejaba los suyos por acudir a los de Anselmo, y desta manera andaban tan a una sus voluntades, que no había concertado reloj que así lo anduviese. Andaba Anselmo perdido de amores de una doncella principal y hermosa de la misma ciudad, hija de tan buenos padres y tan buena ella por sí, que se determinó con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa hacía, de pedilla por esposa a sus padres, y así lo puso en ejecución, y el que llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio tan a gusto de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesión que deseaba, y Camila tan contenta de haber alcanzado a Anselmo por esposo, que no cesaba de dar gracias al cielo y a Lotario por cuyo medio tanto bien le había venido.

Los primeros días, como todos los de boda suelen ser alegres, continuó192 Lotario, como solía, la casa de su amigo Anselmo, procurando honralle, festejalle y regocijalle con todo aquello que a él le fue posible; pero acabadas las bodas, sosegada ya la frecuencia de las visitas y parabienes, comenzó Lotario a descuidarse con cuidado de las ¡das a casa de Anselmo, por parecerle a él, como es razón que parezca a todos los que fueren discretos, que no se han de visitar y continuar las casas de los amigos casados de la misma manera que cuando eran solteros; porque aunque la buena y verdadera amistad no puede ni debe ser sospechosa en nada, con todo esto, es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede ofender aún de los mismos hermanos cuanto más de los amigos. Notó Anselmo la remisión de Lotario, y formó dél quejas grandes, diciéndole que si él supiera que el casarse había de ser parte para no comunicalle como solía, que jamás lo hubiera hecho, y que si por la buena correspondencia que los dos tenían mientras él fue soltero habían alcanzado tan dulce nombre como el ser llamados los dos amigos, que no permitiese por querer hacer del circunspecto sin otra ocasión alguna, que tan famoso y tan agradable nombre se perdiese; y que así le suplicaba, si era lícito que tal término de hablar se usase entre ellos, que volviese a ser señor de su casa, y a entrar y salir en ella como de antes, asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto ni otra voluntad que la que él quería que tuviese, y que por haber sabido ella con cuántas veras los dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta esquiveza.

A todas estas y otras muchas razones que Anselmo dijo a Lotario para persuadille volviese como solía a su casa, respondió Lotario con tanta prudencia, discreción y aviso, que Anselmo quedó satisfecho de la buena intención de su amigo, y quedaron de concierto que dos días en la semana y las fiestas fuese Lotario a comer con él; y aunque esto quedó así concertado entre los dos; propuso Lotario de no hacer más de aquello que viese que más convenía a, la honra de su amigo, cuyo crédito le estaba en más que el suyo propio. Decía él, y decía bien, que el casado a quien el cielo había concedido mujer hermosa, tanto cuidado había de tener en mirar qué amigos llevaba a su casa, como en mirar con qué amigas su mujer conversaba, porque lo que no se hace ni concierta en las plazas, ni en los templos, ni en las fiestas públicas, ni estaciones (cosas que no todas veces las han de negar los maridos a sus mujeres), se concierta y facilita en casa de la amiga o la parienta de quien más satisfacción se tiene. También decía Lotario que tenían necesidad los casados de tener cada uno algún amigo que le advirtiese de los descuidos que en su proceder hiciese, porque suele acontecer que con el mucho amor que el marido a la mujer tiene, o vio le advierte o no le dice, por no enojalla, que haga o deje de hacer algunas cosas, que el hacellas o no, le sería de honra o de vituperio; de lo cual siendo del amigo advertido fácilmente pondría remedio en todo. ¿Pero en dónde se hallará amigo tan discreto y tan leal y verdadero como aquí Lotario le pide? No lo sé yo, por cierto; sólo Lotario era éste, que con toda solicitud y advertimiento miraba por la honra de su amigo, y procuraba diezmar, frisar y acortar los días del concierto del ir a su casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso y a los ojos vagamundos y maliciosos la entrada de un mozo rico, gentil hombre y bien nacido, y de las buenas partes que él pensaba que tenía, en la casa de una mujer tan hermosa como Camila: que puesto que su bondad y valor podían poner freno a toda maldiciente lengua, todavía no quería poner en duda su crédito ni el de su amigo, y por esto los más de los días del concierto los ocupaba y entretenía en otras cosas que él daba a entender ser inexcusables: así que en quejas del uno y disculpas del otro, se pasaban muchos ratos y partes del día. Sucedió, pues, que uno en que los dos andaban paseando por un prado fuera de la ciudad, Anselmo dijo a Lotario las siguientes razones:

Pensarás, amigo Lotario, que a las mercedes que Dios me ha hecho en hacerme hijo de tales padres corno fueron los míos, y al darme no con mano escasa los bienes, así los que llaman de naturaleza como los de fortuna, no puedo yo corresponder con agradecimiento que llegue al bien recibido, y sobre todo al que me hizo en darme a ti por amigo y a Camila por mujer propia, dos prendas que las estimo, si no en el grado que debo, en el que puedo. Pues con todas estas partes, que suelen ser el todo con que los hombres suelen y pueden vivir contentos, vivo yo el más despechado y el más desabrido hombre de todo el universo mundo; porque no sé de qué días a esta parte me fatiga y aprieta un deseo tan extraño y tan fuera del uso común de otros, que yo me maravillo de mí mismo, y me culpo y me riño a solas y procuro callarlo y encubrillo de mis propios pensamientos, y así me ha sido posible salir con este secreto como si de industria procurara decillo a todo el mundo; y pues que en efecto él ha de salir a plaza, quiero que sea en la del archivo de tu secreto, confiando que con él y con la diligencia que pondrás como mi amigo verdadero en remediarme, yo me veré presto libre de la angustia que me causa, y llegará mi alegría por tu solicitud al grado que ha llegado mi descontento por mi locura.

Suspenso tenían a Lotario las razones de Anselmo, y no sabía en qué había de parar tan larga prevención o preámbulo: y aunque iba revolviendo en su imaginación qué deseo podría ser aquel que a su amigo tanto fatigaba, dio siempre muy lejos del blanco de la verdad; y por salir presto de la agonía que le causaba aquella suspensión, le dijo que hacía notorio agravio a su mucha amistad en andar buscando rodeos para decirle sus más encubiertos pensamientos, pues tenía cierto que se podría prometer dél o ya consejos para entretenellos, o ya remedio para cumplillos. Así es la verdad, respondió Anselmo, y con esa confianza te hago saber, amigo Lotario, que el deseo que me fatiga es el pensar si Camila mi esposa es tan buena y tan perfecta como yo pienso, y no puedo enterarme en esta verdad si es probándola de manera que la prueba manifieste los quilates de sa bondad como el fuego muestra los del oro: porque yo tengo para mí, oh amigo que no es una mujer más buena de cuanto es o no solicitada; y que aquella sola es fuerte que no se dobla a las promesas, a las dádivas, a las lágrimas y a las continuas importunidades de los solícitos amantes: porque ¿qué hay que agradecer que una mujer sea buena si nadie le dice que sea mala? ¿qué mucho que esté recogida y temerosa la que no le dan ocasión para que se suelte, y la que sabe que tiene marido que en cogiéndola en la primera desenvoltura la ha de quitar la vida? Ansí que la que es buena por temor o por falta de lugar, yo no la quiero tener en aquella estima en que tendré a la solicitada y perseguida que salió con la corona del vencimiento; de modo que por estas razones y por otras muchas que te pudiera decir para acreditar y fortalecer la opinión que tengo, deseo que Camila mi esposa pase por estas dificultades, y se acrisole y quilate en el fuego de verse requerida y solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella sus deseos: y si ella sale, como creo que saldrá, con la palma de esta batalla, tendré yo por sin igual mi ventura; podré yo decir que está colmo el vacío de mis deseos; diré que me cupo en suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio dice que ¿quién la hallará? Y cuando esto suceda al revés de lo que pienso, con el gusto de ver que acerté en mi opinión, llevaré sin pena la que de razón podrá causarme mi tan costosa experiencia: y prosupuesto que ninguna cosa de cuantas me dijeres en contra de mi deseo ha de ser de algún provecho para dejar de ponerle por obra, quiero, oh amigo Lotario, que te dispongas a ser el instrumento que labre aquesta obra de mi gusto, que yo te daré lugar para que lo hagas, sin faltarle todo aquello que yo viere ser necesario para solicitar a una mujer honesta, honrada, recogida y desinteresada; y muéveme entre otras cosas a fiar de ti esta ardua empresa, el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de llegar el vencimiento a todo trance y rigor, sino a sólo tener por hecho lo que se ha de hacer por buen respeto; y así no quedaré yo ofendido más de con el deseo, y mi injuria quedara escondida en la virtud de tu silencio, que bien sé que en lo que me tocare ha de ser eterno como el de la muerte; así que si quieres que yo tenga vida que pueda decir que lo es, desde luego has de entrar en esta amorosa batalla, no tibia ni perezosamente, sino con el ahínco y diligencia que mi deseo pide, y con la confianza que nuestra amistad me asegura.

Éstas fueron las razones que Anselmillo dijo a Lotario, a todas las cuales estuvo tan atento, que si no fueron las que quedan escritas que le dijo, no desplegó sus labios hasta que hubo acabado; y viendo que no decía más, después que le estuvo mirando un buen espacio como si mirara una cosa que jamás hubiera visto, y que le causara admiración y encanto, le dijo: No me puedo persuadir, oh amigo Anselmo, a que no sean burlas las cosas que me has dicho, que a pensar que de veras las decías no consintiera que tan adelante pasaras, porque con no escucharte previniera tu larga arenga: sin duda imagino o que no me conoces, o que yo no te conozco; pero no, que bien sé que eres Anselmo, y tú sabes que yo soy Lotario: el daño está en que yo pienso que no eres el Anselmo que solías, y tú debes de haber pensado que tampoco yo soy el Lotario que debía ser: porque las cosas que me has dicho ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni las que me pides, se han de pedir a aquel Lotario que tú conoces, porque los buenos amigos han de probar a sus amigos y valerse dellos como dijo un poeta, usque ad aras, que quiere decir, que no se habían de valer de su amistad en cosas que fuesen contra Dios. Pues si esto sintió un gentil de la amistad, ¿cuánto mejor es que lo sienta el cristiano, que sabe que por ninguna humana ha de perder la amistad divina? Y cuando el amigo tirase tanto la barra que pusiese aparte los respetos del cielo por acudir a los de su amigo, no ha de ser por cosas ligeras y de poco momento, sino por aquellas en que vaya la honra y la vida de su amigo. Pues dime tú ahora, Anselmo, ¿cuál destas dos cosas tienes en peligro para que yo me aventure a complacerte y a hacer una cosa tan detestable corno me pides? Ninguna por cierto; antes me pides, según yo entiendo, que procure y solicite quitarte la honra y la vida, y quitármela a mí juntamente; porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro está que te quito la vida, pues el hombre sin honra peor es que un muerto, y siendo yo el instrumento, cómo tú quieres que lo sea de tanto mal tuyo, yo vengo a quedar deshonrado, y por el mismo consiguiente sin vida. Escucha, amigo Anselmo, y ten paciencia de no responderme hasta que acabe de decirte lo que se me ofreciere acerca de lo que te ha pedido tu deseo, que tiempo te quedará para que tú me repliques y yo te escuche. Que me place, dijo Anselmo, di lo que quisieres.

Y Lotario prosiguió diciendo: Paréceme, oh Anselmo, que tienes tú ahora el ingenio como el que siempre tienen los moros, a los cuales no se les puede dar a entender el error de su secta con las acotaciones de la santa escritura, ni con razones que consistan en especificación del entendimiento, ni que vayan fundadas en artículos de fe, sino que les han de traer ejemplos palpables, fáciles, inteligibles, demostrativos, indubitables, con demostraciones matemáticas que no se pueden negar, como cuando dicen: si de dos partes iguales quitamos partes iguales, las que quedan también son iguales: y cuando esto no entiendan de palabra, como en efecto no lo entienden, báseles de mostrar con las manos, y ponérseles delante de los ojos, y aun con todo esto no basta nadie con ellos a persuadirles las verdades de nuestra sacra religión; y este mismo término y modo me convendrá usar contigo, porque el deseo que en ti ha nacido va tan descaminado y tan fuera de todo aquello que tenga sombra de razonable, que me parece que ha de ser tiempo malgastado el que ocupare en darte a entender tu simplicidad, que por ahora no le quiero dar otro nombre, y aun estoy por dejarte en tu desatino en pena de tu mal deseo; mas no me deja usar deste rigor la amistad que te tengo, la cual no consiente que te deje puesto en tan manifiesto peligro de perderte: y porque claro lo veas, dime, Anselmo, ¿tú no me has dicho que tengo de solicitar a una retirada?, ¿persuadir a una honesta?, ¿ofrecerá una desinteresada?, ¿servir a una prudente? Sí que me lo has dicho: pues si tú sabes que tienes mujer retirada, honesta, desinteresada y prudente, ¿qué buscas? Y si piensas que de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como saldrá sin duda, ¿qué mejores títulos piensas darle después que los que ahora tiene? ¿o qué será más después de lo que es ahora? O es que tú no la tienes por la que dices, o tú no sabes lo qué pides: sino la tienes por la que dices, ¿para qué quieres probarla, sino cómo mala, hacer de ella lo que más te viniere en gusto? Mas si es tan buena como crees, impertinente cosa será hacer experiencia de la misma verdad, pues después de hecha se ha de quedar con la estimación que primero tenía. Así que la razón concluyente que el intentar las cosas, de las cuales antes nos puede suceder daño que provecho, es de juicios sin discurso y temerarios, y más cuando quieren intentar aquellas a que no son forzados ni compelidos, y que de muy lejos traen descubierto que el intentarlas es manifiesta locura. Las cosas dificultosas se intentan por Dios o por el mundo, o por entrambos a dos: las que se acometen por Dios son las que acometieron los santos, acometiendo a vivir vida de ángeles en cuerpos humanos: las que se acometen por respeto del mundo son las de aquellos que pasan tanta infinidad de agua, tanta diversidad de climas, tanta extrañeza de gentes por adquirir estos que llaman bienes de fortuna; y las que se intentan por Dios y por el mundo juntamente, son aquéllas de los valerosos soldados, que apenas ven el contrario muro abierto tanto espacio cuanto es el que pudo hacer una redonda bala de artillería, cuando puesto aparte todo temor, sin hacer discurso, ni advertir al manifiesto peligro que les amenaza, llevados en vuelo de las alas del deseo de volver por su fe, por su nación y por su rey, se arrojan intrépidamente por la mitad de mil contrapuestas muertes que los esperan. Estas cosas son las que suelen intentarse, y es honra, gloria y provecho intentarlas aunque tan llenas de inconvenientes y peligros, pero la que tú dices que quieres intentar y poner por obra, no te ha de alcanzar gloria de Dios, bienes de fortuna, ni fama con los hombres; porque puesto que salgas con ella como deseas, no has de quedar ni más ufano, ni más rico, ni más honrado que estás ahora; y si no sales, te has de ver en la mayor miseria que imaginar se pueda, porque no te ha de aprovechar pensar entonces que no sabe nadie la desgracia que te ha sucedido: porque bastará para afligirte y deshacerte que la sepas tú mismo. Y para confirmación desta verdad te quiero decir una estancia que hizo el famoso poeta Luis Tansilo193 en el fin de su primera parte de Las lágrimas de San Pedro, que dice así:


    Crece el dolor, y crece la vergüenza
En Pedro cuando el día se ha mostrado,
Y aunque allí no ve a nadie, se avergüenza
De sí mismo por ver que había pecado;
Que a un magnánimo pecho a haber vergüenza
No sólo ha de moverle el ser mirado,
Que de si se avergüenza cuando yerra,
Si bien otro no ve que cielo y tierra.

Así que no excusarás con el secreto tu dolor, antes tendrás que llorar continuo, si no lágrimas de los ojos, lágrimas de sangre del corazón, corno las lloraba aquel simple doctor que nuestro poeta nos cuenta que hizo la prueba del vaso que con mejor discurso se excusó de hacerla el prudente Reinaldos, que puesto que aquello sea ficción poética, tiene en sí encerrados secretos morales dignos de ser advertidos y entendidos e imitados: cuanto más, que con lo que ahora pienso decirte acabarás de venir en conocimiento del grande error que quieres cometer.

Dime, Anselmo, si el cielo o la suerte buena te hubiera hecho señor y legítimo posesor de un finísimo diamante, de cuya bondad y quilates estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le viesen, que todos a una voz y de común parecer dijesen que llegaba en quilates, bondad y fineza a cuanto se podía extender la naturaleza de tal piedra, y tú mismo lo creyeses así sin saber otra cosa en contrario, ¿sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel diamante, y ponerle entre un ayunque y un martillo, y allí a pura fuerza de golpes y brazos probar si es tan duro y tan fino como dicen? Y más, si lo pusieses por obra, que puesto caso que la piedra hiciese resistencia a tan necia prueba, no por eso se le añadía más valor ni más fama; y si se rompiese, cosa que podría ser, ¿no se perdía todo? Sí por cierto, dejando a su dueño en estimación de que todos le tengan por simple. Pues haz cuenta, Anselmo amigo, que Camila es finísimo diamante así en tu estimación como en la ajena, y que no es razón ponerla en contingencia de que se quiebre, pues aunque se quede con su entereza, no puede subir a más valor del que ahora tiene: y si faltase y no resistiese, considera desde ahora cuál quedaría sin ella, y con cuánta razón te podrías quejar de ti mismo por haber sido causa de su perdición y la tuya. Mira que no hay joya en el mundo que tanto valga como la mujer casta y honrada, y que todo el honor de las mujeres consiste en la opinión buena que dellas se tiene; y pues la de tu esposa es tal que llega al extremo de bondad que sabes, ¿para qué quieres poner esta verdad en duda? Mira, amigo, que la mujer es animal imperfecto, y que no se le han de poner embarazos donde tropiece y caiga, sino quitárselos y despejalle el camino de cualquier inconveniente, para que sin pesadumbre corra ligera a alcanzar la imperfección que le falta, que consiste en el ser virtuosa. Cuentan los naturales194 que el arminio es un animalejo que tiene una piel blanquísima, y que cuando quieren cazarle los cazadores usan deste artificio, que sabiendo las partes por donde suele pasar y acudir, las atajan con lodo, y después ojeándole le encaminan hacia aquel lugar, y así corno el arminio llega al lodo se está quedo, y se deja prender y cautivar a trueco de no pasar por el cieno y perder y ensuciar su blancura, que la estima en más que la libertad y la vida. La honesta y casta mujer es arminio, y es más que nieve blanca y limpia la virtud de la honestidad, y el que quisiere que no la pierda, antes la guarde y conserve, ha de usar de otro estilo diferente que con el arminio se tiene, porque no le han de poner delante el cieno de los regalos y servicios de los importunos amantes, porque quizá, y aun sin quizá, no tiene tanta virtud y fuerza natural que pueda por sí misma atropellar y pasar por aquellos embarazos; y es necesario quitárselos y ponerle delante la limpieza de la virtud y la belleza que encierra en sí la buena fama. Es asimismo la buena mujer como espejo de cristal luciente y claro; pero está sujeto a empañarse y escurecerse con cualquier aliento que le toque. Hase de usar con la honesta mujer el estilo que con las reliquias, adorarlas y no tocarlas: hase de guardar y estimar la mujer buena como se guarda y estima un hermoso jardín que está lleno de flores y rosas, cuyo dueño no consiente que nadie le pasee ni manosee; basta que desde lejos y por entre las verjas de hierro gocen de su fragancia y hermosura. Finalmente, quiero decirte unos versos que se me han venido a la memoria, que los oí en una comedia moderna, que me parece que hacen al propósito de lo que vamos tratando. Aconsejaba un prudente viejo a otro, padre de una doncella, que la recogiese, guardase y encerrase; y entre otras razones le dijo éstas:


    Es de vidrio la mujer;
Pero no se ha de probar
Si se puede o no quebrar,
Porque todo podría ser.
Y es más fácil el quebrarse
Y no es cordura ponerse
A peligro de romperse
Lo que no puede soldarse.
Y en esta opinión estén
Todos, y en razón la fundo,
Que si hay Dánaes en el mundo,
Hay pluvias de oro también.

Cuanto hasta aquí te he dicho, oh Anselmo, ha sido por lo que a ti te toca, y ahora es bien que se oiga algo de lo que a mí me conviene; y si fuere largo, perdóname que todo lo requiere el laberinto donde te has entrado y de donde quieres que yo te saque. Tú me tienes por amigo, y quieres quitarme la honra, cosa que es contra toda amistad; y aun no sólo pretendes esto, sino que procuras que yo te la quite a ti. Que me la quieres quitar a mí está claro, pues cuando Camila vea que yo la solicito como me pides, cierto está que me ha de tener por hombre sin honra y mal mirado, pues intento y hago una cosa tan fuera de aquello, que el ser quien soy y tu amistad me obliga. De que quieres que te la quite a ti no hay duda, porque viendo Camila que yo la solicito, ha de pensar que yo he visto en ella alguna liviandad que me dio atrevimiento a descubrirle mi mal deseo, y teniéndose por deshonrada te toca a ti como a cosa suya su misma deshonra; y de aquí nace lo que comúnmente se practica, que el marido de la mujer adúltera, puesto que él no lo sepa ni haya dado ocasión para que su mujer no sea lo que debe, ni haya sido en su mano ni por su descuido y poco recato estorbar su desgracia, con todo le llaman y le nombran con nombre de vituperio y bajo, y en cierta manera le miran los que la maldad de su mujer saben, con ojos de menosprecio en cambio de mirarle con los de lástima, viendo que no por su culpa, sino por el gusto de su mala compañera, está en aquella desventura. Pero quiérote decir la causa por qué con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque él no sepa que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión para que ella lo sea; y no te canses de oírme, que todo ha de redundar en tu provecho.

Cuando Dios crió a nuestro primer padre en el paraíso terrenal, dice la divina Escritura que infundió Dios sueño en Adán, y que estando durmiendo le sacó una costilla del lado siniestro, de la cual formó a nuestra madre Eva, y así como Adán despertó y la miró dijo: Ésta es carne de mi carne y hueso de mis huesos. Y Dios dijo: Por esta dejará el hombre a su padre y madre y serán dos en una carne misma; y entonces fue instituido el divino sacramento del matrimonio con tales lazos, que sólo la muerte puede desatarlos. Y tiene tanta fuerza y virtud este milagroso sacramento, que hace que dos diferentes personas sean una misma carne; y aun hace más en los buenos casados, que aunque tienen dos almas no tienen más de una voluntad; y de aquí viene, que como la carne de la esposa sea una misma con la del esposo, las manchas que en ella caen, o los defectos que se procuran, redundan en la carne del marido, aunque él no haya dado, como queda dicho, ocasión para aquel daño: porque así como el dolor del pie o de cualquier miembro del cuerpo humano le siente todo el cuerpo por ser todo de una carne misma, y la cabeza siente el daño del tobillo sin que ella se le haya causado, así el marido es participante de la deshonra de la mujer por ser una misma cosa con ella, y como las honras y deshonras del mundo sean todas y nazcan de carne y sangre, y las de la mujer mala sean deste género, es forzoso que al marido le quepa parte dellas y sea tenido por deshonrado sin que él lo sepa. Mira, pues, oh Anselmo, al peligro que te pones en querer turbar el sosiego en que tu buena esposa vive: mira por cuán vana e impertinente curiosidad quieres revolver los humores que ahora están sosegados en el pecho de tu casta esposa: advierte que lo que aventuras a ganar es poco, y que lo que perderás será tanto, que lo dejaré en su punto porque me faltan palabras para encarecerlo. Pero si todo cuanto he dicho no basta a moverte de tu mal propósito, bien puedes buscar otro instrumento de tu deshonra y desventura, que yo no pienso serlo aunque por ello pierda tu amistad, que es la mayor pérdida que imaginar puedo.

Calló en diciendo esto el virtuoso y prudente Lotario, y Anselmo quedó tan confuso y pensativo, que por un buen espacio no le pudo responder palabra; pero en fin, le dijo: Con la atención que has visto he escuchado, Lotario, amigo, cuanto has querido decirme, y en tus razones, ejemplos y comparaciones, he visto la mucha discreción que tienes y el extremo de la verdadera amistad que alcanzas; y asimismo veo y confieso, que si no sigo tu parecer y me voy tras el mío, voy huyendo del bien y corriendo tras el mal. Prosupuesto esto, has de considerar que yo padezco ahora la enfermedad que suelen tener algunas mujeres, que se les antoja comer tierra, yeso, carbón y otras cosas peores, aun asquerosas para mirarse, cuanto más para comerse: así que, es menester usar de algún artificio para que yo sane, y esto se podría hacer con facilidad, sólo con que comiences aunque tibia y fingidamente, a solicitar a Camila, la cual no ha de ser tan tierna que a los primeros encuentros dé con su honestidad por tierra; y con sólo este principio quedaré contento, y tú habrás cumplido con lo que debes a nuestra amistad, no solamente dándome la vida, sino persuadiéndome de no verme sin honra, y estás obligado a hacer esto por una razón sola, y es, que estando yo como estoy, determinado de poner en práctica esta prueba, no has tú de consentir que yo dé cuenta de mi desatino a otra persona con que pondría en aventura el honor que tú procuras que no pierda; y cuando el tuyo no esté en el punto que debe en la intención de Camila en tanto que la solicitares, importa poco o nada, pues con brevedad, viendo en ella la entereza que esperamos, le podrás decir la pura verdad de nuestro artificio, con que volverá tu crédito al ser primero, y pues tan poco aventuras, y tanto contento me puedes dar aventurándote, no le dejes de hacer aunque más inconvenientes se te pongan delante, pues, como ya he dicho, con sólo que comiences, daré por concluida la causa.

Viendo Lotario la resoluta voluntad de Anselmo, y no sabiendo que más ejemplos traerle, ni qué más razones mostrarle para que no la siguiese; y viendo que le amenazaba que daría a otro cuenta de su mal deseo, por evitar mayor mal, determinó de contentarle y hacer lo que le pedía, con propósito e intención de guiar aquel negocio de modo que sin alterarlos pensamientos de Camila quedase Anselmo satisfecho; y le respondió que no comunicase su pensamiento con otro alguno, que él tomaba a su cargo aquella empresa, la cual comenzaría cuando a él la diese más gusto. Abrazole Anselmo tierna y amorosamente, y agradeciole su ofrecimiento como si alguna grande merced le hubiera hecho; y quedaron de acuerdo entre los dos, que desde otro día siguiente se comenzase la obra, que él le darla lugar y tiempo para que a sus solas pudiese hablar a Camila, y asimismo le daría dineros y joyas que ofrecerla y que darla. Aconséjole que le diese música, que escribiese versos en su alabanza, y que cuando él no quisiese tomar el trabajo de hacerlos, él mismo los haría. A todo se ofreció Lotario, bien con diferente intención que Anselmo pensaba; y con este acuerdo se volvieron a casa de Anselmo donde hallaron a Camila con ansia y cuidado esperando a su esposo, porque aquel día tardaba en venir más de lo acostumbrado. Fuese Lotario a su casa, y Anselmo quedó en la suya tan contento como Lotario fue pensativo, no sabiendo qué traza dar para salir bien de aquel impertinente negocio; pero aquella noche pensó el modo que tendría para engañar a Anselmo sin ofender a Camila y otro día vino a comer con su amigo, y fue bien recibido de Camila, la cual le recibía y regalaba con mucha voluntad por entender la buena que su esposo le tenía. Acabaron de comer, levantaron los manteles, y Anselmo dijo a Lotario que se quedase allí con Camila, en tanto que él iba a un negocio forzoso, que dentro de una hora y media volvería. Rogole Camila que no se fuese, y Lotario se ofreció a hacerle compañía; mas nada aprovechó con Anselmo, antes importunó a Lotario que se quedase, porque tenía que tratar con él una cosa de mucha importancia. Dijo también a Camila, que no dejase solo a Lotario en tanto que él volviese. En efecto, él supo también fingir la necesidad o necedad de su ausencia, que nadie pudiera entender que era fingida.

Fuese Anselmo, y quedaron solos a la mesa Camila y Lotario, porque la demás gente de casa se había ido a comer. Viose Lotario puesto en la estacada que su amigo deseaba, y con el enemigo delante, que pudiera vencer con sola su hermosura a un escuadrón de caballeros armados. Mirad si era razón que le temiera Lotario; pero lo que hizo fue poner el codo sobre el brazo de la silla y la mano abierta en la mejilla, y pidiendo perdón a Camila del mal comedimiento, dijo que quería reposar un poco en tanto que Anselmo volvía. Camila le respondió que mejor reposaría en el estrado que en la silla, y así le rogó se entrase a dormir en él. No quiso Lotario, y allí se quedó dormido hasta que volvió Anselmo, el cual como halló a Camila en su aposento y a Lotario durmiendo, creyó que como se había tardado tanto, ya habrían tenido los dos lugar para hablar y aun dormir, y no vio la hora en que Lotario despertase, para volverse con él fuera y preguntarle de su ventura. Todo le sucedió como él quiso. Lotario despertó y luego salieron los dos de casa, y así le preguntó lo que deseaba, y le respondió Lotario que no le había parecido ser bien que la primera vez se descubriese del todo, y así no había hecho otra cosa que alabar a Camila de hermosa, diciéndole que en toda la ciudad no se trataba de otra cosa que de su hermosura y discreción, y que éste le había parecido buen principio para entrar ganando la voluntad y disponiéndola a que otra vez le escuchase con gusto, usando en esto del artificio que el demonio usa cuando quiere engañar a alguno que está puesto en atalaya para mirar por sí, que se trasforma en ángel de luz, siéndole él de tinieblas y poniéndole delante apariencias buenas, al cabo descubre quién es, y sale con su intención si a los principios no es descubierto su engaño. Todo esto le contentó mucho a Anselmo, y dijo que cada día daría el mismo lugar aunque no saliese de casa, porque en ella se ocuparía en cosas, que Camila no pudiese venir en conocimiento de su artificio.

Sucedió, pues, que se pasaron muchos días, que sin decir Lotario palabra a Camila, respondía a Anselmo que le hablaba, y jamás podía sacar della una pequeña muestra de venir en ninguna cosa que mala fuese, ni aun dar una señal ni sombra de esperanza: antes decía que le amenazaba que si de aquel mal pensamiento no se quitaba que lo había de decir a su esposo. Bien está, dijo Anselmo, hasta aquí ha resistido Camila a las palabras; es menester ver cómo resiste a las obras: yo os daré mañana dos mil escudos de oro para que se los ofrezcáis y aun se los deis, y otros tantos para que compréis joyas con qué cebarla, que las mujeres suelen ser aficionadas, y más si son hermosas, por más castas que sean, a esto de traerse bien y andar galanas; y si ella resiste a esta tentación, yo quedaré satisfecho y no os daré más pesadumbre. Lotario respondió, que ya que había comenzado, que él llevaría hasta el fin aquella empresa, puesto que entendía salir della cansado y vencido. Otro día recibió los cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil confusiones, porque no sabía qué decirse para mentir de nuevo; pero en efecto determinó decirle, que Camila estaba tan entera a las dádivas y promesas como a las palabras, y que no había para que cansarse más, porque todo el tiempo se gastaba en balde.

Pero la suerte, que las cosas guiaba de otra manera, ordenó que habiendo dejado Anselmo solos a Lotario y a Camila como otras veces solía, él se encerró en un aposento, y por el agujero de la cerradura estuvo mirando y escuchando lo que los dos trataban, y vio que en más de media hora Lotario no habló palabra a Camila ni se la hablara, si allí estuviera un siglo, y cayó en la cuenta de que cuanto su amigo le había dicho de las respuestas de Camila, todo era ficción y mentira, y para ver si esto era ansí, salió del aposento y llamando a Lotario aparte, le preguntó qué nuevas había y de qué temple estaba Camila. Lotario respondió que no pensaba más darle puntada en aquel negocio, porque respondía tan áspera y desabridamente que no tendría ánimo para volver a decirle cosa alguna. ¡Ah, dijo Anselmo, Lotario, Lotario, y cuán mal correspondes a lo que me debes y a lo mucho que de ti confío! Ahora te he estado mirando por el lugar que concede la entrada desta llave, he visto que no has dicho palabra a Camila, por donde me doy a entender que aun las primeras le tienes por decir; y si esto es así, como sin duda lo es, ¿para qué me engañas, o por qué quieres quitarme con tu industria los medios que yo podría hallar para conseguir mi deseo? No dijo más Anselmo; pero bastó lo que había dicho para dejar corrido y confuso a Lotario, el cual casi como tomando por punto de honra el haber sido hallado en mentira, juró a Anselmo que desde aquel momento tomaba tan a su cargo el contentalle y no mentille, cual lo vería si con curiosidad lo espiaba: cuanto más que no sería menester usar de ninguna diligencia, porque la que él pensaba poner en satisfacelle le quitaría de toda sospecha. Creyole Anselmo, y para dalle comodidad más segura y menos sobresaltada, determinó de hacer ausencia de su casa por ocho días, yéndose a la de un amigo suyo que estaba en una aldea no lejos de la ciudad, con el cual amigo concertó que le enviase a llamar con muchas veras para tener ocasión con Camila de su partida. Desdichado y mal advertido de ti Anselmo, ¿qué es lo que haces? ¿qué es lo que trazas? ¿qué es lo que ordenas? Mira que haces contra ti mismo, trazando tu deshonra y ordenando tu perdición. Buena es tu esposa Camila, quieta y sosegadamente la posees, nadie sobresalta tu gusto, sus pensamientos no salen de las paredes de tu casa, tú eres su cielo en la tierra, el blanco de sus deseos, el cumplimiento de sus gustos, y la medida por donde mide su voluntad, ajustándola en todo con la tuya y con la del cielo; pues si la mina de su honor, hermosura, honestidad y recogimiento te da sin ningún trabajo toda la riqueza que tiene y tú puedes desear, para qué quieres ahondar la tierra y buscar nuevas vetas de nuevo y nunca visto tesoro, poniéndote a peligro que todo se venga abajo, pues en fin se sustenta sobre los débiles arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue, como lo dijo mejor un poeta, diciendo:


    Busco en la muerte la vida,
Salud en la enfermedad;
En la prisión libertad,
En lo cerrado salida
Y en el traidor lealtad.
   Pero mi suerte, de quien
Jamás espero algún bien,
Con el cielo ha estatuido:
Que pues lo imposible pido,
Lo posible aun no me den.

Fuese otro día Anselmo a la aldea, dejando dicho a Camila que el tiempo que él estuviese ausente vendría Lotario a mirar por su casa y a comer con ella, que tuviese cuidado de tratalle como a su misma persona. Afligiose Camila como mujer discreta y honrada de la orden que su marido le dejaba, y díjole que advirtiese que no estaba bien que nadie, él ausente, ocupase la silla de su mesa; y que si lo hacía por no tener confianza, que ella sabría gobernar su casa, que probase por aquella vez, y vería por experiencia cómo para mayores cuidados era bastante. Anselmo le replicó que aquél era su gusto, y que no tenía más que hacer que bajar la cabeza y obedecelle. Camila dijo que ansí lo haría aunque contra su voluntad. Partiose Anselmo, y otro día vino a su casa Lotario, donde fue recibido de Camila con amoroso y honesto acogimiento; la cual jamás se puso en parte donde Lotario le viese a solas, porque siempre andaba rodeada de sus criados y criadas, especialmente de una doncella suya llamada Leonela, a quien ella mucho quería por haberse criado desde niñas las dos juntas en casa de los padres de Camila, y cuando se casó con Anselmo la trujo consigo. En los tres días primeros nunca Lotario le dijo nada, aunque pudiera cuando se levantaban los manteles y la gente se iba a comer con mucha priesa, porque así se lo tenía mandado Camila; y aun tenía orden Leonela que comiese primero que Camila, y que de su lado jamás se quitase; mas ella, que en otras cosas de su gusto tenía puesto el pensamiento, y había menester aquellas horas y aquel lugar para ocuparle en sus contentos, no cumplía todas las veces el mandamiento de su señora; antes los dejaba solos, como si aquello le hubieran mandado; mas la honesta presencia de Camila, la gravedad de su rostro, la compostura de su persona era tanta, que ponía freno a la lengua de Lotario. Pero el provecho que las muchas virtudes de Camila hicieron poniendo silencio en la lengua de Lotario, redundó más en daño de los dos, porque si la lengua callaba el pensamiento discurría, y tenía lugar de contemplar parte por parte todos los extremos de bondad y de hermosura que Camila tenía, bastantes a enamorar una estatua de mármol, no un corazón de carne. Mirábala Lotario en el lugar y espacio que había de hablarla, y consideraba cuán digna era de ser amada, y esta consideración comenzó poco a poco a dar asalto a los respetos que Anselmo tenía, y mil veces quiso ausentarse de la ciudad, y irse donde jamás Anselmo le viese a él ni él viese a Camila; mas ya le hacía impedimento y detenía el gusto que hallaba en mirarla. Hacíase fuerza y peleaba consigo mismo por desechar y no sentir el contento que le llevaba a mirar a Camila: culpábase a solas de su desatino, llamábase mal amigo y aun mal cristiano: hacía discursos y comparaciones entre él y Anselmo, y todos paraban en decir que más había sido la locura y confianza de Anselmo que su poca fidelidad, y que si así tuviera disculpa para con Dios como para con los hombres de lo que pensaba hacer, que no temiera pena por su culpa. En efecto, la hermosura y la bondad de Camila, juntamente con la ocasión que el ignorante marido le había puesto en las manos, dieron con la lealtad de Lotario en tierra; y sin mirar a otra cosa que aquella a que su gusto le inclinaba, al cabo de tres días de la ausencia de Anselmo, en los cuales estuvo en continua batalla por resistir a sus deseos, comenzó a requebrara Camila con tanta turbación y con tan amorosas razones, que Camila quedó suspensa, y no hizo otra cosa que levantarse de donde estaba y entrarse en su aposento sin respondelle palabra alguna: mas no por esta sequedad se desmayo en Lotario la esperanza que siempre nace juntamente con el amor; antes tuvo en más a Camila, la cual habiendo visto en Lotario lo que jamás pensara, no sabía qué hacerse; pareciéndole no ser cosa segura ni bien hecha darle ocasión ni lugar a que otra vez la habla se determinó de enviar aquella misma noche, como lo hizo, a un criado suyo con un billete a Anselmo, donde le escribió estas razones.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Donde se prosigue la novela del curioso impertinente


Así como suele decirse que parece mal el ejército sin su general y el castillo sin su castellano, digo yo que parece muy peor la mujer casada y moza sin su marido cuando justísimas ocasiones no lo impiden. Yo me hallo tan mal sin vos y tan imposibilitada de sufrir esta ausencia, que si presto no venís me habré de ir a entretener en casa de mis padres, aunque deje sin guarda la vuestra, porque la que me dejastes, si es que quedó con tal título, creo que mira más por su gusto que por lo que d vos loca; y pues sois discreto, no tengo mas que deciros, ni aun es bien que más os diga.

Esta carta recibió Anselmo, y entendió por ella que Lotario había ya comenzado la empresa, y que Camila debía haber respondido como él deseaba; y alegre sobremanera de tales nuevas, respondió a Camila de palabra que no hiciese mudamiento de su casa en modo ninguno, porque él volvería con mucha brevedad. Admirada quedó Camila de la respuesta de Anselmo, que la puso en más confusión que primero, porque ni se atrevía a estar en su casa, ni menos irse a la de sus padres, porque en la quedada corría peligro su honestidad, y en la ida iba contra el mandamiento de su esposo. En fin, se resolvió a lo que le estuvo peor, que fue en el quedarse, con determinación de no huir la presencia de Lotario por no dar que decir a sus criados, y ya le pesaba de haber escrito lo que escribió a su esposo, temerosa de que no pensase que Lotario había visto en ella alguna desenvoltura que le hubiese movido a no guardalle el decoro que debía; pero fiada en su bondad se fió en Dios y en su buen pensamiento, con que pensaba resistir, callando a todo aquello que Lotario decirle quisiese, sin dar más cuenta a su marido por no ponerla en alguna pendencia y trabajo; y aun andaba buscando manera cómo disculpar a Lotario con Anselmo, cuando le preguntase la ocasión que le había movido a escribirle aquel papel.

Con estos pensamientos, más honrados que acertados ni provechosos, estuvo otro día escuchando a Lotario, el cual cargó la mano de manera que comenzó a titubear la firmeza de Camila, y su honestidad tuvo harto que hacer en acudir a los ojos para que no diesen muestra de alguna amorosa compasión que las lágrimas y las razones de Lotario en su pecho habían despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo le encendía. Finalmente a él le pareció que era menester en el espacio y lugar que daba la ausencia de Anselmo, apretar el cerco a aquella fortaleza, y así acometió a su presunción con alabanzas de su hermosura, porque no hay cosa que más presto rinda y allane las encastilladas torres de la vanidad de las hermosas, que la misma vanidad puesta en las lenguas de la adulación. En efecto, él con toda diligencia minó la roca de su entereza con tales pertrechos, que aunque Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo. Lloró, rogó, ofreció, aduló, porfió, y fingió Lotario con tantos sentimientos, con muestras de tantas veras, que dio al través con el recato de Camila, y vino a triunfar de lo que menos esperaba y más deseaba. Rindiose Camila, Camila se rindió; ¿Pero qué mucho si la amistad de Lotario no quedó en pie? Ejemplo claro que nos muestra que sólo se vence la pasión amorosa con huilla, y que nadie se ha de poner a brazos con tan poderoso enemigo, porque es menester fuerzas divinas para vencer las suyas humanas. Sólo supo Leonela la flaqueza de su señora, porque no se la pudieron encubrir los dos malos amigos y nuevos amantes. No quiso Lotario decir a Camila la pretensión de Anselmo ni que él le había dado lugar para llegar a aquel punto, porque no tuviese en menos su amor, y pensase que así acaso y sin pensar y no de propósito la había solicitado.

Volvió de allí a pocos días Anselmo a su casa, y no echó de ver lo que faltaba en ella, que era lo que en menos tenía y más estimaba. Fuese luego a ver a Lotario, y hallole en su casa; abrazáronse los dos, y el uno preguntó por las nuevas de su vida o de su muerte. Las nuevas que te podré dar, oh amigo Anselmo, dijo Lotario, son de que tienes una mujer que dignamente puede ser ejemplo y corona de todas las mujeres buenas: las palabras que he dicho se las ha llevado el aire, los ofrecimientos se han tenido en poco, las dádivas no se han admitido, de algunas lágrimas fingidas mías se ha hecho burla notable. En resolución, así corno Camila es cifra de toda belleza, es archivo donde asiste la honestidad, y vive el comedimiento y el recato, y todas las virtudes que pueden hacer loable y bien afortunada a una honrada mujer. Vuelve a tomar tus dineros, amigo, que aquí los tengo sin haber tenido necesidad de tocar a ellos, que la entereza de Camila no se rinde a cosas tan bajas como son dádivas y promesas. Conténtate, Anselmo, y no quieras hacer más pruebas de las hechas; y pues a pie enjuto has pasado el mar de las dificultades y sospechas que de las mujeres suelen y pueden tenerse, no quieras entrar de nuevo en el profundo piélago de nuevos inconvenientes, ni quieras hacer experiencia con otro piloto de la bondad y fortaleza del navío que el cielo te dio en suerte para que en él pasases la mar deste mundo, sino haz cuenta que estás ya en seguro puerto, y aférrate con las áncoras de la buena consideración, y déjate estar hasta que te vengan a pedir la deuda, que no hay hidalguía humana que de pagarla se excuse.

Contentísimo quedó Anselmo de las razones de Lotario, y así se las creyó como si fueran dichas por algún oráculo; pero con todo eso le rogó que no dejase la empresa; aunque no fuese más de por curiosidad y entretenimiento, aunque no se aprovechase de allí adelante de tan ahincadas diligencias como hasta entonces; y que sólo quería que le escribiese algunos versos en su alabanza debajo del nombre de Clori, porque él le daría a entender a Camila, que andaba enamorado de una dama a quien le había puesto aquel nombre por poder celebrarla con el decoro que a su honestidad se la debía; y que cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de escribir los versos, que él los haría. No será menester eso, dijo Lotario, pues no me son tan enemigas las musas que algunos ratos del año no me visiten: dile tú a Camila lo que has dicho del fingimiento de mis amores, que los versos yo los haré: si no son tan buenos como el sujeto merece, serán, por lo menos, los mejores que yo pudiere. Quedaron deste acuerdo el impertinente y el traidor amigo, y vuelto Anselmo a su casa preguntó a Camila lo que ella ya se maravillaba que no se le hubiese preguntado, que fue que le dijese la ocasión por qué le había escrito el papel que le envió. Camila le respondió, que le había parecido que Lotario la miraba un poco más desenvueltamente que cuando él estaba en casa; pero que ya estaba desengañada y creía que había sido imaginación suya, porque ya Lotario huía de vella y de estar con ella a solas. Díjole Anselmo que bien podía estar segura de aquella sospecha, porque él sabía que Lotario andaba enamorado de una doncella principal de la ciudad, a quien él celebraba debajo del nombre de Clori, y que aunque no lo estuviera, no había que temer de la verdad de Lotario y de la mucha amistad de entrambos; y a no estar avisada Camila de Lotario de que eran fingidos aquellos amores de Clori, y que él se lo había dicho a Anselmo por poder ocuparse algunos ratos en las mismas alabanzas de Camila, ella, sin duda, cayera en la desesperada red de los celos; mas por estar ya advertida, pasó aquel sobresalto sin pesadumbre.

Otro día, estando los tres sobre la mesa rogó Anselmo a Lotario dijese alguna cosa de las que había compuesto a su amada Clori, que pues Camila no la conocía, seguramente podía decir lo que quisiese. Aunque la conociera, respondió Lotario, no encubriera yo nada, porque cuando algún amante loa a su dama de hermosa y la nota de cruel, ningún oprobio hace a su buen crédito: pero sea lo que fuere, lo que sé decir que ayer hice un soneto a la ingratitud desta Clori, que dice ansí:




Soneto


   En el silencio de la noche, cuando
Ocupa el dulce sueño a los mortales,
La pobre cuenta de mis ricos males
Estoy al cielo y a Clori dando.
   Y al tiempo cuando el sol se va mostrando
Por las rosadas puertas orientales,
Con suspiros y acentos desiguales
Voy la antigua querella renovando.
   Y cuando el sol de su estrellado asiento
Derechos rayos a la tierra envía,
El llanto crece y doblo los gemidos.
Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento,
Y siempre hallo en mi mortal porfía
Al cielo sordo, a Clori sin oídos.

Bien le pareció el soneto a Camila; pero mejor a Anselmo, pues le alabó, y dijo que era demasiadamente cruel la dama que a tan claras verdades no correspondía. A lo que dijo Camila: ¿luego todo aquello que los poetas enamorados dicen es verdad? En cuanto poetas no la dicen, respondió Lotario, mas en cuanto enamorados siempre quedan tan cortos como verdaderos. No hay duda deso, replicó Anselmo, todo por apoyar y acreditar los pensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo como ya enamorada de Lotario; y así con el gusto que de sus cosas tenía y más teniendo por entendido que sus deseos y escritos a ella se encaminaban, y que ella era la verdadera Clori, le rogó que si otro soneto u otros versos sabía, los dijese. Si sé, respondió Lotario, pero no creo que es tan bueno como el primero, o por mejor decir, menos malo, y podréislo bien juzgar, pues es éste:




Soneto


    Yo sé que muero; y si no soy creído;
Es más cierto el morir, como es más cierto
Verme a tus pies, oh bella ingrata, muerto,
Antes que de adorarte arrepentido.
   Podré yo verme en la región de olvido,
De vida y gloria y de favor desierto,
Y allí verse podrá en mi pecho abierto
Cómo tu rostro hermoso está esculpido.
   Que esta reliquia guardo para el duro
Trance que me amenaza mi porfía,
Que en su mismo rigor se fortalece.
   ¡Ay de aquel que navega, el cielo oscuro,
Por mar no usado y peligrosa vía,
Adonde norte o puerto no se ofrece!

También alabó este segundo soneto Anselmo como había hecho el primero, y desta manera iba añadiendo eslabón a eslabón a la cadena con que se enlazaba y trababa su deshonra, pues cuando más Lotario le deshonraba, entonces le decía que estaba más honrado; y con esto todos los escalones que Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subía en la opinión de su marido hacia la cumbre de la virtud y de su buena fama.

Sucedió en esto que hallándose una vez entre otras, sola Camila con su doncella, le dijo: Corrida estoy, amiga Leonela, de ver en cuán poco he sabido estimarme, pues siquiera no hice que con el tiempo comprara Lotario la entera posesión que le di tan presto de mi voluntad. Temo que ha de desestimar mi presteza o ligereza, sin que eche de ver la fuerza que él me hizo para no poder resistirle. No te dé pena eso, señora mía, respondió Leonela, que no está la monta ni es causa para menguar la estimación darse lo que se da presto, si en efecto lo que se da es bueno y ello por sí digno de estimarse; y aun suele decirse que el que luego da, da dos veces. También se suele decir, dijo Camila, que lo que cuesta poco se estima en menos. No corre por ti esa razón, respondió Leonola, porque el amor, según he oído decir, unas veces vuela y otras anda; con este corre, y con aquel va despacio; a unos entibia y a otros abrasa; a unos hiere y a otros mata; en un mismo punto comienza la carrera de sus deseos, y en aquel mismo punto la acaba y concluye; por la mañana suele poner el cerco a una fortaleza, y a la noche la tiene rendida porque no hay fuerza que le resista; y siendo así ¿de qué te espantas o de qué temes, si lo mismo debe de haber acontecido a Lotario, habiendo tomado el amor por instrumento de rendiros la ausencia de mi señor? Y era forzoso que en ella se concluyese lo que el amor tenía determinado, sin dar tiempo al tiempo, para que Anselmo le tuviese de volver, y con su presencia quedase imperfecta la obra, porque el amor no tiene otro mejor ministro para ejecutar lo que desea que es la ocasión: de la ocasión se sirve en todos sus hechos, principalmente en los principios. Todo esto sé yo muy bien más de experiencia que de oídas, y algún día te lo diré, señora, que yo también soy de carne y de sangre moza: cuanto más, señora Camila, que no te entregaste ni diste tan luego que primero no hubieses visto en los ojos, en los suspiros, en las razones y en las promesas y dádivas de Lotario, toda su alma, viendo en ella y en sus virtudes cuán digno era Lotario de ser amado. Pues si esto es ansí, no te asalten la imaginación esos escrupulosos y melindrosos pensamientos, sino asegúrate de que Lotario te estima como tú le estimas a él, y vive con contento y satisfacción de que ya que caíste en el lazo amoroso, es el que te aprieta de valor y de estima; y que no sólo tiene las cuatro SS195 que dicen que han de tener los buenos enamorados, sino todo un A. B. C. entero: si no, escúchame y verás corno te lo digo de coro. Él es, según yo veo y a mí me parece, agradecido, bueno, caballero, dadivoso, enamorado, firme, gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo, noble, honesto, _principal, cuantioso, rico, y las SS que dicen, y luego tácito, verdadero: la X no le cuadra, porque es letra áspera: la Y ya está dicha: la Z zelador de tu honra.

Riose Camila del A. B. C. de su doncella, y túvola por más práctica en las cosas de amor que ella decía: y así lo confesó ella descubriendo a Camila como trataba amores con un mancebo bien nacido de la misma ciudad, de lo cual se turbó Camila temiendo que era aquel el camino por donde su honra podía correr riesgo, Apurola si pasaban sus pláticas a más que serlo. Ella con poca vergüenza y mucha desenvoltura le respondió que sí pasaban: porque es cosa ya cierta que los descuidos de las señoras quitan la vergüenza a las criadas, las cuales, cuando ven a las amas echar traspiés, no se les da nada a ellas de cojear ni de que lo sepan.

No pudo hacer otra cosa Camila, sino rogar a Leonela no dijese nada de su hecho al que decía ser su amante, y que tratase sus cosas con secreto porque no viniesen a noticia de Anselmo ni de Lotario. Leonela respondió que así lo haría; más cumpliolo de manera que hizo cierto el temor de Camila de que por ella había de perder su crédito; porque la deshonesta y atrevida Leonela, después que vio que el proceder de su ama no era el que solía, atreviose a entrar y poner dentro de su casa a su amante, confiada que aunque su señora le viese no había de osar descubrille: que este daño acarrean entre otros los pecados de las señoras, que se hacen esclavas de sus mismas criadas, y se obligan a encubrirles sus deshonestidades y vilezas, como aconteció con Camila, que aunque vio una y muchas veces que su Leonela estaba con su galán en un aposento de su casa, no sólo no la osaba reñir, más dábale lugar a que lo encerrase, y quitábale todos los estorbos para que no fuese visto de su marido: pero no los pudo quitar que Lotario no le viese una vez salir al romper del alba: el cual sin conocer quién era, pensó primero que debía ser alguna fantasma; mas cuando le vio caminar, embozarse y encubrirse con cuidado y recato, cayó de su simple pensamiento, y dio en otro, que fuera la perdición de todos, si Camila no lo remediara. Pensó Lotario que aquel hombre que había visto salir tan a deshora de casa de Anselmo, no había entrado en ella por Leonela, ni aun se acordó si Leonela era en el mundo: sólo creyó que Camila, de la misma manera que había sido fácil y ligera con él, lo era para otro: que estas añadiduras trae consigo la maldad de la mujer mala, que pierde el crédito de su honra con el mismo a quien se entregó rogada y persuadida, y cree que con mayor facilidad se entregó a otros, y da infalible crédito a cualquiera sospecha que desto le venga.

Y no parece sino que le faltó a Lotario en este punto todo su buen entendimiento, y se le fueron de la memoria todos sus advertidos discursos, pues sin hacer alguno que bueno fuese ni aun razonable, sin más ni más antes que Anselmo se levantase, impaciente y ciego de la celosa rabia que las entrañas le roía, muriendo por vengarse de Camila, que en ninguna cosa le había ofendido, se fue a Anselmo y le dijo: Sábete, Anselmo, que ha muchos días que he andado peleando conmigo mismo, haciéndome fuerza a no decirte lo que yo no es posible ni justo que más te encubra: sábete que la fortaleza de Camila está ya rendida y sujeta a todo aquello que yo quisiera hacer della; y si he tardado en descubrirte esta verdad ha sido por ver si era algún liviano antojo suyo, o si lo hacía por probarme y ver si eran con propósito firme tratados los amores que con tu licencia con ella he comenzado: creí ansimismo que ella, si fuera la que debía y la que entrambos pensábamos, ya te hubiera dado cuenta de mi solicitud; pero habiendo visto que se tarda, conozco que son verdaderas las promesas que me ha dado, de que cuando otra vez hagas ausencia de tu casa me hablará en la recámara donde está el repuesto de tus alhajas (y era la verdad que allí le solía hablar Camila): y no quiero que precipitosamente corras a hacer alguna venganza, pues no está aún cometido el pecado sino con pensamiento, y podría ser que deste hasta el tiempo de ponerle por obra, se mudase el de Camila, y naciese en su lugar el arrepentimiento: y así ya que en todo o en parte has seguido siempre mis consejos, sigue y guarda uno que ahora te daré, para que sin engaño y con medroso advertimiento te satisfagas de aquello que más vieres que te convenga. Finge que te ausentas por dos o tres días como otras veces sueles y haz de manera que te quedes escondido en tu recámara, pues los tapices que allí hay y otras cosas que te puedes encubrir te ofrecen mucha comodidad, y entonces verás por tus mismos ojos y yo por los míos lo que Camila quiere; y si fuere la maldad, que se puede temer, antes que esperar con silencio, sagacidad y discreción, podrás ser el verdugo de tu agravio.

Absorto, suspenso y admirado quedó Anselmo con las razones de Lotario, porque le cogieron en tiempo donde menos las esperaba oír, porque ya tenía a Camila por vencedora de los fingidos asaltos de Lotario, y comenzaba a gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un buen espacio mirando al suelo sin mover pestaña, y al cabo dijo: Tú lo has hecho, Lotario, como yo esperaba de tu amistad: en todo he de seguir tu consejo, haz lo que quisieres, y guarda aquel secreto que ves que conviene en caso tan no pensado. Prometióselo Lotario, y en apartándose dél se arrepentió totalmente de cuanto le había dicho, viendo cuán neciamente había andado, pues pudiera él vengarse de Camila y no por camino tan cruel y tan deshonrado. Maldecía su entendimiento, afeaba su ligera determinación, y no sabía qué medio tomarse para deshacer lo hecho o para dalle alguna razonable salida. Al fin acordó de dar cuenta de todo a Camila; y como no faltaba lugar para poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola, y ella así como vio que le podía hablar dijo: Sabed, amigo Lotario, que tengo una pena en el corazón, que me le aprieta de suerte que parece que quiere reventar en el pecho, y ha de ser maravilla si no lo hace, pues ha llegado la desvergüenza de Leonela a tanto que, cada noche encierra a un galán suyo en esta casa, y se está con él hasta el día tan a costa de mi crédito, cuanto le quedará campo abierto de juzgarlo al que le viere salir a horas tan inusitadas de mi casa; y lo que me fatiga es que no la puedo castigar ni reñir, que el ser ella secretario de nuestros tratos, me ha puesto un freno en la boca para callar los suyos, y temo que de aquí ha de nacer algún mal suceso.

Al principio que Camila esto decía creyó Lotario que era artificio para desmentille que el hombre que había visto salir era de Leonela y no suyo; pero viéndola llorar y afligirse y pedirle remedio, vino a creer la verdad, y en creyéndola acabó de estar confuso y arrepentido del todo; pero con todo esto respondió a Camila que no tuviese pena, que él ordenaría remedio para atajar la insolencia de Leonela: díjole asimismo lo que instigado de la furiosa rabia de los celos había dicho a Anselmo, y como estaba concertado de esconderse en la recámara para ver desde allí a la clara la poca lealtad que ella le guardaba: pidiole perdón de esta locura, y consejo para poder remedialla y salir bien de tan revuelto laberinto como su mal discurso le había puesto. Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario le decía, y con mucho enojo y muchas y discretas razones le riñó y afeó su mal pensamiento y la simple y mala determinación que había tenido: pero como naturalmente tiene la mujer presto para el bien y para el mal más que el varón, puesto que le va faltando cuando de propósito se pone a hacer discursos, luego al instante halló Camila el modo de remediar tan al parecer irremediable negocio, y dijo a Lotario que procurase que otro día se escondiese Anselmo donde decía, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad para que desde allí en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno; y sin declararle del todo su pensamiento le advirtió que tuviese cuidado, que en estando Anselmo escondido, él viniese cuando Leonela le llamase, y que a cuanto ella le dijese le respondiese como le respondiera aunque no supiera que Anselmo le escucha. Porfió Lotario que le acabase de declarar su intención, porque con más seguridad y aviso guardase todo lo que viese ser necesario. Digo, dijo Camila, que no hay más que guardar, sino fuere responderme como yo os preguntare, no queriendo Camila darle antes cuenta de lo que pensaba hacer, temerosa que no quisiese seguir el parecer que a ella tan bueno le parecía, y siguiese o buscase otros que no podían ser tan buenos.

Con esto se fue Lotario, y Anselmo otro día con la excusa de ir a aquella aldea de su amigo, se partió y volvió a esconderse, que lo pudo hacer con comodidad, porque de industria se la dieron Camila y Leonela. Escondiose, pues, Anselmo con aquel sobresalto que se puede imaginar que tendría el que esperaba ver por sus ojos hacer notomía de las entrañas de su honra; y verse a pique de perder el sumo bien que él pensaba que tenía en su querida Camila. Seguras ya y ciertas Camila y Leonela que Anselmo estaba escondido entraron en la recámara, y apenas hubo puesto los pies en ella Camila cuando dando un grande suspiro dijo: ¡Ay, Leonela amiga!, ¿no sería mejor que antes que llegase a poner en ejecución lo que no quiero que sepas, porque no procures estorbarlo, que tomases la daga de Anselmo que te he pedido y pasases con ella este infame pecho mío? Pero no hagas tal, que no será razón que yo lleve la pena de la ajena culpa. Primero quiero saber, qué es lo que vieron en mí los atrevidos y deshonestos ojos de Lotario, que fuese causa de darle atrevimiento a descubrirme un tan mal deseo como es el que me ha descubierto en desprecio de su amigo y en deshonra mía. Ponte, Leonela, a esa ventana y llámale, que sin duda alguna debe de estar en la calle esperando poner en efecto su mala intención; pero primero se pondrá la cruel cuanto honrada mía. ¡Ay, señora mía!, respondió la sagaz y advertida Leonela, ¿y qué es lo que quieres hacer con esta daga?, ¿quieres por ventura quitarte la vida o quitársela a Lotario?, que cualquiera destas cosas que quieras ha de redundar en pérdida de tu crédito y fama. Mejor es que disimules tu agravio, y no des lugar que este mal hombre entre ahora en esta casa y nos halle solas; mira, señora, que somos flacas mujeres, y él es hombre y determinado, y como viene con aquel mal propósito ciego y apasionado, quizá antes que tú pongas en ejecución el tuyo, hará él lo que te estaría más mal que quitarte la vida. Mal haya mi señor Anselmo que tanta mano ha querido dar a este desuellacaras en su casa; y ya, señora, que le mates, como yo pienso que quieres hacer, ¿qué hemos de hacer del después de muerto? ¿Qué, amiga?, respondió Camila: dejarémosle para que Anselmo le entierre, pues será justo que tenga por descanso el trabajo que tomare en poner debajo de la tierra su misma infamia. Llámale, acaba, que todo el tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio, parece que ofende a la lealtad que a mi esposo debo.

Todo esto escuchaba Anselmo; y a cada palabra que Camila decía se le mudaban los pensamientos; mas cuando entendió que estaba resuelta en matar a Lotario, quiso salir a descubrirse porque tal cosa no se hiciese; pero detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía y honesta resolución, con propósito de salir a tiempo que la estorbase. Tomola en esto a Camila un fuerte desmayo, y arrojándose encima de una cama que allí estaba, comenzó Leonela a llorar muy amargamente y a decir: ¡ay, desdichada de mí, si fuese tan sin ventura que se me muriese aquí entre mis brazos la flor de la honestidad del mundo, la corona de las buenas mujeres, el ejemplo de la castidad! Con otras cosas a estas semejantes, que ninguno les escuchara que no la tuviera por la más lastimada y leal doncella del mundo, y a su señora por otra nueva y perseguida Penélope. Poco tardó en volver de su desmayo Camila, y al volver en sí dijo: ¿Por qué no vas, Leonela, a llamar al más desleal amigo de amigo que vio el sol o cubrió la noche? Acaba, corre, aguija, camina, no se desfogue con la tardanza el fuego de la cólera que tengo, y se pase en amenazas y maldiciones la justa venganza que espero. Ya voy a llamarle, señora mía, dijo Leonela; mas hasme de dar primero esa daga, porque no hagas cosa en tanto que falto, que dejes con ella que llorar toda la vida a todos los que bien te quieren. Ve segura, Leonela amiga, que no haré, respondió Camila, porque ya que sea atrevida y simple a tu parecer en volver por mi honra, no lo he de ser tanto como aquella Lucrecia, de quien dicen que se mató sin haber cometido error alguno, y sin haber muerto primero a quién tuvo la culpa de su desgracia; yo moriré, si muero, pero ha de ser vengada y satisfecha del que me ha dado ocasión de venir a este lugar a llorar sus atrevimientos nacidos tan sin culpa mía.

Mucho se hizo de rogar Leonela antes que saliese a llamar a Lotario; pero en fin salió, y entre tanto que volvía, quedó Camila diciendo, como que hablaba consigo misma: válame Dios, ¿no fuera más acertado haber despedido a Lotario, como otras muchas veces lo he hecho, que no ponerle en condición, como ya le he puesto, que me tenga por deshonesta y mala siquiera este tiempo que he de tardar en desengañarle? Mejor fuera sin duda; pero no quedara yo vengada, ni la honra de mi marido satisfecha, si tan a manos lavadas y tan a paso llano se volviera a salir de donde sus malos pensamientos le entraron: pague el traidor con la vida lo que intentó con tan lascivo deseo: sepa el mundo (si acaso llegare a saberlo) que Camila no sólo guardó la lealtad a su esposo, sino que le dio venganza del que se atrevió a ofendelle; mas con todo creo que fuera mejor dar cuenta desto a Anselmo pero ya se la apunté a dar en la carta que le escribí al aldea, y creo que el no acudir él al remedio del daño que allí le señalé, debió de ser que de puro bueno y confiado, no quiso ni pudo creer que en el pecho de su tan firme amigo pudiese caber género de pensamiento que contra su honra fuese, ni aun yo lo creí después por muchos días, ni lo creyera jamás si su insolencia no llegará a tanto que las manifiestas dádivas y las largas promesas y las continuas lágrimas no me lo manifestaran. Mas, ¿para qué hago yo ahora estos discursos?, ¿tiene por ventura una resolución gallarda necesidad de consejo alguno? No por cierto. Afuera, pues, traidores; aquí venganzas: entre el falso, venga, llegue, muera, acabe, y suceda lo que sucediere. Limpia entré en poder del que el cielo me dio por mío, y limpia he de salir dél, y cuando mucho saldré bañada en mi casta sangre, y en la impura del más falso amigo que vio la amistad en el mundo; y diciendo esto se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando tan desconcertados y desaforados pasos, y haciendo tales ademanes, que no parecía sino que le faltaba el juicio, y que no era mujer delicada, sino un rufián desesperado.

Todo lo miraba Anselmo cubierto detrás de unos tapices donde se había escondido, y de todo se admiraba, y ya le parecía que lo que había visto y oído era bastante satisfacción para mayores sospechas; y ya quisiera que la prueba de venir Lotario faltara, temeroso de algún mal repentino suceso; y estando ya para manifestarse, y salir para abrazar y desengañar a su esposa, se detuvo porque vio que Leonela volvía con Lotario de la mano; y así como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una gran raya delante della, le dijo: Lotario, advierte lo que te digo: si a dicha te atrevieres a pasar desta raya que ves, ni aun llegar a ella, en el punto que viere que lo intentas, en ese mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las manos tengo; y antes que a esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me escuches, que después responderás lo que más te agradare. Lo primero quiero, Lotario, que me digas si conoces a Anselmo, mi marido, y en qué opinión le tienes; y lo segundo quiero saber también si me conoces a mí. Respóndeme a esto, y no te turbes ni pienses mucho lo que has de responder, pues no son dificultades las que te pregunto. No era tan ignorante Lotario que desde el primer punto que Camila le dijo que hiciese esconder a Anselmo no hubiese dado en la cuenta de lo que ella pensaba hacer, y así correspondió con su intención tan discretamente y tan a tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira por más que cierta verdad; y así respondió a Camila desta manera: No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas para preguntarme cosas tan fuera de la intención con que yo aquí vengo: si lo haces por dilatarme la prometida merced, desde más lejos pudieras entretenerla, porque tanto más fatiga el bien deseado cuanto la esperanza está más cerca de poscello; pero porque no digas que no respondo a tus preguntas, digo que conozco a tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros más tiernos años; y no quiero decir lo que tú también sabes de nuestra amistad por no hacerme testigo del agravio que el amor hace que le haga, poderosa disculpa de mayores yerros. A ti te conozco y tengo en la misma opinión que él te tiene; que a no ser así, por menos prendas que las tuyas no había yo de ir contra lo que debo a ser quien soy, y contra las santas leyes de la verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mí rompidas y violadas. Si eso confiesas, respondió Camila, enemigo mortal de todo aquello que justamente merece ser amado, ¿con qué rostro osas parecer ante quien sabes que es el espejo donde se mira aquel en quien tú te debieras mirar para que vieras con cuán poca ocasión le agravias? Pero ya caigo ¡ay desdichada de mí!, en la cuenta de quien te ha hecho tener tan poca con lo que a ti mismo debes, que debe de haber sido alguna desenvoltura mía, que no quiero llamarla deshonestidad, pues no habrá procedido de deliberada determinación, sino de algún descuido de los que las mujeres, que piensan que no tienen de quien recatarse, suelen hacer inadvertidamente. Si no dime: ¿cuándo, oh traidor, respondí a tus ruegos con alguna palabra o señal que pudiese despertar en ti alguna sombra de esperanza de cumplir tus infames deseos?, ¿cuándo tus amorosas palabras no fueron deshechas y reprendidas de las mías con rigor y con aspereza?, ¿cuándo tus muchas promesas y mayores dádivas fueron de mí creídas ni admitidas? Pero por parecerme que alguno no puede perseverar en el intento amoroso luengo tiempo si no es sustentado de alguna esperanza, quiero atribuirme a mí la culpa de tu impertinencia, pues sin duda algún descuido mío ha sustentado tanto tiempo tu cuidado, y así quiero castigarme y darme la pena que tu culpa merece: y porque vieses que siendo conmigo tan inhumana no era posible dejar de serlo contigo, quise traerte a ser testigo del sacrificio que pienso hacer a la ofendida honra de mi tan honrado marido, agraviado de ti con el mayor cuidado que te ha sido posible, y de mí también con el poco recato que he tenido de huir la ocasión, si alguna te di, para favorecer y canonizar tus malas intenciones. Torno a decir que la sospecha que tengo que algún descuido mío engendró en ti tan desvariados pensamientos, es la que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar con mis propias manos, porque castigándome otro verdugo, quizá sería más pública mi culpa; pero antes que esto haga, quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me acabe de satisfacer el deseo de la venganza que espero y tengo, viendo allá donde quiera que fuere la pena que da la justicia desinteresada y que no se dobla al que en términos tan desesperados me ha puesto.

Y diciendo estas razones, con una increíble fuerza y ligereza arremetió a Lotario con la daga desenvainada, con tales muestras de querer enclavársela en el pecho, que casi él estuvo en duda si aquellas demostraciones eran falsas o verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su industria y de su fuerza para estorbar que Camila no le diese: la cual tan vivamente fingía aquel extraño embuste y falsedad, que por dalle color de verdad la quiso matizar con su misma sangre, porque viendo que no podía herir a Lotario, o fingiendo que no podía, dijo: Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan justo deseo, a lo menos no será tan poderosa que en parte me quite que no la satisfaga y haciendo fuerza para soltar la mano de la daga que Lotario la tenía asida, la sacó, y guiando su punta por parte que pudiese herir no profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la islilla196 del lado izquierdo junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo como desmayada. Estaban Leonela y Lotario suspensos y atónitos de tal suceso, y todavía dudaban de la verdad de aquel hecho viendo a Camila tendida en tierra bañada en su sangre.

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Acudió Lotario con mucha presteza despavorido y sin aliento a sacar la daga, y en ver la pequeña herida salió del temor que hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró de la sagacidad, prudencia y mucha discreción de la hermosa Camila, y por acudir con lo que a él le tocaba comenzó a hacer una larga y triste lamentación sobre el cuerpo de Camila como si estuviera difunta, echándose muchas maldiciones, no sólo a él, sino al que había sido causa de habelle puesto en aquel término: y como sabía, que le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas que el que le oyera le tuviera mucha más lástima que a Camila, aunque por muerta la juzgara. Leonela la tomó en brazos y la puso en el lecho, suplicando a Lotario fuese a buscar quien secretamente a Camila curase; pedíale asimismo consejo y parecer de lo que dirían a Anselmo de aquella herida de su señora si acaso viniese antes que estuviese sana. Él respondió que dijesen lo que quisiesen, que él no estaba para dar consejo que de provecho fuese: sólo le dijo que procurase tomarle la sangre, porque él se iba a donde gentes no le viesen, y con muestras de mucho dolor y sentimiento se salió de casa, y cuando se vio solo y en parte donde nadie le veía, no cesaba de hacerse cruces maravillándose de la industria de Camila y de los ademanes tan propios de Leonela. Consideraba cuán enterado había de quedar Anselmo de que tenía por mujer a una segunda Porcia, y deseaba verse con él para celebrar los dos la mentira y la verdad más disimulada que jamás pudiera imaginarse.

Leonela tomó como se ha dicho la sangre de su señora, que no era más de aquello que bastó para acreditar su embuste, y lavando con un poco de vino la herida, se la ató lo mejor que pudo, diciendo tales razones en tanto que la curaba, que aunque no hubieran precedido otras, bastaran a hacer creer a Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la honestidad. Juntáronse a las palabras de Leonela otras de Camila, llamándose cobarde y de poco ánimo, pues le había faltado al tiempo que fuera más necesario tenerle para quitarse la vida que tan aborrecida tenía. Pedía consejo a su doncella, si diría o no todo aquel suceso a su esposo, la cual le dijo que no se lo dijese, porque le pondría en obligación de vengarse de Lotario, lo cual no podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer estaba obligada a no dar ocasión a su marido a que riñese, sino a quitalle todas aquellas que le fuese posible. Respondió Camila que le parecía muy bien su parecer, y que ella le seguiría; pero en todo caso convenía buscar qué decir a Anselmo de la causa de aquella herida, que él no podía dejar de ver: a lo que Leonela respondía, que ella ni aun burlando no sabía mentir. Pues yo, hermana, replicó Camila, ¿qué tengo de saber?, que no me atreveré a forjar ni sustentar una mentira si me fuese en ello la vida. Y si es que no hemos de saber dar salida a esto, mejor será decirle la verdad desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta. No tengas pena, señora: de aquí a mañana, respondió Leonela; yo pensaré qué le digamos, y quizá que por ser la herida donde es, se podrá encubrir sin que él la vea, y el cielo será servido de favorecer nuestros tan justos y tan honrados pensamientos.

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Sosiégate, señora mía, y procura sosegar tu alteración, porque mi señor no te halle sobresaltada; y lo demás déjalo a mi cargo y al de Dios, que siempre acude a los buenos deseos.

Atentísimo había estado Anselmo a escuchar y a ver representar la tragedia de la muerte de su honra; la cual, con tan extraños y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareció que se habían trasformado en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mucho la noche, y al tener lugar para salir de su casa y ir a verse con su buen amigo Lotario, congratulándose con él de la margarita preciosa que había hallado en el desengaño de la bondad de su esposa. Tuvieron cuidado las dos de darle lugar y comodidad a que saliese, y él sin perdella salió, y luego fue a buscar a Lotario, el cual hallado, no se puede buenamente contar los abrazos que le dio, las cosas que de su contento le dijo, las alabanzas que dio a Camila: todo lo cual escuchó Lotario sin poder dar muestras de alguna alegría, porque se le representaba a la memoria cuán engañado estaba su amigo y cuán injustamente él le agraviaba; y aunque Anselmo veía que Lotario no se alegraba, creía ya ser la causa por haber dejado a Camila herida y haber él sido la causa; y así entre otras razones le dijo que no tuviese pena del suceso de Camila, porque sin duda la herida era ligera, pues quedaban de concierto de encubrírsela a él, y que según esto no había de qué temer, sino que de allí en adelante se gozase y alegrase con él, pues por su industria y medio él se vela levantado a la más alta felicidad que acertara desearse, y quería que no fuesen otros sus entretenimientos que en hacer versos en alabanzas de Camila, que la hiciesen eterna en la memoria de los siglos venideros. Lotario alabó su buena determinación, y dijo que él por su parte le ayudaría a levantar tan ilustre edificio.

Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber en el mundo; él mismo llevaba por la mano a su casa, creyendo que llevaba el instrumento de su gloria, toda la perdición de su fama: recibíale Camila con rostro al parecer torcido, aunque con alma risueña. Duró este engaño algunos días hasta que al cabo de pocos meses volvió fortuna su rueda y salió a la plaza la maldad con tanto artificio hasta allí encubierta, y a Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

Que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto, y se da fin a la novela del curioso impertinente


Poco más quedaba por leer de la novela cuando del camaranchón donde reposaba don Quijote salió Sancho Panza todo alborotado diciendo a voces: Acudid, señores, presto, y socorred a mi señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han visto: vive Dios que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercén a cercén como si fuera un nabo. ¿Qué dices, hermano?, dijo el cura dejando de leer lo que de la novela quedaba, ¿estáis en vos, Sancho?, ¿cómo diablos puede ser eso que decís estando el gigante dos mil leguas de aquí? En esto oyeron un gran ruido en el aposento, y que don Quijote decía a voces, tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo y no te ha de valer tu cimitarra: y parecía que daba grandes cuchilladas por las paredes; y dijo Sancho: No tienen que pararse a escuchar, sino entren a despartir la pelea o ayudar a mi amo, aunque ya no será menester, porque sin duda alguna el gigante está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida, que yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caída a un lado, que es tamaña como un gran cuero de vino. Que me maten, dijo a esta sazón el ventero, si don Quijote o don diablo no ha dado alguna cuhillada en alguno de los cueros de vino tinto que a su cabecera estaban llenos, y el vino derramado debe de ser lo que le parece sangre a este buen hombre; y con esto entró en el aposento y todos tras él, y hallaron a don Quijote en el más extraño traje del mundo. Estaba en camisa, la cual no era tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás tenía seis dedos menos: las piernas eran muy largas y flacas, llenas de vello y no nada limpias; tenía en la cabeza un bonetillo colorado grasiento, que era del ventero; en el brazo izquierdo tenía revuelta la manta de la cama con quien tenía ojeriza Sancho y él se sabía bien el porqué, y en la derecha desenvainada la espada, con la cual daba cuchilladas a todas partes diciendo palabras como si verdaderamente estuviera peleando con algún gigante; y es lo bueno que no tenía los ojos abiertos, porque estaba durmiendo y soñando que estaba en batalla con el gigante; que fue tan intensa la imaginación de la aventura que iba a fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al reino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su enemigo, y había dado tantas cuchilladas en los cueros creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento estaba lleno de vino, lo cual visto por el ventero tomó tanto enojo que arremetió con don Quijote, y a puño cerrado le comenzó a dar tantos golpes, que si Cardenio y el cura no se lequitaran, él acabara la guerra del gigante: y con todo aquello no despertaba el pobre caballero hasta que el barbero trujo un gran caldero de agua fría del pozo, y se la echó por todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertó don Quijote, mas no con tanto acuerdo que echase de ver de la manera que estaba.

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Dorotea, que vio cuan corta y sotilmente estaba vestido, no quiso entrar a ver la batalla de su ayudador y de su contrario. Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo, y como no la hallaba dijo: Ya yo sé que todo lo de esta casa es encantamento, que la otra vez en este mesmo lugar donde ahora me hallo me dieron muchos mojicones y porrazos sin saber quién me los daba, y nunca pude ver a nadie, y ahora no parece por aquí esta cabeza que vi cortar por mis mesmos ojos, y la sangre corría del cuerpo como de una fuente. ¿Qué sangre ni qué fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos?, dijo el ventero; ¿no ves, ladrón, que la sangre y la fuente no es otra cosa que estos cueros que aquí están horadados, y el vino tinto que nada en este aposento, que nadando vea yo el alma en los infiernos de quien los horadó? No sé nada, respondió Sancho, sólo sé que vendré a ser tan desdichado que por no hallar esta cabeza se me ha de deshacer mi condado como la sal en el agua. Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo: tal le tenían las promesas que su amo le había hecho. El ventero se desesperaba de ver la flema del escudero y el maleficio del señor, y juraba que no había de ser como la vez pasada, que se le fueron sin pagar, y que ahora no le habían de valer los privilegios de su caballería para dejar de pagar lo uno y lo otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de echar a los rotos cueros.

Tenía el cura de las manos a don Quijote, el cual creyendo que ya había acabado la aventura, y que se hallaba delante de la princesa Micomicona, se hincó de rodillas delante del cura diciendo: bien puede la vuestra grandeza, alta y fermosa señora, vivir de hoy más segura sin que le pueda hacer mal esta mal nacida criatura; y yo también de hoy más soy quito de la palabra que os dí, pues con la ayuda del alto Dios, y con el favor de aquella por quién yo vivo y respiro, tan bien la he cumplido. ¿No lo dije yo?, dijo oyendo esto Sancho: Sí que no estaba yo borracho; mirad si tiene puesto ya, en sal mi amo al gigante; ciertos son los toros, mi condado está de molde. ¿Quién no había de reír con los disparates de los dos dos, amo y mozo? Todos reían sino el ventero que se daba a Satanás; pero en fin, tanto hicieron el barbero, Cardenio y el cura, que con no poco trabajo dieron con don Quijote en la cama, el cual se quedó dormido con muestras de grandísimo cansancio. Dejáronle dormir y saliéronse al portal de la venta a consolar a Sancho Panza de no haber hallado la cabeza del gigante, aunque más tuvieron que hacer en aplacar al ventero que estaba desesperado por la repentina muerte de sus cueros, y la ventera decía en voz y en grito: en mal punto y en hora menguada entró en mi casa este caballero andante, que nunca mis ojos le hubieran visto; que tan caro me cuesta: la vez pasada se fue con el costo de una noche de cena, cama, paja y cebada para él y su escudero, y un rocín y un jumento, diciendo que era caballero aventurero, que mala ventura le dé Dios a él y a cuantos aventureros hay en el mundo, y que por esto no estaba obligado a pagar nada, que así estaba escrito en los aranceles de la caballería andantesca: y ahora por su respeto vino estotro señor y me llevó mi cola, y hámela vuelto con más de dos cuartillos de daño toda pelada, que no puede servir para lo que la quiere mi marido; y por fin y remate de todo, romperme mis cueros y derramarme mi vino, que derramada la vea yo su sangre: pues no se piense, que por los huesos de mi padre y por el siglo de mi madre si no me lo han de pagar un cuarto sobre otro, o no me llamaría yo como me llamo ni sería hija de quién soy. Estas y otras razones tales decía la ventera con grande enojo, y ayudábala su buena criada Maritornes. La hija callaba y de cuando en cuando se sonreía. El cura lo sosegó todo prometiendo de satisfacerles su pérdida lo mejor que pudiese, así de los cueros como del vino, y principalmente del menoscabo de la cola de quien tanta cuenta hacían. Dorotea consoló a Sancho Panza, diciéndole que cada y cuando que pareciese haber sido verdad que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometía en viéndose pacífica en su reino, de darle el mejor condado que en él hubiese. Consolose con esto Sancho, y aseguró a la princesa que tuviese por cierto que él había visto la cabeza del gigante, y que por más señas tenía una barba que le llegaba a la cintura, y que si no parecía, era porque todo cuanto en aquella casa pasaba era por vía de encantamento, como él lo había probado otra vez que había posado en ella. Dorotea dijo que así lo creía y que no tuviese pena, que todo se haría bien y sucedería a pedir de boca. Sosegados todos, el cura quiso acabar de leer la novela porque vio que faltaba poco. Cardenio, Dorotea y todos los demás le rogaron la acabase: él que a todos quiso dar gusto, y por el que él tenía de leerla, prosiguió el cuento que así decía:

Sucedió, pues, que por la satisfacción que Anselmo tenía de la bondad de Camila, vivía una vida contenta y descuidada, y Camila de industria hacía mal rostro a Lotario, porque Anselmo entendiese al revés de la voluntad que le tenía; y para más confirmación de su hecho pidió licencia Lotario para no venir a su casa, pues claramente se mostraba la pesadumbre que con su vista Camila recibía: mas el engañado Anselmo le dijo que en ninguna manera tal hiciese; y así por mil maneras era Anselmo el fabricador de su deshonra, creyendo que lo era de su gusto. En esto el gozo que tenía Leonela de verse calificada en sus amores llegó a tanto, que sin mirar a otra cosa se iba tras él a suelta rienda, fiada en que su señora la encubría, y aun la advertía del modo que con poco recelo pudiese ponerle en ejecución.

En fin, una noche sintió Anselmo pasos en el aposento de Leonela, y queriendo entrar a ver quien los daba, sintió que le detenían la puerta: cosa que le puso más voluntad de abrirla, y tanta fuerza hizo que la abrió, y entró dentro a tiempo que vio que un hombre saltaba por la ventana a la calle; y acudiendo con presteza a alcanzarle o conocerle, no pudo conseguir lo uno ni lo otro, porque Leonela se abrazó con él diciéndole: Sosiégate, señor mío, y no te alborotes ni sigas al que de aquí saltó: es cosa mía, y tanto que es mi esposo. No lo quiso creer Anselmo, antes ciego de enojo sacó la daga, y quiso herir a Leonela diciéndole que le dijese la verdad, sino que la mataría. Ella con el miedo, sin saber lo que decía, le dijo: No me mates, señor, que yo te diré cosas de más importancia que las que puedes imaginar. Dilas luego, dijo Anselmo, sino, muerta eres. Por ahora será imposible, dijo Leonela, según estoy de turbada; déjame hasta mañana, que entonces sabrás de mí lo que te ha de admirar; y está seguro que el que saltó por esta ventana es un mancebo de esta ciudad que me ha dado la mano de ser mi esposo. Sosegose con esto Anselmo, y quiso aguardar el término que se le pedía, porque no pensaba oír cosa que contra Camila fuese, por estar de su bondad tan satisfecho y seguro, y así se salió del aposento, y dejó encerrada en él a Leonela, diciendo que de allí no saldría hasta que le dijese lo que tenía que decirle. Fue luego a ver a Camila, y a decirle, como le dijo, todo aquello que con su doncella le había pasado, y la palabra que le había dado de decirle grandes cosas y de importancia. Si se turbó Camila o no, no hay para que decirlo, porque fue tanto el temor y espanto que cobró, creyendo verdaderamente (y era de creer) que Leonela había de decir a Anselmo todo lo que sabía de su poca fe, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía falsa o no; y aquella misma noche, cuando le pareció que Anselmo dormía, junto las mejores joyas que tenía y algunos dineros, y sin ser de nadie sentida salió de la casa, y se fue a la de Lotario, a quien contó lo que pasaba, y le pidió que la pusiese en cobro, o que se ausentasen los dos donde de Anselmo pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso a Lotario fue tal que no le sabía responder palabra, ni menos sabía resolverse en lo que haría. En fin acordó de llevar a Camila a un monasterio en quien era priora una su hermana. Consintió Camila en ello, y con la presteza que el caso pedía la llevó Lotario y la dejó en el monasterio, y él ansimismo se ausentó luego de la ciudad sin dar parte a nadie de su ausencia.

Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo que Camila faltaba de su lado, con el deseo que tenía de saber lo que Leonela quería decirle, se levantó y fue a donde la había dejado encerrada. Abrió y entró en el aposento, pero no halló en él a Leonela, sólo halló puestas unas sabanas añudadas a la ventana, indicio y señal que por allí se había descolgado e ido. Volvió luego muy triste a decírselo a Camila, y no hallándola en la cama ni en toda la casa quedó asombrado. Preguntó a los criados de casa por ella; pero nadie le supo dar razón de lo que pedía. Acertó acaso, andando a buscar a Camila, que vio sus cofres abiertos y que dellos faltaban las más de sus joyas, y con esto acabó de caer en la cuenta de su desgracia, y en que no era Leonela la causa de su desventura; y ansí como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar cuenta de su desdicha a su amigo Lotario; mas cuando no le halló, y sus criados le dijeron que aquella noche había faltado de su casa, y había llevado consigo todos los dineros que tenia, pensó perder el juicio; y para acabar de concluir con todo, volviéndose a su casa, no halló en ella ninguno de cuantos criados ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola. No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco a poco se le iba volviendo el juicio. Contemplábase y mirábase en un instante sin mujer, sin amigo y sin criados, desamparado a su parecer del cielo que le cubría, y sobre todo sin honra, porque en la falta de Camila vio su perdición. Resolvió en fin a cabo de una gran pieza de irse a la aldea de su amigo, donde había estado cuando dio lugar a que se maquinase toda aquella desventura. Cerró las puertas de su casa, subió a caballo, y con desmayado aliento se puso en camino; y apenas hubo andado la mitad, cuando acosado de sus pensamientos le fue forzoso apearse y arrendar su caballo a un árbol, a cuyo tronco se dejó caer dando tiernos y dolorosos suspiros, y allí se estuvo hasta casi que anochecía, y aquella hora vio que venía un hombre a caballo de la ciudad, y después de haberle saludado le preguntó qué nuevas había en Florencia. El ciudadano respondió: Las más extrañas que muchos días ha se han oído en ella, porque se dice públicamente que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivía a San Juan, se llevó esta noche a Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la halló el gobernador descolgándose con una sábana por las ventanas de la casa de Anselmo. En efecto, no sé puntualmente como pasó el negocio: sólo sé que toda la ciudad está admirada deste suceso, porque no se podía esperar tal hecho de la mucha y familiar amistad de los dos, que dicen que era tanta que los llamaban los dos amigos. ¿Sábese por ventura, dijo Anselmo, el camino que llevan Lotario y Camila? Ni por pienso, dijo el ciudadano, puesto que el gobernador ha usado de mucha diligencia en buscarlos. A Dios vais, señor, dijo Anselmo. Con él quedéis, respondió el ciudadano, y fuese.

Con tan desdichadas nuevas casi llegó a términos Anselmo, no sólo de perder el juicio, sino de acabar la vida. Levantose como pudo, y llegó a casa de su amigo, que aún no sabía su desgracia, más como le vio llegar amarillo, consumido y seco, entendió que de algún grave mal venía fatigado. Pidió luego Anselmo que le acostasen, y que le diesen aderezo de escribir. Hízose así, y dejáronle acostado y solo, porque él así lo quiso, y aun que le cerrasen las puertas. Viéndose, pues, sólo, comenzó a cargar tanto la imaginación de su desventura, que claramente conoció por las premisas mortales que en sí sentía que se le iba acabando la vida, y así ordenó de dejar noticia de la causa de su extraña muerte; y comenzando a escribir, antes que acabase de poner todo lo que quería le faltó el aliento, y dejó la vida en las manos del dolor que le causó su curiosidad impertinente. Viendo el señor de casa que era ya tarde, y que Anselmo no llamaba, acordó de entrar a saber si pasaba adelante su indisposición, y hallole tendido boca abajo; la mitad del cuerpo en la cama y la otra mitad sobre el bufete, sobre el cual estaba con el papel escrito y abierto, y él tenía aún la pluma en la mano. Llegose el huésped a él habiéndole llamado primero, y trabándole por la mano, viendo que no le respondía, y hallándole frío, vio que estaba muerto. Admiró y congojose en gran manera, y llamó a la gente de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida, y finalmente leyó el papel, que conoció que de su misma mano estaba escrito, el cual contenía estas razones:

Un necio e impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren a los oídos de Camila, sepa que yo la perdono, porque no estaba ella obligada a hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella los hiciese; y pues yo fui el fabricador de mi deshonra, no hay para que...

Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver que en aquel punto sin poder acabar la razón se le acabó la vida. Otro día dio aviso su amigo a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia, y el monasterio donde Camila estaba casi en el término de acompañar a su esposo en aquel forzoso viaje no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo. Dícese que aunque se vio viuda no quiso salir del monasterio, ni menos hacer profesión de monja, hasta que (no de allí a muchos días) le vinieron nuevas que Lotario había muerto en una batalla, que en aquel tiempo dio monsieur de Aubigny al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdova en el reino de Nápoles, donde había ido a parar el tarde arrepentido amigo: lo cual sabido por Camila hizo profesión, y acabó en breves días la vida a las rigurosas manos de tristezas y melancolías. Éste fue el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desatinado principio.

Bien, dijo el cura, me parece esta novela; pero no me puedo persuadir que esto sea verdad; y si es fingido, fingió mal el autor, porque no se puede imaginar que haya marido tan necio que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán y una dama, pudiérase llevar; pero entre marido y mujer algo tiene de imposible; y en lo que toca al modo de contarlo no me descontenta.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

Que trata de otros raros sucesos que en la venta sucedieron


Estando en esto, el ventero, que estaba a la puerta de la venta, dijo: Ésta que viene es una hermosa tropa de huéspedes: si ellos paran aquí, gaudeamus tenemos. ¿Qué gente es?, dijo Cardenio. Cuatro hombres, respondió el ventero, vienen a caballo a la gineta con lanzas y adargas, y todos con antifaces negros, y junto con ellos viene una mujer vestida de blanco en un sillón ansimesmo cubierto el rostro, y otros dos mozos de a pie. ¿Vienen muy cerca?, preguntó el cura. Tan cerca, respondió el ventero, que ya llegan. Oyendo esto Dorotea se cubrió el rostro, y Cardenio se entró en el aposento de don Quijote, y casi no habían tenido lugar para esto, cuando entraron en la venta todos los que el ventero había dicho: y apeándose los cuatro de a caballo, que de muy gentil talle y disposición eran, fueron a apear la mujer que en el sillón venía; y tomándola uno de ellos en sus brazos, la sentó en a la entrada del aposento donde Cardenio se una silla que estaba había escondido. En todo este tiempo ni ella ni ellos se habían quitado los antifaces ni hablado palabra alguna, sólo que al sentarse la mujer en la silla dio un profundo suspiro, y dejó caer los brazos como persona enferma y desmayada: los mozos de a pie llevaron los caballos a la caballeriza. Viendo esto el cura, deseoso de saber que gente era aquella que con tal traje y tal silencio estaba, se fue donde estaban los mozos y a uno de ellos le preguntó lo que deseaba, el cual le respondió: Pardiez, señor, yo no sabré deciros que gente sea ésta, sólo sé que muestra ser muy principal, especialmente aquel que llegó a tornar en sus brazos a aquella señora que habéis visto: y esto dígolo porque todos los demás le tienen respeto, y no se hace otra cosa más de la que él ordena y manda. ¿Y la señora, quién es? preguntó el cura. Tampoco sabré decir eso, respondió el mozo, porque en todo el camino no la he visto el rostro: suspirar, sí la he oído muchas veces, y dar unos gemidos que parece que en cada uno dellos quiere dar el alma: y no es de maravillar que no sepamos más de lo que habernos dicho, porque mi compañero y yo no ha más de dos días que los acompañamos, porque habiéndolos encontrado en el camino nos rogaron y persuadieron que uniésemos con ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy bien. ¿Y habéis oído nombrar a alguno de ellos? preguntó el cura. No por cierto, respondió el mozo, porque todos caminan con tanto silencio que es maravilla, porque no se oye entre ellos otra cosa que los suspiros y sollozos de la pobre señora, que nos mueven a lástima, y sin duda tenemos creído que ella va forzada donde quiera que va; y según se puede colegir por su hábito, ella es monja o va a serlo, que es lo más cierto; y quizá porque no le debe de nacer de voluntad el monjío va triste como parece. Todo podría ser, dijo el cura; y dejándolos se volvió a donde estaba Dorotea, la cual como había oído suspirar a la embozada, movida de natural compasión se llegó a ella y le dijo: ¿Qué mal sentís, señora mía? Mirad si es alguno de quien las mujeres suelen tener uso y experiencia de curarle, que de mi parte os ofrezco una buena voluntad de serviros. A todo esto callaba la lastimada señora; y aunque Dorotea tornó con mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio hasta que llegó el caballero embozado, que dijo el mozo que los demás obedecían, y dijo a Dorotea: No os canséis, señora, en ofrecer nada a esa mujer, porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace, ni procuréis que os responda si no queréis oír alguna mentira de su boca. Jamás la dije, dijo a esta sazón la que hasta allí había estado callando; antes por ser tan verdadera y tan sin trazas mentirosas me veo ahora en tanta desventura, y desto vos mismo quiero que seáis el testigo pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso.

Oyó estas razones Cardenio bien clara y distintamente, como quien estaba tan junto de quien las decía, que sólo la puerta del aposento de don Quijote estaba en medio; y así como las oyó, dando una gran voz dijo: ¡Válgame Dios!, ¿qué es esto que oigo?, ¿qué voz es ésta que ha llegado a mis oídos? Volvió la cabeza a estos gritos aquella señora toda sobresaltada, y no viendo quién los daba, se levantó en pie y fuese a entrar en el aposento, la cual visto por el caballero la detuvo sin dejarla mover un paso. A ella con la turbación y desasosiego se le cayó el tafetán con que traía cubierto el rostro, y descubrió una hermosura incomparable y un rostro milagroso, aunque descolorido y asombrado, porque con los ojos andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahínco que parecía persona fuera de juicio, cuyas señales, sin saber por qué las hacía, pusieron gran lástima en Dorotea y en cuantos miraban. Teníala el caballero fuertemente asida por las espaldas, y por estar tan ocupado en tenerla no pudo acudir a alzarse el embozo que se le caía, como en efecto se le cayó del todo; y alzando los ojos Dorotea, que abrazada con la señora estaba, vio que el que abrazada ansimismo la tenía era su esposo don Fernando, y apenas le hubo conocido cuando arrojando de lo íntimo de sus entrañas un luengo y tristísimo ¡ay!, se dejó caer de espaldas desmayada; y a no hallarse allí junto al barbero, que la recogió en los brazos, ella diera consigo en el suelo. Acudió luego el cura a quitarle el embozo para echarle agua en el rostro, y así como la descubrió, la conoció don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla; pero no porque dejase con esto de tener a Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos, la cual había conocido en el suspiro a Cardenio, y él la había conocido a ella. Oyó asimismo Cardenio el ¡ay! que dio Dorotea cuando cayó desmayada, y creyendo que era su Luscinda, salió del aposento despavorido, y lo primero vio fue a don Fernando, que tenía abrazada a Luscinda. También don Fernando conoció luego a Cardenio; y todos tres, Luscinda, Cardenio y Dorotea quedaron mudos y suspensos, casi sin saber lo que les había acontecido. Callaban todos y mirábanse todos, Dorotea a don Fernando, don Fernando a Cardenio, Cardenio a Luscinda, y Luscinda a Cardenio. Mas quien primero rompió el silencio fue Luscinda, hablando a don Fernando desta manera: Dejadme señor don Fernando, por lo que debéis a ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagáis; dejadme llegar al muro de quien yo soy hiedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras importunaciones, vuestras amenazas, vuestras promesas ni vuestras dádivas; notad cómo el cielo por desusados y a nosotros encubiertos caminos me ha puesto a mi verdadero esposo delante; y bien sabéis por mil costosas experiencias que sola la muerte fuera bastante para borrarle de mi memoria: sean, pues, parte tan claros desengaños para que volváis (ya que no podáis hacer otra cosa) el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con él la vida, que como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la fe que le mantuve hasta el último trance de la vida.

Había en este entretanto vuelto Dorotea en sí, y había estado escuchando todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento de quién era ella; y viendo que don Fernando aún no la dejaba de sus brazos ni respondía a sus razones, esforzándose lo más que pudo, se levantó y se fue a hincar de rodillas a sus pies, y derramando mucha cantidad de hermosas y lastimeras lágrimas, así le comenzó a decir:

Si ya no es, señor mío, que los rayos deste sol que en tus brazos eclipsado tienes, te quitan y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de ver que la que a tus pies está arrodillada es la sin ventura hasta que tú quieras, y la desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde a quien tú por tu bondad o por tu gusto quisiste levantar a la alteza de poder llamarse tuya: soy la que encerrada en los límites de la honestidad vivió vida contenta hasta que a las voces de tus importunidades, y al parecer justos y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato y te entregó las llaves de su libertad: dádiva de ti tan mal agradecida cual lo muestra bien claro haber sido forzoso hallarme en el lugar donde me hallas, y verte yo a ti de la manera que te veo. Pero con toda esto no querría que cayese en tu imaginación pensar que he venido aquí con pasos de mi deshonra, habiéndome traído sólo los del dolor y sentimiento de verme de ti olvidada. Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera, que aunque ahora quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser mío. Mira, señor mío, que puede ser recompensa a la hermosura y nobleza por quien me dejas la incomparable voluntad que te tengo; tú no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mío, ni ella puede ser tuya, porque es de Cardenio; y más fácil será, si en ello miras, reducir tu voluntad a querer a quien te adora, que no encaminar la que te aborrece a que bien te quiera. Tú solicitaste mi descuido, tú rogaste a mi entereza, tú no ignoraste mi clalidad, tú sabes bien de la manera que me entregué a toda tu voluntad; no te queda lugar ni acogida de llamarte a engaño; y si esto es así, como es, y tú eres tan cristiano como caballero, ¿por qué por tantos rodeos dilatas de hacerme venturosa en los fines como me hiciste en los principios? Y si no me quieres por lo que soy, que soy tu verdadera y legítima esposa, quiéreme a lo menos y admíteme por tu esclava, que como yo esté en tu poder, me tendré por dichosa y bien afortunada. No me permitas con dejarme y desampararme que se hagan y junten corrillos en mi deshonra: no des tan mala vejez a mis padres, pues no lo merecen los leales servicios que como buenos vasallos a los tuyos siempre han hecho; y si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía, considera que pocas o ninguna nobleza hay en el mundo que no haya corrido por este camino, y que la que se toma de las mujeres no es la que hace al caso en las ilustres descendencias: cuanto más, que la verdadera nobleza consiste en la virtud, y si ésta a ti te falta, negándome lo que tan justamente me debes, yo quedaré con más ventajas de noble de las que tú tienes. En fin, señor, lo que últimamente te digo es, que quieras o no quieras, yo soy tu esposa; testigos son tus palabras, que no han ni deben ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello porque me desprecias: testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo a quien tú llamaste por testigo de lo que me prometías; y cuando todo esto falte, tu misma conciencia no ha de faltar de dar voces callando, en mitad de tus alegrías, volviendo por esta verdad que te he dicho, y turbando tus mejores gustos y contentos. Estas y otras razones dijo la lastimada Dorotea con tanto sentimiento y lágrimas, que los mismos que acompañaban a don Fernando y cuantos presentes estaban la acompañaron en ellas. Escuchola don Fernando sin replicalle palabra, hasta que ella dio fin a las suyas y principió a tantos sollozos y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el que con muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola estaba Luscinda, no menos lastimada de su sentimiento, que admirada de su mucha discreción y hermosura; y aunque quisiera llegarse a ella y decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando que apretada la tenían; el cual lleno de confusión y espanto, al cabo de un buen espacio que atentamente estuvo mirando a Dorotea, abrió los brazos, y dejando libre a Luscinda, dijo: Venciste hermosa Dorotea, venciste, porque no es posible tener ánimo para negar tantas verdades juntas.

Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Fernando iba a caer en el suelo, mas hallándose Cardenio allí junto, que a las espaldas de don Fernando se había puesto para que no le conociese, pospuesto todo temor y aventurado a todo riesgo, acudió a sostener a Luscinda, y cogiéndola entre sus brazos le dijo: Si el piadoso cielo gusta y quiere que ya tengas algún descanso, leal, firme y hermosa señora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás más seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te recibieron cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía. A estas razones puso Luscinda en Cardenio los ojos, y habiendo comenzado a conocerle primero por la voz, y asegurándose que él era con la vista, casi fuera de sentido y sin tener cuenta a ningún honesto respeto, le echó los brazos al cuello, y juntando su rostro con el de Cardenio, le dijo: Vos sí, señor mío, sois el verdadero dueño desta vuestra cautiva, aunque más lo impida la contraria suerte, y aunque más amenazas le hagan a esta vida que en la vuestra se sustenta.

Extraño espectáculo fue éste para don Fernando y para todos los circunstantes, admirándose de tan no visto suceso. Pareciole a Dorotea que don Fernando había perdido la color del rostro, y que hacía ademán de querer vengarse de Cardenio, porque le vio encaminar la mano a ponella en la espada, y así como lo pensó, con no vista presteza se abrazó con él por las rodillas, besándoselas y teniéndole apretado, que no le dejaba mover, y sin cesar un punto de sus lágrimas le decía: ¿Qué es lo que piensas hacer, único refugio mío, en este tan impensado trance? Tú tienes a tus pies a tu esposa, y la que quieres que lo sea, está en los brazos de su marido: mira si te estará bien: o te será posible deshacer lo que el cielo ha hecho, o si te convendrá querer levantar a igualar a ti mismo a la que pospuesto todo inconveniente, confirmada en su verdad y firmeza, delante de tus ojos tiene con los suyos bañados de licor amoroso el rostro y pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es, te ruego, y por quien tú eres, te suplico, que este tan notorio desengaño no sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe de tal manera, que con quietud y sosiego permitas que estos dos amantes le tengan sin impedimento tuyo todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele, y en esto mostrarás la generosidad de tu ilustre y noble pecho, y verá el mundo que tiene contigo más fuerza la razón que el apetito.

En tanto que esto decía Dorotea, aunque Cardenio tenía abrazada a Luscinda, no quitaba los ojos de don Fernando, con determinación de que si le viese hacer algún movimiento en su perjuicio, procurar defenderse y ofender como mejor pudiese a todos aquellos que en su daño se mostrasen, aunque le costase la vida; pero a esta sazón acudieron los amigos de don Fernando, y el cura y el barbero, que a todo habían estado presentes, sin que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos rodeaban a don Fernando, suplicándole tuviese por bien de mirar las lágrimas de Dorotea y que siendo verdad, como sin duda ellos creían que lo era, lo que en sus razones había dicho, que no permitiese quedase defraudada de sus tan justas esperanzas: que considerase que no acaso como parecía, sino con particular providencia del cielo se habían todos juntado en lugar donde menos ninguno pensaba; y que advirtiese, dijo el cura, que solo la muerte podía apartar a Luscinda de Cardenio, y aunque los dividiesen filos de alguna espada, ellos tendrían por felicísima su muerte, y que en los casos irremediables era suma cordura, forzándose y venciéndose a sí mismo, mostrar un generoso pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el cielo ya les había concedido: que pusiese los ojos ansimismo en la beldad de Dorotea, y vería que pocas o ninguna se podían igualar, cuanto más hacerle ventaja, y que juntase a su hermosura su humildad y el extremo del amor que le tenía: y sobre todo advirtiese que si se preciaba de caballero y de cristiano, no podía hacer otra cosa que cumplille la palabra dada, y que cumpliéndosela cumpliría con Dios y satisfaría a las gentes discretas, las cuales saben y conocen que es prerrogativa de la hermosura, aunque esté en sujeto humilde como se acompañe con la honestidad, poder levantarse e igualarse a cualquiera alteza sin nota de menoscabo del que la levanta e iguala a sí mismo; y cuando se cumplen las fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no debe de ser culpado el que las sigue.

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En efecto, a estas razones añadieron todos otras tales y tantas, que el valeroso pecho de don Fernando, en fin como alimentado con ilustre sangre, se ablandó y se dejó vencer de la verdad que él no podía negar aunque quisiera; y la señal que dio de haberse rendido y entregado al buen parecer que se había propuesto fue abajarse y abrazar a Dorotea diciéndole: Levantáos, señora mía, que no es justo que esté arrodillada a mis pies la que yo tengo en mi alma; y si hasta aquí no he dado muestras de lo que digo, quizá ha sido por orden del cielo, para que viendo yo en vos la fe con que me amáis, os sepa estimar en lo que merecéis: lo que os ruego es que no me reprendáis mi mal término y mi mucho descuido, pues la misma ocasión y fuerza que me movió para aceptaros por mía, esta misma me impelió para procurar no ser vuestro; y que esto sea verdad, volved y mirad los ojos de la ya contenta Luscinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis yerros; y pues ella halló y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos lo que me cumple, viva ella segura y contenta luengos y felices años con su Cardenio, que yo de rodillas rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea; y diciendo esto la tornó a abrazar y juntar su rostro con el suyo con tan tierno sentimiento, que le fue necesario tener gran cuenta con que las lágrimas no acabasen de dar indubitables señales de su amor y arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos los que allí presentes estaban, porque comenzaron a derramar tantas, los unos de contento propio, y los otros del ajeno, que no parecía sino que algún grave y mal caso a todos había sucedido: hasta Sancho Panza lloraba, aunque después dijo que no lloraba él sino por ver que Dorotea no era, como él pensaba, la reina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba.

Duró algún espacio, junto con el llanto, la admiración en todos, y luego Cardenio y Luscinda se fueron a poner de rodillas ante don Fernando, dándole gracias de la merced que les había hecho, con tan corteses razones, que don Fernando no sabía qué responderles; y así los levantó y abrazó con muestras de mucho amor y de mucha cortesía. Preguntó luego a Dorotea le dijese cómo había venido a aquel lugar tan lejos del suyo. Ella con breves y discretas razones contó todo lo que antes había contado a Cardenio: de lo cual gustó tanto don Fernando y los que con él venían, que quisieran que durara el cuento más tiempo: tanta era la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras; y así como hubo acabado, dijo don Fernando lo que en la ciudad le había acontecido después que halló el papel en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de Cardenio y no poderlo ser suya: dijo que la quiso matar; y lo hiciera si de sus padres no fuera impedido, y que así se salió de su casa despechado y corrido, con determinación de vengarse con más comodidad; y que otro día supo cómo Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin que nadie supiese decir dónde se había ido, y que en resolución al cabo de algunos meses vino a saber cómo estaba en un monasterio con voluntad de quedarse en él toda la vida si no la pudiese pasar con Cardenio, y que así como lo supo, escogió para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde estaba, a la cual no había querido hablar, temeroso que en sabiendo que él estaba allí había de haber más guarda en el monasterio; y así aguardando un día a que la portería estuviese abierta, dejó a los dos a la guarda de la puerta, y él con otro habían entrado en el monasterio buscando a Luscinda, la cual hallaron en el claustro hablando con una monja, y arrebatándola, sin darle lugar a otra cosa, se habían venido con ella a un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para traella: todo lo cual habían podido hacer bien a su salvo, por estar el monasterio en el campo buen trecho fuera del pueblo. Dijo que así como Luscinda se vio en su poder perdió todos los sentidos, y que después de vuelta en sí no había hecho otra cosa sino llorar y suspirar sin hablar palabra alguna; y que así acompañados de silencio y de lágrimas habían llegado a aquella venta, que para él era haber llegado al cielo, donde se rematan y tienen fin todas las desventuras de la tierra.