Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCapítulo XLVI

Miguel en Esquivias. -Toledo, última escuela de Cervantes. -Aparece el Quijote. -Se vislumbra la gloria


A mediados de julio de 1604 murió en Esquivias la suegra de Cervantes. Ningún hombre siente de verdad que se le muera su suegra y Cervantes era un hombre muy hombre; mas para ciertas formalidades del testamento le fue indispensable trasladarse a Esquivias y allí se encontraba el 21 de julio, autorizando con su firma la partición de bienes entre los dos herederos de la difunta, que eran Francisco de Palacios, el cura, y doña Catalina de Salazar, la mujer de Cervantes. Curiosísimo es para un psicólogo este documento, del cual se deduce el absoluto olvido y el menosprecio evidente en que su mujer, su suegra y su cuñado tuvieron a Miguel, a quien ya, sin duda, al cabo de tantos años de ausencia, estimaban como cosa perdida, como uno de esos vagabundos y malas cabezas que la suerte depara a muchas familias amantes del orden doméstico para introducir en los afectos, sensaciones e ideas algo de aquel bello espíritu de rebeldía que fertiliza y enlozanece el vivir.

Doña Catalina de Salazar, la mujer de Cervantes, ya se ha dicho que era una buena señora, pero no una heroína, y así como no tuvo temple para arriesgarse a compartir con su marido la vida errante, no lo tuvo tampoco para resistir las sugestiones de su madre y su hermano, aquellos hidalgos reparones, ahorrativos y egoístas que profesaban la religión de Cristo para irse al cielo y la del maravedí para estar en la tierra. En el testamento de su madre queda mejorada doña Catalina, pero el ladino clérigo hermano suyo se las arregló para que la ventaja resultase ilusoria y aun le quedase debiendo su hermana cierta cantidad. El clérigo administrador toledano es al propio tiempo un clérigo pleitista, que sabe más de Derecho civil que de canónico y a quien, si los hilos de araña de la Teología se le quiebran en el magín, no así las sogas y cadenas de la legislación profana. Cómo urdió la trama contra Miguel y los bienes de su mujer, en este terrible párrafo que doña Catalina suscribió se revela: «Y aunque estos bienes (adjudicados a doña Catalina por la mejora de tercio y quinto) conforme al testamento prohibe la enajenación y venta de ellos, pero esto fué por dos respetos, el uno para que no se pudiese valer de ellos el dicho mi marido y el otro en caso que no tuviese yo hijos, atendiendo a que los bienes de la dicha mejora viniesen en el dicho Francisco de Palacios, mi hermano». Atendiendo además a que de esos bienes sólo le corresponde a ella «el usufructo y utredominio y a que Francisco de Palacios ha pagado las deudas por no ver enajenados dichos bienes» y a que ella no tiene hijos, renuncia y traspasa todos los bienes de la mejora en favor de su hermano y al cumplimiento de ello hipoteca el majuelo del camino de Seseña. Todo con licencia y delante de su marido Miguel de Cervantes, que firma.

Quien revuelva papeles judiciales y de notarios y escribanos, es decir, quien trate de investigar por procedimientos reales y vivos la psicología del pueblo español, encontrará miles de documentos como éste tan bien apañado para quedarse con la herencia de una pobre y débil mujer su propio hermano, que con ella ha vivido siempre y que de fijo quiere castigar así la locura cometida por doña Catalina al dar su mano a un poeta pobre, iluso, falto de protección y que por añadidura llevaba la rastra de una hija natural y la corma de obligaciones y compromisos como el contraído por doña Catalina para asegurar la fianza de Suárez Gasco. La trama es bella, inhumanamente humana. Quien esto escribe ha conocido no pocos de esos curas usureros, no pocos de esos hermanos listos para quienes el hermano débil o ausente era no más que un objeto de explotación. De historias bajas y miserables como éstas, que algún día se contarán, componese la hilaza de la vida.

Bien claro se ve que doña Catalina, en apartándose de ella su marido, era un ser feble, pálido, que de súbito se apagaba. No le hubiera faltado razón tampoco para perder por completo el cariño que tuviera a Miguel, con tan largas ausencias; no hay que olvidar, además, que doña Catalina era estéril y Miguel había tenido otros amores fecundos. Esa esterilidad suya y esos amores ajenos los mascullaba años y años doña Catalina en la soledad de su caserón de Esquivias, en la frialdad de su lecho, en aquel pasar lento y trabajoso de las horas de su juventud mustia y desperdiciada. No hay que culparle a ella sin reconocer las culpas en que el mismo Cervantes incurrió.

Cuando Miguel llega de Valladolid a Esquivias, en el verano de 1604, llega forzado por la necesidad de autorizar ese documento, para cuya ejecución apremiaba el cura Francisco de Palacios. No es el amor a su mujer lo que le atrae, como no le atrajo al atravesar rápidamente media España, desde Sevilla a Valladolid, sin detenerse o parándose muy poco en Esquivias. Viene a cumplir una formalidad simplemente, y al ver de nuevo a su mujer, cae en la cuenta de que ha dejado pasar la época más peligrosa en la vida emocional de las mujeres. Doña Catalina frisa en los cuarenta años, y ha pasado veinte en la soledad. Milagros necesita hacer Miguel para recobrar de nuevo el ánimo de su esposa. Ya no hay en el corazón de ella aquel renacimiento de llamas juveniles con que en 1594 acogió a su marido, vuelto de Sevilla. Toda la sequedad de la tierra llana se ha comunicado a su espíritu. Doña Catalina se ha hecho cada vez más devota. Doña Catalina se ha embobado. Para despertarla, es menester que su marido cuente ya con algo más que el invencible prestigio del amor ha mucho olvidado y de la mocedad ha mucho marchita; pero ¿cuáles no serán los recursos del hombre que acaba de escribir el Quijote?

Sin que para ello necesite demasiado tiempo, Cervantes, que mantiene el alma harto más joven que la de su mujer, logra incitar en su espíritu hastiado y melancólico la noble, la suave adhesión de las cuarentonas a sus maridos, cuando éstos llegan gallardos a la vejez. El Ingenioso Hidalgo conserva sus barbas de oro, su frente desembarazada, sus graciosos dichos, acrecidos y refinados por una larga y dolorosa experiencia. El Ingenioso Hidalgo trae muchas cosas que contar de cuantas la vida y el trato del mundo le han sugerido. ¿Pensáis lo que es la llegada de uno de estos hombres sesentones que vienen de correr las siete partidas del mundo a un pueblo del cual no se han movido, en años y años, sus sosegados pacíficos y recogidos labradores? ¿Sabéis el imperio que en breve logra sobre grandes y chicos el soldado que vuelve triunfante a la aldea, luciendo galones y plumas, o el indiano que regresa rico, narrando historias maravillosas de apartados países?

El pueblo gris ha pasado quizás veinte, treinta o cuarenta años sumido en sus rutinas, arando, ataquizando, amugronando, desfollonando, vendimiando y podando sus cepas, abriendo las olivas para las lluvias de otoño, tapándolas para los hielos de primavera, deschuponándolas y estercolándolas, vareándolas y ordeñándolas y escamondándolas. Aquello les parece a los lugareños toda la vida suya y toda la vida universal; pero un día llega uno de quien nadie se acordaba: de luengas andanzas viene, luengas mentiras cuenta, nuevos usos e inauditas palabras y extraños conceptos refiere, y la rebeldía contra la andadura del vivir estalla, y las cabezas más sentadas y macizas se perturban, y las voluntades que envaradas y rígidas parecían, se doblegan y obedecen. No hay que creer posible la redención de un país ignorante y rutinario si no se hace llegar a cada pueblo de vez en cuando un hombre algo loco, algo vagabundo, que cuente mentiras y verdades y hable de cosas lejanas y de cosas imposibles. Estas cosas no eran en los labios de Miguel otras que las aventuras y las palabras de Don Quijote; el triunfo sobre su mujer y su cuñado fue la más gloriosa batalla que el Ingenioso Hidalgo de la Mancha y el Ingenioso Hidalgo de Alcalá ganaron en su vida aventurera.

Miguel y Francisco de Palacios debieron hallarse en Toledo en el mes de agosto para formalizar la venta de algunas fincas. Si en el mal explorado Archivo de protocolos de Toledo se buscase, algo de esto se podría hallar.

Toledo, peñascosa pesadumbre, gloria de España y luz de sus ciudades, era la última lección que de los pueblos del mundo iba a recibir Miguel. Los que no hayan vivido en Toledo no comprenderán la mitad del espíritu de Miguel, como los que no han estado en Sevilla no se hacen cargo de la otra mitad. Antes de 1604 había estado Cervantes quizás muchas veces en Toledo; siempre debió de parar en el mesón del Sevillano, que era y es de los más acreditados albergues para la gente de los pueblos, pero sólo entonces Toledo le ofrecía el fruto regalado, sabroso, agridulce de su espíritu, porque no es Toledo ciudad para amada por los jóvenes, quienes, de no estar avejentados, no aman a las reinas sin trono.

Toledo es la única corte de la Castilla vieja y venerable; la corte de las ricas hembras, de los silenciosos caballeros, de las secretas aventuras amorosas, de las matanzas de judíos, de los moros sabios que curan y envenenan, de los alarifes que crean mundos nuevos e ignoradas especies vegetales en columnas, frisos y alharacas, almocárabes y atauriques, de los carpinteros que ensamblan los dorados alfarjes, de los orfebres que trabajan el oro como si fuese pasta, de los escultores-arquitectos que labran la piedra como si fuese oro, de los imagineros que estofan y esculpen historias interminables y meten fantásticos reinos entre una ménsula y un doselete, de los espaderos que hacen del hierro acero y del acero cinta que se dobla y no se rompe, de los escritores que refinan y sutilizan el lenguaje, de los confesores que depuran y lubrifican los más obscuros rincones de las conciencias, dejándolas como relucientes joyas, de las damas filósofas y senequistas, como las dos hermanas Sigeas, en cuyos corazones revivió la llama del maestro cordobés, de las Celestinas magras que con sus hechizos apañan las voluntades para el amor dulce, de los magistrados graves, como los Covarrubias en quienes parece resumirse la España doctoral y omnisciente bajo las togas oculta, de los pintores teólogos, humanos, locos y cuerdos, sublimes y visibles, como el solo, como el sabio griego Theotocópulos, en quien la luz, el color y la vida de Toledo se resumen como en su más acabada fórmula artística.

Toledo, al comenzar el siglo XVII, es la ciudad más compleja y más espiritual de España; compleja y espiritual como una gran dama que lució y gozó en la corte sus años de juvenil hermosura codiciable y que se retira a remembrar su pasado, sola en un palacio regio, entregada a sus devociones y principalmente a la devoción de sí misma. Por las calles toledanas retumban a todas horas, en el silencio que de eternidad parece, los pasos del amor, vestido de soldado, oculto bajo los pingos del azacán, escondido so la basquiña de la moza de posada, ardiente bajo las galas del caballero, conservado entre los negros pliegues de la toga del jurisperito. Es un amor loco, desenfrenado, de raptos y de secretas locuras, como el que irradia en las pupilas de los apóstoles y guerreros que pintó Theotocópulos; es un amor sin alegría, un amor cruel, que jura ante los Cristos clavados en los paredones de las callejuelas, bajo un tejaroz o un guardapolvo, y perjura en saliendo de la misteriosa ciudad; es un amor que encierra a sus víctimas en los grandes caserones de portadas platerescas, las recluye hacia los fríos patios, las deja mustiarse, secarse, morirse en la desesperanza; es un amor que sorprende a las incautas jóvenes camino de la Vega o de las alamedas que cantó Garcilaso y en los anocheceres friolentos, cuando el sol huye y el Tajo le persigue y los cigarrales ya cárdenos se tornan negros, las arrebata, las hace suyas, entre los gritos de los padres ochentones que al cielo tienden con sus manos trémulas el acero inútil, y después las abandona. Ésta es la historia de La fuerza de la sangre, ésta es la historia de A buen juez, mejor testigo. La leyenda amorosa toledana es de Cervantes; su variante italianesca, de Zorrilla, pero uno y otro poeta enfocan el asunto de igual modo. Esto es lo primero, no lo más sazonado que de Toledo saca Cervantes.

Lo segundo, lo mejor, en el propio mesón del Sevillano lo encuentra. No por hallaros en un mesón, que arrieros y gente baja habitan, creáis que toparéis con la gente desalmada y rufianesca del Compás de Sevilla: no. Entrad hoy mismo, porque ni Toledo ni el mesón han variado, y el mesonero, las mozas y los arrieros y los campesinos que en él paran, os hablarán con el mismo tono ahidalgado, grave, digno, un poco triste o, si alegre, mesuradamente alegre con que hablan los personajes de La ilustre fregona. En el mesón existe hoy el culto de Cervantes. Todos saben que es señalada honra de la casa de la ciudad, del mundo, este nombre. ¡Qué diferencia de estas gentes que han tratado con La ilustre fregona a las gentes de Rinconete y Cortadillo y del Coloquio de los perros! Un azacán de Toledo será un azacán, pero es un toledano. Civis toletanus sum, dice orgulloso y se envuelve, augusto, en su capote, como el romano en su toga. Toledo es la escuela de la entonada cortesanía, de la seriedad en el decir: habla como viejo, procede como joven.

Esto de que los azacanes Carriazo y Avendaño resulten nobles caballeros, y nobilísima doncella la ilustre fregona, no penséis que lo hizo Miguel de Cervantes, al acaso: ni él hacía al acaso nada. En eso está el espíritu de Toledo, de ese pueblo-arca, de ese ciudad-joyero, donde se guardan las más nobles reliquias del prisco solar desmoronado. Vedle hoy mismo: veréis aún el amor vestido de soldado, y sentiréis retumbar sus pasos marciales por las callejuelas; veréis esos ojos locos y calenturientos que entre la impasibilidad de los pálidos semblantes rutilan, como en los Apostolados de Domenico; veréis esas doncellas pálidas que en los fríos caserones dejan secarse, como flores viejas, sus amores marchitos, y remembran sus abandonos sin llorarlos, porque la toledana no llora tales cuitas, por dignidad; veréis esos azacanes que hablan como personajes de Lope; veréis esos porteros dignos, esos mendigos ilustres, esos viejos graves, esos clérigos procerosos, y escucharéis el silencio que os secretea al oído, y sentiréis que el pasado se apodera de vosotros o que no existe pasado ni presente, porque es el tiempo en Toledo un flatus vocis, un concepto baldío.

En los días que Cervantes pasara en Toledo, por agosto de 1604, topó con Lope de Vega, que vivía allí desde mayo, habiendo abandonado, en Sevilla quizás, a su amante Camila Lucinda. Acaba de casarse Lope con doña Juana de Guardo, trocando, como le dijo Góngora, en torreznos las diecinueve torres de su pomposo escudo de hidalgo montañés, pues era doña Juana rica, hija de un opulento traficante en ganado de la vista baja. Dabanle vaya los ingenios toledanos, viéndole casado por interés y con persona, si acomodada, perteneciente a una clase social que jamás se hermanó bien con nobles y poetas. De fijo, había llegado ya a manos de Lope el soneto de Góngora:


    Por tu vida, Lopillo, que me borres
las diecinueve torres de tu escudo...



Esto le tenía de mediano humor, y en tales circunstancias, el tropezar en Zocodover con Cervantes, que de allí se dirigía a su posada, hubo de excitarle la bilis, ya muy revuelta. En este momento de pasión maldiciente fue cuando escribió, en carta particular, a un amigo suyo médico, aquella venenosa frase, de la que tanto partido quieren sacar algunos: «De poetas no digo: buen siglo es éste: muchos están en cierne para el año que viene; pero ninguno hay tan malo como Cervantes, ni tan necio que alabe a Don Quijote... No más, por no imitar a Garcilaso, cuando dijo:


A sátira me voy mi paso a paso,



cosa para mí más odiosa que mis librillos a Almendárez y mis comedias a Cervantes...» Prueba esto que ya había leído despacio Lope el Quijote, y quizás releído el famoso diálogo del canónigo y el cura, donde Miguel iniciaba los argumentos, después tantas veces copiados, contra el supuesto desorden de las comedias de Lope. No se sabe cómo, el original o las copias del Quijote habían circulado por toda España, y aún no tenía Cervantes el privilegio para imprimirle, cuando ya el autor del Libro de entretenimiento de la Pícara Justina, aquel desvergonzado y haldudo fraile Andrés Pérez, escribía en otros detestables versos de cabo y centro rotos la tan citada expresión:


    Soy la Rein- de Picardí-
más que la rud- conocí-
más famo- que doña Olí-
que Don Quijó- y Lazarí-
que Alfarach- y Celestí-



Lo mismo esta tontería que el desahogo familiar e íntimo de Lope contra Cervantes, demuestran sin duda alguna que antes de salir a luz, ya tenía el Quijote ganada la batalla, puesto que en ingenios grandes y chicos despertaba recelos y todos se apresuraban a taparse, como se ha hecho siempre al descubrir en lontananza un literato de los que traen algo nuevo a la lucha o, como se dice ahora con frase canallesca y muy gráfica, de los que vienen pegando. Cervantes venía pegando, y las envidias de los demás y el mal humor de Lope son el primer homenaje a su genio y no de otra manera es menester considerarlos.

El 26 de septiembre concedió licencia el rey para que la primera parte del Quijote fuera impresa. Solían concederse estas licencias cuando ya la impresión estaba concluida o muy adelantada. El 20 de diciembre es la fecha de la tasa. Desde entonces, no se puede señalar día seguro a la aparición del Quijote. Pudo salir en enero, en febrero o después, no después de mayo, pues no hubiera dado tiempo a las nuevas ediciones que en el mismo año 1605 se hicieron. La duda propuesta por el insigne Pérez Pastor sobre si salió antes de 1605, él mismo la ha absuelto estudiando bien los libros de la Hermandad de Impresores de Madrid.

No ha averiguado nadie, en cambio, lo que el Quijote valió en dinero a su autor, que ciertamente no debió de ser mucho ni sacar de ahogos a Cervantes, pues aun cuando los literatos vaticinaran, con sus envidias, el buen éxito del libro y Miguel lo presintiese, no ha de suponerse que tales razones a priori convencerían a Francisco de Robles para que pagase a su amigo una gran cantidad por la venta del privilegio. Injusto es pintar a Francisco de Robles como un editor codicioso e interesado que explotó a Cervantes. Al contrario, bien se ve que en sus tratos procedieron amistosamente y como antiguos conocidos. Indudable es también que Cervantes no cogió todo el dinero de una vez, sino que la prematura fama de su obra le dio pie para pedir a Robles varios anticipos sobre ella.

Pero si económicamente no le sacó de ningún apuro, moralmente la obra hizo surgir de un salto el nombre de Cervantes en el ánimo del mundo entero por cima de los más altos y universales y no menos que junto al de Lope de Vega y enfrente de él.

Había Lope despertado la popularidad que antes de él no existía, llamando al público de la nación entera con los gritos y acciones del teatro, a literatos e iliteratos comprensibles: la excitación producida por las obras de Lope iba ya convirtiendo hacia los libros de amenidad y recreación los ojos lectores. Ya se ve que eran populares el Lazarillo y el Guzmán de Alfarache y La Celestina, y que iban ganándoles terreno a los libros devotos y a los libros de caballerías. No obstante, popularidad tan grande ni tan rápida como la del Quijote no se había conocido jamás. Cinco ediciones se hicieron o se sabe hasta ahora que se hicieron en aquel año 1605. El nombre de Cervantes, que no crecía en la boca ni en la pluma de los otros poetas, como hasta entonces solió suceder, se agigantaba en los labios del vulgo, de aquel vulgo cuyos instintos se habían educado en el teatro y que ya formaba dondequiera eso que hoy llamamos público, opinión, esos millares de ignorantes que componen un sabio infalible, esos millares de juicios ligeros y vanos que unidos forman el juicio más seguro y a la larga, el único aceptable. ¿Por dónde andaba este público? ¿Quién era? ¿Dónde se le encontraba? Dos siglos después se hacía esta pregunta el gran Fígaro y no acertaba a responderla.

El Quijote estaba en manos de todo el mundo, en las posadas, en las covachuelas, en los palacios en los bufetes de los señores graves y en las aulas de la juventud loca. Los tipos de Don Quijote y de Sancho hallaron instantáneamente en la humanidad el eco favorable a sus palabras, la atmósfera propicia a sus ideas y a sus hechos. Rara vez libro alguno apareció con tanta oportunidad. Miguel corroboraba entonces su opinión. No habían sido perdidos sus veinte años de malandanzas. En ese tiempo las ideas habían caminado, los gustos habían cambiado, las sensaciones se habían trocado, la transformación era enorme, crítica: enorme también la obra que de ella saltaba.

Todo el mundo, en su fuero interno, se reconocía como un poco Don Quijote, como un poco Sancho Panza, y nadie se enfadaba por ello. El mote de Sancho Panza corrió por el Palacio Real y fue pronto aplicado al P. Luis de Aliaga, que era el confesor del rey, hombre gordo y rústicamente ladino. Los dichos y refranes del escudero y las locuras del caballero se hicieron patrimonio común, como esas músicas y tonadillas que en pocos días corren de boca en oído por todo el mundo. Por fin llegaban para Miguel, para el viejo y cansado poeta, para el verdadero Ingenioso Hidalgo, otros días grandes, de intensa felicidad, que nada tenían que pedir al gran día de Lepanto. Las armas cedían a las letras. Para gloria de la diestra, perdió la siniestra mano el soldado viejo. La mayor gloria posible en la tierra se le lograba: un pueblo entero se solazaba con su obra; quién reía, quién meditaba. Por las letras podía esperarse aún la redención, la inmortalidad.

En aquellos días, el 8 de abril de 1605 nació en Valladolid Felipe IV, al que se llamaría después el rey-poeta.




ArribaAbajoCapítulo XLVII

Cervantes en Valladolid. -Toros y cañas. -Ir tirando. -Cómo fue muerto don Gaspar de Ezpeleta


En pos de la celebridad y del éxito suelen venir para el escritor, no antes, el aprecio de los suyos, la consideración y el sosiego familiar. Tal ocurrió en el caso de Cervantes. Atraída por la extraña sugestión que Miguel ejercía en ella, no bien se presentaba, doña Catalina de Salazar fue a Valladolid, vivió con sus cuñadas doña Andrea y doña Magdalena, realizó el heroico sacrificio de legitimar con su convivencia la morada de Isabel de Saavedra, hija natural de Miguel, en la casa y la estimación de hija legítima en que la tenían su padre, sus tías y su prima doña Constanza. Bien claro se ve que en cuanto Miguel hablaba a doña Catalina, hacía de ella cuanto se le antojase y disipaba todos los recelos y acallaba todas las protestas. Reparemos bien en esto: que no es verdadero genio el que no tiene imperio mágico, cual el de Miguel y el de Lope y el de Goethe, en las mujeres que le rodean, el que no las convence con la mirada, con el habla las domeña y con el gesto las amansa.

Miguel, alentado por la fama de que muy luego comenzó a gozar y que presagiaba nuevas fortunas, había constituído ya su vida. Estaba la familia toda junta, resuelta a no separarse. Vivían en una casa de las nuevas de alquiler, divididas en pisos, que a la llegada de la corte se construyeron de prisa y corriendo en Valladolid, para albergar el excedente de vecindario con los reyes venido. Estaba en el barrio del Matadero o Rastro, cerca de un pontezuelo que pasaba el maloliente Esgueva, no lejos de la Puerta del Campo ni, por tanto, del Hospital de la Misericordia, en donde vivían los canes Cipión y Berganza, llamados comúnmente los perros de Mahudes. El barrio no era, ni con mucho, lo mejor de Valladolid, pero con el crecimiento de la corte, la angostura en que se vivía originaba cada vez mayor incomodidad. Por otra parte si la gloria había llegado, a la fortuna que algunas veces la sigue aún no se le veía asomar el rostro.

Pobremente, humildemente, vivía la familia; las mujeres se amontonaban de cualquier modo en un aposento con luz a la cocina; Miguel tenía otro para todo su servicio, y sólo había una pieza con balcón a la calle; pero a estas estrechuras ya estaban hechos los habitantes de la corte, persuadidos de que la tornátil y caprichosa voluntad que a Valladolid los trasladó se los llevaría de allí el día menos pensado.

Es muy digno de notarse este signo de cambio que en España estaba realizandose; el carácter provisional que comenzaba a tomar todo. Quiso Felipe II consolidar, macizar, cimentar, y su imbécil sucesor o los que le aconsejaban, lejos de proseguir la buena obra, no hicieron caso de los sillares por el monarca berroqueño asentados y en vez de seguir la edificación, apañaron de mal modo una vivienduca de livianos cañizos para ir tirando. Entonces debió de inventarse esta frase fatalmente, genuinamente española: ir tirando. La trampa, la componenda y el arreglito comenzaron a ser régimen de vida general y particular. ¿Es acaso un hecho insignificante, bajo el concepto moral, este de que una hidalga tiesa y repolluda, como doña Catalina de Palacios, después que pasó veinte años alejada de su marido, a quien quería, sólo por no acompañarle en sus andanzas de empleado, renunciase a todos sus escrúpulos y depusiera todas sus prevenciones para irse a vivir con sus cuñadas, a las que, por razones harto conocidas, no podía tragar y aceptase la carga de la hija natural de Miguel, sancionando con su presencia una especie de legitimación tácita? ¿Por qué se había humanizado en tales términos, impropios, a la verdad, de una cuellierguida señora toledana? Es que la blandura, la contemporización, el cambalache y el apañusco iban ganandolo todo.

Tanto que, poco después de llegar doña Catalina a Valladolid, vemos aparecer por la corte, ¿a quién diréis?, a quien menos se podía sospechar, al rígido, al estirado, al puntual, al exigente clérigo de Esquivias Francisco de Palacios, quien, con la carga de sus lustros y de sus camándulas a cuestas, fue a vivir, por unos días o por unos meses, junto a su cuñado el escritor, que ya no le parecía tan despreciable, puesto que la fama por España entera traía y llevaba su nombre y quizás quizás hubiese en su trato alguna ganancia.

Hay que conocer a estos curas ricos, de pueblo, saber el enorme trabajo que les cuesta abandonar su casa y desamparar sus caros intereses, para hacerse cargo de cuán poderosas razones reunieron a Francisco de Palacios con la familia de su cuñado Miguel en Valladolid. Tal vez a la husma y a la probable rebatiña del éxito acudió el buen presbítero, pues la verdad es que, en la mejor armonía con Miguel, le vemos servir de testigo en un documento encaminado a prohibir las ediciones subrepticias que del Quijote se habían hecho y estaban haciendose en Portugal. Casi seguro es, por muy ancha y laxa que tuviese la conciencia, que la promiscuidad en que vivía la familia no le gustase gran cosa y que a poco, en la primavera de 1605, se volviesen al pueblo el cura y su hermana doña Catalina, ya en buena inteligencia con Miguel, ya ligeramente enojados.

La celebridad del Quijote, si dio a Cervantes algunos disgustos, le proporcionó reanudar varias excelentes relaciones antiguas y adquirir otras nuevas. Encontró en Valladolid a su amigo de Sevilla el señor de Higares, que había seguido a la corte, suponese que con ciertos siniestros designios contra el duque de Lerma. Tal vez para disimularlos, el noble caballero no faltaba a las ceremonias y fiestas de corte que entonces por cualquier motivo se celebraban, pues el favorito tenía máximo interés en que el soberano se hallase distraído con juegos, saraos y diversiones. Don Fernando de Toledo visitaba a Cervantes, acompañaba por la calle, fuese por cortesía o por amistad, a las señoras de la familia de Miguel, y éstas le bordaron una manga para que asistiese a los torneos y juegos de cañas que se celebraron ya con ocasión del feliz parto de la reina, ya con motivo de las fiestas que por la misma causa se hicieron al embajador inglés almirante Howard, de quien ya nadie recordaba que había sido el principal fautor del ataque a Cádiz y de la destrucción de nuestros barcos. Tan lacios y flojos de memoria se hallaban ya los españoles, que agravios como el del saqueo de Cádiz se olvidaban a los ocho o diez años de ocurridos; tal era el desconcierto y locura de los ánimos, que faltó poco para que entre las fiestas que al inglés luterano se hicieron no se dispusiera un auto de fe en el que se quemase a unos cuantos correligionarios suyos.

Nada malo se debe pensar de que el señor de Higares y otros caballeros aristócratas entraran en casa de Cervantes y tuvieran amistad y trato con las Cervantas. Doña Andrea, con su respetabilidad de señora dos veces viuda, y doña Magdalena, con las tocas de beata ya desengañada del mundo y de sus pompas y vanidades, lo autorizaban y vigilaban todo. No parecía extraño que doña Constanza y su prima doña Isabel, que eran mozas, tuviesen seguidores y cortejantes. Había un poco o un mucho de confusión en aquella corte imprevista y mal acondicionada; no se distinguían las clases y las calidades con la previsión y fijeza con que se determinan en una corte o ciudad desde mucho tiempo establecida y en donde se sabe cuál es la casa, la condición y la manera de vivir de cada cual.

La mescolanza daba mucho que ganar a los intrigantes y buscones de los dos sexos, y así en Valladolid vivían nubes de vividores y parásitos, cuyas rentas y ganancias nadie sabía, gentes sospechosas, de incierta conducta, que al jolgorio de la corte acudían y en él desempeñaban un papel. Data de entonces la despectiva y barullosa acepción de la frase toros y cañas. Quería decir esto que a los toros y cañas acudia una ensalada u olla podrida de caballeros y truhanes disfrazados con tales hábitos, a quienes la habilidad y destreza en el justar o en el correr la sortija hacían alternar con los señores de rancia nobleza y tratarles con la familiaridad propia del deporte y del peligro común. Siempre en la corte española ha habido extraordinaria indulgencia para caballistas, toreros, cómicos y saltimbanquis, puesto que hemos tenido una larga serie de monarcas hipocondríacos a quienes era preciso divertir a toda costa.

Con éstas benevolencias y estas mixturas se formaba ese ambiente moral equívoco y confuso a favor del cual puede osarse todo y no hay nada que no parezca digno de absolución. En esta protección dispensada por la corte a quienes la divertían, comenzaron a entrar y ser comprendidos también los poetas y literatos, no mucho más arriba que los cómicos y los jinetes. No había ocurrido esto en tiempos de Felipe II, quien no gustó de tener al lado suyo gente de pluma, como no fuera algún grave eclesiástico o fraile erudito. A título de distracción y solaz o cosa por el orden, penetraron en la corte los escritores y poetas. Lerma era bastante listo para conocer cuáles de ellos podrían hacerle daño y cuáles no. Góngora, por ejemplo, era perro que ladraba mucho y no mordía. ¿Para qué meterse con Góngora ni con sus maledicencias? Poetas hacían falta para toda la máquina de arcos, inscripciones, carrozas alegóricas y teatrales fiestas con que a cada momento la corte se solazaba, disfrazando su propia miseria y la del país. Y con la demanda de poetas, que, al cabo, gastaban poco, se unía la demanda de frailes para hacer bulto en procesiones y fiestas y la de caballeros, más o menos auténticos, para entrar a los toros y cañas. ¿No se percibe cierto leve tinte despreciativo en la manera como el pueblo comenzó a pronunciar la frase? Ir tirando era el sistema de vida. Toros y cañas la vana apariencia con que tamaña superchería se disfrazaba. El engaño reinaba en la corte; la hipocresía, traída y llevada en haldas de frailes, iba barriendo España entera.

Algo desengañado por el ningún caso que el duque de Béjar había hecho de su dedicatoria del Quijote, y conociendo ya bien claramente cuánto necio había entre los caballeros de hábito y de título, no dejó, sin embargo, Cervantes de frecuentar a los que pudo; a más del señor de Higares, fue su amigo el conde de Saldaña, hijo del duque de Lerma, y, según decían entonces, muy aficionado a la poesía y a favorecer a los poetas y literatos. Algunos otros señores cortesanos le ofrecieron sombra y amor como el de Saldaña, pero en qué condiciones y de qué índole fueran estos ofrecimientos no es cosa fácil de averiguar. Conocía Cervantes que si hasta Lope de Vega había menester el amparo de los nobles, a él no le estaría mal solicitarlo; pero en esto, como en lo demás, tuvo mala suerte.

Muchas historias y leyendas se han forjado para explicar el desvío con que le trató don Alonso Diego López de Zúñiga y Sotomayor, duque de Béjar, marqués de Gibraleón, etc., etc., cuyo nombre mereció la honra de ser colocado al frente de la primera parte del Quijote. No hay necesidad de ninguna explicación, sino la corriente y naturalísima que la historia nos da de que el duque de Béjar era quizás el más majadero e insubstancial de todos los señoritos aristócratas de aquella época. Otros ingenios al mismo tiempo que Cervantes le dedicaron sus obras y no tuvieron de él la más ligera muestra de protección. ¿Por qué había de hacer una excepción de su conducta para favorecer a Cervantes?

Los protectores únicos de Miguel, si protección puede llamarse a una limosna, o a una serie de limosnas, con más o menos discreción y delicadeza entregadas a un anciano escritor desvalido, en Valladolid hubo de conocerlos, en esta época en que todo el mundo saboreaba la primera parte del Quijote. Fueron el arzobispo de Toledo, el ilustrísimo don Bernardo de Sandoval y Rojas,


dichoso fruto de tan buenas hojas,



a cuya elección pensó escribir unos versos laudatorios, de los que sólo un borrón conocemos, y don Pedro Fernández de Castro, primero marqués de Sarriá, a cuyo servicio estuvo Lope de Vega, y después conde de Lemos, sobrino y yerno del omnipotente duque de Lerma; más adelante virrey de Nápoles y siempre amigo y Mecenas de los dos Argensolas, quienes, al revés de Cervantes, parecían y eran literatos de séquito y de corte, que arrastraban sus endecasílabos como colas de manto, garnacha o toga por las alfombras de las regias aulas. Pero en los primeros tiempos, en la salida heroica y triunfal de Don Quijote, no se sabe que ni el reciente arzobispo de Toledo ni el poderoso conde de Lemos, para quien no se encontraba colocación que bastante pareciera, pues él sólo pedía el virreinato de Nápoles, ocupado aún por el conde de Benavente, favoreciesen a Cervantes, aun cuando ya conocieran su nombre y admirasen su ingenio.

Otros personajes de no menor interés comienzan a figurar por entonces en la vida cortesana de Miguel y de su familia y el más importante es un tal Juan de Urbina, secretario de los duques de Saboya, Carlos, Víctor Amadeo y Manuel Filiberto. Este Urbina, casado en Italia con doña Margarita Mérula, era un tipo de aquellos cuyo trato encantaba a Cervantes. Hombre de mundo y de tráfico, estaba constantemente ocupado y entremetido en los más varios negocios y en las más distintas combinaciones económicas. Urbina había conocido y gozado, como Miguel, la vida libre de Italia y en ella, mejor que Miguel y con más espacio y recursos, había mordido todas las manzanas gustosas que se le ofrecieron. Era un hombre listo, sagaz, activo, gran conocedor de la humanidad, de cuyos defectos y flaquezas procuraba aprovecharse, y por lo mismo habríamos de rebuscar mucho antes de topar con un sujeto que en su época estimara y conociera mejor lo que valía Cervantes. Lo que, en su esfera humilde, fue para Cervantes en Sevilla el pobre cómico Tomás Gutiérrez, fue en la corte Juan de Urbina: un amigo fiel, pronto al sacrificio, útil para el consejo y la dirección, desinteresado, noble de veras. Empeño vano es querer determinar y especificar los servicios que el arzobispo Sandoval o el conde de Lemos hicieron a Cervantes: no cabe dudar que fueron simples limosnas, auxilios momentáneos de dinero, migajas y mendrugos arrojados de sus mesas donde todo sobraba. En cambio, los servicios de Tomás Gutiérrez, y los de Juan de Urbina, que no eran personajes empingorotados ni poderosos, son indudables y continuos, en documentos están consignados y en la existencia de Miguel tuvieron decisivo influjo. Éstos fueron los verdaderos amigos de Cervantes, y tales suelen ser siempre los de todo escritor, no otros escritores, no grandes personajes, sino seres modestos y apartados que luego la historia olvida en cualquiera de sus infinitos rincones obscuros.

Juan de Urbina tenía una vastísima red de negocios propios, aparte sus relaciones de dependencia con los príncipes de Saboya. Para ello contaba con su fecundo ingenio y con varios buenos auxiliares, testaferros o alquilones, de ellos el capitán Sebastián Granero, de ellos Juan de Acedo Velázquez, empleado también en la casa de Saboya, y de ellos un criado italiano que se llamaba Francisco Molardo o Molardi.

Pero el hombre de negocios, cuando es inteligente de veras, no se satisface con urdir sus redes y contar el dinero que le produce la pesca, sino que necesita compañía y conversación de otros hombres talentudos como él, aunque apliquen su ingenio a muy distinto fin. Por eso, las tramas económicas de Urbina y las trazas literarias de Miguel pasaban con gusto de boca en boca de los dos amigos y por eso hubo entre ellos una gran intimidad. No habían concluido aún los descargos que Miguel había de dar a los señores contadores por su comisión de la cobranza de tercias en Granada y de seguro que Urbina le sirvió mucho para terminar bien con este negocio: a propósito de él visitaba algunas veces la casa de Cervantes aquel Simón Sánchez que pagó las alcabalas de Baza, con motivo del enredo en que andaban receptores y arrendadores, y quizás también el otro Gaspar Osorio de Tejeda, que tuvo la culpa mayor en semejante embrollo.

Como por entonces dijo doña Andrea, era, pues, Cervantes en Valladolid un «hombre que escribía y trataba negocios». No era sólo un poeta, ni su trato más frecuente y asiduo era con escritores, pues si del enorme resultado que debía haber producido la venta del Quijote apenas podía sacar para ir viviendo trabajosamente, y de sus gestiones para solicitar la protección de algún magnate cortesano tampoco había logrado hasta entonces nada, era natural que en los negocios buscase un medio de salir adelante con la numerosa carga familiar que llevaba a cuestas.

Sin embargo, no eran sólo con negociantes y nobles las relaciones de Miguel y de su familia. La casa en que vivían, como ya se ha dicho, era de las de vecindad. En el piso bajo había una taberna. Sobre ella, en el principal izquierda, vivía Miguel con su hija, hermanas y sobrina y con una moza de cántaro, montañesa del valle de Toranzo, que María de Ceballos se llamaba. En el piso de al lado habitaba una antigua amiga de Cervantes, la señora doña Luisa de Montoya, viuda del cronista don Esteban de Garibay, difunto. Con ella vivían sus hijos, el clérigo don Luis de Garibay, joven de veinticuatro años que acababa de recibir las órdenes sagradas, su hermana Luisa, moza soltera de dieciocho años, y su hermanillo Esteban, muchacho de doce o trece. Los Garibay eran muy amigos de los Cervantes. Como se infiere del hecho de vivir en semejante casa, la fortuna del acaudalado cronista se debía de haber amenguado considerablemente y doña Luisa era una de esas señoras venidas a menos que tanto gustan de tratar con sus iguales. Viuda y venida a menos también era doña Andrea de Cervantes, las dos tenían hijas casaderas: nada de particular tiene que gustasen de salir juntas a misa y a la Acera de San Francisco, ni que volviesen alguna vez acompañadas de galanes.

Uno de éstos acaso fue un joven caballero del hábito de Santiago y no simple hidalgo, como se ha dicho, que se llamaba don Gaspar de Ezpeleta, íntimo amigo y comensal del marqués de Falces, don Diego de Croy y Peulín, capitán de los archeros del rey. Ezpeleta era uno de los donjuanes que a la sazón ensartaban corazones en Valladolid. Sin oficio ni beneficio, pues el hábito que llevaba era simple y sin encomienda ni juros, vivía a la diabla, más de la protección disimulada de su amigo el marqués de Falces, que de ninguna renta ni recurso propio. Con motivo de las justas celebradas en obsequio del almirante Howard, señalóse don Gaspar de Ezpeleta, no por ninguna hazaña, sino por haberse caído del caballo vergonzosamente, de puro borracho, según se trasluce de unas décimas famosas de Góngora:


    Cantemos a la gineta
y lloremos a la brida
la vergonzosa caída
de don Gaspar de Ezpeleta.
¡Oh, si yo fuera poeta,
qué gastara de papel
y qué nota hiciera dél!
Dijera a lo menos yo
que el majadero cayó
porque cayesen en él... etc.



Como suele suceder con los galanes mujeriegos que no han otro oficio ni manera de vivir, don Gaspar de Ezpeleta no era valiente, sino fanfarrón; no era enamorado, sino vicioso. No buscaba en las mujeres más que un pasatiempo, quizás productivo, ni reparaba en su clase o condición, pues así perseguía a una doncella de honesto parecer sabe Dios con qué fines, como pellizcaba y acosaba a una fregona del más humilde arreo.

En la primavera y estío de 1605 trataba ilícitamente con la mujer de un escribano o curial que se llamaba Galbán. La infiel hembra había llegado, en su locura, a entregar a don Gaspar de Ezpeleta prendas tan caras y respetables como los anillos de boda que la regalara su marido. Don Gaspar los llevaba puestos o en los bolsillos, con un rosario, unas reliquias, yesca, pedernal y cartas y billetes amorosos.

El día 27 de junio de 1605, don Gaspar comió con su amigo el marqués, se echó la siesta en casa de su patrona Juana Ruiz, en la calle de los Manteros, donde vivía, salió a caballo y ya anochecido mandó a su paje Francisco de Camporredondo que le trajera su espadín de noche y un broquel y le dejara su capa, como solían hacer los calaveras rondadores. Vestido a la picaresca y embozado en la capa de su sirviente, derribada sobre las cejas la halda del sombrero, anduvo el galán nocherniego hacia la fuente de Argales. A pocos pasos de allí, junto al hospital de la Resurrección, tropezó con una moza de cántaro que, por no ir cargada, le había dado el suyo a un pícaro para que le llenara y le llevase por un cuarto a casa de su ama doña María de Argomedo, vecina de Cervantes. En palabras germanescas debió dirigirse a la moza y aun la hurgó y la requirió brutalmente, con que ella respondió: -Váyase con el diablo, que debe ser algún pícaro-, a lo que él contestó descubriéndose y la moza le conoció por el caballero que alguna vez acompañara a sus vecinas. Menos hizo caso entonces la moza de las recuestas del cortejador, que, algo mohíno, siguió paseandose, muy embozado, aunque ya el calor apretaba, hacia la Puerta del Campo.

Al volver de la fuente, la criada casi tropezó con un hombre pequeño, vestido de negro desordenado, con la capa rastrera y la ropilla de través, que envainaba un estoque aguijando el paso. Este hombre misterioso y negro que, como una sombra se escurre, por la ingenua declaración de la moza Isabel de la Islallana, sencilla y lista, como hija de las montañas de Asturias; este hombre desordenado y sin cuello, con la capa a rastras, acababa de acuchillarse con el caballero Ezpeleta y le dejaba mortalmente herido junto a la esquina.

A los gritos de ¡socorro, me han muerto! alborotóse la vecindad. Presurosos se lanzaron a la calle el clérigo don Luis de Garibay y el hidalgo Miguel de Cervantes, metieron al herido en casa de doña Luisa de Montoya, llamaron al cirujano, avisaron a la justicia. Llegó un alcaide, o juez de instrucción, que diríamos hoy, llamado Cristóbal de Villarroel, comenzó a tomar declaración al herido. Vino muy luego el cirujano y barbero de las guardas viejas de a caballo Sebastián Macías. Cervantes, que se había levantado de la cama, presenció la primera cura y como habituado a ver heridas, dedujo lo mismo que el cirujano. Don Gaspar de Ezpeleta estaba muy de peligro. Y así fue. Antes de los dos días se murió y Cervantes y toda su familia y todos sus vecinos y vecinas fueron procesados y presos.

Por cuarta vez se veía el Ingenioso Hidalgo en manos de la justicia, lo mismo que las veces anteriores, sin culpa ninguna, pero ya con la aprensión que produce el escarmiento.




ArribaAbajoCapítulo XLVIII

Fin del proceso de Ezpeleta. -La corte en Madrid. -Miguel, abuelo. -Luis de Molina. -Los sesenta años de Cervantes


El proceso formado por la muerte de don Gaspar de Ezpeleta tiene tanto de novela amorosa, picaresca y de costumbres cortesanas, que se concibe perfectamente el interés despertado en quienes por primera vez le conocieron y las varias conjeturas absurdas y disparatadas que formaron. Ocurriese entonces u hoy en cualquier casa de vecinos un hecho semejante al que motivó este procedimiento judicial, tan malamente conducido como otros muchos por el juez instructor, y como en él, la curia cometería errores, amaños y torpezas, y, como en él, se descubrirían las mil miserias que encubre el tejado de una casa y las mil villanías que el ciudadano o la ciudadana particular se encuentran resueltos a cometer en el recinto augusto del hogar, en cuanto poseen esa gran tapadera de la inmoralidad que se llama una puerta, y esa gran Celestina que se llama una llave.

La confusión y promiscuidad en que las casas de vecinos hacen vivir a personas que se tratan sin conocerse bien, por el azar de un encuentro fortuito, o a personas que viven pared por medio y no se tratan ni se conocen es, sin duda, una de las causas más grandes de transformación en las costumbres y en el criterio ético y filosófico de la Edad moderna. Sin paradoja podía decirse que esto que llamamos Edad moderna, para los efectos morales y sociales, no existe propiamente, sino desde la invención de las viviendas alquiladas por pisos. -Mi casa es mi castillo- dice el inglés que vive solo en su hogar con su familia y es señor de él, como en la Edad media, y sigue obedeciendo en todo a un régimen patriarcal de vida. ¿Quién puede repetir en una casa de vecinos esta soberbia afirmación? ¿Quién, viviendo en casa de vecinos y teniendo familia numerosa, mujeres, criados, se halla seguro de no ceder algo de su personalidad, de conservar su individualidad incólume, de no arrojar algún pedazo de sí mismo a los otros vecinos o de no desgastarle con el roce? Un inquilino es siempre menos que un hombre.

Examinando el vecindario de la morada en que vivió Cervantes en Valladolid, tal como en el proceso aparece descrito, se ve clara esta relajación de la antigua rigidez individualista de los hidalgos castellanos, este paso dado hacia la comunidad de ideas y de costumbres que tanto ha monotonizado la vida moderna. Vecinos honradísimos y principales, como doña Luisa de Montoya, la viuda de Garibay y su hijo el clérigo conviven con personajes de tan baja ralea moral, como doña Mariana Ramírez, que por manceba de don Diego de Miranda era tenida, y por ello, y por el escándalo consiguiente, fue procesada. En un solo cuarto del piso segundo viven doña Juana Gaytán, la viuda de aquel Tirsi de La Galatea, es decir, del poeta Pedro Láynez y una sobrina suya, doña Catalina de Aguilera, que no sabemos qué especie de visitantes recibía; otra señora viuda, que se llamaba doña María de Argomedo, con su hermana doña Luisa de Ayala y Argomedo, y su criada Isabel de la Islallana; un hidalgo pobre, empleadillo de mala muerte, llamado Rodrigo Montero, con su mujer, doña Jerónima de Sotomayor, y la criada de doña Juana Gaytán, que se llamaba Mencía. Por fin, en los desvanes vivía, para que ningún requisito faltase en aquella compendiada imagen de la sociedad española del siglo XVII, una bruja con hábito de beata, a quien decían Isabel de Ayala. Total, en la casa todas eran mujeres, viudas, chismosas y reparonas. Sólo dos hombres de representación había, don Luis de Garibay, el clérigo, y Miguel de Cervantes, porque el Rodrigo Montero debía de ser un pobre diablo insignificante. Y habiendo tantas mujeres, no podían faltar chismes, enredos, mentiras, envidias, maledicencias y calumnias.

Bien claro se ve, por el proceso, que ninguna relación hubo entre la vida de aquella pequeña sociedad predominantemente femenina y la muerte del caballero Ezpeleta. Éste había frecuentado la casa: ninguna de Valladolid en la cual habitasen mujeres mozas dejaba de interesarle, pero aquella en que vivía Cervantes junto al Rastro despedía un tan fuerte perfume femenil, que don Gaspar no pudo menos de entrar en ella con unos o con otros pretextos, y como don Gaspar, entraron el señor de Higares en el cuarto de las Cervantas y en el de doña Juana Gaytán el duque de Pastrana y el conde de Cocentaina y el duque de Maqueda, caballeros que, naturalmente, llevaban consigo algunos de sus pajes y criados. Aquello era una perpetua comedia de capa y espada, muy digna de recomendarse a los tontos que aún sostienen ser falsas las invenciones de Tirso y de Calderón. Las señoras y las doncellas de la casa se dejaban acompañar y requebrar. Pocas horas antes de la muerte de Ezpeleta, una de las Cervantas estuvo al balcón hablando con el señor de Higares.

No pasaba esto, sin embargo, de los buenos términos de la cortesana galantería, y prueba de ello es que cuando la perversa bruja Isabel de Ayala quiso calumniar a la hija de Cervantes, no se le ocurrió inventar otra mentira, sino que era sabido cómo Isabel de Saavedra tenía trato con Simón Méndez, un empleaducho o negociante portugués, probablemente judío de origen y casi seguramente tan viejo como Miguel de Cervantes.

Se ve lo mal forjado y lo torpe de la calumnia sólo con reparar que a aquella mala lengua hubiera podido ocurrirsele citar el nombre del señor de Higares, el mismo nombre de don Gaspar de Ezpeleta, que también entraba en la casa, ya que eran caballeros mozos y galanes. Por otra parte, ¿cómo se explicaría si las Cervantas hubiesen andado en tratos tales, que todas ellas, menos doña Magdalena, que ya debía de estar hecha una lástima, con tan larga soltería y tantos desengaños y tanta beatitud, se casaran bien y honradamente con sujetos principales y celosos de su honra? La calumnia, pues, no se tiene en pie y ha sido necesaria la refinada malicia de unos cuantos hipócritas para creer que la publicación del proceso podía perjudicar en algo a Cervantes.

Don Gaspar de Ezpeleta fue muerto, sin duda alguna, por el escribano Galbán, a quien había robado el honor y hasta aquella sagrada reliquia de los anillos nupciales. El juez Cristóbal de Villarroel lo supo y lo comprendió desde que oyera la declaración del paje de Ezpeleta y la de su patrona Juana Ruiz, quienes le dijeron lo que más necesita saber un juez, quién es ella, y bastóle saber esto para dar al proceso una hábil dirección, enredando en él a todos los vecinos y vecinas de la casa, con el fin de que nada se descubriese. En casa de Juana Ruiz, vio el juez a la dama tapada y enlutada que había sido causante del delito presunto, y digo presunto, pues la declaración del moribundo don Gaspar de Ezpeleta, en aquellos tiempos y en los actuales, era suficiente para exculpar a su agresor, de quien dice que peleó como hombre honrado. ¿Se procesa hoy de veras a quien mata en duelo y cara a cara? La dama tapada en quien sólo estando ciego se dejará de reconocer a la mujer de Galbán, suplicó, rogó, importunó al juez. Entró en funciones la blandura y algo que ya comenzaba a existir y se llama hoy espíritu de clase. Villarroel conocía a Galbán, trató de que su nombre no fuese más afrentado por la muerte de Ezpeleta, que lo fue por su vida. Se arregló, pues, para echar tierra sobre el asunto y que nadie resultara culpable. La componenda y el apaño judicial nacían. Se temía al escándalo. Estabase ya en plena Edad moderna.

Inútil es hacer aspavientos, ni fingir indignaciones porque Cervantes y los suyos resultasen metidos en una de estas redadas alguacilescas, tan frecuentes entonces como las pendencias, los acuchillamientos y las muertes en la calle. Del proceso formado por Villarroel salieron todos limpios y volvieron brevemente a su vida ordinaria. Pero lo que en este caso particular y en otros muchos se había hecho patente era que Valladolid no tenía condiciones para asiento de la corte, que la estrechez de la vida era allí causa de otros muchos inconvenientes.

El duque de Lerma, cada vez más engreído en su privanza, no creía ya temer nada el regreso a Madrid. Del rey no se sabe qué opinión tendría, si en toda su apagada existencia formó alguna opinión. De un día a otro, por mucho que los valisoletanos trabajaran e influyesen, se tenía por seguro que la corte volvería a Madrid. Y así ocurrió en febrero de 1606, y con la corte se trasladaron a Madrid empleados, nobles, pretendientes, negociantes y los que hoy llamamos intelectuales, porque ya comenzaba entonces a imperar esta buena o mala cosa apellidada centralización.

Alcanzó Miguel a cumplir los sesenta años en la corte, viviendo con su familia y reunido con su mujer doña Catalina de Salazar. No había sobras, pero tampoco apuros en la casa. Cervantes había cobrado extraordinario crédito con su libro. Francisco de Robles no tenía inconveniente en adelantarle dinero a cuenta de obras prometidas, cuyos borradores Miguel iba leyendole. El secretario Juan de Urbina era su grande amigo y probablemente su comunicación y amistad permitirían a Miguel dar expansión a aquellas aptitudes suyas reales o ilusorias para los negocios. La familia, en la que había ya dos señoras viejas, iba adquiriendo un peso, una respetabilidad y una mesura muy propias de los hogares bien establecidos.

Vivían en la calle de la Magdalena, a espaldas del palacio ducal de Pastrana, no lejos de los conventos de la Merced y de la Trinidad, ni de la oficina tipográfica de Juan de la Cuesta, ni de la librería de Robles, ni del mentidero de representantes.

A poco de llegar a Madrid, contrajo relaciones amorosas Isabel con un señor acomodado, probablemente de edad madura, que se llamaba don Diego Sanz del Águila y era caballero de la orden de Alcántara. Estas relaciones fueron uno de los asuntos que agenció el diligente Juan de Urbina. Sanz del Águila se casó con Isabel y el matrimonio se fue a vivir a una casa junto a la Red de San Luis, frente a la calle de Jardines, la cual parecía pertenecer al capitán Sebastián Granero, pero en realidad debía de ser o de Urbina, o de Sanz del Águila, lo cual no resulta muy claro después de visto el embrollo y pleito que sobre la propiedad de ella duró años y años, hasta muchos después de muerto Cervantes.

Casada y bien casada su hija, que era ya la única grave cavilación de Miguel, la bella edad de los sesenta años le dejó gozar por espacio su calma, su dulzura y su benevolencia. Gustaba Miguel la apacibilidad de su casa, la mansa condición de su mujer doña Catalina, la devoción amorosa de su hermana doña Magdalena, cuyos malogrados amores humanos se trocaran en una resignada y mística devoción que aún dulcificaba más su carácter, la experiencia sabia y sagaz de su hermana Andrea. Gozaba la amistad de un comerciante tan sesudo como Francisco de Robles, que, por entonces, iba a casarse en segundas nupcias con Crispina Jubertos; de un negociador tan activo e inteligente como Juan de Urbina, en quien la idea del lucro había desarrollado grandemente el sentido de la realidad, sin obscurecer ni empañar sus buenos sentimientos; de un caballero tan reposado y lleno de sensatez como don Juan de Acedo Velázquez, quien, sin dejar la casa del príncipe de Saboya, donde vivió con Urbina, había entrado en el servicio de la Casa Real y desempeñaba en Palacio el oficio de guardadamas y repostero de camas, siendo además caballero del hábito de San Juan. Las relaciones de Miguel, más que las de un literato eran las de un mesurado burgués, amigo de su hogar y de su reposo.

Esa gran templanza, que los griegos llamaron sofrosyne iba invadiendo su trabajado espíritu, y lejos de aumentar su melancolía otoñal, iba difundiendola, suavizándola, convirtiendo en sonrisas las carcajadas brutales, desgastando las aristas de los conceptos, haciendo cada vez más humano, amable y universal el ingenio que había de asombrar a los siglos. El afecto de su bella y fiel mujer, ya libre de toda impureza carnal, el cariño de sus hermanas, que si pecaron, ya habían sido cien veces perdonadas, la relativa tranquilidad económica en que debían de vivir, y hasta el apartamiento de la pelea o trifulca literaria en que andaban metidos algunos ingenios cortesanos crearon aquella alegre serenidad que en las Novelas ejemplares resplandece y aquella ductilidad suprema de pensamiento y de palabra a que debemos la segunda parte del Quijote. Cervantes, llegado a los sesenta años, comprendía cuán sencilla y elemental es la trama del vivir, que los tontos juzgan tan compleja y difícil de entender; discernía con la lucidez del filósofo los móviles de las acciones humanas, tomaba en su mano las pasiones que agitan el mundo y que él había sentido y a su vera habían pasado, y columbraba cuáles eran sus principios y adivinaba cuáles serían sus fines. A últimos de 1607 o primeros de 1608, la consagración de sus canas vino. Cervantes era abuelo.

Con el nacimiento de su nieta Isabel Sanz del Águila debió de coincidir la muerte de su yerno don Diego Sanz, cuyo matrimonio con Isabel de Saavedra no duró más de un año. Sanz del Águila dejó algunos bienes. Probable es que Cervantes viviese con su hija algún tiempo en la Red de San Luis. Cierto que a los pocos meses de quedar Isabel viuda, entabló nuevas relaciones amorosas con un tal Luis de Molina, conquense, agente y secretario de los banqueros italianos Carlos y Antonio María Trata. A este Luis de Molina le había conocido Miguel dos años antes en Valladolid. Era hombre ingenioso, dispuesto, de mucho barullo para negociar. Había vivido en Italia y había estado cautivo en Argel, partes ambas para que Miguel le apreciara grandemente y tuviera gusto en emparentar con él, como así se hizo. Pero Luis de Molina era, antes que nada, hombre de negocios, y como un negocio trató la boda suya con doña Isabel de Saavedra.

Ya había visto Molina que en casa de su futura no faltaba cosa necesaria a la vida; sabía además que el difunto don Diego trajo a su mujer muy bien arreada de trajes y joyas, pues en el inventario de la carta dotal se enumeran vestidos de terciopelo, de gorbión, de gorgorán y felpa, de tafetán, de raso, manteos franceses y españoles de raso, de damasco, de terciopelo, lechuguillas de puntas de Flandes, basquiñas, jubones y rebociños de lujo, sortijas de diamantes, rubíes, claveques y topacios, arracadas, gargantillas, apretadores, agnus dei y cruces de oro, y camas de lujo, y plata labrada y cuanto exigía entonces la comodidad. Pero aun esto lo estimó poco, o tal vez fue a la generosidad de Cervantes a quien le pareció mal casar de nuevo a su hija y no dotarla, y he aquí por qué, en 28 de agosto de 1608, se comprometió mancomunadamente con su amigo Juan de Urbina a pagar a Luis de Molina, por cuenta de dicha dote, dos mil ducados en dinero.

¿Qué demuestra esta obligación? Demuestra sencillamente que en el alma de Miguel los años no habían extinguido la esperanza; poco decir es aún esto: que estaba seguro de llegar a ser rico en breve plazo, puesto que él en toda su pasada vida no había conseguido ver juntos y suyos dos mil ducados en dinero.

¿Esperaba este dinero de sus escritos? Poco probable parece, y sí más bien que lo aguardaba de sus tratos y negocios, de las nuevas y provechosas relaciones que había adquirido, de la amistad de Urbina y de su experiencia en los negocios, como asimismo de la inteligencia y sagacidad de su yerno Luis de Molina, en quien veía un hombre emprendedor y capaz de alzar un capital, como algunos que ya comenzaban entonces a fabricarse de la nada, o a salir de ciertas industrias, a medida que se deshacían, desleían o desmoronaban las grandes haciendas y los caudales de las casas nobles.

Veía demasiado claro Cervantes para que pensase hacerse rico escribiendo. Seis ediciones se habían hecho del Quijote en el primer año de su publicación; otra, que el mismo Miguel corrigió cuidadosamente, se estaba preparando en 1608, por Francisco de Robles, impresa también en casa de Juan de la Cuesta, y es la más estimable en punto a corrección, y la que debe seguirse mientras no haya una verdadera edición crítica, y quizás aunque la haya. Pero nada de esto era bastante para sostener una familia, ni de ello podía esperar Miguel bienestar y tranquilidad económica en los años futuros.

Sin duda que en sus relaciones con Urbina y con Molina puso él su última esperanza de llegar al sosiego y a la paz. Hasta en esto había de ser español neto y puro: en lo de creerse con grandes e imprevistas dotes de negociante, y juzgarse toda la vida en potencia propincua para llegar a millonario en dos brincos.

Él, tan profundo conocedor de la humanidad, no echaba de ver que los tratos de Urbina, en los que muchas veces daba oídos a la generosidad de su corazón, no eran propiamente tratos de hombre de presa, cual debe ser el negociante, y que los proyectos y planes de ganancia puestos en plantel por su yerno Luis de Molina adolecían del defecto común de tantos proyectos españoles, no se ajustaban a las condiciones de la realidad, había en ellos un ancho margen para la fantasía y el ensueño. Urbina y Molina fueron dos de esos calamitosos poetas de los negocios, cuya raza no se ha extinguido ni lleva trazas de acabarse en nuestro país.

El 8 de septiembre de 1608, el licenciado Francisco Ramos desposó en la iglesia de San Luis a Luis de Molina con doña Isabel de Saavedra. En octubre, Molina dio poder a su esposa para cobrar deudas antiguas de los deudores de su madre Ana Franca. Isabel cedió este poder en noviembre a doña Magdalena. Con su manto negro y su hábito de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, doña Magdalena se daba igual o mejor traza que cuando joven para manejar el papel sellado y andar entre escribanos y covachuelistas a la rebusca de esas migajas y caspicias que ya todo el mundo suele dar por perdidas. Abundan aún en Madrid estos tipos de beatas que conocen tan bien las novenas y cuarenta horas como las escribanías y juzgados, y son capaces de sacar entre los pliegues del manto lo que no sacaran cien leguleyos entre los de sus togas, raídas a fuerza de uso.

Meses habían de pasar, hasta el de diciembre de aquel año, sin que Luis de Molina, tan diligente en exigir a su suegro y a Urbina la obligación por los dos mil ducados ofrecidos, firmara la carta de dote de doña Isabel. No hemos de inferir de esto grandes cargos contra Molina, sí que no correspondía a la generosidad que con él usó Miguel, y de aquí nacieron las desavenencias después surgidas entre suegro y yerno.

Entretanto, coleaba aún el asunto de las tercias de Granada y de la fianza de Suárez Gasco, quien, así como Miguel, fue compelido a presentar cuentas por ello. No sabemos qué fin tuvo este asunto, si pagó Suárez Gasco o, como parece más probable, fue Miguel quien finiquitó entonces sus cuentas con el fisco. De todas suertes, demuestra esto que la calma de su vivir no fue absoluta.

Los comienzos del año 1609 le trajeron otra noticia desagradable. Había muerto en Sevilla el cardenal Niño de Guevara, de quien Miguel esperaba probablemente que patrocinase y protegiera sus Novelas ejemplares. Aquel afán suyo de acogerse a la Iglesia no se le iba logrando. Lo intentó de nuevo, conociendo y haciéndose cargo, con su genial intuición, de cuán necesaria iba siendo la demostración pública de los sentimientos religiosos.

Verificabase entonces uno de esos aterradores recuentos de fuerzas que a la devoción española y a los múltiples intereses enlazados con ella place realizar de vez en cuando. En Madrid la corte, y devoto hasta el extremo el rey, que sólo para devoto servía, y ya había encontrado el único empleo posible a su inutilidad y la única favorable ocasión de ostentarse en público, haciendo que hacía algo fuera de fiestas y funciones profanas, devoto se hizo Madrid, y a la beatitud y gazmoñería comenzaron a entregarse las personas de viso primeramente, después aquellas otras que imitarlas querían, y luego toda la medianía social, la burguesía creciente, como se ha dicho. Aquí y allá, en iglesias y conventos, surgieron nuevas congregaciones, cofradías y piadosas juntas, cuyos cargos ocupaban la vanidad de los señores, señorones y señoritos que, como el rey, no servían para otra cosa. Era muy elegante ser de estas juntas: muchos sietemesinos y petimetres se alistaban en ellas por aquello de lucir en las novenas y procesiones y llamar la atención de las damas y cortesanas, a quienes no suele disgustar un poco de tufillo a cera y a incienso en sus adoradores. Otras cofradías eran refugio de los intelectuales, y entre ellas la principal la Congregación de indignos esclavos del Santísimo Sacramento, fundada en 18 de noviembre de 1608 por fray Alonso de la Purificación, trinitario descalzo, y por don Antonio Robles y Guzmán, gentilhombre de Cámara de S. M. y aposentador del rey, es decir, personaje de gran consideración en Palacio, de donde salía todo este místico movimiento.

Esta congregación se fundó y estuvo en el convento de la Trinidad, calle de Atocha, hasta 1645, en que se estableció en el oratorio del Olivar. El 17 de abril de 1609 fue recibido en ella por esclavo del Santísimo Sacramento Miguel de Cervantes, y dijo que guardaría sus santas constituciones, y lo firmó. En mayo fue recibido Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo; en julio, Vicente Espinel; en agosto, don Francisco Gómez de Quevedo Villegas; en septiembre, fray Hortensio Félix Paravicino; en 1610, Lope de Vega.

Cervantes era esclavo del Santísimo Sacramento, y lo era por su gusto, y quizás también por gratitud y amistad con los padres trinitarios. Trece días después de esto, se verificaron las velaciones de su hija Isabel con Luis de Molina. Fue padrino Miguel y madrina su mujer doña Catalina de Palacios. Gran triunfo fue éste; para Miguel, halagüeño. Doña Catalina apadrinaba la boda de la hija natural de su marido. ¡Oh, bellos sesenta años! Ya estaba todo sufrido; ya estaba perdonado todo.




ArribaAbajoCapítulo XLIX

Cómo decayó España. -La capilla del Sagrario. -El caballero del Verde Gabán. -Muere doña Andrea. -Doña Catalina hace testamento


Llegado a los sesenta y dos años, Miguel de Cervantes pensaba mucho más que andaba. El vigor de su trabajado cuerpo decaía mucho antes que la fortaleza de su espíritu. Su vida en Madrid era sedentaria. Desde su casa de la calle de la Magdalena, a oír misa en San Sebastián o en la Trinidad, que estaban cerquita, de allí a charlar un rato en la librería de Francisco de Robles, que tampoco estaba lejos o en la imprenta de Juan de la Cuesta o en el mentidero de representantes, calle del León. Cuando más, se alargaba hasta las temibles gradas de San Felipe, camino de Platerías, donde moraba el librero Villarroel, también amigo suyo. A Palacio no quería llegar. Tristemente lo decía a sus íntimos: -Siempre se me hace tarde para llegar a Palacio.- No obstante, aquellas cortas idas y venidas le bastaban para darse cuenta del nuevo estado social que se incubaba en la corte, ya en absoluto desligada de la demás vida española, y que, por ello, caminaba a grandes trancos hacia la ruina suya y de la nación.

Al crecer las devociones, habían crecido las maledicencias y las hablillas. Quien muchas absoluciones y penitencias ha menester, será porque peque mucho, y este sencillo razonamiento lo hacía todo el que observase la gran olla podrida de la corte, cuyo hervor, con todos sus olores y sabores, nos muestra mejor que nadie el injustamente olvidado, el gracioso, el profundo y el cortesano Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, en cuyo ingenio, diamante con millares de facetas, se reflejan todos los aspectos y matices de la vida enredosa y revuelta que, partiendo de un palacio donde apenas se pensaba ni se sentía, irradiaba por la nación entera, pronta a sumergirse en modorra y letargo. Diamante de facetas menudas hacía falta ser para reproducir la vida de la corte, no espejo anchuroso y capaz de reflejar el aparato y espectáculo del vivir en toda su amplitud. Por eso, Cervantes, en el período en que mayor fue su actividad pensadora y productiva, no hizo ni pensó hacer obra importante que en la corte aconteciera. ¿No es digno de atención esto? Por ningún estilo puede afirmarse que fuera Miguel un ingenio de esta corte, ni de la otra, y en este sentido aventaja a Lope y a Quevedo, quienes no olvidan jamás que son caballeros de hábito y que en la corte se les agasaja, se les teme o se les envidia.

Por el contrario, Cervantes, desde que publica la primera parte del Quijote, ya no es de éste ni del otro sitio, sino que es de toda España, y aun de la humanidad entera. Por eso, el Ingenioso Hidalgo sesentón trata poco o nada con literatos. De Lope y de su amistad o enemistad está desengañado. El olor de admiraciones y de odios que en pos deja, como perfume de su hábito, don Luis de Góngora no le marea como al mismo Lope mareó a veces. Ni le desvanece la enrevesada, altísona y retumbante retórica del padre maestro Hortensio Félix Paravicino, que va taraceando el pensamiento español, embutiéndole e incrustándole en complicadas hojarascas, alharacas y filigranas de vocablos hasta escamotearle completamente o dejarle seco y almendrado en la inflada y repolluda forma, como un rugoso granillo de cilantro en el hueco de un chifle o como el badajo en la campana.

En las plumas de éstos y de los otros, una atmósfera de hipocresía artística, de rebuscada y artificiosa insinceridad y de receloso y estudiado desprecio de la Naturaleza va formandose. No ha comenzado casi a lucir el sol del siglo de oro, cuando su claridad se ve empañada por estos nubarrones de tela teatral, semejantes a los que pintaba el Greco. La literatura se hace cortesana antes que la corte comience a tener estabilidad y firmeza, por lo cual carece de aquella maravillosa armonía con la sociedad que la aplaude y con el ambiente que la rodea que al gran siglo de Luis XIV inmortalizó. Y en esto se manifiesta desde luego un divorcio absoluto, radical, no diré que entre la corte y el pueblo, sino entre la corte y lo que no es corte.

La corte admira y alienta a los ingenios cortesanos, cuyo oficio y empeño es, por consiguiente, sutilizar y refinar más cada vez su labor. Van desapareciendo o han desaparecido ya de los alrededores de Madrid las encinas y los olmos, los sauces, los madroños y los álamos que halagaban la vista, pero, en cambio, pocas son las casas en cuyas paredes no haya selvas pintadas y alamedas u olmedas tejidas en los tapices que cubren las paredes. La Naturaleza huye espantada de los artificios de la corte, y un arte de tapicero y ebanista quiere imitarla y reemplazarla en la vida corriente. Huérfanos de halago natural los ojos, lo buscan en falsos artificios, y a la negrura y austeridad monástica de las vestimentas, en los pasados tiempos de Felipe II, sustituyen los gayos colorines en los trajes de señoras y caballeros, las telas de reluz, las ropas bordadas, las lechuguillas, los rizados, las valonas, los costosos encajes, las llamativas basquiñas, los impertinentes sombrerillos. Comienzan a hincharse las sayas, como han comenzado a hincharse los conceptos. No falta mucho para que la literatura de tontillo y de guardainfante, de cintura ajustada y de corazón oprimido y seco triunfe en todo y por todo.

El Ingenioso Hidalgo ve todo esto y conoce que no le dio la pluma Dios para que en tratos cortesanos la empleara. No, él no puede ser un literato de tapiz; no, él ama la Naturaleza, el sosiego y la amenidad de los campos, el cantar de los pájaros y el susurrar de las fuentes. Su mundo no es la calle Mayor, ni siquiera las tablas del corral de la Pacheca, pero aún le queda mucho que decir de lo muchísimo que está cavilando en estos años fecundos de la primera vejez, aposadas las impresiones fugitivas, clarificada la visión con el transcurso de los años. Y Miguel siente o presiente en torno suyo, aquí y allá, en la posada y en el camino, en la apartada aldea y en el repuesto bosque, en el puerto bullicioso y en el claustro solitario, en la cabaña del pastor y en el castillo del magnate su mundo, su público, la grande y diseminada masa de los lectores que aman la Naturaleza y odian el artificio y la triquiñuela: esa desconocida, despreciada y desparramada suma de sentido común y de claridad de juicio que entonces como ahora, existía en España, y a quien nadie ha sabido ni podido conquistar, encauzar y dirigir para nada práctico, porque en ella no hay mases ni hay menos, sino que todos pueden.decir a quien pretenda guiarlos la fantástica fórmula aragonesa: Nos, que valemos tanto como vos y todos juntos más que vos...

Este cúmulo de individualidades aisladas, poderosas, hurañas, altivas que en realidad constituyen lo bueno del país, era entonces y es hoy la comunidad desconocida y sin amo de los libres adoradores de la verdad. Éstos admiraban el Quijote y con ellos creía contar Cervantes, mas no vaya a creerse que era grande su confianza. El descubrimiento del sentido común y del buen criterio esparcido por toda España es un modernísimo descubrimiento. Locos, tontos y ciegos guiaban entonces y han seguido guiando después.

En los apuros que Cervantes pasaba, a pesar de su reputación, echaba de ver a veces, con amargura, que si se podía contar con millares de gentes de buena voluntad para la admiración y hasta para el amor, esos millares de gentes desparramadas eran incapaces de más acción común que la de un asentimiento platónico y mutuamente desconocido o no comunicado. ¿No hemos visto cuán infructuosos empeños los de esos políticos que han tratado de conquistar la llamada masa neutra? Piensa bien, siente con honradez, ve claro, pero cuando llega el momento de resolverse a hacer algo, la masa neutra se emboza en su capa y se va a tomar el sol, independiente y feliz, señora de sus pensamientos y de sus acciones, grande y solitaria como Diógenes en su tonel.

Por eso Cervantes, aunque contaba ya con esa gran cantidad de amigos y admiradores desconocidos, cuya silenciosa atención es el mejor pago de toda labor literaria, pensaba aún de vez en cuando que le sería muy conveniente arrimarse a algún árbol de buena sombra; por eso, por procurarse cobijo y ayuda, entró en la mundana cofradía del Santísimo Sacramento, a la que pertenecían las personas de más viso e influencia en la corte y debió de buscar entre ellas alguien que amparase sus canas. Quizás entonces comenzaron para él las larguezas del ilustrísimo de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas. A un cardenal tan amante de la regularidad clásica, en la que veía él lo más acabado del arte, no podía menos de complacerle el saber que el alma brava de Don Quijote deponía su fiera independencia para entrar en una devota cofradía. Aquella sumisión de Cervantes era una bella conquista. Era como haber hecho caballero de Santiago o de Calatrava, entre otros tantos de esas religiones, al debelador de los molinos de viento.

Si no conocéis la catedral de Toledo, no comprenderéis el espíritu de don Bernardo de Sandoval y Rojas, patente y con toda claridad revelado en su obra magna, que fue la construcción de la capilla de la Virgen y del Ochavo o Relicario que está detrás de ella. Escondida en las ancas de la gigantesca mole y cerrada por una puerta escurialense y por fortísimas verjas resguardada, la capilla de la Virgen del Sagrario corrige la osadía de las naves góticas y se inmiscuye entre ellas como un tratado de Lógica en un poema romántico. El gran libro de caballerías a lo divino y a lo humano que los Egas y los Arfes, los Villalpandos y los Copines, el maestro Rodrigo y el maestro Felipe Vigarni tallaron, forjaron, esculpieron, recamaron, estofaron, pulieron y rimaron, queda interrumpido en cuanto se entra en la capilla del Sagrario.

En ella, todas son líneas rectas, rígidas, de geométrico valor, todos son mármoles y jaspes multicolores, pero fríos, admirablemente ensamblados y compuestos, pero sepulcrales. Aquello es un panteón más que una capilla, y la Virgen, alegre, morenita, se muere de tedio en su trono de oro y bajo su costra de brillantes, perlas, rubíes y esmeraldas que lloran en lo obscuro, añorando las caricias del sol, recibido por ellos solamente una vez al año, cuando la divina imagen sale de su prisión, se abren las verjas rechinosas, y ella se pavonea ufana en el crucero.

Ésa es la capilla, ése el pensamiento y el espíritu de don Bernardo de Sandoval y Rojas: ya había entonces muchos señorones a quienes el arte ojival comenzaba a parecerles obra de locos y faltos de seso, libro de caballerías digno de ser condenado y prohibido y cerrado a la admiración de las almas ansiosas. Ved cómo y por qué don Bernardo de Sandoval y Rojas protegió, cual a otros muchos y sin distinguirle quizás de los demás menesterosos, a Cervantes. Pensó que el Quijote y la capilla del Sagrario, cuya obra le satisfacía cada vez más, se completaban, y tal vez fiándose en demasía de los razonamientos contra Lope aducidos por el canónigo en los últimos capítulos del Quijote, creyó que el ingenio de Cervantes era capaz de acabar con el desorden, baraúnda y demencia de las caballerías pasadas y de las que aún pudieran intentarse.

También lo creyó Lope así y por eso no se entendió jamás con Miguel. Funesto error fue éste y lamentable disentimiento, nacido de ser dos caracteres inconciliables los suyos. Si Cervantes no hubiera pensado en otra cosa que en destruir los libros de caballerías, circunstancial obra hubiera sido la suya, como la capilla del Sagrario, que, para los ojos del artista no existe ya, ni empece en nada el entusiasmo y devoción con que se contempla lo demás de la catedral. Pensó Lope también que Cervantes, desengañado de sus intentos dramatúrgicos, detestaba sus comedias por lo que en ellas había de bravura y disparate, heredado del Romancero y de las viejas caballerías españolas, y en esto se equivocó Lope o desconoció las comedias del mismo Cervantes, cuyos materiales en la cantera épica y caballeresca habían sido labrados.

Creyó, en suma, el Fénix de los Ingenios, lo que muchos han creído posteriormente, que el espíritu de Cervantes era el de un clásico regularizador y corrector de las fantasías románticas propias de la gran tradición española, o mejor, europea. Su origen sevillano, su italianismo juvenil así lo hacían creer también.

Engañaronse de medio a medio don Bernardo de Sandoval y Lope de Vega; parte de la posteridad se ha confundido también y ha sido menester que poetas románticos como Heine hicieran constar a voces que el Quijote es obra romántica y aquí importa declarar que no sólo es obra romántica, sino que es el mayor y el mejor de todos los libros de caballerías, por haber reunido a la desaforada locura y a la descomunal fantasía que los dictó una suma de razón y de humanidad en ningún otro libro contenida.

Con estos pensamientos, iba Miguel aumentando sus esperanzas de proseguir la obra y ésta se engrandecía en su imaginación. Había dejado a Don Quijote, caballero de la Triste Figura, y se le revelaba como caballero de los Leones. ¿Hay nada más sintomático, más claro que el regodeo con que Miguel hace hablar a aquel Sócrates campesino, llamado el caballero del Verde Gabán, pintando una felicidad burguesa, razonadora, sentada, semejante a la de tantos y tantos villanos en su rincón y sabios en su retiro como había pintado y hecho cantar en versos horacianos Lope sobre el troquel de fray Luis de León? Don Diego de Miranda es la encarnación de aquella sociedad de Felipe II que ya no quería héroes, ni en ellos creía, sino que estaba preparada a la siesta y al sueño; de aquella sociedad que ya no mantenía ni el halcón ni los galgos, que requieren la caza de altanería o la de carrera, sino un perdigón manso para cazar a la bartola y a la traidora con reclamo, o un hurón atrevido, para cobrar los conejos en la albanega sin trabajar en perseguirlos por el soto, sino sentándose tranquilamente cabe los codiles y vivares.

El caballero del Verde Gabán, con su templadísimo y mesurado vivir, con su prudente y sensato razonar, es la figura de un mundo empalagoso y palaciano, de quietud y de calma boba. Don Quijote escucha con docilidad y cortesía sus raciocinios, pero se ofrece la aventura de los leones y allí es donde el héroe hace ver que es héroe de veras. El alma heroica de Lepanto se mete so la armadura de Don Quijote y acomete impávida a los leones, y antes de ello, segura de sí misma, lanza al prudente caballero y a su sociedad burguesa estas palabras magníficamente despreciativas: -Váyase vuesa merced, señor hidalgo, con su perdigón manso y con su hurón atrevido y deje a cada uno hacer su oficio: éste es el mío y yo sé si vienen a mí o no estos señores leones...- y replicándole don Diego, aún recalca Don Quijote la burla y le dice: -Ahora, señor, si vuesa merced no quiere ser oyente desta que, a su parecer ha de ser tragedia, pique la tordilla y póngase en salvo...- ¿Es creíble que un hombre que de tal manera piensa y siente y con tan sincero entusiasmo como el reflejado en la narración de esta aventura capital y elocuentísima la describe y presenta, se proponga desterrar las caballerías del mundo ni menospreciar a los caballeros? ¿Puede creerse que esas bellamente irónicas palabras las ha escrito un amante de la regularidad y del orden? Y además de esto ¿es lógico pensar, como se ha dicho por ahí, que Cervantes no tenía proyecto de rematar el Quijote y sólo sacó a luz su segunda parte excitado por la publicación del libro de Avellaneda?

No; desde que vio Miguel cómo una grandísima porción de gentes habían calado algo, mucho o poco, y algunas todo cuanto en la primera parte de su libro había, no dejó de pensar en concluirle; ni la grandiosa facilidad de lengua y estilo en la segunda parte revelada y que tanto recuerda la segunda manera de Velázquez, se logran y consiguen sino a fuerza de largas reflexiones sobre un asunto, que jamás la soltura y ligereza de pluma fueron cualidad de los pensadores livianos.

No son muchos años los que median entre la primera y la segunda parte, sobre todo si se tiene en cuenta que en ellos Cervantes compuso y acabó otras obras de importancia. Más joven y más afortunado Lope, escribía, reñía, gritaba, se enamoraba, cometía graves pecados, se arrepentía de ellos; su vida era un torbellino. Más viejo y con menos suerte, Cervantes escribía y callaba, meditaba, cavilaba, daba tortura a la imaginación, metido en un cuarto de la calle de la Magdalena, escuchando, para acompañar su labor, cantar los mazos de la forja y los cepillos y sierras de la carpintería en el taller de coches de Francisco Daza, que vivía enfrente, o bien oyendo la rezona cancamurria de su mujer y de sus hermanas doña Andrea y doña Magdalena, cuando volvían de novenas y ejercicios piadosos en la V. O. T. de San Francisco, a la que pertenecían las tres.

La beatitud había armonizado los genios y estrechado la amistad entre las Cervantas y doña Catalina. Las dos cortesanas y la lugareña se entendían perfectamente en estos asuntos de santurronería y marchaban muy acordes también con doña Constanza de Ovando. En cambio, parece que el trato con doña Isabel de Saavedra debió de hacerse menos frecuente y ya se veían venir los disgustos entre Miguel y su yerno Luis de Molina. El amor de sus hermanas y la convivencia con ellas y con su mujer endulzaban los días de Cervantes.

Pero como estaba de Dios que no alcanzase el Ingenioso Hidalgo ninguna dicha completa, he aquí que el 8 o 9 de octubre de 1609 murió doña Andrea y fue enterrada en la parroquia de San Sebastián, a expensas de Miguel. Tremendo golpe debió ser éste para Cervantes. Su hermana doña Andrea, heredera de la resolución y magnanimidad de su madre, fue la cabeza de familia. Bella, ingeniosa, agradable, conforme acertó a casarse tres veces y a complacer a tres maridos, no cabe dudar que atinó también a procurar la tranquilidad y hacer grata la existencia a cuantos con ella vivían. ¿Hemos de atribuirle además virtudes sobrehumanas y dignas de conducirla a los altares? Nada sería menos discreto. Las santas sirven para los altares, no para el mundo y menos para salir adelante en situaciones apuradas y difíciles. Doña Andrea no fue santa, sino mujer de mundo, y siéndolo, fue amada por los suyos y murió rodeada de ellos y logró armonizar y reunir las voluntades de su hermano y de su cuñada, sacrificándose ella misma, conquistando la adustez de doña Catalina Palacios con el aliciente de la devoción compartida. Gran pérdida fue para Miguel la muerte de la excelente, de la agenciadora, de la discreta doña Andrea y a la memoria de esta buena dama deben acompañar nuestras simpatías.

Quedaba solo Miguel con su hermana doña Magdalena, su mujer doña Catalina y su sobrina doña Constanza que era también muy dispuesta y mañosa. Doña Magdalena avanzaba de día en día, con más firmes y seguros pasos, por el camino de la santidad. En 10 de enero de 1610, previa información de su vida y costumbres, profesó en la Venerable Orden Tercera y tomó el hábito. Pero su influjo respecto de doña Catalina no debió de ser tan grande como el de doña Andrea.

A los ocho meses de morir doña Andrea, salió un día doña Catalina de SaIazar de su casa, acaso después de larga conversación con alguno de sus parientes de Esquivias. La acompañaba su vieja criada María de Ugena, que la sirvió desde niña, y se dirigían a casa de un paisano de ambas, el notario Baltasar de Ugena. Salieron, con cualquier pretexto o sin decir adónde iban, sin que doña Magdalena ni Miguel se enterasen. Iba doña Catalina con cabal salud y en toda su razón a otorgar testamento. El buen clérigo Francisco de Palacios había logrado, sin duda, nuevamente, insinuar en el ánimo de doña Catalina la desconfianza hacia Miguel. Quizás le dijo que, ya a sus años, no había esperanzas de que mejorase de fortuna y de temple; quizás le ponderó lo poco que le habían servido sus trabajos y la fama del Quijote. Para aquel buen clérigo de Esquivias, Cervantes seguía siendo un poeta, una mala cabeza, casi casi un loco de atar. Total, que doña Catalina, esta buena y fiel esposa, cuyo amor a Cervantes tanto se ha ponderado, y en cuya ternura y afección el mismo Miguel confiaba, hizo, sin que su marido lo supiese, un testamento, desheredándole casi por completo, pues solamente le dejaba en usufructo por sus días el famoso majuelo del camino de Seseña, tantas veces mentado, y, en cambio, instituía heredero de la parte saneada de sus bienes al clérigo Francisco de Palacios Salazar, quien durante su vida, según se colige, se había aprovechado de todas aquellas fincas, y no quería que, en caso de morir su hermana, pasasen a su cuñado el de las manos rotas.

Hay que leer despacio este documento para comprender la malicia de quien le inspiró y la detestable estrella de Miguel. Pronto o tarde, el Ingenioso Hidalgo debió de conocerle, y su conocimiento fue quizás una de las mayores penas de su vida: fue ese desengaño más cruel que está aguardandonos detrás de la puerta por donde acaba de salir otro desengaño. Posible es que doña Catalina quisiera a Miguel, pero de seguro que no le estimaba. Aquel testamento suyo era otro aguijonazo que la sociedad correcta, la sociedad hipócrita, la sociedad ordenada, burguesa, devota, enemiga de heroísmos, pegaba en el corazón donde anidaba el espíritu de las caballerías, atacándole jesuíticamente, arteramente, al bolsillo, desvaliéndole en la ancianidad, abandonándole a sus propias fuerzas, no sospechando que con ellas podía forjar y tenía ya en la forja nuevos aceros para combatirla.

De semejante situación moral comenzaban a hablar, cortantes como estocadas del maestro Pacheco de Narváez, ciertas letrillas que por la corte corrían de boca en oreja y que grandes y chicos repetían, unos riendo, otros con gravedad. Un momento hubo en que Cervantes pensó y pudo ser Góngora; pero pronto alzó el vuelo y siguió siendo él mismo.




ArribaAbajoCapítulo L

La protección del Conde de Lemos. -La amistad de los Argensolas. -Doña Magdalena hace testamento



    Sin ninguna confianza
vivo ocioso en mi cuidado,
pero en un desesperado,
¿de qué ha de haber esperanza?
¡Ay de mí!, que nadie alcanza
aqueste despecho esquivo;
yo soy solo quien lo escribo:
yo solo soy quien lo siento:
él me tiene sin aliento,
ni bien muerto, ni bien vivo.
    Ninguna cosa procuro,
porque ninguna deseo;
todo lo examino y veo
y de nada me aseguro.
Ni me quejo ni me apuro;
hállome sin resistencia
sufriendo, harta mi paciencia;
y en estado tal estoy
que por doquiera que voy
no soy más que una apariencia.
    Pero por no andar conmigo
obro a veces tan acaso,
que ni siento lo que paso,
ni consiento lo que digo,
Téngome por enemigo
después que la causa dí;
si con causa me perdí,
ora de cuerdo o de loco
dáseme de mí tan poco
que ni aun sé parte de mí...



El desesperado poeta que escribió estas décimas hipocondríacas estaba en condiciones para ser uno de los hombres más felices de la nación. Tenía treinta y tres años, estaba casado con la bella señora doña Catalina de la Cerda, hija del duque de Lerma, se llamaba don Pedro Fernández de Castro, poseía cuantiosa fortuna y los más envidiables honores y títulos, entre ellos el que Cervantes inmortalizó: el de conde de Lemos.

Al cabo de los años mil volvía a tropezar Miguel con otro magnate melancólico a quien el desengaño de la corte hizo poeta. El hablar y tratar con el conde de Lemos, siquiera fuese en rápidas visitas, audiencias más bien, trajo a la memoria de Cervantes el recuerdo grato del duque de Sessa, su amigo y protector en Nápoles. A Nápoles iba también destinado Lemos después de largas gestiones, después de haber rechazado el virreinato de Nueva España, que se le ofreció, y de haberse retirado lleno de enojo a sus tierras de Galicia, para más hacer valer la necesidad de su talento, y de haber escrito, como esas décimas, otros muchos versos en que pintaba con colores retóricos sus desilusiones.

El conde de Lemos había tenido como secretario, siendo el marqués de Sarriá, a Lope de Vega. Parece probable que, salido Lope de la casa, no volvió a reanudar con él las antiguas estrechas amistades. El conde de Lemos, no menos que de la corte, estaba, pues, desengañado de los poetas cortesanos y no sentía por ellos esa ciega admiración propia de quien es incapaz de forjar un verso que suene bien, pues él mismo era discreto en saber comunicar sus tristezas. El logro de sus deseos, que en el virreinato de Nápoles se cifraban, no sacó de su alma elegante y soñadora la tristeza que en ella residía.

Vino a la corte a principios de 1610, muy endeble de salud y un tantico torcido de gesto. Aumentaba su mala disposición el disgusto que le producía cierto largo y enredoso litigio con el conde de Monterrey sobre el estado de Viedma. Agrióse aún más su humor con la inesperada muerte de su secretario don Juan Ramírez de Arellano, en quien tenía puesta su confianza.

El conde de Lemos se encontró en la corte metido en aventuras curialescas y sin secretario que le acompañase y resolviese las dificultades comunes del vivir de un tan poderoso prócer. Estaba como un hombre a quien se le hubiese perdido de repente su mano derecha. Buscándola, buscándola, cayó en la cuenta o alguien se lo indicó de que nadie tan apropiado para la secretaría particular y para el cargo oficial de secretario de Estado y Guerra en el virreinato de Nápoles como aquel suave, mundano, correcto, limpio y edificante poeta Lupercio Leonardo de Argensola, que, cuando se cansase de los negocios el conde, podía distraerle y restaurarle con discretos, humanísimos y templadísimos versos de la fuente horaciana trasegados. ¿Qué más ni mejor podía esperar Lupercio Leonardo para la tranquilidad poética, que era el mayor de sus anhelos, junto con el sosiego burgués y burocrático de que muchas de sus poesías adolecen? No tardó en trasladarse a la corte acompañado de su hermano, el gordísimo clérigo y también poeta de la misma cuerda que él, llamado Bartolomé Leonardo. Para que en la familia hubiese de todo cuanto al conde pudiera agradar y satisfacer, al secretario hombre de mundo y al clérigo poeta y de oronda y magnífica estampa, muy propia para honrar una casa ducal y acreditar su tinelo, acompañaba el chico de Lupercio, Gabriel Leonardo de Albión, joven de veintidós años que a los quince ya era peritísimo en la lengua latina y no ignoraba la griega, juntando a estos méritos purísimas costumbres, «de mejor edad y de mejor padre digno» y el mérito, valioso en una corte, de poseer un memorión descomunal, pues le ocurrió muchas veces oír recitar diez décimas y repetirlas de corrido sin equivocarse en una tilde.

Los Leonardos eran la familia que convenía al conde para organizar en Nápoles una corte literaria, siguiendo la tradición española. No bien hablaron con él, le convencieron de la utilidad que traería a su buen nombre el llevar consigo unos cuantos poetas que solazasen y alegraran las aulas y atrajesen a ellas gentes de buena calidad, de aquellos descontentadizos y exigentes italianos, a quienes no se puede conquistar sino por el arte. Debieron de cruzarse influencias y de emplearse intrigas numerosas para entrar en la lista de poetas del virrey que los Argensolas, no sin consultarle, formaron.

Recurrió Miguel a la antigua amistad de Lupercio, y éste pareció atenderle y entenderle, y le habló con muy urbanas razones y le alentó con muy halagüeñas esperanzas. Por desgracia, el número de los elegidos estaba ya determinado. Se había escrito una primera lista, ya aprobada por el conde, y en ella figuraba el primero, ufano, alegre, altivo, enamorado, el doctor Mirademescua ingenio tan grato a los Argensolas por su clara raigambre romana, más tibulina o catulina que horaciana, para que ni asomo de competencia hubiese. Con él iban Gabriel de Barrionuevo, Antonio de Laredo y Coronel y Francisco de Ortigosa, escritores jóvenes y de última fila, bastantes a entretener los ocios del conde, sin hacer sombra a los Leonardos.

Poco olfato se necesitaría para no comprender que, ni acudiendo a tiempo ni a destiempo, hubiera encontrado Cervantes apoyo en los dos hermanos. Ambos tenían la suficiente finura de percepción para traslucir y reconocer en su fuero interno, aunque tal vez ni el uno al otro se lo confesase, que Cervantes era mucho hombre y mucho escritor para llevado consigo, y aun cuando le vieran a la sazón pobre y humilde, solicitante y menesteroso, bien se les alcanzaba que, viéndose en Nápoles, él habría de alzarse con la mayoralía de aquel cotarro, tanto por lo que a las letras tocaba, cuanto por lo que al trato y experiencia del mundo, y más aún de Italia, se refería.

Grande fue la tristeza de Miguel, viendo que sus humildades y rendimientos no hallaban lugar en el pecho de sus sedicentes amigos: tan grande como fuera alegre su esperanza de volver a la amada Parténope, pisar sus rúas, gozar de los dulzores de su trato y amabilidad. Esta amargura le acongojó la vejez, aun cuando en la disfrazada negativa de los Leonardos viese un reconocimiento tácito de cuán superior a ellos le creían; que nunca había visto Cervantes, como no vio Goethe, albergarse ratones en los trojes vacíos.

No por repetido debe dejar de recordarse el lugar del Viaje del Parnaso en que, con el corazón en la mano, mienta este desagradable asunto:


    Mandóme el del alígero calzado
que me aprestase y fuese luego a tierra
a dar a los Lupercios un recado
    En que les diese cuenta de la guerra
temida y que a venir les persuadiese
al duro y fiero asalto, al cierra cierra.
    -Señor -le respondí-, si acaso hubiese
otro que la embajada les llevase
que más grato a los dos hermanos fuese
    Que yo no soy, sé bien que negociase
mejor.- Dijo Mercurio: -No te entiendo
y has de ir antes que el tiempo más se pase.
    -Que no me han de escuchar estoy temiendo-
le repliqué- si ya el ir yo no importa,
puesto que en todo obedecer pretendo.
    Que no sé quién me dice y quién me exhorta
que tienen para mí, a lo que imagino,
la voluntad, como la vista, corta,
    Que si esto así no fuera, este camino
con tan pobre recámara no hiciera,
ni diera en un tan hondo desatino,
    Pues si alguna promesa se cumpliera
de aquellas muchas que al partir me hicieron,
lléveme Dios si entrara en tu galera.
    Mucho esperé, si mucho prometieron,
mas podrá ser que ocupaciones nuevas
les obligue a olvidar lo que dijeron.
    Muchos, señor, en la galera llevas
que te podrán sacar el pie del lodo.
Parte y excusa de hacer más pruebas,
    -Ninguno -dijo- me hable de ese modo,
que si me desembarco y los embisto,
voto a Dios que me traiga al conde y todo.
    Con estos dos famosos me enemisto
que habiendo levantado a la poesía
al buen punto en que está, como se ha visto,
    Quieren con perezosa tiranía,
alzarse, como dicen, a su mano,
con la ciencia que a ser divinos guía.
    Por el solio de Apolo soberano
juro... y no digo más.- Y ardiendo en ira
se echó a las barbas una y otra mano.
    Y prosiguió diciendo: -El doctor Mira
apostaré, si no lo manda el conde,
que también en sus puntos se retira...



Cuatro años duraron, según se ve por estos versos escritos en 1614, las esperanzas que Miguel tuvo de volver a pisar las calles napolitanas. Fábula eran, de los mentideros de Madrid, sus pretensiones, como las de Góngora, Cristóbal de Mesa y otros, desechadas; pero más prudente o menos desesperado que los otros no se quejó de ello sino pasados cuatro años y en la mesurada forma que se ha visto. Góngora, en un soneto formidable dio a entender su despecho:


    El conde mi señor se va a Nápoles
y el duque mi señor se va a Francia.
Príncipes, buen viaje, que este día
pesadumbre daré a unos caracoles.
    Como sobran tan doctos españoles
a ninguno ofrecí la Musa mía...,



lo cual no era cierto, pero el genio no le dejaba a Góngora la paciencia que largamente otorgó a Miguel, por lo mismo que era Cervantes más desgraciado, pues sus pesadumbres eran reales y efectivas, no imaginadas como las de Góngora: así era Cervantes un escritor robusto y sano y Góngora un neurasténico de dos mil demonios.

Por fin, el 17 de mayo de 1610, el conde de Lemos, con su acompañamiento de poetas asalariados, salió de la corte para saludar a los reyes que en Lerma se hallaban, huéspedes de su favorito, y embarcar en Vinaroz.

Antes que saliese debió de hablarle Miguel de las Novelas ejemplares, y darle a entender que estaba acabando y corrigiendo algunas de ellas para dedicárselas. ¿Quién no conoce cómo el nombre de ejemplares y la insistencia en marcar que tienen «misterio escondido que las levanta» responden al propósito de Miguel, a cuya grandísima experiencia del mundo no podía ocultarse que los grandes señores, príncipes y gobernantes gustan sobremanera de que haya en sus lecturas un punto de didáctica y de aplicación moral y política? Pensadas fueron algunas de ellas para el prudente y previsor cardenal don Fernando Niño de Guevara; no parecerían mal para un hombre político encargado de misión tan importante y difícil como gobernar el virreinato de Nápoles.

Si en El amante liberal, La española inglesa, La señora Cornelia y Las dos doncellas se limitaba a novelar a la italiana, aunque, claro está, alzando a veces el vuelo de la trivialidad usual en los novelieri, en Rinconete y Cortadillo ofrecía a la consideración del gobernante un estudio de vicios y malas costumbres locales de Sevilla, pero aplicables a la Sevilla de Italia, a Nápoles; en La gitanilla, La fuerza de la sangre, La ilustre fregona, El casamiento engañoso y El celoso extremeño mostraba arcanos repliegues del corazón femenino, muy sabrosos y útiles de conocer para quien, si ha de mandar en los hombres, necesita saber cómo suelen gobernarlos las mujeres; y por fin, en el Coloquio de los perros y en El Licenciado Vidriera se levantaba a una grandiosa consideración filosófica del mundo entero, y, como dice con gran acierto el señor Icaza, en la segunda proponía y esculpía sus apotegmas, dejando en ella consignado, en forma sentenciosa, cuanto los afanes y contratiempos de su vida le enseñaran, y anticipando en la figura del loco Vidriera la imagen del superhombre que todo filósofo anhelante de conquistar mejores y mayores mundos al espíritu ha traído siempre en las mientes. Sin la honda meditación y la potente originalidad del licenciado Vidriera, en que Cervantes, como Fausto, se presenta cual un viejo eternamente joven, apenas sería posible concebir el arte supremo de la segunda parte del Quijote. Las verdades las ven claras, y claras las dicen los locos y los niños. Cervantes acertó más que nunca a ver el mundo cuando lo miró con los ojos de loco, y los ojos del licenciado Vidriera son el intermedio necesario para pasar de la visión del primer Quijote a la del segundo, tanto más grandiosa cuanto más sencilla.

Embebecido en estas ideas andaba Cervantes, sin que por eso dejara de atender al espectáculo de la realidad chica y menuda. No podemos creer que las comedias llamadas de la segunda época, Los baños de Argel, El gallardo español, La gran sultana, La casa de los celos y selvas de Ardenia, El laberinto de amor, El rufián dichoso, La entretenida, el sainete largo Pedro de Urdemalas y los entremeses La elección de los alcaldes de Daganzo, El rufián viudo, El juez de los divorcios, El viejo celoso, La guarda cuidadosa y El vizcaíno fingido sean muy anteriores a lo mejor de las novelas ejemplares; pero puede tenerse por seguro que hay dos entremeses, por lo menos, La cueva de Salamanca y El retablo de las maravillas, en donde la percepción filosófica, oculta bajo una ficcioncilIa bufonesca, es la de un hombre de sesenta años, que no sólo conserva el bello humor de la mocedad, pero le mejora con las gracias que comunica la experiencia, y con la dulce ironía sólo a los hombres probados accesible: esa ironía de la plata que se desdora, de los ojos que se aclaran, de los labios que se sumen por la falta de dentadura, de la boca que ríe y no muerde, o si muerde no hace daño.

En estas imaginaciones pasaban para Cervantes las horas y los días de una existencia cansada y monótona. Quizás sus antiguas visitas a los libreros las alternó con sabrosas paradas en el mentidero de representantes, por vivir entonces Miguel allí mismo, en la calle del León, enfrente del panadero Castillo. Su casa no debía ofrecerle grandes atractivos ni alicientes. Doña Magdalena, cada vez más sumergida en sus beatitudes, arrastró a doña Catalina, quien asimismo profesó en la Venerable Orden Tercera, y vistió su hábito el 27 de junio de 1610. Los dos hábitos franciscanos de aquellas dos buenas señoras aumentaban la cenicienta melancolía en la casa de la calle del León, que nunca fue de las más alegres de la corte. Sólo la juventud de doña Constanza, su sobrina, alegraba un poco el hogar.

Un día del otoño de aquel año, doña Magdalena, a quien, sin duda acechaban continuamente las añoranzas de sus amores pasados y el temor de la muerte, propio de quien profesa como idea única la de salvarse, fue con su hermano a casa del notario Jerónimo López, deseosa de hacer testamento. Por esta interesantísima escritura se viene a averiguar otras dos relaciones de doña Magdalena con sendos caballeros mozos y nobles, don Fernando de Ludeña y don Enrique de Palafox. Novela ejemplar puede llamarse la contenida en estas líneas del testamento:

«Ítem: declaro que don Fernando de Ludeña me debe trescientos ducados, prestados siendo mozo soltero, y después de casado con doña Ana María de Hurbina, su mujer, yo los fuy a pedir delante de la dicha doña Ana, y por entonces, por no henojar a la dicha su mujer, diciendo los debía, no me los confesó deber, y después, habiendo ydo a su casa otra vez en razón del dicho débito, en presencia de la dicha doña Ana María y de un sobrino suyo, diciendo que si no quería yo hazer una zédula que me pedía en que yo confesase que no me debía nada, el dicho don Fernando de Ludeña me amenazó muchas veces, diciendo que no me daría nada en su vida si no hazia la dicha zédula y a solas me dixo que me prometía mientras él viviese de darme todos mis alimentos, y que si yo le alcanzaba de vida, me dexaría con qué viviese, y debaxo de la dicha promesa le hize zédula en que declaré no deberme nada, lo qual hize contra mi voluntad, y así declaro debajo de mi conciencia quedarme a deber los dichos trescientos ducados. Mando que mis testamentarios los cobren, a lo menos se lo digan, y le encarguen la conciencia, pues sabe que es verdad».

La naturaleza y fundamento de esta deuda no era, sin duda, la misma por la cual anduvo doña Magdalena, cuando joven, en pleitos con los Portocarreros y con Juan Pérez de Alcega. Al don Fernando de Ludeña lo nombra Miguel en el Viaje del Parnaso:


Otros de quien tomó luego reseña
       Apolo, y era dellos el primero
       el joven don Fernando de Ludeña,
Poeta primerizo, insigne empero,
       en cuyo ingenio Apolo deposita
       sus glorias para el tiempo venidero...



Raro es, pero así ocurrió, que subsistiendo la deuda, prosiguiese la amistad, pues al frente de las Novelas ejemplares, entre otros versos del marqués de Alcañices, de Fernando Bermúdez Carvajal y de Juan de Solís Mejía, gentil-hombre cortesano, va un soneto regularcillo de don Fernando de Ludeña, que empieza:


Dejad, Nereidas, del albergue umbroso



y acaba


Que cuando no lo fuera para Apolo,
hoy se hiciera laurel, por ver ceñida
a Miguel de Cervantes la cabeza.



Donde se ve la paga del don Fernando en buenas palabras, ya que no en dineros.

No menos interesante debía de ser la historia cuyas consecuencias se advierten claras en esta manda del testamento de doña Magdalena:

«Ítem: mando asimismo a la dicha doña Constanza sesenta y cuatro ducados de dos panyaguas que me dio don Enrique de Palafox, caballero del hábito de Calatrava, que los ha de haber en virtud de la merced de Su Magestad, del pan y agua que se da a los dichos caballeros, para que en mi lugar la dicha doña Constanza los haya, de que me tiene dado poder el dicho don Enrique.»

Era éste un caballero aragonés, natural de Ariza, hijo de don Enrique y doña Ana de Palafox, perteneciente a la más rancia nobleza del reino. ¿Por qué hizo esa merced a doña Magdalena? ¿Se la hizo, tal vez, en consideración a su sobrina doña Constanza? No se sabe, pero novela ejemplar hay aquí, según todos los indicios.

Importa mucho este documento, porque en él se ve cómo Miguel y su familia estaban desengañados respecto de doña Catalina de Salazar y la suya. Doña Magdalena deja todos sus bienes futuros y actuales a su sobrina doña Constanza de Figueroa, la única alegría de la casa. En el mismo día y en el acto, Miguel cede a doña Constanza los derechos que le corresponden a la herencia de su hermano el alférez Rodrigo de Cervantes, muerto en las Dunas, y a quien se debía aún una gran cantidad por sus sueldos. Se ve la unión fraternal que había entre Miguel y doña Magdalena y el cariño que a su sobrina profesaban; se ve también que Miguel, conocedor ya del testamento hecho por su mujer doña Catalina ocultándoselo a él, correspondía, y ocultándoselo a ella, regalaba a su sobrina y no a su mujer la parte de herencia que podía pertenecerle, los únicos bienes que aún esperaba. De igual modo se advierte el absoluto olvido en que Miguel deja a su hija doña Isabel de Saavedra, con quien estaba entonces desavenido, por causa de su yerno Molina.

Llegados los sesenta y tres años, el horizonte iba cerrandosele a Miguel. Casi no le quedaban amores en el corazón; casi no le quedaban esperanzas. Las comedias y las Novelas ejemplares y hasta el mismo Quijote dormían a ratos; tal vez meses enteros iban cubriendo de polvo sus hojas.

A últimos de 1610 falleció doña Magdalena. Miguel y doña Catalina se trasladaron a Esquivias. Al divisar las lomas del lugar de su mujer, Miguel sentía el corazón amargo como las verdes aceitunas nuevas que en los olivares comenzaban a engordar; amargo como las verdes retamas que se erguían en las laderas.



Anterior Indice Siguiente