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ArribaAbajoCapítulo LI

Miguel en Esquivias. -Las «Novelas ejemplares». -La academia de Pastrana. -Bodas reales


Desde el huerto de los Perales al majuelo del camino de Seseña, paseaba Miguel sus sesenta y cuatro años, sin que las desilusiones minasen su eterno buen humor. Algunos achaques del corazón gastado le decían que la vejez estaba allí en su compañía, pero cierto que no con sus naturales pensiones de avinagramiento y desigualdad del carácter. Viviendo en Esquivias al amparo y con las rentas que satisfacía Francisco de Palacios, el buen clérigo que ya tenía por cosa propia los bienes de doña Catalina, y sin más conversación ni sociedad que la de los Ugenas y la de los Quijadas, amigos y parientes de la familia, no se amilanó ni se achicó el ánimo de Cervantes. Como era ante todo hombre, antes que literato, no experimentó entonces ni nunca el mal de la literatura, esa especie de diátesis o vicio de la sangre que mueve a muchos escritores a vivir entre escritores solamente y a no interesarse en otros asuntos que no sean de versos, novelas o dramas y a aburrirse y hastiarse con la conversación de los que ellos llaman hombres vulgares; ni participaba del odio al burgués, que hoy suele aquejar a cuantos tienen pluma o pincel entre las manos.

Rebelde era el espíritu de Cervantes para las grandes injusticias del mundo, para aquellas que hacen garra y tienen raíz en lo más hondo de la naturaleza humana, nunca para las pequeñas desigualdades o los menudos inconvenientes de la sociedad constituida. Don Quijote pelea con gigantes, no con gente villana y de humilde ralea. Don Quijote es rebelde contra la injusticia, el desafuero y la soberbia que oprimen a la humanidad, y en este concepto, no sólo es revolucionario, sino anarquista en el excelente sentido de esta palabra, pues desea que nunca prevalezca la maldad y que los hombres vuelvan a las dulzuras y bienandanzas de la edad de oro, por él mejor y más elocuentemente pintada que todas las utopías, ciudades del Sol y sociedades futuras por los grandes soñadores antiguos y modernos forjadas; pero, en cuanto a la marcha externa y actual de la vida, es Don Quijote conservador y amigo de que no se corte sino lo corrompido, ni se altere o derogue sino lo mal usado. Por eso Cervantes, aunque víctima de la mezquindad y pequeñez de alma de su cuñado y de sus convecinos, vivía contento con ellos, atendía benévolo a sus cortas y simples razones y entre ellos encontraba siempre algo aprovechable.

«No es malo ser poeta -pensaba y ponía en boca del paje de La gitanilla-, pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy bueno. Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima, cuyo dueño no la trae cada día, ni la muestra a todas gentes, ni a cada paso, sino cuando convenga y sea razón que la muestre», y pensándolo así, consolabase Miguel en sus paseos solitarios por la campiña toledana, solo con su poesía, porque esta «bellísima doncella, casta honesta, discreta, aguda y retirada... es amiga de la soledad, las fuentes la entretienen, los prados la consuelan, los árboles la desenojan, las flores la alegran» y si «parece que es pobrísima y tiene algo de mendiga» y es certísimo que «no hay poeta que sepa conservar la hacienda que tiene, ni granjear la que no tiene» como Cervantes podía acreditar con el ejemplo de su vida, también es verdad que «no hay poeta que no sea rico, pues todos viven contentos con su estado: filosofía que alcanzan pocos.» Así, cuando más apurado y pobre se veía, siempre pensaba Miguel como la gentil Preciosa: «Tengo yo un cierto espiritillo fantástico acá dentro que a grandes cosas me lleva» y cuando algunos de sus convecinos, hombres para quienes el mundo se contenía en los linderos de este olivar o de aquella loma y podía recorrerse y ararse todo con una besana larga, pensaban ser más expertos y avisados que él, Miguel meditaba y reía a sus solas, como quien ha visto mucho, mucho y sabe que «no tiene otra cosa buena el mundo sino hacer sus acciones siempre de una misma manera, porque no se engaña nadie sino por su propia ignorancia», como decía el dolido Ricardo en El amante liberal, y no ignora que «las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos» como argüía el licenciado Vidriera.

Con todo esto, dormía mucho y bien, siguiendo el consejo del mismo licenciado para remediar o evitar el mal de la envidia. «Duerme -pensaba-, que todo el tiempo que durmieres serás igual al que envidies» y no dejaba de darse sus atracones de lectura ni de consagrar tiempo a la meditación piadosa, porque creía, como los padres de Leocadia, en La fuerza de la sangre, que «sobre la sabiduría y la virtud no tienen jurisdicción los ladrones ni lo que llaman fortuna». No se le daba gran cosa de su pobreza, además, porque siempre recordaba que la mayor cantidad de dinero que en sus manos hubo no era suya y por habérsela entregado torpemente al tal Simón Freyre de Lima, le había valido más disgustos, cárcel, procesos y declaraciones que todas sus estrecheces y miserias, pero al propio tiempo no dejaba de pensar que las desazones a esta última causa debidas eran en él perdurable usufructo por sus días y así reflexionaba, como el celoso extremeño que «tan pesada carga es la riqueza al que no está usado a tenerla ni sabe usar de ella como lo es la pobreza al que continuo la tiene. Cuidados acarrea el oro y cuidados la falta dél, pero los unos se remedian con alcanzar alguna mediana cantidad y los otros se aumentan mientras más parte se alcanza» y aun cuando en ratos de mal humor juzgaba que los dichos y pensares de los pobres no tienen eco ni utilidad, porque el sabio perro Cipión dijo que «nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fué admitido», y que «la sabiduría en el pobre está asombrada, que la necesidad y miseria son sombras y nubes que la obscurecen y si acaso se descubre, la juzgan por tontedad y la tratan con menosprecio», y su coloquiante el perro Berganza certificó «que al desdichado, las desdichas le buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos rincones de la tierra», acogíase al prudente remedio de su filosofía sin dar gritos, hacer aspavientos ni proferir quejas, escribiendo aquello de que «cuando las miserias y desdichas tienen larga la corriente y son continuas, o se acaban presto con la muerte o la continuación dellas hace un hábito y costumbre en padecellas que suele en su mayor rigor servir de alivio». Con éstas y otras reflexiones que iba intercalando en el texto de las Novelas ejemplares templaba el desabrimiento y la inseguridad de su situación, si por acaso éstas eran cosas que le acongojasen de veras.

Si al componer la primera parte del Quijote, conocía él que estaba haciendo un libro inmortal, único y solo, al aderezar y rehogar las Novelas ejemplares, ya compuestas en fechas y ocasiones distintas, bien se le alcanzaba que estas narraciones habrían de entretener al mundo entero, y al mismo tiempo no dejaba de pensar en la tercera salida del caballero de los Leones, ni de imaginar a cuánto estaba obligado su ingenio para que la segunda parte respondiese o sobrepujase a la primera y al valor y mérito de las Novelas ejemplares.

Apaciguados los sinsabores domésticos, aceptada por Cervantes con singular grandeza de alma la situación en que la familia de su mujer le había colocado, como si un hombre insignificante y para poco fuera, aún hubo necesidad de que a principios de 1612 firmase doña Catalina otro nuevo documento, repitiendo la partición de bienes hecha y cediendo o regalando a su hermano Francisco de Palacios la mejora del tercio y quinto que a ella le pertenecía, en atención a que el astuto clérigo había pagado los censos y obras de dichos bienes. Y para mayor irrisión, en esta escritura aparece una vez más hipotecado al cumplimiento de ella el pequeño majuelo del camino de Seseña (cuatro aranzadas y media, es decir, poco más de mil cepas y hasta un centenar de olivas), único bien que en caso de morir doña Catalina había de tocar a Cervantes. ¿Era éste el amor entrañable y solícito, era ésta la terneza y blandura de corazón que algunos biógrafos ponderan en la mujer del grande hombre?

En estas cavilaciones pasó todo el año de 1611. Durante él, la desavenencia de Cervantes con su yerno Luis de Molina creció considerablenlente. En 17 de septiembre, Luis de Molina, que había regañado con el secretario Juan de Urbina por ciertos negocios mal proyectados por el uno y peor realizados por el otro, pidió ante el juez o alcalde Ramírez Fariñas que Cervantes y Urbina hiciesen efectivos los dos mil ducados ofrecidos en las capitulaciones matrimoniales de doña Isabel de Saavedra. En 29 de noviembre, el generoso Juan de Urbina pagó la mayor parte de la cantidad, esto es, diecinueve mil reales, a las veinticuatro horas de ordenada la ejecución judicial, y Molina se dio por satisfecho y pagado de ellos y de los tres mil reales que restaban. Claro está que Urbina pagó esta cantidad de su bolsillo, pues no hay que pensar a Cervantes en disposición de hacerlo. El compromiso moral creado, por este noble proceder de su amigo Juan de Urbina obligó a Cervantes a buscar medio de remunerarle o resarcirle en alguna manera de tan importante sacrificio pecuniario.

Vino Miguel a Madrid, volvió a frecuentar las librerías, a buscar la compañía y trato de los escritores famosos. Había conocido años antes, cuando vivía en la calle de la Magdalena, a dos caballeros mozos, muy gentiles poetas y valientes soldados, que se llamaban don Diego y don Francisco de Silva y pertenecían a la casa de Pastrana, siendo, por tanto, vecinos de Cervantes. Del don Francisco, dijo en el Viaje del Parnaso:


    Este gran caballero que se inclina
a la lección de los poetas buenos
y al sacro monte con su luz camina
    Don Francisco de Silva es, por lo menos,
¿qué será por lo mas? ¡Oh, edad madura
en verdes años de cordura llenos...!



Fundó este gentilhombre en el propio palacio de Pastrana una academia llamada Selvaje, a la cual asistían los más floridos ingenios de España. Otras academias; cenáculos y parnasillos habría en la corte, pero ninguna tan lucida como la de la casa de Pastrana. En ella, como en todas partes, llevaba la voz y no admitía réplicas ni rivales un académico, mejor sería decir, un hombre torrencial e impetuoso que todo lo dominaba: Lope de Vega Carpio.

Sucedió que por casualidad o adrede se encontrara Cervantes con su amigo don Francisco de Silva y éste le invitó a que asistiese a algunas reuniones de su academia. Allá fue, con sus achaques y sus desengaños, Miguel y presenció las disputas literarias que enzarzadas solían parar en gresca y tremolina. El 2 de marzo de 1612, escribía Lope de Vega al duque de Sessa: «Las Academias están furiosas: en la pasada se tiraron los bonetes dos lizenziados: yo leí unos versos con unos antojos del Zervantes que parecían huevos estrellados mal hechos...» En estas cortas frases no es necesario ser muy suspicaz para ver claramente que si Lope se había reconciliado con Miguel no le apreciaba nada. El Zervantes seguía no siendo santo de su devoción. Quizá había leído Cervantes algunas de las Novelas ejemplares en la Academia de Pastrana; quizá había hablado una vez más de sus comedias. Lope era absoluto, único, como casi todos los hombres de genio. Podía conceder que Cervantes tuviese un gran talento, que fuese un poeta más versado en desdichas que en versos, pero no toleraba, no aguantaba que pudiese hacerle sombra un día u otro y no se ha de creer que otros chicos y cicateros motivos impulsaban a Lope, a quien aún no habían tocado en el alma las primeras chispas del arrepentimiento humano, leña que alzó muy fuerte y súbita llama y que muy pronto se consumió. No: Lope era solo, por su estilo y en su manera. Lope era el monstruo de la Naturaleza. Lope gozaba de la popularidad que él mismo había despertado, Lope había sacudido, agitado y hecho saltar muchos miles de corazones, y ejercía el mero y mixto imperio en los nervios de todas las mujeres de España. Privilegios son éstos que no se comparten. No, si no proponedle a un emperador o a un rey que entreguen a otro la mitad de su corona y de su poderío, aunque crean y sepan que vale más que ellos. El odio de Góngora y su enemistad podían irse handeando y trampeando con cuatro letrillas, sonetos y migajas de conversaciones epigramáticas. El crecimiento de la personalidad de Cervantes, cuyo nombre y cuyo pensar más lentamente, pero con mucha más seguridad y profundidad que el de Lope en sus obras dramáticas y líricas, iban conquistando el ánimo del público y no de éste o de aquél, sino de todos, grandes y chicos, no era un hecho despreciable para Lope.

No volvió éste a decir mala palabra de Cervantes, sino que le elogió cuanto pudo, con urbanidad pero sin entusiasmo. La ojeriza que le tuvo cuando joven se había cambiado en simple prevención muy justificada. Mirémoslo hoy desapasionadamente y aún nos parecerá caso increíble que dos hombres tan grandes viviesen al mismo tiempo como que dos soles al par alumbrasen a la tierra: y aún creeríamos esto y veríamos a los dos soles frente a frente, pero lo que no cabe en los términos de lo humano es que no tuviesen celos uno de otro.

Si no los hubiesen tenido Cervantes de Lope y Lope de Cervantes, hubieran dejado de ser hombres y no siendo hombres, siendo solamente literatos o poetas, ya los habríamos olvidado, como empezamos a olvidar a Góngora, a pesar de ser, como poeta, el más grande, el más fino, el que más variedades arcanas de belleza ha revelado, el que ha logrado estimular mayor número de sensaciones, el que más ha enriquecido el diccionario y la sintaxis, el más obscuro cuando quiere y el más claro cuando se le antoja. Por hombres, no por poetas, se salvan del olvido y en los siglos descuellan Cervantes y Lope y de hombres es el odio pasión fecunda, bien mirado, más fecunda que el amor para la producción intelectual. La agridulce referencia de Lope al Zervantes muestra con toda claridad lo que hoy día llamamos un estado de alma respecto de Miguel; y asimismo prueba cuánto había crecido la consideración de que éste gozaba.

En tanto Cervantes trataba con Francisco de Robles la venta de las Novelas ejemplares y cuidaba de su impresión y corrección, nuevos y grandes sucesos agitaban a la corte, y antes que en ninguna parte eran conocidos en el palacio de Pastrana, como que el jefe de la casa, el príncipe de Mélito, duque de Pastrana y de Francavila, estaba encargado nada menos que de trasladarse a París, para acordar y ajustar el casamiento del príncipe heredero don Felipe, después Felipe IV, con la princesa Isabel de Borbón, hija mayor del difunto rey de Francia Enrique IV y de su mujer, la reina María de Médicis. Al propio tiempo llegaba a Madrid el duque de Mayenne o de Umena, como le llamaron los madrileños, con granada comitiva, para ajustar asimismo la boda de la princesa primogénita de Felipe III, doña Ana de Austria, con el nuevo rey de Francia, Luis XIII. El 20 de agosto se firmaron simultáneamente en París y en Madrid las estipulaciones de ambos matrimonios.

Grande fue la alegría en Francia y en España, no chicos los recelos en Inglaterra. Desde entonces arrancan las poco provechosas simpatías de los españoles para los franceses como de bastantes años antes el funesto odio a Inglaterra. No fue posible entenderse con Francia en los tiempos de aquel gran rey Enrique IV, que siempre olía un poco a azufre, y este tufillo no lo podían soportar las escurialenses narices; ni Enrique IV veía con buenos ojos a un rey y a una nación que habían expulsado cruelmente, rápidamente, radicalmente, brutalmente, a los moriscos, como gustan de realizar las malas ideas los gobernantes españoles, a quienes siempre complació más un momento de arbitrariedad popular que diez años de buenas, pequeñas, lentas y útiles reformas.

Pero, muerto Enrique IV, y reemplazado su olor de azufre diabólico por el santo olor a cirio y a incienso que el apocado, beato y gurrumino Luis XIII se complacía en olfatear tanto como el gurrumino, beato y apocado Felipe III, no hubo dificultades, para que España y Francia se entendieran. Francia comenzaba a copiarle a España su literatura y su gobierno. Las ficciones de nuestros novelistas y dramaturgos eran aderezadas y servidas con la picante salsa francesa para regalar los paladares de damas y caballeros de Luis XIII; imitaba este monarca también a nuestra corte en sus peores usos. Enrique IV no había tenido favorito, como no lo tuvo nuestro Felipe II. Luis XIII tuvo favoritos, como los tuvo Felipe III. El concepto y la práctica del régimen monárquico y aristocrático iban transformandose en Francia como en nuestro país.

De todos los preparativos, fiestas y regocijos motivados por la amistanza entre españoles y franceses, ninguno impresionó tanto a Cervantes como la noticia, que tuvo por relación en prosa que imprimió un don Juan de Oquina, del magnífico torneo celebrado en Nápoles el 17 de abril, y cuyo cartel firmaban como mantenedores los cavalleros del Palacio encantado de Atlante de Carena, que eran, el primero el conde de Villamediana, don Juan de Tasis,


este varón en liberal notable,
       que una mediana villa le hace conde
       siendo rey en sus obras admirable,
éste que sus haberes nunca esconde,
       pues siempre los reparte o los derrama
       ya sepa adonde o ya no sepa adonde,
éste a quien tiene tan en fil la fama
       puesta la alteza de su nombre claro
       que liberal y pródigo le llama...



El segundo,


       ... el mancebo generoso
       que allí desciende de encarnado y plata,
       sobre todo mortal curso brioso,
es el conde de Lemos, que dilata
       su fama con sus obras por el mundo
       y que lleguen al cielo en tierra trata...
El duque de Nocera, luz y guía
       del arte militar, es el tercero
       mantenedor deste festivo día.
El cuarto, que pudiera ser primero,
       es de San Telmo el fuerte castellano,
       que al mesmo Marte en el valor prefiero.
El quinto es otro Eneas el troyano,
       Arrociolo, que gana en ser valiente
       al que fué verdadero por la mano...



Aunque se equivocara Cervantes, como el diligente Benedetto Croce ha demostrado, y confundiera al duque de Nocera con el caballero calabrés Donato Antonio di Loffrado, duque della Nocara, y a un Arrociolo con don Troyano Caracciolo, por ser éstos dos jóvenes italianos a quienes no conocía, bien claro da a entender cómo se le hizo la boca agua al oír contar o leer la caballeresca función, el teatro y máquina que a costa del noble don Juan de Tasis trazó el arquitecto e ingeniero mayor del reino de Nápoles Julio César Fontana, ahijado del célebre Dominico, y cuyas obras de maquinaria escénica se admiraron diez años más tarde en los jardines de Aranjuez.

Era un monte alto de sesenta palmos, hórrido y alpestre, en cuya cumbre se alzaba el palacio del mago Atlante en la misma forma y hechura en que lo describe Ariosto en el Orlando, y en él se veían selvas espesísimas y cavernas hondas... Pelearon como buenos los caballeros, y la fiesta se completó con otras muchas de comedia y farsa, de las que ordinariamente se celebraban en el palacio del virrey, y en las que, según cuenta el desengañado Diego Duque de Estrada, tomaban parte los individuos de la Academia de los Ociosos, por el conde de Lemos establecida para que nada faltase en su palacio, sin que se desdeñara el gordo rector Bartolomé Leonardo de vestirse ridículos atavíos femeniles y de hacer bufas contorsiones para risa de damas y caballeros; cosa, ¡notese bien!, a que no quiso llegar aquel buen Pedro Pérez, el cura del Quijote, alegre y desenfadado como el que más, pero harto digno para no arrepentirse en cuanto una vez se le vino a las mientes vestirse faldas, aun cuando era con el laudable propósito de desengañar a Don Quijote. Ya sabían, ya sabían lisonjear y ser cortesanos los Lupercios, tan rígidos censores de los vicios de su época, y bien se ve que si Cervantes hubiese ido a Nápoles con el conde de Lemos, los Lupercios le habrían puesto de lado o le habrían reembarcado para España.

A estos pensamientos y a estas dulces remembranzas de la amada Nápoles venían a juntarse en el ánimo de Miguel las noticias de que el conde iba a publicar o había publicado a sus expensas multitud de libros originales de escritores cortesanos suyos, entre ellos la nueva traducción de Tansilo Lágrimas de San Pedro, por fray Damián Álvarez, el Tratado de la Música Theórica y práctica, de Pedro Cerón, y la curiosísima obra Varias aplicaciones y transformaciones, por el alférez don Diego de Rosell y Fuenllana, en elogio del cual compuso Cervantes dos sonetos.

El pensamiento de Miguel vagaba de Madrid a Nápoles. El rojo incendio de la inmortal ciudad al ponerse el sol todas las tardes se le antojaba al viejo autor que aún le relucía en sus ojos cansados de présbita. Y con aquella luz en las pupilas o en la mente escribió esa breve obra maestra que se llama el prólogo de las Novelas ejemplares, donde legó a la inmortalidad su retrato, diciendo: «Este que veis aquí de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos, porque no tiene sino seis y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros, el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies: éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha y del que hizo el Viaje del Parnaso... y otras obras que andan por ahí descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño; llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra...»




ArribaAbajoCapítulo LII

Visita a Alcalá de Henares. -La casa y el camino. -El vecino Lope. -Cervantes, ingenio de esta corte


En el verano de 1613, no se sabe por qué ni para qué, estuvo Miguel en Alcalá de Henares. No encontró allá parientes ni amigos. En Alcalá de Henares había muchas más cosas en qué pensar que en si había allí nacido un poeta que no era Lope. La ciudad había variado no poco de aspecto y manera de vivir. Los desórdenes y osadías de los estudiantes crecieron y se hicieron consuetudinarios.

Leed, no la grave Historia de las Universidades, del académico señor Lafuente, sino La vida del buscón Don Pablos, y decidme si es posible que en Alcalá se conservaran la disciplina ética y el respeto social necesarios para que la Universidad hiciese una labor fecunda. Como consecuencia de la zozobra en que los estudiantes traían constantemente a la ciudad no universitaria, emigraron poco a poco de Alcalá los rancios linajes complutenses, fueron borrandose los escudos y blasones de las casas solariegas, cuyos moradores iban a aumentar la confusión hirviente en la olla podrida de Madrid; sólo algún fanfarrón armatoste italianesco, tal como el de la fachada de los Lizanas, conservaba con dignidad el aparato nobiliario. Las demás casas, convirtiéndose en hospedaje de estudiantones y albergue de dómines Cabras, se aplebeyaban de día en día. Miguel no halló quien le conociese, quien le entendiera y, en cambio, pudo observar cuán diferente era la fiereza y desorden del trato entre los estudiantes de Alcalá y aquella noble cortesanía y urbano proceder de los de Bolonia.

Italia, que, en pasados tiempos, había enviado aquí lo mejor, lo más fino y brillante de sus luces, ya no lo hacía, y no es necesario atribuir a Miguel una penetración inverosímil para poner en su pensamiento la idea que hoy vemos bien clara de cuán graves perjuicios habían de seguirse y se han seguido de que los españoles apartáramos de la luz de Italia nuestros ojos y los volviéramos, como entonces ya estábamos volviéndolos, hacia Francia, la cual en un principio no fue para nosotros un faro ni un foco, sino un espejo que nos devolvió, primero en su tamaño natural y después aumentadas grotescamente, nuestras dotes y nuestras macas nuevas y añejas. Lo que en toda la nación comenzaba a advertirse ya se notaba en Alcalá de Henares. No existía allí una ventana abierta hacia Italia, y el saberloy sentirlo hubo de causar a Cervantes tanta impresión, por lo menos, como el no encontrar casi nadie que le reconociera.

El desengaño de no ver proseguirse lo que él creía en su juventud comenzado con la mayor firmeza y solidez no le hizo desanimarse en sus proyectos. Ya sabía él que si en las Novelas ejemplares había algo o bastante de fuente italiana, mucho había también de pura cepa española y, aunque quizás le costó trabajo, hubo de persuadirse de que esto último era lo mejor. En sus soledades de Esquivias había aprendido a escuchar el silencio, él cuyos oídos se avezaran al estruendo y fragor de los cañonazos y al barullo y algarabía de las galeras, de los puertos, de las cárceles y de los baños de Argel.

El hombre que escucha el silencio, el que sabe estimar lo que la soledad vale, es el verdadero superhombre. ¿Creíais que nunca fue Cervantes un gran pensador solitario, como los amamos y los buscamos ahora? Pues ved a este hombre de la tertulia del librero Villarroel y de la academia de casa de Pastrana y del mentidero de representantes, vedle abandonado a sí mismo cantar en el capítulo XX del libro III del Persiles aquellas estrofas de poética y dulce blandura: «¡Oh, soledad, alegre compañía de los tristes! ¡Oh, silencio, voz agradable a los oídos donde llegas, sin que la adulación ni la lisonja te acompañen! ¡Oh, qué de cosas dijera, señores, en alabanza de la santa soledad y del sabroso silencio!... ¡Oh, vida solitaria, renta libre y segura que infunde el cielo en las regaladas imaginaciones, quién te amara, quién te abrazara, quién te escogiera y quién, finalmente, te gozara!» Mas fue tal su desgracia, que ni aun de la soledad pudo gozar ni con el silencio regalar sus fatigados oídos.

Nos hallamos ya en los tres últimos años de la vida de Cervantes y vemos que fueron estos tres los de más desenfrenada actividad literaria, aquellos en que, poseso de su inmortalidad y consciente de su inmenso valer, se daba prisa y prisa a aprovechar el tiempo y aun quería detener los pasos de la muerte, como Josué el sol, para seguir combatiendo. Amaba la soledad cuando ya no podía aprovecharse de ella; estimaba y anhelaba el reposo cuando ya no le era dable en manera alguna reposar; conocía su genio creador cuando no le quedaba espacio para que tantas creaciones cuajasen y se solidificaran.

Así le vemos en el prólogo de las Novelas ejemplares, dominado por la obsesión de sus obras futuras, anunciando al lector «con brevedad, dilatadas las hazañas de Don Quijote y donaires de Sancho Panza. Tras ellas (tras las Novelas ejemplares) si la vida no me deja -dice lleno de vagos presentimientos- te ofrezco los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro... y luego Las semanas del jardín.» Y por si acaso la muerte llegaba antes de realizar tales propósitos, no dejaba de pintar su retrato para la posteridad, único cierto que poseemos, siendo cuantos se han pintado meras fantasías absolutamente faltas de grandeza estética y de precisión humana.

La lucha que en el alma de Cervantes demuestran estos tan vanos proyectos era perfectamente lógica y se ve con gran claridad. Para el entretenimiento y la edificación moral escribía y publicaba sus Novelas ejemplares, reflejos de Italia, de Sevilla y de Toledo, pero no eran aquéllas, ni tampoco las comedias que ya no ofrecía siquiera a los comediantes, avasallados por Lope, lo que turbaba y aprehendía su espíritu.

En él vino a introducirse la duda de si aquellas narraciones circunstanciales y pasajeras, retratos de un estado de cosas que no había de durar y reflejos de unas costumbres que podían pasar de un momento a otro, cambiando las ciudades, como había cambiado Alcalá en cincuenta y tantos años, tendrían fuerza e interés bastantes para salvar su nombre de la obscuridad de los siglos. Llegó a pensar que el concepto de la existencia humana por él formado no tenía suficiente exactitud. Y como habían luchado en su interior el amor al silencio y a la soledad con la afición al ruido y a la turbamulta, peleaban ahora recio combate los dos grandes alicientes de la vida humana, la casa y el camino. En la segunda parte del Quijote, que ya casi acabada tenía, la casa parecía triunfar del camino, la vida quieta y reposada sobre la vida aventurera; en ella salían tan gratas representaciones de la tranquilidad burguesa como el hogar del discreto caballero del Verde Gabán, tan sabrosas imágenes de la rústica holgura como las bodas de Camacho el rico, tan espléndidas visiones del vivir aristocrático cual los capítulos, casi la mitad del libro, que pasan en el castillo de los duques y tan suaves pinturas del bienestar accesible ya a las personas ricas aunque no fueran de la alta nobleza como las escenas que en casa de don Antonio Moreno en Barcelona ocurren; finalmente, en la segunda parte del Quijote, aunque tal vez el final aún no lo viese enteramente claro Miguel, Don Quijote moría en la cama, como buen cristiano, renegando de sus locas aventuras. La vida era razón, era calma, era sosiego.

Pero tan poco seguro estaba Miguel de la certeza de este razonar, que al mismo tiempo iba labrando en las oficinas del entendimiento la luenga fábula de los Trabajos de Persiles y Sigismunda, en donde todo es camino, todo aventura, mutación y zozobra y las más variadas sensaciones sacuden el ánimo de los personajes y traquetean a los lectores de aquí para allá, siguiendo un itinerario fantástico, propio para cansar y fatigar a todo otro ingenio que no hubiera sido el mayor de España.

¿Cuál de los dos conceptos era el exacto? En sus últimos días, pensó Cervantes que el contenido en el Persiles. Mientras construía las dos obras, unas veces se acostaba a este parecer y otras veces al contrario. Y de todas maneras, apenas si concebimos la agitación en que vivía Miguel, más joven a los sesenta y seis años que a los veinte o más favorecido, por lo menos, con las dotes ordinariamente asignadas a la juventud, la viveza y frescura de la imaginación, las cuales aumentan considerablemente en la segunda parte del Quijote, y llegan a las lindes de la excitación hiperestésica en el Persiles.

¿Será muy aventurado pensar que esas Semanas del jardín, ya comenzadas en esta época y de las que en el lecho de muerte aún le quedaban ciertas reliquias y asomos, eran un libro de reposo, un libro de calma y de casa y no un libro de camino y de agitación? Desde la altura de sus sesenta y seis años contemplaba Miguel el panorama de su vida y encontraba en ella mucho más camino que posada, pero ¿no expresaría en esas Semanas del jardín su aspiración ideal al goce de la soledad y a la música del silencio, que con tan lindas palabras cantó? ¿No pensó el humano Cervantes, como el humanísimo Cándido de Voltaire, que el fin último de la vida es el cultivo del propio jardín? ¿Acaso no es ésta una eterna aspiración de la Naturaleza y en los remotos libros de la Sagrada Escritura no se presenta el Paraíso terrenal, que es como la Edad dorada, en forma de jardín ameno, y en los viejos mitos griegos y fenicios no hay un jardín de las Hespérides para coronar y premiar los esfuerzos dilatados del atrevido nauta?

Este título de Las semanas del jardín, anunciado ya en las Novelas ejemplares, nos sume en la mayor perplejidad. ¿Qué se haría de ese libro clave? ¿Cuál sería el concepto definitivo que en él se contuviera? Y la escasa estimación que ya nos merecía la mujer de Cervantes disminuye aún más al reparar el ningún cuidado que tuvo en recoger los manuscritos de su marido, porque, sin duda, aún después de muerto él y de aprovechado en lícita venta el original del Persiles, pensaba con su criterio mezquino de lugareña casi rica que todas aquéllas eran liviandades y locuras.

En medio de estas cavilaciones, Cervantes no mejoraba de fortuna. No pudo pagar la impresión ni el papel de las Novelas ejemplares, y hubo de abonarlo Francisco de Robles, quien, naturalmente, por este hecho, ya tenía cogido a Miguel y casi obligado a venderle los privilegios que había ido sacando. Así se hizo el 9 de septiembre de 1613.Miguel vendió las Novelas ejemplares en precio de mil seiscientos reales y veinticuatro cuerpos o volúmenes del libro. Piensen y digan lo que quieran quienes juzgan de estas cosas con el criterio y las ven con los ojos de hoy, no fue una mala venta, ni mil seiscientos reales era una cantidad despreciable, aunque en realidad se hubiese encarecido la vida considerabilísimamente, gracias a la detestable administración, a la venalidad y al fraude, que comenzaron a constituir entonces un sistema de gobierno.

Repitamos el argumento hecho ya a propósito de La Galatea.

Cervantes no era considerado entonces, ni mucho menos, como el mayor de los ingenios de la corte. Cervantes era pobre. La celebridad suya, con ser tan grande que había pasado las fronteras, no era, en verdad, materia cotizable todavía. En aquellos años solamente fue cuando Miguel cayó en la cuenta de que podía, en efecto, ganarse la vida con la pluma, siempre que no le faltaran los auxilios del conde de Lemos y los reparos del ilustrísimo don Bernardo de Sandoval. ¿Acaso -digamos una vez más- no conocemos hoy ingenios cuyas primeras obras han sido muy elogiadas por el público y por la crítica y a quienes ningún editor pagaría por otra obra nueva una cantidad equivalente a la que Francisco de Robles dio a Miguel? ¿Sabemos hoy, podemos adivinar, quién de los novelistas y poetas conocidos y famosos que viven será inmortal o si no lo será ninguno?

Pocos meses después de vendidas las Novelas ejemplares comenzaban a cobrar los herederos del alférez Rodrigo de Cervantes los sueldos atrasados que se le debían, cuyo total no se remató de percibir hasta 1654: la cantidad que la nación adeudaba a aquel héroe de la Tercera, muerto en las Dunas, eran sus haberes de varios años e importaba 71.543 maravedís. A Miguel le daba de un golpe Francisco de Robles por el privilegio de las Novelas ejemplares 54.400 maravedís. ¿Puede afirmarse con razón que era esta suma despreciable, relativamente a lo que no percibió el valiente soldado que murió peleando como bueno? ¿Excedían las letras a las armas en punto a las recompensas que por ellas se conseguían? Para colocarnos en un punto de vista acertado no habrá sino pensar y decir claramente que ya entonces la nación era pobre, que no existía aquí sino bambolla y apariencia, que todo estaba mal pagado, letras, armas y lo demás, y que sólo el hecho de seguir viviendo en España sin protesta constante y violenta era indicio de una abnegación y una magnanimidad dignas de los mármoles y de los bronces. La arbitrariedad y la injusticia, la desidia y la pereza, la ignorancia y el orgullo vano se enseñoreaban de los de arriba y de los de abajo. Para pintar semejante estado social y político, Cervantes volaba demasiado alto. Eran precisos ingenios que a ratos tuviesen las alas del águila y a ratos las del murciélago, como el señor de la Torre de Juan Abad.

Grandes fueron la aceptación y el agrado con que se leyeron las Novelas ejemplares. Ellas colocaban definitivamente a su autor en la fila y gremio de los llamados ingenios de esta corte. Al fin lograba, por su propio esfuerzo lo que no consiguió, lo que tal vez no intentó con ahínco en Sevilla, penetrar en el sagrado recinto de los literatos. No hubo aquí un Francisco Pacheco que retratase a los intelectuales de su época, pero por seguro puede tenerse que sus caras y maneras no diferirían gran cosa de aquellas caras regalonas y optimistas ni de aquellos empaques señoriles de los poetas amigos de Pacheco. No era todavía un oficio ni una manera de vivir el ser literato, ni siquiera para el dichosísimo Lope. Éste, como los otros, era un cortesano, y si el rey y la corte se movían, como solían hacerlo con frecuencia, ansiosos de fiesta y diversión, Lope tenía que seguir al rey y a la corte adonde fueran.

Era Cervantes vecino del Fénix de los Ingenios, pues vivía éste en la calle de Francos, y Miguel, primeramente en la de las Huertas, frente a las casas donde se hospedaba el príncipe de Marruecos, y después en la casa donde murió, calle del León, esquina a la de Francos, que era propia de su amigo el presbítero don Francisco Martínez Marcilla. Además se encontraban frecuentemente Miguel y Lope en las funciones y ejercicios de la Venerable Orden Tercera a que ambos pertenecían. Desde la segunda mitad del año 1612 fue Lope de Vega más que nunca asiduo a estas devociones. Una gran desgracia, la que más hondamente sintió en toda su vida, le había asestado golpe rudísimo: la muerte de su hijo Carlos Félix, niño de siete años, de gentiles prendas y en quien Lope tenía puestos sus ojos y su corazón. Cantó sus dolores el llagado padre en aquella inmortal canción:


Este de mis entrañas dulce fruto...



donde el sentimiento paternal aparece sangrando y gimiendo por una vez más fuerte y profundo que en ninguna otra obra en España escrita. Ya en esta elegía incomparable se vislumbra que el dolor de sus entrañas había de conducir a Lope al arrepentimiento de sus pecados y extravíos. Pero a esta desgracia sucedió como natural secuela la muerte de la esposa de Lope, doña Juana de Guardo, que falleció de sobreparto a primeros de 1613. Quedó el poeta solo en su casa sin más sombra que la suya propia y la de su buena criada Catalina. Recogió entonces a sus dos hijos naturales, Marcela y Lope Félix.

Vivía casi enfrente de Cervantes. Viejo estaba Miguel, maduro Lope. Los años y las mayores desgracias habían pasado sobre sus rencillas y malquerencias. Lope y Miguel volvieron a saludarse. Las desventuras siempre son comunicativas, mayormente tratándose de un hombre tan necesitado de exteriorizar todos sus internos afectos como Lope de Vega, quien, digan lo que quieran sus poesías que íntimas parecen, no acertaba a vivir solo consigo mismo. Pensaba, sí, ir y venir a sus soledades, pero sólo estaba en ellas una hora y muy luego había de dar pasto a su genio indomable haciendo, hablando, escribiendo, en constante actividad. Al ocurrirle las dos terribles desgracias seguidas, se acogió con nerviosa prontitud al sagrado de la V. O. T. en donde no faltaban hermanos piadosos y compasivos que le recordasen cómo, al entrar en aquella santa congregación, escribió Lope sus famosísimos Quatro soliloquios al arrepentimiento y conversión del pecador, también titulados en la edición de Valladolid Quatro soliloquios de Lope de Vega Carpio, llanto y lágrimas que hizo arrodillado delante de un Crucifijo pidiendo a Dios perdón de sus pecados después de haber recibido el hábito de la Tercera Orden de Penitencia del Seráphico Francisco. Es obra importantísima para cualquier pecador que quisiese apartarse de sus vicios y començar vida nueva. En este título en el que, como en la obra que le sigue, puso Lope, cual en todas las suyas, su alma entera, se ve la sinceridad absoluta de sus sentimientos... y también se trasluce o lo traslucimos después de leer los Soliloquios, la escasa confianza que él mismo tenía de perseverar en su contrición.

Muerto su amado hijo Carlos Félix, muerta su buena y pacientísima mujer doña Juana, los afectos de arrepentimiento crecían en el conturbado corazón de Lope. De seguro se los comunicó a Cervantes, ya en las reuniones piadosas de los terciarios, ya en la imprenta de Juan de la Cuesta, donde solían encontrarse, y de seguro que Cervantes le animó a publicar el cuadernito titulado Contemplativos discursos de Lope de Vega a instancia de los hermanos Terceros de Penitencia del Seráfico San Francisco. Uno es un coloquio entre San Juan y el Niño Jesús, refiriendo todos los passos de su Passion y muerte. Otro la negación y lágrimas de San Pedro. Lo que el arrepentimiento nuevo de Lope duró, su historia lo dice, pero aquí sólo se ha de apuntar como cosa colegible y hasta probable que, en la V. O. T. se vieron y se reconciliaron, no sin reservas mutuas, Cervantes y Lope que, por la vecindad, se veían a diario. Prenda de esta reconciliación fueron algunas citas del nombre de Cervantes hechas de pasada y no siempre con gran elogio por Lope en algunas de sus comedias, como en El premio del bien hablar, cuando pregunta don Juan:


¿No es Leonarda discreta? ¿No es hermosa?



y le contesta Martín:


    ¿Cómo discreta? Cicerón, Cervantes,
Juan de Mena, ni otro después ni antes,
no fueron tan discretos ni entendidos.



Consecuencia de ello fue también el que en el Viaje del Parnaso, cuando ya iban nombrados muchos poetas buenos, regulares y malos, como defensores del Parnaso, cayese allí Lope de Vega, llovido del cielo:


    Llovió otra nube al gran Lope de Vega,
poeta insigne, a cuyo verso o prosa
ninguno le aventaja ni aun le llega...



Hay en todas estas y otras muchas expresiones entre los dos grandes hombres cambiadas, momentos de sinceridad y franqueza y otros de artificio y conveniencia o miramiento social. Conocíanse ya mutuamente, pero no se acababan de estimar, ni quizá de comprender en el respeto artístico ni en el particular y amistoso. No puede afirmarse de plano que los odios subsistiesen, aunque las fuentes del odio no se habían agotado en el alma de Cervantes, quien hasta en esto mostraba su brío juvenil. Tampoco puede aseverarse que llegaran en ningún momento ambos a una completa y franca inteligencia. Eran vecinos, se veían, el dolor los había juntado por un instante y los movimientos de la corte volvían a separarlos. De todas maneras, ya era Cervantes un ingenio de esta corte, y su nombre sonaba bien en todos los oídos y la discreción y moralidad de sus Novelas ejemplares hallaban grata acogida en los criterios más graves y reparones.

Para acabar de entremeterse en aquella sociedad, componía en los ratos en que descansaba del Quijote, y del Persiles, los áureos tercetos del Viaje del Parnaso, que no supo leer siquiera el señor don Manuel Josef Quintana, quien jamás hizo versos tan llenos de sentimiento y de nobleza como toda la parte autobiográfica en este admirable poema contenida.

Desdichadísimo en los versos, dijo el señor Quintana que había sido Cervantes. Afortunadamente, han llovido más siglos sobre el poeta de la vacuna, que sobre el del Quijote, con no hacer todavía cien años que murió Quintana. Bien muerto está el buen señor, y bien vivo, cada vez más vivo, el desdichadísimo Cervantes.

Pero si con el Viaje del Parnaso, que ya tenía en el telar, intentaba ganarse la confianza y la gratitud de todos los demás poetas cortesanos, no parece creíble que, dadas sus muchas ocupaciones y el gigantesco esfuerzo que estaba realizando y que había de hundirle en el sepulcro, pudiese Miguel frecuentar el trato y sociedad de todos aquellos señores. Más seguro es que anduviera cada vez menos y escribiera cada vez más. Con aquellas dos ingentes fábulas del Quijote, y del Persiles en la cabeza, debía de vivir en un mundo de ensueño y de pesadilla, dándose escasa cuenta de sus impresiones, sintiéndose otro yo escribiente y pensante distinto del yo andante, corriente y moliente. De este modo, su fe en sí mismo, lejos de abatirse, crecía y se afirmaba.

Con ella no dejaba de crecer su fe divina. Solo en su casa, no oía más ruido que el lento rezongar de su sobrina y de su mujer que, en un rincón, removían sus rosarios. Su amigo y casero el clérigo don Francisco Martínez Marcilla le visitaba, tenía con él conversaciones discretas y apacibles, más de casa que de camino. Afuera, en la calle del León, vociferaban los comediantes en el mentidero. Pasaba Lope, se le quitaban todos los capelos con grandes reverencias.

Desde su ventana, Cervantes veía en un breve espacio la gran comedia del mundo.




ArribaAbajoCapítulo LIII

El Viaje del Parnaso


En medio del camino de la vida, con la cadena al pie y la argolla al cuello, la mano que libre y sana quedara a Miguel escribió su inmortal epístola a Mateo Vázquez, obra de sangre y de dolor, de vida y de miseria, cual jamás pudo escribirlas el dichosísimo y afeitado burgués señor Quintana. Los tercetos de esta epístola son tan buenos como los mejores que se hayan escrito en castellano, sin exceptuar los del famoso capitán Andrada. A aquellos críticos chirles para quienes no cabe dudar que Cervantes escribía de prisa y corriendo, sin reflexión y sin lima, ¿cómo no les ha chocado el hecho de que las mejores obras poéticas de su pluma sean sonetos y tercetos y que si alguna vez quería desahogarse y dar salida a los sentimientos íntimos que hervían en su corazón lo hiciese en sonetos como el de


¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza...



o como el de


Vimos en julio otra semana santa...



y cuando no en sonetos, en tercetos, cual los de la epístola a Mateo Vázquez


Si el bajo son de la zampoña mía



o los del Viaje del Parnaso


Un quidam Caporali italiano...?



Tercetos admirables compuso cuando se vio en el último extremo de la angustia, allá en Argel. Admirables tercetos forjó cuando se hallaba en el último extremo de la vida.

Abarca el Viaje del Parnaso, por consiguiente, la época más grande y memorable en la existencia de Miguel, aquella en que el hombre, olfateando cercana la muerte, quiere decir a los futuros tiempos lo que él ha sido y lo dice, entreverando la sinceridad y la llaneza con estos o aquellos toques de modestia no fingida, sino naturalmente mezclada con el franco orgullo de quien está cierto de haber realizado obra maciza, sólida. Sigamos el pensamiento de Miguel en este inapreciable documento autobiográfico y podremos reconocer cuanto él creía de sí mismo, ya que no cuanto pensaba de los demás, pues hay en esta obra, como en el Canto de Caliope, de La Galatea, y en el Laurel de Apolo, de Lope, demasiados poetas alabados para que todos ellos sean buenos.

Como el César Caporali, a quien imitó y al imitarle hundióle en el olvido,


    contó, cuando volvió el poeta solo
y sin blanca, a su patria, lo que en vuelo
llevó la fama deste al otro polo,



Miguel, que ya gustara las amarguras del poeta que vuelve solo y sin blanca a su patria y recientemente las resaboreó al tornar así a Alcalá de Henares, comenzó alardeando de modestia, por decir


Yo que siempre trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo...



versos que le han sido fatales, pues a ellos se han agarrado centenares de imbéciles para, sin más argumentos, pregonar la incapacidad poética de Cervantes «por él mismo reconocida»..., y sin pasar de ahí, le han condenado, como debió de hacer el rimbombante cantor de las pústulas de ternera. Pero nosotros que hemos seguido al poeta en sus versos, sigámosle en sus pensares o sentires. El poeta camina fatigado,


    Porque en la piedra que en mis hombros veo
que la fortuna me cargó pesada
mis mal logradas esperanzas leo...
    Mas como de un error siempre se empieza,
creyendo a mi deseo dí al camino
los pies, porque dí al viento la cabeza.
    En fin, sobre las ancas del destino,
llevando a la elección puesta en la silla.



parte con la vista fija en lo futuro. Bien sabe él lo que son los poetas para el viaje del vivir.


    Llorando guerras o cantando amores
la vida como en sueño se les pasa
o como suele el tiempo a jugadores.
    Son hechos los poetas de una masa
dulce, süave, correosa y tierna
y amiga del hogar de ajena casa...



Pero él se reconoce a sí mismo y dice:


    Vayan, pues, los leyentes con letura,
cual dice el vulgo mal limado y bronco,
que yo soy un poeta desta hechura:
    Cisne en las canas y en la voz un ronco
y negro cuervo, sin que el tiempo pueda
desbastar de mi ingenio el duro tronco:
    Y que en la cumbre de la varia rueda,
jamás me pude ver sólo un momento
pues cuando subir quiero, se está queda.



Huye, pues, de la engañosa corte de Madrid, despidese del Prado, y de las gradas de San Felipe, así como de los corrales y del hambre madrileña.


    Adiós, teatros públicos, honrados
por la ignorancia que ensalzada veo
en cien mil disparates recitados,



donde no cabe dudar que alude a Lope...


    Adiós, hambre sotil de algún hidalgo
que, por no verme ante tus puertas muerto,
hoy de mi patria y de mí mismo salgo...



Ya sabía lo que era el hambre sotil de los hidalgos y lo que daba de sí la corte. Por fortuna, él vivía a veces de antiguas memorias, y al ver el mar se renovaban en su mente las imágenes de los gloriosos días. Estos recuerdos reaniman al cansado viandante y levantan su corazón. Pues nadie le ha hecho justicia entre sus contemporáneos, sino el vulgo, en cuyas bocas andan el Quijote y las Novelas ejemplares, él, el mismo Miguel se la hará por boca del dios Mercurio que le dice:


    ¡Oh, Adán de los poetas, oh, Cervantes!
¿qué alforjas y qué traje es éste, amigo,
que así muestra discursos ignorantes?
    Yo, respondiendo a su demanda, digo:
Señor, voy al Parnaso y como pobre
con este aliño mi jornada sigo.
    Y él a mí dijo: ¡Sobrehumano y sobre
espíritu cilenio levantado!,
toda abundancia y todo honor te sobre.
    Que en fin has respondido a ser soldado
antiguo y valeroso, cual lo muestra
la mano de que estás estropeado.
    Bien sé que en la naval dura palestra
perdiste el movimiento de la mano
izquierda, para gloria de la diestra.
    Y sé que aquel instinto sobrehumano
que de raro inventor tu pecho encierra
no te le ha dado el padre Apolo en vano.
    Tus obras los rincones de la tierra,
llevándolas en grupa Rocinante
descubren y a la envidia mueven guerra,
    Pasa, raro inventor, pasa adelante
con tu sotil disinio y presta ayuda
a Apolo, que la tuya es importante.



¿No era razón que el mismo Cervantes dejase a la dormida posteridad su Non omnis moriar, su Naso magister erat como lo han dejado todos los grandes creadores? Comprendía él y sentía que legaba al mundo una obra imperecedera y quería avisárselo a su siglo, que tan mal le había pagado. Sentía venir la muerte y quería dilatar el goce del vivir, la alegría de ser, que nunca dejó de sentir en su alma. Tendía en torno suyo la vista y divisaba poetas, amigos y enemigos, todos inferiores a sus elogios: allá iba dejandoles embutidos cada uno en un terceto como muertos en nicho de camposanto..., pero no, a todos no. Ya sabía Cervantes adelantar los juicios de la posteridad para los otros como para sí mismo, y habiendo servido con un terceto a Góngora, con otro a Espinel, a Salas Barbadillo, a Suárez de Figueroa, a Balbuena y a Cabrera de Córdoba, para hablar de Quevedo necesita, por lo menos, cuatro:


    -Mal podrá D. Francisco de Quevedo
venir- dije yo entonces. Y él me dijo:
-Pues partirme sin él de aquí no puedo.
    Ése es hijo de Apolo, y ése es hijo
de Calíope musa. No podemos
irnos sin él, y en esto estaré fijo.
    Es el flagelo de poetas memos,
y echará a puntillazos del Parnaso
los malos que esperamos y tememos.
    -¡Oh, señor! -repliqué-, que tiene el paso
corto, y no llegará en un siglo entero.
-Deso -dijo Mercurio- no hago caso...



Un terceto solo, ya citado, nos muestra llovido del cielo al gran Lope de Vega,


poeta insigne a cuyo verso o prosa
ninguno le aventaja ni aun le llega,



y aunque el elogio venga un poquillo tarde y descarriado, no es menos de agradecer. En pos de esto, canta el poeta su desengaño de las promesas que le hicieron los Lupercios, como él los llama, cuando ve en lontananza la tendida hermosura de Nápoles, cuyo caserío blanco se refleja en las aguas del amable golfo. Acuden todos los poetas hambrientos y ahítos al jardín de Apolo, sientanse a la sombra de cien laureles que en él había. Cervantes sólo llega tarde, como siempre llegó en su cuitada existencia, y se queda en pie.


    En fin, primero fueron ocupados
los troncos de aquel ancho circuïto,
para honrar a poetas delicados,
    Antes que yo en el número infinito
hallase asiento: y así, en pie, quedéme
despechado, colérico y marchito.
    Dije entre mí: -¿Es posible que se extreme
en perseguirme la fortuna airada,
que ofende a muchos y a ninguno teme?
    Y volviéndome a Apolo, con turbada
lengua, le dije lo que oirá el que guste...



Marchito, sí, pero también despechado y colérico. Ved aquí tres adjetivos elocuentísimos, definitivos, inimitables para pintar una situación de ánimo. El hombre que a los sesenta y seis años se halla en tal disposición es un hombre eternamente joven, a quien los golpes de la infame suerte no abatirán ni siquiera al pie del sepulcro. Pero veamos cómo aprovecha Miguel la ocasión para presentar a Apolo y al mundo la cuenta de sus méritos y servicios; veamos cómo, habiendo dicho el Non omnis moriar de Horacio y el Naso magister erat de Ovidio, sabe decir el Ille ego qui quondam... de Virgilio, y aunque la cita parezca larga, no importa, pues sería tonto exponer en desmañada prosa lo que sobre sí mismo y sobre las desgracias y venturas de su vida expuso en versos insuperables él mismo.


    Y así le dije a Delio: -No se estima,
señor, del vulgo vano el que te sigue,
y al árbol sacro del laurel se arrima.
    La envidia y la ignorancia le persigue,
y así, envidiado siempre y perseguido,
el bien que espera por jamás consigue.
    Yo corté con mi ingenio aquel vestido
con que al mundo la hermosa Galatea
salió para librarse del olvido.
    Soy por quien La Confusa, nada fea,
pareció en los teatros admirable,
si esto a su fama es justo se le crea.
    Yo, con estilo en parte razonable,
he compuesto comedias, que en su tiempo,
tuvieron de lo grave y de lo afable.
    Yo he dado en Don Quijote pasatiempo
al pecho melancólico y mohino,
en cualquiera sazón, en todo tiempo.
    Yo he abierto en mis Novelas un camino
por do la lengua castellana puede
mostrar con propiedad un desatino.
    Yo soy aquel que en la invención excede
a muchos, y al que falta en esta parte
es fuerza que su fama falsa quede.
    Desde mis tiernos años, amé el arte
dulce de la agradable poesía,
y en ella procuré siempre agradarte.
    Nunca voló la humilde pluma mía
por la región satírica, bajeza
que a infames premios y desgracias guía.
    Yo el soneto compuse que así empieza,
por honra principal de mis escritos:
¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza!
    Yo he compuesto romances infinitos
y el de los Celos es aquel que estimo
entre otros que los tengo por malditos.
    Por esto me congojo y me lastimo
de verme solo en pie, sin que se aplique
árbol que me conceda algún arrimo.
    Yo estoy, cual decir suelen, puesto a pique
para dar a la estampa el gran Persiles
con que mi nombre y obras multiplique.
    Yo en pensamientos castos y sotiles
dispuestos en sonetos de a docena
he honrado tres sujetos fregoniles.
    También al par de Filis mi Filena
resonó por las selvas que escucharon
más de una y otra alegre cantilena
    Y en dulces varias rimas se llevaron
mis esperanzas los ligeros vientos
que en ellos y en la arena se sembraron.
    Tuve, tengo y tendré los pensamientos
merced al cielo, que a tal bien me inclina
de toda adulación libres y exentos.
    Nunca pongo los pies por do camina
la mentira, la fraude y el engaño
de la santa virtud total rüina.
    Con mi corta fortuna no me ensaño,
aunque por verme en pie, como me veo,
y en tal lugar, pondero así mi daño.
    Con poco me contento, aunque deseo
mucho: -A cuyas razones enojadas
con estas blandas respondió Timbreo:
    -Vienen las malas suertes atrasadas
y toman tan de lejos la corriente
que son temidas, pero no excusadas.
    El bien les viene a algunos de repente,
a otros poco a poco y sin pensallo
y el mal no guarda estilo diferente.
    El bien que está adquirido, conservallo
con maña, diligencia y con cordura
es no menor virtud que el granjeallo.
    Tú mismo te has forjado tu ventura
y yo te he visto alguna vez con ella,
pero en el imprudente poco dura.
    Mas si quieres salir de tu querella
alegre, y no confuso, y consolado,
dobla tu capa y siéntate sobre ella.
    Que tal vez suele un venturoso estado
cuando le niega, sin razón, la suerte,
honrar más merecido, que alcanzado.
    -Bien parece, señor, que no se advierte-
le respondí -que yo no tengo capa.-
Él dijo: -Aunque sea así, gusto de verte.
    La virtud es un manto con que tapa
y cubre su indecencia la estrecheza
que exenta y libre de la envidia escapa.-
    Incliné al gran consejo la cabeza.
Quedéme en pie, que no hay asiento bueno
si el favor no le labra o la riqueza.
    Alguno murmuró, viéndome ajeno
del honor que pensó se me debía,
del planeta de luz y virtud lleno.
    En esto pareció que cobró el día
un nuevo resplandor...



¿Conocéis algún poeta que haya sabido hablar de sí mismo y de sus desventuras y azares con mayor dignidad y nobleza? Apolo, oídos y conocidos los méritos de Miguel, le habla el lenguaje con que tal vez le hablaron aquellos árboles a cuyo arrimo y sombra quiso vivir. Apolo le aconseja que se siente y espere. Parece que la casa va a triunfar del camino. Mas no sucede así. El poeta pasa adelante, seguro de sí mismo. Ya ha cantado sus alabanzas, con sublime y honrada inmodestia: él mismo declara


    Jamás me contenté ni satisfice
de hipócritas melindres. Llanamente
quise alabanzas de lo que bien hice...



Le falta aún exponer su Estética, los principios a que él suele obedecer en la composición y en el pensamiento. Y para ello comienza por distinguir dos clases de poesía.


    -Ésta, que es la poesía verdadera,
la grave, la discreta y la elegante-
dijo Mercurio-, la alta y la sincera,
    Siempre con vestidura rozagante
se muestra en cualquier sitio que se halla
cuando a su profesión es importante.
    Nunca se inclina o sirve a la canalla,
trovadora, maligna y trafalmeja
que en lo que más ignora, menos calla.
    Hay otra falsa, ansiosa, torpe y vieja,
amiga de sonaja y morteruelo,
que ni tabanco, ni taberna deja.
    No se alza dos, ni aun un coto del suelo,
grande amiga de bodas y bautismos,
larga de manos, corta de cerbelo.
    Tómanla por momentos parasismos.
No acierta a pronunciar y si pronuncia
absurdos hace y forma solecismos.
    Baco, donde ella está su gusto anuncia
y ella derrama en coplas el poleo,
compa y verbena, y el mastranzo y juncia.
    Pero aquesta que ves es el aseo,
la gala de los cielos y la tierra,
con quien tienen las musas su bureo...
    Moran con ella en una misma estancia
la divina y moral Filosofía,
el estilo más puro y la elegancia.
    Puede pintar en la mitad del día
la noche, y en la noche más escura
el alba bella que las perlas cría.
    El curso de los ríos apresura
y le detiene, el pecho a furia incita
y le reduce luego a más blandura.
    Por mitad del rigor se precipita
de las lucientes armas contrapuestas
y da victorias y victorias quita.
    Verás cómo le prestan las florestas
sus sombras y sus cantos los pastores,
el mal sus lutos y el placer sus fiestas...



Y expuesta esta definición de la poesía tal como él la concibe y la entiende, confiesa más adelante los principios de su personal y peculiar Estética:


    Palpable vi, mas no sé si lo escriba,
que a las cosas que tienen de imposibles
siempre mi pluma se ha mostrado esquiva.
    Las que tienen vislumbres de posibles,
de dulces, de süaves y de ciertas
explican mis borrones apacibles.
    Nunca a disparidad abre las puertas
mi corto ingenio y hállalas contino
de par en par la consonancia abiertas.
    ¿Cómo puede agradar un desatino,
sino es que de propósito se hace,
mostrándole el donaire su camino?
    Que entonces la mentira satisface
cuando verdad parece y está escrita
con gracia, que al discreto y simple aplace...



Esto es lo que hoy llamaríamos una profesión de fe naturalista, realista o verista, como se quiera. Para Cervantes, la verdad y la razón son la única fuente del arte. La paradoja y el absurdo sólo son elementos de sátira deliberadamente empleados. Nada más curioso ni de más valor que esta declaración tan honrada y sincera en el autor del Quijote. Entiendase bien y de una vez para siempre -dice- que él no busca la disparidad, sino la consonancia. A la posteridad avisa que no advierta en el contraste de Don Quijote y Sancho antagonismos eternos, sino meramente circunstanciales, y que en una superior armonía vienen a resolverse por fin. Quizás por eso mismo, y por no tener la conciencia enteramente tranquila con respecto a la realización de este propósito suyo, Cervantes aprecia más el Persiles que el Quijote, porque en el Persiles todo es consonancia o armonía completamente manifiesta.

Su firmeza de juicio es tal, que no acepta el regalo con que Apolo obsequia a los poetas endebles: remedio a la flaqueza de éstos son los excrementos de Pegaso, caballo alimentado con ámbar y almizcle entre algodones puestos, y que bebe del rocio de los prados. Este remedio -dice Apolo-


de los vaguidos cura y sana el daño...
    -Sea -le respondí- muy norabuena.
Tieso estoy de celebro, por ahora,
Vaguido alguno no me causa pena.



Con esto, vuelve el poeta a su morada. Los no incluidos en el Viaje del Parnaso le saludan con risa de conejo:


Yo socarrón, yo poetón ya viejo,
volvíles a lo tierno las saludes
sin mostrar mal talante o sobrecejo...



Unos mancebitos cuellierguidos y almidonados le dicen, que su ingenio ya caduca. El poeta no les hace caso y vuelve fatigado a su posada antigua y lóbrega.

Aún le parece conveniente aclarar algunos puntos y añade la Adjunta al Parnaso, en donde no puede menos de mentar con nueva alabanza al famoso Vicente Espinel y a don Francisco de Quevedo, ni resiste al deseo de mencionar nuevamente sus propias desafortunadas comedias. ¿Por qué no se representan? -le pregunta el mocito enviado por Apolo, Pancracio de Roncesvalles, en cuya pintura muestra Miguel lo que él habría hecho si a pintar lechuguinos madrileños se pusiera. -Porque ni los autores me buscan, ni yo los voy a buscar a ellos. -No deben de saber que vuestra merced las tiene -arguye Pancracio. -Sí, saben -replica Miguel-; pero como tienen sus poetas paniaguados y les va bien con ellos, no buscan pan de trastrigo; pero yo pienso darlas a la estampa, para que se vea despacio lo que pasa apriesa y se disimula o no se entiende cuando las representan; y las comedias tienen sus sazones y tiempos como los cantares...

Compuesta y acabada esta obra veintiún meses antes de morir Cervantes, apenas hallaréis en ella una línea que no esté llena de frescura, lozanía y gracia juvenil. A un joven muy joven, como que no pasaba de los quince años, la dedicó. Llamabase el tal señorito don Rodrigo de Tapia, y era caballero del hábito de Santiago, hijo del poderoso y bienquisto cortesano don Pedro de Tapia, oidor del Consejo Real y consultor del Santo Oficio de la Inquisición Suprema. Es muy probable que Miguel ni siquiera conociese a don Rodrigo de Tapia. Es seguro que la dedicatoria de su precioso Viaje no le sirvió para nada práctico. Previniéndolo y previéndolo había escrito la última de las ordenanzas y advertencias de Apolo a los poetas españoles, la cual dice así:

«Ítem, se da aviso que si algún poeta fuese favorecido de algún príncipe, ni le visite a menudo, ni le pida nada, sino dejese llevar de la corriente de su ventura, que el que tiene providencia de sustentar las sabandijas de la tierra y los gusarapos del agua, la tendrá de alimentar a un poeta, por sabandija que sea».




ArribaAbajoCapítulo LIV

Las justas de Santa Teresa. -El «Quijote» de Avellaneda. -Lo que oyó el licenciado Márquez de Torres


Conocido y colocado ya Cervantes en el número de los poetas cortesanos, de los cuales era el más viejo, no desperdició la primera ocasión de mostrarse en público con la dignidad que su mérito y sus años pedían, y al propio tiempo, con brío juvenil, compitiendo en el primer certamen que se ofreciera.

Fue éste una justa poética celebrada en la corte con motivo de haber sido beatificada por el papa Paulo V la venerable religiosa Teresa de Jesús, tras repetidas instancias del rey Felipe III y de todas las ilustraciones y dignidades de la Iglesia española, allende los cuerpos consultivos y seglares, las Universidades, el duque de Lerma y cuantos señores significaban o valían algo.

No era la corte romana tan benévola y liberal entonces como ahora en esto de las beatificaciones. Hacía falta para conseguirlas que los santos, a más de serlo, tuviesen buenas aldabas a que agarrarse y sólo hallándose enérgicamente recomendados por personas de suposición y viso, lograban ser puestos en los altares. Por otra parte, sabido es cómo en vida y en muerte la mujer divina de Ávila tuvo feroces enemigos que encarnizadamente se empeñaban en parar turbia y confusa la clara vida de la santa. Aún, después de beatificada, para lograr la canonización, que vino ocho años más tarde, fue menester que el rey de Francia Luis XIII y la reina cristianísima María de Médicis escribieran nuevas suplicantes cartas a Paulo V y le enviasen como embajador al marqués de Treynel, quien tampoco logró ablandar la resistencia del pontífice. Santa Teresa no fue canonizada hasta el 12 de marzo de 1622, por decreto de S. S. Gregorio XV; en el mismo decreto se elevó a los altares a otros cuatro de los mayores santos de la Iglesia universal: Felipe Neri, Francisco Xavier, Isidro Labrador, Ignacio de Loyola. Tampoco todos los días se ofrecen santos de este porte.

La alegría de los carmelitas al ver beatificada a su fundadora y madre debió de ser inmensa. Sin embargo, no parece que fueron ellos solos ni siquiera los principales organizadores del certamen poético de Madrid. Tuvo esta fiesta carácter esencialmente cortesano: fue como una de esas funciones medio místicas medio literarias con que hoy ciertas congregaciones madrileñas entretienen la perfumada y frívola devoción de la aristocracia, logran llenar un local, iglesia o semi-iglesia, de señoras y señoritas ataviadas con sus más gentiles trapos, exornadas con sus más ricas preseas, afeitadas con sus más finas pinturas, prevenidas con sus más excitantes incentivos, apercibidas con sus más graciosas maledicencias, y de caballeros ancianos a quienes la larga cuenta de sus pecados hace temblar y de caballeretes lindos que van a la husma de una dote o al olorcillo de una aventura, en lugar repuesto y reservado a las miradas del profano vulgo y donde todo puede parecer meritorio y acepto a los ojos de Dios. Imaginaos esto y acertaréis.

El concurso era una fiesta elegante, refinada, entre personas de la más alta sociedad. Formaban el jurado tres señoritos aristócratas de la corte, a saber: don Rodrigo de Castro, hijo del conde de Lemos, don Melchor de Moscoso, hijo del conde de Altamira, y don Francisco Chacón, hijo del conde de Casarrubios. Asesoraba al tribunal así formado ¿quién sino Lope de Vega Carpio, el universal, el ubicuo, el indispensable, el inevitable? Claro está que los tres señoritos citados no eran sino tres figuras decorativas, cual suelen serlo cuantos, por darse lustre, intervienen generalmente en esas fiestas. Ellos iban a colocarse detrás de una entapizada mesa, muy ricamente emperifollados, con las más joyas que pudiesen y a ser blanco de las miradas femeninas y de paso a echarla de importantes y de literatos, cosa que entonces vestía mucho más que ahora. Dictó Lope los temas para el certamen y uno de ellos rezaba: «Al que con más gracia, erudición y elegante estilo, guardando el rigor lírico, hiciese una canción castellana en la medida de aquella de Garcilaso El dulce lamentar de dos pastores, a los divinos éxtasis que tuvo nuestra Santa Madre, que no exceda de siete estancias, se le dará un jarro de plata: al segundo ocho varas de chamelote: y al tercero, unas medias de seda».

Miguel, a quien, para preparar la publicación de sus nuevas obras, convenía mucho conseguir un premio en tan sonada fiesta, debió de visitar al hijo de su protector el conde de Lemos y a la influencia de éste quizás y también a que Lope, en aquellos días de arrepentimiento y blandura cordial, deseaba mostrar a Cervantes cómo había cesado su malquerencia, debió Miguel la suerte de que su canción mereciera uno de los premios, no sabemos cuál, y fuese leída por el mismo Lope en la solemnísima función que se celebró el 12 de octubre de 1614 y a la cual asistió lo más florido de la corte de España.

Para la vanidad de Miguel, que alguna le quedaba, como hemos visto en sus propias frases revelado, no podía haber más glorioso triunfo que verse leído ante los más altos ingenios de la corte y oír sus versos saliendo de los labios de Lope, que antes le habían alabado con mesura y discreción. Quería él mostrar que su numen se conservaba mozo y, cuando no lo probaba con los versos, que no son sino mediocres, lo acreditaba con el arranque y el denuedo de intentarlo. Siempre los otoños le habían sido favorables y aquél lo era y mucho, sin duda alguna, pues colocaba por fin las cosas en su lugar y dejaba a Miguel celebrado y ensalzado por quien siempre fue su enemigo, y aplaudido por la corte, que tantos años le fuera indiferente u hostil.

Por otra parte, a un viejo poeta le agrada por cima de otro honor y estimación la compañía y la consideración de los mozos, que es honra para hoy y gloria para mañana, y en aquel punto Miguel se veía celebrado por jóvenes como el de Lemos, el de Altamira, el de Casarrubios, don Fernando de Lodeña, don Rodrigo de Tapia. Conocedor de la humanidad como nadie, comprendía Miguel que no hay error tan grande cual el de los viejos que desatienden a los jóvenes y no estiman sus aprecios, ni agradecen sus admiraciones, ni buscan su conversación y compañía. Ésta es una prueba profunda, decisiva de que un hombre no tiene confianza en su obra ni cree que traspasará los límites de sus días. Cuando se cree en el mañana, se comienza por estimar a los que más cerca del mañana se encuentran. Por eso mismo figuran bastantes poetas jóvenes en el Viaje del Parnaso, que debió de publicarse en aquellos días.

Contento y alborozado con esta nueva y ansiada gloria se hallaba Cervantes, cuando cierto día, al entrar en casa de su amigo Robles o en casa de su amigo Villarroel, uno de estos dos libreros le mostró cierto libro, cuya portada decía: «SEGUNDO TOMO DEL INGENIOSO HIDALGO DON QUIXOTE DE LA MANCHA, que contiene su tercera salida: y es la quinta parte de sus auenturas, Compuesto por el Licenciado Alonso Fernández de Auellaneda, natural de la Villa de Tordesillas. Al Alcalde, Regidores y hidalgos de la noble villa del Argamesilla, patria feliz del hidalgo Cauallero Don Quixote de la Mancha. Con Licencia. En Tarragona, en casa de Felipe Roberto. Año 1614.»

Con ojos febriles, resguardados rápidamente detrás de los anteojos, con manos que temblaban de ira y de despecho, recorrió Cervantes las primeras hojas de aquella gran superchería, la aprobación firmada por el doctor Rafael Ortoneda, la licencia del vicario general del arzobispado de Tarragona, doctor Francisco de Torme y de Liori, la dedicatoria del falso Avellaneda «al Alcalde, Regidores y hidalgos de la noble villa del Argamesilla de la Mancha», el procaz, insultante, insípido y pedantesco prólogo «menos cacareado y agresor de sus lectores que el que a su Primera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra, y más humilde que el que segundó en sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco ingeniosas. No le parecerán a él -añadía el supuesto Avellaneda- lo son las razones desta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó, y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron: y digo mano, pues confiesa de sí que tiene sola una: y, hablando tanto de todos, hemos de decir dél que como soldado tan viejo en años como mozo en bríos tiene más lengua que manos; pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su Segunda Parte; pues no podrá, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin que es desterrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ociosa: si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras, y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar». «Nadie se espante -añade- de que salga de diferente autor esta Segunda Parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y de sus sucesos? Las Arcadias, diferentes las han escrito: la Diana no es toda de una mano. Y, pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes, y por los años tan mal contentadizo, que todo y todos le enfadan y por ello está tan falto de amigos, que cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campanudos, había de ahijarlos, como él dice, al Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan los suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura, y ¡plegue a Dios aun deje ahora que se ha acogido a la Iglesia y sagrado! Conténtese con su Galatea y comedias en prosa: que eso son las más de sus novelas: no nos canse...»

Acostumbrado estaba Cervantes a caer desde los días felices y gloriosos en los de mayor miseria y aflicción, pero la maldad artera e hipócrita encubierta detrás de tan miserables insultos a su honrada vejez y a su honrosísima cicatriz le sacó de sus quicios, le puso fuera de sí y arrancó de su pecho toda la prudencia, conformidad y resignación que los años y las pesadumbres en él habían depositado.

Con el libro odioso en la mano, consultó a sus amigos, recorrió las casas donde aún le querían, procuró indagar, averiguar quién fuera el malvado que había querido causarle tan grave y honda desazón. No era tarea fácil esto. El libro estaba impreso en Tarragona. El autor se ocultaba indudablemente tras la ficción de un seudónimo. En Tordesillas no conocía nadie a tal licenciado Alonso Fernández de Avellaneda. Ni cabía dudar de dos cosas: primera, que el autor era un aragonés, pues llena de expresiones aragonesas está su obra, y que era un amigo oficioso de Lope de Vega, y probablemente clérigo o persona atropelladamente erudita en lectúras teológicas y clásicas.

Pasado el tiempo, confirmó Cervantes que el fingido Avellaneda era aragonés; pero nada más supo, según todas las trazas, ni nadie ha logrado descubrir cosa de provecho entre los muchos y grandes ingenios que a tal labor han consagrado sus vigilias. Hasta hoy, a pesar de las diversas hipótesis expuestas por hombres doctos, por atrevidos soñadores y por desaprensivos y caprichosos individuos a quienes ciega pasión guía, nada hay probado e indudable respecto de quién fuese Alonso Fernández de Avellaneda. No parece tan destituida de fundamento como las anteriores la hipótesis del maestro Menéndez y Pelayo, quien aventura el nombre de cierto Alonso Lamberto, aragonés, poeta mediano, tal vez desechado en las justas de Zaragoza. Quizá no está lejana la fecha en que otro ilustre escritor acarree nuevos datos relativos a este casi desconocido Alisolán o Alonso Lamberto, de quien hoy sabemos tan poco. Posible es que con ellos se demuestre palpablemente lo que ya se deduce de las palabras copiadas del prólogo, la perfidia con que el envidioso Avellaneda ingirió en él el nombre de Lope, conociendo la escasa armonía en que éste y Cervantes habían vivido hasta entonces y deseando provocar un rompimiento entre ambos, por aquel odio que todos los escritores chirles tienen a los de gran mérito, y por el afán de verles desavenidos y prontos a sacar a relucir sus flaquezas, pues no se le oculta a la envidia que sólo el grande puede murmurar del grande con razón suficiente para que se le haga caso y se conceda asenso a sus murmuraciones.

Leyendo el malhadado libro apenas alcanzaba Miguel a persuadirse de que tanta maldad como la que destila el prólogo, cupiese en tan rastrero y pobre ingenio como el probado en la obra. Quienes han dicho bien de ella, o pertenecían a la triste raza de los envidiosos, de los impotentes, de los postergados, de los ratés, o carecían de todo sentido literario. El Quijote de Avellaneda es una obra peor que mala, y se parece al Quijote verdadero como un brillante de a dos pesetas a uno que valga veinte mil. No busquéis en él nada de lo que va por dentro en el Quijote de Cervantes. El Quijote de Avellaneda es un Quijote falto de grandeza y de ideal. Sólo pueden engañarse respecto de él quienes sean capaces de confundir los brillantes de cristal con los verdaderos y no sólo de confundirlos, sino de presentarse en sociedad adornados con cachos de vasos rotos, como los indios salvajes con cuentas de vidrio. Todo en este libro es igualmente falso, desmañado, torpe, bajuno. Inútil e impropio de este lugar sería hacer de él análisis y pepitoria, desmenuzando las partes de su cansada e inaguantable lectura.

Si lo habéis leído como solamente puede leerse, a título de curiosidad e información, habréis reparado la incongruencia que desde las primeras páginas hay entre todas y cada una de sus figuras con las de la Primera parte de Cervantes. El falso Avellaneda era tan torpe y falto de cacumen, de sentido literario y de gusto, que -él mismo lo dice- creía posible continuar el Quijote como Lope y otros continuaron la Arcadia y Gil Polo continuó la Diana. Todos los escritores de aquel tiempo habían caído ya en la cuenta de la enorme diferencia que había entre los demás libros de pasatiempo o ficción y el Quijote. Ninguno había osado poner mano en esta obra, desde un principio tenida por intangible. Solamente el gordo Vicente Espinel, allá en sus adentros, meditaba algo que venía a ser una componenda, una transacción entre Guzmán de Alfarache y Don Quijote, sin desdoro del uno ni del otro, y a tales cavilaciones debemos El escudero Marcos de Obregón. Hacía falta que un ingenio provinciano, ya no muy enterado de los asuntos de la corte, ni de los nuevos valores y las recientes estimas que iban dandose a las cosas, se desatara con un aborto como el Quijote de Avellaneda, para mayor gloria de Cervantes, hablando de la Arcadia y de la Diana...

Recorred las páginas del Quijote de Avellaneda y recordad cuántas es menester pasar en el de Cervantes y cuán en materia hemos entrado y cuál confianza no hemos adquirido ya con el autor para que éste se decida, en una situación que absolutamente lo requiere y en donde es naturalísimo hacerlo, a escribir la palabra fea de las cuatro letras que, por pudor, representamos con una p... Pues bien, en el Quijote de Avellaneda no habéis leído aún cien líneas cuando esa palabra os salta al rostro como un bofetón, arguyendo la indelicadeza y la grosería del imitador inconsciente.

Más allá, y hacia el comedio del libro tropezáis con el cuento de los Felices amantes, que el autor recogió del Ejemplario o libro de milagros de la Virgen Santísima, de Juan Hervet, el Discípulo, escritor del siglo XV o de la hermosa comedia que con el título de La buena guarda o de La encomienda bien guardada compuso Lope tres años antes de salir el Quijote de Avellaneda, a ruego de una señora destos reinos que había leído la narración en un libro devoto. Es una vieja leyenda, no posterior al siglo XII, contada por el monje cisterciense Cesáreo de Heisterbach en sus Libri duodecim dialogorum de miraculis, visionibus et exemplis, repetida por el citado Juan Hervet, recopilada entre las Latin Stories, que reunió Tomás Wright, puesta en verso francés en la famosa colección del gran vate mariano Gualtero de Coincy, con el titulo De la nonnain que Nostre Dame delivra de grand blasme et de gran poine, traducida al gallego por el Rey Sabio en la Cantiga XCIII de su libro inmortal, bajo el título Esta é como Santa María serviu en logar de la monia que sse foi do moesterio, y en fin, resucitada en los tiempos del romanticismo por el gran cuentista francés Carlos Nodier en su Legènde de Soeur Beatrix, por nuestro Zorrilla en Margarita la Tornera y por el tierno P. Arolas en su Beatriz la Portera.

Con paz sea dicho del maestro Menéndez y Pelayo, la narración del caso de la monja liviana es en el Quijote de Avellaneda un cuento estirado, prosaizado, deslavazado, falto en absoluto de ternura y de pasión, echado a perder, en suma. Cuatro larguísimos capítulos, llenos de impertinentes razonamientos, y en los que no se advierte el más leve indicio de que el autor conociera la pasión amorosa, sino de oídas, ocupa el cuento con tan bella y nerviosa concisión relatado en once estrofas por el Rey Sabio, con tan fogosa travesura llevado a la escena por Lope, con tan noble poesía embellecido por Nodier y esculpido para siempre por Zorrilla. Vemos aquí cuatro autores de distintas épocas y de diferentísimos temperamentos que tratan un mismo asunto sin hacerle perder la sencillez y el fuego de la pasión que le dio vida. Sólo el envidioso, el raté, el mezquino Avellaneda acertó a diluir tan bello e interesante dato poético y a hacerle perder toda la poesía y a afearle con las más innobles bajezas, según el mismo señor Menéndez y Pelayo reconoce.

¿Qué quiere decir este ejemplo escogido entre otros muchos? Que el falso Avellaneda, fuera quien fuese, era un hombre basto y común, cuyas cualidades se reducían a las del perro de muestra, que olfatea y levanta la caza, pero no tiene bríos ni maña para cobrarla nunca. Como olfateó, sin verlo, ni mucho menos comprenderlo y aprovecharlo, cuánto había de substancial en el Quijote de Cervantes, y quiso echarlo a barato y hacerlo morteruelo y morondanga con sus manos gafas, propias de quien si no era un frailuco, merecía serlo, venteó igualmente la hermosura de la leyenda piadosa mencionada, y no supo recoger el fruto que otros con más arte que él habían de gozar y aprovechar. Comparese esta inhabilidad de Avellaneda con el genial acierto de Cervantes al recoger en Toledo la leyenda del Cristo testigo y ponerla en prosa inmortal en La fuerza de la sangre de suerte que la narración prosada compite en valentía y en intensidad estética con la poética narración de Zorrilla, quien no hizo sino añadir una circunstancia plástica, tomada de otra leyenda italiana referente a un Cristo de San Miniato: la feliz idea de que el Cristo desclave la mano atarazada, la pose en el libro y jure...

A la indignación y cólera que en Cervantes causó la lectura del falso Quijote, se debe la prisa con que entreveró y lardeó, aquí y allá, en el texto de su Segunda parte cuantas alusiones pudo contra el falso Avellaneda, aunque sin caer jamás en la bajeza del insulto ni recurrir a los ultrajes personales, ya por no ser propio esto de la noble y honrada condición de Miguel, ya también, lo cual es no poco probable, porque no hubiese llegado a conocer con fijeza de dónde ni de quién había partido ataque tan furibundo.

Todo el invierno de 1614 y los primeros meses de 1615 los pasó metido en su casa o en la imprenta de Juan de la Cuesta, corrigiendo aquí, retocando allá, mechando esto, peinando estotro. En febrero de 1615 ya había terminado su obra. Al presentarla a la aprobación, encontró un excelente amigo en el licenciado Márquez de Torres, que había de examinarla por comisión del doctor Gutierre de Cetina, vicario general de esta villa de Madrid. Consolémonos, como se consoló Cervantes, de la avilantez de su detractor, y copiemos las bellas y curiosas palabras que Márquez de Torres puso en su aprobación:

«Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel Cervantes assí nuestra nación como las estrañas, pues como a milagro dessean ver al autor de libros que con general aplauso, assí por su decoro y decencia, como por la suavidad y blandura de sus discursos, han recebido España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en veynte y cinco de febrero deste año de seyscientos y quinze, auiendo ydo el Ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, Cardenall Arzobispo de Toledo, a pagar la visita que a su Ilustrísima hizo el Embaxador de Francia, que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus Príncipes y los de España, muchos cavalleros Franceses de los que vinierõ acompañando al Embaxador, tan corteses como entendidos y amigos de buenas letras, se llegaron a mí y a otros Capellanes del Cardenal mi señor, desseosos de saber qué libros de ingenio andavan más válidos, y tocando acaso en este, que yo estaua censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Ceruantes, quando se començaron a hazer lenguas, encareciendo la estimación en que, así en Francia como en los Reynos sus confinantes, se tenían sus obras, la Galatea, que algunos dellos tienen casi de memoria, la primera parte desta y las Novelas. Fueron tantos sus encaremientos (sic), que me ofrecí lleuarles que viessen el autor dellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos desseos. Preguntáronme muy pormenor su edad, su profession, calidad y cantidad. Halléme obligado a dezir que era viejo, soldado, Hidalgo y pobre, a que no respondió estas formales palabras: Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del Erario público. Acudió otro de aquellos caualleros cõ este pensamiento y cõ mucha agudeza, y dixo: Si necessidad le ha de obligar a escriuir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo.»

Bálsamo eran estas palabras para curar a Cervantes la llaga que el falso Avellaneda le hizo.

La gloria universal, con sus alas invisibles, tocaba la frente del viejo soldado, hidalgo y pobre.



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