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El oficio de narrar en los relatos de Sergio Ramírez

Carmen Ruiz Barrionuevo





Como integrante del amplio movimiento renovador que significó la narrativa latinoamericana de la segunda parte del siglo XX, época en la que se cuestionó el realismo y se potenció la palabra como resorte insustituible del pensamiento y de la cultura, la larga obra de Sergio Ramírez (1942) se nos muestra como un progresivo afianzamiento en estos principios tanto en el relato breve como en los textos de más extensión. En todos ellos aparece el escritor consciente del instrumento de la escritura, de sus artificios y sus posibilidades, activando siempre un realismo renovador en el que se insertan otras dimensiones de la escritura, la ironía, el humor, la parodia, la propia y espejeante reflexión sobre el resorte mismo del lenguaje y sobre su propio entorno en el mundo. Y es que la escritura de Ramírez no se desprende ni quiere desprenderse de la referencialidad centroamericana que le afecta, y más concretamente la de su país, Nicaragua. En un trabajo de hace ya varias décadas Saúl Sosnowski recordaba las palabras del autor nicaragüense que en sus primeros años abundaba en su tarea de «Rescatar la literatura centroamericana de su carácter fragmentario, provincial y entendible sólo de fronteras para adentro, para hacerla testimonio de todas nuestras miserias, de nuestros heroísmos y nuestras derrotas», lo que incluía «la necesidad de crear en Centroamérica un territorio literario, que como manifestación de una auténtica cultura pueda contribuir a afianzarnos como países de relieves independientes»1. Sergio Ramírez se ha impuesto desde entonces una tarea de ámbito nacional y hasta supranacional que en algunos casos podría pensarse traería implícita la postergación de lo literario en pos de la reconstrucción del propio país, a lo que Sosnowski respondía refiriéndose a la coherencia de su trayectoria que «Su novela ¿Te dio miedo la sangre? (1977) muestra una clara elaboración de la historia nicaragüense y de las opciones que habrían de inaugurar en lo que ya es futuro. Para lograrlo, Ramírez apela a las modalidades narrativas que impiden la reducción panfletaria de los "textos de protesta" que acaban en buenas intenciones»2. Sin duda esta conciencia de la escritura, que encarna en el verdadero escritor con conciencia de serlo, es lo que hace posible una obra que, apoyándose en la realidad que le es más próxima trasciende a los problemas de todos los tiempos y lugares.

Puede resultar ya en exceso repetido hacer hincapié en que es posible soslayar lo panfletario que entrañaría una literatura comprometida, para hacer valer cómo mediante el recurso de la escritura puede elaborarse una obra en la que no se obligue al lector, en la que no sean visibles las costuras del entramado que lo guían, y así lograr ficciones en las que el primer objetivo sea la propia escritura, la ficción misma que se autoerige como universo autónomo, y secundariamente como correlato, no tan evidente, por artístico, de las pautas sociales y culturales que afectan al propio país. Es así como este modo de narrar desvela indirectamente un interés por el desenvolvimiento social de su entorno que considera necesario en la propia tarea del escritor. Y no son pocos los autores que lo practican, pero lo característico de los narradores de estas décadas es que ya los aspectos sociales y políticos no se colocan en lugares preeminentes, como sucedía en la novela primitiva -para usar la terminología de Vargas Llosa- sino que en la nueva novela de creación que corresponde a la segunda parte del siglo XX, esos intereses aparecen como entrelazados, como inteligentemente entreverados para que ese posible y necesario lector se conmueva y los movilice. Por esta razón, es muy frecuente en la literatura latinoamericana actual el recurso de la historia ya que ese pasado es una cuenta pendiente todavía, y con un peso excesivo, para estas sociedades, y mucho más en el caso de la centroamericana. Un pasado que hay que clarificar pero también exigir, denunciar y hasta recomponer. Así sucede en la obra de Sergio Ramírez que se apoya en su mayoría en elementos rastreables en los hechos históricos, tanto en el primer plano de lo oficial, como en su sentido intrahistórico. Para él «los novelistas imaginan ser historiadores de una historia que hay que "volver a contar… o reinventar… o corregir" porque está plagada de vacíos, lagunas, tabúes o falsificaciones. Esta historia busca un relato y un relator»3. En definitiva, el autor, dentro de la tradición latinoamericana del intelectual comprometido, no puede ni quiere dejar de hablar de Nicaragua y del mundo centroamericano, con lo que la ficcionalización de la historia se yergue como uno de sus instrumentos, incluyendo los sucesos y personajes nacionales del pasado en espacios que implican el proceso de identidad nacional, pero también explorando ese mismo ámbito en el presente, y en consecuencia plantear la frustración ante esos procesos de transformación que no acaban de solucionar el complicado entramado social de la zona. Todo ello no implica que se desdeñen las nuevas formas de narrar, es decir, el uso de esas técnicas que agilizaron y dieron interés y vida a los nuevos narradores, antes al contrario, como narrador propicia la experimentación con tiempos y espacios, el uso de los artificios de las varias voces narrativas y modos de contar, la parodia, la inclusión de lo grotesco, la ironía y el humor, con lo que se elude el mimetismo dando entrada a procedimientos imaginativos, más libres e irreverentes.

Mucho se ha escrito del autor nicaragüense como novelista, sobre todo después del éxito que supusieron sus títulos ¿Te dio miedo la sangre? (1977), Castigo divino (1988) o Margarita, está linda la mar (1998) por citar algunos4. Menos se ha dicho de sus cuentos, que son también numerosos desde su primera compilación en 1963 hasta la última Catalina y Catalina, publicada en 2001, en la que reúne una serie de once relatos realizados en la década precedente que demuestran su maestría en el género5. Son relatos que presentan una lograda coherencia temática con la realidad de su entorno, tanto de su propio país como respecto a su propia biografía pues dos de los cuentos, «La partida de caza» y «Vallejo» están situados en Berlín y en ellos aprovecha fundamentalmente las vivencias de sus viajes a Alemania, sobre todo de los años 1973 a 1975, en los que disfrutó de una beca para la creación literaria en el país europeo, pero aún en estos relatos el engarce, los personajes, y hasta el entronque mismo de lo narrado nos recuerda que el escritor no pierde su norte, la guía de su pensamiento en relación con los temas y problemas latinoamericanos, centroamericanos y nicaragüenses.

Como indica B. Eichenbaum «La novela viene de la historia, del relato de viajes; el cuento viene de la anécdota»; y refuerza la idea recordando que «en el cuento como en la anécdota, todo tiende hacia la conclusión. El cuento debe lanzarse con impetuosidad, como un proyectil lanzado desde un avión para golpear con su punta y con todas las fuerzas el objetivo propuesto»6. Aunque tal fórmula se ha venido practicando desde Edgar A. Poe y, en nuestra lengua, desde Horacio Quiroga, el cuento del siglo XX rompe con algunos de estos estereotipos y, aún concediendo que en la mayoría de los narradores no se puede olvidar su origen, el relato ha fracturado sus propias pautas y exigencias, y se ha experimentado con la extensión, la disposición de la estructura -potenciando en algún caso la parte media del entramado en detrimento del comienzo y del desenlace- y desde luego, se han introducido en él los mismos requerimientos renovadores que han marcado a la novela del siglo. No es distinto el caso de la obra de Sergio Ramírez, porque cuento y novela adoptan una coherencia de forma y de intencionalidad en su planteamiento de escritor. En su libro Mentiras verdaderas (2001) en el que incluye una serie de ensayos reflexivos fielmente ilustrativos de su pasión por el oficio de escribir postula que la obra de cada escritor se conforma con sus «experiencias, criterios, gustos, lecturas, procedimientos, mecanismos, trampas, sensaciones, obsesiones y percepciones»7, pero que una vez conseguido el texto como producto final es el lector, su destinatario y cómplice necesario, el que dirá la última palabra. No en vano incide en la idea de que el origen de la escritura se arraiga en la oralidad, en el placer que todo hombre tiene, desde sus remotos orígenes, por escuchar historias. Si la literatura como texto escrito es el refinado final de ese proceso no se debe olvidar que en el comienzo de los tiempos se vinculó a lo mágico, a los mitos de origen sagrado que ya desplegaron los temas fundamentales, que la escritura de los siglos sucesivos recupera y actualiza. Porque Ramírez como todos los narradores contemporáneos tiene la convicción de que no hay historias nuevas que contar, pues los temas se reducen, parafraseando la obra magna de Horacio Quiroga al amor, la locura y la muerte, y justifica: «Al lector no le importa que los argumentos sean viejos. Sólo quiere que se los cuente alguien que sepa el oficio»8. Todo ello redunda en algo que los cuentos del escritor poseen en alto grado, la esencialidad de lo humano, pues sus argumentos no proyectan ninguna exótica estridencia promoviendo en cambio los valores más generales del ser humano que al mismo tiempo se identifican con una región y con la humanidad entera.

Los dos cuentos que abren la colección titulada Catalina y Catalina son de distinto signo, y si el primero «La herencia del bohemio» se sumerge activamente en el folklore de Nicaragua, el segundo plantea ya un tema muy presente en su obra y en varios de estos títulos, la violencia. Nicasio Urbina ha reflexionado al respecto que «Viniendo de un país violento como Nicaragua, es difícil pensar que la obra de Sergio Ramírez Mercado pudiera verse libre de violencia, libre de muertes y asesinatos, de envenenamiento y tortura, de pobreza extrema que conlleva una violencia endémica y alienante, y de múltiples y sutiles formas de violencia, cuya representación en el texto revela los mecanismos de represión que operan en la sociedad, constante e imperceptiblemente»9. Todo ello es muy ostensible incluso en la vida cotidiana de los personajes de estos textos y no sólo en los relatos de desenlace violento como en «El Pibe Cabriola» y en «Gran Hotel», sino en casi todos los restantes en los que se aprecia la devaluación de los valores humanos que genera la pobreza, la mezquina imposición de la fuerza del débil al todavía más débil, como viene ejemplificado en la actitud de las figuras paternas en «Un bosque oscuro» y en «Catalina y Catalina» por ejemplo. Aunque es verdad que varios de estos cuentos presentan un deliberado gusto por el humor, y aun por la comicidad, algo que ya vio Carlos Fuentes cuando comentó su lectura del libro: «Vamos de maravilla en maravilla y de sonrisa a carcajada con boletos de ida y vuelta: Ramírez nos abre un abanico de situaciones y personajes que le dan a nuestra vida latinoamericana de sombríos desencantos una jovialidad muy cercana a la esperanza» y pasa a resaltar los títulos de «El Pibe Cabriola», de «Perdón y olvido», y sobre todo «La viuda Carlota» que según él «pasará a las antologías del relato humorístico por su libérrima conjunción de incidentes majestuosamente cómicos, dignos de Chaplin, Keaton y los grandes bufos del cine mudo»10. En efecto este cuento, con regusto colonial y de gozoso homenaje a Quevedo, se articula sobre una jocosa indagación acerca de los orines del bacín de la viuda Carlota porque según la convicción general «Ninguna mujer dejaba en el bacín espuma al orinar» (151). En él desfilan personajes como el padre Cabistrán, el médico, el sacristán, el jardinero, el lechero que construyen un degradado y paródico cuento de indagación policial. Y sin embargo ese entorno social no está exento de reflejar las abusivas diferencias sociales y el machismo que ejercen los galanes de pantomima que desean a la viuda Carlota. Por ello, y aun concediendo su pertinencia a las valoraciones de Fuentes, hay que aclararlas y ponerlas en su justo significado, porque tras estos humorísticos trazos se trasluce la seriedad de los planteamientos, la tragedia de los conflictos sociales y familiares, la imposibilidad de la comunicación humana, la difícil comprensión y aceptación del otro, la hostilidad del entorno que ahoga las ilusiones, la penosa supervivencia en el exilio, pero también la necesidad del olvido y la aceptación del presente frustrado y negador.

Quizá por esa razón, y por su carácter emblemático, el cuento que abre la colección es «La herencia del bohemio», un relato que aparte de ofrecernos el procedimiento básico en que se apoya el neorrealismo de Sergio Ramírez -pues no oculta que la anécdota está tomada de un artículo de periódico «La herencia del bohemio», aparecido en el Nuevo Diario de Managua con fecha de 16 de diciembre de 1999, llegando incluso a incluir un párrafo de la periodista Karla Castillo- nos encontramos con toda una técnica que ficcionaliza la nota periodística con pautas de verosimilitud, desasiéndose de la objetividad que el periodismo comporta, y acercando los rasgos más humanos de los personajes, componiendo y e imaginando razones y causas, escenas y rencores para construir para el lector, cualquiera sea el lugar del mundo en que se acerque a la ficción, una historia que trasciende lo meramente local. Por eso y con gran acierto, el cuento se inicia con una serie de definiciones de los elementos característicos situándolos dentro de la ciencia del folklore, no excluyendo así la posibilidad de que el lector también lo enfoque de esta manera en una primera lectura, como un análisis de la herencia del pasado: términos como folklore, gigantona, cabuya, bailante, son convenientemente aclarados. Al igual que el peruano José María Arguedas, el escritor nicaragüense intenta recuperar en este cuento una tradición popular, la de la Gigantona, «una muñeca de muy alta estatura que consta de un armazón de madera [...] la cara de barro cocido pintada de rosa natural, los labios encendidos de rojo carmesí» (11). De algún modo la muñeca capitaliza no sólo las ilusiones, la supervivencia y el trabajo de una familia sino también representa su esfuerzo, la reducida herencia a que se ve sometida, y al final, cómo resulta irremisiblemente despojada. A ello contribuye el desolado paisaje de los barrios de Managua y una vez más la violencia implícita en la vida cotidiana. Ramírez muda los nombres de los personajes de la noticia, hace verosímiles los grotescos hechos con la introducción de otros personajes, imaginando vicisitudes y explicaciones de cómo se llega a la humilde herencia paterna. Ironía y parodia encubren lo mísero del legado y los gestos de los familiares en los que no evita alguna referencia textual procedente del reportaje original. El final del relato es la desposesión, la pérdida de las ilusiones que la gigantona representaba como un emblema familiar pero también de la futilidad de las cosas humanas.

Ha llamado mucho la atención de los lectores el segundo relato de la colección, «El Pibe Cabriola», basado de nuevo en una noticia leída en un periódico, la recreación ficcionalizada del asesinato con doce tiros del defensa de la selección colombiana, Andrés Escobar en 1994, en represalia por el gol que metió en propia portería y que propició la victoria de los contrincantes en un campeonato internacional de fútbol. El autor consigue un tremendo efectismo gracias al punto de enfoque desde el que se narra, una primera persona del plural que trascribe el punto de vista colectivo de un compañero de equipo del protagonista, y que armoniza la terminología juvenil del registro lingüístico, su dinamismo, el ritmo lúdico y el hiperbólico suceso; una situación que crece hasta la desmesura por el contraste entre la azarosa banalidad de todo juego y la importancia desmedida que el fútbol tiene para los aficionados, hasta llegar a convertir a sus selecciones nacionales de fútbol en representantes del honor patrio. Por eso, si se admite que un error lo comete cualquiera, en cambio «era un error frente a la nación entera, frente al Presidente de la República y todo su gabinete de gobierno» (27), de donde el lector deduce la crítica implícita en la medida desproporcionada de los valores sociales. El procedimiento es exagerar con calculada medida, acentuando lo grotesco, mediante cuyo procedimiento se desvaloriza lo contado ante los ojos del lector que sonríe al colocar en el plano justo el suceso. Un ejemplo es la transmisión deportiva del periodista estrella de la nación que «Narra los juegos como si fuera un diputado arengando» (28), o cómo los futbolistas se sienten «pegados al costado del pullman como frente a un pelotón de fusilamiento» (28), casos en los que la exageración bien manejada devalúa las situaciones respecto al lector, haciéndole ver la futilidad del suceso, pero aún más, la hipérbole se incrementa al evidenciar cómo se teje la tela de araña que convierte lo intrascendente en trascendente para incidir inexorablemente en el calvario que el Pibe Cabriola vivirá hasta su muerte. Un itinerario que a medida que avanza alcanza mayor seriedad y se convierte en una muerte anunciada sintetizada en la frase que el propio jugador farfulla en el bar en los momentos previos a su muerte: «todo el trago que yo quiera es gratis porque ya ves, mi hermano, me van a matar» (40).

Si este cuento refiere una tragicomedia en la que el autor cuida de no identificar la selección nacional afectada para extender su significado a toda Latinoamérica, en cambio la violencia implícita en «Gran Hotel» tiene una localización centroamericana y adopta mayor refinamiento, pues habla de grandes rencores guardados por generaciones, en el que se dosifican el amor, los celos, la extremada violencia planificada como en el mejor de los relatos de la novela negra. El objetivo, desvelado al final, es el de cumplir la venganza de la muerte del abuelo de El Colega asesinado por Leonte Umaña en la persona de su nieto, Manrique Umaña, acto que se ejecuta con extremado cálculo y frialdad. El Colega, de repulsiva personalidad tanto física como moral, es capaz de tejer la taimada tela de araña a su compañero de oficina sin ahorrar siquiera el exhibicionismo más vanidoso. Además en su trazado se le transfiere no sólo el machismo más violento, sino que hace ver la decadencia moral a que se somete la inquina familiar a través de los escalofriantes diálogos que no velan la humillación del contrario hasta el extremo de darle el consejo de pegarle «un tiro a ese renco» (123) y así cumplir sus planes. La sombra de El Colega al final del relato certifica la historia de venganza.

Temas varios que afectan a las relaciones humanas aparecen en otros relatos. Aparte de la omnipresente violencia, las ilusiones perdidas, la incomunicación, la frustración del vivir pueden percibirse en «Aparición en la fábrica de ladrillos», y en «Catalina y Catalina». En el primer caso ejemplificándolo en un beisbolista que ha quedado inmóvil de pura gordura, y en el segundo a través de dos figuras de mujer. Uno termina en la desposesión y en el abandono, y el segundo en la ruptura radical tras la comunicación cortada bruscamente hace ya mucho tiempo. El personaje del primer cuento citado se convierte en el emblema del «juguete roto» que ocasiona la fugaz gloria deportiva y en él se une lo grotesco de la situación y lo trágico de su desarrollo, todo ello gobernado por la simplicidad del planteamiento de su vida. La histriónica aparición de Casey Stengel, el entrenador de los Yankees, cuando sale a orinar en el patio es su única ilusión y guía: «Tu destino es el béisbol muchacho» y desde entonces supe «que mi destino era darle gloria a Nicaragua con el tolete al hombro» (70). Otros elementos se conjugan, el pasado grandioso de fama y hazañas deportivas que se expresan mediante esos viejos «fólderes llenos de recortes» (71) y por la visita del presidente Somoza. Pero a pesar de estos éxitos fugaces estamos ante una vida signada por la desgracia, aun en los momentos en que parece que puede progresar, ya que está sumido en la pobreza y sujeto a la imposibilidad de apartarse de los vicios. La figura de este gordo pastor de almas de la iglesia pentecostal, al que bautizan con grotescos artilugios, preso en el templo que constituye su último refugio, con una invalidez total, alcanza al final una cierta grandeza en su resignación. Si éste es un cuento de hombres y de deporte, «Catalina y Catalina», está marcado por la mirada femenina y por la rebeldía de la mujer frente a una sociedad que le impone sus reglas opuestas a su autonomía e independencia. La pobreza del entorno, la maledicencia y la mezquindad familiar, la figura paterna acostumbrada a dar órdenes frente a la obediencia que se les supone a las mujeres culminan en un esperado final: las dos Catalinas separadas por el tiempo y la distancia cuando vuelven a encontrarse, a través del hilo telefónico, no son capaces de romper el hielo sino con el silencio y con el llanto. La imposibilidad de comunicación se impone de nuevo.

Los temas familiares, la cotidianidad de las vidas que quedan fracturadas por los sucesivos acontecimientos dolorosos se suceden en estos cuentos. Como tema universal la disolución familiar apunta también en «Un bosque oscuro», donde los hijos dilapidan la herencia después de la muerte de un padre opresor y avaricioso, para intentar convertir sus vidas en una sucesión de lujos y excesos que sólo evidencian la decadencia final. Si este último relato evoca cierto regusto de ruralidad, de mundo apartado, en «Ya todo está en calma» se vuelve otra vez a una noticia del presente que hace revivir a modo de catarsis íntimos recuerdos del desencuentro matrimonial y el accidente con final de muerte de la esposa infiel. Los dos planos temporales bien dosificados nos hacen seguir dos acontecimientos, el funeral de Diana de Gales y el de la otra Diana, la del pasado que también vestía como modelo de revista. Los unen el paralelismo de la ostentación y de la infidelidad, aunque de nuevo hay una desmedida distancia entre los sucesos en tiempos y lugares que sólo hayan acomodo en la mente del relator. En cambio «Perdón y olvido» introduce otra cara de la moneda, la indagación en el pasado familiar a través de un descubrimiento fortuito, el reconocimiento de los padres que actúan como extras con distintas parejas en una película mexicana: «No eran simplemente fotos viejas pegadas a un álbum, sino el retorno a la vida cada vez que el botón dejaba correr la cinta» (87). Este cuento puede constituir un buen ejemplo de la manera de hacer de Sergio Ramírez, pues todo está contado por un narrador testigo que se introduce en la historia misma y que actúa como elemento garante de verosimilitud, o de mentira verdadera, como le gustaría al autor. Porque hay que resaltar su interés por la importancia de hacer verosímil el testimonio, por el «haber estado allí», como recuerda se produce en las grandes obras de la literatura, el caso de Homero en La Ilíada11 o en la relatora de Las mil y una noches, que cuenta «las mentiras más colosales» y a cuya narradora «La salvan el suspense, el humor, la congruencia, la gracia del estilo, la propiedad del lenguaje. La salva saber contar» porque «Lo verosímil es el símil de lo verdadero»12.

Este «haber estado allí» se traduce en estos cuentos, como bien resume en el ensayo citado, por «demostrar la posesión de los materiales narrativos; ser el dueño del secreto, y estar dispuesto a revelarlo»13. Sus sujetos narrativos, como en el caso de «Perdón y olvido», van desplegando sus profundas inquietudes, aun las que afectan a lo íntimo de su existencia. Sin embargo también juega dentro del mismo afán de verosimilitud con la propia inclusión espejeante, hasta anecdótica, como cuando se dice de Guadalupe, la aficionada a las viejas películas mexicanas que el relator la conoce cuando se funda Incine, en la mansión de Los Robles confiscada a un coronel de la Guardia Nacional y que «Llegó vestida de guerrillera… enviada por Juanita Bermúdez, la asistenta de Sergio Ramírez» (84). Es evidente además que en estos relatos forma parte de la ficcionalización y del proceso de verosimilitud la manipulación de los datos históricos que hacen, en esta ocasión, de Perdón y olvido, una película de 1950 en blanco y negro dirigida por Tito Gout; claro que esa película se ha añadido al currículo del cineasta por la imaginación de Ramírez.

He dejado para el final deliberadamente los dos cuentos que se sitúan en Berlín, «La partida de caza» y «Vallejo» porque ambos presentan una similitud en cuanto al planteamiento, en ambos la «mentira verdadera» que se expone viene trabada por la presencia del propio escritor, que se introduce con datos biográficos concretos referentes a las actividades y las vivencias desarrolladas en este país. Por si fuera poco «La partida de caza» engarza con el suceso contado con anterioridad del Pibe Cabriola, acerca del cual Dieter, el pintor que hace el retrato del autor y su mujer, indica: «Se parece a la historia del futbolista Lutz Eigendorf, al que mató la Stasi porque se había fugado de Alemania Democrática para jugar en la Bundesliga» (44). De algún modo las dos historias son paralelas, reales, y con resultado de muerte, pero la brutalidad impulsiva de la primera se sustituye en ésta por refinadas conspiraciones, por seguimientos implacables fruto de servicios secretos que la enlazan con el cuento de espionaje al presentar el minucioso trazado del jefe de la Stasi, Erich Mielke, y «sus partidas favoritas de caza». La hipérbole bien tensada juega aquí también un importante papel en el diseño de la minuciosa persecución, intervienen especialistas, mecánicos que preparan el coche para el accidente, pasaportes falsos, vigilantes frente a la casa del futbolista, en suma todo lo que imagina el refinado cazador, que en definitiva será el director de orquesta que ejecutará la muerte del futbolista. En cambio «Vallejo», es un relato largo, que más que al formato de cuento puede asemejarse a un escrito autobiográfico que tanto tiene de ensayo como de reflexión. Centrado en la experiencia del propio escritor, recoge su vida en Berlín con sus hábitos diarios, su cotidianidad, su oficio de escritor, su horario de escritura (176). Aunque es imposible resumir todos los aspectos de este amplio relato, el más largo del libro, baste decir que reúne reflexiones que combinan el Berlín de antes y después de la guerra, la persecución de los judíos, la soledad de los ancianos que mueren en los pisos iluminados en la noche de la ciudad, la diferencia entre la cultura alemana y la latinoamericana, junto con la propia vida de la familia del escritor, a la que se suma la presencia de «Vallejo», nombre inventado pero propiciado por su origen peruano y por qué no por la simbología que entraña al recordar al famoso poeta. La entrada del personaje y su intermitente aparición a lo largo de las páginas favorece otras vicisitudes y sobre todo el encargo de escribir un libreto para ballet sobre tema indígena (182) en el que se desarrolle un ritual del comienzo del mundo («el triunfo de la luz, era la liberación» 185). Con referencias metaescriturales y biográficas, se indica que estaba escribiendo ¿Te dio miedo la sangre?, y se hace ver su escaso interés por el indigenismo, lo que también es un índice de sus intereses como escritor. Aunque Vallejo le llegará a convencer de que «El libreto para ballet es importante, muy importante para su carrera de escritor» (197), y en efecto, tras conversaciones y planteamientos varios ese texto aparece al final del relato como un esbozo recuperado en Managua, ya muchos años después. El entrañable personaje de Vallejo viene a representar a tantos latinoamericanos que sobreviven en el viejo mundo y también la esencia de sus valores. Unos valores que intentan hacer comprender al mundo europeo sin demasiado éxito.

En definitiva en este libro de cuentos se cumple también la propuesta del escritor nicaragüense de que «Las mentiras verdaderas tienen que ser creíbles. Aún en los libros donde la imaginación no conoce límites, como en Las mil y una noches, no se cuentan falsedades, no se cuentan fantasías. La imaginación es seria, la fantasía no. La realidad no es más que la imaginación en su estado sólido; la imaginación es una propiedad diferente del mismo cuerpo, es decir, la realidad en su estado gaseoso, su emanación mágica»14. Con estas historias breves, felizmente imaginadas, pero elaboradas siempre con asideros de la propia realidad, se fabrican imágenes y a la vez se potencia el engarce que hace del lector necesario cómplice imaginario.







 
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