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ArribaAbajoCapítulo VII

Dificultades que tiene que vencer y ventajas que puede aprovechar el visitador del preso


El visitador del preso se propone consolar a un desgraciado, amparar a un desvalido y contribuir a la enmienda de un culpable; programa breve de palabras, largo de dificultades, como que encierra la obra mas ardua que la caridad puede intentar y la razón dirigir. Los obstáculos para llevarla a cabo pueden considerarse como generales e individuales.

Respecto de estos últimos se sabe que existirán, pero no cómo, ni es posible dar reglas detalladas para vencerlos, fuera de las que dicta la razón o inspira el sentimiento. Todo hombre difiere de otro hombre, el preso aún más de otro preso; y cuando se trata de calmar dolores y corregir yerros, de las diferencias resultan nuevos obstáculos que no pueden superarse sin el estudio de cada individuo.

Las dificultades generales tendrán su origen en el instinto, en el sentimiento, en la voluntad, en la inteligencia, o a la vez en estos elementos del espíritu humano.

Los obstáculos intelectuales son los más patentes; la inteligencia es la única cosa que el hombre no puede fingir si carece de ella, y es poco menos que imposible de ocultar si la tiene; en esta esfera, al menos, no es de temer la hipocresía, y con evidencia se sabe la verdad. La verdad es bien triste, porque, clasificados bajo el punto de vista intelectual, los delincuentes son:

  • Una inteligencia muy limitada, insuficiente para dirigirse en el tortuoso camino de la vida;
  • Una inteligencia que no es radicalmente insuficiente, pero que ha llegado a serlo por la ignorancia y los errores que han venido a obscurecerla;
  • Una inteligencia suficiente que ha sido arrollada por la pasión indómita o la voluntad torcida;
  • Una inteligencia que se ha empleado como auxiliar de la voluntad perversa.

Si los obstáculos intelectuales son grandes, los morales son mayores, porque se ocultan y porque renacen. El entendimiento que se ilumina, iluminado queda con o sin la voluntad del que recibía la luz; verdad que se sabe no puede desconocerse, aunque la voluntad torcida impulse a obrar en oposición con ella. La ignorancia desvanecida no renace, pero la mala tentación se reproduce; se la combate y se la vence, y vuelve a venir; además, el entendimiento, como hemos dicho, no puede ser hipócrita, y la voluntad sí.

Siendo la sinceridad una cosa tan rara en el mundo, sería locura esperarla en la prisión; donde era más necesaria es más difícil; a medida que interesa más conocer lo interior, lo íntimo de un hombre, él tiene mayor propensión a ocultarlo. El que hace bien, se supone que bien sentirá y pensará, no hay para qué averiguarlo, y él, sólo por modestia o por humildad, se opondría a la investigación. Pero el que ha hecho mal, ¿qué pensará, qué sentirá? Cuanto peor piense y sienta, más probable es que lo oculte.

La hipocresía es tan natural y tan común en los delincuentes, que, aunque parezca inverosímil, va muchas veces unida al cinismo. Se hace ostentación de un crimen y se niega otro menos grave, o una falta por esto, por aquello, o no se alcanza el porqué: lejos de excluirse el cinismo y la hipocresía, suelen asociarse; nosotros tendríamos esta regla: Un hombre (criminal o no), ¿es cínico? Pues no es sincero.

En la hipocresía, como en todo, hay grados, y además diferencias: aunque tenga de común la pretensión de ocultar la fisonomía moral del delincuente, éste no forma siempre el propósito deliberado de engañar; muchas veces cede al natural deseo de no aparecer con todas sus debilidades, con todas sus faltas, con todos sus crímenes, de hacerse menos odioso negando los hechos o los móviles que le impulsaron. Para la práctica del visitador conviene mucho distinguir estas dos hipocresías, la que se propone engañar de la que recurre al engaño, no como objeto, sino como medio de inspirar simpatía, porque en este último caso es más fácil lograr que la verdad se transparente y hasta que se revele; de todos modos, hay que contar la hipocresía como un obstáculo en un gran número de casos.

La suspicacia y la desconfianza son en la prisión muchísimo más frecuentes que en el mundo: el que engaña está dispuesto a creer que le engañarán, y además el penado tiene predisposición a considerar como enemigos a todos los que no son compañeros de culpa o de infortunio; a confundir en su ánimo rencoroso al soldado que le prende, al juez que le condena, al empleado que le custodia y a la persona caritativa que le visita.

¿Qué se propone aquel hombre yendo a verle sin ser su pariente, ni su amigo, sin tener obligación de visitarle y sin que le paguen la visita? No lo comprende; lo incomprensible se hace fácilmente sospechoso, y sospecha: no atina con el cálculo interesado que puede hacer aquel señor; pero alguno hará, porque todo es más verosímil que una abnegación de que no puede formarse idea. Él le recibe por esto, por aquello o por lo otro; pero ¡creer que sólo por hacerlo bien lo visita! No es tan cándido, y a su mentida compasión opondrá otras mentiras.

Esta suspicacia y esta incredulidad del penado respecto a la piadosa benevolencia del visitador, tienen también sus grados: a veces no existen, pero hay que contar con ellas porque pueden ser un obstáculo.

Otro es, y muy grave, la injusticia de que ha sido víctima el penado, injusticia real o imaginada por él. En el último caso será posible rectificar el error y calmar la indignación que ha producido; pero lo grave es cuando no existe error, cuando hubo realmente injusticia, caso frecuente, porque hay muchas leyes injustas y muchos jueces que, por el modo de aplicarlas, no atenúan el mal, antes le aumentan. Si el penado no es religioso, si en nombre de Dios no se le pide que tolero resignado la injusticia, considerando que él también fue injusto, habrá mucha dificultad para calmar su ánimo sólo con argumentos, que todos vendrán a ser variantes de que la razón aconseja someterse a la necesidad, que la desesperación no calma, aumenta los males, a que es posible hallar algún lenitivo con la paciencia, etc., etc. En todo caso, cuando en la clase o en los grados de la pena hay injusticia, el visitador no tratará de disimularla o disculparla, sino que, al contrario, debe reconocerla francamente, deplorarla, indignarse contra ella, único modo de no aparecer con una especie de complicidad moral que le enajenaría el afecto del preso.

Al lado de estas dificultades hay también ventajas generales o individuales; para aprovecharse de éstas es necesario el estudio del individuo, de su situación actual y de las circunstancias de su vida anterior.

De las ventajas generales, la primera es consecuencia de que el visitador está allí llamado por el preso, o al menos con su beneplácito,7 es decir, que representa un acto libre de su voluntad, de aquella voluntad que, en vez de rectificar, se suprime por lo común en sus manifestaciones. Esta especie de mutilación del hombre moral, tan contraria a la enmienda del penado, produce en su ánimo gran trastorno y malestar, y es como un principio de renacimiento a la vida del alma, y una grata impresión el hecho de que haya algo que no se le impone, sobre lo cual se le consulta, que puede conceder o negar. El visitador debe insistir sobre este permiso, cerciorarse de que el preso le llama o le admite de buen grado, tanto porque le importa saberlo, como para que el recluso se ratifique y tenga la satisfacción de hacer uso de su voluntad; él no analiza lo que esto significa y vale, pero desde el momento en que quiere algo razonable, y se le consulta y se hace lo que él quiere, se siente dignificado, y para aquella persona que está allí porque él la admite, y a quien puede despedir, no es un número, es un hombre. Esta idea clara o confusa, este sentimiento más o menos vago, se corrobora y fortifica con el proceder del visitador lleno de consideración y miramientos como no tendría más ni tantos con un gran señor, miramientos no calculados ni ceremoniosos, sino espontáneos y sinceros; los que inspira a toda alma generosa y compasiva un ser desventurado, débil, oprimido; lo está con justicia, pero, aunque así sea, que no es siempre, por ser merecida la desgracia no deja de ser desgracia, y la caridad no necesita absolver para compadecer.

Estamos seguros de no exagerar lo ventajoso que es para el visitador el ser admitido libremente y conducirse cortésmente con el preso; el hombre armado que le prendió, el carcelero que le encerró, el fiscal que le acusó, el juez que le condenó, el empleado que le custodia en la prisión, todos le trataron con severidad, tal vez con desprecio o con dureza; la primera persona que le habla con dulzura, que le considera, que da señales de compadecerle, acaso es el visitador, que le busca y procura consolarle en aquella mansión del desconsuelo y de la afrenta, de donde huyen los que se decían amigos, los parientes acaso muy cercanos...

Para el preso que no ha perdido las cualidades esenciales de hombre, todo esto penetra, y a veces muy hondo; sin duda (aunque en algunos casos suceda) no arranca instantáneamente la máscara a la hipocresía, ni desvanece las sospechas suspicaces, pero predispone a la confianza, y con el tiempo podrá inspirarla. Al verse considerado como hombre, el recluso se predispone a ser más humano, y la benevolencia puede despertar buenos sentimientos que parecían muertos y no estaban más que dormidos.

La ingratitud no creemos que sea tan común en el mundo como dicen algunos que tal vez no han hecho mucho bien; pero, en fin, existe, y en la prisión será más frecuente; pero el agradecimiento no es allí cosa tan rara que no deba mirarle el visitador como un aliado probable. En la ingratitud del mundo entran a veces elementos que faltan en la prisión; es posible que se olvide del bien que recibió en ella el que recobra la libertad; pero mientras está preso será tal vez agradecido, si no profundamente, sinceramente. La gratitud es un hermoso sentimiento; la experiencia demuestra que puede existir aun en los grandes malvados, brillar como una luz en una caverna, y el visitador que la inspira tiene un medio, y muy eficaz, de influencia sobre el preso.

El penado, por lo común, más hipócrita y suspicaz que la generalidad de los hombres, es hombre al fin, sociable, comunicativo, y sin que la circunstancia de ser desconfiado excluya la de ser imprudente. ¡Cuántos crímenes se han descubierto porque sus autores no han sabido callar! La natural tendencia a la comunicación, a la expansión, y en momentos dados hasta a la confesión, pueden utilizarse por el visitador para conocer al preso, que, aunque desconfíe y mienta, sólo por excepción será impenetrable.

Se califica de insensatez y de imprudencia loca la franqueza de algunos criminales, no teniendo en cuenta que esta imprudencia y esta insensatez corresponden a móviles fuertes y profundos de la humanidad. El delito penado es un mal compuesto de cosas que se saben y de cosas que se ignoran; estas cosas que se ignoran son el secreto del delincuente, secreto que, sea por lo que fuere, le pesa a veces mucho, y se desahoga comunicándolo; el visitador puede conseguir que se desahogue con él.

El instinto de sociabilidad será también favorable a la obra del visitador si la prisión es celular: allí será mejor recibido, tal vez con impaciencia esperado; su presencia, su palabra, es un bien para el recluso solitario, que, deseoso de compañía, puede aprovecharse más de la buena.

La desigualdad de carácter es una señal de debilidad; el delincuente es un ser débil moralmente considerado, y está lejos, por lo común, de aquella fortaleza que vence los impulsos perturbadores, causa de las grandes oscilaciones, de aquella igualdad de ánimo que es un equilibrio, o que por la fuerza de la voluntad lo parece. Pero estos cambios, que no están ordenados por la razón, serán comprimidos por la disciplina; los reglamentos no tienen ni pueden tener condescendencias para las excentricidades del dolor o de la alegría: hay que acostarse a tal hora, aunque no se tenga sueño; levantarse a tal otra, aunque se experimente cansancio y gana de dormir; trabajar, reposar, comer, a toque de campana, hablar con tono sumiso y callar cuando está mandado o cuando lo manden, aunque para mandarlo no tengan razón o no parezca que la tienen. Todo esto es inevitable, en gran parte al menos, pero es duro, y más de una rebeldía tiene su origen en la forzada exterior tranquilidad de ánimos agitados, cuyos impulsos comprimidos se acumulan y hacen explosión.

El visitador no puede alterar el orden establecido; pero el preso puede tener con él desahogos, genialidades, y cuando está de mal humor o irritado, ser grosero y hasta insolente sin faltar a los reglamentos ni incurrir en pena alguna: conviene mucho hacerle comprender que en sus relaciones con el que le visita no hay disciplina; que puede desahogarse, aunque sea descortésmente, sin dar lugar a queja, ni que nadie le acuse ni se ofenda. En estas expansiones del mal humor o de la cólera, y en las reacciones que sobrevengan, el preso puede darse mucho a conocer abriendo un paréntesis al disimulo y a la hipocresía; además, la mansedumbre, cuando es verdadera, cuando es la tolerancia infinita de la caridad, tiene un gran poder, mucho mayor que supone el que no la analiza o ignora qué es fuerza y amor. Citaremos a este propósito un ejemplo que puede servir de modelo, como lo era de virtudes el que le dio.

En una gran población, de cuyo nombre no queremos acordarnos, había un establecimiento que tenía de benéfico solamente el nombre, y cuyos acogidos, niños en su mayor parte, recibían un trato (no puede llamarse educación), y ojalá que no continúen recibiéndole hoy, el más propio para embrutecerlos, pervertirlos y hacerlos desgraciados. Don Santiago de Masarnau quiso darles lecciones de música y canto, y para ello obtuvo permiso del Director; señalóse local, hora, y a la marcada, allí estaba el maestro; los discípulos fueron entrando, hombres, mozos y niños, conducidos por celadores armados de varas, de que hacían frecuente uso; al que se quedaba atrás, palo en él, como a ganado bravío que se quiere encerrar. Don Santiago rogó al Director que suprimiese los celadores; era el único modo de suprimir los palos: sin ellos, se le afirmó que no podría entenderse con aquella gente, muy mala, que se burlaría de él, le insultaría, habría gran tumulto, escándalo, vías de hecho... El hombre de caridad manifestó que, a pesar de todo, quería entenderse solo con sus discípulos; el hombre de la nómina volvió a repetir lo dicho, acentuándolo aún más; insistió el caritativo, que al fin logró lo que pretendía, haciéndole la concesión como a un insensato que no sabe lo que pide, y a quien pesará que no se lo haya negado.

Llegó la hora de clase; retiráronse los hombres de las varas; la ausencia de éstos, y algo que dijo el maestro, debió impresionar a los discípulos, porque no hubo tumulto ni barullo, antes bien un orden relativo, que al cabo de algunos días fue perfecto. Lo más difícil fue lograr que no se fumara en clase; pero se consiguió al fin este sacrificio por parte de los fumadores, menos uno; era un herrero, hombre brutal, que no sólo fumaba, sino que contestaba con groseros insultos a las suaves amonestaciones del profesor: buscóle éste un día donde pudiese hallarle solo, y entre los dos hubo este breve diálogo:

DON SANTIAGO.-  Vengo a darle a usted una satisfacción.

HERRERO.-  ¿Usted a mí?

DON SANTIAGO.-  Sí, Señor. Yo, sin saberlo y sin quererlo, porque a sabiendas nunca ofendo a nadie, sin duda le he ofendido, y quisiera saber la queja que tiene usted de mí para reparar mi falta.

HERRERO.-  ¿La falta de usted?

DON SANTIAGO.-  Sí, la falta mía; porque si yo no hubiera cometido alguna, y si no le hubiese ofendido, no comprendo que usted me tratara tan mal.

Dos lágrimas rodaron por el atezado rostro del herrero.

-No volveré a fumar -dijo.

Y en efecto, no volvió a fumar en clase.



ArribaAbajoCapítulo VIII

Clasificación


Las clasificaciones de los delincuentes suelen variar con los autores que las hacen; pero muchas veces, más en la nomenclatura que en la sustancia, y aun en este último caso, las diferencias corresponden con frecuencia menos al modo de ver que al punto de vista. Según que en primer término se considera en el delincuente un hombre que corregir, un hombre que castigar, un hombre que temer, un hombre incorregible, un hombre origen de gastos improductivos, un hombre que puede utilizarse, un organismo que necesariamente hace mal, un espíritu que puede reaccionar contra el mal hecho y hacer bien, las clasificaciones han de variar a compás, no sólo de las opiniones del clasificador, sino también según el fin que se propone.

El visitador tiene, en cierto sentido (aunque en otro sea muy vasta), una esfera menos extensa de clasificación, puntos de vista más próximos, fin que se propone más concreto, y las amonestaciones de la realidad, que no puede desoír, cortan los vuelos a muchas osadías de la abstracción. Consolar a un desgraciado, amparar a un desvalido, procurar la enmienda de un culpable, es su objeto y determina su clasificación.

  • Al hombre privado de libertad, le clasifica como desgraciado;
  • Culpable y desvalido, le clasifica como débil;
  • Delincuente, le clasifica como necesitado de corrección.

Compadecer, amparar: sobre esto no reflexiona ni vacila. ¿Y corregir? ¿Es corregible aquel penado? ¡Quién sabe! Tal vez lo sea, tal vez no. ¿Quién sin temeridad puede asegurar lo uno ni lo otro?

Mr. Ammitzboel, Director de la Penitenciaría de Uridsloeselille (Dinamarca), decía en el Congreso penitenciario de San Petersburgo: «He tenido bajo mi dirección tres mil penados, y no he conocido uno solo que fuese incorregible». El visitador puede dudar, pero no debe decir, en la duda, absténte, sino obra activamente; exceptuando monstruosidades patológicas, la duda es la esperanza, y no han de separarse de ella sus divinas compañeras la caridad y la fe.8

El primer trabajo de clasificación debe tener por objeto investigar la parte que ha tenido el delincuente en el mal que ha hecho.

¿Es de una familia honrada que con el ejemplo y el consejo ha procurado guiarle por el buen camino, no se vio expuesto a las tentaciones de la miseria, ninguna maldad provocó las reacciones de su ira? Entonces la culpa es toda suya; salió toda de adentro, puede decirse; es el caso más grave.

¿Es de una familia viciosa, malvada, que le condujo al mal con el ejemplo o el consejo, tal vez el mandato? ¿La miseria le tentó, la dureza le endureció, la injusticia le hizo injusto, los malos instintos ajenos determinaron la explosión de los suyos? Entonces podrá tener una mínima parte de culpa, y aun no tener ninguna.

Entre estos dos casos, que pueden llamarse extremos, hay los intermedios, en que el delito es una resultante de disposiciones interiores y circunstancias exteriores; la proporción en que unas y otras han entrado es de sumo interés y de gran dificultad para el clasificador, que debe contentarse con aproximaciones si no quiere salirse de la realidad.

El caso de poca o ninguna culpa en el delincuente, que parece el más favorable para su enmienda, puede ser muy grave, y debe clasíficarse como tal si el hábito ha pasado a convertirse en segunda naturaleza: estas segundas naturalezas se forman con facilidad; los caracteres muy determinados y firmes para el bien y para el mal, son excepcionales; la regla es que las malas influencias hacen malos, o por lo menos malean, y las buenas hacen buenos o mejoran.

La edad del delincuente se ha de consignar para la clasificación como un dato digno de tenerse en cuenta, pero cuya importancia no debe exagerarse. Que los jóvenes criminales obren sin discernimiento, podrá ser; pero no creemos que suceda con la frecuencia que lo declaran los tribunales. Para nosotros, un joven que cometió un gran crimen con todas las circunstancias que serían agravantes en un hombre, es un gran criminal. Horroriza el pensarlo, no se cree; se apartan los ojos de aquel espectáculo, que estremece y ofusca, que desgarra el corazón, que turba el ánimo, y se dice: «No ha sabido lo que ha hecho», absolución natural y generosa, pero rara vez conforme a la verdad. Que el visitador no clasifique a estos inocentes legales entre los que han delinquido por ignorancia, y espere su corrección, no de que aprendan a discernir el mal del bien, sino de que varíen.

En efecto; el joven es tal vez perverso, muy perverso; pero su manera de ser no será acaso definitiva, no está acabado de formar; en sus ideas, instintos y sentimientos puede haber perturbaciones, consecuencia del desarrollo incompleto de unos elementos que dejan a otros indebida preponderancia, perturbaciones que cesarán cuando llegue a la plenitud de sus facultades. En los niños y en los jóvenes honrados puede observarse algo, y aun mucho, de esto; suelen tener una época de malignidad in sustancial, aturdida, que no es más que el desequilibrio de facultades que están creciendo y se desarrollan desigualmente: el mal que hacen no es de trascendencia, no se observa, ni aun se nota; pero su origen es muchas veces el mismo que lleva al niño o al adolescente a los tribunales de justicia. Hay que esperar mucho del crecimiento completo y del cambio que producirá; procurar que se realice en el sentido del bien; pero en tanto que se verifica, no hacerse la ilusión de que el delincuente imberbe obra sin discernimiento o incurre en una responsabilidad mínima siempre que así lo decretan los tribunales.

Y cuando el visitador halla presos o penados niños de diez, de nueve, de ocho, de siete y hasta de seis años,9 ¿qué hará? Dolerse de que estén allí, sacarlos a toda costa si le es posible, y procurar que se rectifiquen en la opinión los errores, origen de las injusticias en la ley. Niños tan niños no son criminales, aunque alguna vez, por excepción, sean peligrosos. Cuando así suceda, impedirles que hagan daño, educarlos; pero que no pasen por el tribunal, a cuyo arbitrio quede declararlos delincuentes cuando no es posible que lo sean, y, sobre todo, QUE NO PASEN POR LA CÁRCEL. El amoroso y elocuente defensor de los niños D. Manuel Gil Maestre, decía: «Figúrense nuestros lectores: en departamento separado (del de los grandes criminales), pero inmediato; en un patio resguardado de la intemperie por pequeño cobertizo, en una cuadra cuyo aspecto repugna, niños nueve a quince años, mozos de quince a dieciocho, confundidos, amontonados, en vagancia continua, viciosos los más, delincuentes empedernidos muchos, inocentes muy pocos. Figúrense todo esto; agreguen al cuadro cuantos matices sombríos quepan en su imaginación, y tendrán una idea aproximada de lo que es cárcel, de lo que espera al niño que, vertiendo, lágrimas, penetró en ella. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»El novato entra temblando y sin conciencia, de lo que lo pasa; entonces se inician las burlas, los insultos, las bromas de peor índole . . . . . . . . . . . . . . . . . . de todos los labios no salen más que blasfemias, maldiciones, palabras obscenas; en todos los corazones anidan propósitos siniestros; en casi todos los semblantes se retrata la maldad. El pobre que ha entrado por primera vez, que acaso no se desprendió nunca de los cariñosos brazos de su madre, que no tuvo conciencia de la falta cometida, se aturde, se amilana, tiembla, se sobrecoge de horror, baja la cabeza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . aquellos niños no son para él niños, aquellos mozos no le parecen mozos, aquel aire le asfixia, aquel sol le hiela; creo haber sido trasportado al infierno y que han comenzado sus tormentos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Una mañana los deberes del cargo que desempeñábamos nos obligaron a presentarnos en la cárcel cuando los presos salían de los dormitorios. Entre aquéllos, llamó nuestra atención un muchacho de unos trece años, que, pálido y silencioso, parecía ocultarse a las miradas, no sin que otros, al pasar por delante de él, le dirigiesen sonrisas maliciosas. Su color moreno, sus grandes y rasgados ojos, que denunciaban el candor de su alma y su carácter apacible, la corrección de sus facciones, la naturalidad y elegancia de sus movimientos, sus formas aniñadas, todo prevenía en su favor, y aun el menos perspicaz podía comprender que si alguna falta de las que ahora llama delitos el Código le condujo a semejante sitio, ni la maldad había echado raíces en él, ni estaba contaminado con el vicio. Le llamamos al pasar, y no bien quedó solo, sin decir una palabra, se deshizo en llanto. Aquellas lágrimas resumían toda una historia de pocas horas, una historia terrible, de esas que desde que se vislumbran estremecen. Teníamos delante una víctima del abandono social, un mártir más del funesto régimen carcelario. Todas las maldades ideadas contra los novatos habían caído sobre él; su simpático aspecto, su candor, su educación misma, fueron sus enemigos. Por pocos días que permanezca un niño en la cárcel, por mucha que sea la vigilancia, saldrá con el cuerpo manchado y el alma pervertida».10

Y después que esto suceda, y al cabo de días, de semanas o de meses, el juez declarará que obró sin discernimiento, que es irresponsable; puede añadir e incorregible; tales serán los estragos que en su moralidad habrá hecho la cárcel. Se habla de las precocidades del genio y de que también puede tenerlas el delito. Y ¿han de establecerse reglas conforme a excepciones rarísimas? El vestuario de un regimiento, ¿ha de hacerse a la medida de un gigante que pueda haber en él? Si algún niño, por su insensatez maligna, es peligroso, medios hay de impedirle que haga mal sin llevarle a la cárcel, y sin llevarlos a todos, sean peligrosos o no, cometiendo uno de los más execrables atentados.

Es elemental en toda clasificación tener presente la clase de delito con sus circunstancias, procurando distinguir bien las que revelan perversidad honda y fría, de aquellas que denotan violencia pasajera. Las primeras, ya se comprende, constituyen el caso más grave; pero la violencia impremeditada no es tan leve como acaso puede suponerse; aquel hombre hizo mal sin pensarlo; pero si no se modifica, sin pensar lo repetirá.

El visitador no ha de entrar, y probablemente perderse, en un laberinto clasificador de géneros, clases y subclases; hay personas que quisieran para cada delito y variedad de delito una pena especial, y censuran y hasta ridiculizan que se pretendan curar con remedios tan parecidos males tan variados. Bien considerado, ellos son los que incurren en el absurdo y el ridículo al pretender lo imposible. ¿Qué sistema había de establecerse que se adaptara, por la variedad del método y disciplina, a la variedad de las infracciones legales? Esto no puede ser, y si pudiera, no debería intentarse por caro e innecesario.

Si el visitador halla los factores comunes del delito, que sobre ellos procure influir; la voluntad torcida o débil, el egoísmo ciego, la razón insuficiente, ofuscada o auxiliadora del mal, el instinto brutal o la pasión indómita: estos elementos perturbadores son los que es preciso modificar en su esencia idéntica, porque la variedad de los resultados depende de su intensidad y de las circunstancias: según los casos, un delincuente roba un bolsillo con tres pesetas o una caja con tres millones, compra una mujer o la seduce, hiere o mata. Si puede convertirse el preso en un hombre de voluntad recta y de razón suficiente, honrado será (con honradez legal al menos), cualquiera que sea el delito porque se le condenó. Para conseguir esta rectificación de la voluntad o del juicio, o de entrambos, debe tenerse en cuenta el delito, pero sólo en tanto que da idea del hombre, y no imaginar que sea necesaria una modificación especial para cada diferente infracción de la ley.

El visitador necesita una clasificación especial para conjeturar hasta qué punto es el delincuente susceptible de enmienda y cómo debe tratarle:

  • Si es franco, al menos con una franqueza relativa o hipócrita, o de una reserva impenetrable;
  • Si su razón es suficiente, deficiente o auxiliadora del mal;
  • Si tiene algún sentimiento tierno, noble, elevado, de familia, de gratitud, de patria, de humanidad; Si conserva alguna especie de dignidad, que el visitador podría desconocer porque en la forma no se parezca a la suya;
  • Si es o no religioso;
  • Si es fatalista;
  • Si es trabajador o perezoso, hábil o torpe en su oficio;
  • Si es instruido;
  • Si utilizó su instrucción para cometer el delito;
  • Cuáles son sus aspiraciones y sus gustos, hasta donde es posible que los manifieste, y procurando esta manifestación, porque uno de los medios más poderosos para conocer los sentimientos es saber los gustos;
  • Si está tranquilo o agitado, jovial, alegre o triste, y si su tristeza y su alegría contrastan con la naturaleza de su culpa;
  • Si hay contraste entre la naturaleza del delito y la conducta en la prisión, o, por el contrario, el penado es continuación del delincuente hasta donde lo consiente la disciplina;
  • Si el delito ha sido consecuencia del vicio;
  • Si el delito denota una gran violencia en el impulso o una gran debilidad en la resistencia;
  • Si el delito se realizó en circunstancias excepcionales o comunes;
  • Si los elementos del delito son todos malos o hay entre ellos algún impulso bueno;
  • Si hasta donde puede juzgarse en la prisión, el carácter aparece firme o débil, constante o veleidoso;
  • Si el egoísmo que está en el fondo de toda acción mala se acentúa o disminuye en la prisión;
  • Si se queja de todo y de todos, o reconoce justicia en algo y equidad en alguno;
  • Si el consuelo que recibe del visitador es solamente debido al instinto de sociabilidad y al cálculo del bien material que pueda recibir de él, o penetra algo más hondo en su ánimo e forma de gratitud, de afecto y de esperanza de apoyo moral;
  • Si no suspira por la libertad, y, por el contrario, parece bien hallado en la prisión; en este caso puede haber penados de diversas clases:
    • El reincidente a quien el hábito de estar preso connaturaliza con la prisión;
    • El penado por la primera vez, pero cuyo carácter está en una desdichada armonía con su injusto proceder, y soporta con calma las consecuencias del mal que ha hecho con premeditación;
    • El brutal apático, que, teniendo cubiertas sus necesidades materiales, no sufre mucho por la falta de libertad.

Hemos indicado la conveniencia de observar si el preso es jovial, y tal vez admire que pueda darse el caso de jovialidad en una prisión; pero se da, y no es un indicador seguro, ni aun aproximado, de ninguna cualidad esencial, porque se ve en grandes malvados y en penados por delitos leves y que son muy susceptibles de enmienda. En el presidio y fuera de él, la jovialidad no es la alegría, ni la alegría aparente y aun real, pero pasajera, el bienestar; de que un preso se chancee o cante (donde los dejan cantar), no hay que inferir que esté contento; los hay que han cantado la víspera del día en que se suicidaron. En todo caso, no dando más valor que el que tengan a estas apariencias, el hecho de que un penado se halle bien en el presidio no es buen síntoma para su corrección.

Que el recluso se desespere, se resigne o se connaturalice con la prisión, debe tenerse presente que la influencia del cautiverio en sí es mala. ¿Cómo, pues, se propone para corregir? O porque se ignora su mala influencia, o porque se espera neutralizarla y convertirla en beneficiosa, como sucede en las prisiones bien organizadas; pero cuando el visitador observa algo común a la inmensa mayoría de los reclusos, algo que no parece relacionarse con su temperamento ni con su delito, este algo es el cautiverio, que hay que sanear para que no sea elemento corruptor. Conviene tenerlo presente, para que en el balance moral no se ponga en el debe del preso lo que es cargo para la prisión.

La clasificación de la penitenciaría podrá ser útil o contribuir al error, según que esté o no hecha con datos suficientes, razón bastante, y aquella imparcialidad de espíritu que no desfigura los hechos por verlos al través de ideas preconcebidas y del deseo de hacerlas triunfar.

Cuando se discuten con calor sistemas diferentes u opuestos; cuando se proponen y aun se llevan a la práctica innovaciones radicales y atrevidas; cuando la novedad es para unos sinónimo de acierto, y de error para otros; cuando se confía demasiado o se desconfía con exceso, el visitador necesita mucha circunspección al apreciar los datos que puedan suministrarle para clasificar al recluso. En prueba de esta necesidad, vamos a citar la clasificación hecha en una penitenciaría que se cita como modelo: el correccional de ELMIRA, en el estado de Nueva York. No nos haremos cargo sino de algunos datos que bastan a nuestro propósito.

Noticias respecto a los reclusos en el correccional
  NÚMERO DE RECLUSOS
  Año de 1886 Año de 1890
ERAN EN NÚMERO DE 2378Por % 4194Por %
 
De carácter decididamente malo 124752,4 218252
Con facultades morales completamente deficientes 692,9 731,7
Enteramente incapaces de sentimientos morales 97641 142934,1
Carecían completamente de afectos filiales, de pudor 145261 190045,3
Habían cometido delitos contra la propiedad 222693,6 392093,5
No tenían ninguna religión 2209,2 2325,6

Esta estadística, por estar extractada, no deja de tener los datos necesarios respecto al fin que nos proponemos al mencionarla. Lo primero que llama la atención en ella, es que, comparando el año de 1886 con el de 1890, mientras los que han cometido delitos contra la propiedad (es decir, el mayor número) están en la misma proporción, 93,6 por 100, 93,5 por 100, y sucede lo propio con los de pésimo carácter; los irreligiosos, bajan del 9,2 al 5,6 por 100; los que carecen de facultades morales, del 2,9 al 1,3 por 100; los enteramente incapaces de sentimientos morales, del 41 al 34 por 100; y los que carecen completamente de afectos filiales, de pudor, etc., del 61 al 45,3.

¿Es posible que en CUATRO años se verifique un cambio tal, no en el número y clase de delitos, en que influyen a veces mucho las circunstancias, sino en los sentimientos más íntimos, más hondos, del corazón humano? ¿Es posible que en cuatro años disminuyan casi en una mitad unos, y otros en un tercio, los que carecen de facultades y sentimientos morales, de religión, de pudor y de piedad filial? Este cambio brusco, puede decirse instantáneo, en modos de ser que tan lentamente se modifican, está en los números, no puede estar en los hechos; o la clasificación de 1886 está mal hecha, o no está bien la de 1890, y ninguna de las dos merece confianza.

Aunque los corrigendos de Elmira son jóvenes de dieciséis a treinta años, han delinquido por primera vez, y no gravemente, es muy de notar que de 4.194, entre los cuales el 93 por 100 son ladrones, es decir, los más expuestos a reincidir, y

Carecen de religión   5,6por 100
De facultades morales   1,7»
De sentimientos morales   34,1»
De afectos filiales, de pudor, etc.   45,3»
Tienen pésimo carácter   52»

Y han estado en el correccional, por término medio, de veinte a veintiún meses.

De estos hombres, con tantas condiciones para reincidir, se garantiza la enmienda en proporción del 75,8 por 1.00. ¿Es esto probable, o, hablando con honrada franqueza, es esto posible? Mucho puede concederse a la bondad de un sistema; mucho al mérito de Mr. Brockway; pero no creemos que ni uno ni otro hagan lo que no parece hacedero.

Para nosotros es evidente que, o los corrigendos de Elmira cuando entraron en el correccional no eran tan malos como aparece de la clasificación, o no eran tan buenos cuando los han puesto en libertad porque se garantizaba su corrección. El lector juzgará si los números citados expresan la verdad de los hechos, o son una prueba de la reserva con que en algunos casos deben acogerse los datos estadísticos.




ArribaAbajoCapítulo IX

Generalizar. -Individualizar


Hay personas para las que el delincuente es un ser aparte, que poco o nada tiene de común con el resto de la humanidad, y hecha esta distinción mental, favorecida por el fallo legal, consideran la masa de delincuentes poco menos que homogénea; sobre ellos ha pasado el rodillo de la ley y del desprecio público; todos tienen el mismo factor común, y en la común ignominia se envuelven y confunden.

Este modo de discurrir y de juzgar, parte de dos errores: el primero es poner al delincuente fuera de la ley de la humanidad, como si nada tuviera de común con ella; el segundo es suponer entre los que han delinquido una igualdad que no existe; de manera que se establecen diferencias esenciales donde hay semejanzas, e identidades donde existen diferencias. El que participe de este error, ni juzgará bien como juez, ni como empleado en una penitenciaría, ni como visitador; si es lógico, influirá como podría en el ánimo del recluso; decimos si es lógico, porque en la práctica de muchas teorías inexactas la realidad se impone, y el buen deseo halla el bien por el camino de la inconsecuencia; es, no obstante, muy preferible no incurrir en ella y que el proceder esté en armonía con el raciocinio.

Hay que huir de los extremos, no hacer una especie de abstracción del delito, y estudiándole mejor o peor, clasificarlo y prescindir algo, a veces mucho o del todo, del delincuente, que se considera en masa homogénea. ¿Hubo diez mil robos? Pues habrá diez o doce mil ladrones. Aunque unos tendrán más culpa y más pena que otros, hay tendencia a confundirlos y a no ver en ellos más que hombres que han robado. Los que así piensan y sienten, han sido objeto de acusaciones exageradas en que no incurriremos, y por eso hemos dicho que, ocupándose del delito, prescindían algo, a veces mucho, del delincuente, añadiendo o del todo, caso que se da aunque no sea ya tan común. Cuando se condena a un hombre a presidio por muchos, por muchísimos más años de los que puede vivir; cuando se lo imponen dos cadenas perpetuas o la pena de muerte y la de prisión, ¿no parece el caso de prescindir del hombre que ha delinquido, ocupándose tan sólo del delito? Causa o efecto, o todo a la vez, de esta manera de considerar las infracciones legales y a los infractores es la tendencia a no ver en éstos sino cantidades diferentes de una masa igual, y a no distinguirlos más que por el tiempo que han de estar encerrados.

Los delincuentes, lejos de constituir una masa homogénea, se diferencian entre sí más que las personas honradas; hay muchos modos de ser malo, y uno solo de ser bueno, aunque tenga grados la bondad. El respeto a la vida, a la honra, a la hacienda ajena, es en la esencia el mismo, aunque, según las circunstancias, pueda tener más o menos mérito haber respetado estas cosas; pero el atacarlas, ¡qué variedad tan infinita de crueldades, de astucias, de imprudencias, de cobardías, de valor, de infamias, de debilidades, de esfuerzos, de torpezas, de perspicacias, de veleidades y de perseverancias! ¡Qué variedad tan infinita resulta de la complicación de todos o de muchos de estos elementos anormales! Un hombre de bien, aproximadamente y en lo esencial, se sabe cómo es; pero ¿quién adivina a un malvado en las aberraciones de su codicia, de su lujuria o de su crueldad? Hasta que el delito revela aquella individualidad se ignora y, aun después de cometido, la revelación es por lo común incompleta si un estudio especial no penetra en las tenebrosas profundidades del culpable.

Partiendo, pues, del supuesto (que creemos conforme a la verdad) de que los delincuentes se diferencian entre sí más que los hombres honrados, en la prisión hay que individualizar más que en el mundo.

Por otra parte, salvo monstruosidades probablemente patológicas, en todo caso raras, las reglas generales de la humanidad son en gran parte aplicables a la prisión. Las leyes de la vida del espíritu, como las fisiológicas, rigen, no sólo cuando se goza salud, sino durante la enfermedad, que tendrá su método de curación especial, su terapéutica, pero también su higiene, que es común al sano y al enfermo. El conocimiento de éste supone y necesita el del hombre que goza de salud, porque no es posible apreciar las alteraciones de un organismo físico, ni psíquico, sin saber cómo debe funcionar en su estado normal.

De hecho, ¿cómo se juzga a los delincuentes? ¿Cómo se los reglamenta y se procura influir en su ánimo, sino partiendo de las semejanzas que tienen con los demás hombres? Por ellas son culpables, y por ellas son corregibles; a un animal dañino no se le juzga, se le caza; la acusación, la defensa, el juicio, la pena, parten, y no pueden menos de partir, de elementos comunes entre el juzgador y el juzgado, de elementos humanos.

¿Y se prescindirá de ellos en la prisión? Tan lejos de eso, es preciso buscarlos, observarlos, fomentarlos como punto de apoyo imprescindible para la enmienda. Lo bueno del delincuente es lo que tiene de común con la mayoría de los hombres; lo malo es lo que le asemeja a los que han delinquido como él; en el modo de delinquir entra la individualidad. ¿Qué es la corrección? Volver al delincuente a la ley general. ¿Y cómo se logrará sin conocerla, sin aplicarla?

Se sabe que, por regla general:

  • La parte que el delincuente tome en la vida normal, en la vida honrada, y, si es posible, las buenas y hasta virtuosas acciones, predispondrá su espíritu y le fortalecerá para combatir los malos impulsos;
  • La predilección bien dirigida por alguna o persona, puede ser un modificador de las malas inclinaciones;
  • Los hábitos de orden favorecidos por un sistema que sea regla que guíe y no rodillo que aplaste, contribuye a regularizar los movimientos del ánimo;
  • Los sentimientos religiosos pueden auxiliar los buenos propósitos o determinar a formarlos;
  • La dignidad, o solamente el amor propio, sufrirán con la humillación que es para el hombre no absolutamente envilecido el verse en cierto modo equiparado a los animales dañinos, a quienes se persigue, se encierra o se caza;
  • La razón le demuestra que el que se hace temer se hará perseguir y penar.

Será un poderoso auxiliar el trabajo bien ordenado, que aligera el peso de la vida triste, y para la dichosa es, o uno de sus goces, o los interrumpe y evita el hastío.

Aunque se analice la composición de un delito, porque todos son complejos; aunque se tengan en cuenta los diferentes resultados a que pueden dar lugar las varias proporciones de sus elementos, debe recordarse que éstos en la esencia son los mismos, y que es también esencial para la enmienda, al apreciarlas circunstancias individuales, no prescindir de las reglas generales.

Convendría hacer, hasta donde fuera posible, una especie de balance moral del delincuente para calcular lo que hay en él conforme a la ley general, es decir, de humano, lo que tiene de perverso y la forma especial de su maldad.

Es de notar que lo individual es lo primero que se ofrece al visitador si observa, y podrá convertir en auxiliar o combatir como enemigo. Pero ¡qué cautela y miramientos y circunspección exige este combate! Cuanto más personal es un defecto, más persiste, como si se connaturalizara con el individuo y formara parte de él; con las buenas cualidades sucede lo mismo, y ha de procurarse esta compensación hasta donde sea posible en una penitenciaría.

Un hombre que ha cometido un delito mayor, puede ser más susceptible de corrección que otro cuya culpa sea menos grave si en el primero el elemento humano se ha conservado más poderoso y ofrece un punto de apoyo que no se encuentra en el segundo. En igualdad de elementos humanos y antisociales, las cualidades del individuo pueden ejercer una influencia poderosa y aun decisiva en su corrección. El carácter arrebatado o apacible, la actividad o apatía para el trabajo, los gustos más groseros o más delicados, la vanidad quisquillosa o el amor propio del orgullo, afine de la dignidad y que puede llegar a serlo; los grados de ignorancia o de error, de fe religiosa, o la falta absoluta de ella; el temperamento, que contribuye tanto a resignarse o a desesperarse en el cautiverio; las circunstancias y los recuerdos del pasado, las ilusiones del porvenir, las realidades del presente, el vacío que deja lo que pudiera llamarse la ausencia de una parte de la vida que desaparece con la libertad, todo contribuye a facilitar o dificultar la enmienda.

El conocimiento de lo peculiar del individuo es indispensable para influir en el delincuente; pero las aplicaciones de este conocimiento, si se logra, son dificultosas, porque, no sólo hay que obrar lentamente, sino indirectamente. Si se puede esperar algo, y aun mucho, del amor propio del penado, hay que temerle y mimarle, no sólo evitando la reprensión, sino disfrazando el consejo; cuando mejor toma una lección es cuando menos sospecha que puede dársele; hablamos de lección moral, porque de otro género se prestará a recibirlas sin creerse humillado. En medio de tantas diferencias como hay entro los que obran mal, es raro que falte la semejanza de no ser propicios al que les enseña el camino del bien, porque la lección tiene apariencia de reprensión y el consejo de sacrificio.

Las reglas para el conocimiento general del delincuente puede el visitador llevarlas sabidas a la prisión; pero a las modificaciones individuales ha de contribuir el individuo sin que él lo sepa; preguntándole poco, oyéndole mucho, consultándole sus gustos, entrando en sus proyectos si son razonables, penetrando en sus dolores como quien los compadece, y hasta donde sea posible identificándose con él siquiera algunos momentos, podrá tener idea del individuo. ¿Será siempre exacta? ¿Lo será las más veces? ¡Quién sabe! Lo único seguro es que, sin generalizar e individualizar en la medida conveniente, no se llega al conocimiento posible del culpable y falta un elemento poderoso para corregirle.

Debe insistirse en la necesidad de conocer:

  • 1.º Los elementos humanos que hay en el penado.
  • 2.º Los elementos del delito en general.
  • 3.º Las condiciones individuales del delincuente.

Los educadores de la juventud consideran primero el elemento humano, lo que hay del hombre en el joven; después el alumno, es decir, aquel sujeto, con una dirección especial y empleo de fuerzas adecuado al fin particular que el educando se propone, y, por fin, el individuo con todo lo peculiar y propio de él, tratando de armonizar para el bien sus elementos personales entre sí y con los profesionales y generales.

Tal vez se diga que no puede admitirse la comparación por la falta de analogía que existe entre un joven honrado y un delincuente; pero la objeción no nos parece muy fuerte. Cierto que el elemento humano es más poderoso en una colectividad de jóvenes que de delincuentes; pero es verdad también que en todo joven hay una incógnita que sólo el tiempo despejará; y como la comparación no es de moralidad, sino de método, el seguido por un buen educador bajo el punto de vista lógico creemos que daría buen resultado en una penitenciaría.

Para la aplicación de estas reglas, y de otras muchas y mejores que pueden darse, ya se comprende cuán ventajosamente influirá la experiencia, que tienden a desdeñar los innovadores y a encomiar en demasía los que son hostiles a las innovaciones. La experiencia es una gran maestra, pero no la constituye la repetición de actos irreflexivos, a veces no razonables, ni se mide por su número, sino que resulta de la práctica razonada de procedimientos, que se modifican en vista de sus resultados malos o buenos; en todo caso, la experiencia, aun la verdadera, es una luz que puede tener, y a veces tiene, eclipses; es un instrumento más perfecto de observación, pero la necesita el visitador experimentado; observa más pronto y mejor, pero necesita observar al delincuente que desea corregir.




ArribaAbajoCapítulo X

Arrepentimiento y enmienda


En este capítulo tenemos necesariamente que repetir algo de lo que hemos dicho en nuestros Estudios Penitenciarios, y en un artículo que se publicó en el Boletín francés de la Sociedad general de Prisiones.

El arrepentimiento se ve con más frecuencia en los libros y en los expedientes de indulto que se quieren informar bien, que en las prisiones, entendiendo por arrepentimiento el dolor de haber hecho mal sólo porque es mal, y prescindiendo de las consecuencias funestas que puede haber tenido para el culpable. Este hecho es consecuencia de la condición del hombre, y no exclusivamente de la del penado, como pretenden los que le suponen para todo fuera de la humanidad.

Que la mayor parte del mal que se hace en el mundo no le hacen los condenados por la ley, es cosa clara para el que medita sobre las desdichas humanas y procura analizar sus causas. Y estos miles, millones de malhechores que la ley no condena ni la opinión tal vez acusa, ¿qué pruebas dan de arrepentimiento, ni qué señales de enmienda? En España, es una cantidad insignificante la que roban los ladrones que están en presidio, comparada con lo robado por los que disfrutan en libertad el fruto de sus rapiñas, legales unas veces, ilegales otras, y que siempre son en el fondo el robo, que consiste en apoderarse de lo ajeno contra la recta voluntad de su dueño.


Porque, en suma,
El oficio es siempre igual;
Más airoso con puñal,
Y más cómodo con pluma.



Entre los que roban legalmente o sustrayéndose a la acción de la ley, los hay peores que muchos condenados por ella, no sólo por la cantidad, sino por las circunstancias del robo y sus consecuencias. ¿Y dónde están las pruebas de su arrepentimiento? De no arrepentirse las dan evidentes, y rara vez, muy rara, se sabe de alguna insignificante restitución, que por lo tardía y por otras circunstancias, más que de arrepentimiento verdadero debe calificarse de temor que la proximidad de la muerte infunde a los que han hecho mal en vida. Con otros muchos géneros de maldad sucede lo mismo: los malhechores impunes no dan muestras de estar arrepentidos.

Y si en el mundo en general no hay verdadero arrepentimiento, ¿debe el visitador contar con él en presidio, y ver en el hecho de que no exista un desengaño que le descorazone? ¿Debe considerar al penado no arrepentido como un monstruo, o como un hombre semejante a todos los que hacen mal? Esta última opinión nos parece la verdadera, y propia para evitar pesimismos e ilusiones que tarde o temprano se convierten en desalientos.

El hecho de apropiarse lo ajeno es cosa más conforme con la naturaleza humana de lo que se cree, y se buscan razones y se hallan sofismas y subterfugios para legitimarla. A veces pueden causar remordimiento las consecuencias imprevistas del robo, el daño hecho a la persona robada, y cuando, moralmente considerado, el ataque a las cosas se convierte en ataque grave a las personas; pero del robo en sí mismo es muy raro arrepentirse, si se prescinde de la ignominia y del perjuicio que ha causado al ladrón.

A un hombre muy trabajador, muy honrado y muy simpático, hablando de la necesidad de contener a los ladrones por medio de la pena, lo oímos decir un día: porque, si no, lo que es por robar, TODOS ROBARÍAMOS. Estas palabras nos impresionaron profundamente por la persona que las decía y por coincidir con observaciones que habíamos hecho. Así, pues, entre los penados por apropiarse lo ajeno no debe esperar el visitador verdaderos arrepentidos. Entre los que han atacado a las personas podrá haber algunos si la injusticia de la ley no ha sofocado la conciencia bajo el peso de la desventura, de lo cual hemos visto algún caso. El dolor en justa medida puede contribuir a despertar la conciencia, que tuerce o narcotiza cuando es excesivo, como si la injusticia que se recibe legitimase la que se ha hecho; esto, sino es razonable, es inevitable.

Sin tener por imposible el verdadero arrepentimiento, el visitador ha de buscar y promover el que resulta de considerar las consecuencias del mal hecho: la ignominia, la pérdida de la libertad y de tantas cosas como se pierden con ella, y que es posible, aunque difícil, recobrar con la enmienda. En esta enmienda hay muchos que no creen porque la hacen sinónimo de transformación. Si para corregirse es necesario transformarse, no hay delincuente corregible; es adonde lleva la lógica partiendo del error. Si el penado es un ser anormal en todo, para convertirle en persona honrada hay que variarle totalmente, hacer de él otro hombre, lo cual no es posible.

Lo que debe procurarse es que sea el mismo hombre que antes de infringir la ley, parecido, casi igual, igual a veces, y aun algunas superior, a los que no han delinquido, pero que se halló en circunstancias desgraciadas que contribuyeron a vencer su vacilante virtud. La del mayor número de los hombres, ¿es por ventura tan sólida que esté a prueba de todos los azares de la suerte? Poco sabe de miseria moral quien tal afirme, y desconoce el hecho tantas veces repetido de una casualidad cualquiera que ha convertido en criminal un hombre que parecía bueno y hasta entonces había sido honrado. Las transformaciones son ilusorias; lo posible, y a lo que debe aspirarse, es a que el delincuente vuelva a ser lo que fue antes de delinquir. El hecho de haber caído, predispone a caer otra vez; y si la prisión es depravadora, si la opinión pública rechaza al que sale de ella, si la ley suspicaz le persigue en vez de protegerlo y se reproducen todas las circunstancias en que delinquió, la reincidencia parece inevitable, fatal.

El visitador debe tener en cuenta todos estos factores de la reincidencia; no podrá suprimirlos, pero que al menos disminuya y neutralice su influencia.

La culpa deja una mala levadura, pero la pena puede neutralizar y aun vencer esta disposición cuando el hombre tentado de nuevo es el hombre escarmentado y experimentado de las consecuencias del delito. El visitador, con arte, al procurar consuelos al penado y facilidades para el día en que recobre la libertad, debe poner en relieve todo el daño que le ha causado el delito, y sin quitarle la esperanza de recobrar los bienes que por él ha perdido, encarecer su importancia.

Si es cierto que la caída predispone a caer de nuevo, también lo es que hay circunstancias que no se repiten y disposiciones interiores que no se reproducen; se ignora el cómo, pero el hecho es que hay momentos, horas fatales, en que el hombre hace lo que no hará más a poco que se le auxilie, o solamente con que no se lo empuje al mal. Este es el caso de muchos delincuentes en proporción que se ignora, porque hasta aquí no se han empleado medios eficaces para averiguarlo ni para utilizar la investigación. Del estudio del culpable y de sus circunstancias podrá inferirse si el delito es consecuencia de un estado pasajero o permanente; la tendencia a hacerse crónico es rara cuando se trata de ataque a las personas, más común en los que atacan la propiedad, porque es menos opuesto a la naturaleza humana sustraer una cosa que matar o herir a una persona; el vicio o la necesidad pueden ser un impulso permanente, y los medios reprobados de satisfacerlos tientan de continuo, de modo que las tentaciones se multiplican y la conciencia las rechaza con menos energía.

Si hemos dicho que en muchos hombres, tal vez en los más, el equilibrio en el bien es inestable, no creemos tampoco que sea estable el del mal: la facilidad que hay para caer, la habría con frecuencia para levantarse sin las dificultados (en cierta medida inevitables) que la ley y la opinión oponen. Ni optimista ni pesimista, el visitador debe ver en el delito un equilibrio moral que se rompió porque es inestable en gran número de hombres, pero que puede restablecerse porque son pocos los que viven en el equilibrio estable del mal, si no los sostienen en él las perversas costumbres, las malas leyes y los malos hombres que las aplican.

A veces es evidente que un leve peso incline la balanza del lado del mal. ¿Y por qué no la inclinará en ocasiones del lado del bien cualquiera circunstancia favorable? ¿Por ventura la naturaleza del hombre es doble y obedece a distintas leyes, según se trate del mal o del bien? No: trátese del bien o del mal, una misma ley psicológica le rige. Si hay casos en que un leve impulso hizo caer, puede haber otros en que un ligero apoyo baste para que el caído se levante.

Si los delitos afines al vicio, que son su consecuencia y a veces se confunden con él, tienden a hacerse crónicos, y se hacen cuando en vez de combatirlos enérgicamente se favorecen en las prisiones corruptoras; si los ataques a la propiedad hallan menos resistencia interior y mas tentaciones exteriores, los ataques a las personas, salvo monstruosidades probablemente patológicas las más veces, son consecuencia de un estado anormal y pasajero; de modo que, si el criminal es una excepción entre los hombres, el crimen es un estado pasajero en el criminal.11 La tendencia a repetir un delito está en razón inversa de su gravedad, lo cual, unido a la triste experiencia de la pena, si ésta no es depravadora, da fundada esperanza de enmienda.

Repetimos que esta enmienda ha de ser legal, como la honradez de muchos, acaso la mayor parte de los hombres, y, lo repetimos, porque hay personas que exigen de los penados en libertad definitiva o provisional virtudes de que en muchos casos carecen los que no han sido condenados por la ley, y aun algunos de los que la aplican: es la teoría de la transformación puesta en práctica.

La transformación, ilusoria en los adultos, puede realizarse en los niños y en los jóvenes, no porque los transforme ninguna disciplina, sino porque se transforman ellos; es decir, que siendo el delito consecuencia de desequilibrio de facultades que no habían llegado a su plenitud, al verificarse ésta se establece el orden psicológico, y el joven aparece transformado, y hasta cierto punto lo es, porque se ha completado. Si esta transformación no es obra de la ley, la disciplina puede contribuir a ella favoreciendo el desarrollo de los buenos impulsos y combatiendo el de los perversos, o hacerla imposible colocando el adolescente en una prisión depravadora o dejándolo en una libertad de que abusará. De los jóvenes que han delinquido puede esperarse mucho del cambio natural, como hemos dicho ya, especie de crisis que a veces convierte al muchacho honrado en hombre delincuente, y al joven culpable en hombre honrado.

Aunque la transformación sea posible en los jóvenes, no se tenga por segura; hay jóvenes cuyo desequilibrio psicológico es definitivo y que crecerán sin cambiar; tales suelen ser los criminales precoces, cuyo rostro imberbe y voz infantil no deben engañar al visitador, dándolo esperanzas de una regeneración que no se realizará; si las condiciones de la prisión son favorables, y hay tiempo suficiente, es decir, mucho, podrá lograrse la honradez legal como en el delincuente corregible que ofrezca mayores dificultades para la enmienda.

¿Qué reglas tendrá el visitador para juzgar si un delincuente que no está loco12 es o no corregible? Nadie, sin temeridad, creemos que podrá dárselas, y mientras la experiencia no resuelva, él no debe considerar la corrección, ni como fácil, ni como imposible; sus dudas debe guardarlas para sí; que no las vea el corrigendo, cuya fe y esperanza de enmienda, si la tiene, debe estar fortalecida por la esperanza y la fe del visitador. Pero en la duda razonable y casi inevitable del entendimiento, la caridad no pronuncia el egoísta abstente. ¿Qué decimos la caridad, ni la justicia? Con un solo hombre corregible que haya en una penitenciaría, como no se sabe cuál es, hay que tratarlos a todos como susceptibles de corrección para no desalentar y ofender al que lo sea.

Al decir arrepentidos, ¿expresamos una situación del ánimo idéntica en los arrepentidos, de manera que, conociendo la de uno, se sabe la de todos? No. Si en la esencia el arrepentimiento es siempre dolor del mal hecho sólo porque es mal, los grados de este dolor varían mucho; en ciertos casos es tan débil que no basta a preservar de nuevas faltas; en otros, es seguro preservativo contra ellos; en algunos, es verdadero remordimiento acre, punzante, desgarrador, que corroe la vida y a veces causa la muerte; esta afirmación podrá ser calificada de ilusoria por los que juzgan a los delincuentes por reglas que dan como generales y no lo son. Especialmente en los que han atacado a las personas, hay un número de arrepentidos que no se sabe cuál es, porque, ni es fácil saberlo, ni hay en la mayor parte de las prisiones quien pueda averiguarlo. Por si nuestra opinión fuese calificada por alguno de sensiblería femenina, citaremos a un autor que por su ciencia, por su experiencia, por su reputación, por lo circunspecto y por lo sesudo, parece que debe estar a cubierto de la sospecha de visionario. El doctor Caer dice:13

«Es falsa la afirmación de que los delincuentes no se arrepienten ni tienen remordimientos . . . . . . . . . . . . . . . . los que esto afirman carecen de la experiencia que se adquiere en el trato continuo con ellos, y hacen extensivos los caracteres de algún criminal monstruoso a toda la masa, cuya vida seguramente ignoran, como desconocen sus sentimientos y su modo de pensar. Todavía estoy viendo el rostro de una serie de homicidas profundamente afligidos, atormentados por los remordimientos, y a los cuales, después de una reclusión relativamente breve, la tisis libertó de sus torturas. También he visto asesinos, y recuerdo especialmente dos, jóvenes parricidas, que no daban el menor indicio de verdadero arrepentimiento, pero eran verdaderos imbéciles, que no debían estar en una penitenciaría.

»Según Delbrück, los asesinos contraen enfermedades mentales con relativa frecuencia, porque, dice, «el dolor de haber quitado la vida a un hombre se siente (por lo que he podido experimentar) más constante y profundamente que por ningún otro delito, aunque el que lo ha cometido sea el más corrompido de los delincuentes. Con mucha frecuencia, viendo reclusos abatidos, concentrados, con señales manifiestas de arrepentimiento, he sabido que eran homicidas y asesinos». Las mismas afirmaciones hacen los directores de las prisiones de Schück, Valentini, Strengd».

¿Cómo se conocerán los verdaderos arrepentidos? He aquí una pregunta más fácil de hacer que de contestar; porque si es relativamente limitado el campo del verdadero arrepentimiento, el de la hipocresía que le finge es muy vasto.

Hemos visto algunas reglas que, como generales, no nos parecen exactas para calificar de no arrepentidos los que lo están o pueden estarlo. Decimos que pueden estarlo, porque en los primeros momentos, horas o días después de cometido el delito, habrá tal vez causas para no sentir el mal hecho, o no manifestarlo aunque el malhechor sea capaz de arrepentimiento. La severidad, la dureza, acaso la crueldad con que el culpable sea tratado, provocan manifestaciones altaneras o rebeldes; el temor de aparecer débil y ridículo da la idea de aparentar un valor que asemeja cinismo o insensibilidad; el instinto de la vida o de huir del dolor hace negar o disculpar el mal que se ha hecho, procurando evitar la pena como si no se reconociera la culpa; la transformación terrible de hombre libre en hombre encarcelado; las alternativas de temor y de esperanza, tantas emociones diversas, nuevas, punzantes, todo ha de producir agitación perturbadora de la conciencia. Además, en el ánimo arrastrado por el impulso delictuoso hay una especie de velocidad adquirida que no se extingue cuando la fuerza pública detiene al delincuente, atado, encerrado, encadenado su cuerpo, en el alma ruge la pasión indómita o el instinto feroz que le arrastra al delito: se aplacan, penetra la luz de la razón en aquellas tinieblas, vuelve en sí el hombre moral, pero varía en el modo, según su manera de ser. La reacción de la conciencia es instantánea, y el homicida se mata o queda como enclavado en tierra, y se deja llevar por la fuerza pública cual tina cosa inerte, o se presenta a la autoridad, o huye y vuelve acosado por los remordimientos, o no los siente sino después de pasado el tiempo que ha sido necesario para calmar el tumulto de sus concupiscencias, de sus odios y de sus iras.

Otras veces al delito sigue el remordimiento, pero con el tiempo va gastándose; es un dolor que, si no trastorna o mata, puede embotarse en el hábito de sufrirle y acaba tal vez por desaparecer; a esto contribuye mucho la prisión corruptora y el ser tratado el culpable con dureza e injusticia que, a su parecer, disculpa o legitima la suya y disminuye su sensibilidad.

De todos modos, de que un criminal no tenga inmediatamente remordimientos no debe concluirse que no sea capaz de tenerlos, y porque no los sienta mucho después de cometido el delito no puede asegurarse que no los haya sentido nunca.

El arrepentimiento, en lo que pudiéramos llamar sus grados mínimos, no es muy difícil de fingir si el hipócrita es hábil; pero tiene que serlo mucho para que no se descubra el fingimiento si se le piden pruebas que para él sean sacrificios, como indemnizar hasta donde pueda a los perjudicados por su delito.

Hay enmienda legal sin arrepentimiento, y arrepentimiento en grado mínimo que remuerde poco y de que no resulta siempre la enmienda por la debilidad del arrepentido; pero, en general, el que se arrepiente está en camino de enmendarse, y el dolor de haber hecho mal ha de considerarse como un auxiliar poderoso para que vuelva a la práctica del bien. Cuando este dolor se gradúa mucho, cuando es verdadero remordimiento, que acosa, que corroe, que tortura, imposible nos parece que se pueda fingir; el sueño es breve e intranquilo. Relosillas habla de un parricida14 que, al decir de sus compañeros, no dormía nunca; él entró en su dormitorio muchas noches a diferentes horas, y siempre le vio despierto; aunque durmiera algo sin lo cual no habría podido vivir, su sueño no sería profundo, como acontece, en general, a los atormentados por la conciencia. El estar los culpables abatidos y concentrados, circunstancias que Del Crük considera como señales de remordimiento, creemos que, en efecto, lo son.

No olvidaremos nunca una mujer penada como instigadora, auxiliadora, y aun se decía que capitana de una gavilla de forajidos, de esos que en las guerras civiles, para robar y asesinar, se dicen defensores de una causa que deshonran. Por falta de prueba tal vez, fue sólo condenada a algunos años de prisión; pero su conciencia fue más severa que lo habían sido sus jueces, y ensimismada y abatida, parecía bajo un peso superior a sus fuerzas y escuchando interiormente alguna voz que apenas la dejaba percibir las voces exteriores.

Puede decirse que ni rechazaba ni aceptaba los auxilios materiales que se le daban y las palabras afectuosas que se le dirigían; su expresión era como de extrañeza de que nadie tomara interés por ella, e imaginase que podía utilizar ningún servicio ni recibir ningún consuelo; cayó enferma y murió pronto. No se quejaba, aunque debía padecer mucho; hallaba algún alivio estando en pie; pero como por su debilidad no podía sostenerse, la auxiliaban sus compañeras relevándose, porque era muy corpulenta, y cuidándola con una caridad que no siempre se encuentra en la gente honrada; ya moribunda, alguien humedeció sus labios abrasados por la fiebre, diciéndole: «¡Sufre usted mucho!» «MÁS MEREZCO», respondió con un acento que penetró hasta las entrañas de cuantos lo oyeron, e hizo verter lágrimas que eran una absolución.

Al ver estos arrepentimientos no se piensa en la enmienda que necesariamente llevan consigo sino en el, dolor horrible que no se considera, un culpable que corregir sino un desventurado con la mayor de las desventuras que consolar; no es la reincidencia lo que se teme, sino la locura, el suicidio, la enfermedad o la muerte.