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- XV -

El jardín encantado


Cuento


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Blanca se hallaba enferma de sarampión y guardaba cama, obedeciendo las prescripciones del médico, permaneciendo cuidadosamente tapada y tomando los medicamentos que aquél le propinaba.

Los niños mayores, dóciles también a las órdenes de sus padres y a los consejos del doctor, se privaban de acompañar a su querida hermanita para evitar el contagio, pasaban el día en el colegio y la noche en las habitaciones más distantes de la que ocupaba la enfermita y a Enrique le habían llevado a casa de su tío, donde el pobrecillo se entristecía   -170-   algunos ratos recordando a su familia, especialmente a la mamá y Blanca; pero se consolaba can las caricias que le prodigaban sus tíos y primos, y se distraía con los juguetes que le habían traído de su casa y los muchos y variados que de nuevo le compraban diariamente sus amables tíos.

Luego que cedió la calentura que acompaña por lo regular a tales erupciones, Blanca se cansaba de estar en la cama y deseaba tener distracción y compañía; pero los solícitos padres, al paso que la exhortaban a tener paciencia, permanecían a su lado todo el tiempo que les dejaban libres al uno sus negocios y a la otra sus domésticas ocupaciones.

Una noche suplicó Blanca a su mamá que le permitiese leer un ratito en el precioso libro de cuentos que, como recordarán nuestros lectores, había recibido como regalo de los Reyes; pero la señora se negó a ello, ofreciéndose, en cambio, a leer ella misma en alta voz para proporcionar distracción a la enferma, mientras no podía conciliar el sueño.

-¿Qué cuento va usted a leerme, querida mamá?, decía la niña.

-El que tú prefieras.

-Pues yo los he leído todos; pero hay algunos, y uno en particular, que nunca me cansan.

-¿Cuál es?

-El del Jardín encantado, pues hay una niña muy buena y muy desgraciada, que después logra la recompensa de todos sus sufrimientos.

-Si era buena, quedaría muy agradecida a la Providencia.

-No sólo a la Providencia, sino a las personas que habían manifestado interés por ella y se habían compadecido de su desdichada suerte. Lea usted, mamá mía, lea y verá que bonito. La madre dio principio a la lectura en los términos siguientes:

El jardín encantado

«Había en una rica y hermosa ciudad cierto acaudalado comerciante, que tenía una excelente esposa y dos preciosas   -171-   niñas: la mayor de éstas, llamada Juanita, tenía 9 años; le menor, cuyo nombre era Elisa, contaba solamente 4, y era hermosa como un ángel, con una carita redonda y sonrosada, unos labios rojos y finos como las hojas del clavel, ojos pardos, claros y brillantes, guarnecidos de largas y sedosas pestañas y una cabellera graciosamente rizada. Los padres y la hermana mayor amaban a Elisa con delirio, pero no por estos encantos físicos que acabamos de describir, sino porque era dócil y cariñosa con todos: si hubiese sido fea la hubieran amado lo mismo, pues la belleza no es un mérito en las niñas, ya que no está en su mano el adquirirla: la bondad, la obediencia y la dulzura de carácter, sí son meritorias y deben recompensarse.

Elisa jugaba por las tardes con Juanita que la cuidaba y vigilaba en un pequeño jardín perteneciente a la casa de sus padres. Este edificio era grande y tenia la entrada principal en una calle céntrica y hermosa, mas el jardín tenia una puerta pequeña que daba a una callejuela estrecha y poco frecuentada.

Una tarde Juana quedó arrestada en el colegio y Elisa bajó sola al jardín, la mamá tenía visitas, y al ir la niña a pedirle permiso para jugar, le reiteró la orden que le daba todos los días de no traspasar el umbral de la puerta que salía a la citada calle.

La niña era dócil, como se ha dicho, pero la mayor parte de las criaturas de su edad y aún muchas mayores, cuando se entregan al juego se olvidan de las advertencias que se les hacen y no piensan más que en aquello que momentáneamente fija su atención; así es que habiendo visto una mariposa dorada y matizada de rojo y azul, que pasó por delante de sus ojos, la siguió con la vista para observar dónde se paraba; detuvo el insecto su vuelo en la rama de un rosal y ella, andando de puntillas y conteniendo el aliento, se acercó, alargando la mano para cogerla; pero en el instante en que iba a realizar su deseo, la mariposa voló y fue a posarse en una dalia blanca; igual tentativa y el mismo   -172-   inútil resultado, el insecto voló por encima de la tapia del jardín y la rapazuela franqueó la puerta en su seguimiento, la fugitiva continuaba alejándose con su incierto y engañoso vuelo y la perseguidora no se daba cuenta de la ruta que seguían. Detúvose la primera, cansada al parecer, en el hueco de una pared (pues allí ya no había árboles ni flores). Elisa fue a cogerla y, como siempre, se vió burlada en su esperanza; pero esta vez el animalito remontó tanto el vuelo y tardó tanto tiempo en descender, que la niña la perdió de vista Entonces fue cuando trató de volver a entrar en su casa, pero mirando en rededor se vió en un sitio desconocido.

-Es verdad, se dijo a sí misma, que cuando la mariposa voló por encima de la tapia, yo salí por la puerta del jardín, pero ésta no debe estar lejos.

La cuitada había torcido a la derecha sin fijarse en ello, dando vuelta a una esquina, así fue que aunque volvió atrás y anduvo de prisa y aturdidamente, como pasó por delante de la calle sin entrar en ella, continuó alejándose de su casa.

Empezaba a anochecer, y la pobre Elisa cansada y llena de tristeza y miedo, se puso a llorar, gritando:

-¡Mamá, mamá! ¡Juanita, Juanita!

Pasaba a la sazón una mujer y acercándose a la triste niña, le preguntó:

-¿Por qué lloras, hermosa, qué tienes?

-Quiero ir con mi mamá, respondió la niña.

-¿Quién eres, cómo te llamas?

- Me llamo Elisa Príncipe.

Bueno es que los niños desde su más tierna edad sepan decir su nombre y domicilio, pero es mejor que todo que obedezcan exactamente los mandatos de sus padres, porque si la pequeñuela de nuestra historia no se hubiese separado de la orden recibida, se habría ahorrado los muchos disgustos que sufrió desde aquel aciago día.

Hemos visto que Elisa sabía su nombre y apellido, cosa que no olvidó jamás: con esto habría bastado si hubiese encontrado una persona honrada que hubiera tenido intención   -173-   de devolverla a su padre, porque el nombre de éste era bastante conocido para que, entregando la niña el alcalde de barrio, éste hubiese hecho las diligencias necesarias al efecto; cuando no es así, las criaturas perdidas son recogidas por los dependientes de la autoridad, y los periódicos publican el hallazgo para que los interesados pasen a recogerlas.

Desgraciadamente Elisa cayó en manos de una mujer infame, que la llevó a su casa diciéndole que la conducía al domicilio paterno.

-Estamos muy lejos, decía la niña, me canso.

-Ya llegamos, respondió la malvada mujer.

Y para que la pobrecita no llorase, la tomó en brazos.

Entraron, por fin, en una casucha fea y sucia.

-Se ha equivocado usted, esta no es mi casa, dijo Elisa.

-Mañana te llevaremos, dijo otra mujer que había en la casa. Ahora es muy tarde, cenarás y dormirás con nosotras.

La niña no se atrevió a replicar, pero lloraba en silencio.

Más tarde llegó un hombre, cuyo aspecto impuso miedo a la pobre niña; cenaron todos una especie de rancho o bazofia que la pequeña comió con bastante repugnancia, y la echaron en un jergón de paja en compañía de una de las mujeres. Por la mañana, el hombre salió y regresó acompañado de otro que le dió dinero y se llevó la niña dándole dulces y colmándola de caricias.

-¿Me llevará usted con mi mamá?, dijo ella.

-Sí, hija mía, al momento, contestó.

¡Mas ay! ¡Cuán lejos estaba de su pensamiento el hacer esta obra de caridad!

El tal sujeto era un saltimbanquis, que compraba criaturas robadas o extraviadas y les enseñaba a bailar en la maroma o en la cuerda floja, a pasar por un aro, a tenerse en equilibro en el palo de una silla, apoyándose con las manos y teniendo los pies a lo alto, y otras habilidades por el estilo. A la sazón tenía un muchacho de unos diez años, a quien había enseñado ya, y se dedicó a enseñar a Elisa.

Lo que la pobre niña sufrió hasta adquirir la agilidad necesaria   -174-   para tales ejercicios, no es para explicarlo. Si sus miembrecitos no se doblaban como el dueño quería, los torcía, arrancando el dolor a Elisa gritos amargos que no conmovían el corazón del titiritero; si se caía de la silla o de la cuerda, le daban golpes.

¿Por qué no me lleva usted con mi papá y mi mamá?, preguntaba ella.

-Porque te he comprado para enseñarte a ganar dinero.

-Y ¿quién me ha vendido?

-Aquella mujer de cuya casa te saqué.

-Aquella mujer será muy mala, dijo la niña llorando.

-Mala será, pero te ha vendido.

-Es que yo no era suya, sino de mi papá y mi mamá.

-Ella te encontró en la calle. ¿A dónde ibas sola?

La pobre afligida contó lo que le había acontecido, y añadió:

-¡Ay! ¡Cuán mal hice en salir del jardín, cuando me habían mandado que no saliese! Pero yo me pensaba que los niños no se vendían, nada más las muñecas y las cosas buenas para comer.

-Todo se vende.

El saltimbanquis se embarcó con el muchacho, Elisa y una mujer que tocaba el organillo mientras ellos trabajaban, desembarcó en una ciudad populosa; y allí se mostró en las calles y plazas llamando más la atención de las gentes la pequeña Elisa que el grandullón su compañero y el maestro, que tragaba estopa encendida y la sacaba después por la boca convertida en cintas de colores.

Iba la niña vestida de blanco, y en su traje y en la cinta azul que sujetaba su rizada cabellera brillaban las lentejuelas y las piedras de vidrio blancas, verdes, o rojas, simulando diamantes, esmeraldas y rubíes, de manera que parecía un ángel.

Presentose también en el circo ecuestre sobre un gran caballo y mientras, temblando de miedo, y con el corazón oprimido por la tristeza y la nostalgia de la ausencia de los   -175-   seres queridos, lucía sus habilidades, las niñas de su edad la creían feliz viéndola tan bellas y tan graciosas; pero las madres oprimían los niños chiquitos contra su corazón, compadeciendo, sin conocerlos, a los padres de la pequeña titiritera.

Así vivió cinco años, al cabo de los cuales murió el maestro, y el chico aprovechándose de la confusión de los primeros momentos, recogió lo que pudo de las ropas y efectos pertenecientes a la compañía, y se escapó.

Quedó Elisa sola con la mujer del organillo, pero por fortuna habían regresado a su patria y precisamente a la ciudad nativa de aquella, cosa que ella ignoraba, pues ni recordaba el nombre ni conocía las calles, tanto menos cuanto que vivían en un barrió pobre, muy distante del en que había habitado en unión de sus padres.

Imagen de calles de plazas

Así paseaban calles y plazas...

Lo que nunca olvidó fue su nombre y apellido, a pesar de que los saltimbanquis la llamaban Lisina.

La mujer, que era viuda y pobre, daba vueltas a su manubrio produciendo las pocas tocatas que tenía el instrumento; así paseaban calles y plazas, y en cuanto reunía un pequeño auditorio, formando corro o asomado a los   -176-   balcones, Elisa, ejecutaba algunos saltos y piruetas, terminados los cuales recorría el círculo; y miraba a los balcones con una pandereta en la mano. Caían en ella algunas monedas, y las pobres se retiraban a su casa, comprando al paso pan y legumbres para su alimento.

Así vivieran cerca de un año, hasta que la viuda cayó enferma de gravedad, y aunque la niña, que era naturalmente buena y compasiva, le prodigaba con cuidados, ni su edad ni sus recursos le permitían asistir a una persona que se hallaba en tal situación. Advirtiéronlo los vecinos, al principió ayudaron a Elisa y le proporcionaron alimentos y medicina; mas como todos eran pobres, se vieron obligados a renunciar a socorrerla en adelante, y dieron parte a la autoridad competente, la cual dispuso la traslación de la enferma al hospital, donde falleció pocos días después.

Hallose la pobre Elisa falta de apoyo en el mundo, pero la Providencia no desampara a nadie y dispuso que una sociedad benéfica ofreciese un premio de quinientas pesetas a la familia que recogiese y amparase a la que todos creían huérfana. Presentose el primero ofreciéndose el efecto un pobre zapatero remendón, que hacia pocos días había perdido a su esposa, hallándose con algunas deudas contraídas durante la enfermedad de aquella, de modo que más bien por conveniencia que por caridad recogió a la niña; pero en el fondo era bueno y la trató, sino con cariño, a lo menos con benevolencia.

Tenía el viudo dos hijos: una niña del tiempo de Elisa, diez años escasos, y un niño algo menor, los cuales recibieron con cierto despego a la pequeña huéspeda, y les fue poco simpática porque les inspiraban envidia, especialmente a la chica, la belleza de Elisa, su gracia natural y cierta urbanidad y finura de modales que parecía innata en ella; mas esta hostilidad no se tradujo en riñas, porque la recién llegada las evitaba, con su prudencia, contentándose con el rincón más oscuro de la habitación, con dormir en la orillita de una cama dura, que compartía con la hija de la casa,   -177-   y comer el pedazo de pan más duro y el más pequeño trozo de queso.

No se crea, empero, que Dios dejó sin consuelo a una niña tan amable y resignada, pues le proporcionó en el seno mismo de aquella familia una generosa protectora.

El zapatero tenía madre, una excelente mujer de 60 años, muy buena cristiana y por consiguiente compasiva y cariñosa para con los desgraciados, y ésta animaba a Elisa con sus consejos, fortaleciendo su esperanza de otra vida mejor, y reprendiendo a sus nietos porque no trataban a su hermana adoptiva con toda la consideración a que sus desgracias la hacían acreedora.

Vivía esta familia en un arrabal inmediato a la ciudad, pasado el arrabal había una frondosa alameda, y a uno y otro lado colocadas sin orden algunas casas de campo de aspecto risueño y pintoresco; una especialmente llamaba la atención de nuestros niños por hallarse rodeada de un grandioso y amenísimo jardín.

Los hijos del zapatero y su compañera iban a la escuela; en honor de la verdad debemos confesar que los tres estaban bastante atrasados, pero Elisa era mucho más aplicada y desde luego se hizo simpática a la directora y auxiliares del establecimiento, por su docilidad y su deseo de saber.

De día hubiera deseado estudiar, pero era necesario ayudar a la abuela en sus ocupaciones domésticas y como la nieta no quería hacerlo, recaía el trabajo sobre ella; por la noche, después de la cena, la anciana reunía a la familia y se rezaba el Rosario, después mandaba a los niños que cada cual cogiese su libro y estudiase la lección para el día siguiente; los dos hermanos se apoderaban de los sitios más inmediatos a la opaca luz de aceite que iluminaba la estancia, y Elisa quedaba poco menos que a oscuras estudiando con dificultad hasta que los otros se cansaban y se ponían a jugar o se echaban a dormir en un rincón: entonces se acercaba a la luz y estudiaba con afán hasta que el sueño la vencía o le mandaban irse a la cama.

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-Estudiaré el jueves, se decía a sí misma, pero, llegada la tarde del día feriado; había que ir a buscar leña o bien yerba para unos conejitos que se criaban en casa. La hija del zapatero, a quien no le gustaba trabajar, siempre encontraba una excusa para quedarse en casa, mientras su hermano y Elisa marchaban cada uno por su lado a cumplir su cometido.

La niña se dirigía siempre a un bosque algo distante, en cuyo camino se hallaba la gran casa rodeada del magnífico jardín de que hemos hablado, y a la ida o a la vuelta se quedaba encantada contemplando las frondosas acacias, los floridos rosales y otras bellísimas plantas que le adornaban, y el estanque donde se bailaban los cisnes: más lejos un pavo real llamaba la atención de la leñadora, por su pequeño cuerpo y su larguísima cola, pero rara vez lograba ver como la extendía en forma de abanico de brillantes colores, que a los rayos del Sol resplandecían como piedras preciosas.

El jardín encantado llamaba Elisa al recinto de que nos ocupamos, y no le faltaba razón para ello, porque al paso que las trilladas y limpias sendas, las recortadas e iguales enredaderas, que formaban rústicos pabellones, y las podadas y regadas plantas en general acusaban la existencia de una mano solícita, que se ocupaba en cuidarlas constantemente; fuese casualidad u otra causa cualquiera, nunca veía jardinero ni otra persona alguna que pasease entre los árboles, ni el claro estanque reflejaba jamás humana forma. Alguna vez, pocas en verdad, la puerta de hierro que daba al camino estaba abierta; probaba Elisa a traspasar sus umbrales, pero espantada de su osadía se quedaba como clavada en el suelo, retrocedía después y tomando su hacecillo de leña que había dejado para descansar, emprendía el camino de la casa del pobre zapatero.

Mientras estuvo con los saltimbanquis, había oído la niña con gran placer cuentos de hadas y encantadores, que exaltaron su imaginación; y como no había tenido a su lado una persona prudente que desvaneciese aquellos errores, la   -179-   pobrecita esperaba que del encantado jardín o de las entrañas sombrías del bosque surgiría un hada protectora, que la volvería a los brazos de su madre o que por otro medio cualquiera la colmaría de felicidad.

No sabía ella que no hay más genio sobrenatural que el Dios de las misericordias, que con su paternal providencia dirige los sucesos de modo tal, que sin prodigios ni encantamientos, lleguen a poseer la dicha y el contento aquellos que con sus virtudes se hacen dignos de ello.

Una tarde salió Elisa de casa más triste que nunca. En lo recóndito del bosque pensó en aquellos bonitos cuentos, pero viendo que las hadas con su varita de marfil y su vestido bordado de oro no venían a su socorro, y sólo el murmullo del viento entre las frondosas ramas contestaba a sus gemidos, recogió poca leña y de mala gana, y se dirigió a su casa por el camino que solía. Al pasar por el jardín encantado, un espectáculo bellísimo se ofreció a su vista: el pavo real había extendido su magnífica cola, y los rayos del Sol poniente, que iluminaban sus plumas, hacían resaltar en ellas el color dorado, el verde y el azul, como si verdaderamente estuviesen esmaltadas de oro, esmeraldas, turquesas y zafiros.

Elisa, admirada, se fue acercando; la puerta estaba abierta y la franqueó, mas he aquí que cuando más absorta se hallaba en la contemplación del hermoso animal, oyó a su espalda el ruido de la puerta que se cerraba; volviose a ver si esto era efecto del viento o si alguna persona se hallaba en donde jamás había visto a nadie, y vio con sorpresa y temor un hombre de aspecto rudo, pero bondadoso, que, después de correr un cerrojo por la parte interior, se alejó tranquilamente.

-¡Buen hombre! ¡jardinero!, suspiró más bien que articuló Elisa, pero ni se atrevía a gritar, ni hubiera podido hacerlo aunque lo hubiese intentado, porque el miedo le anudaba la voz en la garganta, de modo que el hombre no la oyó, y entonces corrió a la puerta e intentó abrirla. Mas   -180-   ¡ay!, el cerrojo estaba muy alto y sólo llegaba a tocarle con las puntas de los dedos, cuando para que corriese era necesario cogerle bien y emplear bastante fuerza.

Convencida de la inutilidad de su tentativa, empezó a recorrer el jardín andando de puntillas con la mayor timidez, y llorando en silencio, pero alimentado la esperanza de encontrar al hombre que había cerrado la puerta y suplicarle que volviese a abrirla, para franquear el paso a quien contra su voluntad se hallaba encerrada en aquel delicioso recinto. Muy diferente de lo que ella creía fue el encuentro que tuvo, pues al pasar por delante de una glorieta cubierta de enredadera, cuyas flores en forma de campanillas blancas y moradas se enlazaban graciosamente, vió bajo aquel toldo de follaje una bellísima joven, casi una niña que ella tomó por una de las hadas de sus ilusiones. Llevaba un vestido blanco con florecitas de color de rosa, y de este mismo color era el lazo que ceñía su esbelto talle y el que adornaba su sencillo peinado. Estaba sentada y parecía distraída por algún pensamiento triste; mientras su codo izquierdo e apoyaba en el rústico banco y la frente en la palma de la mano izquierda, con la derecha iba deshojando las ramas que estaban a su alcance.

Juntó las manos Elisa en ademán suplicante, y se acercó a la joven diciendo:

-¡Señorita!

Levantó la cabeza la de la glorieta, abrió sus rojos labios una dulcísima sonrisa, y mirando a la que la llamaba, le dijo:

-¡Hola, chiquitina! ¿Qué quieres? ¿Por dónde has entrado?

Aturdida la niña con estas preguntas, si bien animada por la suave forma en que se le dirigían y el apacible semblante de su interlocutora, contestó:

-La puerta estaba abierta, entré y la volvieron a cerrar.

-Y te encerraron dentro, es claro, si no hubieses entrado no te habría sucedido, dijo la de la casa sin dejar de sonreír.

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-Yo no quería coger la fruta ni las flores...

-Ya lo creo, porque tienes cara de buena chica. ¿Qué querías, pues?

-Nada más que ver de cerca el pavo real. ¡Es tan hermoso!

-¿Y le has visto ya?

-Sí, señorita.

-¿Qué deseas ahora?

-Que me dejen salir.

-Ya daré orden para que te abran la puerta.

-Pero pronto, porque he dejado fuera la leva y tengo miedo de que me la quiten.

-¿Qué sucedería si te la quitasen?

-Que el señor Pedro se enfadaría mucho.

-¿Quién es el señor Pedro?

-El hombre que me sirve de padre. Pero ¡por Dios, señorita, que me abran la puerta!

-Yo misma te la abrirá, pero dime, pobrecita, ¿te pega ese señor Pedro?

-No me pega, porque no es malo; lo peor que suele hacer es dejarme sin cenar.

-¿No tienes padre ni madre?

-No señorita, al menos no estoy con ellos.

-¿Dónde los tienes?

-No lo sé; y hasta ignoro si viven, porque me marché de casa cuando era muy pequeñita, y no supe volver.

-¿Cómo te llamas?

-Elisa Príncipe.

-¿Estás cierta de lo que dices?

-Si, señorita, bien cierta.

-¡Hermana de mi alma!, dijo la de la casa, ¡ven a mis brazos, querida hermanita!, y la abrazó estrechamente.

-¿Usted mi hermana?

-Sí, sí, ¿no tenías una hermana mayor?

-Sí, Juanita.

-Pues yo soy Juanita.

  -182-  

Y cogiendo de la mano a la atónita Elisa la introdujo en la casa, gritando:

-¡Mamá! ¡Papá! Aquí está mi hermanita, mi querida hermanita. ¡Nuestra Elisa ha parecido!

Un caballero y una señora, desconocidos ya para la niña, se presentaron a su vista quedando tan sorprendidos como ella.

En pocas palabras explicó Juanita a sus padres las circunstancias del providencial encuentro; y mientras hablaba, cubría de besos y caricias a su hermanita, que antes de terminar le fue arrebatada por los autores de sus días.

La madre la estrechaba en sus brazos, la separaba un poco para contemplarla con fruición, y decía:

-Sí, no hay duda, esta es la hija de mi corazón por quien tanto había llorado, estos son sus hermosos ojos, esta es su preciosa boquita, estos sus cabellos, aunque crespos y enmarañados.

Y volvía a besarla con frenesí, hasta que su esposo se la quitaba para acercarla a su seno y llenarla de caricias.

La gozosa turbación de Elisa es más fácil de sentir que de expresar; pero de pronto se separó de los brazos de los padres, y dijo:

-Aquellas buenas gentes estarán con cuidado.

-¿Quiénes, hija mía?

-Los que hacían conmigo las veces de padres.

-Ya les mandaremos un recado.

-Necesitarán la leña para hacer la cena.

Llamó el padre a un criado, le mandó que cargase una mula con cuanta leña pudiese llevar, y la condujese a la casa cuyas señas le daría Elisa.

-Muy bien está, señor, dijo el criado algo sorprendido; y ¿pondré con la otra leña la que traía esa niña, que aun está junto a la verja del jardín?

-No por cierto, replicó el dueño, aquel hacecillo se guardará como un recuerdo precioso, porque ha sido conducido sobre los delicados hombros de mi hija...

  -183-  

El criado miró pasmado a Elisa.

-Porque habéis de saber tú y todos tus compañeros que esta niña, pobremente vestida, y que conducida por la mano de Dios ha llegado a nuestra casa, es una hija idolatrada a quien yo lloraba perdida; es, pues, tan señorita en esta casa como su hermana Juana.

El criado se inclinó.

-Di, a las personas a quien ella te dirige, que Elisa ha encontrado a sus padres, y que ya no necesita de su protección, a la que, sin embargo, queda agradecida; que irá a despedirse y a manifestarles su reconocimiento.

Marchó el criado, y el caballero volviéndose a su familia continuó: -Ese hacecillo guardado en un armario será en lo sucesivo un objeto que os recuerde vuestros deberes, hijas de mi alma. Si algún día os olvidáis de los necesitados, él os recordará cuán duramente y con cuanto trabajo se proporcionan el pedazo de pan que llevan a la boca y la lumbre que cuece sus pobres manjares. Si os olvidáis de dar gracias a Dios por las comodidades que disfrutamos, el hacecillo de leña os recordará que hay muchos que están privados de ellas; mientras a nosotros, sin ningún mérito de nuestra parte, se nos han concedido. Si os ocurriese murmurar de la Providencia, por cualquier otro motivo, la gratitud os sellaría los labios a la vista de esa leña, porque os traería a la memoria el beneficio que hoy nos ha dispensado el Señor, volviendo a Elisa a nuestros brazos; finalmente, si, lo que no creo, alguna vez os ocurriese desobedecer a vuestros padres y superiores, ella os recordaría cuán severamente castiga Dios la desobediencia.

Poco después, Elisa se sentó a una bien servida mesa y participó de una suculenta cena, su madre misma la lavó cuidadosamente, le mudó la ropa interior y la acostó en un limpio y mullido lecho. Aquella misma noche se llamó a una modista para que le hiciera vestidos iguales a los de su hermana, y en la tarde siguiente un coche paraba a la puerta de la casa del pobre zapatero, descendiendo lisa con su elegante   -184-   traje blanco con florecillas de color de rosa, y cubierta su linda cabeza con un sombrerito de paja.

Acompañábanla sus padres y su hermana, y tomando la palabra el caballero, contó que habían vivido en otro barrio lejano, donde tenían una casa de alquiler con un pequeño jardín, desde el cual salió imprudentemente la pobre Elisa, salida que fue el origen de todas las desgracias hasta entonces sufridas; que después mejoré su fortuna y habían adquirido en propiedad la casa que habitaban, pero que ni las comodidades que aquella ofrecía, ni la belleza del jardín, esmeradamente cultivado, habían sido parte a distraer la melancolía que les causaba la pérdida de su hija menor, y los temores que les inspiraba su hasta entonces ignorado destino.

Después, como estuviese minuciosamente enterado por Elisa de cuanto a ésta le había ocurrido en aquella casa, entregó una suma de dinero al padre de familia, y dijo:

-En cuanto a estos niños, continúen ustedes mandándolos a las escuelas municipales, con la posible puntualidad; yo los recomendaré a sus respectivos maestros, y velaré sobre su conducta; deseo que se eduquen como hijos de un artesano y no como hijos míos, pues no es bueno crear en los pequeños, hábitos que después han de echar de menos, y necesidades que no han de poder satisfacer.

-Usted, buena mujer, prosiguió volviéndose a la anciana, sé que ha sido el ángel tutelar de mi Elisa: así, permanezca usted aquí mientras sus nietos necesiten de sus cuidados, que cuando puedan prescindir de ellos y el peso de los años haga penosos para usted los quehaceres domésticos, tendrá un asiento en mi hogar y un cubierto en mi mesa, y se la tratará como si fuese la abuela de mi hija.

La señora añadió algunas frases de gratitud, la niña regaló algunos dulces a los que habían sido sus compañeros, abrazó a toda la familia llorando de ternura y volvió a subir al coche acompañada de los suyos.

El zapatero, alma vulgar, se alegró de tener una carga   -185-   menos y de haber adquirido derecho a la protección de personas ricas, los muchachos vieron con gusto alejarse de su lado a la que era para ellos objeto de envidia; pero el gozo más puro y desinteresado fue el de la abuela, que con la delicadeza de sentimientos que así puede existir en la mujer del pueblo como en la dama de la aristocracia, vió con sumo placer a la humilde niña a quien tanto amaba elevada a un rango tan diferente, y rodeada de cariño y comodidades, y si algún rato vertía lágrimas por la ausencia de aquella dulce criatura, las enjugaba al momento y daba gracias a Dios por la suerte que le había deparado.

Pocos días después, llevaron a Elisa a despedirse de su maestra y condiscípulas, pues sus padres habían determinado que los maestros de Juanita, que iban a la casa, diesen también lección a su hermana. Los padres manifestaron a la profesora su gratitud por el celo que había desplegado en la educación de una alumna de quien ninguna recompensa material esperaba, atendida la humilde clase a que se creía perteneciera, y rogáronle aceptase un espléndido regalo, expresión de su reconocimiento. La digna profesora se alegró mucho del cambio de situación de su querida alumna, protestó de que cuanto había hecho par ella no era más que el cumplimiento de un deber, y si aceptó la dádiva, fue únicamente por no mostrarse orgullosa.

Pasaron los años, y cuando el hijo del zapatero fue maestro en el oficio de su padre y su hermana se halló en disposición de desempeñar el trabajo de la casa, la abuela fue trasladada a la de Elisa, donde pasó tranquilamente los últimos años de su vida, hasta que una enfermedad la postró en el lecho y la condujo al sepulcro. Murió en los brazos de Elisa, que jamás olvidó la compasión y el cariño que le había manifestado cuando la creyó huérfana y desvalida, porque los corazones nobles y generosos agradecen siempre los beneficios recibidos. Llorola como a una persona de su familia, y después se distrajo con su ocupación predilecta, que era cuidar sus aves y sus flores.

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El jardín encantado, triste, y solitario algún día, es hoy la morada favorita de dos hermosas jóvenes, que enlazando cariñosamente sus brazos, pasean sus calles, se sientan a la sombra de las floridas acacias o tejen guirnaldas de jazmines y madreselva. »

-¿Ve usted como tenía yo razón al afirmar que ese cuento era muy bonito?, dijo Blanca con soñolienta voz.

-Sí, hija mía, y también al decir que Elisa era buena; sin embargo, cometió una indisculpable falta.

-Sí, la de salir del jardín contra las órdenes de su madre, pero la expió bien la pobrecita.

-Imítala en todo menos en esa pequeña desobediencia, sé, como ella, paciente, cariñosa, agradecida y aplicada; y ahora duérmete, que el sueño tranquilo y el apetito moderado sientan muy bien a los convalecientes.

-Buenas noches, mamá.

-Buenas noches, querida mía.

Y la madre, después de dar y recibir un cariñoso beso, salió de la habitación.

Juanita y Elisa

Juanita y Elisa



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