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ArribaAbajoIII. Miranda y Bello

Es curioso observar cómo a veces el destino juega con la existencia humana y mueve a personajes de vidas dispares para brindarles un instante de coincidencia en la tierra, como si ensayara provocar la chispa del encuentro, o -al revés- quisiera observar el efecto de la obstinada separación.

Con las figuras de Francisco de Miranda y de Andrés Bello, el suceso es singular. Cada cual sigue su propia ruta al servicio de ideales aparentemente divergentes: la aventura de la política y las armas, en Miranda; la de las letras y la pluma, en Bello. Signos distintos y a primera vista antitéticos. En el fondo, sin embargo, hay comunión de sentimiento: el continente americano. En los hechos, los caminos son diferentes.

Y sin embargo, en un instante de la historia, hay con Miranda y Bello una coincidencia física en el espacio: Londres; y en el tiempo, durante unos meses: de julio a noviembre, del año admirable de 1810.


Dos hombres y dos biografías

En 1810, la vida de Miranda había vivido su brillante itinerario. Desde 1750 había recorrido medio mundo y había intervenido, como factor notorio, en los acontecimientos más decisivos de su tiempo. En las capitales rectoras del mundo se había señalado su presencia por el respeto, la consideración y la simpatía hacia el hombre que luchaba por el ideal quimérico de su tiempo: la libertad. La libertad como doctrina, en su expresión teórica; y la libertad concreta de un medio físico: la América española, urgida de justicia, hasta en su denominación: Colombia en vez de América. Miranda llevará adelante sus propósitos entre acontecimientos tan sobrecogedores, y entre escollos de intereses tan difíciles, que con una pequeña parte de unos y otros habría bastado para desanimar a cualquier hombre corriente. Miranda no ceja en su idea y en la perseverancia está el nervio asombroso de su riquísima actividad de hombre universal.

En 1810, a los sesenta años de edad, está Miranda en su postrera oportunidad para llevar a término los anhelos de toda su existencia vivida. Ya en 1806, había intentado el gesto heroico de la liberación.   —73→   Quizás era prematuro. Sabía Miranda que la coyuntura histórica tenía que servirse en su momento preciso. La independencia de la América española tenía que producirse. En el inmenso tablero de la política europea, España vivía un jaque mate acosador, en que aparecía con un poder geográfico desproporcionado a su real valía y capacidad. El desmembramiento y separación de los dominios coloniales era un hecho fatal. Miranda -buen conocedor de las políticas cortesanas de Europa entera- estaba en el secreto. Tenía que regresar a su viejo solar a cumplir su obra. Iba a cerrarse el ciclo de su acción con la vuelta al medio de donde había salido y en que había soñado siempre como base y finalidad de sus ambiciones políticas.

De la oportunidad y acoplamiento entre Miranda y la vieja sociedad colonial criolla, todavía la historia no ha dicho la última palabra, y probablemente tendrán que escribirse muchas más, antes de hallar la justa interpretación, que satisfaga.

***

Pero, así como en 1806, Miranda, solo, desentendiéndose del interés británico, había intentado a través de Norteamérica la acción libertadora; ahora recibía -en 1810- en Londres, en su 27 Grafton Street, una comisión de Diputados de su tierra: Bolívar, López Méndez y Bello. Venían a incorporar la voz de la Junta de Gobierno de Caracas a las proposiciones que Miranda había hecho a sus expensas y a fuerza de prestigio personal. Los sucesos seguirán su vía inescrutable...

En calidad de Secretario de la Misión diplomática venezolana a Londres, iba Andrés Bello, joven de 28 años, cuyos títulos personales eran sumamente particulares: poeta, traductor de obras literarias, antiguo oficial de la Capitanía General con distinción de Comisario de Guerra por su capacidad en el servicio, buen conocedor del francés y estudioso del inglés, maestro de clases privadas, y estimado por los criollos distinguidos de Caracas. Es decir, un joven prestigioso devoto de las letras y el saber, lleno de avidez y capaz de aprender.

No hay que forzar la imaginación para adivinar la admiración y aun el encandilamiento que experimentaría Andrés Bello al contemplar de cerca la figura de Miranda, rutilante y llena de historia, seguramente agrandada a los ojos de un caraqueño recién salido de la ciudad colonial. Y, además de la persona, la visión de la capital inglesa, Londres, centro de un imperio, y sede de un gobierno en cuyas manos estaba confiada la lucha contra el coloso Napoleón, o sea, el porvenir de la suerte política del mundo entero, y en ella, el destino de Venezuela. La vida en Londres ha de ser para Bello la comprensión de hechos y problemas apenas entrevistos en Caracas. Lo he llamado en otra parte, la época de universalización de su pensamiento. Sin los años de vida en la capital británica no se explicaría la transformación de las ideas de Bello, y la ampliación enciclopédica, tanto en sus estudios como en sus propias concepciones. El primer contacto con este nuevo universo habrá sido a través de la persona de Miranda, quien mantenía relaciones con los   —74→   hombres más notorios del pensamiento inglés, y, además, poseía un pasado extraordinario.

Bello, que empezaba su vida, habrá experimentado una fuerte sacudida en su ser más íntimo. En su trayectoria hacia la universalidad que logrará por otros derroteros, se encuentra con el compatriota de más renombre y más importante de su tiempo. En el cruce de las dos vidas, Miranda está en vísperas de regresar al medio criollo, donde le aguardan sinsabores y donde habrá de probar la amarga fruta del infortunio. Bello parte con la estimación de sus conciudadanos hacia una aventura que terminará en tierras lejanas, convertido en la personalidad patriarcal de orientador cultural de las nuevas Repúblicas.

En la coincidencia de espacio y tiempo entre Miranda y Bello, hay una poderosa convergencia de intereses, que nos puede explicar la afinidad de los dos caracteres. Hay un pensamiento común: América y una devoción compartida: la cultura. El símbolo de esta estupenda correlación puede ser la magnífica biblioteca particular de Miranda, quien a lo largo de sus andanzas por el mundo, no ha desatendido las preocupaciones de libros y lecturas. Si grande ha de haber sido el pasmo de Bello ante el criollo universal, mayor asombro ha de haberle producido enfrentarse con la hermosa y rica colección de volúmenes pertenecientes a Miranda. Bello habrá recorrido con avidez explicable el rico tesoro que le prometería tanto nuevo conocimiento, tantas experiencias futuras. López Méndez y Bello, a la partida de Miranda hacia Venezuela, vivieron en su casa de Grafton Street. Dícese que en la Biblioteca de Miranda inició Bello sus nuevas pesquisas en tierra inglesa. No es difícil creerlo. Habrá dedicado todos los ocios posibles a enterarse de las informaciones que el medio colonial no ha podido haberle proporcionado.

El trato personal duró poco. Escasamente cuatro meses. Los diplomáticos de la junta de Caracas habrán tenido con Miranda sus más importantes reuniones una vez convencidos de que el Gabinete de San James no les contestaría rotundamente. La decisión del regreso de Bolívar, seguido del viaje de Miranda, se habrá tomado en Grafton Street sobre la marcha.

Entre Miranda y Bello se habrá producido una corriente de simpatía mutua. La de Bello la tenemos documentada. La de Miranda podemos suponerla por los mismos hechos. El señorío, tan humano, de Miranda y su probada comprensión de la gente le habrá inducido a ver en Bello una espléndida promesa, en su juventud y en sus hábitos de estudio, factores que toda persona entrada en años y con experiencia de mundo estima justamente. Hacía una década que otro hombre universal, Alejandro de Humboldt había entrevisto en Caracas la capacidad futura del mismo Bello.




Un antecedente administrativo...

Como oficial de la Capitanía General de Venezuela, había tenido Andrés Bello una relación puramente burocrática con la personalidad de   —75→   Miranda, a raíz del desembarco de Coro en 1806. En efecto, como experto traductor de los papeles llegados a la Capitanía General, tenemos conservados documentos en los que consta la firma de Bello como autenticación de la versión del francés y del inglés al castellano. Se conservan en el Archivo de Indias, en Sevilla.

Bello recordaría en Londres, en presencia del propio Miranda las comunicaciones traducidas en sus días de empleado de la Capitanía. ¡Cuán distinto sería su ánimo ahora! Se sentiría acompañando al hombre providencial que puesto al servicio de la causa patriótica podía enrumbar por buen camino la grave decisión del 19 de abril. Unos años antes Miranda era considerado como amenaza terrible contra la paz, la seguridad, la organización del reino y los principios de la sociedad.

En el encuentro se habrá desvanecido, si la hubo, la falsa visión. Miranda va a ser ahora personificación de la esperanza del mundo nuevo para el que había de trabajar. Y se habrá sentido al lado de Miranda como colaborador de la buena causa. En la dimensión de tal cambio está el signo de la perspectiva que adquiere Bello para siempre. Y con este ánimo le escribe a su amigo John Robertson, Secretario del Gobernador de Curazao.




Una carta particular de presentación

Bello había hecho amistad en Caracas con el inglés canadiense, Coronel John Robertson, Secretario de Layard, Gobernador de la posesión inglesa de Curazao. En ocasión de la visita de Robertson a Caracas, Bello lo habrá tratado y posiblemente habrá sido el intérprete cerca de las autoridades y de los hombres de letras de Caracas. Lo cierto es que de regreso a Curazao, Robertson escribe a Bello, cartas llenas de distinción y le suministra informaciones, periódicos y libros. Al partir Bello para Londres, la correspondencia continúa en el mismo plano de amistad y consideración.

Pues bien, Bello da a Miranda carta de presentación para su amigo Robertson de Curazao. Se ha perdido la carta de Bello, pero por la contestación de Robertson de fecha 10 de diciembre de 1810, dirigida a Londres, podemos saber algo de su contenido:

«Yo debo a Usted mucha gratitud, porque me ha proporcionado el conocimiento del señor Miranda; y le doy por ello las gracias más sinceras. Mi opinión es muy conforme a la de Usted respecto de este hombre ilustre; y no he necesitado mucho tiempo para reconocer en él al estadista, al guerrero y al legislador consumado. Yo he sentido pronta y fuertemente toda la importancia de su llegada a Venezuela; y espero haber sobrepujado sus esperanzas por el medio que le he procurado para lograrlo.

El señor Miranda llegó a Curazao el 30 del mes pasado. Esto no se supo aquí sino dos días después, cuando el paquete salió para la Jamaica. Se hospedó en mi casa. Partió para La Guaira el 4 de este mes en el   —76→   buque de guerra el Avon, capitán Fraser. Se le esperaba en La Guaira y en Caracas con mucha impaciencia».



Es fácil deducir de los párrafos transcritos lo que Bello diría de Miranda, tanto en lo que se refiere a sus cualidades personales, cuanto al bien que esperaba para la causa de Venezuela. Debe haber sido exquisito el placer de Bello al extenderle su carta de presentación para Robertson, hombre-clave para el viaje de Miranda, como se desprende de la carta citada. Es sobremanera significativa esta recomendación de Bello que es testimonio del gran aprecio que tuvo hacia Miranda, y algo así como la credencial alborozada que Bello entregaba a Miranda para los amigos de las Antillas.

Queda por esclarecer la intervención de Bello, en Londres, al regresar Molini como enviado de Miranda a la capital inglesa. Es, todavía, historia confusa.




La recomendación oficial

La Junta de Caracas defensora de los derechos de Fernando VII, se había establecido como gobierno local en Venezuela a consecuencia del movimiento del 19 de abril de 1810. Por primera vez en la historia del país manos criollas se encargaban del manejo de los asuntos públicos. Aparte del orden interior del territorio sobre el que ejercían jurisdicción, era natural que una de las primeras preocupaciones fuese la de establecer contactos con otros países, en base a los cuales poder orientar su acción política futura. Por una parte, tenía que presentarse a la reflexión de los hombres de la junta la duda de cuál sería la conducta de los demás pueblos hispánicos del Continente, y por otro lado, era decisivo conocer la reacción de los Estados Unidos, y, principalmente la de Inglaterra, la única verdadera potencia que se oponía, en la Península y en América, al dominio napoleónico, que por estas fechas estaba todavía en su cenit. De todas las misiones que la junta de Caracas envió al exterior, ninguna tuvo en su tiempo la importancia determinante de la que partió para Londres, confiada al entonces Coronel Simón de Bolívar y a don Luis López Méndez. En condición de Secretario les acompañaba Andrés Bello.

Las minuciosas instrucciones fechadas el 2 de junio de 1810 con que proveyó la junta a los Comisionados prueban el cuidadoso esmero y meditación que puso el Gobierno para que la gestión alcanzase el éxito esperado. Es de suponer la vibrante esperanza que vivirían los Diputados al embarcarse en el Bergantín «Wellington» hacia las Islas Británicas, adonde llegaron por el puerto de Portsmouth el 10 de julio, después de treinta y un días de feliz navegación. Los diplomáticos, bisoños, iban a encontrarse con las primeras figuras de la política europea; a iniciar una nueva gestión que no tenía ningún antecedente. Una nueva sociedad hispánica enviaba su representación ante un coloso del Viejo Mundo, lleno de las tradiciones que durante varios siglos habían dado normas y principios para la decisión de los asuntos de gobierno.

  —77→  

La situación europea no era propicia para una fácil negociación. Sobre las tablas permanecía pendiente la guerra peninsular, en la que Inglaterra llevaba parte muy eminente, en el empeño de asestar un golpe de flanco al Gobierno de Napoleón. Debían, por tanto, proceder con tiento y mesura los enviados de la junta de Caracas. Era la experiencia diplomática inicial, cuyo desempeño hubiera sido difícil incluso para veteranos en estas lides.

Una parte de los documentos de esta gestión en Inglaterra ha sido publicada en dos oportunidades. La primera por el Dr. Cristóbal L. Mendoza en su obra La junta de Gobierno de Caracas y sus misiones diplomáticas en 1810, Caracas, 1936; y la segunda por Luis Correa en el Boletín de la Academia Nacional de la Historia, n.º 81, Caracas, enero-marzo de 1938, con los textos copiados por el Dr. Carlos Urdaneta Carrillo en el War Office de Londres.

***

Orientado por la generosa mano del Dr. Enrique Ortega Ricaurte, Director del Archivo Nacional de Bogotá, tuve la suerte de hallar en dicho Archivo un fondo de borradores de documentos pertenecientes a la Misión, que si no completan todos los documentos, añaden un buen número de textos, de gran valor, para el conocimiento de la historia de la negociación. Además, esos borradores tienen la excepcional importancia de ser todos escritos de puño y letra por Bello, y redactados por él, según lo prueba la forma de las correcciones y enmiendas que son características en toda redacción propia y personal. Las tachaduras reiteradas de párrafos enteros o a medio escribir; frases comenzadas dos y tres veces; y tantos rasgos más, no corresponden a un documento escrito al dictado, ni enmendado después de su elaboración, sino a la redacción viva, íntima que va puliéndose a medida que se escribe. Naturalmente, que las ideas serían del Libertador, jefe de la Misión, o de López Méndez, cuando quedó a su frente después del regreso de Bolívar a Caracas, pero le queda siempre a Bello, como Secretario, el hecho de ser redactor, de cuya adjudicación no cabe la menor duda.

Podría añadirse, a mayor abundamiento, la razón poderosa del lenguaje y el estilo, que autorizan a identificarlos perfectamente como obra del autor de los Principios de Derecho Internacional.

En esos documentos comienza Bello su larga carrera de autor de comunicados diplomáticos, que habrá de proseguir en Londres, al servicio de la Legación de la Gran Colombia; y, luego, en Santiago como oficial mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores por más de veinte años.

Entre los borradores inéditos de esta Misión hay uno de particular interés, fechado el 3 de octubre de 1810, que se refiere al regreso de Miranda a Caracas. Redactado también por Bello, con numerosas correcciones y tachaduras, adquiere valor singular para la historia de Venezuela.

Al decidir la Junta de Caracas el envío de sus Diputados a Londres, no podía olvidar que en la capital inglesa o «en otra parte de las escalas» encontrarían seguramente al más famoso de los caraqueños de su época, Francisco de Miranda, personaje de renombre en ambos mundos.   —78→   Como junta defensora de los derechos de Fernando VII, no podía resolver decidida y categóricamente la relación que los Comisionados debían tener con Miranda, y de ahí la cautela con que está redactada la parte relativa a Miranda en las instrucciones impartidas a la Misión. La vacilación es natural y no es el único titubeo que puede encontrarse en los actos de la junta de Gobierno, desde el 19 de abril de 1810 hasta el 5 de julio de 1811. El 2 de junio de 1810, la fecha de las instrucciones, a mes y medio de constituida la Junta, ésta no podía proceder de modo decidido y terminante. De ahí este expresivo párrafo de las referidas instrucciones:

«Miranda, el General que fue de la Francia, maquinó contra los derechos de la Monarquía que tratamos de conservar, y el Gobierno de Caracas por las tentativas que practicó contra esta Provincia en el año 1806, por la Costa de Ocumare y por Coro ofreció 30.000 pesos por su cabeza. Nosotros consecuentes en nuestra conducta debemos mirarlo como rebelado contra Fernando 7.º y bajo de esta inteligencia si estuviese en Londres, o en otra parte de las escalas, o recaladas de los comisionados de este nuevo Gobierno, y se acercase a ellos, sabrán tratarlo como corresponde a estos principios, y a la inmunidad del territorio donde se hallase; y si su actual situación pudiese contribuir de algún modo que sea decente a la Comisión no será menos preciado».



Para Miranda la llegada de los Comisionados de Caracas a Londres habrá sido providencial y llena de favorables augurios para la obra de su vida. De ahí que les visite inmediatamente, según consta en testimonios documentales, y manifieste seguidamente, como imperiosa necesidad, su propósito de regresar a Caracas, deseo que reitera continuamente hasta lograr la autorización del Gabinete inglés, después de muchas dilaciones y reservas. Son conocidos los textos de esta negociación, publicados en el Archivo de Miranda, y glosados en las dos obras de Robertson, Francisco de Miranda and the revolutionizing of Spanish America (1908) y The Life of Miranda (1929).

El documento de 3 de octubre que vamos a reproducir, explica el punto de vista de los Comisionados de Caracas, y «el resultado de nuestras observaciones y averiguaciones» respecto a Miranda, como respuesta a las recomendaciones imprecisas de las instrucciones recibidas. Miranda ayudó decididamente a los Comisionados, pues como reza el documento, era la «única persona a quien podíamos consultar con franqueza». El comunicado es escrito después de la partida de Bolívar hacia Caracas. Lo firmaría, naturalmente, López Méndez, que había quedado como único Diputado de la junta de Caracas, pero se habrá escrito de acuerdo con el Libertador, como se deduce de la afirmación de López Méndez: «mis informes coincidarán exactamente con las noticias verbales que habrá dado a V. S. y al Gobierno de Caracas el Coronel don Simón de Bolívar».

El comunicado es sobradamente elocuente, emotivo -en lenguaje poco oficioso-, y ahorra toda glosa, pero quiero subrayar cómo la cautela de los Comisionados, derivada de las instrucciones, ha ido desvaneciéndose   —79→   ante las condiciones personales de Miranda, «hombre que reúne eminentemente las cualidades constitutivas de un Patriota celoso, de un General experto, y de un profundo político». Así como: «hemos observado su conducta doméstica, su aplicación al estudio, y todas las virtudes que caracterizan al hombre de bien y al Ciudadano».

No podía hacerse mejor elogio de la persona de Miranda para disipar cualquier reserva que pudiera tener la Junta de Caracas, aparte de los servicios extraordinarios que había prestado a una causa por la que había trabajado y «envejecido», amparado en su propio valer, «sin recomendación alguna», habiendo dejado en todas partes «una impresión favorable». Era la plena reivindicación de Miranda ante los ojos criollos, suficiente para exigir como «acto indispensable de humanidad, de gratitud y aun de justicia», su regreso a Caracas. Los sacrificios hechos le daban toda la razón al expresar su deseo: «no solicita ninguna intervención en los asuntos públicos, él no quiere más que expirar con la satisfacción de haber visto amanecer en su Patria el día de la libertad».

Los Comisionados le extendieron la correspondiente autorización y Miranda regresó a Caracas.

He aquí el documento, con las notas de las variantes tachadas en el manuscrito:

La residencia1 de don Francisco de Miranda en Londres nos pareció, desde nuestra llegada, una circunstancia altamente plausible. Desde nuestros primeros pasos en el desempeño de la Comisión que se nos había conferido, echamos de ver los errores y peligros a que nos exponíamos, caminando aventuradamente, y nos convencimos de que sólo por medio de Miranda única persona a quien podíamos consultar con franqueza, nos sería fácil adquirir los conocimientos preliminares que necesitábamos, y que aquel compatriota nuestro, por sus largos viajes y experiencia, por sus antiguas conexiones con este Gabinete, y por su notorio interés en favor de la América, se hallaba en estado de darnos con más extensión y fidelidad que ninguna otra persona. Creímos sin embargo que aún en nuestras comunicaciones con este individuo, era tan propio de la prudencia, como de nuestro particular deber, manejarnos con tiento y circunspección, hasta que hubiésemos adquirido un conocimiento más íntimo de su carácter, miras y relaciones. Paso pues a exponer a V. S. el resultado de nuestras observaciones y averiguaciones, estando seguro de que mis informes coincidirán exactamente con las noticias verbales que habrá dado a V. S. y al Gobierno de Caracas el Coronel don Simón de Bolívar, y de que no se verán unos y otros sino como un acto de deber con respecto a la Patria2, y como un tributo de justicia a la virtud y mérito de un conciudadano nuestro tan indignamente injuriado.

  —80→  

Ni aun sus enemigos se han atrevido a negarle una superioridad extraordinaria de luces, experiencia y talentos3. A la verdad sería un absurdo suponer que un individuo desnudo de estas cualidades, y sin recomendación alguna exterior hubiese podido sostener un papel distinguido en las cortes, introducirse en las sociedades más respetables, adquirir la estimación y aun la confianza de una infinidad de hombres ilustres, acercarse a los Soberanos, y dejar en todas partes una impresión favorable. Sus enemigos se han dedicado a denigrar las dos partes de su vida que parecían más susceptibles de presentarse bajo un aspecto desventajoso, a saber, su conducta como General de la Francia, y como caudillo de la expedición que el año 1806 arribó a nuestras costas. Pero sin entrar en pormenores ajenos de mi asunto me contentaré con presentar a V. S. algunos hechos que destruyen absolutamente las imputaciones de la malignidad. Miranda ha refutado victoriosamente a sus calumniadores ante los tribunales de París, y quedó tan completamente justificado que el tirano Robespierre, su particular enemigo, no tuvo un pretexto para enviarle al cadalso. Contrayéndome a la expedición a Coro, es improbable que la Inglaterra hubiese creído tan temeraria y tan mal conducida, como sus émulos se han esmerado en pintarla. Nosotros mismos en gran parte podemos ser los mejores jueces de ella; y si se toma V. S. la pena de revolver los documentos que existen en la Secretaría de Gobierno anterior relativos a las operaciones de Miranda en Coro, hallará que las más menudas investigaciones hechas por los agentes del Despotismo, no han podido encontrar4 la más leve mancha en su carácter, siendo bien notable la moderación con que se portaron allí unas tropas, cuyo Caudillo tenía sobre ellas una autoridad tan precaria.

Los tiros de la envidia han atacado con particular conato sus cualidades personales; pero lo que hemos visto en Inglaterra ha sido más que suficiente para darnos a conocer el inicuo (modo) con que se le ha zaherido. Le hemos visto en conexión con personas de la primera grandeza, y con casi todos los caracteres respetables que existen actualmente en Londres. Hemos observado su conducta doméstica, su sobriedad, sus procederes francos y honestos, su   —81→   aplicación al estudio, y todas las virtudes que caracterizan al hombre de bien y al Ciudadano. ¡Cuántas veces a la relación de nuestros sucesos le hemos visto conmoverse hasta el punto de derramar lágrimas! ¡Cuánto ha sido su interés en informarse hasta de los más menudos pormenores! ¡Con qué oficiosidad le hemos visto dispuesto a servirnos con sus luces, con sus libros, con sus facultades, con sus conexiones!5

No es posible cuando se habla de este hombre contenerse en los límites que parece me impone la imparcialidad de mi carácter oficial; pero no puedo dejar de decir a V. S. que en cuanto soy capaz de juzgar, Miranda es un hombre que reúne eminentemente las cualidades constitutivas de un Patriota celoso, de un General experto, y de un profundo político.

Caracas debería llamarle por su propio interés; pero cuando así no fuese su restitución a esa Patria que tanto le debe es un acto indispensable de humanidad, de gratitud, y aun de justicia. ¿Bajo qué pretexto podrá negarse un asilo de paz a este hombre respetable, nacido entre nosotros, envejecido en el afán de buscar medios para libertarnos, y hecho por nuestra causa el blanco de la persecución? ¡Qué amargura sería la de sus últimos años, si la más negra de las ingratitudes pudiera rechazarle de una Patria a quien todo lo ha sacrificado, y negarle el consuelo de vivir y morir en ella al abrigo de ese mismo Gobierno Paternal y Patriótico, que ha sido siempre objeto de sus ansiosos deseos! Si se le tiene por criminal, se presenta a ser juzgado; si se le considera peligroso, se somete a todas las medidas de precaución que el Gobierno crea convenientes. Él no solicita ninguna intervención en los asuntos públicos, él no quiere más que expirar con la satisfacción de haber visto amanecer en su Patria el día de la libertad.

Podrá objetarse que los principios de Miranda, tomados en toda su latitud, son inconciliables con los derechos de Fernando 7.º, que hemos jurado conservar; pero él se ha impuesto perfectamente de la naturaleza y forma de nuestra constitución actual, protesta ser fiel a ella, y arreglará su conducta a las órdenes que se le prescriban6. Miranda no ha atacado tanto los derechos de la corona, como la bárbara tiranía de los agentes Españoles que tanto nos han oprimido y vejado. En fin, sea su restitución una gracia del Gobierno, o sea su condenación un acto legal de justicia. Esto es todo lo que él pide, y lo que me parece que no puede negársele.

Pero yo ofendería las ideas justas y liberales que animan actualmente a esa junta Suprema, si la creyese capaz de adoptar con respecto a Miranda la política atroz e inicua del Gobierno que le proscribió. Convencido de lo contrario, he condescendido en su regreso a Caracas, y aprovecho esta oportunidad para expresar a V. S. con toda franqueza mi opinión sobre una materia que en el día me parece más importante que nunca. Espero que V. S. se sirva elevarlo todo a noticia de la Suprema junta, y me prometo que S. A.   —82→   no podrá menos de aprobar mi conducta7; como dirigida únicamente por lo que considero útil y honroso a mi país.

Londres, 3 de octubre de 1810.

Sr. Secretario de Estado &



Bello habrá seguido apasionadamente desde Londres, la trayectoria de Miranda en Venezuela. La desventura de los sucesos habrá sido un fuerte golpe en su espíritu. Se habrá enterado Bello que Miranda dejó a su Venezuela, como prisionero camino de las mazmorras de Puerto Rico primero, y luego de Cádiz.

Ahí habrá terminado este contacto breve, fugaz, entre ambos personajes, pero Bello estaba destinado a entonar el canto a la América renovada, y en él tendrá cabida, por derecho propio, el nombre de Miranda.




La consagración poética

En 1823, Andrés Bello con Juan García del Río emprenden en Londres la publicación de la Biblioteca Americana, órgano de cultura, destinado a las nuevas Repúblicas hispanoamericanas. La revista tuvo vida escasa: un tomo completo, y la primera entrega del segundo. Bello insertó en sus páginas unos fragmentos del poema América, la «Alocución a la poesía». En la entrega correspondiente al segundo tomo de la Biblioteca Americana, aparece una estancia dedicada a Miranda, en la que canta la gloria del Precursor, por su sentido del derecho, por su amor a la Patria, por su valentía, mientras lamenta su fracaso, al tiempo que proclama la participación de Miranda en la obra de la liberación en vías de realizarse en tierra americana. Es un cordial elogio al gesto cumplido por Miranda en su vida. Dice Bello:


   ¡Miranda! de tu nombre se gloría
también Colombia; defensor constante
de sus derechos; de las santas leyes,
de la severa disciplina amante.
Con reverencia ofrezco a tu ceniza
este humilde tributo, y la sagrada
rama a tu efigie venerable ciño,
patriota ilustre, que, proscrito, errante,
no olvidaste el cariño
del dulce hogar, que vio mecer tu cuna;
y ora blanco a las iras de fortuna,
ora de sus favores halagado,
la libertad americana hiciste
—83→
tu primer voto, y tu primer cuidado.
Osaste, solo, declarar la guerra
a los tiranos de tu tierra amada,
y desde las orillas de Inglaterra,
diste aliento al clarín, que el largo sueño
disipó de la América, arrullada
por la superstición. Al noble empeño
de sus patricios, no faltó tu espada;
y si, de contratiempos asaltado
que a humanos medios resistir no es dado,
te fue el ceder forzoso, y en cadena
a manos perecer de una perfidia,
tu espíritu no ha muerto, no; resuena,
resuena aún el eco de aquel grito
con que a lidiar llamaste; la gran lidia
de que desarrollaste el estandarte,
triunfa ya, y en su triunfo tienes parte.



Se percibe el lamento nacido de la esperanza fallida, acariciada una década antes y madurada en el alma de Bello, a lo largo de diez años de soledad, mientras transcurría la guerra lejana, durante los cuales Miranda expira en La Carraca gaditana. El homenaje de Bello, suscitaría su recuerdo personal, el del rápido trato tenido en Londres:


con reverencia ofrezco a tu ceniza
este humilde tributo, y la sagrada
rama a tu efigie venerable ciño,
patriota ilustre,



íntima manifestación de su hondo sentir.

Bello da, sin duda, parte viva de su propia experiencia cuando al referirse a Miranda escribe:


... proscrito, errante,
no olvidaste el cariño
del dulce hogar, que vio mecer tu cuna;



sentiría el mismo deseo y conservaría el mismo recuerdo del afecto del suelo nativo. Igualmente resuena a idea propia, pero en el campo de la cultura, la que atribuye en el terreno político a Miranda:


diste aliento al clarín, que el largo sueño
disipó de la América, arrullada
por la superstición.







En la intersección de ambas vidas hallamos la resonancia histórica de los sucesos que llevan en su entraña los versos dedicados a Miranda, en el poema que posee un valor paralelo en la civilización americana, al que tiene en su ordenación política el gesto del Precursor.

Chacao, abril de 1950 y 1957.



  —84→  

ArribaAbajoIV. La biblioteca del Precursor

Puede hoy reconstruirse el contenido último de la biblioteca de Francisco de Miranda, con bastante seguridad y exactitud. Las fuentes de información son los dos Catálogos de las subastas llevadas a cabo en Londres, en 1828 y en 1833, más la relación de los libros que el Precursor lego por testamento a la Universidad Central de Venezuela, cuya minuciosa enumeración, autenticada por Andrés Bello, localicé hace algunos años en documento conservado en el Archivo de José Manuel Restrepo, de Bogotá. El conjunto de la biblioteca forma realmente una unidad impresionante, por la calidad y cantidad de las obras que fue acopiando -a lo largo de sus viajes y a pesar de ellos-, la voluntad de Miranda. Cerca de seis mil volúmenes logró reunir en su residencia de Grafton Street los cuales habrán sido testigos de las reuniones preparatorias de la Emancipación, y más de una vez habrán resuelto alguna duda de los huéspedes de tan ilustre anfitrión. Y para completar el servicio de la respetable biblioteca, en 1810 fueron alimento de los diplomáticos de la junta de Caracas: Bolívar, Luis López Méndez y Andrés Bello. Particularmente este último encontró en tan rico fondo perspectivas insospechadas en el camino de su formación cultural iniciada en las últimas décadas de la colonia en Caracas, pues residió un tiempo en la casa de Miranda.

Todo ello constituye un haz de títulos extraordinarios que acrecientan el valor intrínseco de la colección de los libros de Miranda, quien falleció en 1816, en Cádiz muy lejos de su biblioteca, que iba a tener una historia singular.

***

En las dos disposiciones testamentarias dadas en Londres por el Precursor, la primera, de fecha 1.º de agosto de 1805, en vísperas de embarcarse para América, y la segunda, poco antes de su segundo viaje, el 2 de octubre de 1810, manifiesta su voluntad sobre sus bienes para después de su muerte, en atención a «los graves riesgos y peligros» que en ambos casos era «indispensable superar». Las dos declaraciones son prácticamente idénticas, salvo en la designación del albacea, ya que en la primera prescribe que lo fuesen sus respetables amigos John Turnbull (y por su falta Peter Turnbull, su hijo) y el Muy Honorable Nicolás Vansittart. En la segunda disposición, menciona únicamente a Vansittart.

Enumera detalladamente cuál es su mandato respecto a la colección de pinturas, bronces, mosaicos, «gouaches» y estampas, que tenía en París, así como en relación a los papeles, manuscritos y libros que guardaba en la casa n.º 27, de Grafton Street, en Londres. La biblioteca era estimada en unos 6.000 volúmenes en los dos testamentos. Por su   —85→   número y su valía se convierten en un claro exponente de la calidad intelectual de su poseedor.

Reza el documento:

Todos los papeles y manuscritos que llevo mencionados se enviarán a la ciudad de Caracas (en caso de que el país se haga independiente, o que un comercio franco abra las puertas de la Provincia a las demás naciones, pues de otro modo sería lo mismo que enviarlos a Madrid), a poder de mis deudos, o del Cabildo y Ayuntamiento, para que colocados en los Archivos de la ciudad testifiquen a mi Patria el amor sincero de un fiel ciudadano, y los esfuerzos constantes que tengo practicados por el bien público de mis amados compatriotas.



Exceptúa expresamente de esta disposición general los libros clásicos griegos, que ordena sean enviados a la Universidad de Caracas «en señal de agradecimiento y respeto por los sabios principios de literatura y de moral cristiana con que administraron mi juventud, con cuyos sólidos fundamentos he podido superar felizmente los graves peligros y dificultades de los presentes tiempos».

Al fallecimiento de Miranda en La Carraca, en 1816, la Biblioteca permanecía en Grafton Street. En el Archivo de Miranda figuran documentos que atestiguan amenazas de embargo de los libros, por las deudas contraídas por el Precursor en sus empresas de liberación de América.


La fallida negociación de Irisarri

En 1820 hubo una gestión muy particular, por parte del guatemalteco Antonio José de Irisarri, a la sazón Ministro de Chile en Londres. En fecha 9 de enero de dicho año, Irisarri oficiaba al Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno chileno, con la proposición concreta de adquirir la Biblioteca, de acuerdo Irisarri con Sir John Jackson, albacea que había sustituido a Nicolás Vansittart, por estar éste desempeñando la Cartera de Hacienda en el Ministerio inglés. Nos parece curiosa la mención de una última disposición de Miranda que no figura en ninguna cláusula testamentaria. En efecto, alega Irisarri que Sir John Jackson se había determinado a disponer de la Biblioteca y la había propuesto en venta al gobierno de Chile, «porque fue encargo que dejó Miranda de que en caso que sus hijos se deshiciesen de sus libros, procurasen en venderlos a algunos de los gobiernos libres de la América del Sur». Creía Sir Jackson según Irisarri, que «Chile está en mejor estado para hacer esta compra que ningún otro gobierno de esta parte del Nuevo Mundo».

En el referido oficio, Irisarri manifiesta que ha logrado una opción por un año para comprar la Biblioteca, pero que no quiere hacer gasto alguno sin conocer la decisión del gobierno chileno. He aquí sus palabras:

Sir John Jackson me ha ofrecido detener la venta de esta librería por el término de un año, para que pueda dar cuenta a ese Supremo Gobierno;   —86→   y que en caso de determinarse a comprarla, envíe su valor que alcanzará sobre un cálculo de poco más o menos, de cuatro o cinco mil libras esterlinas, pues no habiéndose hecho aún el inventario y avalúo, no se puede decir con certeza a cuánto ascenderá. Yo no he querido que se haga el avalúo por no entrar en gastos, sin saber la determinación que tomará ese Gobierno; pero en caso que quiera comprarla, se nombrarán dos avaluadores, uno por mí y otro por los herederos del general Miranda; y, en caso de discordia, se nombrará por ambas partes un tercero, cuyo voto decidirá la diferencia. Esta librería es generalmente estimada por de un gran valor en Londres, a causa del exquisito surtimiento que tiene de obras raras, clásicas, y selectas ediciones. La colección española costaría inmenso trabajo y muchos gastos, adquiriéndola de otro modo; y por tanto creo que será muy conveniente a cualquier país de América esta compra. Con todo esto, como sé la necesidad que tenemos en Chile de dinero para otros objetos más ejecutivos, no he creído conveniente obligarme a otra cosa que escribir sobre el particular.



En nota al margen de la comunicación original de Irisarri, consta el «pase» del asunto al Senado, con la firma y rúbrica de O’Higgins y el Canciller Joaquín Echeverría, con fecha 31 de mayo de 1820. El Senado consideró la proposición y aunque estimó que «sería una felicidad para el Estado de Chile y la mayor satisfacción para la actual administración, fomentar su engrandecimiento, y dejar para la posteridad la memoria de una biblioteca como la que se presenta a nuestro Ministro enviado a Londres», por la escasez del numerario público que no permitía siquiera diputados cerca de algunas naciones extranjeras, decidió informar que «no puede pensarse en biblioteca ni en otros engrandecimientos, que deben reservarse para tiempo más sereno; y si con lo que tenemos hay por ahora lo bastante, puede V. E. contestar al Diputado en Londres, que ese proyecto debe reservarse para después». La respuesta del Senado, con fecha 2 de junio de 1820 va firmada por José María de Rozas y José María Villarreal.

Por lo visto no le fue participada esta resolución a Irisarri, o se extravió el correspondiente oficio, pues en comunicación de fecha 7 de enero de 1822, se queja amargamente ante el Ministro de Relaciones Exteriores de Chile por no haber recibido respuesta a su proposición:

Ciertamente no he podido quedar peor de lo que he quedado con estos señores, y con los herederos de aquel general, por no haber contestado en tiempo. Es imposible que ellos puedan persuadirse la pérdida de tres correspondencias seguidas, en que caminó este oficio. Remití a V. S. copia literal de él, para que se haga cargo del compromiso en que me he visto por este desgraciado negocio. Si ahora catorce meses, hubiera tenido el aviso, habría satisfecho completamente a los interesados en la contestación de V. S., porque no se había concluido el año que convinieron en esperar por ella; pero cuando ya este plazo está más que doblado, mi satisfacción por el extravío de ese pliego no puede dejar satisfechos de mi diligencia a estos señores. Esto lo hago a V. S. presente, no por quejarme de una desgracia, en que ni V. S. ni yo tenemos parte, sino sólo por manifestarle lo muy sensible que me ha sido este funesto extravío.



  —87→  

Así terminó esta oferta que, de haber llegado a feliz término, hubiese llevado a Chile la Biblioteca del Precursor mantenida en su unidad.




Otras iniciativas

Otra gestión, cuya suerte ulterior ignoramos, es la que se contiene en la siguiente carta de Bolívar, autógrafa, dirigida al General Antonio José de Sucre, a la sazón Presidente de la recién creada República de Bolivia:

Magdalena, 11 de julio de 1826.

Al Excmo. señor gran mariscal de Ayacucho.

Mi querido general:

Remito a Vd. el catálogo de la biblioteca que perteneció al general Miranda y que está de venta en Londres. Ella es hermosa y tiene el mérito de haber pertenecido al más ilustre colombiano: dicen que vale cuatro mil libras esterlinas, pero si Vd. se determina a tomarla para esa república, podrá tratar esta compra con don Luis López Méndez que se halla en esta capital, o con la persona que él designe.

López Méndez, a quien Vd. debe conocer por sus trabajos diplomáticos en Londres se halla aquí. Este me ha dicho que desearía ser empleado en una comisión diplomática de Bolivia. Yo lo aviso a Vd. para que si lo tiene a bien se la den. Únicamente puedo decir que es honrado, no le falta capacidad, y aunque ha sido muy desgraciado en su comisión, no dependió de él sino de las cosas.

Soy de todo corazón.

BOLÍVAR



Es conocida, además, la gestión del Rector José María Vargas para traer a Caracas en 1828, la totalidad de la Biblioteca de Miranda. Pero, la suerte de estos libros estaba señalada. Del mismo modo que los restos del Precursor, los libros de su biblioteca no iban a regresar a América.




Las dos subastas

En el museo británico localicé los dos Catálogos de las subastas de la Biblioteca de Miranda, que ahora reimprimo en edición facsímil. Son los ejemplares que utilizó el martillero.

En 1828, doce años después de fallecido en La Carraca Francisco de Miranda, la casa Evans de Londres, publicaba el Catalogue of the valuable and extensive Library of the late General Miranda, que comprendía la primera parte de los libros que iban a subastarse en el establecimiento de Evans, en el n.º 93 de Pall Mall, el martes, día 22 de julio y los dos días siguientes. El folleto de 1 hoja y 33 pp., de 21,5 cm., fue impreso por William Nicol, Cleveland Row, Saint James. En la portada se mencionaban algunas de las piezas más importantes, para   —88→   atracción de coleccionistas, estudiosos y bibliófilos. Comprendía 780 lotes, con un total aproximado de 2.400 volúmenes, láminas y mapas. Este impreso finalizaba con la noticia de que: «El catálogo de la segunda parte de la Biblioteca del General Miranda estará preparado para ser entregado en esta sala».

En efecto, el Catalogue of the second and remaining portion of the valuable Library of the late General Miranda, fue publicado por la misma firma y en la misma imprenta, en 1833. La subasta se anunciaba en el mismo local de la primera, para el sábado, 20 de abril y los tres días siguientes, excepto el domingo. Tiene este folleto 1 h. y 44 pp., de 23,5 x 13,5 cm. y enumera 1.071 lotes, con un total aproximado de 3.200 volúmenes y piezas. También en la portada anuncia algunos títulos y autores de las obras que iban a ser vendidas.

La Biblioteca de Miranda era rica y variadísima. Comprendía impresos, desde comienzos del siglo XVI hasta los primeros años del XIX, en extensa gama de temas: Historia, Literaturas clásicas. Orientalia, Historia del Arte, Clásicos españoles, franceses, italianos e ingleses, Filosofía, Técnica e historia militar, Fortificación, Viajes y Descubrimientos, Memorias y Biografías, Diccionarios, Educación, Política, Matemáticas, Bellas Artes, Comercio y Navegación, Teología, Economía, Diplomacia, Legislación, Medicina, Catálogos, Epistolarios, Lingüística, Historia Natural, Derecho, Idiomas (Castellano, Francés, Italiano, Griego, Latín, Portugués, Inglés), Numismática, Cronología, Colecciones de Grabados, Biblias, Astronomía, Costumbres y libros recreativos y de lectura. Todo un mundo de civilización que nos indica la rica amplitud de preocupación, curiosidad y afán de conocimientos por parte de Miranda.

Las subastas se realizaron en los días previstos. En el Museo Británico, de Londres, se conservan los dos Catálogos utilizados por el martillero de la casa Evans, que los convierte en testimonios invalorables para la historia de la Biblioteca particular del Precursor, pues al margen de cada título se señala, a mano, el nombre y el precio de adjudicación de cada lote, así como los días en que se efectuó la venta.

Algunos adquirientes fueron asiduos a ambas subastas, no obstante los cinco años transcurridos de una a otra. Los Sres. Nattalí, Dulan, Cochran, Macpherson, Dr. Benson, Mocey, Beckley, Payne, J. Bohn, Rainford, pero nos atraen particularmente los nombres de dos liberales españoles establecidos en Londres como libreros para sobreponerse a las angustias de la emigración causada en la península por la política de Fernando VII. Son Miguel del Riego, antiguo Canónigo de Oviedo, hermano de Rafael, el famoso General de la proclamación liberal de 1820, y Vicente Salvá, librero, bibliófilo, historiador de la literatura y gramático, valenciano, que concurrieron a las dos subastas. Riego en ambas, como fuerte comprador; Salvá, sólo en la primera, pues desde 1830 se hallaba ya instalado en París.

Miguel del Riego, que adquiere 23 lotes en la subasta de 1828, y 94 en la de 1833, nos cuenta Vicente Llorens Castillo que tenía montado un comercio de libros, muy singular, sin tienda y en lugar poco céntrico, en Seymour Street, Camden Town, «en el piso alto de la casita   —89→   de un zapatero, donde disponía de dos habitaciones; una estaba completamente abarrotada de libros; la otra, más pequeña, le servía de dormitorio, comedor y cocina. En el escaso espacio que quedaba libre había dos sillas: una para él, la otra para el único visitante posible». Este buen Canónigo de gran corazón, amigo de poetas y bibliófilos, fue uno de los compradores más importantes de libros de Miranda, seguramente para atender a su clientela de europeos investigadores del mundo hispánico.

Vicente Salvá, el librero establecido en Regent Street, desde 1824, fue más conocido y sirvió muy eficazmente a los intelectuales que sentían interés creciente por los temas hispánicos. Concurre a la subasta de 1828 y aparece en el catálogo como adquiriente de 17 lotes, todos importantes.

Otros nombres aparecen en una u otra subasta: Mitchall, Nanton, James, Robinson, Calkin, Corney, Bossange, conocido editor, Knox, Solby, Nasfield, Lacklan, Martin, el propio Evans, Batson, J. Drummond, Sir G. Onsley, Musprat, Thorpe, Dr. Lambe, el Foreign Office, Shalrop, Walter, Wilson, Potter, N. Bohn, King, Burt, Rich, Molteno, Baldork, Noble, Phybus, White, el Príncipe Cimitile, Rodd, Ballard, Wardwick, Lambert, Baldick, Jeffery, Niber, Heber, C. Davies, Setchell, Darling, W. Miller, Park, Kimpton, Young, Longman, Mackenzie, Coronel Fox, Campos.

Los precios a que fueron adjudicados los libros nos parecen hoy sumamente bajos, pero en ese tiempo representó una pequeña fortuna, que corrobora la valía y estimación reconocida a la colección de Miranda.

Los seis mil volúmenes consignados en los dos testamentos se dispersaron en una pluralidad de manos y deben figurar hoy en ricas bibliotecas europeas. Más de sesenta compradores distintos aparecen anotados en los ejemplares de los dos Catálogos utilizados por el martillero, que se conservan en el Museo Británico, de Londres. La gran variedad de temas contenidos en la colección particular de Miranda y la riqueza de las ediciones atrajo a bibliófilos, eruditos y libreros que compraron inmediatamente todas las obras subastadas. Es prácticamente imposible precisar la aventura vivida por los libros de Miranda, después de haber sido esparcidos entre tantos nuevos poseedores.

Nos cabe únicamente hoy en día la posibilidad de reconstruir la exacta fisonomía de esta Biblioteca, de gran valor por «el exquisito surtimiento de obras raras, clásicas y selectas ediciones», como la definía en el oficio de ofrecimiento el Ministro Antonio José de Irisarri.

Las horas de lectura silenciosa y recoleta en la vida de Miranda, en el ambiente de los libros, de lo que hay constancias tan frecuentes en su Diario, han sido evocadas por Guillermo Meneses en libro excelente, Hoy en casa leyendo... (Caracas, 1960). La imagen del Precursor: político, diplomático, militar, conspirador, viajero, se completa en su universalidad si la contemplamos al calor de los volúmenes que guardaban sus páginas predilectas para el estudio y el goce insaciables.

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Identificación del legado de Miranda a Caracas

La Biblioteca Nacional organizó en 1950 una exposición de impresos con la cual se cerró de manera magnífica el año mirandino en que se cumplía el bicentenario del Precursor de la Independencia Americana. Allí pudo admirar el público de Caracas uno de los más hermosos homenajes que se habrán hecho a Francisco de Miranda: la exposición de obras impresas, libros, folletos, hojas sueltas, mapas; objetos que fueron tan estimados por el gran venezolano.

La exhibición comprendía una rica bibliografía en la que figuraron los propios escritos y papeles recogidos en el admirable monumento que constituye el Archivo de Miranda, cuya publicación se concluyó en 1950, por la decidida cooperación de Augusto Mijares, a la sazón Ministro de Educación. La edición alcanzó a veinticuatro apretados volúmenes, llenos de la vida pletórica de acción y de pensamiento del Generalísimo. En la exposición de la Biblioteca se reunieron, además, las obras impresas sobre Miranda, que forman acopio muy respetable, índice espléndido de la devoción de los investigadores a la historia de la existencia y la aventura mirandinas. Ilustró muy acertadamente la exposición un grupo de piezas impresas, muy, valiosas, relativas a la época de Miranda y a los acontecimientos de trascendencia universal, en los que tomó parte tan notoria la extraordinaria personalidad del caraqueño.

Pero merece mención singularísima la sección en la que se exhibió por separado la colección de libros clásicos en griego, y en griego y latín, que el General Miranda dispuso se remitiese a Caracas como manda simbólica de última voluntad, en homenaje a la ciudad natal, a la que debía su formación universitaria.

En efecto; quizás la porción más importante de la exposición de la Biblioteca Nacional fue la formada por estos volúmenes sobre los cuales tanto se había hablado y que por fin gracias a una feliz circunstancia han podido precisarse de manera indubitable.

***

La historia de los libros de la Biblioteca de Miranda legados a Caracas era bien conocida.

El doctor Ángel Grisanti ha precisado que el Doctor José María Vargas, como Rector de la Universidad, recibió el legado dispuesto por el Precursor. Los documentos aducidos por el Doctor Grisanti son prueba completa de que los libros clásicos griegos fueron separados de la Biblioteca de Miranda, y remitidos a Caracas, antes de procederse en 1828 a la primera subasta de la Biblioteca del Precursor.

Los hechos eran perfectamente conocidos, pero por no disponer de ninguna información documental detallada sobre el contenido de dicha colección se hacía difícil fijar de un modo preciso el legado dispuesto por Miranda. Los libros de la manda habían llegado a Caracas, en cumplimiento de la última voluntad del testador, pero se ignoraba su paradero. La Biblioteca Nacional se había constituido en Venezuela por sucesivas disposiciones legales, que arrancan desde el primer tercio   —91→   del siglo XIX, en las cuales se ordena reiteradamente se formase con los fondos bibliotecarios de las entidades y corporaciones públicas, por lo que los libros legados por Miranda entraron a formar parte de la Biblioteca Nacional.

***

Por fin se produjo el venturoso hallazgo del documento fehaciente. En las investigaciones que se llevaban a cabo por la Comisión Editora de las Obras Completas de Andrés Bello, tuve la suerte de dar con el texto esclarecedor de tan vieja cuestión. En la correspondencia diplomática de la Legación de Colombia en la Gran Bretaña, estudiada por la Comisión, apareció el texto revelador, conservado en el archivo de José Manuel Restrepo, en Bogotá.

El Ministro de Colombia en Londres, don José Fernández Madrid, en comunicación al Secretario de Estado y Relaciones Exteriores, fechada en Londres a 5 de julio de 1828, dice:

«La viuda del General Miranda me ha entregado la lista de los libros que el General legó a favor de la Universidad de Caracas y son los mismos que constan en la copia que acompaño bajo el número 4. Se hallan depositados en la casa de la misma señora Miranda hasta que la Universidad de Caracas disponga de ellos».



Con la lista de las obras clásicas ordenada alfabéticamente, se pudo reconstruir la admirable colección legada por Miranda, de la que sólo dejaron de localizarse nueve títulos. Para añadir mayor trascendencia simbólica a tan estupenda muestra de gratitud, el documento va rubricado con la firma autógrafa de Andrés Bello, en su calidad de Secretario de la Legación de Colombia en Londres. Es una relación simple con indicación de nombre de autor y título a menudo abreviado, número de volúmenes, tamaño y fecha de edición. Lleva el título de «Alphabetical List of the Greek classics belonging to the Library of the late General Miranda». La relación bibliográfica ha sido publicada por Terzo Tariffi y Juan David García-Bacca.

El gesto más delicado en toda la historia del humanista venezolano unía muy significativamente el recuerdo del Precursor Francisco de Miranda, ya fallecido, con la acción de Bello en plena ascensión hacia la obra gloriosa de su vida.

1966-1979.






ArribaAbajoV. La historia singular de un libro de la Biblioteca de Miranda

Con los dos catálogos de las subastas de 1828 y 1833, más la lista de los libros clásicos griegos legados por testamento a Caracas,   —92→   se nos da el exacto contenido de la hermosa y postrera colección de Miranda, en los años finales de su existencia. Seguramente perdió muchos volúmenes durante sus andanzas por varios continentes, antes de anclar en su morada londinense de Grafton Street. En el Archivo de sus papeles personales constan con frecuencia numerosas listas de adquisiciones, así como testimonios de préstamos de publicaciones a políticos y a escritores como parte de la campaña persuasiva en pro de la liberación de Hispanoamérica. Deben haberse extraviado algunos títulos, sacrificados al propósito mayor de la vida de Miranda.

Pero nada sabíamos de que se hubiese dispuesto de sus libros, una vez fallecido el Precursor en las mazmorras de La Carraca, en Cádiz. He aquí la historia de un regalo singular.


Bartolomé José Gallardo (1776-1852)

La muerte del gran extremeño, don Bartolomé José Gallardo, ocurrió en Alcoy, el 14 de setiembre de 1852, cuando en pos de la biblioteca -en venta- de Salvá, había acudido desde su heredad de La Alberquilla, impulsado por su pasión de libros y por su inquebrantable tenacidad.

Ahí terminaba «el poema de su vida heroica, sugestionador y soberbio». Su férrea voluntad da timbre inconfundible a todo cuanto hace. Liberal apasionado, gusta del destierro en Londres, junto con tantos nombres eminentes de la historia del pensamiento español e hispanoamericano. A sus años de permanencia en la capital inglesa pertenecen los recuerdos que más lo enlazan con las letras de Hispanoamérica. De su amistad con Andrés Bello quedan como testimonio elocuente las cartas en que discute, con su habitual ardor, la categoría gramatical del lo, en castellano; o el carácter antihistórico del Poema del Cid, o la raíz viva del Crespo de Grañón.

Era el hombre de más lectura de su tiempo y de mejor y más fino paladar de erudito para el goce de la letra literaria. Ahí queda su imponente y utilísimo Ensayo de una Biblioteca Española de libros raros y curiosos, en cuatro gruesos volúmenes formado de los únicos apuntes que le sobrevivieron.

En su peregrinaje desde el mediodía de España fue perdiendo cédulas y notas, en tal cantidad que se ha atribuido a fantasía la propia confesión de Gallardo. Pero la obra que le sobrevivió basta y sobra a ganarle crédito para que aceptemos sus aseveraciones.

Liberal hasta el tuétano, mantuvo en alto su doctrina y peleó toda su vida. El Diccionario Crítico-Burlesco alborotó el ambiente español de las Cortes de Cádiz y le valió el odio reconcentrado de los conservadores, que nunca le perdonaron su firmeza. Famoso hoy todavía y lleno de leyendas. Se lee con estremecimiento, cuando la imaginación reconstruye lo que debe haber significado en la lucha de facciones en las históricas cortes gaditanas. Todo temple y toda decisión habrán sido   —93→   requeridos para dar tamaño paso. No se ha desvanecido todavía el eco del clamor levantado por el diminuto librito.

De profundo sentido crítico y de acerada pluma, Gallardo levantó siempre polvareda de discusiones y agrias polémicas. Se llevó lo suyo, pues Serafín Estébanez Calderón, el ilustre «Solitario», lo clavó de cuerpo entero en un magnífico soneto:



   Caco, cuco, faquín, bibliopirata,
Tenaza de los libros, chuzo, púa,
De papeles, aparte lo ganzúa,
Hurón, carcoma, polilleja, rata.

   Uñilargo, garduña, garrapata,
Para sacar los libros cabria, grúa,
Argel de bibliotecas, gran falúa
Armada en corso, haciendo cala y cata.

   Empapas un archivo en la bragueta,
Un Simancas te cabe en el bolsillo,
Te pones por corbata una maleta.

   Juegas del dos, del cinco y por tresillo;
Y al fin te beberás como una sopa,
Llena de libros África y Europa.



Hombre de estilo deslumbrante, escribe Gallardo el castellano de modo inconfundible. Lector insaciable, dispone de riquísimo repertorio léxico y de un caudal inagotable de giros de lenguaje. Da placer encontrar en la primera mitad del siglo XIX el donaire más legítimo de la literatura castellana. Las esencias de los siglos áureos de las letras castellanas han revivido en nuestro hombre con singular gracejo. Cada página es personal y acabada, como de antología.

Huraño, poco tratable, pero noblote y franco hasta el descaro. Cínico, pero gran amigo y siempre seguro. Sabio y erudito, y de delicada penetración ante los valores estéticos, aunque brusco, terco y hasta atrabiliario.

Es admirable su vida por la solidez de sus convicciones, por su alto saber y por el magisterio de su estilo.




El cancionero de Urrea

El hecho es que Bartolomé José Gallardo el más ilustre y sabio de los bibliógrafos de su tiempo en el mundo hispánico, recibió de manos de Sara Andrews, ya viuda del General Francisco de Miranda, un ejemplar del Cancionero de Pedro Manuel de Urrea, obra preciadísima que el famoso extremeño tuvo en gran estima, según se deduce de la reiterada memoria que se hace en su correspondencia a tan extraordinario presente.

El Cancionero de las obras de Pedro Manuel de Urrea, fue editado en folio (xlv, xliv) en Logroño, 1513; por tanto, casi un incunable,   —94→   impreso «a costa y expensas de Arnao Guillén de Brocas, maestro de imprenta en la dicha ciudad, y se acabó en alabanza de la Santísima Trinidad a siete días del mes de julio, año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, mil quinientos y trece años».

Pedro Manuel (Jiménez) de Urrea (1485?-1535?), aragonés, hijo segundo del primer Conde de Aranda, fue poeta y hombre de armas, autor de varias obras poéticas de influencia petrarquista. La más famosa su Cancionero, aparecido en Logroño, 1513, y reeditado en Zaragoza, 1878. Es notable en este libro la versificación del primer acto de La Celestina. En el prólogo al vol. III de la Biblioteca de Autores Españoles, se elogia la edición de La Celestina por Urrea, «cuyo mérito estriba en algo más que en la suma rareza de los ejemplares de sus obras» (pp. xvii-xviii). En la obra de Clara Luisa Penney, The book called Celestina (New York, The Hispanic Society of America, 1954) se pondera el Cancionero de Urrea, como «rarísimo» y se elogia la versión poética de la «Égloga de la tragicomedia de Calisto y Melibea».

Gallardo perdió este libro, junto con una gran diversidad de papeles propios, en la famosa asonada de Sevilla, el 13 de junio de 1823, cuando las turbas asaltaron a los liberales que se disponían a embarcarse para Cádiz, ante el nuevo giro absolutista de la política de Fernando VII, ayudado por los cien mil hijos de San Luis. «Nueve bultos encerraban los tesoros de nuestro bibliófilo, de los cuales cinco eran jerones y un cajón, una maleta negra con dos candados, una escribanía de palo de rosa y sobre todo un gran baúl de patente inglés, negro, con las armas reales inglesas en la cerradura de en medio, dos candados, barra y chapa de bronce con las cifras B. J. G.», según lo refiere Antonio Rodríguez Moñino. Se arruinó en el Guadalquivir una gran parte de los trabajos y libros de Gallardo, lo que para el famoso erudito fue una calamidad sin medida, de la cual no se repuso nunca. Alguien, por lo que parece, se aprovechó de esta catástrofe. Reproduzco los testimonios de Gallardo al referirse en varias oportunidades al perdido ejemplar del Cancionero de Urrea, que había hecho encuadernar lujosamente. Respeto la particular ortografía de su autor:

«El encuadernador [del Discurso de Jáuregui] fue un tal Esmiz (Smith), el cual aunque en libro tan maltrahido luzió su primera competencia de un Mister Luis (ambos famosos) que me había encuadernado con toda magnificencia un ejemplar del Canzionero de Urrea. No sé si habrá V. visto este libro; es rarísimo, esta en folio, letra gótica, impreso el año de 1513; contiene entre otras piezas curiosas, la farsa de la Zelestina en verso. Le perdí en Sevilla; dolor de libro!».


(Carta a Fernández Guerra, 27 de julio de 1830).                


«La copia de la Celestina [de Urrea] sin gran sacrificio se la hubiera también dado, pues tenía el orijinal; pero no pude darse-la porqe estaba hundida en el mare-magnum de mis papelorios. Ya no me es posible frangear-le orijinal ni copia, porqe todo se lo llevó la mala trampa de la marimorena de Triana».


(Carta a Agustín Durán, 6 de febrero de 1831).                


  —95→  

«De los libros que me dice Ud. estaba últimamente abocado a lograr, el Canzionero de Urrea es curiosísimo. ¡Magnífico ejemplar, qe me regaló en Londres la viuda del Jeneral Miranda, me murziaron a mi en Sevilla el negro día de S. Antonio del año tantos! -con la zircunstancia de estar-me nítida-mente encuadernado acullá (en Londres) de mano de Mr. Lewis por dirección de los Roodes!- No quiero acordarme de eso; porqe de esas i como de esas cosas me han suzedido, i aun me estan suzediendo, tantas i tantas, que me van consumiendo la vida».


(Carta a Pascual de Gayangos, la Alberquilla 2 de mayo de 1848).                


El ejemplar del Cancionero de Urrea no naufragó en las aguas del río sevillano. Se conserva hoy en el Museo Lázaro Galdiano, en Madrid, procedente -según se cree-, de la colección de don Juan Manuel Sánchez. No hay la menor duda de que se trata del ejemplar regalado a Gallardo por Sara Andrews, pues además de llevar la encuadernación tal como está descrita en la correspondencia citada, tiene anotaciones marginales a lápiz, manuscritas del propio Gallardo.




La historia del regalo a Gallardo

Entre los emigrados liberales españoles de 1814, que abandonaron España al desatarse la persecución violenta contra el liberalismo peninsular después del regreso de Fernando VII de su cautiverio de Valencey, figura don Bartolomé José Gallardo, quien salió de España el 22 de mayo hacia Portugal y de ahí a Londres, donde conoció y trabó sólida amistad con Andrés Bello. Tenemos algunas pruebas indubitables acerca del respeto y afecto que Bello y Gallardo se profesaron mutuamente en sus días de permanencia en la capital inglesa. Gallardo regresó a Madrid el 9 de julio de 1820, al empezar el trienio liberal después del levantamiento de Riego y Quiroga. En Londres dedicó su tiempo a su pasión favorita: la localización y estudio de los libros españoles, de los que el mundo inglés le ofrecía campos de investigación insospechados. Sea en el Museo Británico, entre los libreros de las orillas del Támesis, o en las bibliotecas de particulares, especialmente en la del hispanista Richard Herber (1773-1833), «de quien siempre habló Gallardo con gran respeto...». Emprendió también trabajos de mucho aliento, de los cuales nada nos queda, por cuanto que o terminaron en proyecto inconcluso o se perdieron en la catástrofe del 13 de junio de 1823. Tenemos referencia, por ejemplo, del propósito de editar una colección que había ya formado de 50 piezas escogidas para un Teatro antiguo español, que iba a publicar en Londres por los años de 1828, de la que nos dice Gallardo: «Malograda aquella mi primera empresa, que quise me ayudase a conllevar el fino filólogo don Andrés Bello (caraqueño), a quien franqueé mis planes». Prueba irrefutable de elevada estimación.

A esta rotunda manifestación de alto aprecio hacia Bello, excepcional en un carácter tan difícil y exigente como el de Gallardo, vienen a   —96→   unirse las expresiones que conocemos en las tres únicas cartas que se han conservado dirigidas por Gallardo a Bello.

La primera de ellas es de 1.º de octubre de 1816, en la que se trasluce sincera amistad y consideración hacia Bello: «Pienso no salir en toda esta semana. Si usted, pues, gusta favorecerme, siempre me hallará a su disposición, deseoso de dar pasto al alma en dulce y provechosa plática». En la discusión de un punto gramatical en el que discrepaba de Bello dice: «Como tengo la más aventajada idea del juicio de usted, no me puedo persuadir a que le ha ya fijado en este, ni en otro punto alguno, sin previo examen y bien ponderadas razones». Bastan estas palabras para convencernos de la recíproca relación de afecto y admiración entre ambos personajes.

No me cabe la menor duda acerca de que la biblioteca de Miranda, en Grafton Street, la habrá conocido Gallardo llevado de la mano de Bello, quien desde sus primeros días en Londres en julio de 1810, fue asiduo consultante de los ricos libros del Precursor. Alguna punta de legítimo orgullo habrá sentido el humanista de Caracas al poder mostrar la espléndida colección de un compatriota americano ante los ojos de un experto tan calificado en azares de bibliografía hispánica, como fue Gallardo. Si el obsequio del Cancionero de Urrea lo hizo Sara Andrews, ya viuda, tiene que haber sido después de julio de 1816, fecha del fallecimiento de Miranda en Cádiz. Correspondería, en consecuencia, a los años de 1816 a 1820, cuando ya la amistad y el trato entre Bello y Gallardo estarían en sazón, como lo atestiguan las citas aducidas de su correspondencia. Es el período más sombrío y menos descifrado de las dos primeras décadas de permanencia de Bello en la capital británica. El regalo del Cancionero de Urrea ilumina un rasgo de la vida intelectual entre emigrados liberales que hallaban consuelo y alegría en compartir las investigaciones literarias, históricas y filológicas aun en medio de los más apremiantes requerimientos de la diaria subsistencia.

Hermoso gesto que a la distancia de más de siglo y medio nos permite revivir, como símbolo de la comprensión humana, un momento de emoción entre eminentes personajes de la tradición liberal hispánica. 1952-1968.







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ArribaAbajoLa introducción de la imprenta en Venezuela

Mientras y tanto no se disponga de testimonios fehacientes que atestigüen lo contrario, hay que aceptar, hoy por hoy, que la imprenta propiamente dicha se instala en Caracas en 1808, de modo indubitable y con la auténtica trascendencia pública que reclama muy justamente el Dr. Key-Ayala, fecha que hay que tener como la de la introducción de la imprenta en Venezuela, con la Gazeta de Caracas como primera publicación, iniciada el 24 de octubre.

Es plenamente explicable el alborozo del cronista coetáneo, Fray Juan Antonio de Navarrete, quien escribe en su famoso manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional, Arca de Letras y Theatro Universal, que en 1808 «se plantó la imprenta tan deseada en esta ciudad de Caracas». Es un testimonio de excepcional valor por ser testigo presencial del suceso.

Es también rotunda la afirmación contenida en el primer editorial de la Gazeta de Caracas, debido sin duda a la pluma de su redactor, Andrés Bello: «Mucho tiempo ha que la ciudad de Caracas echaba de menos el establecimiento de la Imprenta». «El logro de un establecimiento que por muchos años ha envidiado Caracas a otras poblaciones de menos consideración». «... la data de la introducción de esta Arte benéfica en la provincia de Venezuela, no podrá menos de merecer el grato recuerdo de la posteridad».

Quienes asistían al comienzo del taller de Gallagher y Lamb tenían viva conciencia de que se inauguraba el primer establecimiento de imprenta en el país, y con él la «introducción de esta Arte benéfica», tan deseada en esta ciudad de Caracas.

La conclusión a que hay que llegar en el debatido punto de la primera imprenta en Venezuela es, pues, clara. El primer taller: Gallagher y Lamb. La fecha: 1808. La primera publicación: la Gazeta de Caracas, iniciada el 24 de octubre.

  —98→  

ArribaAbajoLa imprenta de Gallaguer y Lamb

El mes de setiembre de 1808 ve terminar con éxito sus gestiones el ciudadano Francisco González de Linares, quien en Puerto España había llevado a cabo la comisión de contratar una imprenta para Caracas, por encargo expreso del Capitán General de Venezuela, don Juan de Casas, y el Intendente del Ejército don Juan Vicente de Arce.

Los doctores Marcos Falcón Briceño y Héctor García Chuecos han publicado los testimonios documentales de la negociación y del traslado a Caracas de este primer taller venezolano.

La negociación de González de Linares se hizo a través de don Manuel Sorzano quien había sido enviado a Caracas por el Gobierno español y luego trasladado a Trinidad en calidad de Contador Principal de Ejército y Real Hacienda. Después de la ocupación inglesa seguía ejerciendo funciones de Notario público, con todos los privilegios que poseía bajo la ley española. Entre los documentos que componen la «Donación Villanueva» hecha a la Academia Nacional de la Historia en 1965 espléndidamente editada por el Dr. Blas Bruni Celli, figura una carta-informe de Francisco González de Linares, fechada a 10 de octubre de 1808 que aclara definitivamente el origen y composición del taller de imprenta que con el nombre de «Gallagher y Lamb», como denominación de razón social, iba a empezar a publicar en Caracas a partir del 24 de octubre de 1808.

En la mencionada carta-informe se transcriben dos fragmentos de dos cartas de Manuel Sorzano, de 30 de agosto y 12 de setiembre de 1808, dirigidas a González de Linares, cuyo contenido es concluyente:

Muy estimado amigo y dueño. Esta sólo sirve para avisar a Ud. por el pronto el recibo de su apreciable carta de 8 del que expira, que llegó a mis manos el 26 del mismo por la tarde, y para noticiarle igualmente que admito con el mayor gusto el encargo de la media Imprenta, que Ud. me hace, y que tengo ya casi enteramente concluido. Es pues el caso que nos vamos a remediar con parte de lo sobrante de la Imprenta de aquí y con parte de la de Granada, para donde salieron ayer en busca de lo que falta, mediante cuatrocientos pesos fuertes que adelanté para el efecto, que es decir que según las disposiciones que tengo tomadas, me lisonjeo que en todo el mes de septiembre próximo, cuando no tengan ustedes ya establecida su imprenta, a lo menos podrá estar todo listo en esa para ponerlo en planta. Mediante el interés que han tomado en este asunto el Señor Gobernador y demás Jefes de la Colonia y en particular el Consejero Don Juan Black, será el impresor de aquí Mr. Gallagher el que irá a establecer a esa la referida Imprenta, quien después que lo haya verificado dejará ahí para servirla uno de sus oficiales, inglés de nación, que es el que ha llevado aquí en su Gaceta la parte española y francesa, quien aunque no sepa español, y sí sólo un poco de francés, como está hecho a manejar el alfabeto castellano, será obra de poco el conseguir el resto del objeto, dándole ustedes en los principios escrito de buena letra, lo que tenga que imprimir y agregándole también unos dos mozos despejados para que le ayuden y se instruyan, y sujetándose también alguna persona de talento a corregir lo que   —99→   imprima y etc., etc. En fin, amigo mío, Ud. conoce que no hay principio sin trabajo, y yo estoy convencido que en ninguna de las islas se hubiera podido conseguir cosa mejor que lo que aquí se ha dispuesto con que hacer ahí el resto y Cristo con todos. Luego que vuelva el que ha ido a la Granada en busca de lo que falta para la referida Imprenta, fletará alguna lancha de las que suelen recalar por aquí de Cumaná o Margarita, para que conduzcan directamente a La Guaira los dos Impresores en cuestión, a donde sería bueno que haya adelantados avisos para que no sufran embarazos ni dificultades a su llegada. No he querido tomar sobre mí el hacer contrata alguna con dichos impresores; serán ellos los que la harán con ustedes en esa, y yo sólo me he obligado a abonar todos los costos que tengan hasta su llegada a esa Capital, y a fijarles una cantidad determinada por daños y perjuicios en caso de que por algún accidente no se convengan ustedes con las proposiciones que les hagan ahí, y que tengan que volverse, lo que no espero.



En la segunda carta mencionada dice:

Los Impresores, como dije a usted por mi anterior, no han convenido aquí conmigo en contrata alguna por reservarse a hacerlo con ustedes en esa, pero en el caso de que tengan que volverse (lo que no espero) bien sea porque no les convengan las proposiciones que Udes. les hagan, o por cualquiera otro motivo, deberán abonárseles ahí ochocientos pesos fuertes por daños y perjuicios, en cuyo caso ruego a Ud. que sobre pagarle dicha suma promueva sean bien tratados de todos y en particular el Gacetero de esta isla, Gallagher, a quien Ud. debe conocer por ser el que ha habilitado al otro para hacer el establecimiento en esa, y también para desimpresionar a los Jefes de aquí que han tomado tanto interés en ello, de que caminan ustedes de buena fe en la nueva alianza con su nación, etc., etc.



Estos dos expresivos fragmentos de la correspondencia de Manuel Sorzano a González de Linares despejan todas las dudas respecto a la imprenta que se estableció en Caracas. Una parte la constituyó «el sobrante» del taller de Gallagher en Trinidad; y otra porción estuvo formada por la que adquirió Gallagher en Granada. Es posible que algunos elementos de la imprenta de Gallagher en Trinidad hubiesen pertenecido al taller de Miranda en el Leander, que Gallagher adquirió del Precursor, a quien acabó de pagarle en enero de 1808. Queda claro que no fue la imprenta de Miranda la que vino a Caracas para inaugurar el arte de imprimir en Venezuela.

También atestigua el interés de las autoridades británicas de Trinidad para que dispusiese de imprenta la mayor ciudad de la Capitanía General de Venezuela.

Provistos de los necesarios implementos y dispuestos a tratar en Caracas las condiciones de su establecimiento, se embarcan en la fragata Fénix los impresores hacia su destino.

***

El documento extendido por don Manuel Sorzano es del siguiente tenor:

  —100→  

Isla de Trinidad de Barlovento y Septiembre 12 de 1808.

Pasan al Puerto de La Guaira en la fragata americana el Fénix, Capitán don Mateo Fleming, don Mateo Gallagher y don Diego Lamb, impresores de profesión, que van destinados a la ciudad de Caracas con el objeto de establecer en ella la imprenta que me ha sido encargada por don Francisco González de Linares, en virtud de comisión que tuvo para ello de los S.S. Capitán General e Intendente de aquella Capital, cuyos impresores llevan consigo en la fragata la ropa de su uso, con la prensa y demás utensilios necesarios para la imprenta; y para que conste y no sean molestados en su tránsito al referido Puerto de La Guaira, les doy la presente que firmo en Puerto España.

Fecha ut supra.

Manuel Sorzano



El doctor García Chuecos se plantea algunas preguntas acerca de la iniciativa de la instalación de la imprenta sobre si fue empresa oficial del Capitán General o del Intendente, o si fue proyecto del «acaudalado comerciante Francisco González de Linares», o si los impresores vinieron «por su cuenta y riesgo». Con los documentos que ahora se aducen, queda suficientemente aclarado este punto, aunque lamentablemente no se ha localizado el memorial que el 22 de setiembre de 1808 dirigió don Francisco González de Linares al Intendente Arce, cuya existencia deduce García Chuecos de una referencia hecha por Arce al Capitán General don Juan de Casas. Nos hubiera dado más precisiones.

La fragata americana Fénix arribó a La Guaira el 23 del mismo mes de setiembre, según consta en el testimonio suscrito por el Comandante del Puerto, don José Vázquez y Téllez, dirigido al Gobernador y Capitán General, don Juan de Casas, cuyo texto es el siguiente:

Señor Capitán General.

Ha dado fondo en este puerto la fragata americana Fénix procedente de Trinidad con 7 días de navegación y carga de harinas. Su capitán don Mateo Fleming y el sobrecargo, don Guillermo Mathey; expresa se consigna a Don Francisco González de Linares; conduce al mismo tiempo a Don Mateo Gallagher y Don Jaime Lamb (con tres esclavos) impresores, con su imprenta completa, encargada por Don Francisco González de Linares de orden de esa Superioridad, como lo demuestra el papel que me ha presentado, firmado por Don Manuel Sorzano, que dirijo a V. S. He permitido a estos impresores y al sobrecargo de dicho buque, que viene hecho cargo de ellos, suban a ésa para no retardar el uso de la imprenta.

Las noticias últimas que expresa el sobrecargo había en Trinidad son las siguientes: que en España habían concluido ya con todos los franceses; que en el río Bidasoa se había dado una gran batalla donde perecieron todos los franceses que estaban desde Bayona a España de socorro, pues el que escapó del cuchillo había sido ahogado en dicho río; que otra se dio en Aragón donde murieron 189 hombres franceses y otra en Valencia donde perdieron 199. Que se había hecho un a coalición entre varias potencias del Norte, Rusia, Prusia, Alemania, etc., y que se trataba de varios   —101→   puntos siendo el principal que debía colocarse en Francia Rey de la Casa de Borbón y que aunque hay otras no las tiene presentes, pero que éstas son oficiales. Que también se expresa que Murat estaba fortificado en el palacio del Retiro en Madrid; esto es lo único que ha dicho y yo comunico a V.S.

Dios guarde a V. S. muchos años.

La Guaira 23 de septiembre de 1808.

Josef Vázquez y Téllez

Señor Gobernador y Capitán General de estas provincias.



Esta participación fue contestada en la misma fecha, por el Capitán General con el siguiente oficio:

Permita V. S. que desembarquen y suban a esta Capital, franqueándoles los auxilios que necesiten, a Mr. Mateo Gallagher con sus dependientes (Guillermo Mathey) impresores mandados venir por este Gobierno y al Capitán del buque Mr. Mateo Fleming.

Dios guarde a V. S. muchos años.

Caracas, 23 de septiembre de 1808.

Señor Comandante de La Guaira.



La celeridad en la respuesta por parte de las autoridades de la Capital le permite deducir al Dr. Falcón Briceño, y con razón, que había un vivo y positivo interés por parte del Capitán General de que «no se retardase el uso de la imprenta».

Del mismo modo es testimonio elocuente de dicho interés el documento de concesión de un préstamo de la Real Hacienda por la cantidad de dos mil pesos, con garantía de hipoteca sobre el taller y los operarios esclavos. Esta escritura se extendió y formalizó simultáneamente con la aparición del primer número de la Gazeta de Caracas, que ve la luz pública el 24 de octubre, apenas un mes después de la fecha de llegada a La Guaira. Es decir, el traslado, instalación y funcionamiento del taller, así como la formalización de todos los documentos se lleva a cabo en 31 días, lo que significa una extraordinaria agilización en los trámites administrativos, habitualmente lentos y demorados. No habría sucedido así, de no haber existido un propósito oficial muy apasionadamente decidido.

La negociación de las condiciones en que iba a funcionar la imprenta fueron conducidas, según explica García Chuecos, por Francisco González de Linares cerca del Intendente Arce, quien las sometía al Capitán General. Este había pedido el 30 de setiembre: «las noticias convenientes acerca de las medidas y disposiciones en que venía de Trinidad la imprenta encargada por conducto de don Francisco González de Linares». Según parece, hubo una nueva consulta del Intendente el 3 de octubre.

Por lo que nos refiere la carta-informe, ya citada, de González de Linares al Intendente Arce estuvo a punto de zozobrar el proyecto de instalación de la imprenta en Caracas, en 1808.

Véase lo que contesta González de Linares:

  —102→  

Al Sr. Intendente General del Ejército y Real Hacienda.

Caracas, 10 de octubre de 1808.

No había dado contestación antes al Oficio de U. S., de 3 del corriente relativo a exigirme le expusiese el modo y términos en que han venido la Imprenta e Impresores, que a virtud de encargo que U. S., se sirvió hacerme en su otro oficio de 8 de agosto, a consecuencia del que pasó a U. S. el Señor Capitán General, por esperar a que el principal de dichos impresores, Don Mateo Gallagher, tuviese una respuesta a las proposiciones que hizo a la Sociedad de Comerciantes que trató de hacerse cargo de dicha imprenta. Pero no habiendo tenido efecto este ajuste por no convenir a dicha Sociedad las proposiciones del Impresor, trata éste de marcharse y volver a su destino de la Isla de Trinidad. En esta virtud, copio a U. S., lo que con fecha 30 de agosto y 12 de septiembre último me dice don Manuel Sorzano de aquella isla, encargado por mí de enviar dicha imprenta a saber.



A continuación transcribe los dos fragmentos de las cartas de don Manuel Sorzano que hemos dado antes, en las que señala los acuerdos de principio que Sorzano convino con la nueva empresa, con expresa reserva de que si «por algún accidente no se convengan Uds. con las proposiciones que les hagan allá», debería abonárseles «todos los costos que tengan hasta su llegada a esta capital» y «una cantidad determinada (ochocientos pesos) por daños y perjuicios», «en el caso de que tengan que volverse». En vista del fracaso de las gestiones con la «Sociedad de Comerciantes», solicita González de Linares en la misma carta-informe que se les abonen a los impresores los gastos hechos y la indemnización convenida por daños y perjuicios:

En consecuencia espero que Ud. se sirva librar la orden correspondiente de la indicada suma y la de los gastos hasta ésta, cuya cuenta producirá el principal Mr. M. Gallagher con la orden de U. S. Asimismo habiéndoseme prevenido por los Sres. Ministros de Real Hacienda del Puerto de La Guaira que no se reembarcara la Imprenta sin orden de Ud., espero tenga también la bondad de librar la correspondiente al intento.

Dios guarde a Ud. muchos años. Caracas, 10 de octubre de 1808.

Francisco González de Linares



Con la misma fecha de 10 de octubre, eleva el Intendente Arce una consulta al Capitán General, probablemente con las condiciones presentadas por Gallagher, que consistían en la solicitud de un importante préstamo con la garantía hipotecaria de la imprenta y los esclavos que le servían de operarios. Tales fueron las condiciones, con arreglo a las cuales convenía el impresor en establecer su taller y a iniciar su trabajo. El Capitán General contestó el 15 de octubre, en documento que no conocemos, pero a un oficio de tal fecha se refiere la respuesta del Intendente Arce, datada el 19 de octubre de 1808:

Con el testimonio que me acompaña V. S. en oficio de 15 del corriente relativo a la instancia hecha por don Mateo Gallagher proponiendo las   —103→   condiciones a que puede reducir el establecimiento de la imprenta en esta capital, y decretado en consecuencia, consulté con el Asesor de esta Intendencia la providencia que en justicia correspondiese: y el respecto a lo que para semejantes gastos extraordinarios dispone la Real Ordenanza de Intendentes, he pasado el expediente, conformándome con el dictamen de dicho Asesor, a la junta Superior de Real Hacienda para la conveniente aprobación. Lo que aviso a V. S. para su inteligencia.



Cinco días después, el 24 de octubre de 1808, se iniciaba en Venezuela el arte de imprimir con el primer número de la Gazeta de Caracas, acontecimiento que «no podrá menos que merecer el grato recuerdo de la posteridad», según reza el primer saludo a la primera obra de imprenta venezolana, escrito por la pluma de Andrés Bello, joven que iba a cumplir veintisiete años, cinco semanas después. Así iniciaba, con la prensa nacional, la publicación de su obra el mayor polígrafo que ha dado el continente.

***

El testimonio de concesión del préstamo y formalización de la hipoteca es el siguiente:

Caracas veinte y cinco de octubre de mil ochocientos ocho.

En atención a manifestar el Señor Presidente Gobernador y Capitán General que del establecimiento de la prensa en esta capital resultan saludables efectos a la ilustración de las Provincias, bien de la Religión y del Estado, con lo demás que expresa su oficio de seis de agosto último: suminístrense de las Reales Cajas al Impresor Don Mateo Gallagher los dos mil pesos que pide, no en calidad de adelanto a cuenta de los impresos que se le manden a hacer por la Real Hacienda o el Gobierno, pues deberá oportunamente exigir su importe, sino con la de reintegrar en las mismas Reales Cajas quinientos pesos dentro del término de un año contado desde esta fecha y después igual cantidad cada seis meses, hasta la extinción del empréstito de los dos mil pesos; y de otorgar antes la correspondiente Escritura hipotecando la propia Imprenta y esclavos que mantiene como operarios de ella. Y devuélvase el expediente a la Intendencia con testimonio de este auto.

Así lo mandaron los señores de la Junta Superior de Real Hacienda y rubricaron. (Hay cinco rúbricas), José Ravelo, Señores Presidente Arce. Regente Mosquera y Figueroa. Fiscal Berrío. Contador Mayor Decano Canibell. Contador General Sata. (Rubricado).

Corresponde con su original a que me remito.

Caracas veinte y seis de octubre de mil ochocientos ocho.

José Ravelo.

En el mismo día pasé el expediente original al Señor Superintendente General por medio de la Secretaría: Ravelo.

Caracas, 27 de octubre de 1808.

Cúmplase lo resuelto por la junta Superior de Real Hacienda: tomándose al efecto la correspondiente razón en el Tribunal de Cuentas y Oficinas   —104→   Generales de esta capital, y avísese esta determinación al señor Capitán General. Arce.

Tómese razón en el Tribunal de Cuentas.

Caracas, 31 de octubre de 1808. José de Limonta.

Es copia de su original. Caracas, 3 de noviembre de 1808.

Sata. Durán.



A continuación transcribo la Escritura de hipoteca, prevista en el anterior documento:

En la ciudad de Caracas, a ocho de noviembre de mil ochocientos ocho.

Ante mí el escribano de Real Hacienda y testigos infraescritos pareció presente en las casas de su morada Don Mateo Gallagher, impresor de esta capital y dijo: Que por cuanto pidió la cantidad de dos mil pesos con calidad de reintegrarlos a la misma Real Hacienda (de donde se le deben entregar) en estos términos: quinientos pesos dentro del término de un año y después igual cantidad cada seis meses hasta la extinción del empréstito: y se le ha mandado dar por providencias de la Junta Superior de Real Hacienda y Superintendencia General, sus fechas veinte y cinco y veinte y siete de octubre último con calidad de otorgar antes escritura de obligación con hipoteca de la propia imprenta de su cargo y esclavos que mantiene para operarios de ella en que está conforme; por tanto, siendo cierto y sabedor de su derecho y de lo que en el presente caso arriesga, otorga y conoce que se obliga a satisfacer en estas Reales Cajas Generales los dos mil pesos que recibe de ellas en este acto en dinero efectivo, plata acuñada y corriente, entregando quinientos pesos en el término de un año contado desde el citado día veinte y cinco de octubre último y después igual cantidad cada seis meses hasta el saldo de los dos mil pesos según se expresa en los referidos decretos por los cuales también se le manda exija importe de los impresos que se le manden hacer por la Real Hacienda o el Gobierno; hipotecando como hipoteca para la seguridad de este préstamo su imprenta y esclavos operarios y sometiéndose al Señor Superintendente y cualesquiera otro juez Competente para que a su cumplimiento lo compelan y apremien por todo rigor de derecho y vía ejecutiva como por sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada, sobre que renuncia a todas las leyes, fueros y derechos a su favor y la general en forma. Y los SS. MM. Generales impuestos del contenido de este instrumento lo aceptaron y firmaron con el otorgante siendo testigos Don José Rendón Sarmiento, Don Narciso Ochoa y Don Josef Miguel Castro, vecinos, de que doy fe. Francisco Durán de Velazco. Lorenzo de Sata y Zubiria. M. Gallagher. Ante mí, Manuel Quintero, Escribano de Real Hacienda.



Dos días después de la data de este convenio, se le entregaron en efectivo por la Tesorería de la Capitanía General los dos mil pesos convenidos en el préstamo.

Deduce el Dr. Falcón Briceño, por el texto de estos documentos que Mateo Gallagher «era el único dueño del taller y de los esclavos, y en consecuencia Jaime Lamb, el compañero impresor, el socio industrial». Comparto el parecer del Dr. Falcón Briceño, y supongo que por   —105→   el hecho de continuar el taller de Mateo Gallagher en Trinidad, como ya he mencionado antes, se habrá visto obligado a buscar un socio que se encargase del de Caracas, como así sucedió efectivamente, pues va a ser Jaime Lamb el que quede al frente del establecimiento en Venezuela. Jaime Lamb era escocés, natural de Edimburgo.

Otra decisión del Gobierno de la Capitanía General nos confirma el carácter de propietario principal en Mateo Gallagher, así como la decidida protección de las autoridades coloniales al establecimiento de la imprenta. Se trata de la exoneración de los derechos de aduanas, como consta en el siguiente documento:

Conformándose con lo expuesto por el Señor Fiscal de S. M. y dictado por el Señor Asesor de la Superintendencia acerca de la solicitud de don Mateo Gallagher que se sirvió V. S. acompañarme en oficio de 14 de noviembre último sobre que se eximiese de contribución de derechos la introducción de su imprenta, he resuelto en esta fecha no se le exijan algunos por razón de dicha imprenta, ni de los útiles de su servicio, avisándolo a V. S. en contestación.

Dios guarde a V. S. muchos años. Caracas, 14 de diciembre de 1808.



***

Sin embargo, el convenio de préstamo de los dos mil pesos a favor de Gallagher trajo un sonado pleito, con el consiguiente expediente ejecutivo contra el impresor por no haber cumplido con la cancelación de las cantidades a que se obligó en determinados plazos. El expediente iniciado el 16 de mayo de 1811 no llega a ejecutarse muy probablemente por la decisión del Congreso al proclamar la Independencia el 5 de julio de 1811.

No reproduzco ahora los textos de la reclamación de la Tesorería, representa por Lorenzo de Sata y Zubiria y todas las diligencias practicadas en relación con ella. Los imprimí en el Vol. 8 de mis Obras, Ed. Seix-Barral, 1981, páginas 156 a 162. El original de este expediente se conserva en el archivo de la Academia Nacional de la Historia, Caracas, «Donación Villanueva», Documento n.º 845.

***

El hecho realmente trascendental es el siguiente: en octubre de 1808 quedó ya instalada y en producción la Imprenta de Gallagher y Lamb, que tal va a ser su denominación histórica. A partir del 24 de octubre de 1808, Caracas tendrá su propio taller. Su obra de artesanía será de gran repercusión histórica.

Poco podían sospechar nuestros impresores que iban a ser testigos de una de las más hondas transformaciones políticas que ha vivido la humanidad: el nacimiento de la independencia de un continente. Seguramente, de haber previsto los acontecimientos que iban a sobrevenir,   —106→   estos pacíficos ciudadanos británicos no se habrían aventurado a establecerse en una ciudad que iba a ser el centro y foco de una profunda revolución de ideas, con las que se iba a transformar el régimen del imperio colonial hispánico. De estas modestas prensas que se iniciaban con unos fines informativos periodísticos, bajo las órdenes de un Gobierno dependiente de la metrópoli, que a lo sumo aspiraba a la utilidad de informar a sus ilustrados habitantes en Agricultura, Comercio, Política y Letras, Ciencias y Artes, habrá de salir en letras de molde el grito de las proclamas en pro del triunfo de unas ideas renovadoras, que habrán dejado estupefactos a sus propietarios. Léanse estas palabras del primer editorial de la Gazeta de Caracas, el impreso inicial del taller de Gallagher y Lamb, para comprender lo que quiero decir:

Se da al Público la seguridad de que nada saldrá de la Prensa sin la previa inspección de las personas que al intento comisione el Gobierno, y que, de consiguiente, en nada de cuanto se publique se hallará la menor cosa ofensiva a la Santa Religión Católica, a las Leyes que gobiernen el país, a las buenas costumbres, ni que pueda turbar el reposo o dañar la reputación de ningún individuo de la sociedad, a quien los propietarios de la Prensa tienen en el día el honor de pertenecer.



La lucha por la Emancipación llevará esta imprenta a la publicación de los primeros textos de la nueva palabra que jamás se había impreso en el Continente hispanohablante, salvo lo que imprimió Miranda a bordo del Leander, a orillas del suelo americano.

Naturalmente, la Revolución arrollará a nuestros impresores. Nuevos talleres se instalarán para ponerse al servicio del nuevo ideario, y aun las mismas prensas de Gallagher y Lamb van a ser manejadas por otras manos. La impetuosidad de los acontecimientos será mucho más fuerte que la capacidad de adaptación en los impresores de los últimos años de la Colonia. Aunque soliciten y logren ser los impresores del nuevo Gobierno, en 1811, pronto van a dejar de serlo, para tomar dicho título el verdadero impresor de la Independencia, Juan Baillio.

Gallagher y Lamb serán llevados por el vaivén tremendo de los sucesos, y así alcanzarán a sobrevivir a los años de la Primera República, hasta 1812, aunque reemplazados en la función política mayor por Juan Baillio. Luego serán sustituidos por el impresor más notorio de la época realista, Juan Gutiérrez Díaz. Y con el triunfo de las armas patrióticas de Bolívar, en 1813-1814, vuelven a aparecer aunque oscuramente. Vemos que en el mes de enero de 1814, la Dirección General de Rentas, en Caracas, comisionaba a Gallagher y Lamb para que reconociesen en La Guaira una imprenta que formaba parte del cargamento de la goleta Angélica, que había sido apresada por la escuadra patriota.

En 1815, don Pablo Morillo, intitulado el «Pacificador» por hallarse a la cabeza de la Expedición Pacificadora, adquiere el taller de imprenta de «Gallagher y Lamb», para utilizarlo en su campaña militar. La primera noticia del referido traspaso o venta, figura en el siguiente documento, en el que aparece Jaime Lamb como regente o titular de la imprenta a cuyo frente estaba desde 1808, como hemos dicho:

  —107→  

El impresor don Jaime Lamb se ha presentado con el adjunto papel cobrando la cantidad de 500 pesos, importe de una imprenta que vendió para el real servicio. Y no teniendo conocimiento de este asunto, ni cómo debe hacerse el pago, espero que V. S. se sirva resolver y comunicarme su determinación para transmitirla al interesado.

Caracas, 3 de junio de 1815. Señor

Capitán General don Pablo Morillo.

(Nota al pie)

Resuelva V. S. con el informe de Don Juan Nepomuceno Quero la instancia que le hizo el impresor Juan (sic) Gallagher sobre el cobro de 500 pesos en que vendió una imprenta para el servicio del rey, a fin de que V. S. se sirva determinar lo que corresponda.

Caracas, 12 de junio de 1815.



***

El 19 de enero de 1816 se dispuso por Decreto del Gobernador y Capitán General la adquisición de la totalidad de la imprenta, por 2.220 pesos y 2 reales, que fueron acreditados a favor de don Jaime Lamb, pero el incumplimiento del pago de su importe obligó a nuestro impresor a vivir un prolongado calvario, pues privado de sus medios de vida quedaba reducido a la indigencia. Inició, entonces, una reclamación, de la que es fiel reflejo el expediente, conservado en la «Donación Villanueva (Documento n.º 849)», en la Academia Nacional de la Historia de Caracas. A partir de ahí, vivió el antiguo taller de Gallagher y Lamb una serie de desventuras, entre las cuales no fue la menor la orden de expulsión del país, en 1818, por propagar doctrinas «libertinas y ponzoñosas». Hasta principios de 1819 constan documentalmente noticias de los introductores de la imprenta en Venezuela.

1967.





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ArribaAbajoTraducciones de interés político-cultural en la época de la independencia de Venezuela


Consideraciones preliminares

Por la privilegiada situación geográfica de Venezuela, colocada a la cabeza del continente meridional, en el cruce de los grandes caminos de comunicación entre Europa y América, y entre la parte septentrional americana y el Sur del continente, fue la vía de penetración de las nuevas ideas renovadoras que a fines del siglo XVIII iban a cuajar en el pensamiento que condujo a la Independencia. No fue factor extraño a este comercio intelectual la escasa distancia frente a sus costas de las posesiones inglesas y holandesas de las Antillas con las cuales mantenía activo contrabando.

Por otra parte, la sensibilidad política y cultural, observada entre otros por Humboldt con que la minoría dirigente de esta porción de Tierra Firme había recibido el impacto del ideario de la ilustración, indica que los ciudadanos de Venezuela estaban particularmente preparados por la obra educativa recibida de los centros de enseñanza, en particular de su Universidad.

Las últimas décadas del siglo XVIII en Venezuela son expresión de una evolución colectiva de gran interés. Si se compara el carácter general de los siglos XVI y XVII con la última centuria de dominio español, aparece evidente que se ha producido en el país un cambio profundo. Los dos primeros siglos coloniales son índice de una de las situaciones más pobres en el panorama general del imperio hispánico en América. Pero los lustros finales del siglo XVIII anuncian con notoria claridad la evolución ideológica radical que habrá de caracterizar el período emancipador en el primer tercio del siglo XIX.

Constituye un exponente revelador de esta transformación el grupo de obras traducidas de otros idiomas, en las cuales puede verse no tan sólo una notable capacidad para verterlas al castellano, sino la existencia de un juicio estimativo y una amplia preocupación por los principios filosóficos, políticos y culturales que sacudían al mundo en esa época. Presento un esquema abreviado de las traducciones realizadas en Venezuela durante un período de treinta años, a partir de 1777.

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1. Las proclamas de Filadelfia de 1774 y 1775 (1777)

En un cuaderno manuscrito, fechado en 1777, localizó el doctor Mauro Páez Pumar, el texto de las traducciones de las Proclamas emanadas del Congreso General de Filadelfia, de 5 de setiembre de 1774 y 8 de julio de 1775, textos básicos de los alegatos y fundamentos para el razonamiento de la emancipación de Estados Unidos. El probable traductor, Dr. José Ignacio Moreno (1747-1806), fue en 1787-1789 Rector de la Universidad Central de Venezuela, personalidad que había sido estudiada por el Dr. Marcos Falcón Briceño. La data del manuscrito retrotrae a casi tres décadas las más antiguas referencias conocidas hasta hace poco, respecto a los contactos político-filosóficos entre los protagonistas de la revolución emancipadora del Norte y del Sur del hemisferio. El lenguaje de dichas Proclamas contiene sustancialmente la argumentación que será invocada en 1810-1811 por el procerato de la Primera República en Venezuela para sostener el derecho a la libertad. La versión fue editada en Caracas, 1973, por el Centro Venezolano-Americano, con el título Las proclamas de Filadelfia de 1774 y 1775 en la Caracas de 1777, preparada, con estudio preliminar, por el Dr. Mauro Páez Pumar.

2. Derechos del hombre y del ciudadano (La Guaira, 1797)

Íntimamente relacionada con la Conspiración de Gual y España (La Guaira, 1797) existe una importante publicación que ha ejercido viva influencia en la conciencia pública y en los primeros textos legales redactados para las nuevas Repúblicas hispanoamericanas. Su historia abreviada la incluyo en el presente volumen.

3. Carta dirigida a los españoles americanos, del ABATE VISCARDO (Londres, 1801)

El Precursor Francisco de Miranda, en su apostolado por el viejo mundo en pos de la divulgación de su pensamiento liberador de Hispanoamérica, tuvo que traducir en repetidísimas oportunidades los más variados textos para servir de información a los gobernantes, políticos e intelectuales con quienes trató del tema de su quimera. En los tomos de su riquísimo Archivo aparecen numerosos documentos que del castellano fueron vertidos a otros idiomas, o que recorrieron el camino inverso para aparecer en castellano.

En esta ocasión quiero referirme a la singular historia de un texto importante en la historia y la vida de las ideas, que influyeron en la Independencia: la famosa Carta del P. Viscardo, que ha sido estudiada tan cumplidamente en 1973 por el P. Miguel Batllori entrañable amigo y erudito de relevante personalidad. Más recientemente el profesor Merle E. Simmons ha ultimado un profundo estudio sobre el tema en su obra, Los estudios de Juan Pablo Viscardo y Guzmán, precursor de la independencia hispanoamericana, Caracas, 1983. Analiza el punto de la fecha de elaboración de la Carta de Viscardo (págs. 79 y ss.).

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Traza el P. Batllori la gestación del escrito del Abate Viscardo, «en Florencia, de 1787 a 1791; su lugar y fecha de redacción, Londres (?), poco antes del 12 de octubre de 1792; y la causa de que no se publicase inmediatamente, ni antes de 1796, cuando Inglaterra estaba en paz -relativa- con España, ni al estallar la guerra de la Gran Bretaña contra España y Francia conjuntamente».

Explica luego el P. Batllori que «la primera redacción de la Carta fue la francesa, sin duda con la intención de interesar a toda Europa en la causa de la Independencia hispanoamericana».

En efecto, la primera edición fue hecha en francés, con el título de Lettre aux espagnols américains, con pie de Filadelfia, 1799. En realidad: Londres, imprenta de P. Boyle, año de 1799.

Por testimonio de Pedro José Caro sabemos que Miranda estaba ocupado en 1800 a verter el texto francés al castellano.

Caro dice al Ministro de Estado, Mariano de Urquijo, en carta fechada en Hamburgo a 31 de mayo de 1800, refiriéndose a la carta de Viscardo: «Uno de los manuscritos es éste que Miranda hizo imprimir (no hay tal que fuese en Philadelphia), para hacerlo circular en Europa, a fin de preparar la opinión pública, y lo está traduciendo en español para una segunda edición...».

En 1801 aparecía la edición en castellano Carta dirigida a los españoles americanos, en Londres, en la imprenta de P. Boyle, publicación que se debe, sin duda a iniciativa de Miranda, quien le puso incluso notas de su propia redacción personal y una introducción como «editor». Es de creer que concluyese él mismo la versión al castellano.

Procuró Miranda difundir en América el escrito del Abate Viscardo, hasta el punto de que en su expedición a Venezuela, en 1806, el Precursor acompaña su Proclama mayor, de 2 de agosto, con ejemplares de la edición castellana de la Carta del Abate Viscardo, con la siguiente advertencia:

Las personas, timoratas, o menos instruidas que quieran imponerse a fondo de las razones de justicia, y de equidad, necesitan estos procedimientos, junto con los hechos históricos que comprueban la inconcebible ingratitud, inauditas crueldades y persecuciones atroces del gobierno español, hacia los inocentes e infelices habitantes del Nuevo Mundo, desde el momento casi de su descubrimiento, lean la epístola adjunta de don Juan Viscardo de la Compañía de Jesús, dirigida a sus compatriotas; y hallarán en ella irrefragables pruebas, y sólidos argumentos en favor de nuestra causa, dictados por un varón santo, y a tiempo de dejar el mundo, para aparecer ante el Creador del Universo.



Y aun en la disposición del artículo IX de la misma Proclama prescribía Miranda que los párrocos y magistrados harán leer en las Parroquias y Casas de Ayuntamiento respectivos, una vez al día por lo menos, la carta anteriormente mencionada del P. Viscardo, que acompaña este edicto.

En el citado estudio del P. Batllori, se establece el eco y la influencia de la Carta del Abate Viscardo en los días de la Independencia y en la literatura histórica hispanoamericana.

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4. La Constitución de Estados Unidos, de 1787 (Filadelfia, 1810)

La primera traducción al castellano de la Constitución de los Estados Unidos de América, sancionada el 17 de setiembre de 1787, fue realizada y publicada en Filadelfia en 1810, por el Dr. José Manuel Villavicencio, en un folleto de 28 páginas, impreso en el taller de Smith & M’Kenzie, en los primeros días de abril de dicho año. El Dr. Villavicencio, nacido en 1778, en San Luis de Canoabo, en la jurisdicción de la ciudad de Coro, se había graduado en Cánones en la Universidad Central de Venezuela y ejerció de Abogado en la Real Audiencia de Caracas. Por motivos de salud se trasladó a Filadelfia, donde tradujo la Constitución norteamericana, obra que dedica con fecha 1.º de abril de 1810, al Colegio de Abogados de Caracas. Fue reimpresa en Caracas, 1987, por el Ministerio de Relaciones Exteriores, como adhesión al Bicentenario de la Constitución de Estados Unidos.

Hay otras versiones posteriores como la de Miguel Pombo (Bogotá, 1811) y la de García de Sena con los textos de Thomas Paine (Vid. el n.º 5 de la presente relación).

5. La Independencia de la Costa Firme justificada por Thomas Paine treinta años ha (Filadelfia, 1811)

Durante su permanencia en Filadelfia, el venezolano Manuel García de Sena tradujo y publicó dos importantes obras: una, de escritos de Thomas Paine, con la adición de textos constitucionales norteamericanos con el título de La independencia de la Costa Firme justificada por Thomas Paine treinta años ha; y otra, la Historia concisa de los Estados Unidos, de John M’Culloch. Ambas publicaciones tuvieron amplia difusión e influencia en Hispanoamérica.

6. Historia concisa de los Estados Unidos (Filadelfia, 1812)

En 1812, Manuel García de Sena publicó la siguiente obra: Historia concisa de los Estados Unidos desde el descubrimiento de la América hasta el año de 1807. Filadelfia, en la imprenta de T. y J. Palmer. Es traducción del libro del mismo título, escrito por John M’Culloch, autor e impresor de sus propios escritos. La tercera edición en inglés había sido publicada en 1807, en Filadelfia.

7. El Contrato Social, de ROUSSEAU (Caracas, 1811)

Es tradición que se viene afirmando en la biografía del ilustre primer Rector y reformador de la Universidad Central de Venezuela, doctor José Vargas, que tradujo del francés el Contrato Social, de Juan Jacobo Rousseau. El autor de la Biografía del doctor José Vargas, Laureano Villanueva (Caracas, 1883), dice:

«En las altas horas de la noche se ocupaba en traducir el Contrato Social, para leerlo después a sus amigos en conferencias secretas. Con este género de ensayos se adiestraban previsivamente muchos jóvenes de la provincia,   —112→   para servir de conductores concienzudos a sus paisanos, tan pronto como sonara la hora de la gran revolución».



Refiere esta tarea a los años de permanencia del Dr. Vargas en Cumaná, entre 1806 y 1812.

Nada sabemos de la suerte cabida a esta versión del Contrato Social. Ignoramos si llegó a publicarse.

En la Gazeta de Caracas, número 140, de 1.º de febrero de 1811, aparece una noticia de interés para estudiar la presencia de la obra de Rousseau en los albores de la Independencia de Venezuela. No puede afirmarse que tenga relación con la traducción del Dr. Vargas ni siquiera que sea la versión venezolana el impreso que se anuncia. Transcribo de la Gazeta:

Aviso Se abre suscripción a la reimpresión de la traducción castellana del Contrato Social, o principios de derecho político. Se recibirá en la tienda de don Francisco Martínez Pérez, frente a las puertas traviesas de la Catedral, al precio de 20 reales cada ejemplar a la rústica y 30 para los no suscritos. El mérito de esta obra, de cuya utilidad nos privaba la opresión que hemos sacudido, es bien conocido de todos los que han podido leerla en su original; en este concepto esperan los Editores que sus conciudadanos no mirarán con indiferencia este proyecto de pública utilidad, en inteligencia de que de la prontitud de la suscripción depende la publicación de la obra.



Ignoramos si la edición llegó a efectuarse.

8. Ensayo sobre el entendimiento humano, de JOHN LOCKE (Caracas, antes de 1810)

En la Biografía de don Andrés Bello, de Miguel Luis Amunátegui, publicada en Santiago de Chile en 1882, consta lo siguiente referido a la juventud de Bello antes de 1810:

La afición que, desde muy joven, tuvo al estudio de la filosofía, le hizo escoger por primer texto de traducción inglesa el Ensayo sobre el entendimiento humano, escrito por Locke; y esta misma afición, estimulando en él la curiosidad de conocer hasta el fin la serie de raciocinios del célebre pensador, le sostuvo para ir superando las dificultades de la versión.



Andrés Bello, en carta particular, atribuye la traducción a su hermano Carlos. No conocemos nada más acerca del caso, ni se sabe que se hubiese conservado el manuscrito, ni que se haya editado, pero está fuera de duda de que la traducción existió, por lo que no vacilo en consignarla en esta relación.

9. Arte de escribir, del ABATE CONDILLAC (Caracas, 1809-1810)

En la bibliografía venezolana aparece el siguiente impreso:

Arte de escribir, con propiedad, compuesto por el Abate Condillac, traducido del francés y arreglado a la Lengua Castellana. Caracas, impreso   —113→   por Tomás Antero, 1824, 114 páginas, 14 cm. Pude examinar un ejemplar de este libro en 1942, en la biblioteca particular de Luis Correa. No sospeché que fuera versión de Andrés Bello. Jamás he podido examinarlo, después, pero no hay duda de que la traducción y el arreglo fue obra del humanista, antes de 1810.

10. Cartas americanas, de GIANRINALDO CARLI (San Thomas, ca. 1817)

José Agustín de Loynaz Hernández, caraqueño nacido en 1775, cuyos datos biográficos nos da su descendiente don Enrique Planchart, fue patriota eminente que por servicios de campaña llegó a Coronel de Ingenieros. Tuvo que emigrar a la isla de San Thomas, en 1814, y en el exilio, dedicado al oficio de peinetero, daba asimismo clases de idiomas, pues dominaba el latín, el francés y el inglés.

Para ocupar sus ocios y dar satisfacción a sus ansias de libertad, se dedicó a la traducción de obras de interés para la causa americana, tal como lo explica en carta al Libertador, hasta ahora inédita, que debo a la cortesía de la Fundación John Boulton de Caracas.

La carta está fechada en San Thomas, a 13 de agosto de 1821, y de ella transcribo los correspondientes párrafos relativos a las versiones de obras extranjeras, realizadas por Loynaz:

Desde que me fue imposible continuar la carrera de las armas, puse mi conato en tributar a la Patria todo otro servicio compatible con mis cortos alcances. Los libros extranjeros que yo había leído en los años de mi adolescencia, no tan sólo aclararon mis ideas sobre la dignidad del hombre libre haciéndose sentir al mismo tiempo la degradación de los americanos españoles en su abyecta envilecida condición política, mas también infundieron en mí el más vehemente deseo de grabar en mis paisanos los mismos sentimientos que yo abrigaba en mi pecho, aquellos que sublimados en el corazón de V. E. le han hecho llenar con su nombre todo el orbe. En vano quise desde entonces vulgarizarlos con la versión de alguna obra adecuada al intento, pues jamás se me proporcionó la oportunidad de hacerlo mientras estuve ahí. Emigrado después en esta colonia, se avivaron mis deseos, y robando el tiempo a los azares de una vida menesterosa y desvalida, he traducido de los originales, guardando estricta fidelidad en el sentido y escrupulosa pureza de lenguaje, la Historia de América por Robertson, edición 13.º, año 1817; las Cartas americanas del Conde J. R. Carli, y el Ensayo sobre la Historia de la Sociedad Civil, por Ferguson; obras todas tan importantes a la ilustración general como preciosas para el americano. Mas concluida esta larga tarea y ya para dar a la prensa una de las traducciones, tropecé con obstáculos insuperables para mí por falta de los fondos necesarios al pago de la impresión.

No desanimado, sin embargo, he apurado los mezquinos arbitrios de mi triste fortuna para imprimirlas en Francia, y hasta ahora sólo he alcanzado demoras y nuevas dificultades que me harían ver como perdidas mis fatigas y malogrados mis deseos si dudara hallar en V. E. la protección que parece no desmerecen los desvelos de un caraqueño siendo en favor de la ilustración de sus compatriotas y de esos pueblos que con ella no hubieran dificultado   —114→   su emancipación conseguida al fin con los heroicos triunfos de V. E.

Alentado de tan lisonjera esperanza y librando en la munificencia del Libertador de mi Patria la recomendación del humilde trabajo que yo le dedico, debo prometerme, si V. E. lo halla digno de su aprecio, el término feliz de mis deseos reducido a que se anticipen por el Gobierno de Caracas los fondos necesarios para imprimir inmediatamente en París cuatro o seis mil ejemplares de cada una de las tres obras traducidas, en cargándose a una persona de integridad, así la percepción y envío oportuno de aquéllos para el pago de los impresores, como su reintegro con el despacho de las mismas obras. Por este medio podré hallar en la adaptación de mis tareas, si ellas pueden difundir la luz entre esos pueblos, la recompensa del amor patriótico que me las ha hecho emprender; y mis esfuerzos tendrán en lo sucesivo un estímulo mayor para cooperar al bien y prosperidad del país en que nací.



Hasta aquí la carta de Loynaz.

De la suerte de la obra de impresión que tan ansiosamente perseguía el traductor he reunido algunos datos.

Las referencias adicionales a la traducción de las Cartas Americanas de Carli constan en alguna correspondencia dirigida a Loynaz desde Europa por Martín de Tovar y por persona que firma Cortés, que supongo sea Manuel Cortés Campomanes, quien de todos los partícipes en la conspiración de Gual y España mantuvo mayor y más constante adhesión a la causa de la Independencia.

He aquí las citas relativas a las Cartas de Carli, de la correspondencia de Martín de Tovar.

Sr. Dn. José A. Loynaz, Saint Thomas. - París, 13 de junio de 1821.

Mi estimado compatriota:

He tenido la satisfacción de haber recibido su muy apreciada del 4 de mayo, en que Vd. me ha tenido presente para recomendarme la obra que. V. acaba de poner en castellano hasta ponerla en manos del señor Cortés, a quien Vd. encarga el negocio de la impresión. Me alegro mucho que se haya ofrecido esta ocasión de ocuparme en su servicio y en qué podré manifestar a Vd. el deseo de que continúe, si Vd. cree que puedo valer de algo en esta vieja Europa. El manuscrito todavía no lo he recibido. Mr. Daguzan me dice que siendo muy costoso enviarme por la posta un paquete como el que venía dirigido, había resuelto esperar mi contestación y que entre tanto él se proporcionaría un medio económico de remitirlo. He llevado a bien la determinación de Mr. Daguzan, pues su envío por la posta habría ocasionado a Vd. gastos muy crecidos. He retardado de intento esta contestación (pues la de mi tío está ya en camino) para hacerlo después de haber quedado de acuerdo con el Sr. Cortés, con quien me vi anoche, y al mismo tiempo dar lugar a que llegare su encomienda. Si dicho señor escribe a Vd., como me dijo, en esta ocasión que es pronta y segura, tendré el cuidado en incluirle su carta en ésta. Aunque como ve Vd. ve todavía no he tenido el gusto de leer su traducción, conociendo lo interesante que son   —115→   las Cartas Americanas del Conde Carli y la inmensa literatura que encierra, el mérito literario y los vastos conocimientos en el castellano del traductor, me adelanto el placer que me ha de producir su lectura y considero de antemano la utilidad de que será a nuestros paisanos el poseer las Cartas Americanas vertidas en nuestra lengua por un compatriota.



Cortés le da cuenta a Loynaz de que sus gestiones no han logrado el éxito apetecido. Véase su carta:

París, 10 de octubre de 1821. Sr. don Agustín Loynaz. - El hombre propone y Dios dispone, decían nuestros abuelos, y yo, sin privar a Dios de su poder de disponer, digo que unos proponen y otros disponen, y por eso no estoy yo en camino para Colombia, encaparazonado en un círculo repetidor, apoyado en un barómetro y midiendo el tiempo con mi cronómetro (albarda sobre albarda) en castellano y en griego. También unos proponen y otros disponen, está en mi baúl bien encerrada la traducción de Carli, que tendré el placer de entregar a Vd. virgen y pura, sin que la haya manoseado ni aún echado una guiñada. ¿Cómo ha de ser, amigo?; paciencia y perseverancia, que si no es hoy es mañana.



Todavía hay otra carta de Tovar en la que dice:

Habiendo salido de casa después de la interrupción de esta carta, me he encontrado en el Puente Nuevo con el Sr. Cortés, a quien detuve para que me impusiese del estado en que se hallaba la impresión del manuscrito, manifestándole que iba a escribir a Vd. El Sr. Cortés no ha creído conveniente publicarla por cuenta de Vd.; no hay librero que la compre, según me ha dicho, porque para esto necesitaría tener correspondencia en todas aquellas partes donde pudiera tener efecto su venta. En suma, él me ha dicho que estaba pronto a marcharse, él mismo se la llevará a Vd.



Por lo visto, no llegaron al fin apetecido estas negociaciones de Cortés en busca de editor, de lo cual tenemos todavía una constancia más tardía, en la carta que el mismo Cortés escribe a Bello, a la sazón en Londres, fechada a 20 de abril de 1826:

A fuerza de diligencia he conseguido, en fin, componerme con un librero para que emprenda la edición de las Cartas de Carli, traducidas por nuestro amigo Loynaz. Todo lo que yo he podido obtener, es que me den cien ejemplares en papel que yo haré cartonar para enviarlos a Loynaz. También he estipulado que el librero no podrá enviar ningún ejemplar de esta obra a La Guaira para que de este modo pueda nuestro amigo vender los suyos más fácilmente.



Ignoramos si llegó a publicarse, pues los esfuerzos hechos en pro de la localización de un ejemplar han sido inútiles. No obstante, en los papeles de familia de los Loynaz se ha encontrado una nota referente a un catálogo de librero en la que dice se anunciaba: «Cartas Americanas de Carli, traducidas por el Coronel de Ingenieros José Agustín Loynaz. 2 vols., 12.º 10 francos».

  —116→  

11. Historia de América, de WILLIAM ROBERTSON (San Thomas, ca. 1817)

La referencia a esta traducción consta en el número anterior. Puede afirmarse que fue llevada a término por Loynaz en su exilio de San Thomas, entre los años de 1817 y 1821, pues señala la edición, la 13.ª de 1817, utilizada para la versión al castellano. No sabemos si llegó a imprimirse, pues ha sido imposible localizar ejemplar alguno.

12. Ensayo sobre la Historia de la sociedad civil, de ADÁN FERGUSON (San Thomas, ca. 1817)

También las referencias a esta versión constan en el núm. 10 de este trabajo. Se trata de la obra en inglés de Ferguson (1724-1816), Essay on the history of Civil Society, cuya primera edición fue de 1767. En 1814 se publicaba su 7.ª edición.

Ignoramos qué suerte cupo a la traducción de Loynaz, que sin duda dejó terminada.

13. Homilía del Cardenal Chiaramonti, Obispo de Imola, actualmente Sumo Pontífice Pío VII (Filadelfia, 1817)

Entre la magnífica colección de obras venezolanas que posee la Widener Library de la Universidad de Harvard, existe el siguiente folleto:

Homilía del Cardenal Chiaramonti, Obispo de Imola, actualmente Sumo Pontífice Pío VII, dirigida al pueblo de su Diócesis en la República Cisalpina, el día del nacimiento de J. C. Año de 1797. Traducida del italiano al francés por el Sr. Henrique Gregoire, Obispo de Blois, y del francés al español por un ciudadano de Venezuela en la América del Sur, que la publica rebatiendo con ella un papel del mismo Papa, en favor de Fernando VII contra los insurgentes de las llamadas colonias españolas. Philadelphia. De la imprenta de J. F. Hurtel, n.º 124, Calle 2, 1817.

2 p. 1., [iii] xxvi, [28]-73 p. 18 cms.

Portadilla: Pío VII auxilia la causa de la libertad en 1797... Pío VII auxilia a Fernando VII contra los patriotas de la América del Sur y México, en 1816... (también en inglés).

Doble portada en castellano e inglés; textos en castellano e inglés.

Las veintisiete primeras páginas, de numeración romana, corresponden a la introducción del traductor quien expone los puntos de vista doctrinales y de hecho en que basa el interés de su labor, sin que le anime ningún propósito sectario, con todo y el carácter polémico de tal publicación.

La versión castellana es obra del prócer Juan Germán Roscio.



14. El Federalista, de HAMILTON, JAY y MADISON (Caracas, 1826)

Datado en 1826 y publicado en el taller de Domingo Navas Spínola, comenzó la impresión en Caracas de El Federalista, escrito en inglés por los SS. Alexander Hamilton, John Jay y James Madison, ciudadanos   —117→   de la América del Norte, y traducido al español por una Sociedad de Amigos. De esta edición, que creo quedó inconclusa, sólo conozco la portada, dos páginas sin numerar con el «Prólogo de los traductores» y cuatro páginas más, con la versión del núm. 1, escrito por Hamilton; y la del núm. 2, escrito por Jay. Este ensayo no apareció completo.

En la portada de estas pocas páginas impresas consta una «Advertencia», que nos ilustra sobre la suerte de la iniciativa, en relación con los dramáticos momentos que vivía Venezuela, en pleno desbordamiento de los actos de separación respecto de la Gran Colombia.

Dice así:

«La presente traducción se había principiado mucho antes del suceso del 30 de abril en Valencia; y se hallaba ya impreso este primer pliego para el 30 de mayo, día en que se recibió en Caracas la noticia de aquel movimiento. Como desde entonces se trató de reformas, los editores creyeron prudente no indicarlas por medio de este escrito, y esperaron la opinión de los pueblos. El 5 de octubre se han pronunciado por la Federación, y así parece haber llegado la oportunidad de darse a la luz pública».



La obra iba a venderse por suscripción «a razón de diez reales por otros tantos pliegos, al cabo de los cuales se repartirán en los mismos términos las veces que sean necesarias hasta concluir la obra». El primer pliego es el que se ha conservado, y cabe sospechar que la empresa no se prosiguió. Ningún bibliógrafo da noticia alguna de este impreso, que quedó reducido, muy probablemente a las ocho páginas descritas.

Hace pocos años editó el Fondo de Cultura Económica, de México, la versión castellana de El Federalista, traducido por Gustavo R. Velasco, autor asimismo de un sesudo prólogo histórico-crítico sobre la importancia del periódico de Hamilton, Jay y Madison. En él trata de las traducciones castellanas de la obra. Asegura que la primera traducción al español es de 1868, debida a J. M. Cantillo, y la segunda de 1887, hecha por Ildefonso Isla. Tiene, pues, esta versión venezolana varios lustros de precedencia respecto a la primera traducción registrada por Gustavo R. Velasco.

Nada se sabe respecto al autor de la versión comenzada a publicar en Caracas en 1826. En las palabras prefaciales, intituladas «Prólogo de los traductores», en el que se enjuician los altos méritos de la obra, se lee que nos ha parecido muy digna de presentársele vertida al idioma español con la regularidad que nos han permitido nuestros escasos conocimientos en el inglés. La redacción castellana es realmente muy buena, y conocida como es la pericia de José Luis Ramos en el inglés, no es muy aventurado suponer que habrá tenido buena parte en la obra de traducción. Pero no disponemos de testimonio alguno fehaciente para asegurarlo.

En el prólogo con que presentan la obra los traductores explican la intención política que les ha movido a verter al castellano la obra. La rápida prosperidad de Estados Unidos la fundamentan en «la   —118→   excelencia y sabiduría de su constitución política de 1787», de la que es examen la obra de Hamilton, Jay y Madison publicada en forma de periódico, en 1788, con el título de El Federalista, «que esclarece con la antorcha de la filosofía» la estructura del sistema y «las demás importantes verdades de la ciencia social, generalizando de este modo las ventajas de una aplicación práctica».

El propósito principal por el que se emprendía la divulgación de estos ensayos era el de la educación pública a fin de que las nociones de El Federalista fuesen de provecho, cuando se reuniese la Gran Convención de la República, que había de convocarse por el Congreso de 1831, «autorizada para examinar o reformar en su totalidad la constitución». Por ello se dedica «a la utilidad común», como incentivo al trabajo.

Queda en la historia de la bibliografía este signo estupendo, que aunque incompleto, es, sin duda, índice expresivo de las nobles preocupaciones de los ciudadanos letrados de Venezuela.




Otras traducciones

Dejo aparte una serie de obras traducidas en este período, que deberían incorporarse en el caso de realizarse un trabajo exhaustivo y más amplio sobre el tema:

Por ejemplo, la colección de editoriales que con el título de Derechos de la América del Sur y México publicó en la Gazeta de Caracas William Burke, de 1810 a 1812, escritos que fueron indudablemente redactados originalmente en inglés y puestos luego en castellano en Caracas, según mis sospechas, por Juan Germán Roscio.

Dejo igualmente fuera de consideración el volumen publicado en Londres, en 1812, con el título de Interesting Official Documents relating to The United Provinces of Venezuela viz Preliminary Remarks, cuyo contenido fue vertido del castellano al inglés, probablemente por funcionarios del Gobierno de Venezuela, entre quienes probablemente estuvo Bello. Igualmente prescindo del estudio de las versiones de la obra de Palacio Fajardo y la de Francisco Antonio Zea, etc.

Del mismo modo dejo sin anotación las versiones de obras exclusivamente literarias, como la Atala, de Chateaubriand, hecha por Simón Rodríguez; las perdidas versiones de Andrés Bello, hechas antes de 1810, de la tragedia Zulima de Voltaire, y el libro V de la Eneida; o la versión de la Ifigenia en Aulide, de Racine, hecha por Domingo Navas Spínola, etc., etc.

Y dejo de señalar también simples reediciones, como las obras de Burlamaqui, Vattel, etc.

1961.





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ArribaAbajoTemas de Andrés Bello


ArribaAbajo I. Andrés Bello, humanista liberal

Sean mis primeras palabras la expresión de mi más profundo reconocimiento a la persona del Dr. Luis Herrera Campins, Primer Magistrado de la República, por prestigiar este acto con su presencia, y, además, porque me brinda ocasión para saldar una vieja deuda con él, por la extrema generosidad con que trató el proyecto de construcción en esta Universidad del Edificio Biblioteca, que habrá de llevar mi nombre. No podía ni soñar que la donación de mi colección tuviese tamaña correspondencia: primero, al acordar la Universidad que la Biblioteca de la Universidad se denomine «Biblioteca Pedro Grases» y, luego, al decidir por Decreto, el Dr. Herrera Campins, que el costo de la obra corriese a cargo del Estado. Yo creía haber procedido con desinterés, persuadido por mis hijos que no pusiese precio a una tarea de cuarenta años, pero la respuesta ha excedido en esplendidez a mi resolución, pues mi nombre constará para siempre en la fachada de una gran institución de nobles fines, gracias a la munificencia del Presidente de la República y a la decisión de la Universidad. ¿Qué más podría esperar para sentir y proclamar mi férvida gratitud? No había tenido oportunidad de hacerlo públicamente, y éste es el mejor sitio, al amparo de la sombra de Bello, en el Bicentenario de su nacimiento.

Gracias, Señor Presidente. Gracias, autoridades de esta Casa de estudios.

***

Acuñé en 1946, la denominación de «Andrés Bello, el Primer Humanista de América», como título de un libro mío impreso en las Ediciones «El Tridente» de Buenos Aires, designación que ha corrido con fortuna, pues se usa como aposición habitual al mencionar a Bello. Desde tan lejana fecha he trabajado la argumentación del carácter de Bello, en tanto que humanista. El resultado actual de mis reflexiones constituye el tema de la presente conferencia, que me honro al someterla a tan selecto auditorio.

Está fuera de toda discusión que Bello encarna con su vida y su obra el tipo de humanista, tal como lo define el Diccionario de la Real   —120→   Academia Española: «Persona instruida en letras humanas»; así como en la primera acepción del concepto humanismo: «Cultivo y conocimiento de las letras humanas». Pero el segundo significado que registra el Diccionario: «Doctrina de los humanistas del Renacimiento», es a todas luces evidente que no corresponde a la personalidad de Bello.

Siempre he sentido la preocupación de que hay algo que no cuadra en esta definición de «humanismo», al pensar en los rasgos que nos evoca la figura de Bello, al compararlos con los de los grandes nombres del Renacimiento, aunque haya que reconocer un común denominador, un fondo equivalente entre los humanistas de los siglos XV y XVI europeos con el tipo humano de un hombre como Bello. He llegado en mis reflexiones a conclusiones diferenciadoras entre la razón y causa vital de los humanistas europeos renacentistas y el ideario, las condicionantes, los propósitos y las realizaciones de un ser como Andrés Bello que conforma su pensamiento sobre unas bases culturales y de tradición muy distintas y proyecta sus tareas hacia otro tipo de hombre incitado por unas causales históricas radicalmente diferentes y en una geografía que impone singularidades que no tienen nada que ver con las que se vivían en el Viejo Mundo en el cruce de la Edad Media a la Edad Moderna. Todo ello implica una nueva visión del hombre, en cuanto a su educación, como individuo y como partícipe de las nuevas sociedades americanas.

En otras circunstancias, de tiempo y lugar, inéditas, para los comienzos del siglo XIX, tenemos que asentar los fundamentos del raciocinio de Andrés Bello al construir en su alma los principios de civilización y ordenamiento aptos para unos nuevos pueblos que nacían a su propio gobierno, al constituirse en Estados independientes. Se enfrentó Bello al reto de dar normas y contenido a las Repúblicas de este continente.

A su regreso a tierras americanas, abandonó Bello su dedicación a las tareas eruditas, puras, de las que había dado excelentes muestras en algunos de los escritos publicados en la Biblioteca Americana y El Repertorio Americano, de Londres, y concentró su poderosa atención a los temas de educación para los compatriotas de América. Hay real grandeza en esta renuncia a las investigaciones de alta especulación científica, erudita, en la filología de las culturas clásicas y en los testimonios de cultura medieval, al sustituirlas por la tarea de enseñar y escribir sobre las disciplinas que necesitaban los nuevos Estados. Su magisterio oral comenzado apenas llegó a Santiago de Chile y su obra escrita, desde los tratados y compendios hasta su constante colaboración periodística, tienen un claro objetivo: educar a las generaciones que quisieron escuchar su palabra de mentor de los intereses espirituales de las personas y las comunidades. No de otro modo podríamos explicarnos la transformación que experimentan sus preferencias. Inicia inmediatamente en Chile su obra poligráfica, en lo que hoy contemplamos como pasmosa obra de educador. El mismo se adentra en el estudio y dominio de los problemas jurídicos planteados por la organización de un Estado. Bello, que no había cursado lecciones de derecho, se convierte en legislador y codificador del ordenamiento legal de Chile, y desde Chile influye admirablemente   —121→   en las otras repúblicas hermanas. Su actividad de jurista, de la que no había dado señales antes del retorno a América, forma la mayor parte de sus escritos. Acaso en esta consideración podemos ver clara y rotundamente el rumbo que le exige su misión de educador de las gentes que poblaban los países americanos. Sus esclarecedoras y doctas pesquisas fueron dejadas de lado, ante exigencias más perentorias y urgentes. Había que poner primeramente las bases y fundamentos sociales, para que fuese viable la vida en común. Era la primera necesidad.

Del mismo modo creó con nuevo estilo la administración pública, no solamente en las parcelas de gobierno de las que era titular (las relaciones exteriores), sino ejerciendo de hecho un imperio intelectual en la marcha total de las tareas públicas, como podemos apreciar en las memorias presidenciales de las que fue autor reconocido.

Su consejo abarcó las múltiples y varias aplicaciones de la conducción de un pueblo, desde el poder.

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Andrés Bello pertenece cronológicamente a la generación de la independencia. Por su carácter y por la misión que le tenía reservado el destino no podía encuadrarse en las legiones que espada en mano pelearon denodadamente por los ideales de la emancipación. Es hombre de pluma, meditación y análisis. Estuvo incorporado a su época plenamente y su trayectoria vital lo coloca en puesto trascendente junto a los libertadores heroicos, que expusieron sus vidas en los campos de batalla.

Su formación en letras clásicas alcanzó a dominar la cultura latina en sus días mozos de Caracas; y, más tarde en Londres, se posesionó de profundos conocimientos en griego y su literatura. Siempre estudió a fondo los clásicos españoles de los siglos de Oro. El dominio clasicista en letras antiguas fue plenamente adquirido, desde su primera juventud. La contemplación y la convivencia con la naturaleza están visibles desde sus primeras producciones literarias del período de Caracas. La esplendidez del paisaje del trópico la llevó impresa en el alma hasta el fin de sus días. En su etapa londinense amplía extraordinariamente el horizonte de sus conocimientos en letras greco-latinas, medievales y en la literatura de todos los tiempos hasta las primeras manifestaciones románticas. La prolongada estancia en Inglaterra, durante 19 años, ha perfeccionado las bases humanísticas de las letras clásicas, ha dado sentido universal a sus recuerdos de la naturaleza americana y se ha empapado su espíritu en la nobleza de la causa de la libertad. Son los tres factores que creo ver en Bello, para entenderlo como humanista representativo de una nueva concepción de la cultura.

Denomino este humanismo, como humanismo liberal, que habrá de ser la ley civilizadora para edificar las sociedades americanas, llegadas a la libertad nacional. Me atrevería a decir que define el humanismo americano hasta nuestros días. Están vivos todavía los dos grandes interrogantes que se plantearon los fundadores: la identidad y el destino en libertad. Los trazos distintivos de este humanismo liberal están bien diferenciados de los rasgos constitutivos del humanismo renacentista. Vamos   —122→   a intentar la glosa de los aspectos divergentes más resaltantes. Reconozco que ambos humanismos ofrecen un trasfondo común de erudición, sentido de la belleza y conocimientos, pero estimo que presentan cualidades peculiares que los distinguen claramente.

La perspectiva cultural de América se presentaba toda en futuro, en tanto que el humanismo renacentista estaba atado por el peso de la historia, por más que toda renovación humanística signifique siempre una fuerte rectificación de la época precedente, por cuanto que es prédica de un nuevo ideario estético, con la necesaria renovación de los fundamentos de la vida espiritual. En el Renacimiento se sacudieron los cimientos de unos hábitos culturales, basándolos en la revelación del mundo grecolatino. Así lo explica Ferrater Mora en su valioso Diccionario de Filosofía: «El Renacimiento produjo el amor y el culto a la Antigüedad clásica, considerada como un ejemplo de afirmación de la independencia del espíritu humano y, por tanto, de su valor autónomo y dignidad».

No está puesta ahí, ciertamente, la mira de los humanistas americanos. Es otra cosa. La nueva estética americana está anunciada en las primeras estancias de la Silva Alocución a la poesía, de Bello.

El contraste más flagrante entre el humanista del Renacimiento y el humanista liberal americano está en el ámbito en que se produce. El hombre del renacimiento elabora sus obras en el recogimiento del cenobio o en el silencio de su gabinete de trabajo, en tanto que en América se crean las formas de cultura, casi diría al aire libre, de cara al horizonte abierto que ofrecen naturaleza y gentes en espera anhelosa de un mensaje vital. La reflexión del humanista americano va hacia los pueblos en forma abierta como si se tratase de advertencias a unas sociedades que necesitan oír la palabra diaria, en alta voz, en tanto que los pensadores del renacimiento estampan sus ideas en infolios que tardan a llegar al conocimiento de la generalidad de las gentes.

Las comunidades americanas requieren el mensaje orientador, como entidades de nueva planta, como pueblos en formación, en tanto que los letrados renacentistas se dirigen a sociedades con un pasado milenario, cargados de tradiciones de cultura, aun que sean de signo distinto las nociones que se propone enseñar el reformador, que contempla preferentemente el mundo clásico. La prolongada evolución de la Edad Media europea había predispuesto los ánimos para recibir el nuevo ideario de los humanistas, quienes iban a enderezar su rumbo con nuevas claridades. Hecho que no es, ciertamente, semejante al que se va a producir en la América emancipada, cuya Edad Media son los tres siglos coloniales, radicalmente distintos a los tiempos medievales europeos, en los cuales se vivió una situación cultural de índole completamente diferente.

En América, los humanistas de los Estados republicanos perseguían principalmente el logro de la solidez política en los países liberados, en tanto que en Europa predominaba en los humanistas la reforma a través del placer y el goce de la erudición, tanto como por la contemplación de las obras de arte de la antigüedad. El contenido y fin pedagógico-político será distintivo esencial en el humanismo americano. Vive el trance de crear un pensamiento original, con evidente respeto a la tradición hispánica, a pesar del corte violento de las guerras de liberación.

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Las enormes distancias, el aislamiento y la soledad de los centros de población del continente americano dan una dimensión diferente a la acción de los humanistas, en evidente disparidad con la realidad geográfica del Viejo Mundo, donde las ciudades y aldeas vivían en proximidad, lo que supone una considerable diferencia pues ello condiciona la acción de los hombres de pensamiento.

El saber y la erudición son los fundamentos del humanismo renacentista y sus protagonistas se esfuerzan en comunicarlos a sus posibles adeptos, en tanto que en el Continente americano el hombre de pensamiento ha de forjar un designio de eminente contenido socio-político, educativo, para llegar a solidificar los nuevos estados libres, con una nueva ordenación de la vida pública y de los ideales humanos. El dominio del saber clásico es sustituido por la elaboración de unos preceptos para unos pueblos libres, para nuevas instituciones. Tenía que delinearse un nuevo concepto de ciudadano.

Si el humanismo ha de buscar la caracterización del hombre, no hay duda de que el hombre americano requería otras definiciones y otro perfil de civilización.

Juzgo que queda justificada la designación de humanismo liberal para los forjadores intelectuales de las repúblicas independizadas de este Continente, que es su más trascendente aportación a la civilización occidental.

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La vida cultural en la América española estuvo vinculada durante los tres siglos coloniales a las reglas, más o menos uniformes, generalizadas en todo el ámbito del imperio. Las Universidades fueron establecidas de acuerdo al modelo salmantino y los maestros y docentes seguían las enseñanzas e interpretaciones predominantes en las escuelas peninsulares. De igual modo, las instituciones públicas se conformaban a disposiciones de carácter uniforme. Los hombres de pluma -salvo algunos casos de rasgos individuales como en el Inca Garcilaso y pocos más- están fuertemente atados a los modelos y corrientes de la literatura hispánica. Las expresiones del pensamiento seguían también fielmente el razonamiento aprendido de España. La vida política -con naturales diferencias- estaba prescrita por la legislación desde la metrópoli. Esto es verdad absoluta hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando aparecen los primeros síntomas de manifestaciones particularistas, de los que hay destellos en distintos puntos de América, en diversos momentos. Entonces la teoría del Estado empieza a sufrir los embates de la emancipación ideológica, que habrá de culminar en la adopción de los principios de los derechos del hombre y del ciudadano, base de las doctrinas que van a ser el detonante de la revolución política del primer tercio del siglo XIX.

Un inmenso continente poblado de cabildos aislados, va a despertar en admirable sincronía, con la proclamación de la voluntad de recuperación de su personalidad nacional. No parece que hayan sido las luces de la ilustración la causa determinante de las convicciones americanas, pues en verdad su eco en América fue escaso, muy relativo. El estudio   —124→   de movimientos tan expresivos como el de Gual y España permite llegar a tal conclusión. La congénita aspiración a la libertad, característica de los pueblos hispánicos, los llevaba hacia las bases igualitarias del republicanismo con sus riesgos y ventajas. Su implantación para ser pacífica hubiese requerido un nivel de cultura política muy avanzado, que no era ciertamente el de las sociedades hispánicas de fines del siglo XVIII. La transformación profunda, radical, de los hábitos de pensamiento y conducta de los ciudadanos hacia la democracia, desde el abandono y repudio de la teoría del Derecho Divino de los reyes, era una auténtica revolución, aparecida en el mundo americano -en el norte y en el sur- con plena originalidad. Las bases ideológicas de tal determinación representan la expresión de un anhelo inédito en el mundo de occidente, pues debían sustituir la autoridad emanada de la férrea organización piramidal del dominio español (el Monarca en la cúspide, y en sucesivos estratos, el gobierno, el Consejo de Indias, los Virreyes, los Capitanes Generales, las Intendencias, etc.), por el respeto y obediencia al vecino que reuniese la suma de voluntades de los antiguos súbditos transformados en hombres libres.

Los derechos de la persona debían prevalecer frente a un sistema inadecuado para la liberación que proclamaban. Este cambio en las conciencias lo apellidó Juan Germán Roscio, como el triunfo de la libertad sobre el despotismo, título de su famoso libro, publicado en primera edición en Filadelfia, en 1817. Roscio, antiguo profesor de cánones (por tanto adherido por un tiempo al credo teológico del derecho divino de los reyes) justificó su «confesión de pecador arrepentido» al abjurar sus viejas creencias y fundamentar las nuevas en los propios textos bíblicos, con los cuales demostró que ser republicano no era incompatible con la fe de la religión católica. Es más; en sus deducciones llega a estampar que la idea republicana está más de acuerdo con el cristianismo, que la sumisión a un poder personal, con frecuencia despótico.

Las causas de la revolución emancipadora radican principalmente en esta alteración de los cimientos filosóficos, más que en los agravios que la América invocaba frente a los gobiernos de las autoridades de la metrópoli durante el dominio colonial. En la solidez de esta nueva persuasión hemos de ver la razón por la cual se mantuvo firme el espíritu emancipador, que permitió sostener una lucha prolongada hasta la victoria de los patriotas.

El reconocimiento de los derechos humanos está en la base de este nuevo humanismo, que es sin duda el mayor aporte americano a la cultura occidental.

Sobre un dilatado continente, sembrado de instituciones municipales, se iba a operar un cambio a fondo en las mentes americanas. Las sedes de los cabildos (embriones de Estados, cada uno con sus zonas de influencia) sintieron el ejemplo de sus conductores. Los actos de rebeldía en el siglo XVIII, parten de viejas y nuevas ciudades (Cuzco, Caracas, La Paz, Cúcuta, Mérida, Quito, etc.) como presagios de lo que va a ser el primer tercio del siglo XIX. No creo que puedan explicarse tales hechos por haber calado en las almas el mensaje enciclopedista. Las protestas   —125→   y la decisión se afincan más en la natural evolución individualizante de la idiosincrasia hispánica, favorecida por la dispersión de las ciudades americanas y la lejanía de la metrópoli. Donde se habla español hay que contar siempre con un supuesto independentista, individualista, como consecuencia casi automática del progreso en la conciencia de los propios derechos. La tendencia a la cohesión vertebrada entre comunidades está lejos del modo de ser de las poblaciones que hablan castellano. Tal fuerza disgregadora o centrífuga está en los orígenes de la aspiración a la libertad.

Sobre este telón de fondo hay que situar las ansias emancipadoras. El ejemplo de Estados Unidos -y su franco éxito inicial- fue poderoso acicate para la decisión del mundo hispanohablante. A lo que se le añadió la formulación de los principios concordantes de los derechos del hombre y del ciudadano. La erudición neoclásica y la educación escolástica sirvieron bien poco al programa y al impulso por la independización. Algunos profesionales universitarios, pocos, se convirtieron en protagonistas. Sin embargo, son los hombres de mayor cultura -algunos autodidactas- quienes condujeron a los pueblos hacia la libertad. Son personas que junto a la formación escolar, fueron observadores que fortalecieron sus ánimos en sus propias reflexiones y se decidieron de modo particularmente firme y seguro. Contémplese la brillante pléyade de nombres que desde Francisco de Miranda, el Precursor, hasta los menos notables, nutrieron su voluntad en la pasión por la libertad, para intervenir en la epopeya de la liberación.

¿En dónde estriba la causa de la reciedumbre de tales decisiones? He dicho en otro lugar que estoy persuadido que la explicación está en las raíces rurales, en la fuerza de la tradición agraria en los nombres más notables de la lucha por la independencia. El campo robustece el carácter y la voluntad y educa para la vida de un modo vigoroso, como lo cantó el propio Bello en su Silva a la Zona Tórrida. La naturaleza forja otra conciencia. La mayor parte de los próceres de la independencia de Venezuela provienen de un medio campesino y aun la misma capital, Caracas, tenía más ambiente rural que ciudadano.

Dijo Bello:


... honrad el campo, honrad la simple vida
del labrador y su frugal llaneza.
Así tendrán en vos perpetuamente
la libertad morada,
y freno la ambición y la ley templo.



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La creación de la Universidad de Chile, refundada sobre la institución colonial de la Universidad de San Felipe en la ciudad de Santiago, es obra de Bello. La designación como Rector hubo de ser para el humanista una de las mayores satisfacciones, si no la mayor, que recibió en su segunda patria. La Universidad de Chile era, por ley, el centro regulador de la enseñanza en toda la República chilena. Tuvo Bello en sus manos el instrumento idóneo para poner en ejercicio su excepcional preparación en la educación requerida por los pueblos americanos. Debe   —126→   haber sentido la emoción de estar situado en el lugar más deseable, soñado en su vida, al alcanzar la rectoría universitaria a los sesenta y dos años de edad, con toda la formación de sus años de adolescencia y mocedad en Caracas, la evidente universalización de sus conocimientos lograda en su etapa londinense y de años de experiencia en la nación chilena. Reunía, pues, todos los elementos para emprender su mayor empresa en educación. Y así fue.

La oración inaugural de la Universidad de Chile, de 17 de setiembre de 1843, rezuma la íntima alegría de quien se siente honrado y feliz ante un encargo apetecido, por difícil que sea. Empieza su discurso con palabra segura y va desarrollando con perfecto dominio del tema, lo que ha de ser la educación en una sociedad americana. Con mesurado equilibrio echa las bases de la Universidad republicana en América. Sin la menor disonancia enumera los propósitos y los métodos que han de guiar la enseñanza. Nunca podía haber sido emblema de Bello, la apasionada dicotomía de Sarmiento, «civilización o barbarie», con la cual no se habría podido crear una educación viable. El texto no tiene desperdicio, y está, además, escrito en la mejor prosa que haya salido de la pluma del humanista. Diríase que resume y concentra en unas breves páginas la gran aventura del pensamiento, gozada en su existencia recoleta y silenciosa, ahora en el más alto cargo público que habrá desempeñado en su vida. Todos sus días anteriores, tan provechosos y repletos de trabajos profundos, podía volcarlos en la ordenación de lo que había sido el fin eminente de todos sus afanes: el bien de sus compatriotas americanos. El Discurso es suma, admirablemente equilibrada, expuesta con toda la profundidad de quien ha estado por años con la mira puesta en el consejo a las nuevas sociedades del Continente. Proclamará sus principios en perfecta exposición y dejará establecida la doctrina de lo que ha de ser la tarea educativa en todos los niveles.

La ley de la nueva Universidad es también fruto de su talento, por lo que el Discurso de instalación es la glosa y exposición de motivos y finalidades más auténticas que jamás se hubiese dado en establecimientos de esta naturaleza. La filosofía magisterial de la nueva América hispana está en sus palabras y resonaron en los oídos de su auditorio como el mensaje de un sabio humanista que entrega a los oyentes sus conceptos sustanciales.

Veía en realidad posible todo cuanto había imaginado. La institución, sus facultades, que define magistralmente, desentrañando la significación de cada sección del conocimiento, a partir de la afirmación dogmática de la unidad del saber: todas las verdades se tocan.

Todo ello, impregnado por su ideal de ver los hombres en perfeccionamiento intelectual y moral, en un clima propicio. Así se entiende su sentencia reiterada: «La libertad es el estímulo que da un vigor sano y una actividad fecunda a las instituciones sociales».

Cuando eleva a conclusiones de carácter universal el porvenir que adivina para la Universidad, se enciende el tono del Discurso, para formular el más solemne voto que puede invocarse ante una comunidad de educadores:

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que los grandes intereses
de la humanidad os inspiren



Así habla un humanista, cuando es educador.

1981. En el Bicentenario del nacimiento de Bello.




ArribaAbajoII. La personalidad de Andrés Bello

Nació Andrés Bello el 29 de noviembre de 1781, en la ciudad de Caracas, que había sido declarada cuatro años antes capital de la Capitanía General de Venezuela. Situada a mil metros de altura sobre el nivel del mar, en el hermoso valle que se extiende a los pies de la sierra del Avila, con una población estimada para 1780 en cerca de veinte mil habitantes. Su abuelo materno Juan Pedro López (1724-1787), caraqueño, es considerado como el mejor artista, pintor y escultor del siglo XVIII venezolano. Del matrimonio con Juana Antonia de la Cruz Delgado tuvo doce hijos, de los cuales su hija, Ana Antonia, nacida en 1764, casó a los 17 años con el Licenciado Bartolomé Bello y Bello, nacido en Caracas en 1750. Del matrimonio nacieron ocho hijos: Andrés, el mayor. Bartolomé Bello era músico notable y clérigo de hábito talar. Se graduó de Licenciado en Derecho Civil. En 1789 pasó a Cumaná, donde permaneció hasta su muerte acaecida el 25 de julio de 1804. La madre de Andrés Bello falleció en Caracas en 1858.

Andrés Bello vivió sus primeros años en la casa del abuelo materno, Juan Pedro López, situada detrás del convento de los Mercedarios. La vecindad del convento de La Merced tuvo real trascendencia en el niño Andrés, por cuanto que la biblioteca conventual fue centro de sus primeras lecturas, y donde, además, entró en relación con su maestro de latinidad, Fray Cristóbal de Quesada (1750-1796), notabilísimo conocedor de la lengua y literatura latinas, quien echó los cimientos del humanismo clásico en el alma de Andrés Bello. Fray Cristóbal de Quesada falleció en 1796, cuando parece que estaba dirigiendo la versión castellana del latín del libro V de la Eneida, emprendida por Bello, a sus quince años de edad. En 1797 inició Andrés Bello sus estudios en la real y Pontificia Universidad de Caracas, hasta graduarse de Bachiller en Artes en 1800. No prosiguió estudios más avanzados. Vivió entregado sin descanso a las lecturas de buenos textos y se contrajo, además, a estudiar por su cuenta el idioma francés, primero, y luego el inglés, lo que le dio una preparación excepcional en el medio caraqueño de su tiempo. A los años de 1797 y 1798 deben de corresponder los días en que Bello dio clases a Simón Bolívar, año y medio menor. Bolívar recordará más tarde ese magisterio como timbre de buena enseñanza. Había iniciado Bello su propia obra literaria, que le granjeó fama y prestigio entre sus contemporáneos.

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El 2 de enero de 1800, formaba parte Bello de la expedición de Alejandro de Humboldt y Aimé Bonpland, quienes acometían el ascenso a la silla del Avila, cima del monte de Caracas. En 1802, Andrés Bello, gana el concurso abierto para proveer el recién creado cargo de Oficial 2.º en las oficinas de la Capitanía General de Venezuela. A partir de 1802, no se producirá ningún acontecimiento cultural y público en la Capitanía General hasta 1810 en donde no esté visible la mano y la presencia de Bello. En abril de 1804 llega a Caracas la expedición de la vacuna, encabezada por Francisco Javier Balmis. El hecho revestía enorme trascendencia, pues las epidemias de viruela habían sido terrible flagelo desde el siglo XVI sobre toda Venezuela. Bello participó en el regocijo con la puesta en escena de su obrita en verso, Venezuela consolada, y compuso un largo poema, en endecasílabos asonantados, A la vacuna, acaso la composición poética de más aliento en la época juvenil del poeta. En 1808, se produce en Caracas un acontecimiento de importancia: el de la introducción de la imprenta. Acordó el Gobierno local emprender la publicación de un periódico oficial de la Capitanía, la Gaceta de Caracas, y, lógicamente, Andrés Bello fue designado su primer redactor. Acomete a fines de 1809 dos proyectos: El Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros en Venezuela para el año de 1810; y, con Francisco Isnardi, la nonata revista El Lucero, de la que sólo apareció el prospecto. El Calendario Manual contiene el «Resumen de la historia de Venezuela», escrito por Bello. Es la prosa más importante que conocemos del humanista, antes de partir de Caracas, donde se manifiesta con propio estilo y anticipa los temas de su mejor poesía, las Silvas, que escribirá en Londres.

Produjo algunas poesías originales juveniles: el romancillo El Anauco; los sonetos Mis deseos, A una artista, A la victoria de Bailén, la octava a la muerte del obispo Francisco Ibarra, y el romance A un samán. La égloga Tirsis, habitador del Tajo umbrío y la oda A la nave son, quizás, las poesías más indicadoras del numen poético de Bello, quien seguía las fuentes originales de la cultura latina, a través del mejor castellano de los clásicos españoles de los siglos de oro (Garcilaso, Figueroa, Calderón, Lope de Vega, etc.). Compuso también piezas breves para ser representadas, como diálogos en verso. Tenemos noticias de traducciones hoy perdidas del canto V de La Eneida y de la Zulima, de Voltaire. Falta referirnos a sus investigaciones del idioma. La monografía Análisis ideológica de los tiempos de la conjugación castellana, «el más original y profundo de sus estudios lingüísticos», según Menéndez Pelayo. Del mismo modo la adaptación castellana del Arte de escribir del Abate de Condillac. Todavía hay otro estudio perdido: la diferencia de uso de las tres conjunciones consecutivas que, porque y pues. Las bases firmes de su obra futura están sin duda en ese período de vida en Caracas, cuando por propia exigencia logró forjarse, en un medio propicio, su condición de humanista. Persisten los temas, juicios y reflexiones en sus creaciones posteriores, en Londres y en Chile. La formación de Bello habrá tenido que ser forzosamente clasicista, por un lado con profundos estudios de latín y de cultura clásico-romana, y por otro, con   —129→   dedicación al conocimiento de las obras de los escritores de los Siglos de Oro de la literatura en castellano.

La Junta que se forma el 19 de abril de 1810 en Caracas, envía a Inglaterra a Simón Bolívar y a Luis López Méndez. Se les asigna como auxiliar al joven Andrés Bello, quien sabía inglés, y sa había ganado la confianza y el respeto de sus contemporáneos. La ida de Bello a Londres era para un tiempo breve pues se había estimado la permanencia como corta y transitoria. Bolívar decide pronto volver a Caracas para luchar de otra manera por la independencia. Se quedan en Londres López Méndez y Bello. Cuando se interrumpe la vida republicana en Venezuela, en 1812, empieza para éstos diplomáticos el pavoroso problema de subsistir. Probablemente salvó la situación desesperada el hecho de que tenían casa, pues vivían en Grafton Street, en la residencia de Francisco de Miranda, donde Bello experimentó su primer gran descubrimiento en Londres, que es el mundo de la biblioteca del Precursor.

De 1812 en adelante, comienza un período lleno de dificultades, hasta que entra en relación con Antonio José de Irisarri, guatemalteco, Ministro de Chile en Londres, quien le da la mano y lo hace Secretario de la Legación en 1822. Estos diez años son todavía un enigma. Contrae matrimonio en 1814, con Mary Anne Boyland. Aspiraba volver a América. En 1814 solicita al gobierno de las Provincias del Río de la Plata ser trasladado a Buenos Aires; en 1815 expresa al gobierno de Cundinamarca su deseo de «establecerse en la única sección de América que se hallaba todavía independiente». Irisarri, convencido de la excepcional valía de Bello, fue su padrino para que ingresase al servicio de la Legación de Chile. Al ser sustituido en la Legación por Mariano Egaña, enemigo de Irisarri, Bello sufrió las consecuencias de la enemistad, pero muy pronto nació entre Egaña y Bello, una amistad y un mutuo respeto, que es ejemplo de comprensión humana. Cuando Egaña regresa a su país, se convierte en el más apasionado defensor de la idea de llamar a Bello para Chile; y a él se debe principalmente el que Bello decidiese trasladarse a Santiago, en 1829, con su segunda esposa, Isabel Antonia Dunn, con quien se había casado en 1824. De la Legación de Chile, pasa Bello, en 1825, al servicio de la Legación de la Gran Colombia, en la que permanecerá hasta febrero de 1829, fecha de su partida para América.

Redactó Bello dos grandes revistas publicadas en Londres por una Sociedad de Americanos, de la que son alma Bello y Juan García del Río. Apareció en 1823 la Biblioteca Americana, y en el año 1826 El Repertorio Americano que es la más valiosa manifestación europea del pensamiento hispanoamericano, en este período. Pero, entre los años de 1812 a 1822, ¿cuál es la actividad intelectual de Bello? Estos años, penosos y sombríos, están poblados por un grupo de personajes sumamente interesantes y, sobre todo, profundamente humanos. La amistad, por ejemplo, entre Blanco White y Bello, es de las cosas más hermosas que pueden examinarse. José María Blanco White fue español liberal, sacerdote en la España fernandina, que se trasladó a Inglaterra en busca de un mundo libre, sufrió profundas crisis de creencias. Tiene que haber sido persona de gran nobleza de sentimientos. Intenta comprender la autonomía americana. En la revista que publica en 1810 en Londres,   —130→   El Español, se imprimen las primeras palabras en castellano, con ánimo de interpretar, razonadamente, como peninsular, el mundo hispanoamericano en rebelión para reivindicar la presencia y la emancipación. Blanco White da la mano a Bello, lo acompaña con franca amistad en los momentos más difíciles, en los que Bello hubiese caído en desesperanza. Otra relación humana emocionante es la de Bello con Bartolomé José Gallardo, extremeño de recio carácter, sabio, quizás el hombre que en su tiempo ha sabido más de cultura española. Otros emigrados españoles forman el grupo de amigos de Bello: Vicente Salvá, gramático, y bibliógrafo; Antonio Puigblanch, también gramático; Pablo Mendivil, crítico y maestro. Se relacionó también con notables hispanoamericanos. Bello y López Méndez gozaron breve tiempo de un módico subsidio del gobierno inglés. Cuando finalizó, cayeron otra vez en estrecheces, y fue Mariano de Sarratea quien se dirige al gobierno argentino en solicitud de ayuda para Bello. Conocemos los trabajos intelectuales de Bello, como la probada colaboración en la sociedad bíblica en Londres; el encargo de descifrar los manuscritos de Jeremías Bentham; el estudio sobre el sistema educativo de Lancaster y Bell; y sobre todo, sus asiduas horas diarias en el Museo Británico, que fue realmente la casa de Bello en los años londinenses. Pero, la actividad intelectual más eminente de Bello en Londres fue la creación poética. Escribía poesía entre estos años de 1812 a 1822. La mayor significación literaria de Bello es la de haber sido autor de esas dos grandes Silvas: La Alocución a la Poesía y La Agricultura de la Zona Tórrida, dos ramas de un poema inconcluso que no llegó a escribir nunca: América. La fecha de publicación de los poemas: 1823 y 1826, en sus dos revistas, Biblioteca Americana y El Repertorio Americano, donde empezó a publicar también sus grandes investigaciones científicas eruditas y sus estudios de crítica y filología, particularmente en las obras épicas medievales, especialmente el Poema de Mío Cid, pero sus dos grandes poemas, le acreditan como Príncipe de la literatura hispanoamericana. En la primera invoca el derecho de América por su independencia cultural; y en la segunda canta a la naturaleza del trópico, con rasgos horacianos, que alcanzan niveles de alta inspiración. De aire neoclásico, pero en un estilo personal muy logrado, como de gran poeta en los días de definición literaria hispanoamericana. En otro sesgo de su actividad en Londres, tradujo a Byron, Delille, Boyardo, en versos excelentes. Las disquisiciones sobre la rima, la ortografía, la literatura medieval europea, etc., vieron la luz en dichas publicaciones. Es visible la variedad de ocupaciones de Bello, no tan sólo en su propia obra de escritor, en su afán insaciable de estudio, sino en el trabajo mismo en legaciones diplomáticas, en encargos e investigaciones, todo lo cual le llevó a conocer muy por dentro una vasta complejidad de temas y problemas, particularmente en cuestiones de derecho internacional. Por otra parte, no hay duda de que mientras reside en Londres el objeto permanente de las meditaciones de Bello es América.

¿Cómo era Bello el año de 1810 cuando llegó a Londres, y cómo era en 1829 cuando partió de Inglaterra? Me parece fuera de discusión que sin esta etapa de estudios y experiencia; sin esta contemplación del   —131→   mundo desde una ciudad como Londres con la diferencia de ver el universo y los sucesos de una época desde un punto de observación como Inglaterra, plataforma extraordinaria y privilegiada; sin esta comunicación y contacto con las transformaciones violentas que estaba experimentando el mundo occidental del primer tercio del siglo diecinueve, cuando irrumpía en las letras el romanticismo, cuando se ordenaba el mundo postnapoleónico; entre la edad de veintinueve a cuarenta y ocho años, el pensamiento de Bello no hubiese alcanzado la dimensión universal que tuvo.

La obra literaria que nos brinda desde Inglaterra nos presenta ya rasgos distintos de lo que había producido en Caracas. Por una parte, la madurez que dan los años y el desarrollo de sus meditaciones; y, por otra, la maestría en el estro personal, tanto como la considerable ampliación de horizonte en sus inspiraciones. La vía de perfeccionamiento del primer descubrimiento de la belleza literaria en sus días de Caracas, es visible en el lenguaje, que logra expresión peculiarísima. Influye en él el romanticismo, que juzga equivalente a las doctrinas liberales en política.

El estudio y la corrección han impulsado un progreso evidente a las inquietudes juveniles. Se perfila el futuro maestro del continente en todo cuanto escribe desde la capital inglesa. El distinto panorama de sus lecturas, el trato con personas de otras latitudes y el mayor fondo de cultura que Londres le proporciona, dan otro sentido y diferente calidad a su obra literaria. Es ya un gran poeta, que habla para un continente. Del mismo modo, aparece en sus prosas, al lado del placer de la investigación, el propósito educador hacia sus compatriotas americanos, con plena maestría y autoridad. Ha adquirido ya su tarea literaria la dimensión última, que no abandonará jamás en los años posteriores: la educación de sus hermanos de América. Desde su arribo a Chile, todo lo que escribe contiene este carácter esencial de su obra literaria, pero le añade otro rasgo: el tener conciencia del valor de acción social de las letras, como medio formador de los pueblos americanos, constituidos en Repúblicas independientes. Armado Andrés Bello de una profunda fe en la civilización, mediante la educación de los pueblos, mantiene constantemente en todos sus escritos, en Chile, estos mismos principios sobre la dedicación e incremento del estudio y cultivo de las ciencias y las letras. Si Bello se hubiese quedado en Europa, hubiera sido probablemente el iniciador de la erudición hispánica moderna. Si analizamos el carácter de lo que publicó y elaboró en Londres; las reflexiones sobre la rima en griego y latín; el sistema asonante en la versificación romance; el comentario a Sismonde de Sismondi que era la máxima autoridad en literatura en esta época, autor de la Littérature du midi de l’Europe, a la que replica Bello con un sesudo trabajo de análisis; su proposición de reforma ortográfica; y los estudios para escribir una gramática universal y filosófica; todos sus escritos, salvo las poesías, son trabajos de singular erudición, excepcionalmente profundos, monografías en campos muy restrictos y precisos, de enorme sabiduría.

Los sucesos que jalonan la vida de Bello en Chile son los siguientes: En 1829 es nombrado Oficial Mayor del Ministerio de Hacienda; en   —132→   1830, se inicia la publicación de El Araucano, periódico del que fue principal redactor hasta 1853, en 1834 pasa a desempeñar la Oficialía Mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores; en 1837, es elegido Senador de la República hasta 1855; en 1842, se decreta la fundación de la Universidad de Chile, cuya inauguración en 1843, es el acto más trascendental de la vida de Bello; en abril de 1847, publica la primera edición de la Gramática de la lengua castellana para uso de los americanos; en 1851, es designado Miembro Honorario de la Real Academia Española, y en 1861, Miembro Correspondiente; en 1852 termina la preparación del Código Civil Chileno, que es aprobado por el Congreso en 1855; en 1864, se le elige árbitro para dirimir una diferencia internacional entre el Ecuador y Estados Unidos; en 1865, se le invita para ser árbitro en la controversia entre Perú y Colombia, encargo que declina por estar gravemente enfermo. Muere en Santiago de Chile el 15 de octubre de 1865.

A partir de su regreso a América y en lugar de seguir en la vía de erudito historiador iniciada en Londres, Bello lo que escribe es un Derecho de lentes; una Cosmografía; hace de periodista, da clases; elabora un Derecho Romano, porque no existe en el país; publica la Gramática de la lengua castellana para uso de los americanos, independizándola de la de Nebrija, considerada todavía hoy como la mejor para el idioma español; la Ortología y Métrica, obra magistral en la materia; se dedica a elaborar un Código Civil porque falta la regulación de la vida social. Es decir, sustituye la orientación que vivía en Londres, por un objetivo de maestro, por una finalidad de enseñanza. Lo que Bello publicó en 1823 sobre el poema del Cid, en la Biblioteca Americana, por ejemplo, se anticipa en mucho a lo que escriben muchos años después Milá y Fontanals y Menéndez Pelayo. No abandona la creación poética, porque es razón de vida para el humanista. Escribe poesías originales, donde ya campea el romanticismo y traduce y adopta obras de poetas como Víctor Hugo, en un proceso de recreación admirable, como es el caso de La Oración por todos. Bello tiene absoluta necesidad de seguir cultivando las musas, y fue poeta hasta el fin de sus días. Pero venido a América la reflexión de Bello se habrá aplicado a las necesidades de los países independizados políticamente, que requerían instrumentos de educación general, de orientación y ordenación de las Repúblicas en la vida de la cultura, en su más amplio sentido. Entonces el trabajo se transforma en la obra poligráfica del Maestro, en una extensión de temas, en los que no puede desdeñar ni los manuales de enseñanza, ni las obras de divulgación, ni los artículos semanales para el Araucano o los consejos para evitar que el castellano se estropee. Se ha convertido el erudito en el educador. Y de ello, tenemos una prueba irrefutable: las investigaciones que había empezado en Londres se publicaron póstumamente: La filosofía del entendimiento y La reconstrucción del poema del Cid. Bello ha sido: el conductor cultural de la América hispana independizada. Londres significaba otro camino, pero me atrevo a afirmar sin vacilación, que si Bello no hubiese vivido sus diecinueve años en Londres, probablemente no hubiese tenido la preparación necesaria   —133→   para poderse convertir en el Maestro Americano. A Londres se le debe esa posibilidad de transformación.

Cuando contemplamos en su conjunto la obra de Bello, observamos que al lado de unas partes ya caducas, hay otras como, por ejemplo, el pensamiento filológico, el Código Civil, el Derecho Internacional, la poesía, las normas educativas y su postura frente a la civilización que se mantienen vigentes y deben tenerse muy en cuenta para nuestros días. Bello encarna con su vida y su obra el tipo de humanista, pero humanista representativo de una nueva concepción de la cultura, que denomino humanismo liberal. Juzgo que está justificada tal designación para los forjadores intelectuales de las repúblicas independizadas de este Continente, que es su más trascendente aportación a la civilización occidental. Bello es el Primer humanista de América.

1985.




ArribaAbajoIII. La obra literaria de Andrés Bello


Las musas y el estudio

La gran porción de la tierra que habla castellano en un grupo de «naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes», en el viejo y el nuevo mundo, ha proclamado la obra de Andrés Bello (Caracas, 1781 - Santiago, 1865), como uno de los aportes fundamentales a la acción definidora y civilizadora en el mundo contemporáneo, desde la época de la Emancipación hispanoamericana hasta nuestros días. Si en vida, el magisterio de Bello, ejercido principalmente desde la República de Chile a partir de 1829 hasta su muerte, fue ampliando progresivamente su influencia más allá de las fronteras chilenas en las sociedades hispanoamericanas y en la misma España, hoy día lo vemos consagrado como el Primer Humanista de América, en la denominación que se me ocurrió darle en uno de mis primeros libros, publicado en Buenos Aires, en 1946. La inmensa tarea que se echó sobre sus hombros en favor de la educación de sus hermanos del Continente cuajó en la conciencia de los pueblos americanos, hasta ser considerado actualmente como modelo y ejemplo para la forja de la cultura propia.

Correspondió la infancia y juventud de Bello a las últimas tres décadas coloniales hasta 1810 y, luego, compartir el período de la Independencia, cuando los países integrantes del extenso dominio americano español, lucharon para lograr la afirmación del ser nacional y se constituyeron en sociedades emancipadas. Lograda la independencia política, los nuevos estados debían crear por su propia cuenta las bases de organización política, social, jurídica, cultural, administrativa y económica, en el ámbito de cada nación y en el orden internacional, con nuevas normas y nuevas gentes que no habían participado hasta el   —134→   momento en la dirección de los asuntos públicos. Decididos, además, por los principios de ordenación republicana, no tenían otro precedente que el sistema norteamericano, de espíritu distinto al que requerían las comunidades de origen hispánico. Los hombres de 1830 se enfrentaron a una tarea gigantesca, a la que dedicó Bello, con fervoroso ahínco su extraordinaria capacidad. Las necesidades de las nuevas naciones planteaban una pluralidad de problemas que debían acometerse en toda su amplitud y complejidad a fin de dar carácter, fundamento y sentido a lo que acordasen los nuevos estados. De ahí que emprendiera su labor poligráfica en variados campos de acción intelectual y veamos la impresionante gama de materias a que dedicó Bello su obra civilizadora: creador de la administración pública, legislador, periodista, gramático, jurista, literato, internacionalista, crítico, historiador, filósofo, divulgador científico, en una palabra, educador en su más amplio significado, y, específicamente como maestro, llegar a ser el refundador del centro de enseñanza, que fue la Universidad de Chile, sobre la vieja Universidad de San Felipe, en Santiago.

Tamaño propósito, exigido a una sola vida, hubiese excedido las fuerzas de cualquier hombre común, pero Andrés Bello, quien había iniciado sólidamente su preparación en los últimos treinta años del régimen colonial en la ciudad de Caracas y había ampliado el horizonte de sus meditaciones en casi veinte años de residencia en Londres, regresó a suelo americano cerca de los 50 años de edad en condiciones excepcionales para intentar la obra que le ha consagrado como patriarca de la civilización de la América española.

Nos toca ahora presentar al literato (poeta, crítico y lingüista), faceta de difícil separación de la obra conjunta de Andrés Bello. Quien proclamó en el momento más solemne de la existencia, el de la inauguración de la Universidad de Chile el 17 de setiembre de 1843, a los 62 años de edad, en la plenitud de su fuerza intelectual, que «todas las verdades se tocan, desde las que formulan el rumbo de los mundos en el piélago de los espacios... hasta las que dirigen y fecundan las artes»; quien se preguntaba a continuación, al plantearse los adelantamientos en todas las líneas, «¿A qué se debe este progreso de civilización, esta ansia de mejoras sociales, esta sed de libertad? Si queremos saberlo, comparemos a la Europa y a nuestra afortunada América, con los sombríos imperios del Asia, en que el despotismo hace pesar su cetro de hierro sobre los cuellos encorvados de antemano por la ignorancia, o con las hordas africanas, en que el hombre, apenas superior a los brutos, es, como ellos, un artículo de tráfico para sus propios hermanos. ¿Quién prendió en la Europa esclavizada las primeras centellas de libertad civil? ¿no fueron las letras? ¿no fue la herencia intelectual de Grecia y Roma, reclamada, después de una larga época de oscuridad, por el espíritu humano?».

Es claro, pues, que las letras son a juicio de Bello, el centro, eje y fuerza motriz de lo que denominamos cultura, en su significado integral y totalizador.

  —135→  

A la aprehensión y ejercicio de la creación literaria -como porción del concepto «letras»-, entregó, con entusiasmo, alegría y perseverancia, la poderosa atención de su talento. Las bellas letras, la obra literaria, fue una continua devoción en Bello, aunque consciente de que no era más que dedicación parcial. Ya en Caracas, en la oportunidad de aspirar al cargo de Oficial II de la Capitanía General, en 1802, a sus 21 años de edad, consta el testimonio relativo al joven Bello, por parte del Secretario de la Presidencia de la Capitanía, don Pedro González Ortega: «... se ha dedicado por su particular aplicación al de la bella literatura con tan ventajoso éxito que la opinión pública y de los inteligentes le recomiendan como sujeto que tiene las cualidades necesarias para ser útil al real servicio en esta carrera, aun en cualquier otra que se le destinara».

En su primera mocedad el culto a la creación literaria había prendido en el alma del caraqueño en forma tal que con sus escritos había adquirido firme prestigio en la sociedad de la Caracas colonial, tan distinguida con notables escritores.

Será siempre muy parco Andrés Bello para hablar de sí mismo. Pocas referencias autobiográficas hallamos en su extensa obra escrita, pero en la correspondencia es posible encontrar algunas indicaciones, acerca de lo que significó en su vida el cultivo de la literatura. De los varios testimonios, escojo algunos que nos señalan su vocación por la prosa y el verso.

Por ejemplo, en 1824, a los 43 años de edad, cuando había empezado a dar en la Biblioteca Americana, poesías y artículos de crítica, le escribe a Pedro Gual: «... he cultivado desde mi niñez las humanidades: puedo decir que poseo las matemáticas puras...». «Ud. no ignora mis antiguos hábitos de estudio y laboriosidad, y los que me han conocido en Europa, saben que los conservo y que se han vuelto en mí, naturaleza». «He pasado una vida laboriosa, pero en medio de mis afanes he tenido buenos amigos aun entre la clase más distinguida de este país; he disfrutado los placeres de la vida doméstica, aunque interrumpidos a veces por las pensiones de la humanidad; y he hurtado a mis ocupaciones no pocos ratos para dedicarlos a las musas y al estudio». Confesión paladina de cómo perseveraba en la vocación por la literatura.

En otro texto, recién localizado, consta la explicación rotunda de su concepto de poeta, en el sentido de que para serlo requiere necesariamente una entrega total, que no fue ciertamente el caso de Bello. En carta a Juan María Gutiérrez, literato argentino de notable personalidad, le escribe Bello desde Santiago, en 1845, a los 64 años de edad:

Siento mucho que Ud. se vea también por falta de tiempo en la necesidad de decir adiós a las musas; pero la verdad es que estas divinidades son celosas y no se contentan con ratos perdidos o robados a otras ocupaciones; no gustan de dividir su imperio y quieren al hombre todo entero. Yo no recuerdo ningún poeta de primer orden que haya sido otra cosa que poeta. El gran mundo, el bullicio de los negocios, y sobre todo de los negocios públicos, tan favorable a la oratoria, no lo es para la poesía, que gusta de la contemplación, aun en el seno de la sociedad. Y si aun las altas combinaciones   —136→   del gabinete y de los ejércitos la ahuyentan, ¿qué será el fastidio y la monotonía de una oficina subalterna, el ideal de la prosa? Dumas, si no me equivoco, hizo sus primeros ensayos en una secretaría; pero cumplió muy mal con sus obligaciones y fue despedido.



Es bien conocido el incidente de Alejandro Dumas (1802-1870), quien en 1823 había fracasado como copista en la cancillería del Duque de Orleans.

No obstante estas radicales afirmaciones de Bello, en cuanto a haber podido dedicar a las letras algunos ratos, perdidos o robados a otras ocupaciones, la creación literaria fue deliciosa ocupación y gratísima entrega, como lo manifiesta en el Discurso inaugural de la Universidad de Chile, en 1843, al referirse a las recompensas y consuelos que brindan las bellas letras, en un rasgo excepcional de confesión íntima.

Yo mismo, aun siguiendo de tan lejos a sus favorecidos adoradores, yo mismo he podido participar de sus beneficios, saborearme con sus goces, adornaron de celajes alegres la mañana de mi vida, y conservan todavía algunos matices al alma, como la flor que hermosea las ruinas. Ellas han hecho aún más por mí; me alimentaron en mi larga peregrinación...



Así, con la premisa de hallarnos ante un escritor persuadido del valor espiritual que para la existencia ha representado la poesía y la prosa literaria, a pesar de no haber sido exclusivo quehacer, pues tuvo que atender a otra misión del destino, entramos en la glosa de la faceta literaria de Andrés Bello.




Años de aprendizaje

Los veintinueve primeros años de Andrés Bello en Caracas (1781-1810), corresponden al tiempo de educación escolar hasta el grado de Bachiller en artes, recibido en 1800 en la Universidad. Es la etapa de su formación literaria, con abundantes lecturas; el trato con los hombres de letras más sobresalientes de su época; el estudio de las fuentes de la cultura clásica y coetánea; y la elaboración de sus primeras obras en verso y en prosa. Al mismo período debemos situar sus primeras experiencias en el desempeño de un notable puesto público en la Capitanía General de Venezuela, en varias instituciones y en cargos significativos como el de la redacción del primer periódico venezolano, la Gazeta de Caracas, con la que se iniciaba el uso de la imprenta en el país, lo que suscitó algunas iniciativas, como la nonata revista El Lucero y el inconcluso Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros en Venezuela para el año de 1810, para cuyas páginas preparó el Resumen de la historia de Venezuela, que es la prosa más extensa y valiosa que tenemos de Bello en los años caraqueños. Del mismo modo inició sus investigaciones sobre el idioma castellano y fue adentrándose en el conocimiento de temas filosóficos. Estudió inglés y francés. Todavía más; ejerció el magisterio en clases particulares (tuvo a Simón Bolívar de alumno en lecciones privadas) y se empapó de la visión del trópico en viajes y   —137→   correrías por distintas partes de Venezuela, imágenes que no habrá de olvidar nunca en los días posteriores de su dilatada vida hasta los ochenta y cuatro años de edad.

Descolló en los estudios de latinista en cuya formación tuvo importante papel Fray Cristóbal de Quesada, mercedario, de la Comunidad del Convento de la Merced, en Caracas, situado frente a la residencia de Bello. El P. Quesada, según los recuerdos y evocaciones de nuestro humanista, ejerció enorme influencia en los estudios juveniles de Bello y como bibliotecario del convento habrá sido consejero tempranero en la orientación de sus lecturas. Es fama que Bello era lector voraz d e los clásicos castellanos (Calderón, Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega, Figueroa, etc.), tanto como de los autores más notables en la lengua del Lacio.

De esta nota esquemática de los años del Bello juvenil se desprende que recibió una preparación amplia y sólida, que le dio ánimo y seguridad para empezar a ensayar su pluma en sus propias producciones. Son los años de ejercicios literarios, años de aprendizaje para arropar su inspiración en el dominio del lenguaje y en el arte de la expresión poética. Sin duda alguna, se ha perdido -acaso para siempre -una buena porción de composiciones en verso y no será fácil, además, reconstruir todas las prosas que escribió en dicho período. De algunas no tenemos noticia; de otras, que no poseemos, se sabe que existieron.

Se han conservado poemas -que el propio Bello apellidaba «baratijas»- en forma de sonetos, romancillo, romance, égloga, odas, octava y una composición representable. Son las huellas o hitos de un largo adiestramiento, durante el cual se atuvo al magisterio de los grandes autores de la latinidad, Horacio y Virgilio, a través del estilo y expresión de los clásicos castellanos de los Siglos de Oro. Creo haber demostrado en mi estudio «La elaboración de una égloga juvenil de Bello», que el poema Tirsis, habitados del Tajo umbrío, con el subtítulo de «Imitación de Virgilio», puesto por el propio Bello, toma como modelo la Égloga II de Virgilio, con algunos temas de la VIII y la X, pero con la poderosa influencia en el lenguaje de la Égloga I, de Garcilaso de la Vega (1501-1536) y la Égloga Tirsi, de Francisco de Figueroa (1536-1617?). Para mí, es claro el proceso creador de Bello: la fuente originaria es el texto latino de Virgilio, pero las formas expresivas son debidas al conocimiento de los poemas de Garcilaso y del «divino» Figueroa.

Es más; podemos precisar no tan sólo los poemas y pasajes que Bello ha tenido presentes -en su alma y ante su vista- al escribir la Égloga, sino también el libro en donde Bello conoció la obra de los poetas influyentes. La indicación de la fuente bibliográfica nos la da el propio Bello, pues de él procede, indudablemente, la afirmación de Miguel Luis Amunátegui, al hablar de las tertulias literarias de la Caracas colonial y de la conservación, en archivo, de las producciones que en ellas se presentaban: «Por lo que pueda interesar advertiré que, en esta colección, había muchas églogas, lo que provenía de ser uno de los   —138→   libros más leídos el Parnaso Español, de don Juan López de Sedano8, donde abundan piezas de este género». La Égloga Tirsis, habitador del Tajo umbrío fue presentada en uno de estos certámenes privados, y parece que fue celebradísima, dados los elogios que nos refiere Amunátegui y por los que le tributa Tomás Jesús Quintero, con el seudónimo Thomas J. Farmer, desde Madrid, en 1827 al escribirle a Bello que la sabía de memoria, casi entera9. Además Miguel Antonio Caro obtuvo la primera octava del poema y después el texto completo, porque Juan Vicente González había conservado en Caracas una copia del poema. Es decir, puede afirmarse que la Égloga tuvo calurosa aceptación.

En cuanto a la fecha, imprecisa, de la obra de Bello, puede fijarse alrededor de 1805, o sea a los veintitantos años de edad de nuestro poeta. Esta Égloga forma parte de un grupo de composiciones del mismo carácter, de las que es el único resto conservado. Seguramente los contertulios de Bello habrán compuesto también poesía del mismo tenor. Todo ello ha desaparecido al destruirse en 1812 el archivo poético de las referidas tertulias. Estas poesías son obras de aprendizaje, ejercicios de versificación y poetización. Por cuanto que pertenecen al momento formativo de Bello, veinteañero, es importante dilucidar cuáles son los poetas que intervienen de manera más fuerte y decisiva en el desenvolvimiento de la maestría poética de Bello. En este caso, podemos seguirlo paso a paso.

Fundamentalmente, el poema sigue la Égloga II de Virgilio, pero la expresión castellana está elaborada a base de la Égloga I de Garcilaso de la Vega, y la Égloga Tirsi, de Figueroa, con la influencia menor de otro poema de Figueroa, las Estancias. Los tres poemas están recogidos en el Parnaso Español, de López de Sedano. Podría argüirse que no es más que la influencia de una fuente común, la de Virgilio, sobre Garcilaso y Figueroa, al mismo tiempo que sobre Bello. Sin embargo, las relaciones entre la obra de Bello y las de los poetas del siglo XVI español, no son exclusivamente temáticas, sino principalmente de ritmo y musicalidad, de expresión castellana, de gusto por un vocabulario semejante, por giros poéticos que no pueden explicarse, de ninguna manera, a base solamente del modelo común latino, sino por la especial delectación en el uso del lenguaje castellano, por la fascinación que Garcilaso y Figueroa   —139→   ejercerían en el ánimo poético de Bello. Es decir, la castellanización del verso latino ha sido hecha por Bello, pensando en otros poetas eclógicos, esta vez castellanos: Garcilaso y Figueroa. Ello no le quita valor a la obra de Bello por cuanto que sigue teniendo el que debe tener como poema primerizo y como ensayo poético juvenil. Por otra parte, no hace sino ratificar la idea aceptada de su buen gusto y aclara un aspecto de la sólida formación en sus años de estudio.

La elaboración poética de la Égloga de Bello, partiendo del texto de Virgilio, a través de la expresión hispánica de dos clásicos castellanos, conserva, sin duda, cierta calidad poética personal, notable en un poema de juventud.

El mismo Bello nos ha dejado el testimonio de su devoción por los poemas castellanos que fueron sus guías al escribir la Égloga. En el Juicio crítico de don José Gómez Hermosilla, escribe: «Idilio La Ausencia. Bellísimo; pero (con perdón del señor Hermosilla) no mejor que cuanto se ha escrito de este género en nuestra lengua; porque, prescindiendo de la primera égloga de Garcilaso, jamás excedida ni igualada en castellano, nos parece superior el Tirsi, de Figueroa, que, por estar en el mismo metro, puede más fácilmente compararse con el presente idilio». Este artículo, publicado en El Araucano de Santiago de Chile, en 1841-1842, corrobora el entusiasmo que alrededor de 1805 habría sentido en Caracas el autor de la silva A la Agricultura de la Zona Tórrida.

Queda algo que quisiera puntualizar. Amunátegui dice que Bello «quitó a la composición (de Virgilio) todo lo que, en el original latino, tenía de repugnante para las costumbres modernas», pues el joven Alexis es sustituido por la joven Clori, objeto del amor de Tirsis. Pues bien; esto es también lo que acontece con Francisco de Figueroa, en cuya Égloga, Tirsi ama a la «ingrata» Dafne.

En resumen. Sobre el fondo temático de la Égloga II de Virgilio, con algún aditamento de la VIII y X, es indudable que hay una fuerte dependencia de ritmo, musicalidad, giros y aun vocabulario, entre Bello, poeta en formación y en crecimiento, y los dos maestros del clasicismo español: Garcilaso y Figueroa.

A mi parecer, no es desdeñable la conclusión que puede deducirse de la elaboración de la Égloga de Bello, para ilustrar la educación juvenil del más grande poeta americano de la primera mitad del siglo XIX.

Lamentablemente no disponemos de dos trabajos de Bello, que nos habrían dado rasgos adicionales para captar con mayor amplitud los años de aprendizaje de Bello. Me refiero a la versión de la tragedia Zulima, de Voltaire y a la del Canto V de La Eneida, de Virgilio. Esta última habrá sido un primer ejercicio de Bello, pues la hacía bajo la dirección del P. Cristóbal de Quesada, quien murió en 1796, o sea cuando su pupilo tenía 15 años de edad.

Estimo como muy significativa esta comprobación del camino del aprendizaje en el oficio de escritor que apasiona a Bello en sus años de formación de su estilo poético. Los otros poemas que conocemos de este período ofrecen a primera vista el mismo carácter de iniciación en   —140→   el dominio de la expresión poética, a base de un profundo análisis de las obras clásicas.

Desde su primera juventud, da el ejemplo Bello de lo que será siempre su consejo constante: estudio y corrección.

Años más tarde, en 1827, al comentar en Londres las poesías de José María de Heredia (1803-1839) critica ciertos giros de lenguaje en los poemas del vate cubano, a quien considera excelente, pero que cae en expresiones que son «verdaderos barbarismos en el idioma de las musas». Para evitarlos, escribe, «recomendamos al señor Heredia el estudio (demasiado desatendido entre nosotros) de los clásicos castellanos y de los grandes modelos de la antigüedad. Los unos castigarán su dicción y le harán desdeñarse del oropel de voces desusadas; los otros acrisolarán su gusto, y le enseñarán a conservar, aun entre los arrebatos del estro, la templanza de imaginación, que no pierde jamás de vista a la naturaleza y jamás la exagera, ni la violenta».

Descubre en Heredia «toda la abundancia y la valentía de un admirable ingenio, que, con un poco más de estudio y corrección, competiría con los mejores poetas de nuestros días, de cualquier lengua y nación que sean».

Tan persistente es tal convicción en el ánimo de Bello, que la repite en 1843, en el Discurso de instalación de la Universidad de Chile, al comentar las obras de la constelación de jóvenes ingenios que cultivan con ardor la poesía: «Lo diré con ingenuidad: hay incorrección en sus versos; hay cosas que una razón castigada y severa condena. Pero la corrección es la obra del estudio y de los años».

Con estas normas como metas y objetivos, transcurren los años de aprendizaje poético de Andrés Bello en sus días de Caracas, durante los cuales templa su pluma y afina su inspiración, como preparándose para la creación de los grandes poemas que habrá de elaborar desde Londres en la segunda etapa de su existencia.

Si la poesía es la punta de lanza que un escritor esgrime para poner en el mundo su mensaje, en la prosa es donde el estilo se acrisola y nos da acaso con mayor seguridad la medida de la capacidad expresiva de un literato.

Del período caraqueño de aprendizaje, disponemos sólo de una prosa, relativamente breve, datada en 1809-1810, en vísperas de su partida para Londres, que a nuestro juicio es suficientemente indicativa del grado de desarrollo que había logrado Bello en su época de formación. Se trata del Resumen de la historia de Venezuela, publicado como parte central del que se considera el primer libro impreso en Venezuela: el Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros en Venezuela para el año de 1810, salido del taller caraqueño de Mateo Gallagher y Jaime Lamb, en los mismos días en que Bello partía para Londres, como Secretario de la misión diplomática de Bolívar y López Méndez, enviada a la capital inglesa por la Junta de Caracas, formada el 19 de abril de 1810.

Es bien sabido que el Calendario quedó inconcluso, por cuanto que no se alcanzó a reunir la totalidad de los datos que solicitaba Bello, como redactor de la obra, pero, con todo, el haberse preservado la prosa del   —141→   Resumen de la Historia de Venezuela convierte este impreso en un precioso y único testimonio de su período caraqueño. Analizo las cualidades literarias del texto de Bello en el estudio sobre el Calendario Manual, incluido en este volumen.

La prosa del «Resumen» está escrita con goce y alegría. Habrá sido para Bello una grata ocupación, tanto por su propio solaz, como por dar a sus coetáneos sus propias conclusiones: la riqueza y hermosura naturales del país; su progreso con la racional explotación agrícola; y el logro de la mayoría de edad a fines del siglo XVIII, con lo cual Venezuela podía gobernar su propio futuro.

En las virtudes del campo, sobre un suelo fecundísimo, las gentes formadas en el trabajo podían alcanzar cumplidamente el alto rango que la Providencia tenía reservado a Venezuela.

De las investigaciones de Bello sobre el idioma castellano durante el período caraqueño, o sea hasta 1810, se nos ha conservado la importante monografía Análisis ideológica de los tiempos de la conjugación castellana, que no publicará sino en 1841, después de tenerla sepultada por más de treinta años, según sus propias palabras. Es un trabajo original, singularísimo, inteligente y profundo, que nos indica haber pasado largas horas de meditación en textos de literatura castellana para reducir a sistema el rico uso de formas y significados del verbo. Tradujo y adaptó al castellano la obra del Abate Condillac, Arte de escribir con propiedad, que fue publicado sin su anuencia en 1824 en Caracas. Se ha perdido acaso definitivamente, así como desconocemos la monografía que escribió Bello para un concurso sobre el uso de tres conjunciones, que, porque y pues.

Todo ello significa que durante sus días juveniles -época de aprendizaje y formación- había dedicado particular atención al estudio de la lengua castellana, campo en el que más adelante habrá de descollar como maestro indiscutible.

El poeta; el prosista -con estilo propio-; y el lingüista se ha manifestado con escritos personales en este fecundo período caraqueño, que va a interrumpirse al incorporarse a la misión que parte para Londres en junio de 1810. Las bases firmes de la obra futura están indicadas en su tiempo de Caracas, cuando por propia exigencia logró forjarse, en un medio propicio, su condición de humanista. Persisten los temas, juicios y reflexiones en sus creaciones posteriores, en Londres y en Chile, pero lo más importante es que su pensamiento y su consideración de los hechos culturales tienen ya claros precedentes en los escritos y en la conducta de esos años de aprendizaje y maduración. Siempre elevado y riguroso en las manifestaciones de su inteligencia; con delicado buen gusto, acaso heredado de su abuelo materno; con sentido de la naturaleza aprendido en las observaciones de la tierra que le vio nacer; todo ello impregnó su espíritu de un modo de ser que no abandonará jamás. Su sensibilidad de poeta ya está definida en Caracas. Su prosa está ya lograda. Los estudios posteriores podrán darle mayor erudición y más amplitud de criterio, pero el fondo legítimo de toda su acción está en la adscripción a las fuentes de cultura rural -las del temple del carácter-   —142→   que aprendió en Venezuela. La poderosa inteligencia de Bello está en pleno desarrollo cuando los acontecimientos políticos le han de llevar al Viejo Mundo, donde ciertamente dispondrá de otra perspectiva y de otros medios.

El 10 de junio de 1810 la corbeta inglesa General Wellington partía de La Guaira hacia el viejo mundo llevando a bordo al futuro Libertador, de casi 27 años, y a un joven humanista, de cerca de 29, quien iba a encontrar en Londres el centro de perfeccionamiento de su sabiduría.




La perspectiva desde Londres

El azar dispuso que sólo por una lamentable circunstancia, se haya conservado la que parece ser la primera carta que Andrés Bello escribió a su madre, doña Antonia López, desde Londres, al año y cuatro meses de su alejamiento de Venezuela. El bergantín inglés La Rosa fue apresado a la vista del Cabo Codera el 3 de enero de 1812, por el corsario particular de Puerto Rico, San Narciso (a) el Valiente Rovira, el cual entregó su presa a las autoridades españolas, quienes remitieron todos los documentos al Ministerio de la Marina del gobierno peninsular. Constituye el primer testimonio personal de la vida de Bello en Inglaterra, pues el resto de la correspondencia que indudablemente habrá escrito, en particular a Juan Germán Roscio, se ha perdido, acaso para siempre.

He aquí el texto del documento de Bello:

Londres, 30 de octubre de 1811.

Querida madre: es indudable el ansia que tengo de regresar al seno de mi familia, y entre otros motivos, por la consideración de la estrechez en que las circunstancias de esa provincia habrán puesto a Vmd. y por la imposibilidad en que me encuentro de atender a ello desde aquí, pues no tengo medios de qué disponer, considero que mi regreso será pronto y seguramente no estaré ya 6 meses sin ver a Vmd. Entre tanto, un poco de paciencia, que tras estos días no puede menos de venir un tiempo mejor, más tranquilo y feliz.

Tengo presentes todos los encargos que se me han hecho y no me iré sin ellos como pueda. Deseo que Carlos me escriba individualmente el estado de las cosas en esa, pues probablemente tendré tiempo de recibir una o dos cartas suyas, después de la llegada de ésta a Caracas.

Yo no he tenido enfermedad alguna desde que dejé Caracas, antes, por el contrario, me siento más fuerte y con mejor salud que nunca. Los catarros que solía padecer se me han retirado enteramente, y sólo me repite de cuando en cuando el dolor de cabeza, pero de ningún modo con la fuerza ni con la frecuencia que en Caracas, y no dudo que si estuviese en Inglaterra un año más, conseguiría librarme para siempre de esta pensión. En fin, por la experiencia de 16 meses, creo poder asegurar que este clima me conviene mucho mejor que el de Caracas, y que la navegación es una de las cosas que me hacen más provecho. Por tanto, espero que mi residencia   —143→   en Inglaterra me habrá producido a lo menos el beneficio de mejorar mi constitución.

Memorias a Florencio, Rosario, Eusebio, Carlos, Josefina y demás de esa; a mis tíos, y a todos mis amigos.

Queda de Vmd, su afectísimo hijo.

Andrés (Rubricado)



Al escribir esta carta, Bello llevaba algo más de un año de residencia en Londres, seguramente todavía en el proceso de adaptación a los medios y costumbres de una gran ciudad, en la cual sufría los vivos deseos de retornar a su tierra natal, en la esperanza de que se cumpliese su anhelo en un plazo de seis meses más, como escribe en la carta a su madre. La escasez de medios y la falta de noticias de los suyos aumentaría su angustia, aunque pensase que iba a llegar «un tiempo mejor, más tranquilo y feliz».

Es de imaginarse el asombro de Bello en su primer año de permanencia en Londres: una gran metrópoli; grandes instituciones; un medio social que no podía haber adivinado desde Caracas; el trato con personalidades del mundo político aun en la condición de Secretario de la misión presidida por Bolívar, en entrevistas cuya fe redactó en las actas que conocemos; el encuentro con Miranda, el compatriota universal, en cuya biblioteca desplegó Bello todo su afán de nuevos conocimientos; todo ello habrá formado el conjunto de las impresiones primeras en una comunidad de tan diferentes caracteres. Los sentimientos y las memorias llevan su pensamiento hacia los suyos y alimentan la ilusión de la pronta reincorporación al hogar, donde los suyos debían pasar las incomodidades de tiempos tormentosos.

El estudio y el perfeccionamiento con otros instrumentos de cultura serán, sin duda, la compensación de sus inquietudes en el presente y ante el porvenir incierto. No debía bastarle el mejoramiento de la salud que consigna en su carta.

Trece años más tarde nos ofrece un precioso testimonio autobiográfico en las cartas a su condiscípulo don Pedro Gual. En enero de 1824, le dice: «He cultivado, como Ud. sabe, desde mi niñez las humanidades; puedo decir que poseo las matemáticas puras; y aunque por falta de medios he carecido del uso de instrumentos, he estudiado todo lo necesario para la descripción de planos y mapas. Tengo además conocimientos generales en otros ramos científicos». De este mismo año, tenemos otra carta a Gual, del mes de agosto, en que es más explícito en lo que atañe a sus días londinenses:

Desde que nos vimos y hablamos la última vez en Caracas, ¡qué multitud de sucesos han pasado por uno y otro! Aquella nuestra última conversación se me representa ahora con la viveza que otras escenas y ocurrencias de la edad más feliz de la vida; todas las cuales reunidas me hacen echa menos a cada paso, entre el fastidio de la vida monótona de Londres, aquel cielo, aquellos campos, aquellos placeres, aquellos amigos; y repetir con el Dante:

  —144→  
... Nessun maggior dolore,
Che ricordarsi del tempo felice
Nella miseria...

Bien es que bajo otros aspectos no puedo quejarme de mi suerte. Hasta el presente he podido vivir en Londres, si no con abundancia, en una moderada medianía, y aun he podido mantener una familia, sin saber qué son deudas, empeños, ni ahogos. He pasado una vida laboriosa, pero en medio de mis afanes he tenido buenos amigos aun entre la clase más distinguida de este país; he disfrutado los placeres de la vida doméstica, aunque interrumpidos a veces por las pensiones de la humanidad; y he hurtado a mis ocupaciones no pocos ratos para dedicarlos a las musas y al estudio.

Hasta el año de 1822, me ocupé llevando la correspondencia de una casa de comercio, y dando lecciones de español, latín y griego. En aquella fecha me propuso el Sr. Irisarri que me hiciese cargo de la Secretaría de la legación chilena, que admití con condición de que por este servicio no se me considerase obligado a continuar para siempre en el de Chile, y de que me sería libre en todo caso renunciar este empleo, y solicitar otro, bajo cualquiera de los nuevos gobiernos americanos. Continúo sirviendo dicha secretaría, y he tenido la fortuna de hallar en el Sr. Irisarri no sólo un jefe de muchas luces y talento, sino un amigo indulgente y amabilísimo.

Pero mis gastos domésticos crecen, la idea de serme aquí imposible establecer mis chicos, me aflige y desalienta, y las esperanzas de ascenso bajo un gobierno a quien soy casi del todo desconocido, no son muy lisonjeras. La idea de trasladarme al polo antártico y de abandonar para siempre mi patria, me es insoportable. Por otra parte los años pasan con la velocidad que acostumbran; y un hombre


«Cujus octavum properavit aetas
claudere lustrum»,

no tiene tiempo que perder. En esta circunstancia, amigo mío, la necesidad de formar un plan, que corresponda a mis miras y que en lo posible no haga violencia a mis hábitos y a mis inclinaciones, unida a la imposibilidad de realizar ninguno por mí mismo, me obliga a solicitar la ayuda de mis compatriotas y amigos. V. en el alto destino que ocupa puede hacer mucho por mí, y no puede faltarle inclinación a hacerlo, cuando el favorecer a un amigo le proporciona contribuir a un acto de rigurosa justicia. El Gobierno de Colombia no puede ni debe abandonar a un empleado del Gobierno de Venezuela, que, como V. sabe, vino a Londres con un encargo oficial, y que por su conducta no ha desmerecido la protección de uno ni otro. Si en 1810 se me consideraba útil, catorce años de residencia en Londres con la aplicación que V. me conoce, no pueden haber disminuido mi aptitud para el desempeño de algún encargo diplomático, proporcionado a mi edad y al rango en que empecé a servir.



La constancia que nos da en esta carta ilustra más que cualquier comentario sobre los hábitos e inclinaciones de Bello en sus días de Londres: vida laboriosa, dedicación al estudio; ejercicio de maestro de   —145→   español, latín y griego; su hogar; el servicio en la Legación de Chile con Irisarri; el trato con buenos amigos «aun en la clase más distinguida» de Londres; todo ello, doblado con la añoranza de los días de Caracas, ante la idea de ser responsable de su familia, a los 43 años de edad. Este es el tejido de actividades y preocupaciones que han llenado casi tres lustros de existencia de Bello en la capital inglesa.

En las palabras de Bello aparecen de relieve las circunstancias que favorecieron la evolución de sus conocimientos y su propio desarrollo personal en esta etapa de vida en Londres. Cobran, entonces, pleno sentido las frases de Mariano Egaña, en la comunicación dirigida al Ministro de Relaciones Exteriores de la República de Chile, al recomendar a Bello para oficial Mayor del Despacho, vacante por renuncia de don Ventura Blanco. Alcanza mayor valor el retrato que traza Egaña, por cuanto que al llegar a Londres como jefe de la Misión de Chile, tuvo tremenda ojeriza contra Bello, al suponerlo amigo y aliado de Irisarri, a quien Egaña despreciaba de corazón.

El referido oficio de Egaña es de 10 de noviembre de 1827 y reza así, respecto a Bello:

Educación escogida y clásica, profundos conocimientos en literatura, posesión completa de las lenguas principales, antiguas y modernas, práctica en la diplomacia, y un buen carácter, a que da bastante realce la modestia...



Y añade una fina observación para subrayar la conveniencia de que el gobierno de Chile contrate los servicios de Bello, en cuanto a que se requieren

Personas que tengan conocimientos prácticos del modo con que giran los negocios en las grandes naciones que nos han precedido, por tantos años, en el manejo de la administración pública. Esta experiencia, que no es posible adquirir sin haber residido por algunos años en Europa en continua observación y estudio, y con regulares conocimientos anticipados, nos sería muy provechosa para expedir con decoro y acierto los negocios y aparecer con dignidad a los ojos de las naciones en nuestras transacciones políticas.



Bello decidió trasladarse a Chile, país que le ofrecía seguridad para él y su familia. Algo más de un año después de la fecha de la recomendación de Egaña, Bello el 14 de febrero de 1829 emprendía el regreso a América, en el bergantín inglés Grecian. El destino señalaba el último rumbo al humanista de Caracas, al término de 19 años de estancia en Londres, en continua superación de los años de aprendizaje juveniles. Su prestigio se había consolidado con la obra llevada a cabo en sus días en Inglaterra, debido principalmente a sus escritos, en verso y en prosa, y a sus estudios ininterrumpidos sobre historia literaria, en los tesoros de manuscritos existentes en el Museo Británico, que le crearon justa fama de singular erudito en los hechos del lenguaje, desde sus primeras manifestaciones, y en el análisis de la forma y expresión de la poesía primitiva en la Edad Media de nuestra civilización. El respeto y consideración alcanzados en los medios de emigrados políticos peninsulares y americanos no se explicaría de otro modo. Que Blanco White, Bartolomé   —146→   José Gallardo, Vicente Salvá, Antonio Puigblanch, entre otros españoles; y Antonio José de Irisarri, Vicente Rocafuerte, Fernández Madrid, José Joaquín de Olmedo, y tantos más entre sus compatriotas americanos, le distinguiesen con notable deferencia y admiración, no puede deberse a otra causa que a sus escritos, aparte la base de la solidaridad humana que fue rasgo visible en este período de exilio londinense.

Seguramente se ha perdido una buena parte de lo que produjo Bello durante los primeros años de subsistencia en Londres, antes de que apareciesen las revistas que auspició la Sociedad de Americanos, constituida en 1823, integrada por Bello, García del Río, Luis López Méndez, Agustín Gutiérrez Moreno y Pedro Creutzer. Podemos juzgar de la laboriosidad infatigable de Bello, antes de esa fecha, a través de los cuadernos de notas tomadas sin duda en el British Museum, a lo largo de horas de concentración en lecturas e investigaciones que le proporcionaron una preparación excepcional para escribir los sesudos estudios sobre el origen de la rima asonante, o la versificación en lengua latina y griega, o el origen de las composiciones métricas y los problemas del ritmo, o las razones sobre la épica medieval, que le permitieron sentar cátedra frente a los mayores especialistas europeos en la materia. Asiduo concurrente a la gran biblioteca del Museo Británico, vería ensanchar el horizonte de conocimientos presentidos en Caracas, y fortalecer sus ideas para codearse con bibliógrafos y filólogos como Bartolomé José Gallardo, el más sabio conocedor en su tiempo de la literatura antigua española. Esta sólida formación de Bello dará un formidable apoyo a todo cuanto escriba luego sobre el idioma castellano.

Es su principio fundamental: estudio y corrección.

Su principal obra de creación fueron sus poemas, en los cuales aplicó una exigente labor de poda y perfeccionamiento. Basta examinar los Borradores de Poesía, incorporados en el volumen II de la edición de las Obras Completas (Caracas, 1962) para percatarse de la continua tarea de lima y enmienda hasta lograr la expresión deseada. Así las dos silvas -sus poemas mayores de este período-, constituyen el logro de sus mejores obras, fruto de una real inspiración, con la más delicada ambición poética. Pugnan en sus versos la fuerza de la añoranza, el amor a la suerte de sus compatriotas y el encandilamiento hacia «aquella naturaleza majestuosa del ecuador, tan digna de ser contemplada, estudiada y cantada», como afirma el propio Bello en el juicio sobre las poesías de José María Heredia, en 1827. La inspiración del poeta ha cobrado universalidad, en proceso paralelo al de la ampliación de su visión de la cultura, en la evolución armónica de su madurez espiritual. Las ideas, enraizadas en sus meditaciones de Caracas, han ido alcanzando mayor amplitud, en la hermosa preparación de su saber, para brindarlo luego a manos llenas, después de su regreso al suelo americano.

Invierte también tiempo de goce al traducir al castellano poesías de otras lenguas: Delille, Boyardo; clásicos latinos: Horacio, Tibulo, etc., signo de sus lecturas, de las cuales dará amplia muestra en la copiosa cosecha de notas críticas, con que llena la sección bibliográfica de las dos grandes revistas de Londres: La Biblioteca Americana (1823) y El   —147→   Repertorio Americano (1826-1827). Trabajos de interpretación de obras de interés hacia América, que es la principal finalidad de sus comentarios. De sus investigaciones lingüísticas da también amplia muestra en sus colaboraciones en las citadas revistas. Son profundos esclarecimientos de temas de historia de la literatura y del lenguaje, que anuncian quien habría podido ser el pionero de la erudición filológica en la lengua castellana, si el retorno a América no hubiese señalado otro rumbo a su actividad literaria. Los nuevos estados, salidos de la lucha por la Independencia, requerían otro servicio al que Bello se plegó en sustitución de sus indagaciones filológicas. Así quedó relegado algún trabajo magistral, como el de la reconstrucción del Poema del Cid, que vio la luz póstumamente. Era más urgente e imperioso en América, definir, orientar y consolidar las nuevas sociedades emancipadas.

Los años difíciles de la emigración en Londres fueron superados por la devoción al afán de saber, con que evitó Bello la desesperanza ante una terrible situación personal y las sombrías amenazas del futuro incierto, especialmente en los primeros tiempos de haber llegado a Londres. Poco a poco fue imponiéndose su valer y logró una estable medianía, con ocupaciones que le proporcionaron algunos cargos en los que pudo adquirir valiosas experiencias en la administración pública y particularmente en el campo de las relaciones internacionales, primero en la Legación de Chile y luego en la de la Gran Colombia, de la que llegó a ser Encargado de Negocios, por breve tiempo.

La etapa londinense, de 19 años de residencia, significó para Bello la universalización de sus ideas; la comprensión razonada del hecho americano; una nueva visión de la obra civilizadora; una mayor capacidad y preparación para entregar su magisterio al continente, desde las tierras australes americanas. Su obra literaria ha adquirido perfección. Está en condiciones, cerca del medio siglo de edad, para ejercer con mano firme el magisterio que América esperaba. Hasta este momento, en 1829, no había publicado libro alguno, pero lleva en el alma un formidable acopio de saberes que ofrecerá desde Chile a las sociedades de las nuevas Repúblicas Americanas.

Tal será la misión de Andrés Bello.




La docencia literaria

Acaso la sentencia de Bello, que mejor interpreta a mi sentir el trasfondo de su obra literaria esté en esta expresión de su artículo Estudios sobre Virgilio (1826), en la que dice:

El hábito de pensar, unido a la necesidad de hacer uso de lo que se piensa, conducen a perfeccionar el arte de dar fuerza a la palabra.



En verso y en prosa, Bello cuidó todo lo que nos ha dejado escrito sobre esta norma fundamental: la de la fuerza de la palabra, para lograr la comunicación de sus temas poéticos o del discurrir en prosa. Añádesele a ello la tácita majestad y la noble simplicidad, que comenta en la nota   —148→   crítica a don Nicasio Álvarez de Cienfuegos, y tendremos el sesgo definido del modo de escribir de Bello. Todo ello con la claridad, «prenda la más esencial del lenguaje, y, por una fatalidad del castellano, la más descuidada en todas las épocas de su literatura», conforman los principios a que se atuvo nuestro humanista -en prosa y en verso- desde los mismos comienzos de su obra literaria. Censura el que con excesiva frecuencia se haya abandonado «la sencilla, expresiva naturalidad de la antigua poesía castellana», para hacerse «demasiado artificial; y de puro elegante y remontada, perdió mucha parte de la antigua facilidad y soltura, y acertó pocas veces a trasladar con vigor y pureza las emociones del alma». De ahí que subraye con alegría en los Romances históricos del Duque de Rivas, «aquella naturalidad amable, que parecía ya imposible de restaurar a la poesía seria castellana», o en las Leyendas españolas de José Joaquín de Mora, donde «fluye casi siempre, como de una vena copiosa, una bella poesía, que se desliza mansa y transparente, sin estruendo, y sin tropiezo, sin aquellos, de puro artificiosos, cortes del metro, que anuncian pretensión y esfuerzo; y al mismo tiempo, sin aquella perpetua simetría de ritmo que empalaga por su monotonía; todo es gracia, facilidad y ligereza».

Bello castiga su dicción, en prosa y en verso, para lograr sencillamente la exacta comunicación de sus ideas o la interpretación de su concepción poética. En el verso, dotado del excepcional oído de la cadencia y del ritmo, tan elogiado en Bello por don Tomás Navarro Tomás, logra cincelar sus poemas con majestad, claridad y naturalidad. Aunque ya hemos citado el parecer de Bello en cuanto a que las musas exigen del poeta más dedicación a tiempo completo, también afirma que ellas «no se dejan desalojar tan fácilmente del corazón que una vez cautivaron, y que la naturaleza formó para sentir y expresar sus gracias». Así cultivó Bello la creación poética hasta el fin de sus días.

Fernando Paz Castillo termina sensatamente el prólogo a las Poesías de Bello (Obras Completas, I, Caracas, 1952) con estas palabras: «Su poesía es la obra íntima de toda la vida. Su biografía espiritual... ¿Clásico? ¿Romántico?... Bello no se abanderizó, ni quiso abanderizarse... no lo abandericemos nosotros».

Pienso, además, que sería extremadamente difícil abanderizarlo, porque ni su obra poética lo permite, ni el criterio manifestado a través de su extensa labor de crítico lo autorizaría. Pertenece Bello a una época de transición del gusto, con la aparición de nuevas escuelas literarias, para las que tuvo comprensión ecuánime: «¿Quién ignora que el gusto varía de un tiempo a otro, aun sin salir de lo razonable y legítimo...?» y refiriéndose al Cid, de Pierre Corneille, escribe: «Que es una hermosísima tragedia, es cosa en que todos convienen, si no es algún crítico exagerado de la escuela romántica, porque la exageración y el fanatismo se encuentran en todas las sectas». Es una manera elegante y preciosa de inclinarse únicamente ante la belleza lograda literariamente.

Dispersas en la colección de artículos críticos de Bello encontramos aseveraciones de principios que quiero aducir, no porque atañen al inútil encasillamiento en una u otra escuela, sino porque son expresivas del   —149→   pensamiento de nuestro escritor y ayudan definitivamente a comprender cuál es su mensaje ante el hecho literario.

Condena, por una parte, el embobamiento irrestricto ante los clásicos y propicia se eduque ‘el gusto de la juventud, aficionándola al genio osado y severo de las musas antiguas, y preservándola de aquella admiración ciega, que por el hecho de hallarlo todo perfecto, se manifiesta incapaz de estimar dignamente lo que merece este título’.

Protesta las reglas neoclásicas en el teatro, porque «no son el fin del arte, sino los medios que el autor emplea para obtenerlo». Y prosigue: «El mundo dramático está ahora dividido en dos sectas, la clásica y la romántica; ambas a la verdad existen siglos hace, pero, en estos últimos años, es cuando se han abanderizado bajo estos dos nombres los poetas y los críticos, profesando abiertamente principios opuestos. Como ambas se proponen un mismo modelo, que es la naturaleza, y un mismo fin, que es el placer de los espectadores, es necesario que en una y otra sean también idénticas muchas de las reglas del drama... Una gran parte de los preceptos de Aristóteles y Horacio son, pues, de tan precisa observancia en la escuela clásica, como en la romántica; y no pueden menos de serlo, porque son versiones y corolarios del principio de la fidelidad de la imitación, y medios indispensables para agradar».

Lo que Bello condena es la exageración, en una y otra tendencia. Su espíritu ecuánime se rebela contra cualquier desequilibrio apasionado que perjudique la obra de arte. Léase, por ejemplo, lo que afirma en su estudio sobre el Juicio crítico de don José Gómez Hermosilla: «En literatura, los clásicos y románticos tienen cierta semejanza no lejana con lo que son en la política los legitimistas y los liberales. Mientras que para los primeros es inapelable la autoridad de las doctrinas y prácticas que llevan el sello de la antigüedad, y el dar un paso fuera de aquellos trillados senderos es rebelarse contra los sanos principios, los segundos, en su conato a emancipar el ingenio de trabas inútiles, y por lo mismo perniciosas, confunden a veces la libertad con la más desenfrenada licencia». Esta afirmación de 1842, casa perfectamente, con la hecha en 1829, casi en los días de su llegada a Chile, al escribir la nota crítica a las Poesías de J. Fernández Madrid: «El inagotable tema de los modernos poetas liberales, es decir el amor a la libertad, el odio al despotismo, la censura amarga de esa liga infausta de tiranía y fanatismo que oprime y humilla a la Europa, ha suministrado al autor asunto digno de sus inspiraciones».

Pero, al tiempo que señala los riesgos de los neoclásicos, por conservadores y serviles, indica Bello en su comentario a los Ensayos literarios y críticos de Alberto Lista (1848), los extravíos de la escuela que se ha querido canonizar con el título de «romántica»; «Ningún escritor castellano, a nuestro juicio, ha sostenido mejor que Don Alberto Lista los buenos principios, ni ha hecho más vigorosamente la guerra a las extravagancias de la llamad a libertad literaria, que so color de sacudir el yugo de Aristóteles y Horacio, no respeta ni la lengua ni el sentido común, quebranta a veces hasta las reglas de la decencia, insulta a la religión, y piensa haber hallado una especie de sublime en la blasfemia».   —150→   Siguen, con pretensiones de profundidad, una «neblina metafísica, con que parece que recientemente se ha querido oscurecer, no ilustrar, la teoría de la bella literatura». Con todo, afirma que «es preciso admitir que el poder creador del genio no está circunscrito a épocas o fases particulares de la humanidad; que sus formas plásticas no fueron agotadas en la Grecia y el Lacio; que es siempre posible la existencia de modelos nuevos, cuyo examen revele procederes nuevos, que sin derogar las leyes imprescriptibles, dictadas por la naturaleza, las apliquen a desconocidas combinaciones, procederes que den al arte una fisonomía original, acomodándolo a las circunstancias de cada época, y en los que se reconocerá algún día la sanción de grandes modelos, de grandes maestros». Por tanto, concluye: «Elección de materiales nuevos, y libertad de formas, que no reconoce sujeción sino a las leyes imprescriptibles de la inteligencia, y a los nobles instintos del corazón humano, es lo que constituye la poesía legítima de todos los siglos y países, y por consiguiente, el romanticismo, que es la poesía de los tiempos modernos, emancipada de las reglas y clasificaciones convencionales, y adaptada a las exigencias de nuestro siglo».

Ya en la trascendente circunstancia de inaugurar la Universidad de Chile, en 1843, había sintetizado Bello, en pocas palabras, cuál era su credo literario, después de haber invocado la sentencia de Goethe: «Es preciso que el arte sea la regla de la imaginación y la transforme en poesía».

Y añadía: «¡El arte! Al oír esta palabra, aunque tomada de los labios mismos de Goethe, habrá algunos que me coloquen entre los partidarios de las reglas convencionales, que usurparon mucho tiempo ése nombre. Protesto solemnemente contra semejante aserción; y no creo que mis antecedentes la justifiquen. Yo no encuentro el arte en los preceptos estériles de la escuela, en las inexorables unidades, en la muralla de bronce entre los diferentes estilos y géneros, en las cadenas con que se ha querido aprisionar el poeta a nombre de Aristóteles y Horacio, y atribuyéndoles a veces lo que jamás pensaron. Pero creo que hay un arte fundamental en las relaciones impalpables, etéreas, de la belleza ideal; relaciones delicadas, pero accesibles a la mirada de lince del genio competentemente preparado; creo que hay un arte que guía a la imaginación en sus más fogosos transportes; creo que sin este arte la fantasía, en vez de encarnar en sus obras el tipo de lo bello, aborta esfinges, creaciones enigmáticas y monstruosas. Esta es mi fe literaria. Libertad en todo; pero yo no veo libertad, sino embriaguez licenciosa, en las orgías de la imaginación».

Tales son los conceptos básicos con que Bello elabora sus propias creaciones. Con los mismos piensa y escribe sus notas de crítica a una extensa gama de obras ajenas, en ejecución de su labor magisterial para la formación del gusto de sus contemporáneos, y, al mismo tiempo, como consejo admonitor para las nuevas generaciones de hombres de letras. Su autoridad le confirió en Chile un elevado puesto de maestro, en el cual tuvo que sufrir algunos embates, como el que le enrostró Domingo Faustino Sarmiento, en acto de fogosa arremetida, del que más   —151→   tarde se arrepintió noblemente. No es otra la causa de la famosa y mal traída polémica entre dos personalidades eminentes, pero en lógica discrepancia de interpretación literaria en determinado momento. No pasó de ahí.

Pero además, no debemos olvidar que Bello requería a todo escritor, el método de corrección y estudio, al que nos hemos referido anteriormente. En el estudio del idioma ponía el mayor énfasis: «El estado lastimoso de corrupción en que va cayendo entre nosotros la lengua nativa, no podrá remediarse sino por la lectura de las buenas obras castellanas. Multiplíquense cuanto se quiera las clases de gramática: ellas darán a lo sumo, un lenguaje gramaticalmente correcto; y en conciencia debemos decir que no han producido ni aun ese resultado hasta el día. ¿Pero darán la posesión del idioma? ¿podrán suministrarnos el acopio necesario de palabras y frases expresivas, pintorescas, de que tanto abunda? Para adquirir este conocimiento la lectura frecuente de los buenos escritores es indispensable». Y recomienda con ahínco que se utilice la colección de la Biblioteca de Autores Españoles, que su amigo Rivadeneyra, antiguo impresor en Valparaíso, había emprendido en España con el afán de dar a conocer a todos los pueblos castellanos en ediciones esmeradas, los clásicos españoles de que se carecía hasta el momento.

«El estudio de nuestra lengua me parece de una alta importancia», proclamó en el Discurso inaugural de la Universidad de Chile, en 1843. Bello predicó con el ejemplo, pues desde los lejanos tiempos de su juventud en Caracas, más de medio siglo antes, había iniciado sus investigaciones sobre el castellano, tarea en que siguió perseverante hasta el fin de sus días. Aquí dirá aunando el estudio de la Filosofía: «la contemplación de la belleza ideal y de sus reflejos en las obras del genio, purifica el gusto, y concilia con los raptos audaces de la fantasía los derechos imprescindibles de la razón; iniciando al mismo tiempo el alma en estudios severos, auxiliares necesarios de la bella literatura, y preparativos indispensables para todas las ciencias, para todas las carreras de la vida, forma la primera disciplina del ser intelectual y moral, expone las leyes eternas de la inteligencia a fin de dirigir y afirmar sus pasos, y desenvuelve los pliegues profundos del corazón, para preservarlo de extravíos funestos, para establecer sobre sólidas bases los derechos y los deberes del hombre».

Pensamiento, reflexión y lenguaje, trípode en que asienta Bello la educación de la persona humana. En el lenguaje asevera: «no abogaré jamás por un purismo exagerado que condena todo lo nuevo»... «la multitud de ideas nuevas, que pasan diariamente del comercio literario a la circulación general, exige voces nuevas que las representen». Lo mismo repetirá cuatro años más tarde en el Prólogo a su Gramática: «... no es un purismo supersticioso lo que me atrevo a recomendarles. El adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual, y las revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar ideas nuevas; y la introducción de vocablos flamantes, tomados de las lenguas antiguas y extranjeras, ha dejado ya de ofendernos, cuando no es manifiestamente innecesaria, o cuando no descubre   —152→   la afectación y mal gusto de los que piensan engalanar así lo que escriben».

No era la primera vez que asentaba este principio. En 1830 había escrito: «No hemos visto jamás con horror la introducción de voces nuevas, que no confunden las acepciones recibidas». O en 1842, al referirse a «palabras rigurosamente nuevas», acoge la cita de Horacio en la versión de Martínez de la Rosa:


Siempre lícito fue, lo será siempre,
con el sello corriente acuñar voces,



O esta sentencia en el texto que promovió la «polémica» con Sarmiento: «Jamás han sido ni serán excluidos de una dicción castigada, las palabras nuevas y modismos del pueblo que sean expresivos y no pugnen de un modo chocante con las analogías e índole de nuestra lengua».

Hay que evitar, sí, «las locuciones exóticas, los giros opuestos al genio de nuestra lengua, y aquellas chocarreras vulgaridades e idiotismos del populacho», pues «vendríamos a caer en la oscuridad y el embrollo, a que seguiría la degradación».

Del mismo modo se opone al uso de arcaísmos, que «podrán tolerarse alguna vez, y aun producirán buen efecto, cuando se trate de asuntos de más que ordinaria gravedad. Pero soltarlos a cada paso y dejar sin necesidad alguna los modos de decir que llevan el cuño del uso corriente, únicos que nuestra alma ha podido asociar con sus afecciones, y los más a propósito, por consiguiente, para despertarlas de nuevo, es un abuso reprensible».

Pero el que considera el más grave de todos los males, y el que «si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros, embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración, reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín».

Esta amenaza constituyó el principal motivo -según la propia confesión de Bello- que le indujo a componer la Gramática de la lengua Castellana destinada al teso de los Americanos (1847).

Estilo, escuelas y lenguaje, son los principales aspectos de su obra literaria en prosa y en verso, de lo que he querido dar algunas señales. De los profundos estudios acerca de los primitivos monumentos de la literatura y sus formas de expresión en prosa y en verso, podemos deducir la excepcional preparación que obtuvo Bello, principalmente en los años de residencia en Londres.

He anotado algunos pasajes de Bello respecto a la enorme dificultad que plantea a un escritor, el traducir o adoptar una obra ajena escrita en otro idioma. Por lo que tiene de significativo en la tarea literaria de Bello, quien se ejercitó siempre -en Caracas, en Londres y Chile- a trasvasar del original (del latín, francés, inglés o italiano) al castellano,   —153→   creo de interés dejar alguna constancia de sus reflexiones sobre tan delicado ejercicio.

Refiriéndose a poesías de Horacio, escribe Bello: «Sería casi un prodigio que un traductor acertase a reproducir las excelencias de un original tan vario, juntándose a las dificultades de cada género las que en todos ellos nacen de la sujeción a ideas ajenas, que, privando al poeta de libertad para abandonarse a las propias inspiraciones, no puede menos de entibiar en muchos casos el estro, y de hacer casi inasequibles aquella facilidad y desembarazo, que tan raras veces se encuentran aun en obras originales. El autor tiene siempre a su arbitrio presentar el asunto de que trata bajo los aspectos que mejor se acomodan o con su genio, o con el de su lengua, o con el gusto de su nación y de su siglo. Al traducir bajo todos estos respectos se permite muy poco. No nos admiremos, pues, de que sean tan contadas las buenas traducciones en verso, y de que lo sean sobre todo las de aquellas obras en que brilla una simplicidad que nos enamora por su mismo aparente descuido». Este texto de 1827 va ampliado en otro escrito de Bello, posterior a 1842, en que comenta la dificultad de traducir La Ilíada: «Se ha pretendido que el traductor de una obra antigua o extranjera debe hacer hablar al autor que traduce como éste hubiera probablemente hablado, si hubiera tenido que expresar sus conceptos en la lengua de aquél. Este canon es de una verdad incontestable; pero sucede en él lo que con todas las reglas abstractas: su aplicación es difícil. En todo idioma se han incorporado recientemente, digámoslo así, multitud de hechos y nociones que pertenecen a los siglos en que se han formado, y que no pueden ponerse en boca de un escritor antiguo, sin que de ello resulten anacronismos más o menos chocantes». «Pues de esta especie de infidelidad adolecen a veces aun las mejores traducciones»...

Tales problemas los habrá vivido Bello, pues ensayó el arte de traducir en verso, del que es magnífico logro La Oración por Todos, de Víctor Hugo. Acaso más propiamente, adaptación a nueva lengua de un tema ajeno, de lo que nos habla asimismo el propio Bello en su comentario al Gil Blas (1841). Dice: «Siempre nos ha parecido injusta la crítica que niega el título de genio creador al que, tomando asuntos ajenos, sea que bajo su tipo primitivo tengan o no la grandeza y la hermosura que solas dan el lauro de la inmortalidad a las producciones de las artes, sabe revestirlos de formas nuevas, bellas, características, interesantes». ¿No fue éste el logro de Bello?

Con todo, Bello reconoce que las traducciones son un medio imperfecto, puesto que son infieles «siempre y necesariamente».




La obra literaria en la acción poligráfica de Bello

La empresa ciclópea que Bello se echó sobre sus hombros al regresar a América, responde a un profundo convencimiento doctrinal, acerca de lo que debían acometer las nuevas Repúblicas para orientar los destinos de cada nación. Lo estampa en el primer artículo que   —154→   publica, apenas llegado a Santiago, en El Mercurio Chileno, n.º 16, de 15 de julio de 1829. Comenta la edición de las Poesías, de José Fernández Madrid, Londres, 1828. Diríase que se está trazando su plan de acción para el resto de su vida. Desde luego, su criterio ha de responder a las conclusiones elaboradas durante su estancia en Inglaterra, al reflexionar sobre el futuro de las naciones que habían alcanzado su emancipación.

A mi juicio, constituye la más profunda meditación sobre el rumbo que debían tomar las sociedades americanas para edificar la propia cultura. Escribe Bello:

En los pueblos que gozan de una civilización antigua la razón pública se ha formado por la lenta acción de los siglos, y sufriendo grandes intervalos, en los cuales los extravíos y los errores han ocupado el lugar de la sensatez y de la verdadera cultura. La perfección presente supone la asidua labor de la experiencia, y ésta no se forma sino con escarmientos y retractaciones.



Nosotros tenemos la fortuna de hallar tan adelantada la obra de la perfección intelectual, que todo está hecho para nuestros goces y para nuestros progresos. Las convulsiones políticas externas nos han sido igualmente favorables.

Este mismo pensamiento de 1829, lo reitera en otros términos en 1841, en las columnas de El Araucano, al comentar el proyecto de Código Civil. Dice:

Nos hallamos incorporados en una grande asociación de pueblos, de cuya civilización es un destello la nuestra. La independencia que hemos adquirido nos ha puesto en contacto inmediato con las naciones más adelantadas y cultas; naciones ricas de conocimientos, de que podemos participar con sólo quererlo. Todos los pueblos que han figurado antes que nosotros en la escena del mundo han trabajado para nosotros.



Es natural que, provisto de tales convicciones, Bello se sintiese en el deber de dar a sus actividades la necesaria amplitud de temas, de que era capaz, a fin de abarcar los múltiples campos de acción educadora para los cuales se sentía preparado. Aparte de su tarea diaria en la administración pública del Gobierno chileno, acometió seguidamente su obra de publicista, con la edición de los Principios de Derecho de Gentes (1832); inició clases de Derecho Romano en su domicilio particular; aceptó la redacción de El Araucano, del que fue asiduo y ejemplar colaborador desde 1830 con sus propios escritos; desde sus columnas divulga artículos de crítica y de filosofía; inserta algunas poesías; estudios de crítica histórica; comentarios a proyectos legislativos, aun antes de ser elevado a la condición de senador de la República; es decir, lleva a cabo una labor poligráfica, desde los días iniciales en Chile, de la que sólo escapan los análisis de filosofía, que publicará más tarde, y sus investigaciones de literatura medieval que deja de lado, ante las urgencias de los asuntos de orientación educativa social.

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Todo ello forma un conjunto unitario que es difícil separar, por cuanto que constituye un plan de trabajos ensamblados por una finalidad común. Y a este programa será fiel Bello durante los 36 años de actividad en Chile, hasta su muerte en 1865. Lógicamente el trabajo de un hombre de genio, metódico, sin pausa, todos los días, durante tan largo período, había de dar un fruto extraordinario, como así fue. Pronto trascendió la obra de Bello las fronteras de Chile y su magisterio se extendió por todo el continente de habla castellana y portuguesa. La obra literaria está integrada a su labor conjunta: como internacionalista, como autor del Código Civil, como gramático, como educador. Sus poesías corrieron en sucesivas ediciones por todos los pueblos hispánicos.

Su labor de crítico tuvo un campo más restricto: Chile, donde ejerció evidente influencia en la educación del gusto y en la orientación de los estudios y lecturas. También en la vida del teatro en Chile, a la que prestó particular atención.

En uno de sus artículos de crítica (Estudios sobre Virgilio, 1826) escribe una sentencia que nos parece ser la síntesis de su pensamiento de comentador de obras literarias. Dice Bello: «Nada injusto es durable», referido a la crítica, con lo que nos indica que en el análisis y glosa de la literatura quiso aplicar siempre un criterio equilibrado, ponderado, exacto. Todavía pueden leerse hoy con provecho sus exégesis sobre una gran diversidad de libros y se sacará siempre provecho y enseñanza.

Consideraba Bello sus tareas de crítico, como una dedicación menor dentro de la obra ciclópea de educador y forjador de sociedades en que estaba comprometido. En 1841-42, publica su estudio sobre el Juicio crítico de los principales poetas españoles de la última era, de Gómez Hermosilla, hecha por Vicente Salvá en París, en 1840. Después de trazar los rasgos generales del contenido del libro y señalar los defectos que las aserciones y fallos de Hermosilla presentan al lector, escribe Bello esta confesión que es excepcional en sus escritos de análisis literario, como para justificarse a sí mismo que dedique tiempo a formular sus advertencias críticas ante una obra de autor prestigioso. Dice: «Si así fuera, las notas o apuntes que siguen a la ligera en los momentos que hemos podido hurtar a ocupaciones más serias, no serían del todo inútiles para los jóvenes que cultivan la literatura, cuyo número (como lo hemos dicho otras veces, y nos felicitamos de ver cada día nuevos motivos de repetirlo) se aumenta rápidamente entre nosotros».

En el momento en que escribe Bello esta nota, está ejerciendo sus funciones de Senador; es el alma de la Comisión encargada de redactar el proyecto de Código Civil; y está preparando el Decreto de refundación de la Universidad de Chile sobre la antigua Universidad de San Felipe; aparte de sus obligaciones como Oficial Mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores. Son, a sus ojos, ocupaciones más serias, pero no puede eludir la vehemente tentación de comentar los yerros de Gómez Hermosilla para que sus palabras «sean útiles para los jóvenes que cultivan la literatura» en la República.

Tal es su carácter de crítico, cuya función entraña siempre para Bello la más alta finalidad educadora.



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La estatura intelectual de Andrés Bello

Bello sintió desde su mocedad la revelación de la belleza literaria y se dejó seducir muy tempranamente por el ensayo de sus propias composiciones en verso, tanto como por la tentación de refundir en expresiones personales lo que aprendía deliciosamente de los clásicos latinos, poetizándolos en el lenguaje estudiado y admirado en los grandes escritores de los siglos de oro de las letras castellanas. A los veinte años había logrado prestigio cierto entre sus contemporáneos, en la Caracas de los años de traspaso del siglo XVIII al XIX. La personalidad prometedora del joven Bello mereció aprecio y consideración de la gente más culta de su tiempo. Aquellos notables varones que integrarán la generación de la independencia reconocieron las dotes de Bello y le brindaron amistad y trato de alta deferencia.

La continuidad de su obra literaria, las iniciativas de empresas como la revista El Lucero o el Calendario Manual, y el feliz acierto en los cargos de responsabilidad que le tocó desempeñar en los años postrimeros de la Colonia en Venezuela van acrecentándole el respeto y estimación de sus coetáneos hasta el momento del gran cambio político que se inicia el 19 de abril de 1810, al formarse la Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII, expresión de autonomía que conduciría, naturalmente, a la Declaración de Independencia el 5 de julio de 1811.

Los hombres del 19 de abril veían, sin duda, a Bello como una esperanza para la comunidad nacional: joven cultor de las letras, estudioso del lenguaje, buen latinista, conocedor del francés y del inglés, experimentado en tareas de administración pública, circunspecto, serio, de carácter esquivo por introvertido, pero entusiasta por todo lo que se relacionaba con la cultura y las acciones públicas en la ciudad de Caracas. Cuando Bolívar y López Méndez son designados para la misión diplomática ante el gobierno de la Gran Bretaña es lógico que pensaran en la cooperación de Bello, y así la solicitaron de Juan Germán Roscio, a la sazón Secretario de Relaciones Exteriores de la Junta de Caracas. La partida hacia Londres, con la subsiguiente permanencia por diez y nueve años en la capital inglesa, será un hecho trascendental en la vida de Andrés Bello. Para la evolución de su pensamiento, el período de estudio en Londres y las reflexiones hacia América desde tan importante atalaya del mundo liberal son definitorios del destino de Bello.

La obra literaria que nos brinda desde Inglaterra nos presenta ya rasgos distintos de lo que había producido en Caracas. Por una parte, la madurez que dan los años y el desarrollo poderoso de sus meditaciones; y, por otra, la maestría en el estro personal, tanto como la considerable ampliación de horizonte en sus inspiraciones. La vía de perfeccionamiento del primer descubrimiento de la belleza literaria en sus días de Caracas, es visible en el lenguaje, que logra expresión peculiarísima, tanto como en la fuerza de los temas de toda su poesía y de su prosa, con lo cual logra cincelar sus versos con rigor y fluidez, y anima sus juicios y sus investigaciones con nuevos objetivos críticos.

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El estudio y la corrección han impulsado un progreso evidente a las inquietudes juveniles. Se perfila el futuro maestro del continente en todo cuanto escribe desde la capital inglesa. El distinto panorama de sus lecturas, el trato con personas de otras latitudes y el mayor fondo de cultura que Londres le proporciona, dan otro sentido y diferente calidad a su obra literaria. Las primeras producciones de Bello, en Caracas, son escarceos de valor personal, casi íntimo, como ejercicios de principiante enamorado de la poesía, en tanto que la obra en su tiempo de Inglaterra cobra mayor alcance, mayor perfección y más ambición literaria. Es ya un gran poeta, que habla para un continente. Del mismo modo, aparece en sus prosas, al lado del placer de la investigación, el propósito educador hacia sus compatriotas americanos, con plena maestría y autoridad. Tal es el sentido entrañable de todo cuanto publica en la Biblioteca Americana y en El Repertorio Americano. Ha adquirido y a su tarea literaria la dimensión última, que no abandonará jamás en los años posteriores: la educación de sus hermanos de América.

Desde su arribo a Chile, todo lo que escribe contiene este carácter esencial de su obra literaria, pero le añade otro rasgo: el tener conciencia del valor de acción social de las letras, como medio formador de los pueblos americanos, constituidos en Repúblicas independientes. La primera revelación literaria de sus días caraqueños, que fue su goce personal en los días mozos, convertida en mensaje a sus compatriotas en su etapa londinense, será ahora, principalmente, el medio e instrumento más adecuado para la formación del gusto en la comunidad chilena y la base para la educación de las personas y el fortalecimiento de la moral. Sin que desaparezca el placer de la creación literaria en el alma de Bello, predomina, con pleno convencimiento, el propósito de participar en la consolidación y mejoramiento de las nuevas sociedades.

Desde su llegada a Chile, en 1829, en el muy probable primer artículo que escribe en tierras chilenas, la nota a las Poesías de Fernández Madrid, plantea el tema de los progresos del buen gusto literario, con expresión de una doctrina, que es, en verdad, su ideario de acción social mediante las buenas letras:

Cuán necesario sea el buen gusto literario en una sociedad culta es asunto que no requiere pruebas ni comentarios. Cuán fácil sería su adquisición en un país que adelanta como el nuestro, es idea que asaltará a los ojos de cualquiera que estudie las circunstancias en que vivimos. Tenemos por decir así cierta virginidad de impresiones muy favorable al desarrollo de nuestras aptitudes literarias. Apenas son conocidos los modelos clásicos; apenas hemos empezado a saborear los goces poéticos, y estos son los que encadenando la fantasía, y ablandando los sentimientos, llegan a ejercer un gran influjo en las costumbres y en las ideas.



Armado Andrés Bello de una profunda fe en la civilización, mediante la educación de los pueblos, mantiene constantemente en todos sus escritos, en Chile, estos mismos principios sobre la dedicación e incremento del estudio y cultivo de las ciencias y las letras, persuadido de que los frutos que han de lograrse conducen a lo que llama «adelantamientos   —158→   en todas las líneas», en las que comprende «sin duda los más importantes a la dicha del género humano, los adelantamientos en el orden moral y político». Se opone Bello, decididamente, a la opinión de quienes sostienen que podría ser peligroso «bajo un punto de vista moral, o bajo un punto de vista político» el desarrollo de las ciencias y las letras.

En primer lugar, afirma que «la moral (que yo no separo de la religión) es la vida misma de la sociedad; la libertad es el estímulo que da un vigor sano y actividad fecunda a las instituciones sociales». Y «la libertad es el patrimonio de toda sociedad humana, que merezca el nombre de tal». Vemos así concatenado el pensamiento de Bello acerca de la virtud educadora en el seno de toda comunidad, ejercida por las ciencias y las letras. Sin desdeñar, como lo experimentó en su propia vida que «los ciencias y las letras... aumentan los placeres y goces del individuo que las cultiva y las ama; placeres exquisitos a que no llega el delirio de los sentidos...», y que «al mismo tiempo que dan un ejercicio delicioso al entendimiento y a la imaginación elevan el carácter moral».

Tal es la teoría que expone Bello, a lo largo de su vida, acerca de la trascendencia de la obra literaria en las sociedades americanas que debían construirse su destino.

He señalado como eminente consejo admonitorio de Bello, para alcanzar el dominio del arte literario, el continuo estudio y corrección. Pero va acompañado de otra advertencia, también constante en el magisterio del humanista, que denomina «el proceder analítico», reiterado en muchos de sus escritos, y muy rotundamente en el Discurso inaugural de la Universidad de Chile, la mayor síntesis del pensamiento de Bello:

Hay quien cree «que debemos recibir los resultados sintéticos de la ilustración europea, dispensándonos del examen de sus títulos, dispensándonos del proceder analítico, único medio de adquirir verdaderos conocimientos»



Esta sentencia, que Bello prodiga con significativa frecuencia en cuanta oportunidad se le ofrece, va rubricada en el mismo Discurso, con la explicación de su propósito esencial:

Alimentar el entendimiento, para educarle y acostumbrarle a pensar por sí.



Acaso estas palabras encierren la esencia de toda la labor de maestro a que Bello dedicó su vida. Pensar por sí, fórmula de la perfección del individuo, como ser humano y como ciudadano.

Bello consagra sus esfuerzos a la educación de sus compatriotas del continente, impulsado por el convencimiento del importante papel que América ha de jugar en la civilización occidental. Lo dice expresamente en 1836, desde las columnas de El Araucano, en un bien trabado artículo intitulado «Las Repúblicas Hispanoamericanas». He aquí sus palabras:

No ha faltado quien crea que un considerable número de naciones colocadas en un vasto continente, e identificadas en instituciones y origen,   —159→   y a excepción de los Estados Unidos, en costumbres y religión, formarán con el tiempo un cuerpo respetable, que equilibre, la política europea, y que por el aumento de riqueza y de población y por todos los bienes sociales que deben gozar a la sombra de sus leyes, den también, con el ejemplo, distinto curso a los principios gubernativos del antiguo continente.



Al servicio de tal propósito aplica su capacidad en los más variados campos de la enseñanza para que los ciudadanos eduquen su entendimiento y cada uno piense por sí.

En el mismo mencionado artículo, esboza las condiciones de comprensión social que deben resolver los nuevos Estados para lograr repúblicas sólidamente establecidas:

Formar constituciones políticas más o menos plausibles, equilibrar ingeniosamente los poderes, proclamar garantías, y hacer ostentaciones de principios liberales, son cosas bastantes fáciles en el estado de adelantamiento a que ha llegado en nuestros tiempos la ciencia social. Pero conocer a fondo la índole y las necesidades de los pueblos a quienes debe aplicarse la legislación, desconfiar de las seducciones de brillantes teorías, escuchar con atención e imparcialidad la voz de la experiencia, sacrificar al bien público opiniones queridas, no es lo más común en la infancia de las naciones, y en crisis en que una gran transición política, como la nuestra, inflama todos los espíritus.



Con la tarea paciente, sistemática, con admirable distribución de su tiempo, todos los días, Bello entregará hasta el fin de sus días, la obra de enseñanza que le ha dado la estatura extraordinaria de educador de repúblicas, al dar forma y contenido a una pluralidad de materias que hoy nos asombra por su diversidad y por su profundidad, hasta configurar la personalidad del mayor humanista-polígrafo en la historia del Continente americano. Cree en el porvenir de la civilización en esta parte de la tierra, como aporte valioso al concierto de las naciones cultas.

He aquí su profecía, de 1836:

La América desempeñará en el mundo el papel distinguido a que le llaman la grande extensión de su territorio, las preciosas y variadas producciones de su suelo, y tantos elementos de prosperidad que encierra.



Es la misma pasión y es idéntico concepto de lo que había estampado en 1810, en el Resumen de la Historia de Venezuela, reducido a un menor ámbito geográfico:

La Provincia de Venezuela debe elevarse al rango que la naturaleza le destina en la América.



A ello contribuyó con su obra literaria, que no es más que una parte de su acción de educador.

Febrero de 1979.