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Fernán Caballero. Pedro Antonio de Alarcón

Domingo Ynduráin






ArribaAbajoFernán Caballero


Vida

Cecilia Böhl de Faber fue hija de Juan Nicolás Böhl y de Francisca Larrea, el padre era alemán y dirigía una casa de comercio en Cádiz, donde conoció a la que sería su mujer en 1976. Cecilia nació en Suiza, en Morges (Berna), a finales de 1796, en el viaje de sus padres hacia Alemania. Juan Nicolás era un gran aficionado a la literatura, aunque no pasaba de aficionado; sus gustos responden a un romanticismo idealista y un tanto vago, descendiente del naturalismo roussoniano, que a él le llega a través del pedagogo Campe. En este sentido, sus aficiones se dirigen hacia los temas populares y, para él, exóticos, como reflejos de la volkgeist o espíritu del pueblo. Ejemplo de esta doble manifestación de la misma idea pueden ser sus obras, me refiero a la Floresta de rimas antiguas castellanas, colección de poesías líricas de tipo popular, cuya primera parte escribió en 1819, pero que no fue publicada hasta 1821, en Hamburgo, al amparo de la moda españolista sostenida por los Schlegel, Grimm, etc., la segunda y tercera partes de la Floresta se editaron en la misma ciudad en 1823 y 1825. Más tarde, Juan Nicolás publicó su colección de Teatro anterior a Lope de Vega, en Hamburgo, el año 1832. Sus trabajos literarios le supusieron la gran satisfacción de ser nombrado, en 1820, miembro honorario de la RAE. Este alemán, conquistado por Andalucía, sentía verdadera pasión por la literatura, las costumbres folklóricas y, en definitiva, por la vida tradicional, tal como se refleja en las obras de ficción clásicas: hidalguía caballeresca, aristocratismo, religiosidad, etcétera. Así, poco después de que su madre casara por segunda vez -muerto su primer marido- con Martín Jacobo Faber, nombrado Caballero Imperial en 1803 por Francisco II de Prusia, añadió el apellido de éste al suyo, llamándose desde 1806 Böhl de Faber. Asimismo, su afán nobiliario, un tanto fantasioso, le lleva a adquirir una posesión campestre en Alemania, en Gorslow, lo que le hace sentirse hidalgo campesino y le permite olvidar su verdadera profesión de comerciante de importaciones, actividad por la que sentía verdadero despego, tanto que su desinterés le llevó a pasar épocas de verdaderas dificultades económicas.

La madre de Cecilia, doña Frasquita, era hija de padre español y de madre irlandesa, parece que fue persona en extremo vehemente y dominante, también aficionada a temas literarios y en la que el conservadurismo tradicionalista (fue acérrima partidaria de Fernando VII) no resultaba atenuado por el humanitarismo a lo Rousseau.

Cecilia, como vemos, tenía a quién parecerse. Fue educada con todo esmero con una preceptora belga, y desde 1807 en un colegio francés de Hamburgo; como se ve su primera formación tiene muy poco de español y menos de andaluz, lo que explica su actitud cuando se enfrente con esta realidad. La vida de Cecilia es difícil de trazar, pues la mayor parte de sus biógrafos, especialmente el P. Coloma, la adornan y deforman a su antojo para crear una figura ejemplar y representativa de sus ideales propagandistas. La misma Cecilia embellece su propia historia, quizá inconscientemente, para dar una imagen no sólo admirable desde una perspectiva religiosa, sino también interesante según los criterios literarios de moda en su época, esto es, el folletín y la novela romántica. Así, en 1816 se casa con Antonio Planells y Bardají, capitán de un regimiento de Granada; Cecilia tenía, pues, veinte años; sin embargo, en la novela Clemencia, donde introduce elementos autobiográficos, su marido recibe el aristocrático y literario nombre de Fernando Ladrón de Guevara, se le hace capitán de granaderos y el capitán se casa con Cecilia como resultado de una apuesta hecha a sus compañeros: es un individuo petulante, arrogante, osado. Cecilia acepta la boda obligada por sus padres, pero sin convencimiento íntimo. Sin negar exactitud a esta historia no cabe duda que resulta muy romántica (recordemos el don Félix de Montemar, de El estudiante de Salamanca, de Espronceda) y un tanto lacrimosa, a la manera de los folletines, un sólo dato: dice -en la novela, y a uno de sus biógrafos, Latour- que se casó a los dieciséis años, aunque lo cierto es que tenía cuatro más, pero es que la temprana edad añade un indudable patetismo a la situación. El matrimonio marchó a Puerto Rico, donde Antonio Planells murió al año siguiente.

La experiencia del matrimonio no logró desilusionar a nuestra autora, que el 26 de marzo de 1822 se casaba con el marqués de Arco-Hermoso, quien moriría en 1835. Esta época tiene una gran trascendencia en la vida de Cecilia, pues son los únicos años de su vida en que sus aspiraciones pueden considerarse satisfechas, tanto en el aspecto económico como en el social: entra en el mundillo aristocrático sevillano, en el seno de una familia tradicional y conservadora, donde es una de las figuras relevantes, no sólo por su gran belleza, sino también por sus dotes literarias y culturales. De este modo representa, y así se ve ella en sus novelas, el viejo ideal de dama ilustrada, sin pedantería y amante del pueblo, sin llegar a la populachería: el justo medio.

Fernán Caballero no se dejó abatir por la desgracia; en 1837 vuelve a casarse, ahora con Antonio Arrom de Ayala, dieciocho años más joven que ella, tuberculoso, sin otro oficio ni beneficio que una cierta facilidad y disposición para el dibujo y, por contra, con una innegable ineptitud para los negocios: el fracaso en uno de ellos, por la huida de su socio con todo el capital invertido, le lleva al suicidio en 1859. Cecilia no volverá a casarse.

En 1828 Cecilia tuvo ocasión de conocer a Washington Irving, relaciones que duraron algo más de un año y durante las cuales parece indudable que nuestra autora debió participar del entusiasmo del famoso escritor por los monumentos y temas antiguos, especialmente los andaluces, y compartir en menor grado el gusto por la literatura legendaria. Ella, a su vez, enseñó a Washington Irving algunos de sus escritos, entre los que se cuenta la primera versión de La familia de Alvareda, todavía no publicada. No dejaría Cecilia de recordar al escritor cuando, en 1857, la reina permite que nuestra autora ocupe una casita dentro del Alcázar sevillano, allí podía sentirse «la hadilla del Alcázar», por ello su desilusión y disgusto debió ser mayor cuando la revolución del 68 le obligó a abandonar esta residencia. Muere diez años después, en 1877, a los ochenta y un años de edad.

Como señala Julio Rodríguez Luis: «F. Caballero es contemporáneo, con pocos años de diferencia de Balzac (1799-1850), Víctor Hugo (1802-1885) y George Sand (1804-1876). Recibió el Romanticismo de sus fuentes más puras, de Goethe, Schiller y Rousseau» y, en efecto, en su formación literaria tienen una importancia fundamental los escritores franceses y alemanes, pero no tiene ninguna la literatura inglesa que Cecilia no apreciaba lo más mínimo. La literatura debió conocerla directamente, sobre todo la novela histórica romántica y los artículos costumbristas; a esto hay que añadir lo que pudiéramos llamar un conocimiento indirecto en cuanto que llega a determinadas obras inducida y condicionada por una concreta forma de presentarlas, me refiero a las ediciones de su padre tanto como a los juicios de los románticos alemanes sobre la literatura española de los siglos de oro. Lo mismo que con la literatura, le ocurre a Cecilia con la lengua española, en la que nunca se desenvolvió con excesivo éxito: sus cartas a personas españolas están llenas de faltas de redacción, lo mismo que sus originales en alemán. Como corresponde a la educación recibida, F. Caballero se desenvuelve con naturalidad al escribir en francés o alemán, pero no en español; en consecuencia, ninguna de sus obras fue escrita originariamente en castellano, sino en una de las dos lenguas citadas; las traducciones al español tampoco se deben a Cecilia, son de mano ajena, y no siempre la misma, lo que es muy importante a la hora de estudiar su estilo en cuanto a léxico, orden de colocación de las palabras, construcción de las frases, etc. Así, por ejemplo, nuestra autora escribe La familia de Alvareda en alemán, se conserva esta obra escrita por la madre de Cecilia en español (y seguramente traducida por doña Frasquita) con el título Historieta traducida del alemán de una joven española; esta versión fue casi con seguridad la que pudo conocer W. Irving, lo que indica que estaba escrita antes de 1828, y la convierte en una de las primeras obras de la Fernán Caballero. La Gaviota fue escrita en francés, lo mismo que Elia; Sola en alemán, etc.




Obra

Seguramente la primera obra de Cecilia Böhl (de entre las conservadas) fue Sola, que su padre, Juan Nicolás, envió en manuscrito a Alemania en 1813, parece que como pura información a su amigo Nicolás Enrique Julius, sin verdadero interés público. Ahora bien, a la muerte de Juan Nicolás, y cuando la ciudad de Hamburgo trata de conseguir la excelente biblioteca de Böhl, N. E. Julius publica la obra en la Literarische und kritische Blätter der Börsenhalle (en 1840) para captar la voluntad de Cecilia y obtener el legado, lo cierto es que no lo consigue; Cecilia vende la biblioteca de su padre a la Real Academia Española, Sola se publicó también en español en El Semanario, en los números del 28 de octubre y 4 de noviembre de 1849; es un cuento primerizo que no tiene hoy otro interés que el puramente histórico, el tema es folletinesco: una dama de la alta sociedad concibe una hija y para librarse de ella la abandona; naturalmente a esa hija expósita se refiere el nombre de Sola; abandonada a su suerte acaba cayendo en la prostitución.

Después de Sola, podemos suponer que la primera obra extensa de Cecilia es La familia de Alvareda, que debió de escribirse en primera redacción hacia 1824, sin embargo, en la carta número nueve a Hartzenbusch, Cecilia afirma que poco después de su primer matrimonio había escrito Magdalena: «fue la primera que escribí, muy niña aún, es decir, recién casada, y es débil y está pésimamente escrita» dice ella misma, pero no parece que debamos tomar esta declaración muy en serio pues ya vimos sus errores (por ejemplo, la equivocación al declarar los años que tenía cuando se casó) y, además, puede ser simplemente una expresión de modestia para quitarle importancia a la novela.

Fernán Caballero escribió y publicó muchas otras obras además de las citadas, entre las que sobresalen Cuadros de costumbres (1852), Clemencia (1852), Tres almas de Dios (1857), Un verano en Bornos (1858), etc., pero sin duda su mejor obra y la más conocida es La Gaviota, el tema de esta obra, tal como lo resumen González Palencia y A. Hurtado, es el siguiente: «Fritz Stein, cirujano alemán que asistió a la guerra del Norte, es recogido gravemente enfermo, en Villamar, por los guardianes de un convento abandonado. Cerca de él vivía en una choza el pescador Pedro Santaló, con su hija Marisalada, arisca y huraña, a quien llamaban la gaviota, por la facilidad con que imitaba el canto de los pájaros con su hermosa voz. Stein la cura de una enfermedad, se enamora de ella y se casan. El duque de Almansa, que protegiera a Stein en su viaje a España, y que es curado por el alemán de heridas producidas en un accidente de caza, incita al matrimonio a que salga de su retiro, él para ejercer su carrera, ella para admirar con su voz.

El duque presenta a María en una tertulia de Sevilla donde triunfa la lugareña. Pero, en los toros, se prenda del matador Pepe Vera. En Madrid es la cantante de moda, por su causa el duque trata fríamente a su esposa. El pescador está gravemente enfermo y envía a Momo -un lugareño zafio- a avisar a María, la ve en el teatro representar Otelo, cree que la matan de verdad y así lo cuenta en el pueblo. La cantante va con Pepe Vera a una orgía, y Stein lo ve; refiere al duque su desgracia y decide partir para América, donde muere poco después. El duque se reconcilia con su esposa. María, después de ver morir en la plaza a su amante, pierde la voz de una enfermedad, y sola y abandonada se casa con un barbero de su pueblo».

Es una obra de madurez, es ya la tercera que escribe, pero será la primera que Cecilia edita, de manera que la salida de F. Caballero a la palestra pública se hace con una obra ya cuajada, aunque más tarde, favorecida por el éxito, vaya publicando otras obras, tanto antiguas como modernas. La historia de esta edición tiene gran interés para conocer la personalidad de la autora y la situación literaria de la época. Parece ser que fue Hartzenbusch, a quien le unía la común procedencia alemana, quien la indujo a publicar sus obras, lo que a ella le producía grandes preocupaciones; para iniciar el camino de la publicación, Cecilia le envió a Mora una parte del prólogo de La Gaviota por si le parecía conveniente publicar la novela entera; este primer envío debió tener lugar en 1848; José Joaquín de Mora había tenido una polémica con el padre de Cecilia, militaba en las filas liberales y dirigía El Heraldo, periódico que publicaba habitualmente folletones entres sus páginas; a esta sección iría destinada la obra de nuestra autora. Mora acepta inmediatamente la proposición de Cecilia y se ofrece a traducir él mismo la obra del francés al español, pero no sale en el periódico tan pronto como la autora hubiera deseado, seguramente por retrasos en la traducción. Como escribe Theodor Heinermann «Cecilia comunica todo esto a Hartzenbusch, confiada e indignadísima, invocando las conversaciones sostenidas en común con ocasión de su visita. Está desesperada, pues con gran impaciencia desea ver publicada su novela. Por consiguiente, no hallamos huella alguna de un supuesto e insuperable recato ante la publicidad. Cecilia encuentra desvergonzado e inaudito el proceder de Mora al aplazar la publicación de la obra; es un desengaño, un chasco cruel. ¡Y pensar que le cedió gratuitamente la novela! (Tampoco la afirmación de Asensio, según la cual Cecilia publicó La Gaviota por interesarle un beneficio material, es, pues, exacta en esta forma)». (Op. cit., páginas 64-65). Sin duda, esto es cierto, pero Cecilia exige a Mora que la obra aparezca en el periódico firmada con el pseudónimo de Fernán Caballero, y que de ninguna manera, ni siquiera de palabra y entre amigos, se le ocurra dar el verdadero nombre de la autora.

Las razones para este ocultamiento pueden ser varias y de distinto tipo; por una parte, y dado que el seudónimo convierte al autor de escritora en escritor, quizá se deba a una cierta prevención por lo que pudiera decir la sociedad en general, y la andaluza en particular, de que una mujer de su clase se dedicara no sólo a escribir, sino incluso a publicar novelas; los motivos políticos tampoco debieron ser ajenos a su decisión, pues los liberales podían aprovechar la ocasión para, a través de la novela, atacar a la autora como miembro de una conocida familia conservadora y apoyarse además en su ascendencia extranjera. Esta motivación, si la hubo, no es muy consistente, pues no hay más que ver la actitud de Mora para con ella, o la de Hartzenbusch. En mi opinión, y sin descartar por completo las otras razones, se trata de otra cosa, de miedo al fracaso. Cuando el esperado y deseado triunfo se produce, Cecilia conserva el anonimato: de esta manera puede gustar con plenitud las mieles del éxito al mismo tiempo que permanece en el misterio su verdadera personalidad, pudiendo sentirse ella como la humilde heroína de una novela romántica. Sea esto como sea, lo cierto es que La Gaviota comienza a publicarse como folletín en El Heraldo, el 9 de mayo de 1846 y acaba el 14 de julio del mismo año. El éxito que Cecilia Böhl, o mejor, Fernán Caballero, obtiene con esta obra es extraordinario, incluso E. Ochoa lo compara con Walter Scott en un artículo de La España. A partir de este momento la publicación de sus obras será constante; Cecilia reincide editando en El Heraldo, La familia de Alvareda, más tarde es la novela epistolar Una en otra, etc. Publica también en La España, Semanario pintoresco español, etc., y a partir de 1851 comienza a publicar sus novelas en forma de libros; en 1856 aparece en esta forma La Gaviota, lo que acaba de consagrarla dentro y fuera de nuestras fronteras; Julio Rodríguez Luis escribe: «En 1857, en agosto, Latour escribe sobre ella un artículo en «Le Correspondent» que la coloca de sopetón en la escena literaria internacional, al afirmar su admirador lo que ya decía Ochoa, que era el mejor novelista español desde Cervantes. A este artículo siguen otros de Latour mismo, del erudito vienés Ferdinand Wolf (Über den realistischen Roman Spaniens), etc. Un año antes del artículo de Wolf, en 1858, aparece en la célebre Revue des Deux Mondes un artículo titulado «Le roman de moeurs en Espagne. F. Caballero et ses récits». Finalmente, en 1861, una revista de enorme prestigio e influencia, The Edimburgh Review, la proclama el primer escritor español original de su tiempo, el primero, además, con genuine national inspiration... Las traducciones de las novelas de Fernán Caballero al alemán, al inglés, al francés abundan a partir del 55. (Ed. cit. p. 17).

Hasta hoy ha llegado la fama de Fernán Caballero, fama debida sobre todo a La Gaviota, obra que se sigue editando todavía y que, según este indicio, cuenta en la actualidad con numerosos lectores. Es esta la obra de la que nos ocuparemos aquí con mayor atención, considerándola como paradigma de su novelística en conjunto. Para ello remitimos a la edición de la obra realizada por Julio Rodríguez-Luis, citada en la Bibliografía.

En principio, y antes de empezar a estudiar La Gaviota, hay que recordar que ante cualquier obra literaria caben dos actitudes, una que llamaremos inmanente; histórica la otra. La primera se ocupa de la obra en sí, y en relación con el lector actual, sus juicios son juicios de valor en orden a la estética, la obra es buena o mala; la segunda actitud sustituye el criterio de valor por el de importancia, esto es, atiende al lugar que, como causa, ocupa la obra en cuestión en el desarrollo de la historia literaria. Está claro que el resultado de estos dos tipos de análisis no tienen por qué coincidir en una misma obra. Algo de esto es lo que ocurre con La Gaviota, la crítica y los lectores actuales conceden escaso valor a la novela, les puede parecer una obra aburrida y poco interesante, falsa y sensiblera, folklórica andaluzada, etc., pero, sea esto así o no, esto es, con independencia del efecto que hoy nos produzca su lectura, la importancia de La Gaviota en el desarrollo de la novela en la segunda mitad del siglo XIX es muy grande, su influencia es decisiva en la creación de otros autores como pueden ser, entre los más conocidos, Pedro Antonio de Alarcón o el Padre Coloma. Por otra parte, hay que considerar la producción de Fernán Caballero como un hecho histórico literario importante, sin duda, las críticas -españolas y extranjeras- y la difusión de su obra lo demuestran de manera suficiente.

Como la mayor parte de los novelistas de la segunda mitad del siglo XIX, Cecilia Böhl comienza escribiendo cuentecillos cortos y cuadros de costumbres, sólo más tarde, como ampliación y engarce o desarrollo de unos y otros aparecen las novelas. Así, pues, encontramos en La Gaviota lo mismo que en otras obras de la autora, una dependencia directa de la literatura costumbrista (recordemos los cuadros de costumbres, 1862). Ya el título completo de la obra que nos ocupa apunta de manera inequívoca en la citada dirección: La Gaviota, novela original de costumbres españolas, según la edición de 1856. Es frecuente que el «argumento» o desarrollo de la historia se vea interrumpido por cuentos, leyendas populares y religiosas, canciones, dichos, refranes, etc., todos estos elementos cumplen, como veremos, su función en el conjunto de la novela, pero, por otra parte, pueden ser leídos de forma aislada en cuanto tienen un valor propio. En estas «escenas» embutidas en el cuerpo de la novela podemos apreciar los rasgos típicos del costumbrismo, como puede ser la actitud nostálgica ante unos usos y costumbres que desaparecen arrollados por la uniformidad de la vida moderna; la valoración de lo insólito, de lo peculiar, de lo raro, como hecho importante, con independencia del sentido, función o estética; el estatismo de las descripciones -y la fidelidad detallista- que las convierten en pinturas, en cuadros de costumbres; el aislamiento de lo descrito de cualquier referencia social, económica, etc. Todos estos rasgos suponen, en definitiva, una actitud personal ante el tema costumbrista, me refiero a la separación entre observador y objeto observado, no olvidemos que se trata de una actitud folklórica, esto es, que se ocupa del arte (lore) del pueblo (folk), pero parece obvio que quien usa esta expresión se encuentre fuera del pueblo y que es, precisamente, la distancia respecto a él lo que le convierte en observador interesado. Por último, para que el costumbrismo exista, debe haber una cierta complicidad o comunión de criterios entre el escritor y lector: para dar cuenta de la realidad, el escritor se limita a nombrarla, de esta manera, si el lector no tiene una simpatía previa por el objeto señalado, el interés no se despierta en él. Dados todos estos condicionantes, el escritor costumbrista no busca el elemento individual o disonante dentro de la realidad descrita, muy al contrario, trata de captar el común denominador (tipismo, espontaneidad, frescura, pureza, tradicionalidad, etc.), la esencia de las manifestaciones distintas sólo en detalles superficiales. La búsqueda y el logro de esos comunes denominadores mediante los cuales las diferentes realizaciones se adecuan a la unidad expresada en la denominación «costumbre pintoresca», lleva a la creación de tipos o arquetipos o cuadros valorados y definidos de antemano aunque no se definen ni valoran en el texto, de manera directa al menos. Otro elemento típico del costumbrismo -o de una gran parte de los autores que cultivan este género- es la abstracción y desrealización de los temas para adaptarlos a una finalidad moral: aparece la opinión del narrador proyectándose sobre el objeto, no como deducción objetiva.

No obstante todo lo dicho, parece que, en gran parte, Cecilia Böhl sufre la influencia de los planteamientos y de la sensibilidad romántica en toda su obra. No olvidemos que, por su educación, conoció de primera mano la literatura romántica alemana y francesa, a la que podemos añadir la influencia directa de su padre. No es difícil advertir rasgos románticos en sus obras; así, como recubriendo el costumbrismo, encontramos la actitud distanciada frente al tema que trata; de esta manera, convierte lo que en Mesonero o Estébanez era cotidiano en algo exótico que debe ser constantemente justificado y explicado a lectores extraños a ese mundo, o extranjeros. No se trata tanto de reconocer y preservar algo conocido que desaparece como de descubrir algo insólito. La misma temática -toreros, cantantes, nobleza tradicional, y crueldad- aparece vista desde el interés que ponen de manifiesto los viajeros por España, o los estudiosos románticos de nuestra literatura: no hay comunidad entre el escritor y su tema; esto produce una indudable falta de naturalidad, hecho que va unido a una exagerada exaltación de los casos y tipos presentados que, aunque sean normales en el ambiente indígena -en el pueblo español- no lo son ni para el escritor ni para los lectores a que la obra va dirigida; Cecilia insiste una y otra vez en ello. Se trata, naturalmente, del gusto romántico por lo extraordinario, por lo individual y extremoso.

Para cualquier lector español, el tema de La Gaviota, con su torero muerto en la plaza, su cantante y sus aristocrático pueblo andaluz, no dejará de recordarle la España de pandereta, buscada y valorada por extranjeros, sean escritores, músicos o pintores (recordemos la obra de Mérimée, Carmen, por poner un ejemplo). Pero no es sólo esto, lo extremado de las historias que cuenta Fernán Caballero descubren la influencia romántica, sobre todo en el gusto por las seducciones, violaciones y amores desgraciados donde el individuo lucha contra la sociedad. Este gusto se mantiene en todas sus obras aunque en las de madurez aumente el tono moralizante y los juicios condenatorios, lo que no hace sino aumentar la intensidad de la transgresión. Lo mismo se podría decir del didactismo que introduce al autor dentro de la obra mediante degresiones, comentarios, etc. En el estilo podemos señalar la vaguedad e imprecisión en las apreciaciones como rasgo característico de la manera romántica de ver las cosas: «¿castillo?, ¿ciudad?, ¿convento?». En La Gaviota Stein es definido como «una especie de Werther Llorón».

Naturalmente, los rasgos señalados no recubren toda la obra de Fernán Caballero, ni, en consecuencia, bastan para definirla, pero sí son suficientes para mostrar la pervivencia de elementos románticos en estas obras y para tomar con una cierta cautela la clasificación simplificadora y rotunda que incluye a Cecilia Böhl entre los escritores realistas, sin más averiguaciones.

Donde, sin duda, la influencia del Romanticismo en la Fernán Caballero aparece con toda claridad es en La familia de Alvareda, la acción de esta novela tiene lugar en Sevilla, en 1810, aproximadamente, e incluye el tema de bandidos y ajusticiados. Pero no sólo el tema, sino el tipo de descripción nocturna, tormentosa, donde la imprecisión en las apreciaciones, el horror y lo inesperado son elementos fundamentales, aunque el final del texto que a continuación transcribo vuelva a poner las cosas en el sitio que les corresponde según el talante de nuestra escritora, en una utilización didáctica.

«Una noche borrascosa cubría el cielo de volantes nubes, que, perseguidas por el viento, iban más allá a descargar sus raudales. Separábanse a veces en su fuga, y entonces aparecía suave y tranquila la Luna, cual heraldo de concordia y paz en la refriega.

En los cortos instantes en que aclaraba esta plácida luz el cielo y la tierra, hubiérase podido distinguir en un camino solitario a un hombre macilento y pálido. Su andar incierto, sus ojos asombrados, la agitación de los músculos de su semblante, manifestaban claro que ese hombre huía.

¡Sí, huía! Huía de los sitios habitados; huía de sus semejantes; huía de sí mismo y de su conciencia; porque ese hombre era un asesino, y nadie, al verlo huir asombrado y agitado cual las nubes ante la invisible fuerza que las perseguía, hubiese reconocido en él al hombre honrado, al hijo sumiso, al marido amante, al padre tierno que había sido pocos días antes, ese ente miserable, sobre el cual la ley echaba el irremisible fallo de su expiación.

[...]

El viento traía consigo un extraordinario sonido, a veces más recio, a veces más desvanecido, según eran más o menos fuertes sus ráfagas. ¡Qué podría ser! Todo asombra al culpable. ¿Era el ruido del viento, una flauta o un quejido? Mientras más a él se aproximaba Perico, más inexplicable se le hacía. La dirección que seguía el mísero lo acercaba hacia su procedencia. Llega. Su asombro se llena cuando, sin poder distinguir nada, pues una negra nube cubría la luna, oyó ese portentoso sonido sobre su cabeza. ¡Sonaba tan triste, tan vago, tan pavoroso!

En ese momento se rompieron las nubes; clara y blanquecina, se espació la luz de la luna por todas partes como una capa de transparente nieve. Todo sale fuera de los misterios de las sombras. A sus ojos se presenta Écija, dormida en su valle, como un ave blanca en su nido. Alza la vista hacia donde suena el misterioso clamor. ¡Qué horror! ¡Sobre los cinco postes, ve cinco cabezas humanas! Ellas son las que despiden el doloroso quejido, cual una amonestación del muerto al vivo.

Perico retrocede despavorido y repara entonces que no está solo. Junto a uno de los postes está parado un hombre. Este hombre es alto y vigoroso, de porte varonil y erguido. Viste ricamente a la manera de los contrabandistas; su rostro es tostado y duro, osado y sereno. Tiene en la mano su sombrero, descubriendo ante esos postes de ignominia una cabeza que no se descubre jamás, puesto que esa cabeza es la de un hombre que está fuera de la ley, de un hombre que ha roto todos los vínculos con la sociedad y que no respeta ya nada en ella; pero ese hombre, aunque desalmado, cree en Dios, y aunque criminal, es cristiano y reza.

Cuando de esta enérgica e indómita naturaleza, emancipada de todo, sale un chorro de adoración religiosa, cual de una roca un chorro de agua viva, ¿qué diréis, incrédulos? ¿Es temor supersticioso?»


También Alarcón tratará el tema de los bandoleros andaluces, a la manera romántica, doblada, como aquí de una interpretación o corolario religioso. En el caso de la Fernán Caballero, el cruce entre Romanticismo y Realismo es muy claro, sobre todo si tenemos en cuenta la nota a pie de página con que la autora explica, o trata de explicar, el misterioso ruido que oye Perico, trayendo el fenómeno al campo de las realidades naturales, justificable mediante leyes físicas: «Varios atestiguan este espantoso fenómeno, que se explica naturalmente por el ruido que forma el viento colado por los conductos de la garganta, bocas y oídos de las cabezas así colocadas».

En efecto, desde el primer momento Fernán Caballero es considerado como un escritor realista; y no sólo eso, se dice -con bastante razón- que Cecilia es la introductora de esta escuela literaria en las letras españolas. Después de lo dicho en los párrafos anteriores, parece que es necesario hacer algunas precisiones sobre el problema.

El Realismo, como palabra, tiene muy poco sentido ya que todo artista afirmará -con razón- que lo que él nos da es la realidad; lo que varía es lo que cada persona entienda que es la realidad de las cosas, cuál es el medio de acceder a ella y cuál el procedimiento para recrearla en el receptor de la obra artística. Así, por ejemplo, y respecto a la primera cuestión, un idealista platónico piensa que lo que conocemos por los sentidos son sólo sombras; un cristiano considerará que la realidad es la relación del hombre y lo creado con su creador y su fin trascendente; etc. Pero, sin llegar a tales extremos, se puede pensar que bajo la apariencia de las cosas hay otra realidad más profunda o superior: es la teoría que da lugar a los movimientos sub-realistas, etc. Ahora bien, aceptada una realidad u otra como «realidad más real» ¿qué camino toma el artista?, puede empezar por lo falso y aparente y romperlo, atravesarlo, para llegar a lo esencial; puede ver los dos términos (realidad aparente/realidad esencial) como términos contradictorios o complementarios, etc. Por último, a la hora de trasmitir la realidad -la que sea- puede optar por dos soluciones extremas: la reproducción fiel o la deformación expresiva para que la obra resulte real en la recepción esto es, produzca el efecto que produciría la realidad. Como se puede ver el concepto de realidad y realismo se presta a múltiples interpretaciones, es fundamentalmente ambiguo.

Como escuela literaria, el Realismo trata de seguir las huellas de las ciencias de la naturaleza, esto es, trata de describir la realidad, clasificarla, con precisión objetiva parte de la observación o, lo que es lo mismo, empieza por utilizar los sentidos corporales como criterio y vía de conocimiento. Este es el punto de partida, de ahí se llegará a donde sea, guiado por la razón lógica pero contando únicamente con los datos que proporciona la observación y la experiencia. De esta manera, a priori, el realista no toma partido por nada, no tiene juicios o creencias previas: será el método el que las proporcione, caso de que haya conclusiones. Tampoco tiene simpatías o antipatías por nada, su actitud es la de observador imparcial y no comprometido que no se interpone entre la realidad y reflejo en la obra de arte; el autor debe quedar desplazado por los hechos. Naturalmente, esta es la teoría que luego, en la realización concreta, nunca se cumple al pie de la letra. Por otra parte esta actitud aséptica y desinteresada no es más que apariencia; siempre que se niega una ideología o una retórica se practica otra. El Realismo es una elección tan posible como cualquier otra pero no mejor ni peor; como cualquier instrumento o medio su utilidad o perfección depende del final que esté destinado y del objeto sobre el que se aplique.

El Realismo no implica, como tantas veces se ha dicho, la totalización de la realidad; para empezar, el escritor elige la realidad que va a observar aunque en el caso de Fernán Caballero se produce tanto una elección como una exclusión:

«No sacar a colada seducciones ni adulterios. No vayáis tampoco, según el uso escandaloso de los novelistas de nuevo cuño a introducir el espantoso suicidio, que no se ha conocido por acá hasta ahora. No hemos de pintar a los españoles como extranjeros: nos retrataremos como somos, por más que digan los novelistas que sueñan en lugar de observar. No hagáis ostentación de vuestra novela de frases y palabras extranjeras de que no tenemos necesidad, otra advertencia: si nombráis a Dios, llamadle por su nombre, y no con los que están hoy de moda.

Una novela fantástica española sería una afectación insoportable. Una novela heroica y lúgubre. ¡Dios nos libre y defienda! Una novela sentimental, sólo de oírlo me horripilo. No hay género que menos convenga a la índole española que el llorón.

Hay dos géneros que, a mi corto entender, nos convienen: la novela histórica que dejaremos a los escritores sabios, y la novela de costumbres que es justamente lo que nos peta a las medias cucharas, como nosotros. Es la novela por excelencia, útil y agradable. Cada nación debería escribirse las suyas. Escritas con exactitud y con verdadero espíritu de observación, ayudaría mucho. Yo mandaría escribir una novela de costumbres en cada provincia, sin dejar nada por referir y analizar».


(La Gaviota)                


Es un fragmento muy interesante, donde Cecilia expone una parte de su ideario en literatura. Tenemos, en primer lugar, los rasgos realistas cifrados en palabras como exactitud, observación, referir o analizar presentan la novela como si de un catálogo monumental se tratase pues la finalidad es clasificar, registrar la realidad. Ahora bien, de esa realidad se excluyen una serie de rasgos, existan o no en ella. Es que Fernán Caballero toma como medio lo que para el Realismo es un fin en sí mismo: la novela debe unir lo útil a lo dulce, sirve para algo aunque, ahora, Cecilia no exponga para qué. Notemos, por otra parte, que nuestra autora defiende, en la teoría, y realiza en la práctica, una novela regional y nacionalista. Así, si por un lado el objeto de la novela es «agradable» por sí mismo, por otro comprendemos que Cecilia se refiere a buenas costumbres, más que a costumbres. En este sentido es curioso observar que la autora no cumple sus propias condiciones, por lo menos en cuanto a seducciones y adulterios..., y es evidente que tanto unas como otros no pueden ser considerados «costumbres andaluzas». Aquí reside la contradicción que rompe el esquema del cuadro y hace aparecer la novela, me refiero a la acción que obliga a los «tipos» a actuar, a relacionarse unos con otros, a cambiar en definitiva. Si se acepta que el tema de la novela debe tener su base en lo típico, lo característico de una nación o provincia, esto es, lo que la diferencia del resto, parece claro que el único desarrollo dramático posible es el amoroso, que no ofrece demasiada variedad de combinaciones. Esta es la razón, aunque no la única, que, a este nivel, justifica o explica la contradicción.

Cecilia Böhl rechaza para su práctica personal, la novela histórica, aunque la considera con respeto. La novela histórica es el tema típico de la prosa romántica; se podría pensar quizá que, como indica Fernán Caballero, esa novela histórica obliga a una reconstrucción arqueológica y erudita. Nada más lejos de la realidad, el escritor romántico acude a épocas pasadas, lejanas, como coartada que le permite dar libre vuelo a la fantasía, inventar una realidad y mantener todo ello bajo un velo de misterio y vaguedad. En cualquier caso, la novela histórica es prácticamente la única que, por estas fechas, se escribe en España, esto dará idea de la extraordinaria innovación «realista» que supone La Gaviota para los lectores españoles. Así tenemos la precisión científica con que los datos son presentados; no hay más que recordar las notas a pie de página que aparecen en la novela y que Cecilia puede aprender de Mesonero y Estébanez, aunque también las utilizaron -con otro sentido- escritores románticos, como Espronceda, por ejemplo. Otro rasgo nuevo son las precisiones de todo tipo, empezando por las de tiempo y lugar, de manera que Fernán Caballero, desde el principio sitúa la acción en un aquí y ahora:

«En noviembre del año 1836, el paquete de vapor Royal Sovereign se alejaba de las costas nebulosas de Falmouth...»


(Pág. 89)                


«En una mañana de octubre de 1838, un hombre bajaba a pie de uno de los pueblos del condado de Niebla, y se dirigía hacia la playa».


(Pág. 100)                


«El fin de octubre había sido lluvioso, y noviembre vestía su verde y abigarrado manto de invierno».


(Pág. 126)                


Fragmentos que corresponde al arranque de los capítulos primero, segundo y quinto de La Gaviota, respectivamente; pero también se dan mayores precisiones:

«Había pasado el verano y era llegado septiembre..., serían las nueve, y aún no había en la tertulia de la condesa...»


Esta precisión cronológica y geográfica es una de las marcas o claves más claras que el lector tiene para reconocer una novela realista; no se trata sólo de que el libro comience dando la fecha y el lugar, es que, además, esos datos le colocan en un tiempo histórico, sino próximo, contemporáneo y en lugar accesible y conocido.

En las descripciones de las personas o cosas, el cuidado por el detalle, por dar una idea completa y precisa, es constante: el lector puede reconstruir o dibujar ese objeto sólo con los datos que le proporciona el texto:

«Cuando la puerta exterior y la reja estaban abiertas de par en par, como las iglesias de los conventos no están obstruidas por el coro, desde las gradas de la cruz de mármol blanco, que estaba situada a distancia fuera del edificio, se divisaba perfectamente el soberbio altar mayor, todo dorado desde el suelo hasta el techo, y que cubría la pared de la cabecera del templo.

[...]

A los dos lados de la reja, fuera de la calle de cipreses, había dos grandes puertas. La de la izquierda, que era el lado del mar, daba a un patio interior, de gigantescas dimensiones. Reinaba en torno a él un anchuroso claustro, sostenido en cada lado por veinte columnas de mármol blanco. Su pavimento se componía de losas de mármol azul y blanco. En medio se alzaba una fuente, alimentada por una noria que estaba siempre en movimiento. Representaba una de las obras de misericordia, figurada por una mujer dando de beber a un peregrino, que postrado a sus pies, recibía el agua, que en un concha ella le presentaba. La parte inferior de las paredes, hasta una altura de diez pies, estaba revestida de pequeños azulejos, cuyos brillantes colores se enlazaban en artificiosos mosaicos.

Rodeaba el convento por delante el patio grande, de que ya hemos hablado, y en él, a la izquierda y derecha de la puerta de entrada, había cuartos pequeños de un solo piso...»


(Págs. 119-121)                


Como se puede apreciar, poco trabajo le queda a la imaginación, el texto lo da todo; disposición especial de los elementos, forma de ellos, material, color, número, tamaño, etc. Aunque sea adelantar acontecimientos, en el estilo hay que notar la abundancia de oraciones coordenadas o subordinadas de relativo, de esta forma, cada vez que aparece un detalle se le van añadiendo pormenores, detalles, relaciones, todos ellos dependientes, sintácticamente y en cuanto al sentido, del primero: Una fuente, la alimentaba una noria, la noria se movía siempre; la fuente representaba una obra de misericordia, la obra de misericordia figurada por una mujer, la mujer daba de beber a un peregrino estaba postrado, postrado a sus pies, recibía el agua, el agua era representada en una concha, la concha la presentaba ella..., etc.

Puede decirse que las descripciones son exactas, precisas y, además, completas. No cabe duda de que el lector puede creer con toda confianza que el monasterio existe en la realidad y que la descripción ha sido hecha al natural. Es, en definitiva el efecto de realidad buscado por la novela de la segunda mitad del siglo XIX en contraste con el misterio romántico.

La aproximación del mundo novelesco al del lector alcanza también a los personajes que son, en general, gentes posibles en la realidad habitual (cfr. el Romanticismo y sus héroes excepcionales, únicos) a los que tampoco les sucede nada fuera de lo normal, nada extraño. Estos personajes, como corresponde a la herencia costumbrista, son tipos en el sentido de que tipifican o representan a una comunidad (cfr. el individualismo romántico), esto es, representan una realidad incluyente, no un caso aislado. En general, la adecuación de estos personajes al medio en que aparecen no ofrece problemas, no existe aquí la lucha del individuo contra la sociedad, contra la uniformidad desindividualizadora, lucha que caracteriza tanto a la literatura romántica como, más tarde, la noventa y ochista. Sociedad e individuo forman un conjunto armónico y natural pues la sociedad está integrada en la naturaleza.

Así, la presencia de los cuentos, coplas, costumbres que, como señalamos arriba, interrumpen constantemente la narración responden a este planteamiento realista. La autora tiene buen cuidado en señalar que ella no los inventa, que los ha tomado directamente de los labios del pueblo y no hace otra cosa que reproducirlos fielmente, notas como estas no son raras:

«Las cosas que cree y refiere el pueblo, aunque adornadas por su rica y poética imaginación, tienen siempre algún origen. En la segunda parte de la obra titulada Simples incógnitos de la medicina, escrita por Fray Esteban de Villa, e impresa en Burgos el año 1654, hallamos este párrafo que coincide con lo que dice el pastor:

La ibis (que quieren sea la cigüeña), enseñó el uso de las ayudas, que se echa a sí misma llenando de agua la boca, sirviéndole lo largo del pico para el efecto. El perro, el uso del vomitivo, comiendo la grana, que para él es de virtud vomitiva. El caballo marino, la sangría, cuando se siente cargado de sangre, abriéndose la vena con la punta de caña que le sirve de lanceta, y el barro de venda, revolcándose en él, con lo que cierra la fisura. La golondrina, el colirio en la celidonia, con que da vista a sus pollos y nombre a esta planta, que se dijo hirundinaria, por su inventor la golondrina, etc.»


o esta otra, después de copiar una poesía y referida a ella:

«El ilustre literato, el estudioso recopilador, el sabio bibliófilo de Juan Nicolás Böhl de Faber, a quien debe la literatura española el Teatro anterior a Lope de Vega, y la Floresta de rimas castellanas, trae en el primer tomo de esta colección, página 255, el siguiente romance antiguo, de autor no conocido. Nos ha parecido curioso el reproducirlo aquí, por tratar el mismo asunto que trata es canción. No somos competentes para juzgar si habrá sido que el canto popular subió del pueblo al poeta culto que lo rehizo, o si bajará del poeta culto al popular que simplificó y trató a su manera, o bien sería el suceso un hecho cierto, que simultáneamente cantaron, aunque parece el lenguaje de la canción del pueblo más moderno.

Blanca sois, Señora mía

[...]

Pudiéramos además dar otra versión de este mismo tema recogida en otro pueblo del campo de Andalucía; pero nos abstendremos, por considerar que la poesía popular no tiene para todo el mundo el interés y el encanto que para nosotros».


(Nota a la pág. 196)                


Hay que advertir que este tipo de comentarios eruditos y filológicos sólo aparecen en nota, en el texto no aparece jamás. Se trata aparte de otras consideraciones, de una apoyatura para convencer al lector de la realidad de lo expuesto ya que, para Fernán Caballero, la verdad es un mérito literario por sí misma. Esto nos lleva a hacer una observación que creo interesante, me refiero a la tífica confusión entre verdad y verosimilitud: para Cecilia Böhl, y para alguno de sus críticos, si un hecho es verdadero ya es verosímil; así dice Javier Herrero:

«Y no se limitó Cecilia a copiar lo que oía y veía. Cuando le parecía necesario, llegaba a extremos de ingeniosidad para satisfacer su curiosidad. En su novela dialogada cosa cumplida..., sólo en la otra vida, vemos cómo la marquesa de Alora, que es sin duda imagen de la misma Fernán y portavoz de sus ideas, en su curiosidad por conocer los juegos infantiles y estudiar y estudiar el lenguaje y las ideas de los niños, se esconde en la escuela dominical para observarlos en sus libres correteos sin imponerles la coacción de una presencia adulta. ¡Cómo comprendemos ahora la increíble veracidad, el profundo conocimiento que Fernán muestra de la infancia!»


Javier Herrero, Fernán Caballero: Un nuevo planteamiento (Gredos, Madrid, 1963), págs. 291-292.                


Lo que naturalmente, es falso: la literatura, el texto literario, debe producir por sí mismo el efecto de verdad (literario) en el lector; que, además sea verdadero en la realidad normal, es algo completamente anecdótico. Ahora bien, las notas y referencias al mundo no literario tienen otro efecto, pues, como escribe Theodor Heinermann:

«En su obra, Cecilia habla con harta frecuencia al lector de un modo tan inmediato y penetrante que éste tiene la impresión de que le da de palabra una lección o le hace un sermón. Se percibe -casi quisiéramos decir materialmente- "toda su alma"».


En efecto, la inmediatez, la presencia directa de la autora, es constante e intensa en todas sus obras, esto se debe, por una parte, a la frecuencia con que ella toma la palabra pura, rompiendo la convención literaria del realismo, dirigirse directamente al lector incluso opinando o interpretando por su cuenta; pero, por otra parte, también contribuye a ello la lengua ya que

«La lengua constituye una faceta esencial del ambiente de la novela. Fernán hace hablar constantemente a sus personajes, a los aristócratas para que comprobemos la invasión del castellano por neologismos y galicismos; a los campesinos para que escuchemos sus simpáticas deformaciones, sus refranes, chistes y coplas».


(Th. Heinermann)                


El «decoro» de los personajes, sea o no cierto en la realidad, resulta convincente ya que parece reproducir el habla espontánea de los diferentes grupos. Así como en las coplas o historietas habíamos notado dos planos: el uso natural y directo por parte de los personajes en el texto, y la actitud científica, erudita de la autora en las notas a pie de página, así en el estilo notamos una diferencia equivalente: la prosa de las descripciones de la autora es muy trabajada, bien organizada y plagada de recursos formales como las composiciones y, especialmente, oposiciones y geminaciones; sus frases son como un cesto de cerezas, que al sacar una engancha la cadena de parejas detrás de sí:

El pueblo de Villamar, situado junto a un río tan caudaloso y turbulento en invierno como pobre y estadizo en verano.


Donde encontramos: caudaloso-turbulento/pobre-estadizo; invierno/verano. O en desarrollos más amplios:

«El terreno descendía con imperceptible declive hacia el mar, que, en calma y tranquilo, reflejaba los juegos del sol y parecía un campo sembrado de brillantes rubíes y zafiros. En medio de esta profusión de resplandores se distinguía como una perla el blanco velamen de un buque, al parecer clavado en las olas. La accidentada línea que formaba la costa, presentaba ya una playa de dorada arena que las mansas olas salpicaban de plateada espuma, ya rocas caprichosas y altivas».


(Pág. 104)                


En cuanto a las comparaciones, además de las citadas, son frecuentes las de este tipo: como ramilletes que adornan la ciudad: como los ángeles del cielo; como una hidra cuyas siete cabezas estuviesen silbando; etc.

Discurrir sobre otros aspectos menos extensos del estilo de Cecilia Böhl de Faber es peligroso y seguramente inútil dado que nuestra autora no escribió ninguna de sus obras en español directamente y dada, por otra parte, la variedad de traductores que prestaron su léxico, morfología, etc., a Fernán Caballero.

En el desarrollo mental, hemos visto cómo las frases, las descripciones se construyen de acuerdo con un movimiento de vaivén, por parejas y oposiciones. El mismo salto y alternativa de lo uno a lo otro se da en el desarrollo imaginativo argumental por ejemplo la oposición entre lo antiguo y lo nuevo:

«El edificio era un convento, como los que se construían en los siglos pasados cuando reinaban la fe y el entusiasmo: virtudes tan grandes, tan bellas, tan elevadas, que por lo mismo no tienen cabida en este siglo de ideas estrechas y mezquinas; porque entonces el oro no servía para amontonarlo ni emplearlo en lucros inocuos, sino que se aplicaba a usos dignos y nobles, como que los hombres pensaban en lo grande y en lo bello, antes de pensar en los cómodo y en lo útil. Era un convento, que en otros tiempos suntuoso, rico, hospitalario, daba pan a los pobres, aliviaba las miserias y curaba los males del alma y del cuerpo; mas ahora, abandonado, vacío, pobre, desmantelado, puesto en venta por unos pedazos de papel, nadie había querido comprarlo, ni aún a tan bajo precio [...] La puerta, antes abierta a todos de par en par, estaba ahora cerrada».


(Págs. 105-106)                


Notemos que este pasadismo parenético no entronca con la nostalgia costumbrista, sino con la mitología romántica: no se trata aquí de algo real y existente, todavía vivo en alguna manera, que va a desaparecer, sino que Cecilia remite a la inexistente y utópica edad dorada, situándola en unos indeterminados y evanescentes siglos lejanos. En este sentido, advertiremos que la concordancia de Fernán Caballero con la imaginería romántica abarca otros aspectos, por ejemplo, la sensiblería llorona de Stein, la ruina, soledad y vacío del convento, la descripción inicial de la tempestad en el mar, la tormenta del capítulo IX del primer tomo vista desde el convento abandonado, la del cap. X del segundo que acompaña a la muerte de Santaló en su pobre cabaña, etc.

«Oíase al viento soplar en diferentes tonos, como una hidra cuyas siete cabezas estuviesen silbando a un tiempo.

Estrellábase contra la cabaña, que crujía siniestramente: oíase este invisible elemento, lúgubre las bóvedas sonoras de las altas ruinas del fuerte; violentos entre las agitadas ramas de los pinos; plañidero entre las atormentadas cañas del navazo; y se desvanecía gimiendo en la dehesa, como se disipa la sombra gradualmente en un paisaje.

La mar agitaba las olas de su seno, con la ira y violencia con que sacude una Furia las sierpes de su cabellera. Las nubes, cual las Danaides, se revelaban sin cesar, vertiendo cada cual su contingente, que caía a raudales sobre las ramas, que se tronchaban, abriendo sus corrientes hondos surcos, en la tierra. Todo se estremecía, temblaba o se quejaba. El sol había huído y el triste color del día era uniforme y sombrío como el de una mortaja. [...]

Si alguna otra mirada que la de Dios, hubiera podido llegar a aquel desierto, cruzando la tempestad que lo azotaba, había descubierto una cuadrilla de hombres, que caminaban en dirección paralela al mar, arrostrando los furores del temporal, envueltos en sus capas, en actitud recogida, y silenciosa, los cuerpos inclinados hacia delante, y las cabezas bajas. Seguíalos grave y mesuradamente un anciano, cruzado de brazos sobre el pecho a la manera de los orientales, precedido por un muchacho que agitaba de cuando en cuando una campanilla. Se oía por intervalos, y a pesar de las ráfagas del huracán, la voz tranquila y sonora del anciano que decía Miserere mei Deus, secundum magnan misericordiam tuam. El coro de hombres respondía: Et secundum multidudinem miserationum, tuarum, de iniquitatem meam.

Penetrábalos la lluvia, azotábalos el viento; y ellos seguían impávidos en su marcha grave y uniforme».


(Págs. 384-385)                


Volviendo a lo de antes, recordemos cómo al pasado se le une lo positivo (religión, caridad, idealismo) mientras que al presente le corresponde lo negativo (materialidad, utilitarismo, codicia). Pero estas consideraciones entran ya dentro de las consideraciones ideológicas.

La organización novelística aparece como una sarta de cuadros de costumbres enhebrados por una trama novelesca, sin embargo, el avance en la construcción de la novela respecto a los simples cuadros es indudable pues los elementos costumbristas Son, en La Gaviota, funcionales: sirven para situar la acción en un medio concreto que se caracteriza, precisamente, por la aparición y uso de cuentos, chascarrillos, cantarcillos, refranes, etc. Estos usos sirven para:

a) mostrar la cohesión social del grupo en una especie de ceremonia de autorreconocimiento y afirmación; esto es así porque

b) mediante los usos y costumbres se le comunica al lector los principios ideológicos que rigen la comunidad; esta ideología se basa en

c) la irracionalidad: el pueblo no sabe -ni lo necesita- de donde vienen ni porque son así estos usos y dichos que les sirven de normas de conducta; los acepta por tradición y seguridad porque alterar la costumbre provoca

d) el cambio que origina, a su vez, el desastre.

Creo que son las costumbres tradicionales las que protagonizan nuestra novela; el tema de La Gaviota es el medio físico y moral del que los individuos son una parte, forman cuerpo con ese medio de manera que la naturaleza determina (o debe determinar) a los individuos que son (o deben ser) representaciones actualizadas de la sociedad costumbrista. Cuando esto no es así, el pecado de la originalidad trae inevitablemente la desgracia al pueblo.

La correspondencia entre lo físico, o mejor, lo natural y lo moral se dan en todos los niveles, no hay más que recordar la descripción física y el carácter de Momo frente al de don Carlos de la Cerda. En la descripción de los personajes, Fernán Caballero usa una técnica apriorística que contará con numerosos seguidores en el futuro, me refiero a que nuestra autora parte de unos rasgos dados como características de un tipo y remite a ellos al individuo, identificándolos y explicando el uno por los otros; por ejemplo la descripción del noble español en la del Duque de Almansa o esta de don Modesto, que «procuraba ser útil a todo el mundo..., no es nada raro en España, gracias a la inagotable caridad de los españoles, unida a su noble carácter, el cuál no les permite atesorar, sino dar cuanto tienen al que lo necesite». Advirtamos también la correspondencia entre el carácter de los personajes y sus nombres, como es don Modesto; es un procedimiento más de definición que de caracterización, pero lo trivial del caso no impide que sea una costumbre arraigada en los escritores realistas; llega hasta Galdós.

Hay pues una ley natural decretada por Dios. La creación, como obra divina, es perfecta y lleva en sí misma la marca de lo que es y lo que significa, desde las plantas hasta los hombres. En esta armonía hay un elemento que puede provocar disonancias, es el libre albedrío humano: el hombre puede rebelarse contra la posición que ocupa dentro del orden natural pero, si lo hace, sufrirá el merecido castigo su desobediencia. Doble desobediencia, por un lado a la ley revelada, pero por otro a la que deduce el observador atento al contemplar la realidad, lo que las cosas son e indican. Así, la Gaviota abandona a su padre y abandona a su medio, con los resultados que conocemos; algo semejante le ocurre a Stein. Y es que el hombre no puede nada contra la voluntad divina. Dado este planteamiento, no tiene nada de raro que Fernán Caballero no sólo describa las cosas, sino que por el mismo hecho de describirlas las esté definiendo al mismo tiempo; esto lleva insensiblemente al simbolismo, patente, por ejemplo, en la Iglesia y el fuerte, arruinados frente a la pujanza de las fuerzas naturales, materialización del poder divino, cuyas causas o fines no pueden ser penetrados ni sometidos por el hombre que debe limitarse a aceptar esas fuerzas tomándolas como manifestaciones de un poder superior. Ahora bien, no se trata de dos planos, sino de una sola realidad que engrana con toda perfección y significado.

«Reinaban un silencio y una calma llena de majestad, en aquel humilde recinto donde acababa de penetrar la muerte.

Fuera, seguía desencadenada y rugiente la tempestad.

Adentro todo era reposo y paz. Porque Dios despoja a la muerte de sus horrores y de sus inquietudes, cuando el alma se exhala hacia el cielo al grito de ¡misericordia!, rodeada de corazones fervorosos, que repiten en la tierra "¡misericordia!"».


(Págs. 387-388)                


La tormenta respeta la cabaña donde los hombres acatan la voluntad divina.

En cuanto a la sociedad concreta, Fernán Caballero describe una sociedad perfecta tomando esta palabra en su sentido etimológico, es decir, una sociedad acabada y plena que no debe evolucionar ni progresar: o se mantiene en su forma tradicional o se destruye. Las leyes tradicionales que rigen la sociedad son los usos y costumbres, tan ajenos a la investigación o al cambio como las fuerzas de la Naturaleza. Con frecuencia, en las discusiones, el argumento definitivo que zanja las cuestiones y marca el camino es un refrán, un cuentecillo, etc., aducido como prueba, la validez del procedimiento es absoluta y la justificación del argumento (que no es tal, sino una simple afirmación) no debe ni siquiera plantearse, se pierde en el misterio que rodea todo lo creado, esto es, todo lo real:

«Difícil sería a la persona que recoge al vuelo, como un muchacho las mariposas, estas emanaciones poéticas del pueblo, responder al que quisiese analizarlos, el por qué los ruiseñores y los jilgueros plañeron la muerte del Redentor; porqué la golondrina arrancó las espinas de su corona; por qué se mira con cierta veneración al romero [...], y en verdad, no hay respuesta a semejantes preguntas. El pueblo no las tiene ni las pide: ha recogido esas especies, como vagos sonidos de una música lejana, sin indagar su origen, ni analizar su autenticidad. Los sabios y los hombres positivos honrarán con una sonrisa de desdeñosa compasión a la persona que estampa estas líneas. Pero a nosotros nos basta la esperanza de hallar alguna simpatía en el corazón de una madre, bajo el humilde techo del que sabe poco y siente mucho, o en el místico retiro de un claustro, cuando por nuestra parte creemos que siempre ha habido y hay para las almas piadosas y ascéticas, revelaciones misteriosas, que el mundo llama delirios de imaginaciones sobreexcitadas, y que la gente de fe dócil y ferviente mira como favores especiales de la Divinidad.

Dice Henri Blaze, "¡cuántas ideas pone la tradición en el aire en estado de germen, a las que el poeta da vida con un soplo!". Esto mismo nos parece aplicable a estas cosas, que nada nos obliga a creer (no son dogmas de fe) pero que nada autoriza tampoco a condenar. Un origen misterioso puso el germen de ellas en el aire, y los corazones creyentes y piadosos les dan vida. Por más que talen los apóstoles del racionalismo el árbol de la fe, si tiene éste sus raíces en buen terreno, esto es, en un corazón sano y ferviente, ha de echar eternamente ramas vigorosas y floridas, que se alcen al cielo».


(Págs. 154-155)                


En esta sociedad fijada, el bien reside en lo tradicional; el mal en el progreso, en el cambio. De manera paralela se establecen una serie de correspondencias juzgadas de manera equivalente sobre el esquema bien-mal; podríamos señalar antiguo-moderno; inocencia-positivismo; eternidad-temporalidad; espontaneidad-sofisticación; pureza-vicio; etc. Pero tenemos una pareja de términos que engloban todas las posibles variaciones y las representan, se trata de la fundamental oposición campo/ciudad, que Cecilia ve o presenta como realidades antagónicas, excluyentes entre sí. No se trata de que todos los habitantes del campo sean buenos y benéficos y, por contra, los de la ciudad malvados y egoístas, hay excepciones pero, como sistemas de vida la oposición es clara, lo mismo que el juicio de valor. En el término medio se sitúa, por ejemplo la condesa de Algar u otros personajes que mantienen en la ciudad, contra viento y marea, los valores de la tradición. En cualquier caso, lo cierto es que cada hombre tiene fijado su lugar y su función; no se debe alterar este orden, sino cumplir con él lo mejor posible. Cuando alguien sale de su puesto las cosas van mal para todos; este es, en esencia, el tema, de las novelas de Fernán Caballero: El esquema es muy simple: dada una situación general de equilibrio en una sociedad dada, la aparición de un elemento extraño al medio, lo rompe, a continuación se dan los ajustes necesarios para reconstruir el orden perdido; la novela acaba cuando se recupera el punto de partida: Marisalada vuelve a la aldea y se casa con el barbero. Notemos que el factor de equilibrio no es un individuo, aunque se encarne en un personaje (lo mismo que la sociedad «natural»), sino el progreso, lo artificial y pecaminoso simbolizado en la ciudad. De esta manera podemos decir que La Gaviota es una novela costumbrista y regional. En efecto contiene esos dos elementos que tanto juego darán en obras posteriores, especialmente la oposición campo/ciudad, que atraviesa (con una u otra valoración) toda la novela de la segunda mitad del XIX. Aquí, en la novela que nos ocupa, el realismo costumbrista y regional quiebra por su planteamiento.

La Gaviota y, en general, los escritos de Fernán Caballero, presentan un planteamiento ideológico que está en la raíz de cualquier otro desarrollo y lo condiciona; la ideología, se advierte en que no sólo ofrece un intento conservador de unas realidades que se pierden sino que además las considera mejores por propiedades que la autora proyecta sobre ellas; así, tras describir un cuadro de la capilla del cementerio, dice:

«La profunda devoción que inspiraba su vista, sea porque la meditación y el espiritualismo se avienen mal con los colores chillones y relumbrantes, o sea por el sello de veneración que imprime el tiempo en las obras de arte, mayormente cuando representan objetos de devoción, que entonces parecen doblemente santificados por el culto de tantas generaciones. Todo pasa y todo muda en torno de esos piadosos monumentos, menos ellos, que permanecen sin haber agotado los tesoros de consuelo que a manos llenas prodigan».


En el texto contrasta la precisión cronológica de lo actual, del tiempo presente, con la imprecisión mitificadora del pasado: los siglos pasados, antes, todavía, duran, permanecen; expresión del conflicto eternidad-temporalidad, identificando con bueno-malo y con toda la serie de parejas enumeradas en el párrafo anterior. Es aquí, en el contraste temporal donde quiebra el pretendido realismo selectivo de Cecilia Böhl en cuanto se plantea un conflicto social fijado realísticamente en el tiempo y en el espacio, y se atribuye el valor de los formantes a la verdad, a su existencia real. Pero estos datos y formantes son falsos o están deformados de acuerdo con una opción previa a la observación de la realidad descrita: el tema sirve a otros fines, no es un fin en sí mismo. En una exaltada carta de 15 de febrero de 1868 a Hartzenbusch, Cecilia reconoce explícitamente el planteamiento ideológico y combativo de sus obras:

«Mis débiles fuerzas irán a combatir al impío, al enemigo de nuestra religión, esa arca de Noé, la única que puede salvarnos de este pavoroso desborde todas las pasiones al que los impíos nos han traído. ¡Bueno es!, con ellos no hay vejamen, no hay calumnia, no hay desprecios con que nos haigan (sic) perseguido, hoy día se anuncia por los carteles en que se ve un fraile con un puñal (¡infamia!), las obras más impías, y se le tachará a una ardiente católica, pintar a uno de sus padrotes, ni malo ni bueno, sino con un poco de ridículo ¿¡Y esta es la tolerancia!?

Ellos nos pueden desagarrar como lobos, y porque se pinta un incrédulo sin crímenes, sin exageraciones, haciendo buen papel, ¿se tacha esto y se dice que el novelista debe escribir para todos?, (se refiere a Narciso, de Elia). Entonces ¿a qué escribir los buenos libros, si no han de combatir los malos? Conque la prensa, las traducciones, nos vacían el veneno a manos llenas, y los buenos católicos no tenemos mano a poner un contraveneno, ¿y por qué?, por no chocar con nuestros contrarios. ¿Qué importa?, no amigo mío, el día que no escriba con mi corazón tiraré mi pluma al basurero, por la sencilla razón que no tengo otra inspiración, otro guía, otro numen que él. Nada deseo, a nada aspiro, una sola cosa me anima, y es la idea, que podré como una hormiguita traer un granito de arena para la obra de conservación de nuestro santo templo católico -esa idea me enloquece de alegría-, Catolicismo ¡ideal de todo ideal!, ¡apogeo de todos los sublimes sentimientos de vida y de luz!...»


(Págs. 112-113)                


Efectivamente, no hay nada aquí de observación realística imparcial, de impasibilidad ante el objeto. Como dice Heinermann, «sus narraciones deben ser descripciones documentales de costumbres regionales, extraídas de la vida popular andaluza. Mas lo son con una particularidad que se opone a un verdadero realismo, a saber: que la autora misma aparece en toda ocasión (oportuna o inoportuna) actuando adoctrinando y normalizando, a veces hasta el punto de ser hoy difícilmente aguantable para muchos lectores» (op. cit. pág. 10). Esto es evidente, Cecilia Böhl no sólo proporciona los datos de la realidad sino que los juzga y los comenta en lugar de presentarlos libres al lector para que sea éste quién saque sus propias consecuencias de ellos y del desarrollo de la acción. Pero hay más, la intervención de la autora en el texto se produce a un nivel superficial y es fácil detectar en cuanto se trata de una presencia, y de una presencia extensa y apasionada. Ahora bien, con independencia del juicio o interpretación que Fernán Caballero proyecte o deduzca de los datos (de los hechos), lo cierto es que también esos datos están deformados o son incompletos, en definitiva, son falsos: la sociedad de La Gaviota no es una de las posibles (a elección) sino inexistente. Es el peligro de la precisión de tiempo y lugar propia del Realismo si al mismo tiempo se quiere presentar una sociedad completa: la sociedad andaluza de 1836-1848 no tiene nada que ver con la de Fernán Caballero, en ésta se da una ausencia total de economía dineraria, comercio, etc.; no hay más que pueblo y aristocracia (falta la burguesía) y entre estos dos niveles se eluden los planteamientos de clase.

No cabe duda de que cada obra literaria propone sus propias reglas del juego que el lector debe aceptar; así no tiene sentido de criticar la falta de realismo o de verdad de una novela pastoril, de un libro de caballerías o de una leyenda romántica. Y nada habría que objetar a la obra de Fernán Caballero si las «reglas» de su juego fuera idealistas, o simplemente abstractas e inconcretas: un lugar no determinado, o un tiempo indeterminado..., o un grupo social concreto y aislado, propuesto como modelo especial y particular de lo que podría ser la sociedad perfecta si se extendiera su ejemplo. Sin embargo, la sociedad descrita se presenta como representante de la sociedad general existente, en un lugar y unos años donde las revueltas campesinas alcanzan una virulencia extremada, donde la situación de la propiedad es uno de los problemas fundamentales, etc... Entonces no se puede datar y localizar la historia, referirse a la desamortización para condenarla, etc., y, al mismo tiempo, eliminar las realidades que no convienen, separando e incluyendo alternativamente el mundo de la aldea en la realidad social de la época. El aislamiento es un tema fundamental, lógico, si se tiene en cuenta que el campo debe evitar el contagio de la ciudad. Es, otra vez, el conflicto de temporalidad-eternidad y su doblete realidad-didactismo moral, donde la (pseudo) realidad funciona como prueba de la bondad de la ideología moral de la autora. Es un argumento donde no sólo fallan las reglas de combinación, también los datos, las premisas, son falsas. El irrealismo de La Gaviota queda así perfectamente aclarado.

Fernán Caballero trata por todos los medios de convencer a sus lectores de su verdad. Entre esos medios, uno de los fundamentales es la forma o presentación realista de la novela, aunque luego, por lo unilateral y apriorístico de la verdad, se vea obligada a deformar, de una u otra manera, la realidad real que ella misma ha elegido. Ahora podemos interpretar la función que en el conjunto de la novela cumplen los cuadros de costumbres, las notas filosóficas y eruditas a pie de página, las precisiones y exactitudes en la descripción de edificios, etc. Se trata, lo mismo que las fechas o los lugares, de inducciones realistas mediante las cuales nuestra autora trata de convencer al lector de que todo es así: espera que el lector impresionado por el realismo y la realidad de una serie de datos, extrapole el efecto al resto de los formantes que quedarían teñidos así de realidad, de una como realidad prestada o reflejada. En cualquier caso vemos cómo los cuadros de costumbres no son, en La Gaviota, simples pegotes o elementos independientes, sino que cumplen su función en el conjunto, contribuyendo al logro de un efecto común a toda la obra.





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