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ArribaAbajo- XVIII -

La víspera de un gran día


Era una hermosa mañana de mayo. Todo era animación y alegría en casa de los señores de Burgos. Mientras las criadas, dirigidas por doña Ángela, arreglaban las habitaciones como para una gran fiesta, colocando, sobre todo, en la consola y rinconeras sendos jarros de fragantes flores, esta adorno tan del gusto de las mujeres que saben hermanar la elegancia con la economía, don Prudencio dictaba a su escribiente algunas esquelas de invitación para un corto número de amigos, y Sofía daba la última mano a un vestido de muselina blanco, con finos encajes guarnecido y de sencilla, aunque graciosa, forma.

En cuanto a Flora, a quien habían acompañado al colegio a la hora acostumbrada, no era por cierto la menos regocijada de la familia, pero su alegría no se mostraba como otras veces expansiva y bulliciosa, sino que nuestra amiguita se hallaba grave, concentrada, hablando poco, pero dejando brillar una expresión de inefable dicha en sus hermosos ojos.

Pocas horas después de haberse presentado las alumnas en las clases, fue anunciado un sacerdote, el cual llamó aparte a Flora y a algunas otras de sus compañeras, y les dirigió la palabra en éstos o semejantes términos:

-El día de mañana, hijas queridas, es el más bello y el más feliz de vuestra existencia. Mientras la mente tiene la facultad de recordar los sucesos pasados, mientras el corazón tiene un latido, aquélla conserva grabado este acto de sublime grandeza, y éste se estremece de dulcísima emoción con tan santo e imperecedero recuerdo; y es que mañana vais a asistir a las bodas del Cordero inmaculado; digo mal, vosotras mismas vais a ser las desposadas; y si para un matrimonio temporal y que se celebra con un hombre pecador, habréis observado que en casa de vuestros parientes o amigos todo es júbilo, festa y regocijo, y la novia   —250→   se engalana con joyas y con flores, ¿cuánto más vosotras que vais a desposaros con el Rey de cielos y tierra, que vais a formar un lazo eterno que la muerte no disuelve antes bien confirma y santifica? Vuestras joyas no han de ser de oro, perlas ni diamantes; productos mezquinos de la tierra miserable; vuestras flores no han de ser las rosas de los jardines, ni las violetas del prado; joyas de virtud y flores de amor puro, de caridad sublime es lo que quiere ver en vosotras el Altísimo esposo de vuestras almas.

¿Sabéis quién es este Esposo? Es aquel niño cándido que nació en el portal de Belén, y cuyo natalicio celebraron los ángeles con cánticos de celeste armonía; es aquel niño que viajaba a pie; comía con los pobres y departía con los pecadores, de cuyos divinos labios brotaban palabras de vida; es aquél que la víspera de su muerte instituyó en la Cena misteriosa este divino Sacramento, para la santificación de cuantos en Él creyeren; es, en fin, el que en la cumbre del Calvario espiró entre crueles tormentos, pronunciando palabras de amor y de perdón para la humanidad entera, e iniciando con su muerte una era de civilización y de fraternidad para los hombres.

Todo cuanto hicieseis para recibir al Esposo, para obsequiar al Huésped sería poco; pero como Él mejor que nadie comprende la pequeñez de vuestro ser y la escasez de vuestros recursos, se contenta con que le acojáis con un corazón puro, agradecido y lleno de ternura.

Algo más se extendió en las consideraciones propias de tal ocasión, pues ya habrán comprendido mis jóvenes lectoras que Flora y algunas de sus condiscípulas se preparaban para recibir la primera comunión. Al salir el sacerdote, la profesora habló con las niñas en general acerca de tan interesante asunto, recordando a las que ya habían comulgado las dulces emociones que en semejante día habían experimentado y que en sus tiernas almas se renovaban cada vez que recibían este excelso Sacramento; y encendiendo en las menores un vivo deseo de llegar a tan feliz instante.

Terminada la clase, Flora marchó a su casa, y después de referir a sus padres cuanto había oído en el colegio acerca de la augusta ceremonia que al día siguiente debía tener lugar, comió con la familia, y pidió permiso para retirarse a su gabinete y entregarse a la lectura de libros piadosos y la contemplación de la felicidad que le esperaba.



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ArribaAbajo- XXIX -

Humildad de flora


Al día siguiente al rayar el alba ya estaba levantada toda la familia de nuestra amiga.

Sofía, después de peinarla con esmero, colocó sobre su linda frente una corona de pequeñas y blancas flores, y doña Ángela le ayudó a ponerse el bello traje terminado la víspera, menos blanco que su hermoso rostro, menos nítido que su candoroso espíritu. Colocaron en su cabeza y sujetaron con la guirnalda de flores un flotante velo, bajo el cual se transparentaban sus rubias trenzas, como los rayos del Sol a través de la suave neblina de la mañana.

Flora, sin mirarse al espejo, con los ojos bajos y una actitud de encantadora modestia que en vano trataríamos de describir, tomó su devocionario de marfil y una vela adornada con un pequeño ramo de jazmines, y abrazando a su madre y abuelos, que la contemplaban embelesados, se dirigió al encuentro de su padre, que aquel día deseó acompañarla al colegio.

Reunidas las alumnas y formadas de dos en dos, pasaron al templo, no muy distante del colegio y después de reconciliarse con Dios por medio de una sincera confesión, entre los acordes de la música y los himnos de voces infantiles, interrumpidos de vez en cuando para dar lugar a que un celoso ministro del Altísimo les dirigiese su voz maternal, recibieron postradas ante el ara santa, radiante de luz y adornada con fragantes flores, al Rey de los cielos y Señor de los que dominan, que quiso descender al inocente seno de aquellas humildes criaturas.

El gozo que experimentó el corazón de Flora no es para descrito: aquéllas de nuestras lectoras que han celebrado ya este sublime acto, comprenderán que hay ciertas emociones que al tratar de expresarlas, no haríamos más que profanarlas.

Terminada la función y trasladada Flora al seno de su familia, se desayunó, y después de guardar cuidadosamente su blanco traje y ponerse el de los domingos, dijo a su madre:

-Supongo, querida mamá, que ahora no podrá usted negarme cosa alguna.

  —252→  

-No ciertamente.

-Pues bien, quisiera salir de casa.

-Y, ¿para qué, cuando acabas de llegar?

-Ya comprenderá usted que no será para ninguna cosa mala, mayormente hoy.

-Ni hoy, ni nunca, hija mía, sospecharía yo que tú hicieses cosas malas; pero, ¿no puedo saber de qué se trata?

-Se lo diré a usted: hay una niña en mi colegio, cojita, bastante fea, morena, que no va muy bien vestida, porque es pobre; y además, tiene un carácter áspero; de modo que ninguna de nosotras la quiere mucho.

Ya sabe usted que muchos jueves vamos a paseo con la Directora; pues bien, en tales casos todas nos vamos formando de dos en dos y la pobre Isabel Carrillo, que así se llama la niña en cuestión, suele quedarse sin compañía hasta que la señora Directora, que lo observa, suele agregarla a una pareja o señalarle, de otro modo, compañera.

Días pasados, apenas empezaron a formarse las parejas, me dijo la Directora:

-Señorita Burgos, sírvase usted ir con Isabel Carrillo.

Como he dicho, la niña no me es nada simpática, yo conozco que debo vencer esta antipatía; pero yo hube de disimular mal mi disgusto, de modo que Isabel estuvo toda la tarde muy seria, y aunque alguna vez le dirigí la palabra, no me contestó.

Yo me piqué con aquel desaire, y desde entonces no le he hablado; pero sé que quien ha recibido en su seno al Divino Maestro, que clavado en la cruz perdonó a sus verdugos, no debe estar enemistado con nadie; conozco que debía haberle pedido perdón, y así, aunque tarde, si me lo permite usted, me llegare a su casa, que no está lejos, con Mariquita y cumpliré con este deber de cristiana.

-Ve, hija mía, y que Dios bendiga tus generosos y caritativos sentimientos.

-Puesto que aprueba usted mi conducta, quería que me concediese un favor.

-Habla.

-Que me permita usted convidar a comer con nosotros a Isabel Carrillo.

-Puedes hacerlo, pero por lo que me has dicho respecto a su carácter calculo que no accederá. Tú debes decirle que algunos amigos asisten hoy a nuestra mesa, ella calculará que son personas de mediana posición social, y como   —253→   me has dicho que es pobre y va mal vestida, temerá un desairado y triste papel, y sus padres tampoco accederán a ello.

-¿Quiere usted, sin embargo, que lo pruebe?

-Haz lo que gustes.

Flora se puso su sombrero y salió con Mariquita.

El padre de Isabel era un dependiente del comercio, que se hallaba sin colocación, y vivía en un cuarto piso de pobrísima apariencia. Abrió el mismo la puerta, y se sorprendió de ver a aquella linda y elegante señorita.

-¿Está en casa Isabel? -preguntó Flora.

-Sí, señorita, pero está sin vestir y sin peinar.

-No importa, deseo verla.

El hombre sin moverse de la puerta llamó a su hija, diciendo:

-Isabel, sal, que te llama una señorita.

Isabel salió y Flora le tendió la mano, pero ella fingió no notarlo. Entonces la recién llegada, sin que fuese obstáculo a sus humildes palabras la presencia del padre de su condiscípula ni la de la doncella, le dijo:

-Isabel, vengo a pedirte perdón.

Isabel se puso encarnada y contestó:

-No tengo nada que perdonar a usted.

Entonces salió la madre, enjugándose las manos con el delantal, y dijo a su esposo:

-Pero, hombre, ¿cómo tienes a las personas en la puerta de la calle? Pasen ustedes adelante.

Y las hizo entrar a una salita pobremente amueblada. Sentáronse; la mujer preguntó a su hija quién era aquella señorita que les favorecía con su visita, y ella contestó con indiferencia:

-Una compañera de colegio.

-Sí, señora -añadió Flora-; soy una compañera de colegio que se ha portado mal con su hija de usted; hoy he confesado y comulgado, y arrepentida de mi mal comportamiento, vengo a suplicarle que me perdone.

Los esposos se miraron sorprendidos, mientras su hija replicaba:

-Ya le he dicho a usted, Flora, que no tengo nada que perdonarle.

-¿Por qué no me tuteas?

-Ya sabe usted que la directora nos tiene mandado que nos hablemos de usted.

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-Es cierto, pero cuando ella no nos oye siempre nos tuteamos, como muestra de cariño y confianza.

-Hacemos mal en desobedecerla.

-También es cierto. Sin embargo, cuando usted no estaba enfadada conmigo solía tutearme. El último día que fuimos las dos juntas a paseo, me manifesté disgustada de ir con usted, y por tercera vez le suplico que me perdone y que me mire como una hermana, como yo estoy dispuesta a mirarla a usted siempre. Y diciendo esto le abrió los brazos.

Isabel vaciló un momento, pero obedeciendo a una indicación de su madre, estrechó en los suyos a Flora y la besó fríamente en la mejilla. Flora besó en los labios a su compañera, y volviéndose a sus padres, les dijo:

-Ahora quisiera merecer de la bondad de ustedes que, para celebrar nuestra reconciliación, dejaran a Isabel venir a comer con nosotros y con unos cuantos amigos que honran nuestra mesa.

El padre se excusó de acceder a la invitación de la niña, diciendo que admiraba su generoso y noble comportamiento, que deseaba que Isabel imitase en todas las ocasiones; pero que temía estuviese cortada delante de los amigos de la familia de Flora, puesto que, aunque educada en el mismo colegio, no había puesto en práctica las reglas de urbanidad, e ignoraba cómo debía conducirse entre personas de jerarquía superior a la suya.

Flora se despidió con sentimiento por no haber alcanzado lo que deseaba, y regresó a su casa con la conciencia tranquila, pero el corazón no del todo satisfecho, pues le pareció que no había espontaneidad en el abrazo de Isabel. Al llegar a casa encontró que ya habían acudido algunos amigos, entre los que no faltaba Teresita con su inseparable y cariñosa madre. Bajaron al jardín para hacer tiempo hasta la hora de comer, y Flora regaló a su amiga una magnífica camelia, prendiendo en el escote de su vestido un pensamiento, esa flor de tan pocas hojas y tan elegante por su forma y suave en su colorido.

Las llamaron a la mesa, se comió alegremente, con esa franqueza y cordialidad tan agradable, como enojosa es la etiqueta que hace de un convite un sacrificio para los que invitan y un rato de molestos cumplimientos para los invitados.

Al llegar a los postres, Flora se manifestó algo triste, hallábase colocada a la izquierda de su abuela y a la derecha   —255→   de su mamá, ocupando, a pesar de su modestia, la cabecera de la mesa, por ser la heroína de aquella fiesta.

-¿Qué tienes? -le preguntó doña Ángela, que fue la primera que notó el disgusto.

-Siento tanto que Isabel no haya venido, que se me figura que no está del todo desenfadada, y no sé qué daría porque le pasara la ojeriza que me tiene; pues yo siento ahora por ella verdadero cariño.

-¿Qué tiene Flora?, ¿se siente mala? -preguntó doña Amparo que estaba enfrente.

La abuela refirió entonces el caso, todos los convidados aplaudieron a la generosa niña, cuyas mejillas se hallaban cubiertas de un vivísimo carmín.

-Bien, ¿qué quieres hacer ahora? -dijo Prudencio.

-Desearía mandarle alguna cosa, para que al menos probase los postres.

-No hay inconveniente, hija mía, nada podemos negarte hoy -respondió el abuelo; y arreglando él mismo un plato con dulces y frutas de lo más escogido que se había puesto en la mesa, llamó a Teresa, diciéndole que fuese a donde la niña le mandara.

-¡Si añadiésemos a la dádiva alguna cosa que pudiese conservarla en memoria de este día! -dijo Flora.

-¿Qué le darías? -contestó Sofía.

-El pañuelo que he estrenado esta mañana, un bonito pañuelo de batista que yo misma he bordado.

Accedieron gustosos los padres, el regalo se llevó; e Isabel, vencida por tanta generosidad, fue acompañada de su padre, que no había visto con gusto el rencor que en la entrevista con Flora había manifestado, y delante de todos los convidados dio las más afectuosas gracias a la niña, confundiéndose ambas en su tierno abrazo, en el que entonces había por ambas partes verdadera cordialidad.

Flora hizo sentar a su lado a su compañera, la obligó ir tomar café en su misma taza, se quitó el pensamiento del pecho y le prendió en el suyo, dándole, en fin, tantas muestras de deferencia y cariño, que desde entonces, a pesar de su diferencia de clase, fueron las mejores amigas del mundo.

Después de comer, Teresita, que tocaba el piano con gusto y sentimiento, hizo oír a los convidados algunas piezas de las mejores óperas; Flora, que empezaba a tocar regularmente, ejecutó una hermosa fantasía y su padre algunas piezas con admirable maestría.

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Las últimas notas del piano coincidiendo con el toque de las ánimas fueron como la señal de disolverse la reunión y poco después la simpática familia de Burgos, que había madrugada mucho, se recogió temprano, terminando así aquel felicísimo día, que jamás olvidó la virtuosa Flora.




ArribaAbajo- XXX -

Historia de España


Algunos días después del de la primera comunión de Flora, díjole su padre:

-Tiempo ha que no nos has leído tus apuntes de Historia de España.

-No he escrito mucho -contestó la niña-, porque los días pasados me he entregado más al repaso de Doctrina cristiana y a la meditación de los libros que la directora y el confesor me habían entregado, para que los meditase antes de celebrar el acto más solemne de nuestra existencia.

-No importa, léenos lo poco o mucho que tengas escrito.

Flora, dócil como siempre, fue a buscar su manuscrito y leyó lo que sigue.

Continúa la historia de la reconquista

No habiendo dejado hijos don Bermudo III, con su muerte recayeron todos sus derechos a la corona del Reino de León en su hermana doña Sancha, que, como se hallaba casada con don Fernando de Castilla, reunió éste (por abdicación de su esposa) el cetro de Castilla y el de León.

Este rey estuvo dotado de valor y manifestó gran prudencia durante su reinado, aunque la desmintió en la hora de su muerte, pues desmembró y dividió sus Estados de un modo lastimoso para contentar a sus hijos, como si una monarquía fuese propiedad de un soberano que puede repartir a su gusto.

Cinco hijos tenía don Fernando: Don Sancho, a quien legó el reino de Castilla; don Alfonso, que heredó el de León; don García, a quien cupo en suerte el de Galicia; dando a doña Urraca el Señorío de Zamora y a doña Elvira el de Toro.

Murió Fernando I en 1065.

Sigamos, pues, la historia de don Sancho II, rey de Castilla,   —257→   apenas falleció su madre, cuando se negó a la desmembración dispuesta por su difunto padre, y persiguiendo a sus hermanos y poniendo sitio al Zamora, donde se había refugiado doña Urraca con su familia y su ejército, fue asesinado por un traidor, llamado Vellido Dolfos, ante los muros de la ciudad, en 1072.

Alfonso VI, llamado el Bravo hijo de Fernando I y hermano, por consiguiente, de Sancho II, heredó el reino de su hermano, por haber muerto éste sin hijos, conquistando luego a Toledo, Mora, Escalona y Talavera. Fue un buen rey, pero la desgracia de haber perdido en 1108 la batalla, llamada de los siete Condes, en que los moros derrotaron completamente a los cristianos, le afectó de tal manera, que al poco tiempo sucumbió a su profunda pena en 1109. Durante el reinado de don Alfonso el Bravo, floreció en Castilla el héroe de nuestras leyendas, el valiente Rodrigo Díaz de Vivar, apellidado el Cid Campeador.

Por muerte de su abuelo Alfonso VI, sucedió a éste Alfonso VII con su madre doña Urraca, que, casándose en segundas nupcias con don Alfonso I de Aragón, ocasionó continuas guerras entre castellanos y aragoneses, guerras que sólo terminaron con la muerte de dicha señora, reuniendo su hijo las tres coronas de Castilla, León y Galicia; que, no escarmentado con el ejemplo de don Sancho II, volvió a dividir entre sus hijos.

Murió Alfonso VII en 1157.

Don Sancho III, su hijo, heredó el trono de Castilla, pero poco después estalló la discordia entre sus hermanos, ocasionándose una guerra civil. El hecho más notable de su reinado fue el haber instituido la orden de Calatrava.

Murió este rey en 1158, dejando un hijo de tres años, y, por consiguiente, expuesto el reino a las discordias y turbulencias que lleva consigo una larga minoría.

Entró a reinar el niño Alfonso VIII apoderándose de la regencia el rey de León, Fernando II, cuyas tiranías no pudieron soportar los castellanos, y declararon a don Alfonso mayor de edad antes de que realmente lo fuese.

Casó luego don Alfonso con doña Leonor, infanta de Inglaterra, de la que tuvo un hijo y dos hijas.

Vencido en Alarcos se repuso cumplidamente con la batalla de Las Navas de Tolosa, de célebre memoria, por lo que es conocido en la Historia con el nombre de don Alfonso el de las Navas.

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En 1214 ascendió al trono Enrique I por fallecimiento de su padre, pero siendo de menor edad, tomó la regencia su hermana doña Berenguela, y acaso la hubiera desempañado a gusto de los castellanos, si el orgullo de la casa de Lara no hubiera promovido una guerra civil, por aspirar a dicha dignidad el jefe de la citada familia don Álvaro Núñez de Lara. Renunció doña Leonor la disputada regencia, pero como esta renuncia no fue a gusto de todos, no puso término a las discordias civiles, las que se encargó de cortar la Providencia con la muerte del niño rey, que, jugando con otros de su edad en el palacio del Obispo en Palencia, recibió el golpe de una teja que se desprendió del tejado y falleció a los 11 años de su edad en 1217.

Don Fernando III, hijo de doña Berenguela (y, por consiguiente, sobrino de don Enrique) heredó los Estados de su padre Alfonso IX de León, a los que agregó luego los pertenecientes a la corona de Castilla, que correspondían a su madre, y esto a pesar de las pretensiones de los Laras. Fue muy virtuoso y tuvo un celo extraordinario por defender y propagar la religión católica mereciendo ser colocado en el número de los Santos y venerado en los altares; siendo de notar que doña Blanca, hermana de doña Berenguelo, tuvo otro hijo rey y santo como nuestro don Fernando, que fue San Luis rey de Francia, célebre en la historia de las Cruzadas.

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Murió San Fernando de hidropesía en 30 de mayo de 1252.

Alfonso el Sabio, XI de Castilla y X de León, mereció este nombre por haber concluido el famoso código de las Siete Partidas, comenzado en tiempo de su padre, y por su grande afición a las ciencias, que algunas veces le distrajo de observar el curso de la política y las asechanzas que su ingrato y turbulento hijo don Sancho tramaba contra su padre y rey. Murió en 1284.

Sancho IV, llamado el Bravo, tuvo un reinado inquieto por la división de los grandes y de los pueblos, que no estaban de acuerdo en cuanto a la legitimidad de sus derechos creyendo algunos que los poseía solamente don Fernando de la Cerda, hijo del hermano mayor de don Sancho.

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En tiempo de este rey tuvo lugar la heroica acción de Guzmán el Bueno, que siendo gobernador de Tarifa, y habiendo sitiado los moros aquella plaza, cayendo en sus manos por una traición el hijo de Guzmán, le pusieron en la durísima alternativa de entregar la plaza o ver morir a su hijo. Sabida es la respuesta del noble castellano, que arrojó su puñal al campo enemigo, diciendo que allí tenían un arma por si carecían de ella para inmolar a la inocente víctima. Inútil es decir que los infames moros, asesinaron   —260→   al niño. Este hecho conquistó a Guzmán el sobrenombre de Bueno, que añadió a su apellido.

Murió don Sancho en 1295, dejando a su hijo Fernando IV, que sólo contaba nueve años, la corona de Castilla y de León, bajo la tutela de la reina viuda doña María de Molina. La firmeza de carácter de esta Señora triunfó de las pretensiones de los nobles y aseguró el trono a su hijo, que heredó algunas buenas cualidades de doña María, agregando a ellas un trato afable y un deseo de hacer justicia que alguna vez le perjudicó, pues fue la causa de la catástrofe a que debe el nombre de Emplazado.

Habiéndose cometido un asesinato, recayeron las sospechas sobre dos hermanos de apellido Carvajal, a los que el rey condenó a muerte sin pruebas suficientes y sin dignarse escucharlos, al ser arrojados desde la peña, llamada de Martos, a un horrible precipicio, los hermanos apelaron públicamente de la sentencia del rey, emplazándole ante el tribunal del Juez Supremo para treinta días más tarde; y, en efecto, en el mismo día en que espiraba el plazo, el siete de septiembre de 1312, falleció don Fernando, que disfrutaba de la más completa salud.

Bajo la tutela de doña María de Molina, su abuela, y de los infantes don Juan y don Pedro, hermanos del difunto monarca, entró a reinar don Alfonso XI, que se llamó más tarde el Justiciero y que apenas había salido de la cuna cuando falleció su padre.

Si turbulenta fue la minoría de don Fernando, no lo fue menos la del niño Alfonso, en que cuatro partidos se disputaban la regencia; revueltas y desórdenes turbaron el reino y aumentaron con la muerte de doña María, la más noble y digna figura de aquella época. Para poner coto a tantos desmanes, se declaró la mayoría del rey a los quince años; y éste dio muestras de un carácter severo y audaz, si bien demasiado tiránico en algunas ocasiones.

Se hizo célebre en la batalla del Salado, y recibió el sobrenombre de Justiciero por el vigor con que puso en práctica las leyes de las Siete Partidas, obra de su bisabuelo Alfonso el Sabio. Murió el rey justiciero en 1350, no dejando más hijo legítimo que don Pedro I, que había nacido de su esposa doña María de Portugal.

Como don Pedro reinó en una época agitadísima y tuvo que combatir enemigos de dentro y fuera de la nación, siendo al propio tiempo hombre de grandes pasiones, los   —261→   historiadores le han juzgado de muy diversa manera; llamándole generalmente el Cruel, a pesar de opinar algunos que podría apellidársele el Justiciero.

Nada justifica, sin embargo, la crueldad con que trató a su excelente esposa doña Blanca, el asesinato de su hermano bastardo don Fadrique ni el de doña Leonor de Guzmán, madre de éste y de don Enrique de Trastamara, el cual juró vengar la muerte de su madre y hermano.

Había terminado por entonces en Francia una guerra civil, y Carlos y rey de aquella nación, más que por auxiliar a don Enrique, por deshacerse de la gente aventurera y levantisca, que siempre es en tales casos una rémora para la completa pacificación de un país; envió a España a Beltrán Duguesclin al frente de un ejército de voluntarios. Presentaron batalla el de Trastamara y los suyos a don Pedro en los campos de Montiel, obligándole a encerrarse en un castillo inmediato.

Durante la noche, engañado por un francés, fue conducido a la tienda de Duguesclin, donde le esperaba don Enrique. Vinieron a las manos el Rey el Infante, y acaso en esta fratricida lucha no hubiera evado don Enrique la mejor parte, si el aventurero francés no hubiera venido en su auxilio pronunciando la célebre frase:

Ni quito ni pongo rey,

Pero ayudo a mi Señor.

Quedó, pues, sin vida don Pedro el Cruel, rey legítimo de Castilla, a los pies de su hermano bastardo, que entró a reinar gracias a este crimen en 1369. Fue llamado el de las Mercedes, sin que nadie se haya atrevido a apellidarle el fratricida, debiendo aquel sobrenombre a lo muy generoso que se mostró con todos cuantos le habían ayudado a escalar el trono, así nacionales como extranjeros.

No faltó quien tratase de disputarle la corona, pero supo deshacerse de todos sus competidores, y dirigió sus miras a engrandecer y hacer feliz la nación; mas cuando todo presagiaba un feliz porvenir, falleció, según unos, de la gota, y según otros, envenenado por un moro, en 1379.




ArribaAbajo- XXXI -

Los toros


En la mañana de un día festivo se presentaron en casa   —262→   de nuestros amigos, Tomasito y Luisa con sus apreciables padres.

-Venimos a pedir a ustedes un favor, que espero no me negarán -dijeron.

-Sabe usted que deseo complacerle -contestó Prudencio.

-Pues bien, quisiéramos merecer de la buena amistad de ustedes que permitiesen a Flora venir esta tarde con nosotros y con mis niños -dijo la madre.

-¿Y adónde bueno van ustedes?

-A la diversión que más le place a Tomasito: A los toros.

-Si he de ser franco, debo decirle que no es fiesta de mi gusto; pero puesto que Flora es una niña ya crecida y que nada nos pide que no le concedamos, dejo a su arbitrio el asistir o no a esa diversión, asegurándole de todos modos que agradecemos el favor que ustedes le dispensan queriéndola llevar consigo, y que si se tratase de un paseo o de un día de campo accederíamos todos con el mayor gusto.

Flora, que hasta entonces no había hablado, contestó:

-He oído tantas veces referir las peripecias y los lances de una corrida de toros, que por una parte siento vivos deseos de asistir a una, y por otra temo presenciar alguna escena desagradable. ¡Si no le hiciesen daño a nadie! -añadió pensativa.

El caballero que la convidaba, Prudencio y Tomasito prorrumpieron en una carcajada.

-¿De que se ríen ustedes? -preguntó algo desconcertada la niña.

-¿No hemos de reírnos? -contestó su padre.

Llámanse toros de muerte, lo cual comprenderás que significa que aquellos animales han de perder la vida en el redondel y a la vista del público, y la estocada que pone término a su existencia no se les da (porque esto sería muy poco divertido) al momento de salir a la plaza, sino después de haberle hostigado de mil maneras, y haberle atormentado los picadores con sus aceradas lanzas, los banderilleros con las banderillas, que si bien son bonitas y de vivos colores, no dejan de clavarse en la piel del animal y desgarrar su carne, produciéndole los consiguientes sufrimientos, amén de las de fuego que chisporrotean alegremente a la vista del que lo contempla, y abrasan y mortifican al pobre toro.

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-¡Qué lástima de animalitos! -dijo Flora.

-Quita allá -replicó Tomasito-. Los toros son verdaderas fieras.

-¿Y qué culpa tienen ellos? -insistió la niña- Yo he oído decir que si desde jóvenes los domasen y los acostumbrasen al trabajo, serían bueyes que servirían para la agricultura como los demás.

-Entonces no tendríamos tan bonita diversión.

-¡Vaya una diversión! Sírvase usted seguírmela explicando, papá, que me parece que no me gustará.

-No hay más -continuó el abogado-, sino que como el toro es una fiera, cual ha dicho muy bien Tomasito, se defiende como puede y aún a veces es el primero en acometer, que, al clavarle la pica, mete él las astas en el vientre del caballo, al que hiere muchas veces de muerte; y que muy frecuentemente ruedan por el suelo el jinete y la montura; de modo que a no ir aquel forrado y revestido de hierro, sería víctima del enfurecido animal; y aún así correría gran peligro, sino anduvieran listos los chulos, que llaman y provocan la fiera para alejarla del picador, que se levanta como puede y vuelve a cabalgar en su despanzurrado rocinante.

-¡Pobres caballos! -dijo Flora.

-Son ya viejos, flacos y no sirven para nada -contestó Tomás.

-Ya lo creo, pero siempre da lástima el verlos padecer.

-Añade a esto, hija mía, que no es raro que alguna vez alcancen las astas del toro a cualquiera de los lidiadores, hiriéndolos gravemente; de suerte que algunos fallecen sin tener tiempo de ser trasladados a su casa; caso previsto por las autoridades y la empresa, que cuidan de tener allí un sacerdote para administrar la Extrema unción y prodigar los últimos consuelos de la religión al que se encuentre en tan triste estado.

-¡Ta, ta, ta!, no quiero yo ver esas cosas, ni comprendo que nadie se divierta con ellas.

-Es que mi amigo don Prudencio -dijo un poco corrida la madre de Tomasito-, ha extremado de un modo las cosas que es capaz de hacer aborrecer el espectáculo nacional a su más decidido y ardiente defensor. Por otra parte, una cosa es decirlo y otra es verlo.

-Pues eso temo yo precisamente, que será mucho más terrible, más conmovedor el presenciarlo que el oírlo contar.

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-Pero no ha dicho tu papá -insistió la señora-, el aspecto tan alegre y animado que ofrece la plaza antes de empezar la corrida, las canciones de la gente joven y de buen humor que espera la salida del primer toro, la música que toca aires marciales y esencialmente españoles; lo agradable que es ver aquellos hombres ligeros, airosos que visten con gracia un traje de vistosos colores en que el oro y la plata, heridos por los rayos del sol, deslumbran al espectador, y aunque a vueltas de esta perspectiva tan agradable y risueña, tenga uno que presenciar algún revolcón, que no son tan frecuentes como se ha querido decir, puede darse por bien empleado.

-Y a ti, Luisita -preguntó Flora-, ¿te gustan los toros?

-Me sucede como a ti -contestó la interrogada-, no puedo decir si me gustan o no, porque jamás los he visto.

-Pues, señora mía -dijo Flora-, quisiera que usted y su esposo no llevasen a mal lo que voy a decirles, pero agradeciendo mucho la invitación de ustedes, no me atrevo a aceptarla. Es más, como Luisa viene a ser de mi edad y tenemos análogas inclinaciones, si a ella le gusta la función y otra vez van ustedes, tendré sumo placer en acompañarles.

Hablose de cosas indiferentes, y poco después se retiraron el matrimonio y sus hijos sin que manifestaran el menor resentimiento por la negativa de la niña, antes bien, ofreciéndole invitarla de nuevo para la primera corrida, pues como estos señores eran muy aficionados a tales fiestas, no dudaban de que Luisa quedaría agradablemente impresionada.

Llegó la noche. Ya saben mis lectoras que frecuentemente se reunía la familia de Luisa y la de Flora; así pues, calculando la última que sus amigos estarían cansados y no saldrían de casa, pasó a visitarlos.

-¡Ay!, querida Flora -dijo Luisa, apenas vio llegar a su amiga-. ¡Cuán bien has hecho en no querer venir, y cuánto siento no haberte imitado!

-Pues, ¿qué ha sido ello? -preguntó con interés la recién llegada, abrazando a su amiga.

Los padres de ésta se sonreían tristemente, y Tomasito, que parecía preocupado, se hallaba sentado en un rincón sin hablar palabra.

-Figúrate -dijo Luisa-, que después de todo lo que ha explicado tu papá, después de haber oído chillar espantosamente   —265→   al público, unas veces porque pedían que le pusiesen banderillas a un toro, otras porque llamaban cobarde a un picador, otras porque le decían al presidente que no lo entendía, otras no sé por qué, pues yo creo que ni ellos mismos sabían lo que pedían, después de haber visto la arena de la plaza regada muchas veces con la sangre de los caballos y a éstos con los intestinos colgando, (lo cual me daba mucha lástima y no menos asco); por fin, al ir a matar el cuarto toro un espada joven, de hermosa figura, vestido de oro y azul, ha tenido la desgracia de ser ensartado por el animal, que le ha levantado tres veces en el aire, dejándole al fin tan mal parado que le han tenido que retirar de la plaza, cubierto su rostro de una palidez mortal y bañado en sangre su precioso vestido.

Yo me he retirado al fondo del palco y no he querido ver nada más. Poco después se ha dicho que aquel pobre hombre había fallecido, y esto ha aumentado la dolorosa impresión que me había producido el verle retirar en tan mal estado; por fin papá y mamá se han compadecido de mí, y nos hemos venido sin terminar la función.

-Ahora sí que no querrá Flora venir con nosotros a los toros -observó el padre de Luisa.

-Jamás, en mi vida -contestó enérgicamente la hija de Burgos.

-Pues yo por mi parte prometo no volver nunca, a menos que me obliguen a ello -contestó su amiga.

-Bueno -dijo Prudencio, frotándose las manos-, ya tiene el toreo dos impugnadoras más en nuestras hijas.

-Y sin embargo -dijo el caballero de la casa-, es una fiesta que tardará en abolirse en nuestro país, porque es esencialmente española.

-Lo cual hace muy poco favor a nuestra nación, porque decir que es esencialmente español lo que es bárbaro a todas luces, no nos honra mucho que digamos -replicó Burgos.

-Pues si todos los españoles fuesen de nuestro gusto -dijo Flora-, pronto dejarían de dar corridas de toros, porque como no habría espectadores, quebrarían las empresas.

-Mire usted, las picarillas -dijo el padre de Luisa-, cómo discurren.

-Yo ofrezco -dijo Luisa-, contar a todas mis amigas el mal efecto que me ha producido la primera que he visto.

-Y yo te ayudaré -añadió Flora-, a suplicar a todas nuestras   —266→   conocidas que no autoricen con su presencia tan atroz diversión.

-De manera -observó Prudencio-, que van ustedes a hacer una propaganda activa, y enérgica en contra de las corridas de toros.

-Sí, señor -dijeron unánimes las niñas.

-Y nada perderá con ello nuestro país, añadió Flora.

-Ni la humanidad, ni la civilización -continuó su padre.

-Creo yo -dijo Flora-, que si los pobres caballos y aún los toros tuvieran conocimiento, nos lo agradecerían mucho.

-¿Y los toreros? -preguntó a Luisa su padre.

-Que se busquen otro modo de vivir más útil y menos peligroso -repuso la niña.

Los padres se rieron de ver el juicio y el aplomo con que Flora y Luisa contestaban a todas sus objeciones, y como Sofía hiciese presente a su esposo que los señores de la casa debían estar fatigados de las emociones de aquel día y deseosos de reposo, se levantaron para retirarse.

Las niñas, al besarse y estrecharse las manos, reiteraron su promesa, que cumplieron con fidelidad más adelante.




ArribaAbajo- XXXII -

Historia de España


Cierto domino, en que el calor impedía salir de casa, mientras el sol permaneciese sobre el horizonte, dijo Prudencio a su hija:

-¿Cómo estamos de Historia de España?

-He escrito algunos apuntes que leeré con el mayor gusto, si ustedes lo desean.

-Nada mejor podemos hacer por esta tarde, y hasta la hora de dar un paseo, que tú leer y nosotros escuchar algunos apuntes sobre tan interesante asunto.

-Pues manos a la obra -repuso Flora.

Y saliendo de su habitación con el manuscrito, empezó a leer en alta voz lo siguiente:

Conclusión del periodo de la Reconquista

Don Juan I, hijo de don Enrique de Trastamara, ratificó al   —267→   subir al trono su alianza con la Francia, enviando una escuadra contra los ingleses, los cuales resentidos trabajaron para que el duque de Alencastre renovase las pretensiones al trono español, que ya en otra ocasión había manifestado.

El Portugués, infiel a los tratados que con España tenía, acogió y apoyó las pretensiones del de Alencastre, pero el político don Juan supo terminar estas desavenencias, pidiendo la mano, que le fue concedida, de doña Beatriz de Portugal, heredera de aquel reino. Fue una de las condiciones del enlace el que el hijo mayor, o sea el presunto heredero de la corona de España, llevaría el título de Príncipe de Asturias.

Otro acontecimiento notable tuvo lugar durante este reinado, y fue el de empezarse a contar los años por la era cristiana, puesto que hasta entonces se habían fechado los documentos por la era hispánica o del César.

Cuando todo presagiaba días de tranquilidad para España, estando el rey presenciando unas maniobras militares, le arrojó el caballo y murió de resultas en 1390.

Su hijo Enrique III, llamado el Doliente por la poca salud de que gozaba, subió al trono en la temprana edad de once años, bajo una multitud de tutores y regentes, que deseosos todos de mandar, saqueaban el tesoro real y promovían continuas disputas. Llegado, empero, a los 14 años, este rey tan enérgico de alma como apocado y débil en su físico, se declaró mayor de edad, y después de un banquete, habló a los grandes en estos o semejantes términos:

-¿Cuántos reyes habéis conocido vosotros?

La mayor parte le contestaron, no sin sorpresa, que en Castilla no habían conocido más que dos o tres soberanos, según la edad que contaba el que respondía.

-Pues yo, siendo más joven que ninguno de vosotros, he conocido muchos -contestó don Enrique.

-¿Cómo así? -interrogaron los cortesanos.

-Muy sencillo. Cada uno de vosotros es un rey que gobierna con toda la tiranía que le es posible, y disfruta de las rentas de la corona, mientras ha llegado el caso de no haber manjares que servir a mi mesa, ni leña con que calentar mis habitaciones. Es preciso que esto concluya, y concluirá desde hoy.

En efecto, el joven rey administró por sí mismo las rentas de la corona con tal economía y prudencia, que no necesitó   —268→   recurrir a impuestos, siempre gravosos para la noción. Por esto y por su carácter afable y justo, fue muy querido de sus vasallos y muy llorado cuando ocurrió su temprana muerte en 1406.

Juan II, hijo del anterior, no contaba dos años cuando heredó la corona. Fueron sus tutores la Reina Madre y su tío don Fernando, sujeto insigne por sus virtudes, valor y talento, no menos que por la abnegación con que se negó a aceptar la corona que los grandes de Castilla le ofrecían a la muerte de su hermano, y que él contribuyó a asegurar en las sienes de su sobrino. Se hizo memorable por la batalla de Antequera, en que derrotó completamente a los moros; pero poco después tuvo que abandonar el reino de España, llamado por los aragoneses, que le habían proclamado rey, después del famoso compromiso de Caspe, en que se decidió quien había de ocupar el vacante trono de aquel Estado, más poderoso entonces que el de Castilla.

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También a los 14 años tomó don Juan las riendas del Estado, como había hecho su padre; pero con menos aptitud o menos energía, se dejó dominar por don Álvaro de Luna, valido tan poderoso y soberbio, que en realidad fue durante muchos años el Soberano de la nación. Esta privanza ocasionó trastornos que el rey no sabía reprimir, y siendo juguete de los bandos o parcialidades en que se hallaba dividido   —269→   su reino, unas veces despedía a don Álvaro, otras le llamaba para entregarse de nuevo en sus manos, hasta que en una de estas alternativas, con motivo o sin él, le mandó decapitar. ¡Terrible ejemplo para los que cifran su fortuna en el favor de los príncipes!

Murió don Juan en Valladolid en 1457. Sucediole don Enrique IV, que descontentó completamente a sus vasallos, los cuales, más y más desanimados viendo que no tenía hijos de quienes tarde o temprano pudiesen esperar que los gobernasen mejor, quisieron proclamar a su hermano don Alfonso.

Había nacido, no obstante, una niña, llamada doña Juana, a quien apellidaban la Beltraneja, y cuyos derechos al trono no quería reconocer el pueblo ni la nobleza.

Murió don Alfonso, a quien se quería proclamar, y entonces fue ofrecida la corona a la Infanta doña Isabel, hermana también del rey, que la renunció noblemente, diciendo que en caso de aceptarla, no sería mientras viviera su hermano. Falleció, en fin, don Enrique IV llamado el Impotente, en 1474.

Proclamada doña Isabel I, llamada la Católica, casada con don Fernando V de Aragón, que llevó igual título, su ascensión al trono forma época en los fastos de la Historia, porque fue causa de la unión de los dos Estados que jamás han vuelto a separarse.

Los partidarios de la Beltraneja hubieron de humillarse y respetar el nuevo orden de cosas. Los reyes aplacaron las exigencias y el orgullo de la nobleza, dando alguna más libertad al pueblo, pero supieron hacerlo de modo que conservaron la adhesión de los grandes y del clero. Con la fuerza que da la unión de dos grandes Estados sin discordias interiores, emprendieron la completa liberación de las pocas poblaciones que quedaban en poder de los moros, y la expulsión de éstos del territorio español.

Desalojados los sarracenos de Orán, Baeza y otros puntos menos importantes, se refugiaron en Granada; pero también de este último baluarte fueron arrojados en 2 de enero de 1492, en que el rey Boabdil puso en manos de los Reyes Católicos las llaves de la ciudad; y el estandarte de la cruz tremoló en la torre de la Alhambra, después de un porfiado sitio en que ocurrió la circunstancia notable de que, habiéndose quemado algunas tiendas del campamento, y entre ellas la de los Reyes, levantaron los cristianos a la vista de Granada la ciudad de Santa Fe.

  —270→  

El rey Chico, que así llamaban a Boabdil, se alejó con su escolta, y hallándose en una eminencia, pronto a perder para siempre de vista los muros de Granada, y poco después los fértiles campos de Andalucía, vertió débil llanto, que reprimió su madre con estas palabras: «Haces bien en llorar como una mujer, ya que no has sabido defender tus Estados como un hombre».

El hecho más culminante, después de la conquista de Granada, y el que a la par de éste enaltece el reinado de don Fernando y doña Isabel, es el descubrimiento del Nuevo Mundo, que tuvo lugar del modo siguiente:

Cristóbal Colón, navegante genovés, dado al estudio de las ciencias, comprendió que debía haber más tierra de la que en Europa se conocía, y presentose a varios monarcas ofreciéndoles que, si le facilitaban algunas naves con su correspondiente tripulación, iría a explorar mares ignorados, en los que estaba seguro de encontrar una tierra virgen tal vez rica en vegetales y minerales no conocidos.

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Tratáronle de loco y visionario, hasta que explicando a doña Isabel sus pretensiones, ésta vio en Colón lo que era en efecto, esto es, un hombre de genio; y vendiendo sus joyas para proporcionar dinero, consiguió fletar tres embarcaciones, llamadas la Santa María, la Niña y la Pinta, con cuya pequeña flota salió Colón del puerto de Palos el 3 de agosto de 1492.

  —271→  

Después de muchas contrariedades y peligros, en 12 de octubre desembarcó en la Isla llamada Guanahani, a la que él dio el nombre de San Salvador; y después de haber descubierto algunos otros países, dio la vuelta a España, desembarcando en Barcelona y siendo recibido por los Reyes Católicos con el agasajo que merecía quien había conquistado para España un nuevo mundo.

Muchas causas concurrieron a hacer imperecedera la memoria de los Reyes Católicos, llegando nuestra nación, durante su reinado, al apogeo de su poder, puesto que en ninguna otra época han brillado sabios como Colón, generales como el gran Capitán Gonzalo de Córdoba ni políticos como don Francisco Giménez de Cisneros.

Tuvo doña Isabel dos hijos, don Juan y doña Juana, pero habiendo muerto aquél en la adolescencia y sobreviviendo la infanta a su madre, heredó la corona. Doña Juana, dotada de tan escaso talento, como sabiduría y prudencia, había manifestado su madre, no inspiraba confianza de que gobernase bien; y así, aunque se hallaba casada con don Felipe el Hermoso, hijo del Emperador de Austria, dejó la reina establecido en su testamento que, en caso de no poder regir los destinos de la nación, se encargase de ello el rey viudo don Fernando. Murió doña Isabel en 1504.

Doña Juana quiso gobernar por sí, pero débil de juicio y enamorada hasta la locura de su esposo don Felipe, acabó de perder la razón, cuando éste murió casi repentinamente a los dos años de haber ascendido al trono, y entonces don Fernando se encargó del gobierno de la monarquía, auxiliado por el cardenal Giménez de Cisneros, hasta que murió el rey Católico en 1516, pasando el reino al hijo de doña Juana, con lo cual empezó el reinado de la casa de Austria.




ArribaAbajo- XXXIII -

Higiene doméstica


-Hoy, querida Flora, hemos de hacer una visita a cierta familia de muy modesta posición -decía doña Ángela a su nieta en la tarde de un día festivo.

-¿Viene también mama? -preguntó la niña.

-Sin duda -replicó la abuela.

-Pues yo, como vaya con mi abuelita y mi mamá, ya   —272→   estoy contenta -replicó Flora corriendo a preparar su traje de paseo.

-¿Te acuerdas -dijo Sofía saliendo ya vestida- de Miguel, el antiguo asistente de tu abuelo, que trabaja de zapatero?

-Sí, señora -respondió la niña.

-Pues bien, Miguel ha casado a su hija Paca con un honrado carpintero; nos convidaron a la boda, a la que no pudimos asistir por una ligera indisposición de tu abuela, y hoy queremos visitar a los jóvenes esposos.

-Tendré mucho gusto en acompañar a ustedes.

Pocos minutos después, despidiéndose de don Leandro y su hijo, salieron las dos señoras y la niña, las que, después de cruzar varias calles y plazas, entraron en una callejuela estrecha, húmeda y lóbrega. Miró el número Sofía y dijo:

-Aquí es.

Penetraron en una entrada estrecha, subieron algunos escalones y llamaron a la puerta de un entresuelo.

En cuanto resonó la aldaba en la habitación, salió a abrir una mujer joven, graciosa y bien vestida, puesto que si bien su traje era el que correspondía a la mujer de un artesano, le llevaba nuevo y esmeradamente limpio. Tras ella se presentó su esposo y el antiguo soldado, manifestando todos suma satisfacción y agradeciendo cordialmente la visita de aquellas señoras.

-Voy a enseñar a ustedes mi casita -dijo Paca.

Y seguida de doña Ángela, Sofía y Flora, penetró en una salita baja de techo y no muy clara, como comprenderán mis lectoras, si se hacen cargo de que la tal habitación era un entresuelo, situado en una calle larga y estrecha.

Detrás de unas grandes cortinas, quedaba la alcoba; pequeña también, puesto que la cama de matrimonio la ocupaba casi por completo. Mas adentro de la alcoba había un chiribitil, mal llamado cuarto, que servía de ropero. Enfrente de la puerta de entrada, estaba el comedor, con ventana a un patio interior sucio y oscuro; a la derecha del comedor, la cocina, y a la izquierda un pasadizo que era el que conducía a la sala, y como a mitad de él, un cuarto sin luz ni ventilación, en el que había un catre para Miguel.

Formaba el ajuar de aquella vivienda una mesa de comedor nueva y bonita con media docena de sillas pintadas, otra media docena imitadas a caoba y una cómoda,   —273→   todo limpio y esmeradamente ordenado, ocupaban la sala. Sobre la corrida había un pequeño escaparate con una imagen de la Santísima Virgen, frente a ella un cuadro de San José, abogado del gremio a que el joven artesano pertenecía, y en la cabecera de la cama, otro cuadro de San Francisco, patrón de la esposa. Ante la imagen de la Virgen se ostentaban en un jarrito de loza algunos claveles y azucenas que despedían un fuerte perfume, a pesar de que habían perdido algo de su frescura y lozanía.

-¿Qué les parece a ustedes mi habitación? -dijo Paquita, después de concluir la inspección que de ella habían hecho las visitantes, y poniendo una silla para cada una frente al balcón que daba vista a la callejuela.

-Ante todo -dijo Sofía- deseo saber si les va a ustedes bien en ella.

Los hombres, que se habían entretenido un poco, entraron a su vez, y tomando la palabra Miguel, respondió por la hija:

-A la verdad, este buen mozo (y golpeaba en el hombro del carpintero), es el que tiene salud para dar y vender; pero a nosotros no nos ha probado muy bien la mudanza de casa. Yo, que había padecido reúma, y del que sólo me resentía en el invierno, estoy molestado hace unos cuantos días, con un dolor en la espalda, y en cuanto a Paquita, se queja siempre de dolor de cabeza.

-No puede suceder otra cosa -dijo con seriedad doña Ángela-; porque esta habitación tiene las peores condiciones higiénicas que imaginar se puede.

-Extraño -dijo Sofía-, que se hayan ustedes trasladado aquí, puesto que el cuarto piso que usted ocupaba con su hija, era mucho más sano y alegre.

-Hemos escogido este entresuelo, porque abajo hay una tienda en que trabaja Agustín, mi hijo político, y en cuanto a mí, tengo mi tiendecita en el portal, estando así reunida la familia.

-Verdaderamente -insistió doña Ángela-; debían ustedes sacrificar esas ventajas a la inapreciable de proporcionarse una vivienda cómoda, alegre y ventilada.

¡Cuántas familias arrastran una existencia desgraciada privadas del precioso don de la salud, comunican a sus inocentes hijos una vida raquítica y enfermiza, y todo por no atender a los consejos de la higiene.

-Yo no sé lo que es higiene -dijo Paquita con desenfado.

  —274→  

-Poco importaría que no supiese usted el nombre, con tal que conociese las reglas de esta interesante parte de la educación de la mujer, que tiene por objeto el atender a la conservación de la salud.

Las principales necesidades de la humanidad, y las condiciones indispensables para no enfermar son:

Aire puro, alimentos sanos y vestidos adecuados a la estación, al clima y a las circunstancias especiales del individuo, amén de una proporción o equilibrio entre el trabajo y el reposo.

Para que el aire sea puro, es necesario que no lo vicie ni la respiración, ni los vegetales, ni los combustibles, o sea, el brasero mal encendido, las luces, etc., y sobre todo que no se aspiren esas emanaciones desagradables que suben del callejón y del patio interior de esta casa, y que se perciben, a pesar del perfume de las flores que embalsama la estancia.

-Ha dicho usted -interrumpió la mujer del carpintero-, que la respiración descompone el aire. ¿Podemos, por ventura, evitar el respirar?

-No ciertamente, pero podemos proporcionarnos habitaciones más ventiladas que la que poseen. Debe usted, pues, preferir subir la escalera que conduce a un cuarto piso, a meterse en un entresuelo como éste, en que el aire circula con dificultad y el que entra del patio o de la calle no tiene mejores condiciones que el de la habitación.

No hablo del brasero, que en este tiempo no es necesario, pero bueno sería supiere usted que el gas que se desprende del carbón, cuando no está completamente encendido, tiene emanaciones mortíferas, y en tanto es así, que se han visto personas que, por inadvertencia o con el deliberado fin de poner término a su vida, se han encerrado en una estancia con un brasero lleno de carbón, y al abrir las puertas se las ha encontrado cadáveres.

Acaso no ha comprendido usted la palabra vegetales, que he pronunciado; pues sepa usted que quiere decir plantas o flores; de modo que si las que tenemos a nuestra vista han pasado la noche aquí, como denota su aspecto marchito, no me sorprende que tenga usted dolor de cabeza; y sí extraño que hayan ustedes podido levantarse.

-En efecto -replicó la joven-; no las he sacado la noche anterior, como tengo por costumbre; pero la verdad sea no dicha no las sacaba porque supiese que el tenerlas aquí   —275→   podía perjudicarnos, sino porque se conservasen mejor con el fresco de la noche.

-Pues mire usted, señora -dijo Agustín-; yo no sabía eso, pero cuando me he levantado esta mañana parecía que estaba ebrio.

-Oye, mozo -interrogó el suegro-, ¿has estado tú ebrio muchas veces?

-Bah, ¿a quién no le ha sucedido, estando con los compañeros, beber alguna vez un poco más de lo regular? Por lo demás ya sabe que no tengo tan feo vicio.

El viejo Miguel, que en pudiendo meter baza en la conversación no la cedía tan fácilmente, continuó:

-Ya lo creo, lo sé bien, porque lo primero que averigüé antes de concederte la mano de mi hija, fue si eras hombre aficionado al juego o a la embriaguez, dos vicios que juntos o cada uno de por sí bastan para hacer la desgracia de una familia. ¡Pues bonito soy yo para haber entregado mi única y querida hija a un hombre vicioso!

-Con que, decía usted -preguntó doña Ángela, interrumpiendo la charla del antiguo asistente-, que estaba como ebrio.

-En efecto, me sentía mareado -repuso Agustín.

-Además del aire puro -continuó la señora-, se necesitan alimentos sanos. Así, pues, la mujer que quiera gozar con su familia de buena salud, debe no reparar en gastar lo necesario para proporcionarles al menos dos veces al día una comida nutritiva.

La carne de carnero y de vaca, el pescado blanco, las aves de corral, los huevos y el bacalao, deben alternar con las patatas, alubias, garbanzos, arroz y algunas verduras, teniendo cuidado de no comprar cosa alguna averiada, o que empiece a descomponerse por más que nos halague su baratura, pues nunca debe posponerse la higiene a la economía.

No hablo de caza, ni tampoco de aquellos peces raros y costosos, ni de dulces, ni artículos de pastelería, estos alimentos se hallan muy por encima de la fortuna de los pobres, y los últimos no son sanos y hasta no titubeo en apellidarlos perjudiciales.

La carne de cerdo se debe comer con mucha prudencia, especialmente cuando está fresca, que es cuando se vende más barata, pues es de difícil digestión y además favorece mucho las erupciones herpéticas y otras enfermedades de la piel.

  —276→  

En cuanto a bebidas, la más sana es el agua, pero comprendo que los hombres que se entregan al trabajo se sientan más fuertes y vigorosos bebiendo un poco de vino. En cuanto a las bebidas alcohólicas, la mayor parte son venenos disfrazados.

Respecto a los vestidos, además del cuidado que ha de tener toda personas, en especial la mujer del pueblo, de no salirse de su esfera en cuanto a lo que con los trajes se relaciona, ha de ir, y lo mismo tener sus camas, ni con tanto abrigo que sude continuamente, lo cual debilita y expone a constiparse, ni tan ligera que cualquier cambio de temperatura pueda afectarle.

Debo advertir, ya que de ropas estoy tratando, que es también una economía muy mal entendida el comprar colchones y ropa que ha servido para otro, especialmente cuando no se conoce al que la ha usado y se está seguro de que goza cabal salud. Muchísimas enfermedades se comunican de esta manera. Solamente la ropa blanca, que puede colarse, es la que no está sujeta a esta prescripción.

-Dios bendiga esa boca, señora -dijo Miguel-. ¡Qué cosas tan buenas le explica usted a mi pobre hija!

-Amigo mío, el enseñar al que no sabe es una obra de misericordia, y Paquita se quedó muy joven sin madre y, por consiguiente, sin tener quién le enseñara a ser ama de su casa.

-Ni aunque hubiese vivido mi mujer, ¿qué sabemos nosotros, pobres ignorantes?, ¿qué decía usted del ejercicio y el reposo?

-Nuestro cuerpo es una máquina, y así como toda máquina que no funciona o que funciona parcialmente se entorpece, y si trabaja demasiado se gasta e inutiliza, también el cuerpo humano si no trabaja se encuentra pesado y torpe, y el exceso de actividad le perjudica y le aniquila pronto; por eso el descanso durante la noche y el día festivo, además de ser el primero, ley de naturaleza y el segundo, precepto religioso, son indispensables a nuestra salud.

Falta advertir que, como no todos ejercitamos nuestras fuerzas del mismo modo, tampoco el reposo puede entenderse de igual suerte para mi marido, por ejemplo, que está todo el día sentado en el escritorio, que para el de Paca, que está en pie maneando la azuela o la sierra y dejando inactivas sus facultades intelectuales.

  —277→  

Un rato de lectura útil y agradable será un verdadero reposo para sus miembros fatigados, y un ejercicio conveniente para su inteligencia; un paseo moderado por un sitio ameno, el asistir a una función de teatro, siempre que el local tenga buenas condiciones higiénicas y la pieza o drama no pertenezca al género que, parece tiene por objeto, en vez de instruir y deleitar, relajar las costumbres; he aquí, amigos míos, las distracciones que yo aconsejaría a ustedes para los días festivos, y alguna comida en el campo, sola la familia, o reunida con personas honradas, que no pierdan nunca de vista la decencia y la sobriedad, tan laudables entre la gente del pueblo.

Con estas palabras de doña Ángela concluyó la conversación entre las señoras y los artesanos, levantándose aquéllas para despedirse, y ofreciendo Paquita tener en cuenta todos sus consejos y buscar lo más pronto posible otra habitación más higiénica y de mejores condiciones, aunque resultase un poco más cara; comprendiendo que la salud después de la honradez y la virtud, es el don más precioso de la Providencia y el más digno de ser conservado.




ArribaAbajo- XXXIV -

Historia natural


Era un precioso día de otoño. Flora radiante de alegría, ostentaba un bonito traje, regalo de su mamá; sobre la consola descollaba un precioso ramo de flores que su abuelo había salido a comprar muy de mañana; la abuela había confeccionado algunos dulces y pastas para los postres; y Prudencio había obsequiado a su hija con un anillo de oro, en el que lucía una bonita esmeralda. Si añadimos a esto que algunas compañeras mandaban a Flora, quien un ramillete, quien un pañolito o una corbata bordada, quien únicamente una tarjeta o una esquela, comprenderá que nuestra heroína celebraba alguna fiesta.

En efecto, Flora cumplía aquel día trece años, y si bien en todas las épocas de la vida el aniversario de nuestro natalicio tiene algo de grato y de consolador, porque en tal día nos vemos rodeados de nuestros amigos, obsequiados por ellos y recibimos testimonios más o menos cordiales, más o menos sinceros de adhesión y cariño; esta satisfacción en el estío y sobre todo en el otoño de la vida,   —277→   va mezclada de amargos recuerdos y de melancólicos presentimientos. A veces se echa de menos al ser querido que el año anterior nos felicitó con ternura y que hoy ha desaparecido de nuestro lado, dejando un vacío en nuestro corazón. Acaso se recuerdan las palabras con que otro nos halagó, fingiéndonos amistad y afecto, que el tiempo se ha encargado de demostrar que eran falaces y que nada tenían de noble y desinteresado. Acaso a estas decepciones se mezcla la idea de la velocidad de nuestra existencia, de la rapidez con que se suceden los años y que cada festividad como la que celebramos halla algunas nuevas hebras de plata en nuestra cabellera, alguna arruga más en nuestra frente, algún nuevo desengaño en el alma.

A vuestra edad, queridas lectoras, nada de esto sucede. Como el capullo, al cual cada hora que pasa encuentra un poco más desarrollado, más próximo a convertirse en flor encantadora y conteniendo algo más de perfume y de belleza, así vosotras, cuya existencia es menos breve que la de la flor, cada año os encuentra, al celebrar vuestro natalicio, más bellas, más adelantadas, más instruidas y acercándoos al período álgido de la belleza, de la virtud y del perfeccionamiento físico y moral; pero siempre llenas de inocencia, de candor, de alegría y de esas ilusiones que son el mejor encanto de nuestra existencia.

Flora, privilegiada criatura; cual todas las que os halláis en esa dichosa edad, no sabía lo que son desengaños ni decepciones, no había experimentado, por otra parte, el dolor de perder ningún ser amado, ignoraba lo que son privaciones, y, sin haber derramado una lágrima que no fuese de compasión por las desdichas ajenas, veía en cada año que pasaba más cercano ese porvenir de color de rosa que halaga a todos los que os encontráis en la niñez o en la adolescencia.

Entre risas y juegos, entre plácemes y halagos, transcurrió el día del cumpleaños de nuestra amiguita, que, como hemos dicho, había amanecido bastante bello; más después de mediodía, algunas nubecillas cárdenas y cenicientas empezaron a cubrir el diáfano azul del cielo, y esas tintas vagas, melancólicas, unas veces de colores vivos como el topacio y la escarlata, otras de indefinidos matices, que como las hojas de los árboles de aquella estación ostentan, ya un amarillo pálido, ya un color de tierra dudoso; estas nubes, decimos, concluyeron por apiñarse,   —279→   cubrir el horizonte y regalar a la tierra abundante lluvia. Flora no era ya aquella niña caprichosa que se disgustaba cuando un incidente atmosférico u otro acaso imprevisto, la privaba de una diversión; y así, aunque tenían proyectado sus padres y abuelos ir aquella noche al teatro, y hubieron de suspender la realización de tal proyecto en vista del mal tiempo, se conformó con pasar aquella velada en su casa y en compañía de su querida familia.

Miraba sur precioso anillo acercándole a la luz de una bujía, cuyos rayos, quebrándose en los árboles de la esmeralda producían hermosos cambiantes.

-¡Qué bonito es este anillo, papá! -decía admirada- Habrá costado muy caro, ¿verdad?

-No tanto como si hubiese sido un brillante.

-Y, ¿cómo se llama esta piedra que tiene tan precioso color verde?

-Se llama esmeralda.

-Mire usted, papá, sin que por eso agradezca menos su regalo y sin que dejara de agradecerle a un cuando fuese una cosa más sencilla e insignificante, voy a permitirme una observación.

-Te escucho, hija mía.

-¿No es verdad que las esmeraldas, los brillantes y el oro mismo, no tienen más valor que el que los hombres han querido concederle?

-Es cierto, pero una vez que se les ha convenido tienen un valor intrínseco y real tanto más positivo, cuanto mejor uso sepamos hacer de ellos.

-Eso sí que no lo entiendo muy bien.

-Me explicaré; el oro en sí de nada nos serviría, si no tuviese el valor convencional que se le ha dado; y así al viajero que cruzase un árido desierto, no le impediría que pereciese de hambre y de sed el llevar los bolsillos repletos de brillantes monedas, y en los dedos riquísimos anillos con diamantes de Golconda; mas como vivimos en sociedad y ésta ha convenido en hacer de las monedas labradas con diferentes metales el vínculo para realizar todos los contratos, resulta que los metales, las piedras preciosas y cuanto puede reducirse a moneda o cambiarse por ella, puede, si no evitar las desgracias y sufrimientos, si no dar la felicidad, que sólo está en la práctica de la virtud y en la tranquilidad de la conciencia, proporcionar muchas comodidades y ahorrar infinitas privaciones. Ese   —280→   anillo, que para ti, niña sin ambición, no tiene otro precio que el de ser un testimonio del cariño de tu amante padre, para una huérfana desvalida sería un gran recurso, pues vendido le proporcionaría pan y abrigo para algunos días; y ese mismo anillo, entre las joyas de una princesa, oscurecido por infinitas piedras de más valor y brillo, sería un dije insignificante.

-¿Pues sabe usted, papá, que me parecería un crimen, aunque fuese muy rica, amontonar piedras preciosas y guardarlas cuando con una de ellas podría proporcionar alimento, albergue y vestidos a tantos menesterosos?

-Te diré, hija mía; la avaricia es en realidad un crimen; por eso la Iglesia la cuenta entre los pecados capitales; así el que amontona oro, privándose él mismo de bienestar y comodidades y a los demás de las ventajas que aquel metal, puesto en circulación, debía proporcionar, comete una gravísima falta; por eso dice un sabio escritor que al avaro tanto le aprovecha lo que tiene como lo que no tiene. Aquel, empero, que poseyendo una inmensa fortuna da ganancia al joyero, lo mismo que al comerciante de ropas y a los demás industriales, viviendo con cierto lujo y ostentación sin olvidarse de enjugar las lágrimas del huérfano y de la viuda y de tender una mano compasiva al que gime en la miseria, no puede en rigor echarse nada en cara, y vivirá tranquilo en medio de su generosa y espléndida opulencia. Los que poseemos una modestísima fortuna, debemos ser muy parcos en la adquisición de joyas de gran valor, pues son un capital muerto que, en caso de necesidad y al tenerlas que reducir a metálico, nos producirían una cantidad sumamente inferior a su coste, pagando con esto harto cara la vanidad de habernos con ella engalanado.

-Y ¿de dónde sale el oro, la plata y las piedras preciosas?

-Todo esto, hija mía, pertenece al tercer reino de la Naturaleza, o sea al reino mineral, compuesto de todas las piedras, tierras y metales.

Divídese en cuatro clases, a saber: tierras y piedras, minerales combustibles, metales y sales.

Las tierras que sirven para la agricultura, esto es, que se aran y siembran, son: la llamada sílice, alúmina, cal y magnesia. Por supuesto que estas tierras rara vez se encuentran puras, sino mezcladas, y que tampoco podrían   —281→   por sí solas dar gran producción, sino se abonaran con estiércol, en el cual abundan las sustancias animales en estado más o menos marcado de descomposición. En esto, como en todo, se nota la armonía que existe en la naturaleza.

La tierra silícea o arena es la que abunda en las orillas de los ríos, blanca, menuda, pesada y escurridiza. La de las orillas del mar es semejante a ésta, pero por lo regular más gruesa; y de una materia parecida es el pedernal, piedra que, golpeada con el acero, suelta chispas instantáneamente. El pedernal más puro es aquél del cual se saca una sustancia diáfana y durísima, llamada cristal de roca.

Los vidrios de los balcones y ventanas, el cristal de que se fabrican vasos, botellas y tantos otros utensilios, todo procede de piedra silícea o arena, cocida en un horno de asombrosa actividad, hasta reducirla a una pasta que luego toma las formas que los operarios tienen por conveniente comunicarle con moldes y otros aparatos.

Con la arcilla, que es otra clase de tierra más fina que la arena, se fabrican platos, tazas, jícaras y todo lo demás llamado de loza. El lápiz encarnado o negro de que nos servimos para dibujar, las piedras de afilar y algunas otras que por lo blandas no sirven para construir ningún objeto sólido, son también arcillas.

En ciertos terrenos se encuentra otra piedra de una sustancia parecida y generalmente de un color gris que después de purificada adquiere una blancura deslumbradora, y es la que llamamos cal viva, que mojada y mezclada con arena sirve a los albañiles para construir los edificios, llenando los huecos que dejan las piedras y ladrillos, que al endurecerse les presta mucha solidez. La cal disuelta en agua sirve para blanquear las habitaciones, en términos que muchos pueblos, cuyo vecindario es pobre, pero muy aseado, no tienen otro ornato en lo interior ni en lo exterior de los edificios que la deslumbrante blancura que les presta una lechada de cal renovada frecuentemente, dándoles el aspecto de una bandada de palomas.

El azufre, el asfalto o betún judaico, y sobre todo el llamado carbón de piedra, son los que se denominan minerales inflamables o combustibles, y particularmente el último es tan útil y tan superior al carbón vegetal por su duración, que ha llegado a llamarse, no sin fundamento, el alimento de la industria. En efecto, este carbón da fuerza   —282→   a las máquinas de toda clase de establecimientos fabriles, él conduce los buques de vapor a través de los mares y arrastra encerrado en el fogón de una locomotora largos trenes de viajeros, poniendo en comunicación por uno u otro medio todas las naciones de nuestro globo.

Las piedras preciosas de menos utilidad como tú has dicho muy bien, pero de mayor valor, se encuentran también en las entrañas de la tierra; pero no vayas a creer que esa esmeralda salió de allí con el brillo y el color que hoy la engalana. Se encuentran sin pulimentar y más o menos mezcladas con otras tierras o piedras, de las cuales los artistas las desprenden, limando después sus desigualdades, redondeándolas, o formando esos planos llamados facetas, y esas aristas que constituyen su mayor belleza. El lapislázuli es una piedra de un hermoso azul celeste con unas venas amarillas, pero sin transparencia; el zafiro tiene un azul más oscuro, el rubí un encarnado brillante y transparentes, el granate, un encarnado más opaco, el topacio un hermoso color amarillo y la amatista color violeta; pero la más hermosa de todas las piedras preciosas es el diamante. Creyose algún día que los diamantes eran una piedra sílice, la más dura y brillante de todas; pero varios experimentos han demostrado que es ni más ni menos que carbón cristalizado y en perfecto estado de pureza. Del diamante se valen los que trabajan el cristal para cortarle con facilidad suma, y además (como sabes) es la más preciada de cuantas piedras se usan en los aderezos y adornos femeninos, ostentándose también en las coronas y cetros de los reyes.

-¿Y los brillantes, papá? No me ha hablado usted de ellos.

-Los brillantes no son más que diamantes más pulidos y de mayor valor.

-¿Y los cristales de los espejos son de otra clase que los demás?

-No, por cierto; son únicamente los más límpidos y claros que salen de las fábricas, sino que después se les aplica una capa de mercurio, que es un mineral líquido, sumamente brillante, pesado y escurridizo.

Los metales son en gran número, pero te hablaré de los principales que son: el oro, la plata, el cobre, el hierro, el plomo, el estaño y el mercurio, de que acabo de tratar. Los primeros tampoco se encuentran puros en el seno de la tierra, y después de extraerlos los mineros con sumo trabajo,   —283→   se necesita fundirlos para depurarlos de las materias extrañas que contienen. El zinc es un metal de mucha utilidad, pues mezclado con el cobre produce el latón, el bronce y otros. El acero tampoco sale de las minas en tal estado, sino que se obtiene con el hierro fundido y templado.

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Hay infinidad de substancias metálicas que usa la industria para producir colores mucho más vivos y permanentes que los que proceden del reino vegetal, y que en medicina sirven para muchos usos; si bien se han de administrar únicamente por los que se han dedicado a este estudio, pues la mayor parte, usados sin precaución, son activos venenos.

Hay asimismo gran variedad de sales, unas medicinales, otras que la química usa para fijar los colores en las telas y la más usual que es la para sal común o de cocina. Esta última se extrae a veces del agua del mar, y otras se   —284→   encuentra en las minas y hasta formando grandes montañas, como sucede en el Pinoso y sobre todo en Cardona, población de Cataluña. Nada más bello que el aspecto de estos montes de una blancura cristalina, que iluminados por el Sol presentan a veces matices rojos, amarillentos o azulados.

En Polonia hay minas de sal, dentro de las cuales se han formado almacenes, habitaciones para los empleados y hasta una capilla.

El salitre, que junto con el azufre y el carbón produce la pólvora, es una clase de sal que se forma en los sitios húmedos, en las paredes viejas y en las cuadras, sobre todo, en terrenos calizos.

-Entonces, papá, si se encuentra en las cuadras se formará de los orines de los caballos, que son los que allí producen la humedad.

-En efecto, se forma de la humedad y de la sal que contienen los orines; así como la sal amoníaco que se encuentra cerca de los volcanes, se extrae también de los orines de los camellos.

-Y ¿para qué sirve la sal amoníaco?

-Se emplea en las soldaduras de los metales, en medicina y en tintorería.

-¡Pues lo que es el salitre, sino sirve más que para hacer pólvora, aunque no existiese!...

Prudencio se sonrió sin contestar.

-La pólvora -continuó Flora- es más perjudicial que provechosa, al menos así lo entiendo yo.

-¡Quién sabe, hija mía! Hasta que los hombres aprendan a mirarse como hermanos, hasta que la fraternidad universal predicada por el Hijo del Eterno, sea una verdad en la tierra, si los hombres no pueden matarse con armas de fuego, se matarán de otro modo. Antes que existiese la pólvora, existía la guerra.

Hay dos substancias muy semejantes a las sales, aún cuando no son propiamente sal. Me refiero, en primer lugar, a la potasa, que se extrae de las cenizas de ciertas plantas quemadas. La lejía de la colada, que incorporándose con las sustancias animales que han quedado en la ropa la desengrasa y limpia, no es más que la potasa extraída de la ceniza que se coloca sobre la tina.

Si se evapora la lejía, se saca la potasa, y ésta, mezclada con aceite, forma el jabón, cuyo uso conoces perfectamente.

  —285→  

La otra substancia a que me refiero, es la sosa o barrilla, que se saca de las cenizas de ciertas plantas marítimas, con la cual se forma jabón muy superior al de la lejía ordinaria, sirviendo también la sosa para la pasta del vidrio.

-De manera es, papá, que el carbón de piedra es de la misma substancia que los diamantes. Repito, pues, lo que he dicho al principio, esto es, que las hiedras preciosas no tienen más valor que el que los hombres han querido darles.

-En efecto, en la sociedad hay mucho de convencional, pero desde luego que todo el mundo reconoce un valor real a un objeto, le tiene sin duda alguna. En la edad de oro que nos describen los poetas, en que no había tuyo y mío, en que la madura y dulce fruta pendía de los árboles, convidándonos a cogerla, en que la caza y la pesca abundaban y estaban a la disposición del primero que de ellas se apoderase, en que una rústica choza cubierta de verde follaje bastaba para habitación del hombre, y en que las pieles de animales eran su único vestido; claro está que el humano comercio no existía y estaban de más las monedas y otras muchas cosas. La civilización, con sus vicios y virtudes, con su refinamiento de comodidades, de delicadeza y hasta de lujo, ha creado infinidad de necesidades que nadie podría satisfacer sin el auxilio de los demás.

Así, mientras la modista confecciona un traje y el joyero labra el aderezo de una dama, el panadero provee a ambos y a la misma señora de su principal alimento, el zapatero fabrica su calzado, otro artesano construye los muebles para todos; y ¿cómo se proveerían ellos de cuanto les es necesario, sino hubiese una cosa que tuviese un valor convencional, y mediante cuya entrega se le proporcionase lo necesario a su subsistencia? Y si desde luego se les facilitara cuanto les es preciso, ¿quién habría tan generoso que teniéndolo todo gratuitamente trabajase con asiduo desvelo en el bien común? Menos valor intrínseco que el oro y las piedras preciosas tiene el papel, y, sin embargo, que rasgaría tranquilamente cuantos periódicos hay sobre esta mesa, me guardaría muy bien de inutilizar los billetes de banco que tengo en mi cartera, que son el producto de mi trabajo, y a los que la sociedad atribuye un valor de quinientos mil o dos mil reales, respectivamente.

-Hasta hoy no he comprendido del todo el valor del dinero.

  —286→  

-Pues ya es necesario que aprendas lo que cuesta adquirirlo, cuán útil es poderlo ganar y cuán indispensable saber conservarlo.




ArribaAbajo- XXXV -

Historia de España


Pocos días después del cumpleaños de Flora se pensó en retirarla del colegio, puesto que había adquirido los conocimientos más necesarios a una señorita, y tenía suma destreza y habilidad para las labores propias de su sexo; agréguese a esto la circunstancia de ser hija única, como saben mis lectoras, y de que con su bello carácter era el consuelo y la alegría de los dos matrimonios, y no se extrañará la prisa que éstos tenían por separarla de aquel centro de educación, en donde había recibido tan saludable doctrina como en el hogar doméstico, en donde era tiernamente amada de profesores y condiscípulas, y entre los cuales, por justa recompensa, repartía también su cariño y simpatía.

-Se aproxima el momento -le dijo su padre- en que tendrás que despedirte del colegio; sé que nunca olvidarás lo mucho bueno que allí has aprendido; pero me gustaría que en algunas asignaturas pusieses la mayor atención especialmente en aquéllas que, estando encomendadas únicamente a la memoria, es fácil las des al olvido en cuanto dejes de ocuparte de ellas.

-No lo tema usted, papá, tengo apuntes de Historia de España y de Historia Sagrada; guardo mi libreta de Aritmética con todos los problemas que yo misma he resuelto; mis dibujos, mis cuerpos sólidos geométricos y cuanto pueda recordarme lo que he aprendido al lado de mi querida profesora, a quien menos que a nadie daré jamás al olvido; pues después de mis abuelos, usted y mamá, a ella es a quien debo más en este mundo.

-Y, ¿hasta dónde llegan tus apuntes de Historia de España?

-Si tiene usted la amabilidad de escuchar su lectura, lo sabrá inmediatamente.

-La oiré con sumo gusto.

La niña fue a buscar su cuaderno y leyó lo siguiente:

  —287→  

Dominación de la casa de Austria

Habiendo muerto don Fernando el Católico, y hallándose su hija doña Juana privada de razón, como se ha dicho anteriormente, fue llamado al trono Carlos I de España, que más tarde, a la muerte de su abuelo paterno, fue jurado emperador de Alemania, en donde fue el quinto de su nombre.

El primer monarca de la casa de Austria, a quien llamaron el César, encontró a España en el apogeo de su grandeza y poderío, nunca antes ni después ha sido tan extenso el dominio de los reyes de España, en términos de que era axioma vulgar que nunca se ponía el sol en sus Estados.

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Algunas contradicciones encontró el joven don Carlos en los primeros años de su reinado, siendo el primero con que tuvo que luchar la incontrastable energía del cardenal Cisneros. Habiendo enviado desde Alemania a su preceptor Adriano, Deán de Lobaina, para que tomara posesión en su nombre y gobernara durante su ausencia, el Cardenal se negó a entregarle el gobierno de la nación, y como los partidarios del Deán le hiciesen presente que él tenía poderes de que carecía Cisneros, éste contestó enérgicamente:   —288→   «Los poderes con que cuento son aquéllos»; y abriendo el balcón, les enseñó una brigada de artillería con los artilleros al lado de las piezas, ostentando en su diestra mano las mechas encendidas.

Comprendió Carlos I que convenía más tener a aquel hombre por amigo, que por enemigo.

Antes de concluir la historia del cardenal Cisneros, debe hacerse constar que fundó la famosa Universidad de Alcalá.

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La guerra de las comunidades es uno de los acontecimientos más dignos de notarse de los muchos que tuvieron lugar en el reinado que nos ocupa. Deseaba el rey ausentarse de España, pues siempre conservó grandes simpatías por su país natal; reunió Cortes y les pidió un crédito para el viaje; ellas se negaron a sancionarle, y prescindiendo don Carlos de la voluntad nacional, llevó a efecto su proyectada partida. Esto disgustó a los castellos y promovió una formidable rebelión, a cuyo frente se pusieron los jefes Padilla, Bravo y Maldonado. Enterado el rey de lo que pasaba en Españas acudió inmediatamente y sujetó a los revoltosos; perdonando a las muchedumbres y castigando a los jefes, que fueron decapitados. Mucho se ha ponderado la clemencia de Carlos I en esta ocasión, porque se   —289→   mostró generoso con las comunidades; pero creemos que es imposible obrar de otra manera cuando son miles de hombres los que han patrocinado una idea.

Sostuvo este monarca una guerra sangrienta con Francisco I de Francia, llamado el Rey Caballero, a quien derrotó en la célebre batalla de Pavía, dada en 1525, haciéndole prisionero y trayéndole a Madrid, donde, después de tratarle con la consideración debida a su rango, le puso en libertad.

En 1522 tuvo lugar otro memorable suceso que fue la conquista de Méjico por Hernán Cortés, y la del Perú por Francisco Pizarro, en 1532. Ambos navegantes eran españoles y naturales de Extremadura. Durante este reinado florecieron hombres tan distinguidos como Nebrija. Garcilaso de la Vega, don Antonio de Leiba y don Pedro de Alarcón. ¡Qué mucho que España fuese respetada de las demás naciones, cuando las armas y las letras, el valor y el ingenio parecía haberse dado cita en aquella afortunada época y en este bello país!

Carlos I abdicó su corona en su hijo Felipe, retirándose al monasterio de Yuste, donde murió poco después en 1558. Parecía que la gloria le abrumase, o bien que comprendiese que todo en el mundo, llegado a su periodo álgido, tiene que descender más o menos rápidamente, tratase de evitar este descenso.

Felipe II fue coronado en 1555, como hemos dicho, por abdicación de su padre, de cuyo carácter participó y cuyo afán de guerrear heredó sin duda; pero a quien el cielo no fue tan propicio. Ganó, sin embargo, la batalla de San Quintín, la de Grabelinas y la de Lepanto; la primera contra los franceses, a quienes derrotó completamente el día de San Lorenzo de 1557, y en memoria de este hecho de armas fundó el magnífico monasterio del Escorial. También contra los franceses y con no menos buena suerte, sostuvo la segunda, o sea la de Grabelinas, y por último, tuvo lugar la batalla de Lepanto, en que tomaron parte varias naciones cristianas que habían formado una escuadra, cuyo jefe era don Juan de Austria, hermano natural de Felipe II. Este inolvidable combate acabó con el poder de los turcos, que iba haciéndose formidable, y los arrojó para siempre de los mares de Grecia e Italia.

La fortuna, empero, o más bien la Providencia se cansó de proteger las armas españolas y habiendo enviado Felipe   —290→   una gran armada que tituló pomposamente «la Invencible», tuvieron los españoles un inmenso desastre que lamentar, pues antes de llegar a Holanda una violenta tempestad destrozó por competo las embarcaciones. Al saber el rey Felipe tamaña desgracia, contestó con punible indiferencia: «Yo no había enviado mi escuadra a luchar con las tempestades, sino con los ingleses».

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También los disgustos domésticos amargaron la existencia de este monarca, pues su hijo don Carlos cometió algunas faltas, y queriendo su padre castigarle por ellas, le encerró en una cámara del palacio, donde falleció a los pocos días en lo más florido de su juventud; misterioso suceso que no han aclarado suficientemente los historiadores, opinando unos que recibió una muerte violenta por orden de Felipe; otros, que él propio atentó a su vida, y algunos, finalmente, que falleció víctima de una violenta enfermedad ocasionada por la ira y el despecho.

Cansado Felipe II de guerrear, hizo paces con el rey de Francia, casó a su hija Isabel con el archiduque Alberto, a quien cedió los Países Bajos, y agravándose poco después la gota que le molestaba, murió en el Escorial, en el año 1598.

Felipe III, hijo y sucesor del antecedente y de su cuarta   —291→   esposa doña Ana de Austria, tenía un carácter tan dulce y pacífico, como el de su padre había sido áspero y batallador. El suceso más notable de su reinado fue la expulsión de los moriscos, cuyo decreto firmó en 1609. Eran los moriscos descendientes de los árabes que habían quedado en España después de la toma de Granada, y como algunos cristianos fingían temer una sublevación, aconsejaron al rey esta medida, que si bien completó la unidad religiosa, privó de muchos brazos a la agricultura y a las artes e industria de no pocos inteligentes operarios.

Murió Felipe III en 1621.

Felipe IV, su hijo y sucesor, era más aficionado a la guerra que el padre; pero sin la aptitud y valor de su abuelo, depositó toda su confianza en el Conde-Duque de Olivares, privado ambicioso y egoísta que causó muchos perjuicios a España. El reinado de este monarca fue una serie no interrumpida de combates, en que siempre llevó nuestra nación la peor parte. En 1640 se emancipó el reino de Portugal, que se había unido a la nación en tiempo de Felipe II, pareciendo obedecer a una ley de la Providencia que hace de ambas naciones una Península. Desde entonces ha sido Portugal un Estado independiente.

Después de pelear con Francia más de doce años, ajustó Felipe la paz con Luis XIII, cediéndole el Artois y el Rosellón, y conviniendo en el casamiento de su hija doña María Teresa de Austria con el Delfín, que fue más tarde Luis XIV.

Poco sobrevivió Felipe IV a este tratado, falleciendo en 1665.

Sucediole Carlos II, su hijo, que sólo tenía cinco años, y no hay que decir si durante su larga minoría sufriría España revueltas y trastornos. La reina viuda era regente del reino por el testamento de su esposo; pero careciendo de energía para gobernar, se entregó en manos de su confesor, el jesuita Nitart, que no se hallaba por cierto a la altura de las circunstancias. Cuando don Carlos cumplió los quince años, terminó la tutoría; se sentó en el trono y nombró su primer ministro a su pariente don Juan de Austria, hombre de gran talento que estableció un buen régimen y acaso hubiera curado los males de la nación, si la Providencia no hubiese puesto en breve plazo término a su vida. Don Carlos tenía una condición suave y benévola, pero a consecuencia de esta misma circunstancia y de hallarse   —292→   casi continuamente enfermo, era juguete de encontrados manejos y ambiciosas aspiraciones.

Por una parte, Leopoldo, Emperador de Alemania, envió agentes a la corte de España, para que lograsen del débil y doliente monarca (que no tenía sucesión directa) nombrase heredero del trono a Carlos, archiduque de Austria; y por otra, Luis XIV empleaba iguales manejos para que fuese nombrado Felipe de Anjou, nieto de este poderoso monarca y de María Teresa.

La reina influía en favor de uno de los dos bandos, el confesor del rey se interesaba por el otro, y el monarca indeciso sufría física y moralmente, en términos que se llegó a creer que era víctima de un extraño maleficio, habiendo pasado a la Historia con el nombre de Carlos el Hechizado.

Por fin, otorgó su testamento en favor de la casa de Borbón, o sea del nieto de María Teresa, y murió en el año 1700 concluyendo con él la dinastía austríaca.





  —293→  

ArribaAbajoTercera parte

Flora adolescente



ArribaAbajo- I -

Las visitas


Han pasado algunos meses desde los últimos sucesos que leemos referido a nuestras jóvenes lectoras, Flora había dejado el colegio no sin derramar muchas lágrimas y ofrecer a su directora y alumnas no olvidarlas jamás. Se había dedicado a las ocupaciones domésticas sin abandonar por eso el repasar las lecciones, el estudiar el piano y el ejercitarse en algunas labores primorosas, que, sin ser de primera utilidad, constituyen un adorno y son una agradable distracción para las señoritas poco aficionadas a callejear y divertirse.

Cierto día recibió orden de su madre y abuela para vestirse y acompañarlas.

-¿Vamos a paseo? -preguntó Flora.

-No, ciertamente, vamos a hacer visitas -contestó Sofía.

-¿No podría yo quedarme en casa?

-Podrías, pero es preferible que nos acompañes.

Flora buscó una ocasión para hablar a su madre sin que lo oyera doña Ángela.

-Si me quedase -dijo- concluiría el acerico que estoy bordando para regalar a mi abuelita en su día y que no puedo hacer más que a ratos cuando me encierro en mi cuarto.

  —294→  

-No importa -replicó la madre-, es necesario que en adelante te acostumbres a venir con nosotras a hacer visitas y también a recibirlas.

-¿Hay niñas en las casas adónde vamos?

En la una, sí, hay dos de poca más edad que tú; en la otra, no, pues son unos recién casados que nos han ofrecido la casa y viven solos; y en la tercera no encontraremos más que una señora que hace poco perdió a su esposo, a la que ya fuimos a dar el pésame y prometimos volver algún ratito a acompañarla.

-¿Sabe usted, mamá, que las visitas son una cosa muy enojosa? ¡Si se pudiese prescindir de ellas!

-Hay algunos que prescinden, pero éstos son tildados de groseros e insociables, o bien de orgullosos que se tienen a menos de tratar a sus semejantes y alternar con ellos.

-Yo comprendo que es muy agradable el trato de los amigos, aquella cordial franqueza que reina, por ejemplo, entre Teresita y su mamá respecto a nosotros y entre algunas otras familias que se reúnen, cantan, juegan o trabajan juntas, que participan mutuamente de alegrías y pesares, y en quienes se establece un trato íntimo como de verdaderos parientes; pero lo demás creo que es tan importuno para el visitante como para el visitado.

-Yo no sé si recordarás, hija mía, que cuando vino Teresita de Madrid con su madre (eras tú entonces muy niña) te mostraste sumamente contrariada y estabas dispuesta a recibirlas, de una manera poco menos que hostil, tan sólo porque su imprevista llegada nos privó una noche de ir al teatro.

-Sí que lo recuerdo, mamá; aquello fue una imprudencia de mi parte.

-Pues no te muestras ahora mucho más razonable; con que así, ve a ponerte el vestido que ya es hora de salir de casa.

La niña no replicó, se encogió de hombros y fue a vestirse.

Por la noche, durante la cena, dijo Sofía riendo:

-¿Sabes, Prudencio, que nuestra hija quería esta tarde reformar la sociedad, aboliendo las visitas?

-¿Y eso por qué? -preguntó Prudencio.

-Solamente porque prefería terminar no sé qué laborcilla que tiene entre manos.

  —295→  

Flora se puso encarnada, miró de reojo a su abuela y colocando el índice sobre sus labios para que su madre no descubriese el secreto del acerico, contestó:

-¡Pues mire usted, papá, que para lo que hemos ido a hacer!... En la primera casa, en donde pensaba yo encontrar niñas que tal vez hubieran hablado conmigo de trajes o de labores, no estaban en ella; han dejado tarjetas mamá y abuela y hemos continuado nuestra excursión; en la segunda, la criada nos ha introducido en un saloncito muy elegante, hemos esperado algunos minutos, luego ha entrado la señora de la casa, a quien íbamos a dar la enhorabuena por su reciente enlace, y o mucho me engaño, o más bien la hemos molestado, pues según lo que ha tardado en salir, creo que ha tenido que vestirse para recibirnos. Hemos estado media hora hablando de cosas tan indiferentes como el mal tiempo que ha reinado pocos días ha, ella nos ha preguntado si habíamos oído el tenor que debutó anteanoche, mamá le ha dicho si le gustaba este país, y cosas, en fin, que era igual que no se dijeran, y después de tan insulsa conversación nos hemos retirado.

La tercera visita no sé si ha sido más oportuna; la señora estaba vestida de riguroso luto, tenía los ojos encarnados como de haber vertido recientes lágrimas, parecía muy afectada y contestaba distraída y solamente por no faltar a la buena crianza, a las preguntas que mamá y abuela le dirigían; de modo que estoy en duda de si le hemos proporcionado consuelo, o la hemos molestado, obligándola a prestarnos atención y deferencia, cuando su espíritu estaba acongojado por recientes pesares.

-Es cierto -contestó Prudencio- que las visitas de cumplido, que son un deber de urbanidad, no proporcionan un vivo placer al que las hace ni al que las recibe, pues como generalmente no hay confianza recíproca ni mutuo conocimiento del carácter, no puede haber un diálogo animado, y la conversación tiene que versar sobre generalidades y objetos indiferentes. Es conveniente, sin embargo, que te acostumbres a ellas para no hacer un papel desairado ni mostrarte tímida en sociedad, pues lo mismo choca en una señorita el encogimiento que el descaro.

No es tan molesto como te figuras el hacer y recibir visitas, se procura para ello tener siempre una habitación prevenida, amueblada, sino con lujo, al menos con la decencia que permite la respectiva posición; la señora de la   —296→   casa, o una de ellas, si hay varias, a la hora de recibir está vestida, para que no la cojan de sorpresa, y consagra un rato a la recepción de aquellas personas que la favorecen con un trato, que, si al principio no pasa de ser cortés, con el tiempo puede convertirse en una amistad verdadera; y tú sabes, porque se te hizo comprender desde niña y lo has experimentado después, la dulzura que encierra la amistad verdadera, el consuelo que proporciona en los disgustos, la satistación con que un amigo participa de la felicidad del que lo es verdadero, y los servicios que mutuamente se prestan.

-En efecto, estoy enterada de cuanto ha hecho usted por devolver a la mamá de Teresita la fortuna de su esposo que le habían usurpado, he sido testigo de lo que ha trabajado usted, y veo y comprendo la gratitud y el cariño con que ellas corresponden a su amistad y a sus favores.

-Pues muchas de estas relaciones íntimas, que vemos entre familias que se profesan un afecto fraternal, han empezado por un trato de vecindad, por haberse conocido en una visita de días, pésame, boda, etc., y en estas relaciones frías e indiferentes al principio, se conocen los caracteres, las personas prudentes se ponen en guardia para no estrechar lazos de amistad con otras, que, sin ser malvadas, son egoístas e incapaces de sentir el puro y santa fuego de una sincera amistad, y simpatizan y estrechan los lazos de un verdadero afecto con aquéllos que lo merecen.

El hombre la mujer han nacido para vivir en sociedad. Ésta tiene exigencias e impone deberes.

La costumbre ha establecido que al que tiene una satisfacción le visiten tanto los que se complacen en ella, como los indiferentes; al que sufre un dolor, tanto el que toma una verdadera parte en él como el que por cortesía finge tomarla; el que llega a un país extraño es visitado por los que con más o menos sinceridad le ofrecen su casa y sus servicios, y entre tanta farsa social, hay mucha mentira, mucha hipocresía, porque la humanidad dista mucho de ser perfecta; pero también hay virtud, hay caridad, hay deseo cordial de ser útil a nuestros semejantes. Procura tu siempre, hija mía, ser sincera en cuanto hagas y digas, y acepta la sociedad tal como está constituida, agradeciendo el cariño verdadero que algunos pocos te manifiesten, y contentándote con las exterioridades que en otros veas,   —297→   puesto que no hay derecho a demandar a otros sentimientos que no abrigan ni virtudes que no poseen.

La niña quedó convencida, y prometió entrar a la sala y acompasar a su mamá a las visitas de cumplido, por más que no fuesen muy de su gusto.




ArribaAbajo- II -

Un día de campo


En un delicioso día de primavera, convino la familia de Burgos con algunos amigos de confianza en pasar un día en una casita que pertenecía al antiguo militar, amigo de don Leandro, y que estaba inmediata a un santuario dedicado a la Reina de los cielos.

Flora durmió poco, se vistió temprano y estuvo la primera con su sencillo traje y su sombrerito de puja en disposición de emprender la caminata.

Como no existía vía férrea que condujese al Santuario, se habían alquilado dos coches de familia; Teresita, Luisa, Flora, Tomás y otras dos señoritas iban en uno, en el que todo era alegría, risa o inocentes bromas; en otro se acomodó la gente de peso.

El cielo estaba azul, sin que empañase lo diáfano del aire la más pequeña nubecilla; el sol se elevó como un globo de fuego, y pronto sus rayos, penetrando en los carruajes, hicieron necesarias las cortinillas. Un aura suave templaba el calor que prometía ser bastante intenso, los pájaros que saludaban el nuevo día, hacían llegar su variado y alegre canto a los oídos de nuestras viajeras; el perfume de las violetas y la madreselva que crecía a los lados del camino, se mezclaba al de la retama de la vecina montaña, que el vientecillo traía en sus invisibles alas. Todo prometía que el día sería alegre, risueño y delicioso.

Llegados a la casa de campo, bajaron las niñas las primeras corrieron a preguntar a los viajeros más graves si habían llegado con tan buena disposición de ánimo como ellas, y mientras Tomás y Luisa miraban de reojo una cesta cubierta con un blanquísimo lienzo, y que, a juzgar por lo que le pesaba a la fámula que la bajó del coche, debía estar bien provista; Sofía, adivinando el general deseo y especialmente el de la gente joven, sacó algunas tortillas, un trozo de jamón y un salchichón, a cuyos comestibles   —298→   todos hicieron honor, acompañándolos los hombres con sendos tragos de excelente vino; y como la campana del Santuario anunciara que iba a empezar el Santo Sacrificio de la Misa, las mujeres cubrieron sus cabezas (que el calor que empezaba a sentirse les había hecho despojar de sus mantillas y sombreros) y todos juntos se dirigieron a la pequeña iglesia.

Pasaron la mañana recorriendo el vasto campo que circuía la casita, y que por estar plantado de frondosos árboles, les ofrecía fresca sombra donde reposar a menudo. Tomás quería coger un nido, pero Flora y Luisa se lo impidieron haciéndole ver cuanta crueldad había en apoderarse de los pajaritos implumes, que ni saben comer solos, ni podrían vivir privados del abrigo y protección de sus padres. El chico se encogió de hombros, pero cedió a las prudentes razones de las niñas y se desquitó dando un avance a un cerezo que allí cerca se encontraba, cargado de su encarnada y dulcísima fruta. Las niñas hicieron ramilletes de flores silvestres y yerbas aromáticas, y cuando el calor empezó a sentirse demasiado se dejó oír la voz de don Leandro y de su amigo el dueño de la propiedad, que desde la puerta de la casa llamaban a los jóvenes, para que entrasen a descansar de su largo paseo.

En agradable conversación paso el rato hasta la hora de comer. Si el almuerzo había corrido a cargo de Sofía, había sido con la expresa condición de que el dueño de la casa había de disponer la comida, pues de otro modo les manifestó que no consistiría en el proyectado viaje. Había traído, pues, una anciana criada, excelente cocinera; él mismo, que era bastante gastrónomo, le dio algunos detalles, y se comió perfectamente, sazonando los manjares, la cordialidad, la franqueza y el buen humor que reinaba entre todos los comensales.

El anfitrión, cuando estaban comiendo los postres, dijo a sus convidados:

-Creo que no acabará el día tan bien como ha empezado.

-¿Por qué? -preguntaron sobresaltadas las señoras.

-Porque tendremos agua y acaso truenos.

-¿Le duelen a usted los callos? -preguntó riendo Prudencio.

-Me duelen los callos, y además este pícaro brazo, en el que sufrí una herida de la que me resiento siempre que cambia el tiempo; y aunque no me doliera nada, y veo (porque   —299→   estoy enfrente de la ventana a la cual usted da la espalda) que se han formado en el horizonte unos nubarrones de color de plomo, que se extienden poco a poco, y como ha parado el viento, no es fácil que los disipe. Si usted tuviera mis años y hubiese hecho la mitad de las campanas que yo, no sería extraño que también tuviese algún barómetro en los huesos.

-No he querido ofender a usted, mi respetable amigo -contestó Prudencio.

-Ni tampoco me ofendo -dijo el militar, y añadió-: Bebamos, y quede terminado este incidente.

Y chocó su copa con la del abogado, que estaba enfrente de él.

-Si tenemos truenos, yo no sabré dónde meterme -dijo Luisa.

-Donde nos metamos los demás -contestó tranquilamente Flora.

-Sí, pero vosotras no tendríais miedo.

-Sin embargo, ya comprenderás que si hubiese algún peligro, nos amenazaría a todos por igual.

-Pues sepan ustedes, niñas mías -dijo el dueño de la casa-, que no hay peligro para nadie; pues he tenido la precaución de poner en esta casita un pararrayos, escarmentado del suceso de cierto día en que vine con mi esposa, y cayendo una exhalación que por fortuna no causó más daño que el de derribar una pared; produjo en mi compañera un gravísimo susto, que le ocasionó una enfermedad.

En aquel momento brilló un relámpago, y pocos segundos después estalló un trueno lejano.

-Ya tenemos la tempestad encima -dijo don Leandro.

En efecto, poco después empezaron los truenos a dejarse oír más fuertes y más cercanos; el cielo se había cubierto de negros y apiñados nubarrones, de los que se desprendían gruesas gotas de lluvia, que cayendo sobre la tierra bastante árida, hacía que de ella se desprendiese un fuerte olor y un calor más intenso que en el resto del día. Las mujeres se santiguaban cada vez que la luz del relámpago hería sus ojos; Prudencio cerró las ventanas dejando abiertos únicamente los cristales, y procuró tranquilizar a Luisa y Teresita, que estaban más asustadas que el resto de la femenina comitiva, diciéndoles que con el pararrayos, y habiendo evitado la corriente de aire, estaban perfectamente seguros.

-¿Qué es un pararrayos? -preguntó Tomasito.

  —300→  

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-Voy a explicártelo -contestó el abogado-, y de paso diré lo que es el rayo, pues creo que no lo sabrás, y acaso tampoco estas señoritas; puede ser que conociendo el enemigo le teman menos.

La electricidad es un fluido que existe más o menos en todos los cuerpos de la naturaleza, y de que la tierra es el depósito común. Desde muy antiguo se observó que frotando por la noche el lomo de un gato, o bien el ámbar, la goma copal y otras resinas salían pequeñas chispas, y esto es debido a la electricidad. Estudiando estos fenómenos, se comprendió que este fluido era de diversa índole, según su procedencia, y se llamó electricidad vítrea a la que producía el vidrio, cristal y piedras preciosas; y a la procedente del ámbar y resinas, electricidad resinosa. Perfeccionándose los conocimientos, se ha visto que, en efecto, este fluido revestía diferente carácter, que es lo que da lugar a muchos fenómenos, y los físicos han convenido (a falta de nombres más propios) en llamar a la una electricidad positiva y a la otra negativa. Si un cuerpo cargado de la una clase de electricidad se aproxima a otro que se halle en el mismo estado, el fluido del uno y el del otro se repelen y se alejan cuanto es posible; pero si se hallan electrizados el uno con la positiva y el otro con la negativa, tienden a combinarse y a formar lo que se llama fluido natural. Si el cuerpo en estado natural es móvil se precipita sobre el que está cargado de electricidad positiva; por ejemplo, la negativa se combina con aquélla y la de la misma especie huye al extremo opuesto. Si el cuerpo que se pone en contacto con la electricidad es un mal conductor, aquel fluido no se moverá; pero si es verbi gratia, una punta de hierro, le atraerá hacia sí; y digo una punta, porque si afecta otra forma, el aire que es tan mal conductor como el cristal, se opone a que un globo de hierro atraiga la electricidad de una nube, y la descargue de este fluido. Pero el pararrayos es una punta aguda y muy elevada, y como que la cantidad de aire que gravita sobre él es insignificante, no encuentra obstáculo para llamar el fluido que al combinarse con el aire atmosférico, se inflama; y aquella exhalación que, a no haber sido atraída por la punta de hierro, podía haber descargado sobre el pacífico hogar de un labrador o en la calle de una ciudad populosa, causando lamentable estrago; recorre la cadena que está unida a la punta metálica del pararrayos, y va a parar, o bien en un pozo, como el de esta casa, o bien a la tierra, depósito común de la electricidad, como he dicho al principio.

Este fluido produce el llamado fuego de San Telmo, que es una luz azulada que a veces se divisa en los palos de los buques, y sin duda no era otra la causa de los lindos penachos luminosos que, según cuentan las historias, despedían las lanzas de los soldados de César.

Apenas había concluido Prudencio esta explicación, cuando un trueno formidable hizo estremecer a las mujeres y a los niños.

Luisa, después de haberse santiguado e invocado el nombre de Dios, preguntó:

-Pero ¿por qué hacen tanto ruido los truenos?, ¿qué es el rayo?

-El rayo -continuó Prudencio- es una chispa eléctrica como el relámpago, pues éste no es más que un rayo que, en vez de caer sobre la tierra, pasa de una nube a otra por las razones que he insinuado de las diferentes especies de electricidad. El relámpago y el rayo no se propagan casi   —302→   nunca en línea recta, sino culebreando o formando zigzag, porque los vapores que atraviesan no son un buen conductor, y por eso la chispa eléctrica no sigue la línea más corta sino la que le opone menos resistencia.

Los físicos explican la causa del trueno, diciendo que siempre que hay alguna conmoción en el aire, ésta produce un ruido más o menos intenso, y así al rasgarse las nubes para dar paso a la descarga eléctrica, produce ese chasquido que, repetido por los ecos de las montañas, es imponente como lo son siempre las manifestaciones del poder del Altísimo, el mismo que con su sonrisa hace reverdecer los campos y brotar las flores, y con su enojo nos envía las tempestades, los huracanes, los aguaceros y puede destruir en breves momentos una rica comarca.

Los hombres han sacado partido de este fluido que tan peligroso puede ser en algunos casos, inventando primero la máquina eléctrica, que tiene infinidad de usos, siendo uno de los más interesantes el que de ella hace la medicina para curar ciertas enfermedades; inventó la luz eléctrica, que con el tiempo puede llegar a sustituir el gas para el alumbrado; y sobre todo, ha construido los telégrafos de esta misma especie, maravilloso invento que pone en inmediata y rápida comunicación unos países con otros.

-No comprendo yo -dijo Flora-, los telégrafos eléctricos.

-Ni los comprenderás fácilmente -replicó su padre-, sin un estudio especial; pero te diré solamente que consisten en unos hilos de alambre extendidos de una población a otra, los cuales pueden tener toda la extensión imaginable, sostenidos con postes de madera, y pasados a través de los hilos unos como vasos de forma cónica llamados aisladores; porque tienen por objeto aislar el fluido que corre por el alambre, para que no quede interrumpido por la madera de que, están formados los postes. Ahora bien, comunicando e interrumpiendo el fluido, el telegrafista que quiere dar un aviso, produce una conmoción en el alambre que se traduce en signos convencionales, que otro empleado interpreta en la estación a que quiere enviar la noticia. Éste, por un sistema semejante a la taquigrafía, traduce los puntos y rayas que se forman en un papel arrollado y colocado de un modo especial.

Por este ingenioso medio, no sólo pueden comúnicarse las poblaciones de un continente, sino que el telégrafo atraviesa también los mares, y la electricidad, puesta al   —303→   servicio del hombre, corre dócilmente por un cable submarino forrado de una materia impenetrable a las aguas, saliendo después a tierra y llevando a la estación la palabra humana de isla en isla y de continente en continente.

Al llegar aquí, los truenos habían cesado y la lluvia caía a raudales sobre la tierra.

-Ahí tienes -dijo Prudencio a Flora-, la terrible tempestad, convertida en un beneficio para los labradores, mañana el sol brillará sobre los sembrados, que con la lluvia de hoy, se ostentarán verdes y brillantes como riquísimas esmeraldas.

-¿Pero no nos podremos ir a casa? -dijo Tomás.

-Sí, hombre, sí -contestó su padre-, la lluvia de primavera no suele ser persistente, en cuanto cese la que ahora desciende tan abundante, subiremos a los carruajes y volveremos a la ciudad.

En efecto, dos horas después el cielo se había serenado completamente; el sol, próximo al ocaso, enviaba sus últimos y trémulos rayos, que brillaban en las mojadas hojas, produciendo vistosos cambiantes; y nuestros amigos, colocados de nuevo en los coches, regresaban alegremente a sus casas sin acordarse del miedo que algunos de ellos habían sufrido.




ArribaAbajo- III -

La lotería


-¿Qué tienes tan desconsolada? -decía doña Ángela a Paquita, la hija del antiguo asistente de su esposo, viéndola entrar con el pañuelo en los ojos.

-Agustín acaba de reprenderme ásperamente por la primera vez desde que estamos casados -contestó la joven.

-Si no tiene razón, mal hecho -dijo la anciana.

-Usted juzgará; pero ahora viene mi señora doña Sofía, acompañada de la amable Flora, y quiero que escuchen mi relato.

Cuando me casé, mi padre me compró lo más preciso. Agustín sabía que era pobre, y no se mostró exigente en esta parte, diciendo que él me vestiría. Me prestaron un vestido negro para ir a la iglesia, y él me prometió que los primeros cinco duros que tuviese disponibles me los regalaría, para que me comprase una falda de merino para los días de fiesta. El mes pasado entregó una pieza que había   —304→   concluido, y como tuviésemos asegurada la subsistencia para todo el mes, me entregó los cinco duros, diciéndome:

-Cómprate el vestido y lo estrenarás para las fiestas de Navidad; luego te servirá para si te invitan a boda, funeral o bautizo, pues no está bien que la mujer de un honrado artesano que gana un regular jornal, tenga que buscar en tales casos traje prestado.

Dos días después salí contenta de mi casa y fui a ver una antigua amiga, casada con un albañil, gente que nunca tiene un cuarto; pero a quien no falta disposición para todo.

-Muy desgraciados han de ser si teniendo tan buenas cualidades no tienen dinero -dijo Sofía.

-Yo no sé si son desgraciados por su culpa.

-Eso es muy frecuente, adelante.

-Como iba diciendo, me dirigí a casa de Amparo, así se llama mi amiga, y la encontré mucho más contenta que de costumbre.

-¿Qué te trae por aquí? -me dijo.

-Quiero comprarme un vestido -le contesté-, y como tú has cosido en casa de una modista y eres inteligente, quisiera que me acompañases a la tienda.

-Con mucho gusto -me respondió-, de paso tengo que ir a casa de algunos conocidos para ver si quieren asociarse con nosotros y poner a la lotería.

-Hola, hola, ¿tienes mucho dinero de sobra?

-Porque tengo muy poco, es precisamente por lo que quiero jugar.

Mi marido pasa muchas temporadas sin trabajar, unas veces porque las lluvias paralizan los obras, otras porque está algo achacoso, y en estas ocasiones va al café y juega de manera que a veces pierde en un día lo que ha ganado en una semana; yo le reprendo por este vicio, él me dice que lo hace para ver si tiene suerte, pues en el juego puede ganarse en una noche más que trabajando de albañil en un mes; pero por más que yo comprenda que esto es probable, lo más frecuente es quedarnos días enteros sin un cuarto y tener que ir a buscar fiada la carne, el pan, el carbón y todo lo más necesario, mientras no podemos comprarnos camisa ni hacer unos zapatos a los pequeñuelos.

-¿Por qué no trabajas tú de tu oficio? -le pregunté.

-No sé bastante -me dijo-, para ir a pedir trabajo a las   —305→   señoras; no me atrevería a cortar un traje de moda, y para ponerme a ganar un jornal tendría que dejar abandonados a mis cinco chiquitines.

-Y estando en tales apuros, ¿quieres poner a la lotería? -la interrogué.

-Es claro, mujer, a ver si de una vez salimos de pobres.

-Reprochas -le dije-, que tu marido juegue, ¿y quieres imitarle?

-Es muy diferente -repuso-, y con todo alguna vez gana. Hace tres días no sé cuánto ganaría, pero me entregó una onza; pagué todo lo que debía y me quedaron cinco duros; se acerca Navidad, ayer estuve hablando con unos conocidos y me dijeron que habían tomado un décimo que les costó diez duros y que si les cayera el primer premio podrían tocarles cincuenta mil. Eché yo mis cuentas y vi que poniendo yo los cinco, podría esperar ganar veinticinco mil, con lo cual ni mi marido ni yo tendríamos que trabajar; pondría los niños en un buen colegio, los llevaría bien vestidos, tendríamos buena casa y buena mesa, sin deber un cuarto a nadie.

-No estaba mal pensado -dijo Sofía sonriendo-, si la probabilidad no hubiese sido tan remota.

-Mi amiga -continuó Paquita-, se frotaba las manos de gozo y se extendía en consideraciones acerca de su futura felicidad y riqueza.

-¿Y para qué ibas a salir de casa? -le dije yo.

-Para ver -me contestó-, si entre mis conocidos encuentro quien quiera poner algo más hasta completar diez duros, que es lo que vale un décimo.

Reflexioné un momento.

-Yo los pongo -le dije-, me quedo sin vestido; pero si me tocaran veinticinco mil duros, ¡cuántos y cuán hermosos podría comprarme! ¡Qué buena vejez tendría mi anciano padre, que ya no necesitaría remendar zapatos! En cuanto a mi marido, podría poner un magnífico taller, tener buenos oficiales y no trabajar.

No hablamos más, nos dirigimos a la lotería, compramos el décimo, ella se quedó con el número que copió en un papel y me entregó, yo fui a mi casa y nada dije a mi padre ni a mi marido.

Casualmente hoy, cuando acabo de ver a Amparo, y me ha dicho que no nos ha tocado un céntimo. Me ha preguntado Agustín:

-¿Cuándo te haces el vestido?

  —306→  

He quedado muda y anonadada.

Él ha reiterado la pregunta; entonces le he referido le que había hecho y me ha reprendido severamente, prohibiéndome, no sólo el poner a la lotería en adelante, sino también el tratar con Amparo y con su esposo.

-Prescindiendo de los términos más o menos duros que haya usado Agustín -dijo Sofía-, creo que le sobra razón para incomodarse, y que ha estado en lo justo al prohibir a usted que arriesgue el fruto de su trabajo en un juego de azar, y que trate ron ese matrimonio sin seso que, en lugar de atender a la subsistencia y abrigo de su numerosa familia, aventura lo poco que gana el uno en el juego de monte, golfo y cosas semejantes, y la otra en el de la lotería, que no por ser oficial y por convertirse en banquero el gobierno, considero menos inmoral que los que se ejecutan sobre un tapete verde y a hurtadillas de la policía.

-No siento yo tanto -continuó Paca-, haberme quedado sin vestido como la repulsa que me ha valido mi primera tentativa para hacerme rica.

Doña Ángela movió la cabeza tristemente y nada contestó.

-Si supieran ustedes, señoras -continuaba la mujer del carpintero-, ¡cuán risueñas esperanzas había yo concebido y qué proyectos hacía para cuando llegara a ser rica! Pero la maldita fortuna me ha dejado tan burlada, que me quedo pobre, sin vestido y mi marido enfadado, que es lo peor. ¡Buenas Navidades pasaremos!

-Si hubiera usted venido a aconsejarse de nosotras -dijo Sofía-, a estas horas tendría usted el vestido y su esposo contento. Solamente los holgazanes, los que todo lo esperan de la fortuna ciega y nada del trabajo y la economía, como Amparo y su esposo, o bien los incautos como usted que no reflexionan, pueden hacer el disparate que usted ha hecho; y entregarse a las ilusiones que durante unos días ha acariciado. De cuarenta mil números que entran en suerte, ¡cuán lejana era la probabilidad de que el de usted fuese el agraciado! Algo menos remota era la de obtener un premio pequeño; pero muchísimo más seguro lo que ha sucedido, que es sacrificar tontamente el primer dinero que Agustín le ha regalado, con el cual hubiese obtenido una prenda de ropa que la hubiera guardado muchos años; como recuerdo de este obsequio conyugal y del buen uso que de él había usted hecho.

  —307→  

Paquita estaba pensativa y algunas lágrimas brotaron de sus ojos:

-Jamás volveré a jugar a la lotería -exclamó.

-Dios quiera que persevere usted en ese buen propósito -dijo doña Ángela-. Si ése fuera el resultado de este desengaño, podríamos bendecir a Dios que con este escarmiento ha alejado a usted de un escollo en que naufragan muchas familias.

El juego de la lotería, como los otros a que tanta afición tiene el esposo de su amiga, favorece a quien, por regla general, lo necesita menos, y aún acaso al que menos lo merece. Dice el refrán que el trabajo y la economía son la mejor lotería. No olvide usted nunca este axioma, y poniéndolo en práctica, ni se entregará a esas risueñas ilusiones, cuyo desencanto es terrible, ni se verá nunca defraudada en las legítimas esperanzas que conciba. Trabaje usted, procure ahorrar, deposite el fruto de sus economías en manos seguras, donde le produzca un módico, pero cierto interés, y así no se verá expuesta a perder en un día lo que se ha ganado en mucho tiempo y a costa de infinitos afanes.

-Yo he oído decir -añadió Flora-, aunque he creído que era uno de tantos rumores, hijos de la preocupación del vulgo, que el enriquecerse con la lotería era preludio de otra clase de desgracias.

-Te diré lo que hay en eso -contestó Sofía-; generalmente las personas muy trabajadoras, muy económicas y arregladas ponen poco a la lotería, los que ponen siempre son, como he dicho antes, los que mal avenidos con una situación modesta, dotados de poco amor al trabajo y demasiado honrados o harto cobardes para lanzarse a especulaciones criminales, sueñan constantemente en una fortuna llovida del cielo, y entre tantas veces como sacrifican mayores o menores cantidades con la esperanza de hacerse ricos, alguna aciertan. Si después de esto les sobreviene alguna de las desgracias comunes a la humanidad, como la pérdida de las personas queridas o un quebranto en la salud, la preocupación vulgar lo atribuye a la mala suerte que trae la ganancia en la lotería, y si (como es natural) el que sacrificaba el fruto de su trabajo a una ganancia incierta, disipa inconsideradamente una fortuna que nada le costó, y que debe al acaso solamente, cuando se le ve pobre por efecto de su mal gobierno, se atribuye también a la desgracia que es compañera de la lotería; mas, repito   —308→   que ningún fundamento formal tiene este rumor, que por otra parte no me pesaría ver todavía más extendido, a fin de que muchos ilusos perdieran esta funesta pasión. Por lo demás, creo que el que ha sido favorecido por la suerte puede hacer buen uso de su dinero, conservarlo, y si no es feliz, porque la dicha absoluta ni depende del dinero ni es patrimonio de la humanidad, al menos mientras se encuentra en este mundo de expiación y de sufrimiento, puede proporcionarse comodidades y bienestar, proporcionarlo a su familia y ejercer la caridad enjugando las lágrimas de muchos desgraciados que carecen de abrigo y alimento.

-No, lo que es yo -contestó Paquita-, si no he de dar limosnas hasta que me caiga la lotería; tarde será, porque le repito a usted que nunca en adelante pondré un céntimo.

Sofía se sonrió.

-Más vale así -dijo-, pero no desconfíe usted de hallarse en posición de hacer bien a sus semejantes. Su esposo tiene un buen oficio, son ustedes jóvenes, pueden tener hijos, a quienes eduquen bien y enseñen a ganarse el sustento, y aunque no lleguen a ricos, siempre encontrarán otros más pobres a quienes tender una mano compasiva; que el ejercicio de la caridad, no consiste precisamente en la distribución de cuantiosas limosnas, y muchas veces sólo un pedazo de pan, una moneda de cobre y hasta una palabra dulce y consoladora, son un bálsamo aplicado a las heridas de un alma lacerada por el infortunio, agradables a Dios y útiles a la humanidad.

-Como los consejos que ustedes me han dado, señoras de mi alma.

-Yo que no puedo dar a usted consejos, porque carezco del caudal de experiencia que atesoran mis queridas mamá y abuelita -dijo Flora-, si me dan su permiso voy a hacer a usted un obsequio material. Tengo yo un pequeño capital formado con los regalos que me hacen mis padres y abuelos, y de esto quiero entregar a usted un duro, para que compre turrón estas Navidades, pues me parece que el buen Agustín no estará de humor de comprar golosinas.

-No quisiera -respondió Paca- que hiciese usted ningún sacrificio por nosotros.

-No, si no es sacrificio. Si ustedes me lo permiten, voy a buscarlo al momento -continuó Flora mirando a su madre y abuela.

-No seré yo quien me oponga a que sigas los impulsos de tu buen corazón -dijo doña Ángela.

  —309→  

-Ni yo -añadió Sofía.

Flora, saltando y cantando como un pájaro, salió de la habitación, en el mismo momento en que entraban Prudencio y Leandro.

-¿Adónde ha ido Flora? -preguntó su padre.

Sofía explicó en pocas palabras lo acaecido, y en un momento se convino que todos los individuos de la familia imitasen el rasgo de la niña, con lo cual hacían un buen aguinaldo a Paquita, y resarcían la pérdida de los cinco duros, poniéndola, por consiguiente, en condiciones de comprarse el vestido.

La agraciada estaba con los ojos bajos, confusa a la par que agradecida.

Al fin se decidió a aceptar los cinco duros, porque sus favorecedores no tomasen a desaire la negativa; pero dijo:

-No sé si Agustín me reprenderá por haberlos recibido.

-Dígale usted que ha sido con la precisa condición de no jugar nunca más a la lotería -dijo doña Ángela.

-En efecto -contestó Paquita-, ya sabe usted que lo había prometido antes de que esta angelical señorita tuviese la ocurrencia de hacerme ese regalo.

Paquita se despidió alegre y consolada, y en adelante fue económica y no aventuró en juego alguno las pequeñas cantidades que podía recoger, depositándolas fielmente en la caja de ahorros.




ArribaAbajo- IV -

Historia de España


Pocos días después de la entrevista de Paquita con las señoras de Burgos, y en una noche fría y tempestuosa, la familia, reunida alrededor de un buen brasero, escuchaba la lectura de los periódicos, que Prudencio hacía en voz alta. Terminada ésta, dijo a Flora:

-Ahora te toca a ti, hija mía.

-¿No ha concluido usted ya, papá? -interrogó Flora.

-Sí por cierto, pero tú, ¿no tienes que leernos alguna cosa?

-Leeré lo que usted me mande.

-Pues por esta noche podrás dar lectura de los apuntes que hayas escrito de Historia de España, después de tu salida del colegio.

  —310→  

-Con mucho gusto. He escrito lo que se refiere a la dominación de la casa de Borbón.

-Veamos, pues.

«Felipe V, que hasta entonces había llevado el título de duque de Anjou, nieto de Luis XIV y de María Teresa de Austria, empezó a reinar en el año 1700; de modo que la dinastía comenzó con el siglo XVIII. Este rey encontró la nación en un estado deplorable, por la mala administración de su antecesor y los consejeros de que se había rodeado; halló por otra parte oposición en algunas naciones de Europa y dentro de su mismo reino, en Cataluña, pues a pesar de haberle nombrado heredero Carlos II; el emperador Leopoldo pretendía la sucesión a la corona de España para su hijo Carlos, archiduque de Austria, a quien apoyaban Inglaterra, Holanda, Prusia, Saboya y Portugal. Esta guerra, llamada de sucesión, conmovió la Europa durante trece años, y concluyó con el Tratado de Utrech. Como recuerdo triste para España, de aquellas sangrientas jornadas, conservan todavía los ingleses en su poder la plaza de Gibraltar, que entonces ocuparon.

Felipe V tenía un carácter benéfico y era valiente en sumo grado. Estuvo casado con doña Luisa Gabriela de Saboya, y después con doña Isabel Farnesio, habiendo tenido once hijos entre ambos matrimonios.

A los 24 años de su reinado, después de pacificar la nación entera, sometiendo con la fuerza y el rigor a las provincias catalanas, que nunca hubieran querido de buen grado admitir al monarca francés, éste resolvió abdicar en su hijo Luis I, nacido de su primer matrimonio. Este reinado no fue más que un paréntesis en el de Felipe V, pues el joven monarca falleció de viruelas antes de un año de haberse encargado del gobierno, y a los diecisiete años de su edad.

Todos los Estados del reino hicieron presente a Felipe y la imprescindible necesidad de que volviese a empuñar el cetro. Hízolo así, y en este segundo período envió una expedición a Orán a las órdenes del duque de Montemar, que se hizo dueño de aquella plaza. Renovó la guerra en Italia y se apoderó también de aquellos países; mas cuando parecía que la fortuna empezaba a volverle la espalda, un accidente apoplético puso fin a sus días en 11 de junio de 1746.

Fernando VI heredó el valor de su padre, pero no su carácter   —311→   batallador, y conociendo que la paz es el mayor beneficio para los pueblos, se dedicó a proporcionarla a los españoles, y con ella la prosperidad del comercio, la industria y la agricultura. Había casado con la hija del rey de Portugal, que cual él era virtuosa y benéfica. Este rey mandó abrir gran número de caminos y canales, fabricar el jardín botánico, y su esposa instituyó en Madrid el magnífico monasterio de las Salesas.

Este simpático matrimonio tuvo la desgracia de carecer de sucesión, y habiendo fallecido la reina, su excelente esposo, que se hallaba muy quebrantado de salud, sintió agravarse sus padecimientos y sucumbió a ellos en 1759, siendo llorado de los pueblos, a quienes tanto había amado y favorecido.

Carlos III, hermano del anterior, que ocupaba el trono de Nápoles y Sicilia, abdicó la corona en favor de su hijo don Fernando, y tomó posesión de la de España inmediatamente después de la muerte de su hermano. Como a su llegada de Italia desembarcase en Barcelona, y fuese recibido por los catalanes con muestras de adhesión y respeto, les devolvió algunos de los privilegios de que su padre Felipe V les había despojado.

Carlos III se dedicó a continuar la obra de su hermano, dando pruebas de gran talento en el arte de gobernar y procurando el desarrollo de las artes y la industria, mejoras que en el anterior reinado apenas habían empezado a iniciarse y en el suyo se vieron florecer. A pesar de sus esfuerzos para conservar la paz, se vio obligado a sostener algunas guerras, pues deseaba arrebatar a los ingleses la posesión de la isla de Menorca, que retenían indebidamente en su poder. Con este objeto puso sitio a Mahón y logró conquistarla, mas deseando apoderarse también de Gibraltar, se vio precisado a levantar el sitio sin haber conseguido su objeto.

Durante este reinado se creó el Banco nacional de San Carlos, se construyeron los canales de Lorca y Aragón, y se levantaron algunos pueblos en las cordilleras de Sierra Morena. Creáronse en Madrid varias cátedras del lógica, matemáticas y el Museo de pinturas.

Tuvo la suerte Carlos III de encontrar ministros como Floridablanca y Campomanes, cuyos nombres bendecirá siempre la España por haber cooperado a la obra de su engrandecimiento y haber protegido las ciencias, las artes y   —312→   el comercio. No fue tan simpático a la nación otro de los ministros, Esquilache, que habiendo tomado grande empeño en que las calles de Madrid estuviesen limpias, habiendo establecido el alumbrado público y mandado, por fin, que no se llevasen capas largas y sombreros de anchas alas, el pueblo se amotinó contra él en marzo de 1766 y el ministro tuvo que huir a Italia. Esto prueba el estado de atraso y la falta de cultura del pueblo español en aquella época. Otro de los hechos notables del reinado de Carlos III fue la expulsión de la Compañía de Jesús, creada muchos años antes por San Ignacio de Loyola, y que en aquella época había llegado a adquirir tal poder, que los reyes la temían, y determinaron disolverla. Así lo habían verificado varias naciones, y aunque el rey de España se resistía a imitar su ejemplo, cedió, por fin, a las instancias del conde de Aranda, y firmó el decreto de expulsión.

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Por último, habiendo perdido a su hijo, el infante don Gabriel; el monarca se afectó de tal manera, que a principios de diciembre de 1788 le atacó una fiebre inflamatoria, y el 14 del mismo mes falleció a los 63 años de su edad.

Carlos IV, hijo del anterior, cuando ocupó el trono español se hallaba casado con María Luisa; y aunque en aquella época tenía España todavía hombres de gran talento, pues vivían el conde de Floridablanca, el de Aranda y   —313→   otros, el rey y su esposa depusieron a éstos de sus empleos, para conceder un favor sin límites a don Manuel Godoy, simple guardia de Corps, favorito de la reina, que a su vez influía en el ánimo del débil monarca Carlos IV. En verdad que ni el talento, ni las virtudes cívicas eran patrimonio del privado, antes bien su inexperiencia y su ambición le llevaron a mil desaciertos que causaron la desgracia de la nación; pero los ilusos monarcas le colmaron de favores y le hicieron duque de Alcudia y príncipe de la Paz.

Por los años 1789 a 1793, estalló la sangrienta revolución de Francia que condujo al patíbulo a Luis XVI y su esposa María Antonieta; conmoviéndose España como la Europa y el mundo entero ante sucesos de tamaña magnitud.

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En 21 de octubre de 1805, tuvo lugar la batalla de Trafalgar tan desgraciada para los españoles, pues los ingleses derrotaron nuestra escuadra y perdimos tan heroicos jefes como Gravina, Churruca y Alcalá Galiano.

En 1808, cuando Napoleón se había puesto al frente de los destinos de la Francia, hizo ver a Carlos IV la necesidad que tenía de introducir tropas en Portugal para defender aquella nación de los ataques de los ingleses; y con este pretexto, fue introduciendo gente en España con el deseo de hacerse dueño de toda la Península Ibérica, como se vio claramente al emigrar los reyes portugueses al Brasil; pues   —314→   entonces el general Junot, que se hallaba en Lisboa, tomó posesión de la corona de Portugal en nombre de Napoleón primero.

El gobierno de España por ineptitud y torpeza, y el pueblo por una confianza y candidez hasta cierto punto censurables; dejaban hacer a los franceses, que con ardides de mal género iban apoderándose de las mejores plazas de la nación; pero, por fin, en marzo de 1808, corrió la voz de que Godoy quería sacar de Madrid la familia real, embarcarla en Cádiz y conducirla a América, y ésta fue la señal para que estallase la indignación de un pueblo que estaba cansado de la abyección en que le habían sumido. El cobarde Godoy, amenazado por la cólera popular, se escondió en un camaranchón entre unos líos de esteras, y cuando al día siguiente acosado por la sed, tuvo precisión de salir de su escondite, hubiera sido víctima del justo enojo de sus enemigos, si el príncipe de Asturias, don Fernando, no hubiese intercedido por él, asegurando que tomaba a su cargo el castigo de aquel magnate.

Depuesto Godoy y apaciguada la excitación del pueblo de Madrid, estalló de nuevo el 2 de mayo, cuando al salir los príncipes de la capital, circuló el rumor de que don Antonio, uno de los hijos de Carlos IV, y niño todavía lloraba y que le llevaban por fuerza. Tomaron a su cargo los madrileños el impedirlo, adoptaron una actitud enérgica y amenazadora, que trató de reprimir la guarnición francesa al mando del general Murat. Pusiéronse a la cabeza de los heroicos defensores de la independencia española los capitanes de Artillería Daoiz y Velarde, que murieron gloriosamente en aquella memorable jornada, la cual no fue más que el principio de la gloriosa lucha, llamada Guerra de la Independencia, en que España se levantó como un solo hombre contra los injustos opresores logrando quebrantar el prestigio del coloso del siglo, Napoleón I.

Durante una gran parte de este período belicoso, ocupó el trono de España José Bonaparte, hermano del Emperador; pero como quiera que ni España le había llamado, ni experimentaba por él adhesión ni simpatía, sin tener otro apoyo que las bayonetas francesas, muchos historiadores no le cuentan en el número de nuestros monarcas.

Carlos IV, accediendo a los deseos de la nación, había entre tanto abdicado, en 19 de marzo de 1808, en su primogénito don Fernando, el cual, terminada la guerra con   —315→   el tratado de Valencey, celebrado en 1814; regresó a España, siendo recibido con el mayor júbilo y fundándose en él las más risueñas esperanzas.

Fernando VII juró la Constitución que el reino se había donado en las Cortes de Cádiz en 1812, y pareció adherirse al movimiento liberal que en ella se había iniciado; pero cambiando la opinión pública en el año 23 y modificándose en sentido reaccionario las ideas del rey, o acaso manifestando entonces las verdaderas tendencias que antes había ocultado, mandó ahorcar a don Rafael del Riego, jefe del partido liberal, y emprendió una ruda persecución contra todos sus adictos.

El reinado de Fernando VII, que duró 25 años, no fue más que una continua lucha, unas veces sorda y otras ostensible entre liberales y realistas, o serviles, como entonces se les llamaba. Había casado el rey en terceras nupcias con doña María Cristina de Borbón, hija segunda del rey de Nápoles, y como en los primeros matrimonios no hubiese tenido sucesor, y del último sólo habían nacido dos niñas doña Isabel y doña María Luisa, el infante don Carlos, hermano del rey se negó a jurar como princesa de Asturias a la mayor de estas dos infantas, creyéndose con derechos indisputables a la sucesión del trono, apoyado en la ley sálica, que excluía a las hembras del derecho de reinar.

Don Fernando, empero, derogó esta ley y nombró en su testamento heredera a su hija mayor doña Isabel de Borbón, falleciendo poco después en 29 de septiembre de 1833.

Doña Isabel que sólo contaba tres años escasos cuando el fallecimiento de su padre, fue proclamada reina de España, a despecho de su tío don Carlos, que poniéndose a la cabeza de un gran partido en el que se contaba mucha parte de la nobleza y del clero, se levantó en armas contra su sobrina. Había sido nombrada Reina Gobernadora a doña María Cristina, viuda de don Fernando, la cual necesitaba a la verdad de gran prudencia para hacer frente por una parte a la guerra civil que ardía, especialmente en las provincias del norte y una parte de Cataluña; y, por otra, para contener las impaciencias del partido exaltado, como se llamaba entonces al elemento más avanzado entre los liberales. Verdad es que doña Cristina podía contar con generales como Espartero, Concha, Oraa y Fernández de Córdoba, y con políticos de la talla de Mendizábal y Martínez de la Rosa; mas, a pesar de todo, la guerra civil se   —316→   sostuvo siete años, durante los cuales tampoco faltaron motines, como el de 1833, cuando fueron quemados los conventos y perseguidos de muerte sus habitantes.

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Terminó, por fin, la guerra con el Tratado de Vergara, celebrado entre Espartero y Maroto, en que estos dos jefes firmaron los capítulos de una paz honrosa para todos, y que España entera deseaba, abrazándose los caudillos en el campo mismo tantas veces regado con sangre española, y secundando este noble movimiento los soldados de uno y otro bando. Tuvo lugar este memorable suceso en el año 1839.

Doña Isabel II fue declarada mayor de edad en 1843, y en 10 de octubre del 46, casó con su primo hermano, el infante don Francisco de Asís de Borbón, de cuyo matrimonio tuvo varios hijos, algunos que murieron en su primera infancia, y otros que han llegado a la adolescencia en el orden siguiente: doña María Isabel, don Alfonso, doña Pilar, doña Paz y doña Eulalia.

El acontecimiento más notable y de más gloria para España, acaecido durante la mayoría de doña Isabel, fue la guerra de África, cuyo comienzo tuvo lugar de la siguiente manera. En la noche del 10 de agosto de 1859, destruyeron los moros una pequeña muralla levantada en Ceuta por nuestra guarnición. El 21 demolieron los pilares que   —317→   marcan la línea divisoria del territorio español y marroquí y derribaron las armas de España; y con este motivo, el gobierno, volviendo por la honra de nuestra nación, declaró la guerra oficialmente al Sultán de Marruecos, mandando un grueso ejército a las órdenes del general O'Donell, don Juan Prim, Zabala, Ros de Olano y otros jefes no menos distinguidos. Como no era esta guerra promovida por mezquinas ideas de partido, España, que siempre ha sabido sostener muy altos los fueros de su dignidad, se asoció con entusiasmo a la idea del gobierno, y ofreció un espectáculo admirable, reuniéndose, especialmente en Cataluña, cuerpos de voluntarios para pelear por su patria, organizándose en todas partes juntas de socorro para los heridos, contribuyendo los ricos con cuantiosos donativos, los pobres con su modesto óbolo, las mujeres y niñas confeccionando hilas y vendajes, todos, en fin, en la esfera de sus facultades.

Después de varias acciones, en que los moros desplegaron su indómito valor, pero pusieron de manifiesto su falta de táctica y disciplina; después de algunas victorias como la de la Vega de Tetuán, los Castillejos, Vadrás y otras que la Historia consigna y en que se cubrieron de gloria los jefes y soldados españoles; por fin, el 21 de febrero de 1860, la bandera española tremoló triunfante en los muros de Tetuán, y el ejército, después de guarnecer los puntos conquistados y ajustar un tratado de paz, honroso para nuestra nación, con Muley-Abas, sultán de Marruecos, regresó a España, siendo recibido con febril entusiasmo y muestras de cariño y reconocimiento.

Tan bello cuadro fue borrándose a medida que pasaban los días y hacían olvidar aquellas escenas, reproduciéndose como en los tiempos de don Fernando y en los años anteriores del reinado de doña Isabel las discordias civiles, los pronunciamientos militares y el odio de partido, que está destinado (si la Providencia no viene en auxilio de nuestra patria, tan digna como desgraciada) a proporcionarle graves trastornos y largos años de luto y de desdichas. ¡Quiera Dios apartar de ella tan terribles pruebas y hacerla tan dichosa como merece!

-Nada más he encontrado en los libros que teníamos de texto en mi colegio; acontecimientos de gran bulto han tenido lugar desde que tales obras se escribieron, y yo podría extractarlos de los periódicos; pero como creo que no   —318→   pertenecen todavía al dominio de la Historia y me parece que para juzgarlos o referirlos con imparcialidad no es a propósito una señorita, doy por terminadas mis notas en el punto mismo en que concluyó, para mí, el estudio de la Historia.




ArribaAbajo- V -

Probidad


Cierto día, en que Prudencio acudió un poco más tarde de lo acostumbrado, sus padres y esposa, que le esperaban impacientes, preguntáronle la causa de semejante tardanza, y él les contestó que había sido muy grata para él la interrupción que había experimentado en su camino, pues habiendo encontrado un antiguo conocido, le había entretenido con la narración de un suceso que escuchó con excesiva complacencia.

-¿Y quién era el conocido? -preguntó Sofía.

-A ver quién de ustedes lo adivina -contestó el interrogado.

-¿Algún antiguo compañero de colegio? -preguntó don Leandro.

Prudencio hizo un signo negativo.

-¿Algún amigo de los que adquirimos durante nuestra permanencia en los baños? -dijo Sofía.

-Nada de eso.

-Algún personaje que papá habrá tratado y nosotros no. Por ejemplo, un magistrado o presidente de Sala -dijo Flora.

-Mucho menos.

-Pues vamos, nos damos por vencidos -contestó la esposa-, y si no lo quieres decir, nos quedaremos sin saberlo.

-¿Te acuerdas tú, Flora -dijo al fin el abogado-, de cierto albañil que vino a remendar el piso y que nos contó su historia y la de su familia?

-Sí, señor, ¿y ése es el que ha encontrado usted?

-El mismo.

Don Leandro se encogió de hombros.

-¿Le sorprende a usted, padre mío, que mi diálogo con este modesto obrero haya podido serme tan grato y entretenerme hasta el punto de hacer aguardar a ustedes para sentarnos en la mesa?

-No por cierto. Conozco tus ideas, que yo mismo he   —319→   contribuido a formar, sé que para ti vale tanto un trabajador como un hombre de Estado, con tal que ambos abriguen un corazón honrado y nobles sentimientos; pero extraño que os hayáis conocido cuando solamente trabajó en casa algunas horas.

-Francamente; yo no le había conocido, ha pasado junto a mí, y cuando ya había yo cruzado sin verle, me ha llamado por mi nombre, he vuelto la cabeza, y como soy poco fisonomista, le he preguntado a quién tenía el gusto de hablar, puesto que no recordaba sus facciones.

Me costó más el reconocerle, porque, si bien va modestamente vestido, no cubre sus ropas aquella capa de blanco polvillo, que, especialmente en los días laborables, distingue siempre a los de su oficio.

-Poco adelantaría con decirle a usted mi nombre -contestó-. Me llamo Pablo Roble, pero de seguro que no me conoce usted y solamente se acordará de mí, si le digo que soy el albañil que, trabajando cierto día en su casa, se tomó la libertad de explicarle algunas circunstancias de su situación y de su familia, que usted y su amable señorita oyeron con excesiva benevolencia, interesándose particularmente por el pequeño Juanito, a quien convidaron a merendar.

-¡Ah!, ya recuerdo, ¿y en qué puedo servir a usted, amigo mío?

-Señor -me contestó-, no es mi ánimo molestar a usted pidiéndole favor alguno; han sucedido grandes cosas en mi familia, y como me pareció que usted se interesaba por nosotros quería contárselas; pero veo que soy un necio y que un caballero como usted tendrá otros asuntos a que atender con preferencia, y no podrá detenerse a escuchar la historia de un pobre hombre, que si a mí me parece muy digna de contarse, tal vez a usted no le merecerá atención alguna.

-Al contrario -le contesté-, estoy dispuesto a escucharle con el mayor gusto; podemos dirigimos hacia el paseo; hoy hace un sol magnífico, y al mismo tiempo que entramos en calor, me contará usted sus aventuras.

El albañil se sonrió, y colocándose a mi izquierda comenzó su relación en los términos siguientes:

-No sé si usted recordará que yo tengo un hijo llamado Pepe, que manifestaba desde niño grandísima disposición para el dibujo y la pintura. Este muchacho, pues, continuó aplicándose, y muy joven llegó a ser un gran pintor. Hace cosa de tres años, es decir, poco después del día en   —320→   que tuve el honor de conocer a usted, se anunció un concurso por la Diputación de la provincia para mandar pensionado a Roma al artista pobre que mejor ejecutase un cuadro, cuyo asunto y condiciones se expresaban en el anuncio del concurso. Yo no sé -continuó- si me explico bien, porque no entiendo mucho de estas cosas.

-Sí -le interrumpí-, se explica usted bien, y yo le comprendo perfectamente.

-Mi hijo no comía ni dormía -continuó el buen hombre-; pintó un cuadro que a mí me parecía divino, las figuras se salían materialmente del lienzo, miraban, expresaban los sentimientos; en fin, no les faltaba más que hablar. Usted juzgará esta apreciación mía efecto de la ignorancia y de la pasión que tengo por mi hijo, yo también lo creía así algunas veces, pero el Jurado que había de calificar las obras participó sin duda de mi opinión, pues concedió el premio a mi querido hijo. El día que tuvimos noticia de este suceso, creímos volvernos locos, aquella noche la alegría privó del sueño a toda la familia.

Mi hijo partió para Roma, pensionado, como he dicho, por la Diputación provincial; entonces, como la familia se había reducido, y Juanito no tenía en casa quien le diese lección, determiné ponerle en una escuela pública, donde aprendiese todo lo necesario, sino para brillar en las artes como su hermano, al menos para ser un trabajador instruido e inteligente.

Pasó el tiempo, y cuando Pepe estaba para regresar de su viaje, yo caí enfermo de bastante gravedad; no había en casa quién ganase un jornal, y, aunque por precaución hace años que pertenezco a un montepío que me pasaba diez reales diarios, éstos los necesitábamos para mi asistencia, quedando la familia privada de todo auxilio.

Juanito me pidió entonces que le permitiese salir de la escuela y volver a trabajar de peón en unas obras, en que el maestro, amigo mío, le ofrecía un jornal de seis reales.

Así lo hicimos, y el propietario de la casa que sé estaba reconstruyendo, casi tan bueno como usted, se complacía muchas veces en hablar con los pobres trabajadores, especialmente con mi hijo, cuyo despejo y alegría le tenían encantado.

Cierto día encargaron a Juan derribar una gruesa pared que separaba dos habitaciones. Sorprendiose el muchacho al notar que, como a la mitad de la pared y a unos siete   —321→   palmos de altura, la piqueta resonaba en hueco, y se acordó involuntariamente de aquellos cuentos en que se relata el hallazgo de tesoros escondidos bajo de tierra o en lo hueco de las paredes; más, ¡cuál fue su sorpresa al hallar un pequeño armarito, cuya puerta de madera estaba perfectamente conservada, y dentro de él un antiguo bolsón de cuero!

Temblando de emoción cogió el chico la bolsa y estuvo tentado de presentarla al maestro albañil, no hallándose aquel día presente el propietario; más determinose, por fin, aguardar silencio y consultarme lo que debía hacer con aquel tesoro, aunque debo decir en abono de Juanito, que ni por un momento abrigó la idea de quedársela. Colocó, pues, la bolsa en el capazo de los escombros, la cubrió con ellos, y salió como para vaciarle y traer arena, se dirigió a mi casa y me comunicó el extraordinario suceso.

Después de la primera sorpresa que a todos nos produjo aquella aventura, le mandé ponerla bolsa sobre mi cama, conté su contenido y vimos que ascendía a tres mil duros en monedas de oro de diferente valor.

Dispuse inmediatamente que mi mujer y mi hijo llevasen el hallazgo a casa del propietario, a quien juzgaba yo legítimo poseedor de aquel dinero. El caballero se quedó sorprendido y como asombrado al ver la acción del niño y la sencillez con que le relataba lo acaecido; luego explicó a la madre y al hijo que él había heredado aquella casa y cuanto poseía de su padre, fallecido pocos meses antes, hombre interesado y que no gustaba confiar a nadie el estado de su fortuna, ni los sitios en que colocaba el dinero; y que él se había sorprendido de hallar muy poco oro en su gaveta, comprendiendo que debía tener algún escondite que en vano había tratado de descubrir. Alabó nuestra probidad, y preguntó a Juanito si el temor de ser descubierto era lo que le había obligado a entregarle su hallazgo.

-No, señor, es el deber, es la honradez que mis padres me han inculcado desde la cuna, lo que me ha obligado a respetar lo que de ninguna manera es mío, y aunque hubiera tenido hambre me hubiera guardado de cambiar un solo doblón.

-Pero yo tengo entendido que son ustedes muy pobres -decía el propietario.

-Sí, señor, pobres, pero muy honrados -respondió mi mujer.

  —322→  

-¿Ustedes habrán contado con mi generosidad? -insistió el caballero.

La madre y el hijo callaron.

-¿Y si no les diese ustedes nada? -continuó él-, ¿se arrepentirían de su probidad?

-De ninguna manera -dijo el muchacho-; entonces me haría cuenta que no había encontrado nada.

-¿Sabes, niño, que muchos dicen que el dinero no tiene señal alguna para acreditar su pertenencia, y lo que uno se encuentra es para él?

-Si eso lo hubiese hallado en una finca de mi pertenencia, lo consideraría como mío -replicó Juanito con despejo.

-Pues bien, ¿qué es lo que quieres? -dijo él.

-¿Yo? Medio jornal que he perdido abandonando la obra y viniendo aquí, y que se sirva usted mandar un recado al maestro para que no me riña por haberme marchado.

El caballero abrazó tiernamente a mi hijo, estrechó con efusión la mano de mi esposa, contó quinientos duros, que les obligó a tomar, y al día siguiente hizo poner el hecho en los periódicos, sin expresar el nombre del peón, porque sabía que se hubiera ofendido nuestra modestia con esta publicidad.

Entonces yo recordé haber leído algo de esto y se lo manifesté al albañil.

Él me refirió que el muchacho volvió inmediatamente a la escuela, que poco después regresó de Roma el pensionado, el cual ha recibido el encargo de hacer algunos cuadros que le pagan muy bien, que su hermano está cursando la segunda enseñanza y desea ser arquitecto, y que el padre no ha querido dejar su humilde oficio, a pesar de los ruegos de Pepe, hasta que el menor haya acabado la carrera, para no ser todos gravosos al pintor.

-¿No me había usted dicho que no llevaba polvo? -observó Flora.

-Dijo que no trabaja materialmente, sino que dirige las obras.

Os digo que vi tanta virtud, tanta grandeza de alma, tanta abnegación es todo lo que me refirió aquel hombre que tendiéndole mi mano experimenté más complacencia en estrechar la suya, que si hubiese sido la de un magnate.

-Y, sin embargo -dijo Flora-, me parece que no han hecho más que cumplir con su deber.

-Ven -contestó Prudencia-, que la severidad de principios   —323→   que te hemos inculcado, se ha arraigado en tu alma, querida mía. No han hecho más, en efecto, que cumplir con su deber; pero ¿te parece que habría muchos hombres que en las circunstancias de nuestro amigo (pues me honro con llamarle así) hubiesen obrado como él? Si tenemos en cuenta que se trata de un hombre del pueblo, cuya educación es generalmente descuidada, si atendemos a la aflictiva situación de su familia, debemos admirar su delicado proceder, puesto que ni les pasó por la imaginación la idea, no ya de ocultar su hallazgo, sino ni aún de que darse una pequeña parte de él, ni exigir al dueño una gratificación.

-Dios ha recompensado su generosidad y honradez -observó Sofía.

-Es cierto -contestó su esposo-; pero él no podía preveer esto que desgraciadamente no sucede siempre. Acostumbramos decir a los niños a quienes educamos, que la virtud encuentra siempre su recompensa; pero debe advertírseles que no la esperen material e inmediata, pues sucede frecuentemente que personas rectas y honradísimas, a quienes de común acuerdo se las designa con la frase dignas de mejor suerte, sufren toda clase de contrariedades; mientras triunfa la iniquidad, la soberbia y la mala fe. Ahora bien, aquél a quien desde niño se le ha enseñado a obrar bien, esperando una recompensa en esta vida, ¿no sufrirá amarguísima decepción al tocar la triste experiencia? ¿No será mejor hacerle concebir la consoladora esperanza de otra vida de compensación y reparación de todas las injusticias?

-Pues yo me alegro -dijo Flora- de que el buen albañil haya tenido la suerte de que el dueño del tesoro le dé una regular propina, y de que su hijo venda a buen precio sus excelentes cuadros. Puesto que tan buenos son todos los individuos de esa familia, no dejarán por eso de obtener en la otra vida el premio de sus virtudes.

-Así debemos esperarlo, hija mía, pero mi reflexión se limitaba a haceros observar que, aun cuando su suerte hubiese continuado siendo tan precaria, no debían jamás haberse arrepentido de obrar bien, pues las buenas acciones llevan en sí mismas y en la dulce satisfacción que proporcionan la más valiosa recompensa.

Así terminó aquella conversación que entretuvo agradablemente a la familia durante la comida, y que dejó en sus ánimos una alegre impresión.



  —324→  

ArribaAbajo- VI -

Deberes de una ama de casa


Doña Ángela había sufrido una parálisis que la postró en el lecho durante algunos meses; Sofía y su hija la cuidaron con una solicitud y ternura incomparables, disputándose el placer de servirla y acompañarla, y pasando las largas noches de invierno al lado de su lecho.

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Mejorada ya la anciana señora, y pudiendo andar, aunque penosamente, los médicos ordenaron que fuese a un establecimiento de baños termales, que debían contribuir eficazmente a su restablecimiento.

Determinose, pues, que dentro de brevísimo plazo saliese para el pueblo en que existe dicho establecimiento doña Ángela, acompañada de su hija política, y que, el abogado y su padre quedasen con la joven Flora, que se encargaría del gobierno de la casa. Bien calcularon al suponer que no harían falta las señoras, para que todo marchase con admirable orden y regularidad; pero nunca creyeron que rayasen tan alto las facultades de que la adolescente se hallaba dotada para ser una buena ama de gobierno.

Levantábase nuestra heroína al rayar el alba, aunque a la verdad no estaba acostumbrada a tanto madrugar. Llamaba   —325→   a las criadas y las distribuía sus ocupaciones, pues sabido es que, aunque las personas que sirven sepan la obligación que su estado les impone y la regla de la casa, es necesario recordárselo a cada momento. Disponía, pues, que la una preparase el desayuno, mientras la otra limpiaba el corredor y las demás habitaciones, exceptuando los dormitorios. Ella en el ínterin arreglaba por sí misma su tocado y se ponía un sencillo y gracioso vestido; cuando su padre y abuelo se levantaban les saludaba alegremente, y con cariñosa solicitud ayudaba a la muchacha a servir el desayuno. Terminado éste, don Leandro solía salir a pasear un rato o ir a casa de algún amigo, mientras su hijo se encerraba en el escritorio, que encontraba limpio y aseado; pero no del modo que suelen arreglar una mesa de escritorio las mujeres ignorantes, que consiste muchas veces en esconder unas cosas, tergiversar otras y dar mucho que hacer al que en ella trabaja, en términos que suelen preferir verla cubierta de polvo a que tan perjudicial limpieza se ejecute.

Flora mandaba una de las criadas a la compra, encargándole todo cuanto necesitaba para el día, lo cual es muy importante, porque de la falta de memoria de la que gobierna la casa resulta frecuentemente que la criada o criado encargado de la compra tiene que hacer varios viajes, cosa que sino siempre les disgusta a ellos, porque suelen preferir el callejear a trabajar en la casa, perjudica notablemente al servicio de la familia. La novel ama de gobierno ponía sumo cuidado de variar los manjares, para que su padre y abuelo comiesen a gusto; pero sin salirse nunca del presupuesto que anteriormente había hecho, y procurando compensar el mayor precio del principio, por ejemplo, con el de un cocido menos suculento, o unos postres más frugales.

Vigilaba para que los dormitorios se asearan por la mañana, dejando abiertas las vidrieras de las alcobas durante un buen rato, pues es muy conveniente que se renueve la atmósfera en estas habitaciones; ayudaba a hacer las camas, cerraba después; y arreglando dos veces a la semana el salón en que recibían las visitas, con ese gusto exquisito de la mujer amante del orden, que comunica un aspecto más agradable y simpático a una sala sencillamente decorada que el que tiene un lujoso salón mal ordenado; colocaba por sí misma los adornos, recogía las cortinas; daba, en   —326→   fin, la última mano al decorado de la pieza y se sentía satisfecha de su obra.

Sentábase luego a trabajar, no sin llamar de vez en cuando a las sirvientas para comunicarles sus órdenes, a fin de que la comida estuviese dispuesta a la hora fija, pues tenía muy presente aquella máxima de que debe haber una hora para cada cosa, y cada cosa hacerse a su tiempo.

Durante la comida daba conversación a su padre y respetable abuelo, guardando siempre para estos casos alguna anécdota que hubiese leído en los libros o periódicos, o cualquiera otra cosa amena que los distrajese de la ausencia de las personas queridas que faltaban a su lado. Sabía muy bien que si en toda ocasión debe procurarse no abrumar a los hombres de negocios con enojosos relatos de los pequeños disgustos domésticos, en ninguna son más inoportunas estas conversaciones que en la mesa, en la cual conviene que reine alegría, o al menos tranquilidad.

Después de comer dormía una corta siesta, y luego se entretenía de nuevo en la labor hasta la noche, que era la hora en que su padre, habiendo terminado sus ocupaciones, la acompañaba a dar un paseo o a casa de alguna amiga; pues en cuanto al teatro o reuniones en que fuese preciso presentarse elegantemente vestida, no quiso asistir sin su querida madre, ni Prudencio le instó para ello.

En las semanas que duró la ausencia de las señoras, cuidó de que todos los lunes se lavase la ropa blanca que se había ensuciado durante la semana anterior, porque ni es bueno en las habitaciones de las ciudades (regularmente no muy grandes ni ventiladas) retener un foco de infección cual es la ropa sucia; ni esta misma dura tanto dejándola con el sudor y demás inmundicias, que cuestan más de desprenderse de ellas cuanto más tiempo ha pasado.

Cada dos semanas hizo colada el martes, ayudó a tender la ropa en una extensa galería, y a la hora en ve el sol daba de lleno, pues la ropa queda más tersa y banca, si se enjuga al sol, después la repasaba con esmero a fin de no dejarle un pequeño claro, que poco tiempo después se convierte en un agujero, si no se acude a zurcirle en un principio; la aplanchaba y la colocaba en el ropero, del modo ordenado que había visto efectuarlo a su buena madre.

Un día a la semana, que solía ser el jueves, salía con la   —327→   criada a proveer de todas aquellas cosas que pueden comprarse para algunos días; pues es sabido que todo resulta más caro adquiriéndolo al menudeo, que en mayor escala, o por junto, como se dice vulgarmente.

Para no cansar a nuestras lectoras, les diré únicamente que el aseo, el orden y la economía reinaron en casa de don Prudencio, no menos en ausencia de su esposa, que cuando ella se hallaba al frente de la casa, y que al volver las señoras de su expedición, no tuvieron más que motivos para elogiar el buen gobierno y la acertada disposición de la joven ama de casa. Desde aquel día, desempeñó casi en su totalidad las funciones que tan bien había llenado interínamente, ya por descansar a Sofía, va también para habituarse, por si en alguna ocasión se hallaba encargada del gobierno interior de una casa de familia.




ArribaAbajo- VII -

Amas y criadas


Doña Ángela se hallaba restablecida de su dolencia, gracias a la eficacia de los baños termales y a los cuidados de que había sido objeto de parte de su familia. Trataron de celebrar su esposo e hijos el fausto acontecimiento de poder la señora salir a misa y a paseo sin ayuda ni apoyo, y reunieron en su casa algunos amigos. Se pasó una velada feliz, porque ya los grandes calores habían cedido, y convidaba la fresca temperatura que empezaba a gozarse, a reunirse en los salones y recrearse con los acordes de la música y otras distracciones propias de la buena sociedad.

Echose de menos en la reunión a una señora recién llegada a la ciudad, que había venido de un pueblo recomendada a la familia de Burgos, y que por tener dos niñas, un poco menores que Flora, habían trabado con ésta y su madre una íntima amistad.

La circunstancia de ser viuda y forastera, como hemos dicho, hacía que fuese mirada por nuestros amigos casi con tanto interés como doña Amparo y Teresita, mayormente cuando aquéllas ya no necesitaban de su protección, pues había sabido su abogado manejar tan bien sus negocios, que hacía ya tiempo habían sido puestas en posesión de cuanto tan injustamente se les había disputado.

  —328→  

Doña Eufrasia se llamaba la viuda a quien hemos aludido, Inés y Vicenta sus graciosas niñas.

Al día siguiente al de la reunión, Sofía mandó un recado de atención para inquirir la causa de la no comparecencia de aquella familia. La misma Eufrasia le recibió y contestó a María que eran tantas las penas y congojas que la aquejaban, que no tenía humor para salir de casa ni apenas podía efectuarlo. Entró en cuidado la familia de Burgos, y como Flora tuviese aquella tarde que repasar la ropa de la colada, su madre y abuela no quisieron diferir el pasar a visitar a su nueva amiga, para enterarse de aquellos graves disgustos de que había hablado, y remediarlos en cuanto estuviese a su alcance.

Inés abrió la puerta y corrió a anunciar a su mamá la llegada de las señoras.

-¿Está enferma, Vicenta? -preguntaron éstas, en cuanto vieron a la dueña de la casa.

-No por cierto -contestó la interrogada.

-Ya respiro -dijo Sofía-, porque si las tres gozan ustedes de buena salud, a menos que haya tenido alguna infausta noticia de su familia ausente, no veo motivo para estar tan afligida, como ha dado usted a entender a la muchacha que he mandado esta mañana.

-Nadie está enfermo, gracias a Dios, al menos que yo sepa; pero, hija, las criadas, particularmente en las grandes poblaciones, son la mayor calamidad que puede imaginarse, y creo que por este solo motivo me veré precisada a volverme a mi país; porque si no, me harán volver loca.

Doña Ángela y Sofía cambiaron una mirada y se sonrieron.

-¿Ustedes se ríen?, pues yo les aseguro que a cuantas personas les he contado lo que me pasa, me han dicho que tengo razón de sobra para estar disgustadísima, y la mayor parte me han referido historias parecidas a lo que a mí me ha pasado con ellas, en el corto tiempo que llevo aquí.

-Por lo mismo que es un mal general, es necesario conformarse, hacer lo posible para hacer más llevadera ésta que usted llama calamidad, y tomar con calma lo que no puede evitarse.

-¿Con qué tomar con calma que le roben a usted el pellejo, que despilfarren sus intereses, que le den la comida cruda o carbonizada, encontrar un día un cabello en la sopa; otro, una mosca en el guisado, y después que le contesten   —329→   mil desvergüenzas, y que le insulten teniendo usted razón?

-Es cierto, amiga mía, que muy frecuentemente sucede cuanto usted ha dicho; pero, por ventura, ¿puede usted pasarse sin sirvientes?

-De ninguna manera. Pues ésa fue la causa de que ayer no pudiésemos tener el gusto de pasar la velada con ustedes, porque llegamos a la noche cansadísimas y habíamos de hacer la cena, arreglar las camas... ¡Vamos, le digo a usted que estoy apuradísima!

-Porque no tiene usted criada. ¿Ve usted como son un mal necesario?

-Eso digo yo, que son enemigos pagados, de quienes no puede una prescindir.

Entonces tomó la palabra doña Ángela y dijo:

-Dispense usted, querida Eufrasia, a mis canas y a mi experiencia que le hable con la franqueza que me caracteriza. Porque mira usted a las infelices que tienen la desgracia de necesitar servirla para ganar un pedazo de pan, con esa prevención más o menos justificada, porque las considera usted como enemigos, y las recibe de un modo que pudiéramos llamar hostil...

-No, no, nada de eso. Si al principio las dejo hacer lo que quieren.

-Pues muy mal hecho.

-¿Y les ha llamado usted infelices?

-Sí, muy infelices.

-Pobres de nosotras, que no podemos hacer ciertas cosas, ni nos está bien, y hemos de pasar porque ellas se nos impongan, pidan un salario exorbitante y después no cumplan nada de lo estipulado.

-Con que nosotros somos más pobres, ¿no es verdad? Pues troquemos los papeles, dejemos la comodidad de nuestras casas y vámonos a servir.

-¡Qué cosas tiene usted, doña Ángela!

-Pues es claro, ¡si es usted tan poco razonable amiga mía! ¿No quiere usted que llame infelices a unas mujeres, la mayor parte privadas de educación y de instrucción, a quienes un conjunto de circunstancias impele al mal, que si obran bien reciben escasa recompensa y si se entregan al mal ejemplo llevan en el pecado la penitencia?

-No veo muy claro lo que usted me dice, pero sé que yo me he portado bien con ellas, y me han pagado muy mal.

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-Acaso le ha tocado a usted expiar culpas ajenas.

-Todo lo que me dice usted es como si me hablase en griego.

-Lo creo; si hiciera coro con todas esas mujeres irreflexivas que han repetido lo de los enemigos pagados, lo de la calamidad irremediable y tantos otros lugares comunes, me entendería usted perfectamente.

-Y qué, ¿no son nuestros enemigos?

-Como nosotros suyos, ni más ni menos. En casa hemos firmado un tratado de paz con las nuestras, y nos va perfectamente.

-Vamos, Sofía, ¿verdad que su mamá de usted tiene gana de broma?

-No, señora, ¿no repara usted que habla muy seriamente? Lo que hay es demasiada filosofía en lo que está diciendo -repuso Sofía.

-¿Usted también? Ea, pues, explíquense ustedes. Puede ser que me enseñen a tener criadas -dijo algo picada doña Eufrasia.

-Le contaré a usted la historia de la mayor parte de las muchachas de servicio. Viene de una aldea una joven inexperta, sencilla y honrada con el deseo de servir para atender a su subsistencia, vestirse y ahorrar algunos cuartos para cuando tome estado, o bien socorrer con ellos a su familia. Sería el mayor absurdo suponer que viene dispuesta a robar a sus señores, a faltarles al respeto, a cometer toda suerte de desmanes; lo que sí es lógico presumir es que no sabe guisar al estilo de las ciudades, ni arreglar una habitación, ni tiene el aseo y la pulcritud que nosotros apetecemos, y tenemos derecho a exigir pagando un buen salario; carece, además, de modales corteses y, si usted me apura, ni sabe andar por una sala alfombrada. Su misma torpeza y turbación es causa de que se le caigan de las manos objetos quebradizos, que en su pueblo y en su estado normal, tranquila y serena, manejaría impunemente. Esta pobre muchacha, llena de buen deseo, pero torpe y desaliñada, da por lo regular con amos muy poco sufridos que, no creyéndose en el deber de pagar su aprendizaje, la plantan en la calle. Pierde la aldeana parte de sus ilusiones, pues acaso confiaba encontrar más indulgencia en sus señores, cambia de amos con frecuencia, y así no tiene tiempo de tomarles cariño, de mirar como suyos los intereses y la hacienda de aquéllos, ni mucho menos de   —331→   realizar su proyecto de vestirse y ahorrar, pues en los días que pasa sin colocación gasta lo que ha ganado mientras ha estado sirviendo. Para que no diga usted que hago la causa de las sirvientes, y que me paso con armas y bagajes al campo enemigo, ya no hablo de los amos injustos y desconsiderados que dejan de satisfacer el salario convenido o les dan un escaso alimento, dejo de mencionar a los que a la menor indisposición las despiden, hallándose las infelices muchachas enfermas y solas, muchas veces sin que se tenga siquiera la caridad de buscarles un asilo en el santo hospital. Supongo que todos los amos obran de buena fe, que no las incitan a los vicios con su mal ejemplo, pero que corresponden con tibieza al afecto que por ventura una pobre joven les consagra.

Doy de barato que la muchacha rústica e ignorante ha encontrado amos indulgentes, que han soportado sus defectos y han tratado de enseñarle lo que no sabe, entonces es la cizaña de las compañeras la que malea su corazón y sus costumbres. De fijo que el especiero de enfrente, el carbonero de al lado, la lavandera o el aguador le dirán si está contenta en la casa; que, de no estarlo, ellos tienen en cargo de proporcionar una criada fiel para una casa en que se trabaja menos y se gana más que en la que tiene en la actualidad. Si la aldeana contesta que ha tomado cariño a sus amos y que no quisiera dejarlos, aun cuando hubiera de mejorar de suerte, se burlan de ella, le cuentan mil anécdotas en las cuales resalta siempre la ingratitud y tiranía de los señores para con sus sirvientes; y, con está prevención, desde aquel día se fija en pequeñeces que nunca había notado, se cree ofendida cuando no se la trata por los dueños de casa como un individuo de la familia, y empiezan las quejas y las mutuas recriminaciones, se resiente el servicio y se concluyen la paz y la buena armonía.

Sale de aquella casa, y a no tener un natural excelente, se deja arrastrar por la corriente fatal del mal ejemplo y se entrena a todos los desórdenes que usted con justicia ha deplorado.

-Pues bien -dijo la viuda- resulta de todos modos que ellas tienen la culpa de cuanto pasa.

-Ellas precisamente, no -respondió su interlocutora-; todo es debido a las circunstancias especiales en que la suerte las ha colocado, y (fuerza es confesarlo) muchas veces   —332→   la falta de consideración de nuestra parte las arrastra a punibles extremos.

-¿Qué debo hacer, pues, para estar bien servida?

-Ante todo, cerciorarse de que la persona que admite usted en su casa es digna de este honor por su honradez, averiguando de paso, si su carácter es medianamente tolerable. Convencida de esto, ser muy indulgente con aquellos defectos humanos, de que todos adolecemos; considerar que si nosotras, personas experimentadas olvidamos, a veces, asuntos del mayor interés para nuestra misma familia, no es extraño que ellas, generalmente jóvenes y aturdidas, descuiden negocios de sus amos, que, a lo sumo, puede exigírseles los miren con tanto interés como propios, nunca más de lo que nosotros los miramos; ser también tolerantes con su ignorancia y falta de cultura compadeciéndolas por no haber recibido la educación e instrucción que nosotros hemos alcanzado, y agradeciendo a la Providencia el habernos colocado en circunstancias de mandar, enseñar y hacernos servir, en lugar de aprender y restar a los demás nuestros servicios. Con esto y tratarlas con un poco de atención, dándoles ejemplo de actividad, economía y amor al trabajo, asistiéndolas, si están enfermas, y manifestando interés y consideración por cualquier otra desgracia que sufran; hemos puesto de nuestra parte cuanto es dable, para que reine la debida armonía entre amos y criados.

-Y ellas de su arte, ¿no han de poner nada, verdad?

-Ya lo creo; ellas deben mirar a sus amos como si fuesen sus padres, y al propio tiempo sus maestros; mirar la hacienda e intereses que les están encomendados como suyos, no malgastando ni estropeando deliberadamente cosa alguna; trabajar cuanto les permitan sus fuerzas, sufrir con paciencia las reconvenciones injustas de sus señores, y aprovecharse de las justas encaminadas, no sólo al mejor servicio, sino al perfeccionamiento moral; y cuando les falte lo necesario para su manutención y bien estar relativo, cuando el trabajo sea excesivo o cuando no se les satisfaga el salario estipulado, hacer presente con respeto y buenas formas la necesidad en que se halla la sirviente de dejar la casa, sino cambia aquella situación.

-¡Pero como esto no lo hacen nunca!...

-¡Pero como nosotras tampoco hacemos lo otro!...

-Usted sí, según dice.

  —333→  

-Nosotros hemos tenido mucha paciencia con las dos que hay en casa; hemos debido enseñárselo todo y corregirles muchos defectos; pero en cambio son agradecidas, nos aprecian mucho y creo que no nos dejarían sin un gravísimo motivo.

-Pues crea usted que han tenido suerte, porque hay muy pocas de esa naturaleza.

-Convenido; por eso le aconsejo a usted que si encuentra una mediana, trate de conservarla.

La forastera no quedó muy satisfecha de la conversación. Salieron sus niñas, que habían estado ocupadas hasta entonces, y se habló de cosas indiferentes hasta que pasado un breve rato se despidieron las de Burgos, deseando a su amiga mejor fortuna en lo sucesivo, y más calma para sufrir los disgustos ocasionados por los sirvientes.




ArribaAbajo- VII -

Celebridad


Hallábanse cierta noche Flora y sus padres invitados a una función teatral que tenía lugar a beneficio de una renombrada tiple, dotada de una voz encantadora, muy buen estilo de canto y simpática y agradable figura.

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Nuestra joven amiga, que abrigaba un corazón sensible   —334→   y una inteligencia cultivada, amaba las artes y singularmente la música, en la que no era del todo profana.

La beneficiada cantó una ópera de la escuela italiana con gusto y sentimiento, fue frenéticamente aplaudida, la escena se llenó de flores y coronas de laurel, llovieron versos, volaron palomas, se le presentaron algunas joyas, ofrenda de sus admiradores, y después fue acompañada a su domicilio por un numeroso gentío, iluminaron su tránsito con hachas, y llegada que fue, se le dio una serenata por una numerosa banda de música. Lo que no presenciaron los de Burgos, lo supieron por la voz pública, y Flora se hallaba entusiasmada, admirando y comentando los triunfos de la cantante.

Al día siguiente, en la mesa, se ocupó de nuevo de los sucesos de la noche anterior, y añadió al concluir:

-Diez años de vida daría yo por una noche de ovación semejante.

-¿Con qué tienes envidia de esa tiple? -le preguntó su padre.

-Envidia, no, papá, al menos del modo que yo la comprendo; porque envidia es pesar del bien del prójimo, y yo no tengo sentimiento por los triunfos de esa joven; pero me gustaría que también se hablase de mí, que me ensalzasen, que me elogiasen de un modo u otro.

-Ese deseo de gloria -dijo Prudencio-, es bastante general y muy disculpable en la juventud, especialmente cuando se posee una imaginación viva y un corazón capaz de sentir grandes pasiones. Ese afán, moderado por la reflexión o dirigido a nobles objetos y por sagradas aspiraciones, lleva al hombre a sacrificarse en defensa de su religión y de su patria; conduce al sabio a consagrar su existencia al descubrimiento de las verdades o al perfeccionamiento de útiles inventos; extraviado, engendra el orgullo, la vanidad, su hermana bastarda, y llevado hasta el delirio hace víctimas como el desgraciado Erostrato, que deseoso de que se hablase de él eternamente, pegó fuego al templo de Diana, preciosa maravilla arquitectónica, suponiendo que al elogiar aquel magnífico edificio, se mencionaría siempre al que le redujo a cenizas.

Dios ha repartido sus dones, enriqueciendo algunos individuos con una imaginación privilegiada, a otros con un profundo talento, a éste con una voz maravillosa, cual la que anoche tuvimos el gusto de escuchar; a aquél con una   —335→   disposición para tal o cual arte; pero, lo más general, es ser medianías, como todos los que aquí nos hallamos, que no sobresalimos en ningún ramo del saber humano. Como en todo existe una gradación perfecta, podemos considerarnos nulidades, si nos comparamos con algún filósofo profundo, o con algún artista incomparable; pero tenemos muchísimo que agradecer a la providencia por habernos dado un juicio recto y una inteligencia apta para el estudio, para la meditación y para podernos dedicar con provecho a cualquier clase de trabajo.

El que ha recibido superiores dotes, el que brilla por cualquier facultad extraordinaria, viene obligado, hasta cierto punto, a cultivarla y sacar de ella el mejor partido posible en provecho propio, siendo al mismo tiempo honor de su patria y ornato de la sociedad. Pero no creas, querida Flora, que por lo general es más dichoso aquél de quien se habla mucho y que brilla donde quiera, que el que disfruta una vida tranquila y modesta en el seno de su familia, conocido de pocos, y, como dice el poeta, ni envidioso ni envidiado.

Los hombres más célebres han sido, por lo regular, guerreros vencedores en mil batallas, que han señalado su paso sobre la tierra con un rastro de sangre y un raudal de lágrimas; de modo que esta gloria cuesta muy cara a sus semejantes.

Los filósofos paganos han difundido en sus libros infinitos errores, entre algunas verdades de aquellas que Dios ha colocado en el fondo de la conciencia humana; pero la mayor parte de los que el mundo ha admirado no han sembrado una doctrina capaz de hacer dichosa la sociedad en que vivieron.

Más útiles a la humanidad han sido los cultivadores de la ciencia, aquéllos que se han afanado por arrancar sus secretos a la naturaleza; pero si bien debemos rendir a estos genios privilegiados un tributo de admiración, nunca hemos de apesadumbrarnos por no poder colocar nuestro nombre a la altura que ellos alcanzaron.

La mujer, sobre todo, parece destinada por la Providencia para vivir retirada en el modesto hogar, perfumándole con la esencia de su ignorada virtud, embelleciéndolo con su gracia sencilla; de modo que las mismas que han recibido del cielo un valor varonil, un talento privilegiado y   —336→   otros dones, han sido más desgraciadas que la generalidad de su sexo.

Juana de Arco, la célebre doncella de Orleans, que se puso al frente de un ejército y tomó una parte activa en las guerras de Francia, contribuyendo a poner en el trono al legítimo rey Carlos VII, abandonada de este ingrato monarca, fue quemada por hechicera. Safo, la Musa de Lesbos, poetisa que fue la admiración de su siglo, desgraciada en sus amores y sustituida por su hermana en el corazón de Faón, a quien amaba con toda la exaltación de su alma de artista, idólatra; por otra parte, y careciendo, por consiguiente, de la firmeza que la verdadera fe comunica, puso termino a sus dolores buscando una tumba en las movibles olas del mar profundo. Corina, otra mujer sabia, escritora distinguida, y poetisa premiada en el romano Capitolio, se vio también abandonada del hombre a quien amaba, cuyo desdén le impresionó tan profundamente, que pasó el resto de su existencia en la soledad y la amargura.

-Basta, papá, no quiero ser sabia ni sobresalir en cosa alguna.

-Si Dios te hubiese hecho la singular merced de darte un talento superior, debías agradecerlo y cultivarle, aún cuando a él estuviese vinculada esa desgracia, que parece perseguir más tenazmente a los seres privilegiados; pero puesto que no te ha hecho una celebridad ni mucho menos, y en cambio te ha dado la suficiente inteligencia para gobernar una casa, para confeccionar las labores propias de tu sexo, y puedes hacer hoy nuestra felicidad, siendo quizás mañana la base de la dicha de otra familia; cifra toda tu esperanza en la práctica de las virtudes, en hacer todo el bien que en tu modesta esfera te sea dable y en contribuir al bienestar común, procurando el de aquellos individuos que estén en contacto contigo. Si cada mujer proporciona la dicha a una familia, entre todas labrarán la de la sociedad.

-He comprendido, pues, mi destino sobre la tierra; imitaré a mi abuela y a mi mamá, y no aspiraré a que el mundo me aplauda, solamente a que Dios y vosotros juzguéis mi conducta.

Un cariñoso abrazo que dio la simpática adolescente, empezando por su madre, a todos los individuos de su familia; puso termino a tan interesante conversación.



  —337→  

ArribaAbajo- IX -

Algunos fenómenos de la naturaleza


Era una noche de invierno tibia y serena, en que la luna esplendorosa derramaba sus fulgores sobre la tierra. Flora tenía un jarrito con algunas flores, y quiso sacarlas al balcón; pero apenas hubo salido, empezó a gritar regocijada:

-Papá, mamá; salgan ustedes, verán qué cosa tan hermosa, qué espectáculo tan admirable; en mi vida he visto cosa semejante.

Teresa, que se hallaba en la cocina, fue la primera que acudió, atraída por las voces de la niña.

-¡Vaya una cosa hermosa! -exclamó-, eso es un incendio.

-Calle usted, mujer; ¿un incendio formaría esas líneas brillantes que se reúnen en un foco y después se extienden formando ese hermosísimo semicírculo semejante a la salida del sol?

-Sí, señorita -dijo la criada-, ¿no ve usted cómo se extiende tiñendo todas las nubes de un color de rosa?

-Pero, ¿dónde están las llamas?, ¿dónde el humo? -insistió la niña.

En aquel momento salían don Leandro, Prudencio y su esposa, pues a la abuela no le permitieron sus recientes achaques exponerse a afrontar la humedad de la noche.

-Eso es -dijo Prudencio al instante-, una aurora boreal. Tienes razón, hija mía, en decir que es un magnífico espectáculo.

-Y ¿no es un incendio, señorito?

-No, Teresa.

-Entonces -replicó ésta- es una cosa terrible que recuerdo haber visto una vez cuando era yo pequeña, y que dicen es muy mala señal, lo mismo que las estrellas con cola y otros anuncios de guerra o epidemia.

-Esto es, ni más ni menos que una aurora boreal, vaya usted, pues, a continuar sus ocupaciones -dijo con acento breve el abogado.

-Y ¿qué viene a ser, papá mío, ese bello fenómeno que estamos contemplando? Supongo que no será muy frecuente este espectáculo, porque yo no recuerdo haber visto otro en toda mi vida.

  —338→  

-En efecto, tan frecuente como es en los polos este meteoro, es raro en los países meridionales.

-Mire usted, mire, ¡qué cintas de fuego!, ¡qué arcos de color de topacio! El arco iris es precioso, pero esto no lo es menos.

-Te iba diciendo que en los países inmediatos a los polos, cuyos habitantes están durante seis meses privados de la luz del Sol, sería tristísima la existencia de los infelices que se hallasen condenados a pasar medio año sumergidos en las tinieblas de la noche. Allí, pues, es donde muy a menudo puede observarse este fenómeno, que al mismo tiempo que alegra y embellece la naturaleza presta algún calor a la vegetación. Se ignoran todavía las verdaderas causas que le producen, y lo único que nos es permitido conjeturar es que el fluido eléctrico, esparcido en los lugares iluminados por la aurora boreal, entra por mucho en su formación. Y retirémonos que lo mismo podremos contemplarle detrás de los cristales, porque usted, padre mío, y tú, querida hija, podrían constiparse con el relente de la noche.

-¿Y tú no? -dijo don Leandro.

-Yo me hallo en la edad viril -contestó el interrogado-. La ancianidad y la adolescencia son más débiles, puesto que los extremos se tocan, y si uno de ustedes cogiera una pulmonía, se verían confirmados los vaticinios de Teresa.

-¿Es verdad, papá, que esos fenómenos anuncian calamidades públicas?

-¡Qué han de anunciar!

-Lo digo porque antes de ahora lo he oído a otras personas que tienen motivos para poseer más instrucción que esa pobre muchacha.

Pues no hay nada de eso, sino que como la aparición de este meteoro, como también de los cometas, de que ha hablado, son cosas que suceden rara vez, el vulgo las extraña, las comenta y si, por desgracia, en un tiempo más o menos próximo ocurre una guerra o una epidemia, cosas que suelen afligir con harta frecuencia a la humanidad, creen los ignorantes que la aurora boreal o el cometa viene a anunciarla.

Las leyes físicas de la naturaleza no sufren alteración, aunque el modo de obrar de los habitantes del globo provoque muchas veces los castigos que singular o colectivamente experimentamos. Estas leyes obedecen a principios   —339→   inmutables, establecidos por la Providencia de un Creador omnipotente, de un padre cariñoso, y dirigidos siempre al bien general de sus criaturas.

-El arco iris, que he nombrado antes por ver si me decía usted en qué consistía, sí que se ve claramente que es como un signo de unión del cielo y la tierra, una cosa bellísima, agradable como la sonrisa del Eterno después de la tempestad. La historia sagrada nos dice que terminado el diluvio, y al salir Noé con su familia del arca salvadora, aquél ofreció a Dios un sacrificio en acción de gracias y el Altísimo, acogiendo benigno aquella ofrenda, hizo aparecer el arco iris como muestra de su reconciliación con la humanidad; pero físicamente considerado, no sé en qué consiste.

-Cuando en una tarde de primavera se presenta a nuestra vista una oscura nube que vierte la lluvia sobre los campos, y en otra parte del horizonte que abarcan nuestras miradas aparece el astro del día, los rayos solares que se reflejan en las gotas de agua quebrándose ni más ni menos que harían en un prisma de cristal, como creo haberte explicado, forman los colores del iris; y de ahí ese arco que tanto encanta a los niños. Si te pones al Sol, te llenas la boca de agua, y la dejas escapar formando un surtidor, verás reflejarse en aquella menuda lluvia los colores del iris.

-Lo comprendo; y ¿qué es lo que usted llama cometa y Teresa estrella con cola?, porque yo no he visto ninguna.

-Los cometas son unos astros que se mueven en todas direcciones, giran alrededor del sol, pero para nosotros sólo son visibles cuando pasan muy inmediatos a la tierra, y algunos van precedidos o seguidos de una, como cabellera luminosa, o sea, un haz de rayos de luz.

Como su órbita es inmensa, tardan muchos años en recorrerla, y de ahí que su aparición, aunque periódica, acontezca mediando muchos años de una a otra vez.

Hay fenómenos que, por más que no lleven consigo ningún desastre real, intimidan al vulgo, que completamente desconoce sus causas, tales son los eclipses.

-Y ¿qué es eclipse, papá mío?

-Llámase eclipse a la interposición de un cuerpo opaco entre el sol y otro planeta que recibe su luz; por eso hay eclipses de sol y de luna. Cuando la luna se interpone entre el sol y el planeta que habitamos, nos priva de los rayos luminosos, y entonces se oscurece totalmente la atmósfera,   —340→   si el eclipse es total, aunque esto sucede muy rara vez; al paso que si es parcial no nos oculta más que una parte del disco solar.

El eclipse de luna consiste en interponerse nuestro globo entre el sol y la luna, de modo que hallándose ésta en el plenilunio o próxima a él, cuando debíamos observarla completamente bañada por la luz del sol, vemos solamente una parte de ella, porque la sombra que proyecta nuestro planeta deja lo demás en la oscuridad. Si el eclipse es total, la luna se oscurece completamente.

-¿Y eso también dice la gente que es mala señal?

-Por supuesto. Voy a hablarte de otros fenómenos verdaderamente espantosos, en medio de su admirable grandeza, y que si algunas veces producen males parciales, contribuyen al bien general, como todo cuanto está ordenado y dispuesto por la sabia Providencia del Hacedor divino.

Así habrás oído hablar de los terremotos y de los volcanes, o habrás leído algo referente a ellos.

-Sí, señor, he leído algo, pero nunca he experimentado tan espantosos fenómenos; así es que si sintiera un terremoto, tendría muchísimo miedo, y si viera de cerca un volcán, creo que me moriría de repente. Lo que no comprendo es que semejantes cosas puedan contribuir al bien de la humanidad.

-Pues escucha. Tú sabes que los vegetales, laboratorio perenne de oxígeno, sin el cual no podría sostenerse el reino animal, consumen una gran cantidad de hidrógeno, ázoe y ácido carbónico, especialmente de este último gas, que, a pesar de que a su vez le produce la respiración animal, se agotaría, al fin, si otros manantiales no hubiesen sido preparados para abastecer las necesidades de toda la naturaleza. Estos manantiales, los forma la cadena de volcanes, que en número de más de quinientos se extiende sobre dos zonas paralelas al ecuador, y se prolonga hasta cerca de las regiones glaciales de uno y otro polo. Inmensos braseros que arden incesantemente sobre la superficie de nuestro reducido planeta, parece que debían consumirlo y abrasarlo todo; pero únicamente tienen por objeto difundir la vida produciendo inmensa cantidad de gas ácido carbónico que los vientos esparcen por la superficie del globo en todas direcciones, que absorben con avidez los gigantescos árboles del bosque, las gayas flores de la pradera   —341→   y la menuda yerba del campo, recreándonos con sus perfumes y sus encantos y contribuyendo a nuestra salud, a nuestro alimento y a nuestra delicia.

-Pero un volcán, ¿no puede destruir poblaciones enteras?

-Ciertamente, mas antes se perciben señales que anuncian este desastre, y los que viven cerca de los cráteres del Etna y del Vesubio, que son los mayores volcanes que existen en el mundo, tienen tiempo para precaverse. Recuerdo haber leído la descripción de una de las más terribles erupciones del Vesubio que un elegante escritor relata con éstas o semejantes palabras: «Más de tres meses antes se dejaron oír ruidos subterráneos y por las noches iluminaban el cielo llamas amoratadas. Después un humo denso salió de la montaña y se dividió sobre su cumbre formando capas semejantes a bolas de algodón de singular blancura, las cuales reuniéndose después constituyeron una masa semejante a una montaña móvil aérea cuatro veces más elevada que el volcán, y cuya cumbre se inclinaba sobre la ciudad. Los vientos impetuosos disipaban a veces este monte fantástico y paseaban sobre el cráter nubes brillantes donde se reflejaba como en un espejo el interior del abismo. Finalmente abrió el volcán su inmensa boca y arrojó pirámides de llamas, el monte se incendió y presentó el aspecto de un globo rojo, cuyos reflejos sólo iluminaban desolación y ruinas.

-Pero, ¿cuál es el origen de ese magnífico cuanto espantoso fenómeno?

-La teoría más moderna de los volcanes está fundada en el fuego central. Recordarás que te he dicho que muchos geólogos dan por averiguado que nuestro planeta ha estado durante algún tiempo en ignición, esto es, candente o inflamado; y que, habiéndose enfriado gradualmente la superficie, conserva en sus entrañas gran cantidad de fuego y de gases inflamables. No es fácil dudar de esto, pues los manantiales de aguas termales y los pozos artesianos en los que muchas veces han encontrado agua hirviendo, lo demuestran palpablemente. En muchas partes, ahondando la tierra, se descubren depósitos de pez, betún y también de azufre y de diversos ácidos, y está demostrado que doce leguas más abajo de nuestros pies todo está líquido e hirviente. El núcleo de la tierra debe ser, pues, un gas compacto o incandescente que tiende de continuo a   —342→   dilatarse y a dejar su estrecha cárcel, como el agua comprimida dentro de una máquina de vapor. Cuando la corteza sólida del globo se abre por la existencia del fuego central que la trabaja continuamente, o por cualquiera otra causa, los vapores, que tienden a elevarse, arrojan con irresistible ímpetu toda esa masa de betunes, azufre, etc., de que he habado; y he aquí el volcán. Cuando se dilata el aire interiormente, cuando conmueve todos esos fluidos sin tener bastante fuerza para romper la corteza y subir al exterior, es lo que llamamos temblor de tierra o terremoto, que al comunicar un movimiento a la superficie del globo o a una parte de él la desnivela muchas veces los edificios y produce hundimientos de casas, templos y a veces de poblaciones enteras.

-¿Sabe usted qué pensaba, papá? Que se parece eso del gas que pugna por salir de la tierra y que, al fin, la rompe y sale con ímpetu, a una botella de gaseosa o de cerveza cuyo contenido hace saltar el tapón.

-Bastante vulgar es la comparación, pero no me disgusta oírla en tus labios, porque me prueba que me has comprendido. Siguiendo tu símil diré que el terremoto se efectúa cuando el gas no tiene bastante fuerza para hacer saltar el tapón, pero le mueve.

-Ya está comprendido, pero Dios nos libre de semejantes movimientos.

-En efecto, todos estos fenómenos, como te he dicho al principio, pueden ocasionar desgracias o desastres parciales; pero contribuyen, por lo común, al bien general, y al mismo que sucumbe en ellos, no hacen más que anticipar de algunos años el término de su destierro, ya que este mundo, a pesar de los dones que en él recibimos de la mano del Creador, no es más que una morada en que la humanidad se prepara para otra existencia definitiva, en otro mundo incomparablemente más dichoso.








ArribaEpílogo

Han pasado algunos años desde los acontecimientos que he referido en los últimos capítulos.

  —343→  

Flora es ya una señora casada y copia exactamente las virtudes domésticas de su buena madre.

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Su esposo, que comprende el tesoro que posee, ama con entusiasmo a la encantadora joven.

Sin ser poderosos, gozan de una posición muy desahogada, pues poseen fincas en la ciudad y una preciosa casa de recreo inmediata a una pintoresca aldea, cuyo vecindario es, sin embargo, pobre en su mayor parte.

Flora y su familia pasan los inviernos en la ciudad. Ella va casi todas las tardes a acompañar a sus queridos padres y abuelos, y trabaja al lado de su madre, como en la época de su adolescencia. Los días festivos, en que don Prudencio no tiene oficina, se reúnen las familias y comen juntos en la casa de Burgos o en la de Isidoro Fernández, que así se llama su hijo político.

En el verano se trasladan a la casa de campo y algunas veces logran que Sofía les acompañe. Su llegada es más grata para los habitantes de aquellos contornos, que la lluvia del estío o las primeras flores de la primavera. Flora es la providencia de los pobres, porque ella los visita cuando están enfermos, los socorre en sus más apremiantes necesidades, aconseja a las jóvenes con una prudencia superior a sus cortos años, dirime sus contiendas, reparte ropa blanca y vestidos, que ella misma ha cosido, a los huerfanitos y a los hijos de las familias más necesitadas.

Las bendiciones de los pobres la siguen por doquiera, y las madres la ofrecen como modelo a sus tiernas hijas, mientras todos, hombres, mujeres y niños, con ese lenguaje pintoresco y sencillo, peculiar a la gente del pueblo, unos le llaman el ángel de la caridad, otros la comparan   —344→   a la madre del Amor hermoso, porque dicen, que en lo agraciada y modesta se parece a la Virgen que se venera en el rústico altar de la aldea, y otros dicen que se llama Flora porque en realidad es un ramo de flores de virtudes y encantos.

La hija de Burgos se enfada de veras cuando llegan a sus oídos éstas, que ella llama adulaciones.

Como en aquella aldea no hay escuela de niñas, se complace nuestra amiga en reunir a las pequeñas campesinas los domingos por la tarde en una sala baja de su casa y enseñarles los principales misterios de la religión, los sanos preceptos de la moral, en desterrar absurdas preocupaciones de las que tanto abundan entre la gente sin instrucción; y comunicarles algunos conocimientos de higiene y economía doméstica tan necesaria a una madre de familia. Ya veis, queridas lectoras, el fruto de la esmerada educación que vuestra amiguita ha recibido. Os la he presentado en la cuna, hemos presenciado su desarrollo, la hemos visto iniciarse en los secretos de la naturaleza y adquirir los conocimientos útiles a la mujer, corregir los defectos que se insinuaban en su corazón de niña, robustecerse en la virtud con el apoyo de sus prudentes y sabios educadores y llegar a ser, después de una hija tierna, obediente y respetuosa, una esposa modelo y excelente madre.

Hemos contemplado el pequeño y delicado capullo, la hemos visto convertirse en fragante flor, y hoy nos recrea la presencia del excelente fruto cuya dulzura deleita a cuantos alcanzan a probarla.

Os he ofrecido un modelo, el imitarle no es difícil. ¡Dichosas vosotras si podéis superarlo!

Superarlo he dicho, porque con buena voluntad todo es posible, y así como en el corazón humano hay a veces insondables abismos de perversidad, que contrastan y aterran al que los profundiza, hay también tesoros de virtud, cuyo germen colocó en él la Providencia, y que convenientemente desarrollados convierten a los niños en ángeles de inocencia y de candor, al hombre y la mujer en seres, privilegiados que derraman la dicha en su familia y en su patria, y que honran y enaltecen la humanidad.




 
 
FIN