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ArribaAbajoLibro undécimo


ArribaAbajoCapítulo I. Del modo de decir como conviene

I. Cuán necesario sea decir como conviene.-II. Qué se debe reflexionar atentamente, qué cosa sea la que nos proponemos para decir. Qué cosa es la que sobre todo conviene. En este lugar trata también de Sócrates. El decoro pende de las circunstancias.-III. Debe evitarse toda jactancia, con especialidad la de la elocuencia. Es vindicado Cicerón de los que en esta parte le culpan. Puede permitirse alguna confianza en la elocuencia. Debe evitarse la arrogancia con que el orador asegura el juicio que ha formado de la causa. Asimismo la acción descarada, alborotada e iracunda. Mucho más la adulación, la chocarrería y la desvergüenza. -IV. Se debe tener presente: 1.º Quién es el que dice. Por qué un estilo conviene a unos y otro a otros. 2.º A favor de quién. 3.º En presencia de quién. 4.º En qué tiempo y lugar. 5.º En qué género de causa. Los asuntos que pertenecen al género demostrativo admiten más adorno. En algunas causas de ningún modo se debe tolerar el adorno y elegancia. 6.º Con especialidad se debe considerar contra quiénes decimos. De qué modo conviene decir contra los padres, parientes y otras personas semejantes. De qué modo hemos de tratar a los que tememos ofender.-V. De qué manera se ha de alabar la persona del que es enemigo o poco honrado, o de qué suerte se ha de alabar algún hecho suyo. Cómo se ha de tratar la persona del juez.


I. Adquirida ya facilidad de escribir, de meditar y de perorar también de repente cuando el caso lo pidiere como   —214→   se contiene en el antecedente libro, síguese el cuidado de decir de un modo conveniente, la cual muestra Cicerón que es la cuarta virtud de la elocución y la que en mi juicio es la más necesaria de todas. Porque siendo el ornato de la oración vario y de muchas maneras, y conviniendo uno a unos y otro a otros, si no fuere acomodado a las cosas y personas, no solamente no le dará lustre, sino que la trastornará y convertirá la fuerza de las cosas al sentido contrario. Porque ¿de qué sirve que haya palabras significativas, elegantes y trabajadas con figuras y según una buena armonía si ninguna conexión tienen con aquellas cosas a que queremos inclinar y persuadir al juez? ¿Si usamos de estilo sublime en los asuntos de poca consideración y del humilde y limitado en los de grande, del alegre en los tristes, del suave en los atroces, del arrogante en los humildes, del sumiso en los que piden viveza y del severo y violento en los alegres? No de otra suerte que parecerían mal los hombres con los collares y perlas y vestido talar, que son los atavíos de las mujeres, y el traje triunfal, que es la cosa más majestuosa que hay, le estaría mal a las mujeres.

Este lugar lo compendia brevemente Cicerón en el libro tercero Del Orador; y sin embargo, no puede parecer que omitió cosa alguna diciendo: que un mismo género de oración no es conveniente a toda causa ni a cualquier auditorio, ni a cualquier persona ni tiempo. Y en el intitulado Orador, casi con las mismas palabras viene a decir lo mismo. Pero allí Lucio Craso, como que habla con los más consumados oradores y hombres los más eruditos, se contenta con apuntar en cierto modo esto como entre gente inteligente. Y en este lugar, hablando Cicerón a Bruto, afirma que tiene noticia de ello, y que por lo tanto lo dice más brevemente aunque es un lugar dilatado y que los filósofos lo tratan con mayor extensión. Nosotros que profesamos la enseñanza, no sólo enseñamos esto a los que ya lo saben,   —215→   sino también a los que lo aprenden, y por esta razón se debe disimular que nos alarguemos algo más.

II. Por lo cual, ante todo debemos saber: qué cosa es la que conviene para ganar la voluntad del juez, para informarle y para moverle; y qué es lo que pretendemos en cada parte de la oración. Y así no usaremos palabras anticuadas o trasladadas, o nuevas en los exordios, narraciones y confirmaciones, ni períodos seguidos con elegancia y conexión cuando se hubiere de dividir el asunto y distribuir en sus partes, ni usaremos en los epílogos de un género de estilo humilde y familiar y que en su composición no tenga unión alguna, ni enjugaremos con las chanzas las lágrimas cuando fuere necesaria la compasión. Porque todo el adorno no tanto depende de su misma naturaleza como de la del asunto a que se aplica, ni hace más al caso lo que se dice que el lugar en que se dice. Mas todo este decir de un modo conveniente no sólo consiste en el género de la elocución, sino que también tiene parte con la invención. Pues si aun las palabras tienen tanta fuerza, ¿cuánto mayor la tendrán las mismas cosas? Acerca de las cuales qué se debía observar, lo dejamos ya escrito en sus respectivos lugares.

Lo que se debe enseñar con más cuidado es: que aquel últimamente es el que dice de un modo conveniente que no solamente ha llegado a penetrar qué cosa sea útil, sino también qué cosa sea conveniente. Y no ignoro que estas dos cosas van ordinariamente juntas. Porque lo que es conveniente es casi provechoso, y con ninguna otra cosa suelen conciliarse más los ánimos de los jueces que con ésta, o volverse contrarios a nosotros si la omitimos. Sin embargo, alguna vez son diferentes estas dos cosas. Y cuando se opusieren entre sí, lo conveniente prevalecerá a la misma utilidad.

Porque ¿quién ignora que ninguna otra cosa le había de haber servido más a Sócrates para ser absoluto que haber   —216→   usado del género de defensa que se estila en los tribunales, el haberse conciliado los ánimos de los jueces con una oración humilde, justificarse cuidadosamente del delito que le imputaban? Pero esto de ninguna manera le estaba bien, y por lo tanto se defendió como quien regulaba su castigo con los más grandes honores340. Porque este hombre sapientísimo quiso más aventurar el corto tiempo que le quedaba de vida que el que ya había pasado; y puesto que era poco conocido de las gentes de su tiempo, se reservó para el concepto de la posteridad, habiendo conseguido la duración de todos los siglos con pequeño detrimento de su última vejez. Y así aunque Lisias, que era reputado entonces por el más sobresaliente en el decir, le había llevado la defensa por escrito, no quiso hacer uso de ella teniéndola por buena pero poco conveniente a su persona. De sólo lo cual se ve claro que el orador debe atender, no al fin de persuadir, sino de decir bien, y más cuando a veces hay que persuadir lo que no sienta bien. No fue esto útil para lograr el perdón; pero (lo que es más) lo fue para aquel hombre.

Y nosotros, atendiendo más bien a la común costumbre de hablar que a la misma regla de la verdad, usamos esta división separando lo que es útil de lo que es conveniente. A no ser que tal vez parezca que inútilmente miró por sí aquel Escipión Africano que quiso más salir de su patria que altercar con el más ínfimo tribuno de la plebe para defender su inocencia, o Publio Rutilio ignoraba lo que convenía más a su persona, ya cuando usó aquel género de defensa casi socrático o cuando llamándole Publio Sila   —217→   quiso más perseverar en el destierro. Mas éstos tuvieron por despreciables aquellas cosas pequeñas que el corazón más abatido tiene por útiles si se cotejan con la virtud, y por esto son celebradas con perpetua admiración. Y no hemos de ser nosotros de tan bajos pensamientos que tengamos por inútiles las cosas que alabamos. Pero esta diferencia, sea la que fuere, sucede muy rara vez. Por lo demás, casi una misma cosa, como he dicho, será útil y conveniente en todo género de causas.

Mas hay algunas cosas que a todos, en todo tiempo y lugar, les está bien persuadirlas, y el decirlas y hacerlas con honor, y que, por el contrario, a ninguno le está bien el decirlas jamás en lugar alguno de un modo indecoroso. Pero las cosas menores, y que se componen de las medianas, son las más veces de tal naturaleza que a unos se les deben conceder y a otros negar, y, según las circunstancias de la persona, tiempo, lugar o causa, deben parecer dignas más o menos de defensa o reprensión. Y cuando hablemos de las cosas de otros o de las nuestras se debe dividir el orden de ellas, cuando sepamos que las más de ellas no vienen bien en un lugar ni en otro.

III. Toda jactancia de sí mismo es muy reprensible, pero con especialidad la de elocuencia en un orador; pues no sólo causa fastidio a los oyentes, sino también indignación las más de las veces. Porque nuestra alma tiene un no sé qué de grandeza y orgullo que no sufre que otro se le haga superior. Y de aquí es que damos con gusto la mano a los abatidos y que se nos humillan, porque nos parece que lo hacemos como constituidos en grado superior, y siempre que cesa la emulación se sigue la compasión. Mas el que excesivamente se engríe parece que oprime y desprecia a los demás, y que no tanto se hace mayor a sí mismo como inferiores a los demás. De aquí nace que los inferiores tienen envidia, porque éste es el vicio de aquéllos que ni quieren ceder ventaja ni pueden competir, y los que los exceden   —218→   se ríen de ellos, y los buenos los desaprueban. Pero las más veces se conoce la errada opinión que tienen de sí los orgullosos, y en éstos es suficiente también el propio conocimiento de la verdad.

En esta parte es bastantemente reprendido Cicerón, sin embargo de que si se ha de decir la verdad, en las oraciones se jactó más de sus hazañas que de su elocuencia. Y comúnmente hablando no le faltó tampoco alguna razón para hacerlo. Porque o defendía a aquéllos de cuyo auxilio se había valido para destruir la conjuración, o respondía a la envidia, a la que no pudo contrarrestar, padeciendo el destierro en pena de haber defendido a la patria; de manera que el frecuente recuerdo de lo que había hecho en su consulado, puede hacer creer que no tanto lo hizo por vanagloria como por defenderse. Puesto que concediendo a los abogados de la parte contraria una elocuencia afluentísima, jamás se la apropio a sí mismo desmesuradamente perorando. Porque éstas son sus palabras: Si algún ingenio tengo yo ¡oh jueces! el que conozco cuán corto sea. (Pro Arquia, número 1). Y en otra parte: Porque cuanto menor es mi capacidad, he procurado suplir lo que me faltaba con el estudio. (Pro Quinctio341, IV). Además de esto, hablando contra Quinto Cecilio sobre el acusador que se debía señalar contra Verres, sin embargo de que también iba a decir mucho en cuál de los dos sería para este oficio más idóneo, con todo eso más bien le quitó la facultad de decir que apropiársela a sí, y añadió que él no la había conseguido, sino que había puesto todos los medios para poderla conseguir. Alguna vez dice la verdad acerca de su elocuencia en las cartas, hablando familiarmente entre sus amigos, y alguna vez en los diálogos, pero en persona de otro.

Y sin embargo, no sé si es más tolerable el gloriarse claramente, aunque no sea más que por la misma sencillez de este defecto, que aquella otra perversa jactancia de llamarse pobre estando lleno de riquezas, desconocido siendo   —219→   noble, de poco poder siendo poderoso, e ignorante y que casi no sabe hablar siendo elocuente. También es un modo de gloriarse ambiciosísimo el burlarse de los demás. Sean, pues, otros los que nos alaben. Pues a nosotros mismos nos conviene, como Demóstenes dice, aun el avergonzarnos cuando otros nos alaban.

Y no es esto decir que no hable alguna vez el orador de sus hazañas, como lo hace el mismo Demóstenes en defensa de Ctesifonte, lo que, sin embargo, enmendó de tal manera que hizo ver la precisión que tuvo de hacer esto, y recargó toda la envidia contra el que le había obligado a ello. Y Marco Tulio Cicerón habla muchas veces de la conjuración de Catilina, pero unas veces lo atribuye al poder del Senado y otras a la Providencia de los dioses inmortales. Contra sus enemigos y calumniadores es por lo común cuando más se defiende. Porque le era preciso defenderse de lo que le echaban en cara. ¡Ojalá que se hubiera ido a la mano en los versos342, que no han dejado de murmurar los malignos:


       Las armas a la toga parias rindan
      Y el laurel ceda siempre a la elocuencia.


Y... Feliz Roma, que a ser afortunada
      Comenzaste, al tener yo el Consulado!



Y aquel Júpiter, que le llama al consejo de los dioses, y Minerva, que le enseñó todas las artes. En las cuales cosas se había él tomado esta licencia, siguiendo algunos ejemplos de los griegos.

Pero al paso que es indecorosa la jactancia de la elocuencia, se debe conceder alguna vez la confianza en ella.

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Porque ¿quién reprenderá esto? ¿Qué he de pensar? Por ventura, qué, ¿me hallo despreciado? Mas no veo ni en mi vida, ni en mi aceptación, ni en mis hazañas, ni en esta mi medianía de talento cosa alguna que pueda despreciar Antonio. Y poco después dice más claramente: ¿Acaso quiso competir conmigo en el decir? Mas en esto a la verdad me hace un beneficio. Porque ¿qué cosa más llena, ni qué asunto más copioso que el hablar yo a mi favor y contra Antonio?

También incurren en arrogancia aquellos que proponen no defender la causa de otra suerte que según el juicio que han formado de ella. Porque los jueces oyen con repugnancia el que presume de sus prendas. Y no puede sucederle a un orador entre los de la parte contraria que le digan lo que a Pitágoras decían sus discípulos: Él mismo lo dijo. Pero esto es más o menos reprensible, según las personas que dicen. Porque se hace la defensa aun con la edad, dignidad, autoridad; las cuales, sin embargo, apenas concurrirán en tanto grado en alguno, que no sea necesario templar lo que se afirma con alguna moderación, como también todas aquellas cosas en que el abogado sacare la prueba de sí mismo. Lo cual hubiera sido prueba de mayor orgullo si Cicerón hubiera negado que era delito el ser hijo de un caballero romano, por ser él quien le defendía; mas él aun esto lo hizo favorable, juntando con los jueces su dignidad: Mas alegar los acusadores por delito el ser hijo de un caballero romano, ni está bien siendo los jueces estos, ni haciendo yo la defensa. (Pro Cælio, número 4).

Una defensa hecha con descaro, alborotando y mostrando ira, es por todas sus circunstancias indecorosa; y a proporción que cada uno tiene más edad, dignidad y ejercicio, es más digno de reprensión por esta falta. Verás a algunos quimeristas, que ni se contienen por el respeto de los jueces, ni atienden a la costumbre ni a la moderación en la defensa de las causas; las cuales en la misma disposición de su ánimo muestran claramente que, tanto en el encargarse   —221→   de los pleitos, como en la defensa de ellos, lo mismo se les da quedar bien que quedar mal. Porque por lo común la oración manifiesta las costumbres y descubre los secretos del corazón. Y no sin causa los griegos dejaron escrito que cada uno perora también según la vida que tiene.

Más despreciables vicios son todavía la vil adulación, la afectada charlatanería, la abominable desvergüenza en las cosas y palabras poco modestas y decentes, y la autoridad despreciada en todo negocio, los cuales se hallan las más veces en aquéllos que quieren ser o demasiado lisonjeros o ridículos.

IV. Aun el mismo género de elocuencia a unos les conviene de una manera y a otros de otra.

1.º Porque a los ancianos no les está tan bien un estilo redundante, engreído, atrevido y de mucho adorno, como un estilo conciso, suave, limado y como el que quiere dar a entender Cicerón cuando dice que su oración había comenzado ya a encanecer, así como en la edad madura no dicen bien los vestidos adornados con la grana y la púrpura. En los jóvenes se permite más afluencia de palabras, y aun expresiones casi arriesgadas. Pero en estos mismos un modo de decir seco, afinado y conciso se hace por lo común odioso por la misma afectación de seriedad, puesto que en los jóvenes se tiene por intempestiva la autoridad de las costumbres propias de un anciano.

A los hombres de guerra les convienen expresiones más sencillas. A los que de intento hacen alarde de filósofos (como les sucede a algunos), les sirven de poca belleza los más de los adornos de la oración, y con especialidad los que tienen su principio de los afectos, que ellos llaman vicios. También es ajena de tal asunto la composición numerosa y las expresiones más exquisitas. Porque no sólo no son del caso aquellas expresiones más alegres, cuales son las que dice Cicerón: Los peñascos y las soledades corresponden a la voz; pero ni aun aquellas otras, aunque llenas de   —222→   vigor, a saber: A vosotros, oh collados y montes albanos, a vosotros, vuelvo a decir, os imploro y os pongo por testigos, y a vosotros, oh altares destruidos de los albanos, compañeros y contemporáneos de los sacrificios del pueblo romano, no dicen bien con aquella barba y gravedad de un filósofo.

Pero un ciudadano de edad perfecta y verdaderamente sabio, que se haya dedicado no a las vanas disputas sino al gobierno de la república (del que se han apartado muchísimo los que se dan el nombre de filósofos), usará con gusto todo aquello que contribuye a conseguir lo que se ha propuesto en la oración, habiéndose primero propuesto en su interior persuadir lo que sea honesto.

Algunas cosas hay que les están bien a los príncipes, que a otros no se les pueden permitir. En algo se distingue también del de los demás el lenguaje de los emperadores y de los que salen en triunfo; así Pompeyo era muy elocuente cuando contaba sus hazañas, y Catón, que se quitó la vida en la guerra civil, fue un senador elocuente.

Una misma expresión es muchas veces en uno libre, en otro furiosa y en otro soberbia. Las expresiones contra Agamenón en boca de Tersites son ridículas; puestas en boca de Diomedes, o de cualquier otro igual a él, parecerán las más valientes. Te tendré yo a ti por cónsul, dice Lucio Craso a Filipo, no teniéndome tú a mí por senador. (Orator, III, 4). Expresión es ésta de una muy decente libertad, pero que no se le sufriría a cualquiera que la dijese. Alguno de los poetas343 dice que no se cuidaba   —223→   mucho de si el César era hombre negro o blanco; esto dicho de esta manera es una locura. Supongamos, por el contrario, que el mismo César lo dijese del poeta, y sería una expresión de arrogancia. Mayor es el cuidado que se observa en las personas entre los cómicos y trágicos. Porque usan de muchas y diversas.

El mismo orden guardaban los que escribían las oraciones a otros que el que guardan los que ahora dicen sus declamaciones. Porque no siempre peroramos como abogados, sino que las más veces hablamos como litigantes. Pero aun en aquellas causas en que como abogados defendemos, se ha de observar con cuidado la misma distinción. Porque hacemos uso de la ficción de las personas y hablamos como por boca ajena, y hemos de acomodar sus costumbres propias a aquéllos cuya voz llevamos. Porque de distinta manera es remedado Publio Clodio, Apio el Ciego, el padre de la comedia de Cecilio y el de la de Terencio. ¿Qué cosa más áspera que aquella expresión del lictor de Verres? Si has de entrar, has de dar tanto. (Verrinas, VII, 117). ¿Qué expresión más valiente que la de aquel que mientras le castigaban con azotes no se le oía más voz que ésta: ciudadano romano soy? (Pro Milone, 93). ¿Qué expresiones aquéllas de la peroración tan dignas de un varón como Milón, que tantas veces había sosegado a un ciudadano sedicioso en beneficio de la república, y que con su valor había vencido las asechanzas? Últimamente no sólo hay en las prosopopeyas otras tantas diferencias cuantas son las que hay en las causas, sino que son muchas más, porque en estas remedamos los afectos de los muchachos, de las mujeres, de los pueblos, y aun de las cosas mudas, a todas las cuales se les debe su decoro.

2.º Lo mismo debe observarse en aquellas causas cuya defensa manejaremos. Porque acaece muchas veces que de distinta manera tenemos que perorar en defensa de uno según fuere honrado o deshonrado, aborrecido o bien   —224→   quisto; añadiéndose a esto también la diferencia de los asuntos y de la vida pasada. Mas en un orador son muy agradables prendas la afabilidad, llaneza, moderación y cariño. Y aun aquellas otras diferentes de estas, cuales son aborrecer a los malos, conmoverse con la común suerte y castigar los delitos e injurias, y todas las cualidades decorosas, como ya dije al principio, le convienen a un hombre de bien.

3.º Y no sólo importa tener presente quién es el que perora y en defensa de quién, sino también en presencia de quién se habla. Porque el estado y poderío hacen distinción de jueces, y no se observa un mismo lenguaje en presencia de un príncipe que de un magistrado, de un senador, de un mero particular o de un noble; ni se usa de un mismo tono en las públicas juntas que en las disputas de los testigos. Porque así como al que está perorando por un reo le está bien la solicitud y el cuidado y todas las trazas que en cierto modo discurre para dar más realce a la oración, así también en los asuntos y causas de poca consideración, de nada servirán los mismos arbitrios, y con razón sería burlado el que sentándose para hablar de un asunto de poquísima consideración en presencia del juez, usase de aquella ingenua expresión de que usó Cicerón, diciendo: que no sólo se hallaba interiormente conmovido, sino que de pies a cabeza temblaba. (Verrinas, I, 42).

Mas ¿quién no sabe que un modo de decir pide la gravedad de un senador y otro la gente plebeya? Y más cuando aun a juicio de cada uno no está bien una misma cosa en presencia de la gente de gravedad y de la menos circunspección; ni viene bien lo mismo para con un erudito que para con un militar y para un hombre del campo, y alguna vez es necesario bajar el estilo y reducirlo a menos número de palabras, para que el juez no deje de entender y penetrar lo que se dice.

4.º El tiempo y el lugar requieren también su propia   —225→   observación. Porque el tiempo unas veces es alegre, otras triste; unas veces libre y de mucha ocupación. Así que a todas estas circunstancias debe acomodarse el orador. Y también importa muchísimo atender a si se habla en lugar público o privado, concurrido o solitario, en una ciudad extraña o en su patria, y finalmente, si en campaña o en la audiencia, y cada cosa requiere su estilo y su modo particular de hablar, y más cuando en los demás actos de la vida no viene bien hacer una misma cosa en la plaza que en la curia, en el campo marcio que en el teatro o en casa, y se tiene por una cosa fea el hacer en otra parte que en donde se tiene por costumbre muchas que por ser naturales no son reprensibles y que por tanto son a veces necesarias.

5.º Ya hemos dicho cuánto más elegancia y adorno permiten las materias pertenecientes al género demostrativo, como que se ordenan a deleitar a los oyentes, que las que pertenecen al género deliberativo y judicial, y consisten en defender y en disputar.

Todavía se debe añadir que de la condición de las causas resalta también el que no sean tan del caso algunas de las virtudes de la oración que de su naturaleza son excelentes. Pues ¿por ventura sufrirá alguno a un reo que estuviese sentenciado a muerte, y particularmente si hablase él mismo en defensa suya a la presencia del vencedor y del príncipe, usar en su discurso de frecuentes traslaciones, de palabras nuevas y deducidas de la antigüedad, con un adorno enteramente ajeno del estilo común, en períodos seguidos y con los más amenos lugares y sentencias? Todas estas cosas ¿no desvanecerían aquel congojoso cuidado tan necesario al que se hallaba en peligro de implorar la misericordia a favor de un inocente? ¿Podrá alguno compadecerse de la desgracia de aquél a quien llegare a ver en un peligro lleno de orgullo y de jactancia, haciendo un ambicioso comercio de la elocuencia? No   —226→   por cierto; antes bien, le causará indignación el ver a un reo que anda a caza de expresiones, ansioso de fama de ingenio y que sólo piensa en parecer elocuente. Lo que me parece que comprendió admirablemente Marco Celio en la defensa de la causa en que fue reo de haber hecho violencia: para que a ninguno de vosotros y de todos los que asisten a la defensa de esta causa les parezca que la intención o el semblante les ha causado más molestia, o alguna expresión ha sido más desmesurada, o por último, el ademán (lo que es demasía) ha mostrado más jactancia, etc.

Hay algunas defensas que consisten en dar satisfacción, suplicar y confesar: por ventura ¿se ha de llorar con sentencillas? Las epifonemas o entimemas, ¿podrán servir para suplicar? O todo lo que se añadiere a los meros afectos, ¿no disminuirá todas sus fuerzas y hará menor la compasión con la seguridad? Y además de esto, ¿si un padre tuviese que hablar acerca de la muerte de un hijo suyo, o de alguna injuria que le fuese más sensible que la muerte, procuraría dar a la narración del suceso aquella gracia que resulta del lenguaje puro y adornado, o se contentaría solamente con exponer sucinta y claramente la serie del suceso? ¿O dividirá las razones en diferentes partes y procurará parecer agraciado en las proposiciones y particiones? Y saliéndose de la común costumbre que hay en esta clase, ¿hablará sin alma y espíritu? ¿Adónde se le iría entre tanto aquel sentimiento? ¿En dónde se le detendrían las lágrimas? ¿Quién tendría por natural en público una tan segura observación de los preceptos? ¿Por ventura no debía observarse en él un continuo gemido desde la primera palabra hasta la última, y un semblante asimismo cubierto de tristeza, si quisiese comunicar su dolor aun a aquéllos que le oyesen? El cual, si en alguna parte aflojase, no lo volvería a excitar en el ánimo de los jueces.

Lo cual con especialidad deben observar los que se   —227→   ejercitan en decir declamaciones (pues no me pesa el dar una mirada también a esta mi obra y cuidado de los jóvenes, que una vez he tomado a mi cargo) cuánto son más los afectos que se imitan en la escuela, de los que nos revestimos no como abogados sino como si los padeciésemos. También suele imitarse este género de pleitos, en que algunos piden al Senado la sentencia de muerte, o por alguna grande infelicidad o también por arrepentimiento; en los cuales, no sólo está mal aquel modo de decir que parece cantado, el cual vicio ha cundido mucho, o el decir con demasiado descaro; pero ni aun alegar razones sino mezclando afectos, y esto de tal manera que sobresalgan más en la misma prueba; pues aquél que mientras perora puede interrumpir el sentimiento, da muestras de poderlo dejar enteramente.

6.º Pero no sé si la observancia de este decoro de que hablamos debe examinarse más principalmente acerca de aquéllos contra quienes peroramos. Porque no hay duda alguna de que en todas las acusaciones lo primero que se debe procurar es que no parezca que acusamos sólo por antojo. Y por esta razón no es poco lo que me desagrada aquella expresión de Casio Severo: ¡Oh buenos dioses, con vida estoy, y para que me sea la vida más gustosa, veo a Asprenates en calidad de reo. Porque puede parecer que él pidió contra él, no por una causa justa y necesaria, sino por un cierto deseo vehemente de acusar. Además de esto, que es común, algunas causas hay que requieren una particular moderación. Por cuyo motivo el que pretendiere la administración de los bienes de su padre, laméntese de su falta de salud, y un padre que está resuelto a acumular a su hijo los más graves delitos haga ver que se halla en la miserabilísima precisión de hacerlo así, y esto lo ha de hacer no sólo en pocas palabras, sino en toda la acción, para hacer ver que no sólo lo dice con la boca sino también con toda el alma. Y el tutor no se ha de enojar   —228→   jamás con el pupilo que le pone demanda en tanto grado que dé a entender que ni aun señales de amor ni una cierta venerable memoria de su padre le ha quedado.

Una sola cosa parece se debe añadir en este lugar, y es a la verdad de dificultad suma, y es la causa por qué no parecen mal en los que están hablando ciertas cosas que por su naturaleza tienen poca belleza, y que no hubiéramos querido más decirlas si cualquiera de ella hubiera estado en nuestra mano. ¿Qué cosa puede haber de peor aspecto u oyen los hombres con más aversión que cuando un hijo o los hijos en calidad de abogados tienen que perorar contra su madre? Pues sin embargo, alguna vez no se puede pasar por otro término, como sucedió en la causa de Cluencio Hábito; pero no siempre por aquel medio que Cicerón usó contra Sasia, no porque no lo hiciese él del mejor modo, sino porque es muy del caso considerar en qué y de qué manera se le perjudica. Así es que ella debió ser fuertemente rechazada, por procurar abiertamente la muerte de su hijo. Sin embargo, Cicerón observó divinamente dos solas cosas que había que vencer. La primera fue el no olvidarse del respeto que se les debe a los padres, y la segunda, que tomando de más arriba las causas hiciese ver con el mayor cuidado en cuánto grado era no sólo conveniente sino necesario hacer lo que él iba a decir contra su madre. Y esto fue lo primero que expuso, sin embargo de que nada tenía que ver con el estado de la cuestión. En tanto grado creyó que en una causa dificultosa y perpleja a ninguna otra cosa debía atender primero que a lo que era conveniente. Y así hizo odioso el nombre de madre, no al hijo, sino a la misma contra quien se hablaba.

Puede también una madre hablar alguna vez contra su hijo en materia de menos consideración o menos perjudicial; entonces será conveniente usar de un estilo más suave y más sumiso; pues dando satisfacción, o haremos menor   —229→   el odio que nos tienen, o lo volveremos al contrario, y si se hiciere público que el hijo está penetrado de un grave sentimiento, se creerá que está inocente y a poca costa se hará digno de compasión. También conviene echar la culpa a otros, para que se crea que se ha movido por engaño de algunos, y hemos de asegurar que nosotros lo hemos de llevar todo con resignación, que ninguna cosa hemos de decir con aspereza, para que, aun dado caso que no podamos menos de desmandarnos en las palabras, parezca que no queremos. Además de esto, si alguna objeción hubiere que hacer, es obligación del abogado el que se crea que hace esto contra la voluntad del hijo, sólo por hacer su oficio. De este modo podrán uno y otro ser alabados. Lo que he dicho de la madre debe entenderse también del padre. Pues no ignoro que ha habido pleito entre padres e hijos después de haber salido de la patria potestad.

En otros parentescos se ha de procurar también el que se piense que nosotros hemos perorado contra nuestra voluntad por necesidad y con moderación, y más o menos según el respeto que a cada persona se le debe. Lo mismo ha de observarse en favor de los libertos contra sus patronos. Y para decir muchas cosas de una vez, jamás será conveniente perorar contra semejantes personas de una manera tal que nosotros llevaríamos muy a mal el que unos hombres de la misma condición usasen contra nosotros.

También se observa alguna vez con los que se hallan constituidos en alguna dignidad el darles razón de nuestra libertad en el hablar para que ninguno nos tenga por desvergonzados en ofender a tales personas o por ambiciosos. Y así Cicerón, aunque tenía que hablar cosas de la mayor gravedad contra Cota, y no podía de otra suerte defenderse el pleito de Publio Opio, sin embargo excusó la precisión en que su oficio le ponía por medio de un   —230→   largo preámbulo. Conviene también alguna vez perdonar y remediar a los inferiores, y con especialidad a los jovencitos. Cicerón en la defensa que hace de Celio contra Atratino usa de esta moderación de tal manera que no parece que le reprende como enemigo, sino que le aconseja casi como padre. Porque siendo joven y noble y movido de justa queja había ido a hacer la acusación.

Pero en aquellas causas en que debemos dar pruebas de nuestra moderación al juez, o también a los circunstantes, es menor el trabajo; en donde hay más dificultad es cuando tememos ofender a aquellos mismos contra quienes peroramos. Dos personas le sirvieron de estorbo a un mismo tiempo a Cicerón cuando peroraba en defensa de Murena, es a saber: la de Marco Catón y Servio Sulpicio. Mas sin embargo, ¿con qué gracia le negó a Sulpicio la ciencia de pretender el consulado, después de haberle concedido todas las virtudes? Porque ¿qué otra cosa habría en que este hombre noble y el más sobresaliente jurista se diese por más vencido? ¡Mas de qué manera dio cuenta de su defensa, diciendo que él sólo había favorecido a la pretensión de Sulpicio contra el honor de Murena, y que no estaba obligado a hacer lo mismo favoreciendo a la acusación que se hacía contra su vida! ¿Y en qué suaves términos trató a Catón, cuyo natural, que él había admirado sobremanera, quería hacer creer que se había vuelto más áspero en algunas cosas, no por vicio de él mismo, sino por el de la secta de los estoicos, de suerte que creerías que no era alteración forense la que entre ellos había ocurrido, sino una amigable disputa?

Éste es seguramente el método, y el más acertado género de preceptos que este varón observa, que es concederle a uno todas las demás virtudes, cuando quiere reprenderle de algún vicio sin malquistarse con él; decir que en esto sólo es menos diestro que en lo demás; añadiendo, si posible fuere, cuál es la causa de ser así, o insinuar que   —231→   es algo más adherido a su dictamen, o crédulo, o que se dejó llevar del enojo, o que le incitaron otros. Éste es el universal remedio que hay en tales casos, el que en toda la defensa se descubra igualmente que honramos y amamos a las personas; además de esto, hemos de tener nosotros un justo motivo para perorar de esta manera, y esto no sólo lo hemos de hacer con moderación, sino por precisión.

V. Cosa diferente de ésta, pero más fácil, es cuando tenemos que alabar algunos hechos de hombres que, o son por otra parte reprensibles, o nos son odiosos a nosotros. Porque conviene alabar, en cualquier persona que sea, lo que es digno de alabanza. Cicerón peroró a favor de Gavinio y de Publio Vatinio, que antes habían sido sus mayores enemigos y contra quienes había escrito también sus oraciones. Pero se hace justa la causa confesando que no andaba solícito por la fama del ingenio, sino por la verdad. Algo más de dificultad le costó el medio de que tuvo que usar en la causa de Cluencio, viéndose precisado a llamar delincuente a Escamandro, siendo así que le había defendido su pleito. Pero lo hizo elegantísimamente, excusando no sólo las súplicas de aquéllos que le habían acusado, sino también su mocedad; expuesto por otra parte a quitarle más autoridad, si confesase, especialmente en una causa sospechosa, que él temerariamente tomaba a su cargo la defensa de los reos culpados.

Mas cuando hubiéremos tomado a nuestro cargo la defensa de una causa en la presencia de un juez que es contrario a ella por cualquier interés suyo o de otro, al paso que es dificultoso el medio que se ha de discurrir para persuadirle, es facilísimo el que hay para perorar. Porque aparentaremos no tener el menor temor, no tanto por la seguridad que tenemos en nuestra causa, como por la que tenemos en su justicia. Se le procurará poner muy hueco con la alabanza, haciéndole presente que tanto más esclarecida   —232→   será su rectitud e integridad en pronunciar la sentencia, cuanto menos atendiere a su agravio o a su propia utilidad.

De esta suerte también se alegará la razón, o de alguna necesidad, si esto ha lugar en la causa, o de error, o de sospecha en presencia de aquellos jueces de quienes los reos hubieren apelado en caso de que fueren remitidos a los mismos. Y lo más seguro es la confesión del arrepentimiento y la satisfacción de la culpa; y por todos los medios se le ha de inclinar al juez a avergonzarse de la ira.

Sucede también alguna vez el que un mismo juez vuelve a tener otra vez conocimiento del pleito que ya ha sentenciado: en este caso es una cosa muy regular hacerle presente que nosotros no habíamos de haber disputado en presencia de otro juez acerca de la sentencia que él había dado; porque no era justo que otro juez corrigiese el defecto de la sentencia dada: en lo demás se procederá según lo permita la causa, diciendo, o que se ignoraban algunas particularidades, o que faltaron testigos, o que los abogados (y esto se ha de decir con muchísimo tiento y cuando no haya otra cosa que decir) no han cumplido con su obligación.

Puede acontecer que tengamos que reprender en otras cosas que nosotros mismos hubiéremos hecho, a la manera que Tuberón echa en cara a Ligario haber estado en África. Yo a la verdad no hallo medio para que se pueda hacer esto de un modo competente, a no ser que se encuentre alguna circunstancia que concurra como de la persona, edad, tiempo, causa, lugar e intención. Tuberón dice que desde joven estuvo al lado de su padre, que el Senado le envió, no a la guerra, sino a hacer con él el acopio de trigo; que apenas tuvo proporción se separó del partido; que Ligario no sólo perseveró, y no a favor de Pompeyo, entre quien y el César había competencia acerca de la dignidad, queriendo el uno y otro conservar en salvo la república,   —233→   sino que estuvo a favor de Juba y de los africanos que eran los más grandes enemigos que el pueblo romano tenía. Pero es muy fácil reprender la culpa ajena cuando se confiesa la propia. Mas esto es ya propio de un juez, no de un abogado. Y si ninguna excusa ocurre, sólo el arrepentimiento puede dar un buen aspecto a la causa. Porque el mismo que se ha movido a aborrecer aquello mismo en que había errado puede parecer que se ha enmendado bastante.

También he hecho ya presente, hablando de las chanzas, cuán fea cosa es burlarse de alguno por la falta de fortuna, y que tampoco se debe insultar a toda una clase de personas, a toda una nación y pueblo. Pero a veces la buena fe de la defensa obliga a decir algunas cosas del común de los hombres, como de los libertinos, o de los soldados, o de los asentistas, o de otros semejantes, en todo lo cual es universal remedio el hacer ver que no trata uno con gusto aquellas cosas que ofenden; ni dar contra todas las cosas, sino contra aquello que pretendemos vencer, y reprendiendo unas cosas recompensarlo con la alabanza de otras.

Si dijeres que los soldados son codiciosos, dirás que no es maravilla que se imaginen que se les deben mayores premios por los peligros a que se exponen de perder la vida; si dices son insolentes, añadirás que esto consiste en que se han acostumbrado más a las guerras que a la paz. Si hay que disminuir la autoridad del testimonio de los libertinos, se resarcirá esto con la alabanza de la industria por la cual salieron de esclavitud.

Por lo que pertenece a las naciones extranjeras, Cicerón habla con variedad. Habiendo de quitar el crédito a los testigos griegos344, les concede la instrucción y las ciencias, y confiesa ser apasionado de aquella nación. Desprecia a   —234→   los sardos; persigue a los piamonteses como a enemigos345; de las cuales cosas, cuando se decían, ninguna se tuvo por fuera del caso o ajena del intento.

Cuando el asunto es odioso se suele disminuir el odio usando de moderación en las palabras, como si del que es de recia condición se dice que es demasiado severo; del que no observa justicia, que es fácil en dejarse persuadir; del pertinaz, que es sobremanera constante en su dictamen, y si por la mayor parte se procura convencer en cierto modo con la razón a aquellos mismos contra quienes se habla, exponiendo con la mayor suavidad sus defectos.

Sobre todo la demasía es una cosa muy fea, y por tanto aun aquello que por la naturaleza del asunto es bastante del caso, pierde la gracia si de algún modo no se modera. Cuya observación más puede hacerse por cierto discernimiento que enseñarse por reglas cuánto será suficiente decir y cuánto admiten los oídos. Ésta es una cosa que no se mide a palmos; porque así como sucede en los manjares, unas cosas llenan más que otras.

También me parece que se debe añadir brevemente que de ordinario la elocuencia tiene muy diversas perfecciones, que no solamente tienen sus apasionados, sino que ellos mismos las alaban muchas veces. Pues Cicerón escribe en una parte346; que lo mejor es aquello que cuando se cree poderlo conseguir fácilmente por medio de la imitación, no se puede. Y en otra parte: que no pretendió él por este medio el decir de una manera que cualquiera confiase poder hacer otro tanto, sino de tal suerte que ninguno le pudiese imitar. Lo cual puede parecer contradicción. Pero uno y otro está dicho con verdad, y es justamente celebrado. Porque se funda la diferencia en la materia de que se trata y el   —235→   modo de tratarla; porque aquella sencillez y como descuido en el decir, que carece de afectación, es muy propia de las causas de poca consideración; a las de más entidad conviene mejor aquel modo de decir maravilloso. En uno y otro es excelente Cicerón: los ignorantes creen poder imitar lo primero; los que lo entienden ni uno ni otro pueden imitar.



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ArribaAbajoCapítulo II. De la memoria

I. Depende de la naturaleza y del arte. Cuánta sea su utilidad y su virtud.-II. Simónides fue el primer autor del arte de la memoria.-III. Cuál es su orden y método. Fabio no le aprueba.-IV. Da preceptos más sencillos. Aprender por partes poniendo algunas señales. Aprender por lo mismo que se ha escrito. Ejercitar la memoria aprendiendo o en silencio u oyendo a otros leer.-V. La división y la composición ayudan especialmente a la memoria. La mejor regla que hay para la memoria es el ejercicio de ella. En los más no es fiel la memoria de lo que se acaba de aprender. Si conviene aprender a la letra. De cuánto sirve la memoria.


I. Algunos son de opinión que la memoria es don de la naturaleza, y sin duda tiene muchísima parte en ella; pero se aumenta con el ejercicio como todas las demás cosas, y todo el trabajo de que ya hemos hablado es inútil si las demás prendas no subsisten en virtud de ésta que es como el alma de ellas. Porque toda la ciencia tiene su fundamento en la memoria, y en vano nos enseñarían si se nos olvidase todo lo que oímos, y esta misma potencia nos pone delante cierta como provisión de ejemplos, leyes, respuestas, dichos y hazañas de las que debe estar bien provisto y tener siempre a la mano un orador. Y no sin razón se llama ésta el tesoro de la elocuencia.

Pero los que tienen mucho que perorar, no solamente conviene que tengan una firme retentiva, sino que sean prontos en aprender, y no sólo volver a aprender leyendo lo que se ha escrito, sino seguir también en lo que se ha meditado el hilo de las cosas y orden de las palabras, y   —237→   acordarse de lo que por la parte contraria se hubiere dicho y refutarlo, no con el mismo orden con que se dijo, sino acomodándolo en los lugares oportunos. ¿Qué más? El perorar de repente me parece a mí que no depende de otra potencia del alma sino de ésta; porque mientras decimos unas cosas, es necesario tener presentes las que vamos a decir, y así buscando siempre el pensamiento de más lejos lo que está más adelante deposita en cierto modo en la memoria todo lo que entre tanto discurre, lo cual ella entrega a la elocución, recibiéndolo, por decirlo así, de mano en mano de la invención.

Mas no creo que debo detenerme en declarar en esta parte cuál es la causa de la memoria, sin embargo de que los más son de opinión que en nuestra alma se imprimen ciertas señales a la manera que en la cera se conservan los sellos de los anillos. Ni seré tan crédulo que me persuada que la memoria se hace más tarda o más firme como por hábito.

Por lo que pertenece al alma, es más digna de admiración su naturaleza y que de repente se nos ofrezcan y vuelvan a ocurrir las ideas antiguas después de haber pasado un dilatado espacio de tiempo, y esto no sólo cuando las procuramos hacer a la memoria, sino también a veces de suyo, y no sólo estando despiertos, sino aun más veces cuando estamos dormidos, y aun aquellos animales que vemos que carecen de entendimiento tienen su reminiscencia y conocen, y aun cuando hagan un largo viaje se vuelven a su mansión acostumbrada. ¿Qué más? ¿no es una cosa que causa admiración esta variedad de olvidársele a uno lo que hace poco que pasó y tener muy impresas en la memoria las cosas antiguas? ¿olvidarnos de lo que pasó el día de ayer y tener muy en la memoria lo que hicimos cuando niños? ¿Y qué diremos de que algunas cosas se nos ocultan cuando las queremos hacer a la memoria y las mismas nos ocurren después por un acaso, y no   —238→   permanece siempre la memoria, sino que alguna vez vuelve?

Sin embargo, ninguna noticia se tendría de la grandeza de su virtud y excelencia, si no la hubiera descubierto la elocuencia, a quien ella sirve de lumbrera. Porque no sólo pone delante el orden de las cosas, sino también el de las palabras, y no son pocas en número las que va enlazando, sino que dura casi infinitamente, y en las defensas muy largas falta primero la paciencia para oír que la seguridad de la memoria.

Lo cual es prueba de que hay alguna arte y que la naturaleza se sirve de la razón, siendo así que nosotros mismos instruidos podemos hacer aquello que sin instrucción y ejercicio no podemos. Sin embargo de que hallo en Platón que el uso de las letras sirve de impedimento a la memoria porque dejamos de conservar en cierto modo en ella aquello que ponemos por escrito, y por esta misma seguridad nos olvidamos de ello. Y no hay duda de que en esta parte sirve muchísimo la meditación, y tener, por decirlo así, los ojos del alma fijos en la contemplación de aquellas cosas que contempla. De donde sucede que conserva en el mismo pensamiento aquellas cosas que por muchos días escribimos para aprenderlas.

II. Dicen que el primer autor de la memoria fue Simónides, de quien vulgarmente se cuenta que habiendo escrito por el pactado precio a uno de los luchadores que había logrado la corona una canción como las que solían componer a los vencedores, no le quisieron dar parte del dinero porque haciendo una digresión como las que frecuentísimamente suelen hacer los poetas, se había pasado a las alabanzas de Cástor y Pólux, por cuya razón le mandaban que pidiese la otra parte del dinero a aquellos cuyos hechos había celebrado, y se lo pagaron, según se refiere, porque teniendo un grande convite en celebridad de la misma victoria y habiendo sido convidado a él Simónides   —239→   le llamaron afuera, dándole noticia de que dos jóvenes que iban a caballo deseaban en gran manera hablarle, salió afuera y no los encontró, pero el suceso hizo ver que le fueron agradecidos, pues apenas salió del umbral de la puerta se hundió toda aquella pieza de comer sobre los convidados, y de tal manera los aplanó, que buscando sus parientes los cuerpos de los muertos para darles sepultura, no sólo no pudieron por alguna señal conocer sus caras, pero ni aun los miembros. Entonces cuentan que Simónides, teniendo presente el orden con que cada uno se había puesto a la mesa entregó los cadáveres a los suyos.

Mas es grande la diferencia de opiniones que hay entre los autores sobre si esta canción se escribió a Glaucón Caristio, o a Leocrates, o a Agatarco, o a Escopas, y si la casa del convite estuvo en Farsalo, como parece dio a entender el mismo Simónides en cierto lugar y lo dejaron escrito Apolodoro, Eratóstenes, Euforión y Euripilo de Larisa, o en Cranón, como dice Apolas Calímaco, a quien siguió Cicerón extendiendo más esta voz. Se sabe de cierto que Escopas, noble de Tesalia, pereció en aquel convite; se añade que un hijo de su hermana; hay opinión de que la mayor parte eran descendientes de aquel Escopas que hubo mayor en edad. Aunque a mí me parece fabuloso todo lo que se cuenta de Cástor y Pólux, y absolutamente ninguna mención hace el mismo poeta en parte alguna de este suceso, que seguramente no callaría redundando en tanta gloria suya.

III. Por este suceso de Simónides parece se ha venido en conocimiento de que la memoria se sirve mucho de los senos que tiene señalados en el alma, y esto puede creerlo cada uno por lo que en sí experimenta. Porque cuando volvemos a algunos lugares después de algún tiempo, no solamente los reconocemos, sino que también nos acordamos de lo que en ellos hicimos, se nos representan las   —240→   personas y aun alguna vez nos vuelven a la memoria los ocultos pensamientos. Así que el arte ha tenido su principio de la experiencia, como la mayor parte de las cosas.

Para aprender de memoria algunos buscan lugares muy espaciosos, adornados de mucha variedad y tal vez una casa grande y dividida en muchas habitaciones retiradas. Se imprime cuidadosamente en el alma todo cuanto hay en ella digno de notarse para que el pensamiento pueda sin detención ni tardanza recorrer todas sus partes. Y ésta es la dificultad primera, que la memoria no se quede parada en el encuentro de las ideas. Porque más que firme debe ser la memoria que ayuda a otra memoria.

Además de esto distinguen con alguna señal lo que han escrito o lo que meditan para que les excite la memoria, lo cual puede ser o del total de la cosa, como de la navegación, de la milicia, o de alguna palabra347. Pues aun aquellos que son flacos de memoria se acuerdan con sólo apuntarles una palabra. Sea por ejemplo la señal de la navegación una áncora, de la milicia alguna de las armas.

Y así todo esto lo ordenan de este modo: el primer pensamiento o pasaje del discurso le destinan en cierto modo a la entrada de la casa, el segundo al portal de ella, después dan vuelta a los patios, y no sólo ponen señales a todos los aposentos por su orden o salas llenas de sillas, sino también a los estrados y cosas semejantes.

Hecho esto, cuando se ha de refrescar la memoria comienzan a recorrer desde el principio todos estos lugares y se toman cuenta de lo que a cada uno fiaron y con la idea de ellos se excitan la memoria, para que por muchas que sean las cosas de que es preciso acordarse vayan encadenándose de una en una, a fin de que los que juntan   —241→   las que se siguen con las primeras no se equivoquen con sólo el trabajo de aprenderlas.

Esto que he dicho de una casa puede hacerse también en las obras públicas, en un viaje largo, como en la circunferencia de las ciudades y en las pinturas. También puede uno fingirse estas ideas.

Es necesario, pues, echar mano de lugares que o se fingen o se toman de pinturas o de simulacros, los cuales también se han de fingir. Imágenes conocidas son aquéllas con las cuales venimos en conocimiento de las cosas que vamos a aprender, como cuando dice Cicerón: Valgámonos de los lugares como de tablas enceradas y de las imágenes como de letras. (De oratore, II, número 354). También será muy del caso añadir a la letra aquello otro: Debe hacerse uso de muchos lugares ilustres, fáciles, de cortos intervalos, de imágenes que sean activas y de viveza, distinguidas, que puedan ocurrir pronto y herir el alma. (De oratore, II, número 358). Por lo que me maravillo más cómo Metrodoro inventó trescientos y sesenta lugares en los doce signos por donde pasa el sol. Vanidad fue por cierto y jactancia hacer alarde de su memoria, que tenía más de artificiosa que de natural.

Yo a la verdad no niego que esto sirve para algunas cosas como si se ha de dar cuenta de muchos nombres que se han oído por su orden. Porque conservan las ideas de aquellas cosas por los lugares en que las aprendieron: la mesa, para decirlo así, en la portada; el almohadón de estrado en el atrio y así las demás cosas, y después volviendo a recorrerlas las hallan en donde las dejaron. Y de este arbitrio tal vez se valieron aquéllos348 que después de   —242→   concluida una almoneda dieron exacta cuenta de todo lo que habían vendido a cada uno, sirviendo de testimonio las escrituras de los banqueros. Lo cual dicen que hizo Hortensio349.

De menos servirá esto mismo para aprender lo que se contiene en una oración o discurso seguido350. Porque los conceptos no tienen la misma imagen que las cosas, debiéndose fingir algunas de ellas, sin embargo de que unas y otras excitan la memoria. Pero ¿cómo se comprenderá por este mismo medio el contexto de las palabras de algún razonamiento que se ha tenido? Dejo aparte que algunas cosas con ninguna figura se pueden significar, como son ciertas junturas del discurso. Porque a la verdad propongámonos determinadas figuras de todas las cosas como hacen los que escriben por signos, y determinemos lugares infinitos por los cuales se expliquen todas las palabras que se contienen en los cinco libros de la segunda defensa contra Verres, de manera que nos acordemos aun de todo aquello que en cada uno de los lugares hubiéremos   —243→   en cierto modo depositado, ¿por ventura no es preciso que se corte el hilo de las cosas que dice con el doble cuidado de la memoria? Porque, ¿de qué manera podrán ir ocurriendo estas cosas con unión si para cada una de las palabras es necesario atender a cada una de las figuras? Por cuya razón Carnéades y Escepsio Metrodoro (de quien poco ha he hablado) y de quienes Cicerón dice que usaron este ejercicio, allá se las hayan con su modo de pensar; nosotros procuremos dar reglas más sencillas.

IV. Si se ofreciere haber de aprender de memoria una oración larga, será útil aprenderla por partes, porque se fatiga la memoria con la mucha carga, y estas partes no han de ser extremadamente cortas. Porque de otra manera serán excesivamente muchas y la dividirán y separarán. Y ciertamente yo no establezco otra regla que seguir los puntos en que se divide el discurso, a no ser que sean tan largos que sea preciso dividirlos. Se deben señalar ciertos términos para que la frecuente meditación haga seguido el contexto de las palabras, que es el más dificultoso, y después el orden repetido junte las mismas partes.

No deja de ser del caso poner algunas señales, para que más fácilmente se queden en la memoria las cosas, cuyo recuerdo refresque y en cierto modo excite la memoria. Porque casi ninguno hay tan infeliz que ignore la señal que en cada lugar ha dejado, y si fuere tardo en aprender aun de esta manera, use también aun del mismo arbitrio para que las señales mismas le exciten la memoria.

De aquí es que no es cosa inútil de aquella arte poner algunos signos para hacer a la memoria aquellos pensamientos que se han olvidado, como el signo de áncora (como arriba añadí) si se hubiese de hablar de la nave, o el de la lanza si de la guerra. Porque los signos sirven de mucho, y de una memoria se sigue otra, así como el ponerse uno un anillo o atársele nos hace recordar del motivo por que hemos hecho aquello.

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Todavía sirven para afirmar más la memoria aquellas cosas que por una cosa semejante la hacen recordar de aquello que se necesita tener presente, como sucede en los nombres, que si tal vez es necesario tener en la memoria el de Fabio, recurramos a aquel Fabio el Detenido, que no se puede olvidar, o algún amigo que tenga el mismo nombre. Lo cual es más fácil en los Apros, en los Ursos y Nasones o Crispo, teniendo en la memoria de donde tienen su etimología estos nombres para que se queden más impresos en la memoria351. También el origen de los derivados es alguna vez causa de que se conserven más los nombres en la memoria, como en Cicerón, Verres y Aurelio, si es preciso introducirlos352.

A todos aprovechará mucho aprender de memoria por lo mismo que se ha escrito. Porque el que dice asemejándose a uno que va leyendo, sigue a la memoria por ciertas huellas y en cierto modo va viendo con los ojos del alma, no solamente las páginas, sino casi los mismos renglones. Además de esto, si hubiere en lo escrito algún borrón, alguna dicción o mutación de alguna cosa, son ciertas señales que reflexionándolas no podemos errar.

Hay un método que al paso que no es desemejante a aquél de que primeramente hemos tratado353, es más fácil y de más fundamento (si es que la experiencia me ha enseñado alguna cosa), que se reduce a aprender en   —245→   voz baja. Pues lo que en otro tiempo era lo mejor, ahora también lo es si otros pensamientos no ocuparan a cada paso el alma que se halla en cierto modo ociosa, por los cuales es necesario llamar su atención con la voz, para que la memoria tenga a un mismo tiempo dos estímulos, el de la lengua y el del oído. Pero esta voz ha de ser moderada y más propiamente murmullo. Mas el que aprende leyéndole otro se detiene en parte, porque es más perspicaz el sentido de la vista que el del oído; en parte puede servirle de mucho, porque después de haber oído una o dos veces, puede inmediatamente hacer la prueba de su memoria y competir con el que lee. Porque una de las cosas que debemos procurar además de lo dicho, es el hacer después experiencia de nosotros mismos; porque en la lección seguida, igualmente pasa lo que más impreso se queda que lo que menos. En la experiencia que se hace de si se acuerda uno o no, no solamente se pone más atención, sino que no se pasa instante alguno de tiempo inútilmente, en cuya ocasión suelen también refrescarse las ideas que sabemos, de tal manera se vuelven a aprender solas las que se olvidaron que con la frecuente repetición quedan más firmes, sin embargo de que por la misma razón de que se olvidaron suelen quedarse luego más impresas. Es cosa sabida que para aprender y escribir contribuye muchísimo una robusta salud, buena digestión de la comida y un ánimo libre de pensamientos que distraigan.

V. Pero a excepción del ejercicio, que es lo mejor de todo, casi sola la división y la composición contribuyen mucho para aprender lo que hemos escrito y retener en la memoria lo que pensamos.

Porque el que hiciere una buena división, nunca podrá errar en el orden de las cosas. Pues no sólo en ordenar las cuestiones sino que también en el ejercicio de ellas es una cosa que no se puede errar, si con un buen orden decimos   —246→   primera, segunda, tercera, etc., y si tienen entre sí unión todas las cosas de manera que ninguna cosa pueda añadirse o quitarse sin que claramente se conozca. Escévola en el juego de las damas, habiendo él primero movido la pieza y perdido el juego, recorriendo en la memoria todo el orden con que había jugado mientras iba a la aldea, acordándose de la jugada que había errado, volvió a aquél con quien había jugado y declaró que así había sucedido. Si tanto puede un orden alternativo, ¿servirá menos el orden de la oración y más cuando depende de nuestro arbitrio?

Las cosas que están bien ordenadas servirán también de guía a la memoria con su orden. Porque así como aprendemos con más facilidad los versos que la prosa, así también aprendemos mejor la prosa que tiene unión que la que no la tiene. De este modo sucede que se dicen de memoria aun aquellas cosas que por el pronto parecía que no tenían unión repitiéndolas palabra por palabra. Lo cual podía hacer aun mi mediana memoria si alguna vez me precisaba a repetir parte de una declamación la concurrencia de algunos sujetos que se merecían este obsequio. Y en esta parte no ha lugar la mentira, por cuanto se hallan vivos aún los que asistieran.

Mas si alguno pretende que yo le dé la única y la más principal regla que hay para aprender de memoria, sepa que ésta es el ejercicio y el trabajo; aprender mucho de memoria, meditar mucho, y si todos los días se puede hacer esto, es el medio más poderoso. Ninguna cosa hay que en tanto grado se aumente con el cuidado y se disminuya con el descuido. Por cuya razón los muchachos, como lo tengo ya ordenado, aprendan inmediatamente de memoria las más cosas que les sean posibles, y cualquier edad que se dedicare a aumentar la memoria con el estudio, procure desde el principio quitarse aquel hastío que causa el revolver muchas veces lo que se ha escrito y   —247→   leído y aquel volver en cierto modo a masticar lo mismo que se ha comido.

Lo cual puede hacerse más llevadero si comenzáremos primero a aprender pocas cosas y las que no nos den fastidio, además de esto añadir todos los días un solo verso, cuya añadidura no se deje conocer por el aumento del trabajo, y que en suma vaya llegando hasta lo sumo; primero lo de los poetas, después lo de los oradores y últimamente lo que sea menos numeroso y tenga menos semejanza con el lenguaje común, cuales son los discursos de los jurisconsultos. Porque las cosas que sirven para el ejercicio deben ser más dificultosas, para que aquello mismo en que se tiene el ejercicio sea más fácil, a la manera que los atletas acostumbran sus manos al peso del plomo, siendo así que en la lucha tienen que hacer uso de ellas teniéndolas desocupadas y vacías.

Tampoco omitiré que por la experiencia de cada día se sabe que los ingenios que son algo tardos no tienen muy firme la memoria en lo que poco antes han aprendido. Cosa es que causa admiración al decirlo, y no ocurre de pronto la razón de la gran firmeza que causa en la memoria una noche que pase de por medio; y es que, o cesa aquel trabajo cuya fatiga misma servía de impedimento a la memoria, o llega a sazón y se digiere, o el recuerdo es la parte más firme de ella, puesto que al día siguiente se dicen en seguida aquellas cosas de que inmediatamente no se podía dar razón, y aquel mismo tiempo que suele ser la causa de que una cosa se olvide afirma la memoria. Sucede también que la memoria que es muy veloz para aprender, casi inmediatamente se desvanece, y como si nada debiese conservar para lo sucesivo, después de haber desempeñado la obligación que de presente tenía, se va como despedida. No es maravilla que se queden más impresas en el alma aquellas cosas que tardaron más tiempo en imprimirse.

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De esta diversidad de ingenios ha nacido la duda de si los que se preparan para perorar han de aprender a la letra o si sólo se han de contentar con aprender la fuerza del sentido y orden de las cosas; acerca de lo cual no puede decirse con seguridad generalmente hablando.

Porque si la memoria coadyuva y el tiempo lo permite, sería bueno no dejarse ni una sílaba; porque de otra manera el escribir será una cosa superflua. Y esto es lo que con especialidad debemos procurar desde niños, y la memoria se debe habituar con el ejercicio a esta costumbre para que no aprendamos a condescender con nosotros mismos. Y por esta razón es una cosa reprensible el tener apuntadores o mirar al papel, porque esto da libertad para tener en esta parte descuido, y ninguno se persuade que no sabe bien de memoria una cosa cuando no teme que se le olvide. De aquí proviene el interrumpir el ímpetu de la acción y un modo de decir repugnante y áspero y un tono de voz semejante al de uno que aprende; perdiendo toda la gracia de lo escrito, aun cuando sea bueno, sólo porque se da a entender que se lleva escrito. Mas la memoria hace adquirir también la fama de ingenio pronto, de manera que parece que aquellas cosas que decimos no las hemos llevado de nuestras casas, sino que nos han ocurrido allí de pronto, lo cual contribuye muchísimo al buen concepto del orador y estado de la misma causa. Porque el juez admira más y teme menos lo que juzga que no se ha premeditado contra él. Y así lo que sobre todo se ha de procurar tener presente en las defensas, es el decir como cosa no estudiada aun aquello que hemos ordenado con esmero, y que parezca alguna vez que como meditando y dudando andamos haciendo a la memoria lo que llevamos discurrido. Así que a ninguno se le oculta cuál es lo mejor.

Pero si la memoria fuere naturalmente poco firme o no sufragare el tiempo, será también una cosa inútil atarse a   —249→   todas las palabras, puesto que el olvido de sola una de ellas cualquiera que sea, será causa o de andar titubeando vergonzosamente o también de no poder hablar más palabra. Y es mucho más seguro dejarse uno a sí mismo libertad en las palabras después de haber aprendido bien las mismas cosas. Pues cada uno se olvida, mal de su grado, de aquella palabra que había elegido y con dificultad sustituye otra mientras discurre aquella que había escrito. Pero ni aun esto sirve de remedio a una memoria débil, sino en aquéllos que han adquirido alguna facilidad en decir de repente. Y si alguno careciere de lo uno y de lo otro, a éste le aconsejaré que se deje enteramente del trabajo de las defensas judiciales, y si tiene alguna literatura se dedique más bien a escribir. Pero serán muy raros a quienes suceda esta infelicidad.

Mas de cuánto sirva la memoria con la naturaleza y el estudio es buen testigo Temístocles, el cual se sabe que en el espacio de un solo año habló perfectamente la lengua pérsica; o Mitrídates, de quien se cuenta que aprendió veintidós lenguas cuantas eran las naciones sujetas a su dominio; o aquel rico Creso354 que siendo gobernador de la Asia, de tal manera aprendió los cinco diferentes dialectos de la lengua griega, que en cualquiera de ellos en que le pedían justicia se la hacía, respondiéndoles en el lenguaje mismo; o Ciro, de quien se cree que sabía de memoria los nombres de todos sus soldados. Mas de Teodectes se dice que repetía inmediatamente de memoria los versos que una vez oía por muchos que fuesen. También decían que aun ahora había quienes hiciesen otro tanto, pero nunca me ha sucedido presenciar yo por mí mismo un lance de estos; sin embargo, se debe dar algún crédito, aunque no sea más de porque el que lo creyere tenga algunas esperanzas de conseguir en algún tiempo igual memoria.



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ArribaAbajoCapítulo III. De la pronunciación

I. Cuánta sea la fuerza de la pronunciación. Necesita los auxilios de la naturaleza y del cuidado. Se divide en voz y ademán.-II. En la voz se atiende a la naturaleza y al uso. Cuánto debe cuidar el orador de la voz. Cuál es el mejor modo de ejercitar la voz.-III. La voz debe ser como la oración. 1.º Bien entonada. 2.º Clara. 3.º Expedita, y en este lugar trata de muchos defectos de la pronunciación, entre los cuales pone la monotonía y el canto. 4.º Acomodada a aquellos asuntos de que se trata.-IV. Del ademán. Cuánta es la fuerza de éste. De cada una de las partes del cuerpo que pertenecen a la pronunciación. Del traje y vestido del orador.-V. La pronunciación debe acomodarse, tanto en el ademán como en la voz, a los asuntos y a las personas. Y así se deben tener presentes cuatro cosas. 1.º El género de causa. 2.º Las partes de la oración. Y en este lugar enseña qué debe tener presente el orador al levantarse antes de decir. Qué en el exordio. Qué en la narración. Qué en la confirmación. Qué en el epílogo. 3.º Las sentencias. 4.º Y las palabras mismas.-VI. En el perorar a unos les está bien una cosa y a otros otra. El modo que todos deben observar.

I. La mayor parte de los autores llama a la pronunciación acción. Pero parece que el primer nombre le toma de la voz y el segundo del ademán355. Porque Cicerón llama en una parte a la acción como razonamiento, y en otras la llama una cierta elocuencia del cuerpo. Él mismo la divide en dos partes356, en voz y movimiento, que son las   —251→   mismas de la pronunciación. Por lo cual se pueden llamar indiferentemente de una manera o de otra.

Mas la pronunciación tiene en los oradores una admirable fuerza y poder. Porque no es de tanta importancia aquello que compusimos allá a solas, como el modo con que ha de producirse; pues cada uno se mueve según lo que oye. Por lo que la prueba que acaba de proponer el orador no es tan firme que no pierda sus fuerzas si no le da vigor el que la dice. Preciso es que todos los afectos se entibien si no se procuran acalorar con la voz, con el semblante y con el ademán de casi todo el cuerpo. Pues aun después de haber hecho todo esto, no será poca nuestra dicha si el juez llegare a concebir todo aquel nuestro fuego; conque ¿cuánto menos le moveremos no poniendo de nuestra parte medio alguno, y no cuidándonos de ello, y si el mismo juez se resfría con nuestra negligencia?

Aun los representantes nos pueden servir de ejemplo en esta parte; los cuales dan tanta gracia a los mejores poetas, que aquellas mismas expresiones oídas de su boca nos agradan infinitamente más que cuando las leemos, y concilian la atención aun a la gente más despreciable; de manera que obras que jamás tienen lugar en las bibliotecas lo tienen frecuentemente en los teatros. Pues si en unas cosas que sabemos son fingidas y que tanto duran cuanto suenan tiene tan gran poder la pronunciación que excita la ira, saca lágrimas y pone en cuidado, ¿cuánto mayor poder es preciso que tenga en aquellas cosas que tenemos por verdaderas?

A la verdad, no tengo reparo en afirmar que un discurso aun mediano, pero recomendable por toda la fuerza de la acción, hará más impresión que otro muy excelente que careciere de ella. Por cuya razón preguntado Demóstenes qué cosa era la más principal en toda la oratoria, dio la preferencia a la pronunciación, y a la misma dio el segundo y tercer lugar hasta que dejaron de preguntarle; de   —252→   manera que se puede creer que tuvo a la pronunciación, no por la cosa más principal de la elocuencia, sino por la única, y por lo tanto, él mismo hizo tanto estudio en imitar la pronunciación de Andrónico el farsante, que admirándose de su oración los de Rodas parece que con razón les dijo Esquines: ¿Pues qué hubiera sucedido si le hubierais oído a él mismo? Y Marco Cicerón es de opinión que la acción es la que prepondera en el decir. Con ésta dice él que Gneo Léntulo se hizo más famoso que con la elocuencia. Que Gayo Graco movió las lágrimas de todo el pueblo romano con llorar la muerte de su hermano; que Antonio y Craso pudieron mucho por la acción, y muchísimo más Hortensio, de lo cual tenemos la prueba de que sus escritos no corresponden a su fama; pues por mucho tiempo fue tenido por príncipe de los oradores, y alguna vez por émulo de Cicerón; y últimamente, mientras vivió, por el único después de él, para que se vea claramente que cuando él decía causaba cierto deleite que no encontramos en sus escritos cuando los leemos. Y verdaderamente, teniendo las palabras mucha fuerza por sí mismas y añadiendo la voz el alma que se les debe a las cosas, y teniendo también su cierto lenguaje el ademán y el movimiento, es preciso que concurriendo todas estas cosas, resulte sin duda alguna cosa perfecta.

No faltan, sin embargo, algunos que tienen por más expresiva y la más propia de los hombres aquella acción grosera, y cual es la que produce el ímpetu del ánimo de cada uno; pero casi ningún otro es de este parecer, sino aquéllos que suelen desaprobar como afectación el esmero, el arte y la hermosura en el decir, y todo lo que se adquiere con el estudio, o los que se precian de imitar la antigüedad con lo grosero de sus expresiones, y aun con el sonido mismo de ellas, como dice Cicerón que lo hizo Cota. Pero allá se las avengan con su modo de pensar los que se imaginan que a los hombres les basta nacer   —253→   oradores para serlo, y no lleven a mal el trabajo de los que estamos en la creencia de que ninguna cosa puede llegar a su perfección sino cuando la naturaleza tiene el auxilio del arte.

En lo que convengo sin resistencia, es en que la parte principal es la naturaleza. Porque no hay duda en que no podrá hablar bien en público aquél que no pudiere conservar en la memoria lo que ha escrito, o no tuviere facilidad y expedición para decir de repente lo que ocurriere, o el que tuviere en la pronunciación defectos incorregibles que se lo impidan. También puede ser tanta la deformidad del cuerpo, que con ningún arbitrio se pueda corregir. Pero ni aun la voz, como no sea liberal, no puede hacer la acción excelente. Porque siendo buena y robusta podemos hacer de ella el uso que queramos; siendo mala o débil, no sólo sirve de estorbo para muchas cosas, como para levantarla y hacer exclamaciones, sino que obliga a algunas cosas, como son a hablar sumisamente, a mudar de tono y dar aliento a las fauces roncas y al pulmón fatigado con el desentonado canto. Mas nosotros hablamos ahora de aquél a quien no en vano se dan estos preceptos357.

Mas dividiéndose toda la acción, como ya he dicho, en dos partes, que son la voz y el ademán, de las cuales la una hace impresión en los ojos y la otra en los oídos, por cuyos sentidos penetra todo afecto hasta el alma, lo primero es tratar de la voz, a quien también se acomoda el ademán.

II. En ésta lo primero que hay que observar es qué tal es, y lo segundo de qué manera se ha de usar de ella.

La naturaleza de la voz se considera por su cuantidad y   —254→   por su cualidad. La cuantidad es más sencilla. Porque se reduce a ser grande o pequeña; pero entre estos extremos hay especies de voces medias; y de la más baja a la más alta, y al revés, hay muchos grados. La cualidad es más varia. Porque hay voz clara y obscura, llena y tenue, suave y áspera, sostenida y derramada, dura y flexible, sonora y confusa. También el aliento es más grande o más pequeño. Y no es necesario a nuestro intento averiguar las causas de cada una de estas cosas, o si la diferencia de ellas consiste en aquellas partes en que el aire se recibe, o en aquéllas por donde como por un órgano pasa, o si en la propia naturaleza, o según es su movimiento, si ayuda más la robustez del pulmón o la del pecho, o si también la de la cabeza. Porque todas estas circunstancias se requieren; así como no basta la dulzura de las fauces, sino también la estructura de las narices, por donde sale el resto de la voz. Sin embargo, el tono debe ser dulce, no malsonante.

Muchas son las maneras que hay de manejar la voz. Porque además de aquella diferencia que se divide en tres especies, aguda, grave y bemolada, unas veces es preciso usar de puntos agudos, otras de graves, unas de altos y otras de bajos, y otras también de compases más pesados y otras de más ligeros; pero aun en estos mismos hay muchos intermedios; y así como los rostros, sin embargo de que se componen de poquísimas partes, se diferencian unos de otros infinitamente, así también la voz, aunque contiene pocas especies que se pueden nombrar, es en cada una distinta, y esta distinción no se percibe menos con el oído que aquélla de las caras con los ojos.

Mas las buenas cualidades de la voz, así como las de todas las cosas, se aumentan con el cuidado y se disminuyen con el descuido. Pero no les está bien a los oradores el poner en la voz el mismo esmero que los maestros de música; sin embargo, hay muchas cosas en que unos y otros   —255→   convienen, como la robustez del cuerpo, para que nuestra voz no se adelgace como la de los capones, mujeres y enfermos, para lo cual sirve de mucho el paseo, el uso del baño, la continencia y la fácil digestión de la comida; esto es, la frugalidad. Además de esto, que las fauces se conserven en todo su vigor; esto es, en suavidad y buena disposición, por cuyo defecto se quebranta, obscurece, exaspera y casca la voz. Porque así como las flautas, después de recibido el mismo aire, dan distinto sonido las que tienen tapados los agujeros de las que los tienen abiertos y las que no están bastante limpias distinto de las que están rotas, así también las fauces hinchadas oprimen la voz, las gruesas la obscurecen, las descarnadas la exasperan y las desiguales son semejantes a los órganos que tienen rotas las flautas.

También se divide el aliento cuando se pone de por medio alguna cosa, como por entre las piedrecillas las pequeñas venas de agua, cuya corriente, aunque después de haber pasado por ellas se vuelve a unir algún tanto, sin embargo deja algún hueco después del tropiezo que había encontrado. La demasiada humedad de fauces, así como también sirve de impedimento para la voz, así también la falta de ella la disminuye. Porque se cansa el cuerpo, no sólo por el pronto, sino también para lo sucesivo.

Pero al paso que a los músicos y oradores les es igualmente necesario el ejercicio, con el cual todas las cosas se conservan en su vigor, sus ocupaciones no son de una misma especie. Porque ni se le puede señalar determinado tiempo para explayarse a un hombre ocupado en tantos negocios civiles, ni preparar la voz desde los puntos más bajos a los más altos, ni siempre se puede apartar de la disputa teniendo muchas veces que hablar en los tribunales. Ni aun en las comidas puede observarse una misma regla y hora. Y no tanto se necesita una voz suave y delicada, como fuerte y duradera, siendo así que todos aquellos   —256→   suavizan aun los más altos tonos con el canto, y nosotros tenemos que decir las más de las cosas con aspereza y apresuración, velar por la noche y tragar el tufo del velón, y perseverar con la ropa llena de sudor. Por lo cual, no hagamos delicada nuestra voz con el demasiado regalo, ni la habituemos a una costumbre tal que no sea duradera; antes bien, ejercitémosla según sea necesario, sin permitir que pierda su vigor por el poco uso, sino antes bien se afirme con el ejercicio, con el que se vencen todas las dificultades.

Lo mejor será aprender aquello en que uno ha de ejercitarse (porque al que dice de repente le sirve de impedimento el cuidado de la voz para el efecto que se concibe de las mismas cosas), y se han de aprender cosas muy diversas y para las cuales se requiera un tono de voz alto, de disputa o familiar, y con inflexiones, para que a un mismo tiempo nos ensayemos para todo. Esto es lo que se requiere; porque de otra manera, una voz delicada y de mucho esmero rehusaría un trabajo a que no se hubiese acostumbrado, así como los cuerpos de los atletas hechos a la palestra y a untarse con aceite, aunque en sus luchas sean fuertes y robustos, si se les manda hacer un viaje como los soldados, llevar las armas y estar toda la noche de centinela, se desanimarán y echarán menos a los que los untaban y el sudar desnudos. Mas ¿quién sufrirá que en esta obra se den preceptos para evitar los calores del sol y los aires y también las nieblas y la sequedad? De este modo, si se hubiere de perorar al sol358 o en un día de viento, de humedad o de calor, dejaríamos la defensa de nuestros clientes. Por lo demás, soy de parecer que ninguno que esté en su juicio hablará en público estando con   —257→   alguna indigestión, o bien comido, o bebido, o a poco de haber vomitado, que son las cosas que, según el consejo de algunos, se deben evitar.

La regla que todos dan, y no sin fundamento, es cuidar mucho de la voz, sobre todo en aquel tiempo en que se pasa de la niñez a la juventud, porque naturalmente encuentra impedimento, no por el calor, según mi juicio, como algunos han pensado (porque éste es mayor en otras edades), sino más bien por la humedad; porque ésta es la que domina en aquella edad. Y así las narices y el pecho se ensanchan, y todos los miembros brotan en cierto modo, tienen más ternura y están más expuestos a alteración.

Pero volviendo a mi propósito, la clase de ejercicio que me parece mejor para la voz ya hecha y firme, es aquella que tiene más semejanza con nuestra profesión, que es el decir diariamente como cuando hablamos en el foro. Porque de esta manera no solamente se afirman la voz y el pulmón, sino que también se forma el ademán y el movimiento del cuerpo conveniente y acomodado a la oración.

III. La pronunciación debe tener las mismas cualidades que se requieren para la oración. Porque así como ésta debe ser perfecta, clara, elegante y conveniente, del mismo modo aquélla también.

1.º Será correcta, esto es, no será defectuosa, si la lengua fuere suelta, expedita, suave y agraciada; esto es, si no tuviere un sonido grosero o de alguna manera extraño. Porque no sin razón se dice: bárbaro o griego; pues distinguimos a los hombres por el eco de la voz, como los metales por el sonido. De esta manera se verificará lo que Ennio aprueba, cuando dice que Cetego tuvo una pronunciación muy melosa, y no sucederá lo que Cicerón reprende en aquéllos que dice que no declaman, sino que ladran. Porque hay muchos defectos, de los cuales ya hablé cuando   —258→   en una parte del libro primero di las reglas de la pronunciación para los niños, juzgando más conveniente hacer mención de ella en una edad en que se pueden corregir.

Y así la voz ante todo ha de ser sana, por decirlo así; esto es, no ha de tener imperfección alguna de aquéllas de que poco ha he hablado; en segundo lugar, no ha de ser sorda, bronca, atroz, dura, áspera, hueca, muy gruesa o delgada, débil, ingrata, tenue, delicada y afeminada, ni la respiración ha de ser corta o poco durable, ni dificultosa para alentar.

2.º Será clara la pronunciación, lo primero si se articularen bien todas las palabras, de las cuales parte suelen tragarse algunos y otros parte de ellas no las pronuncian, y los más no pronuncian las últimas sílabas, por cuidar del sonido de las primeras. Mas al paso que es necesaria la clara articulación de las palabras, así también es una cosa molesta y odiosa el ir deletreando, y como contando todas las letras. Pues las vocales frecuentísimamente tienen elisión, y algunas consonantes, siguiéndoseles una vocal, pierden su sonido. De lo uno y de lo otro hemos puesto ejemplo: Multum ille, et terris. También se evita la concurrencia de consonantes difíciles de pronunciar, como pellexit y collegit y las que en otro lugar quedan ya dichas. Y por tanto, es alabada en Catulo la dulzura de la pronunciación de las palabras.

Lo segundo es que se distingan bien todas las partes de la oración; esto es, que el que dice comience y remate en donde conviene. También se debe saber en qué parte se ha de sostener y como suspender el sentido de la oración359 y en qué parte se ha de rematar. Por ejemplo, en   —259→   estos versos de Virgilio: Arma, virumque cano Troiæ, qui primus ab oris Italiam fato profugus, Lavinaque venit litora360, etcétera, hay suspensión en arma, porque la palabra virum pertenece a las que se siguen; de manera que el sentido es: virum Troiæ, qui primus ab oris. Y en éstas hay otra suspensión; porque aunque una cosa es de dónde vino y otra adónde fue, sin embargo, no se debe hacer mayor pausa, porque lo uno y lo otro se expresa con el mismo verbo venit. En tercer lugar se hace en la palabra Italiam, porque la oración interpuesta fato profugus hace dividir la oración seguida que resultaba de decir inmediatamente Lavinaque venit; y por la misma razón hay cuarta suspensión en fato profugus, y después en Lavinaque venit littora, en donde ya se hará pausa, porque desde allí comienza otro sentido. Pero aun en las mismas pausas unas veces se ha de gastar más corto espacio de tiempo y otras más largo. Porque hay mucha diferencia entre concluir la oración o el sentido. Y así después de aquella suspensión que se hace en la palabra littora, se sigue inmediatamente con el principio de otro aliento. Y cuando se llegare a atque altœe mœnia Romœ, se bajará la voz y se hará pausa, y se comenzará de nuevo lo que se sigue.

Alguna vez hay algunas pausas sin respirar en los períodos, como en aquél: Mas en una junta del pueblo romano, manejando un negocio público, el coronel de la caballería, etcétera, en que son muchos los miembros. Porque los pensamientos son distintos unos de otros; y como el rodeo periódico es uno sólo, debe ser ligera la detención que se hace en estas pausas, y no se ha de cortar el hilo de la oración. Y, por el contrario, a veces es necesario tomar aliento sin que se conozca que se hace pausa, en cuyo caso se ha de tomar como a hurtadillas; porque si se toma sin destreza causará no menos obscuridad que la defectuosa división. Mas la gracia de saber hacer las divisiones se tendrá tal vez por cosa de poca consideración, siendo así que   —260→   sin ella ninguna otra puede haber para decir en público.

3.º Es adornada la pronunciación cuando la acompaña una voz expedita, llena, suave, flexible, sana, dulce, durable, clara, limpia, penetrante y que dura en los oídos. Porque hay una especie de voz acomodada al oído, no por su corpulencia, sino por su propiedad, y que para esto se deja manejar como se quiere, y contiene en sí todos los tonos y voces que se pueden desear, y está templada (como dicen) como un órgano completo; el que tuviere firmeza en el pulmón, un aliento durable y de aguante, no se rendirá al trabajo fácilmente. En los discursos no conviene un tono de voz muy grave como en la música, ni muy agudo. Porque el uno, muy obscuro y demasiado lleno, ninguna impresión puede hacer en los ánimos, y el otro, delicado y de una claridad excesiva, no sólo es fuera de lo natural, sino que ni puede recibir las diferentes inflexiones de la voz en la pronunciación, ni sostener por mucho rato el mismo tono de voz. Porque la voz, así como las cuerdas de un instrumento, cuanto más floja, tanto más grave es y más llena, y cuanto más fuerte, tanto es más delgada y aguda. De aquí es que la grave o baja no tiene fuerza, y la muy alta está muy expuesta a quebrarse. Así es que es necesario usar de tonos medios; y éstos se han de levantar cuando es preciso dar todo el lleno a la voz, o se han de moderar cuando hay que bajarla.

Lo primero que se debe tener presente para la buena pronunciación es la igualdad en el tono de la voz; que la oración no vaya dando saltos con pausas y tonos desiguales, confundiendo las sílabas largas con las breves, los tonos graves con los agudos y los altos con los bajos, y cuidando de que la oración no claudique por la desigualdad de todas estas cosas, como tampoco por la de los pies. Lo segundo es la variedad, en la cual consiste el todo de la pronunciación. Y ninguno piense que la igualdad y la variedad se oponen entre sí; siendo contrario el vicio de la   —261→   desigualdad a aquella virtud, y a ésta el que los griegos llaman monœdeis, que es como una sola vista.

Mas el arte de variar no sólo da gracia y llama la atención, sino que también da aliento al que está diciendo con la misma mudanza de trabajo, así como el estar de pie, andar, sentarse y echarse tiene sus alternativas, y no podemos aguantar por mucho tiempo una misma postura. Pero lo más esencial de todo (aunque esto lo trataremos poco después) es que la voz debe conformarse en todo con las cosas que decimos y con la disposición de los ánimos para no apartarse un punto del objeto de la oración.

Así que debemos evitar lo que los griegos llaman monotonía, que es un solo tono y sonido de la voz, no sólo para no decirlo todo a gritos, lo cual es una locura, o como en una conversación, lo cual carece de afecto, o en un bajo murmullo, con el cual se debilita también toda la viveza de la pronunciación, sino para que en unas mismas partes y en unos mismos afectos haya algunas inflexiones de voz no tan grandes, según que o la dignidad de las palabras, o la naturaleza de los conceptos, o el remate o principio de los períodos, o el pasar de una cosa a otra lo pidieren, así como los pintores, después que han hecho uso de cada uno de los colores, dan más realce a unas partes de la pintura que a otras, porque de otra manera no hubieran distinguido los miembros con líneas.

Propongámonos, pues, aquel exordio de Cicerón en la muy excelente oración que dijo en defensa de Milón, ¿por ventura casi en cada una de las divisiones del período no es preciso mudar el tono, dándole en cierto modo diverso semblante? Aunque me recelo ¡oh jueces! no sea una cosa vergonzosa el temer uno que empieza a perorar saliendo a la defensa de un hombre el más esforzado. Aunque está contraído a todo el intento y es modesto, porque es exordio, y exordio de uno que empieza a hablar sobresaltado, sin embargo, preciso es que tuviese algo más de lleno y de impulso   —262→   la voz mientras decía de un hombre el más esforzado, que cuando dijo Aunque me recelo y sea una cosa vergonzosa y temer. Ya el segundo aliento es preciso que se aumente, y esto por un natural impulso, cuanto es menos el temor con que decimos lo que se sigue, y cuanto más se muestra la grandeza de corazón de Milón: y de ningún modo convenga, siendo mayor la perturbación que el mismo Tito Anio experimenta por el bien de la república que por el suyo. Lo que después se sigue es como una reprensión de sí mismo: que yo no traiga igual grandeza de ánimo a la defensa de su causa; después de esto, hace más impresión aquello otro que dice: Sin embargo, esta nueva forma de un nuevo juicio causa terror a la vista. Mas aquellas otras expresiones: los cuales, en cualesquiera causas que les han ocurrido, han echado menos la antigua costumbre del foro y la antigua práctica de los tribunales, las dice a boca llena. Pues lo que sigue es también seguido y difuso: Porque vuestra audiencia no se halla rodeada de tan numeroso concurso de gentes como solía. Lo cual he notado, para que se vea que no sólo en los miembros del período, sino también en los incisos, hay alguna variedad en la pronunciación, sin la cual ninguna cosa hay mayor ni menor.

Mas no se ha de esforzar la voz más de lo que se puede. Porque muchas veces, sofocada y despedida con mayor esfuerzo, es más oscura, y a veces, violentada, viene a dar en aquel tono que los griegos llaman closmos o canto de gallina, tomado el nombre del canto de los pollos pequeños. Ni se han de confundir las cosas que decimos por la demasiada precipitación en el decir, con la cual no solamente se pierde la división y el sentido, sino que también alguna vez no se pronuncian del todo algunas palabras. A la demasiada velocidad en el decir se opone el vicio de la demasiada pesadez; porque no sólo descubre la dificultad que tenemos en el discurrir, sino que la misma flojedad con que se dice entibia los ánimos, y es causa de que   —263→   en el tiempo señalado corra el agua inútilmente361, lo cual no deja de ser de alguna consecuencia.

La pronunciación debe ser expedita, no precipitada; moderada, no lenta. Tampoco se ha de alentar frecuentemente, para que no se corte el sentido de la oración, ni se ha de aguantar el aliento hasta que falte. Porque el eco que produce aquel aliento que se acaba es una cosa disonante, y la respiración es muy semejante entonces al sonido que forma el aire comprimido largo rato debajo del agua, y cuando vuelve a tomar aliento se tarda más, y es ya cuando no viene al caso, como cosa que se hace, no cuando queremos, sino cuando no podemos más. Por cuya razón los que tienen que decir un período más dilatado, deben tomar aliento para él; pero de tal manera que esto se haga por un instante, sin ruido y de una manera que absolutamente no se conozca, y en las restantes partes se podrá muy bien volver a tomar en las transiciones.

Mas se debe ejercitar el aliento de manera que dure lo más que sea posible, para lograr lo cual Demóstenes recitaba sin alentar los más versos que podía subiendo cuestas. Este mismo solía perorar en su casa revolviendo piedrecillas con la lengua para pronunciar las palabras con más expedición.

A veces una respiración dilatada y llena es bastante clara, pero no es seguida, y por consiguiente es trémula, como aquellos cuerpos que al parecer están sanos y no se pueden tener por la debilidad de sus nervios, que los griegos llaman brancon. Hay algunos que no tanto respiran como sorben el aire por los claros de los dientes, haciendo un ruido desagradable. Otros hay que con el frecuente aliento, y que aun por la parte interior hace un   —264→   ruido que claramente se percibe, imitan a las caballerías cuando se cansan del trabajo y de llevar el yugo. El cual cansancio aparentan tan bien como si la multitud de pensamientos no les dejase respirar y fuese mayor el golpe de elocuencia que les ocurriese que lo que podían pronunciar.

Otros hay que se tropiezan en la pronunciación y sus palabras se rozan unas con otras. Así que el toser, el escupir frecuentemente, el gargajear con mucho trabajo y manchar a los que están inmediatos con la saliva, y respirar la mayor parte por las narices mientras se está hablando, aunque en rigor no son vicios de la voz, mas, sin embargo, porque por ella provienen, se deben poner principalmente en este lugar.

Pero cualquier vicio de éstos es más tolerable que el abuso que más reina al presente en todas las causas y escuelas de decir de una manera que parece que se canta, lo cual no sé si tiene más de inutilidad que de fealdad. Porque ¿qué cosa hay que le convenga menos a un orador que la inflexión de voz que usan los comediantes cuando cantan en el teatro, y que se asemeja a la libertad de los que están privados con el vino y a la alegría de los convites? ¿Y qué cosa hay que más se oponga a la moción de los afectos que cuando fuere necesario mover a dolor, a ira, indignación y compasión, no solamente apartarse de estos afectos con que se le debería mover al juez, sino profanar la respetable gravedad del foro con la libertad de los de Licia y Caria?362 Pues Cicerón dijo que los oradores   —265→   de estas provincias casi cantaban en los epílogos.

Nosotros también hemos pasado a un modo de cantar algo más serio. ¿Y quién será el que se ponga a cantar en la defensa de un pleito, no digo acerca de un homicidio, de un sacrilegio o de un parricidio, pero ni aun sobre cualquier cálculo o cuenta, para decirlo de una vez? Y si esto es lo que absolutamente se debe adoptar, ningún motivo hay para no acompañar aquella modulación de voz con instrumentos de cuerda y aire, o por mejor decir con campanillas, que es lo que más semejanza tiene con esta deformidad. Aun esto lo hacemos con gusto, porque a ninguno le desagrada lo que él mismo canta, y en esto hay menos trabajo que en la buena pronunciación. También hay algunos que además de los otros vicios de que adolecen se dejan también llevar en todo del deleite de oír lo que halaga los oídos. Pues qué (dirán los tales), ¿Cicerón no dice que hay en el decir un cierto canto obscuro? Sin duda, y esto proviene de un vicio natural. Yo haré ver no mucho después en qué parte de la oración y en qué términos se ha de hacer esta inflexión y canto, pero obscuro, que es lo que los más no quieren entender.

4.º Porque ya es tiempo de decir cuál es la pronunciación conveniente. La cual sin duda es aquella que tiene proporción con aquellas cosas de que hablamos, a la cual contribuyen ciertamente en muy gran parte los mismos movimientos de los ánimos; porque tal es la voz cual el afecto que la causa. Pero siendo unos afectos verdaderos y otros fingidos e imitados, los verdaderos se manifiestan naturalmente, como los de los que están con alguna pena, ira e indignación; pero no dependen del arte, y así no se han de enseñar por reglas. Por el contrario, aquéllos que con la imitación se remedan, están sujetos a las reglas;   —266→   pero éstos no son naturales, y por tanto en ellos lo principal es impresionarse bien y concebir las ideas de las cosas, y moverse con ellas como si fueran verdaderas; de esta manera la voz, intérprete de nuestros pensamientos, imprimirá en los ánimos de los jueces el mismo afecto que recibiere de nosotros. Porque ella es imagen y como copia de nuestra alma y recibe las mismas impresiones que ella.

Y así en las cosas alegres es llena, sencilla y ella misma en cierto modo sale alegre; mas en la contienda se levanta con todas sus fuerzas, y por decirlo así, se esfuerza con todos sus nervios. Es atroz en la ira, áspera, impetuosa y de precipitada respiración, porque no puede ser muy lenta cuando desmesuradamente se respira. Para mover a la envidia es algún tanto más lenta, porque casi sólo los inferiores se dejan llevar de ella; mas para halagar, confesar, satisfacer y rogar debe ser suave y sumisa. Para aconsejar, avisar, prometer y consolar debe ser grave; en el temor y en la vergüenza, encogida; en las exhortaciones, vehemente; en las disputas, llena; en la compasión, quebrada y lastimosa y de intento como oscura; mas en las digresiones debe ser inteligible y de segura claridad; en las narraciones y discursos, familiar y que guarde un medio entre el tono agudo y el grave. Mas se levanta en los grandes afectos; y en los que sólo sirven para dar gusto, se baja más o menos a proporción del afecto que se pretende mover.

IV. Mas diferiré algún tanto el decir qué es lo que en cada lugar se requiere para perorar, a fin de hablar primero del ademán, el cual se conforma con la voz y con ella obedece juntamente al alma.

Cuán importante sea éste al orador, se ve bien claramente en que él explica la mayor parte de las cosas aun más que las palabras; porque no solamente las manos, sino también los movimientos de cabeza declaran nuestra voluntad, y a los mudos les sirve de lengua; el saludarse se   —267→   entiende y hace impresión aun sin hablar palabra, y por el semblante y modo de andar se conoce la disposición de los ánimos; y aun en los animales, que no pueden hablar, se conoce la ira, la alegría y el amor no solamente en los ojos, sino también en otras señales que se advierten en sus cuerpos. Y no es de maravillar que las cosas animadas, que al cabo tienen por sí algún movimiento, hagan tanta impresión en los ánimos, cuando la pintura, que es una obra muda y que siempre está en una misma disposición, de tal manera se insinúa en los más íntimos afectos del alma, que algunas veces parece que supera en su energía a la de la elocuencia.

Por el contrario, si la acción y el semblante no se conforman con las palabras, si decimos con alegría las cosas tristes y si afirmamos algunas cosas con ademán de negarlas, no solamente perderán su autoridad las palabras, sino que se harán increíbles.

Además de esto, la gracia del orador proviene del ademán y movimiento. Y por esta razón, Demóstenes solía corregir su acción, mirándose en un espejo de cuerpo entero. En tanto grado se persuadió que debía fiar a sus mismos ojos lo que hacía, sin embargo de que la claridad del espejo representa los objetos a zurdas.

La cabeza es uno de los miembros principales en la acción, así como lo es en el cuerpo, no sólo por la gracia o hermosura de que ya he hablado, sino también para la significación de ella. Lo que se requiere, pues, en primer lugar, es que la cabeza esté siempre derecha y en una postura natural. Porque baja denota humildad, demasiado levantada arrogancia, inclinada hacia un lado desfallecimiento y el tenerla muy tiesa y firme es señal de una cierta barbarie.

En segundo lugar debe tener unos movimientos proporcionados a la misma acción, de tal manera que se conforme con el ademán y acompañe a las manos y a los lados.   —268→   Porque la vista siempre se dirige al mismo objeto que el ademán, menos cuando desaprobamos, negamos o mostramos aversión a alguna cosa, de manera que parece que con el semblante detestamos y con la mano desechamos aquello mismo.


¡Oh dioses! apartad tamaña peste.


(Eneida, III, 620).                


Y en otra parte:


A la verdad, de obsequio semejante
No me tengo por digno.


(Eneida, I, 339).                


Mas son muchísimos los modos con que la cabeza explica los sentimientos del corazón. Porque además de los movimientos que tiene para afirmar, negar y asegurar, los tiene también para mostrar vergüenza, duda, admiración e indignación, conocidos y sabidos de todos.

Pero hacer uso del movimiento solo de la cabeza para el ademán, aun los mismos maestros del arte cómico lo reputan por una cosa defectuosa. Aun el moverla frecuentemente no deja de ser una cosa viciosa, moverla con demasiado ímpetu y sacudir los cabellos moviéndola alrededor es propio de un hombre que está furioso.

El semblante es el que más dominio tiene en esta parte. Con él nos mostramos suplicantes, con él amenazamos, con él somos benignos, tristes, alegres, soberbios y humildes; de él están como pendientes los hombres, a él es a quien miran, a éste dirigen la vista aun antes de empezar a hablar; con él mostramos a algunos nuestro amor, por él entendemos muchísimas cosas y éste sirve muchas veces por todas las palabras. Y así en las comedias que se representan en el teatro, los representantes se revisten también de los afectos de aquellas personas cuyos papeles representan; de manera que Níobe se representa triste en la tragedia, Medea atroz, Áyax atónito y Hércules fiero. Mas en las comedias, prescindiendo de que cada persona se distingue   —269→   de la otra, como los esclavos, rufianes, truhanes, labradores, soldados, viejecillas, las mujercillas de mala vida, las criadas, los viejos de mal genio y los de bueno, los jóvenes de juicio y los descabezados, las matronas y las niñas; también se distingue aquel padre363, cuyo principal papel consiste en mostrarse a veces enojado y a veces de suave condición, unas veces de semblante enfadoso y otras apacible. Y los actores, con especialidad los latinos, acostumbran representar de una manera que hacen con toda propiedad el papel que desempeñan.

Mas en el mismo semblante sirven de muchísimo los ojos, por los cuales más que por ninguna otra cosa se muestra el alma de manera que aun sin moverse, no sólo se revisten de claridad con la alegría, sino que con la tristeza se cubren como de una nube. Además de esto, la naturaleza les dio las lágrimas por intérpretes del alma, las cuales o nacen de sentimiento o provienen de alegría. Con el movimiento muestran conato en una cosa o indiferencia, soberbia, fiereza, dulzura o aspereza, de todas las cuales formas se revestirá el orador según el lance lo pidiere. Alguna vez deberá fijarse la vista en algún objeto, ofenderse o manifestar debilidad y pesadez, o asombro o extremada alegría y viveza, o estar bañada del más grande deleite, o ponerla atravesada y, para decirlo así, amorosa y en ademán de hacer alguna súplica. Porque ¿quién sino un hombre enteramente rudo e ignorante tendrá los ojos cerrados o fijos siempre en un objeto mientras habla? Los párpados también y las mejillas contribuyen algún tanto a la explicación de todas estas cosas.

Mucho hacen también las cejas, pues de alguna manera ponen en otra disposición los ojos y son las que gobiernan la frente; con ellas se arruga, se levanta o se baja, y   —270→   como si la Naturaleza hubiese querido que una misma cosa sirviese para muchos efectos, aquella sangre que sigue los movimientos del alma, cuando encuentra el cutis blando por la vergüenza, hace cubrir el rostro de color encendido, y cuando se retira por el medio, queda todo el hombre como exangüe, frío y pálido; mas templada produce un buen medio de serenidad. Es cosa viciosa tener inmobles las cejas o moverlas demasiado, o si se ponen desiguales (como poco ha dije acerca de la representación cómica), o si con su ademán se oponen a lo que decimos. Porque teniéndolas encogidas se muestra tristeza, extendidas alegría y flojas vergüenza. También se bajan o se levantan para afirmar o negar.

Apenas hay ademán decente que se exprese con las narices y labios, sin embargo de que con ellos se suele significar burla, desprecio y fastidio. Así que es una cosa fea arrugar (como dice Horacio)364 las narices, llenarlas de aire, moverlas y hurgarlas con el dedo, y estornudar y sonarse a cada paso y con la palma de la mano levantárselas hacia arriba, siendo así que aun el limpiarse con frecuencia las narices se tiene justamente por una cosa reprensible.

Tampoco parecen365 bien los labios alargados hacia fuera demasiado abiertos o cerrados, o separados hacia una parte y descubriendo los dientes, extendidos por un lado casi hasta la oreja o como desdeñosamente puestos el uno sobre el otro y como si estuviesen pendientes y despidiendo la voz por una sola parte. Cosa igualmente fea es lamérselos y mordérselos, puesto que en la pronunciación de las palabras debe ser moderado su movimiento. Porque se ha de hablar más con la boca que con los labios.

Conviene tener recta la cerviz, no arrugada o levantada hacia arriba. En alargar o encoger el cuello hay por   —271→   diferente modo igual deformidad; pero en tenerlo estirado no sólo hay trabajo, sino que se debilita la voz y se fatiga. Teniendo la barba pegada al pecho sale la voz menos clara y como más gruesa por estar oprimida la garganta.

Rara vez parece bien el levantar los hombros y encogerlos. Porque se hace más corta la cerviz y hace una figura en cierto modo humilde y propia de esclavos, y como para engañar cuando se les da cierto aire de adulación, de admiración y de miedo.

En los períodos que deben decirse de seguida y con velocidad, tiene mucha gracia un moderado movimiento del brazo, teniendo quietos los hombros y tendiendo los dedos cuando se saca la mano. Mas cuando ocurre alguna cosa brillante y que pida extensión, como aquello de Cicerón: Las peñas y las soledades corresponden con el eco a la voz, se extiende a un lado, pues la misma oración se explaya en cierto modo con el ademán.

Mas las manos, sin las cuales la acción sería defectuosa y débil, apenas puede decirse cuántos movimientos tienen, pues casi exceden al número de las palabras. Porque las demás partes del cuerpo acompañan al que hablan; pero éstas, casi estoy por decir que hablan por sí mismas. Porque ¿por ventura no pedimos con ellas? ¿no prometemos? ¿llamamos, perdonamos, amenazamos, suplicamos, detestamos, tememos, preguntamos, negamos y mostramos gozo, tristeza, duda, confesión, arrepentimiento, moderación, abundancia, número y tiempo? Ellas mismas ¿no incitan? ¿no suplican? ¿no aprueban? ¿no se admiran? ¿no se avergüenzan? Para mostrar los lugares y las personas, ¿no hacen las veces de adverbios y pronombres? En tanto grado es esto, que siendo tan grande la variedad de lenguas que hay entre todas las gentes y naciones, me parece que éste es un lenguaje común a todos los hombres.

Y estos ademanes de que he hablado acompañan naturalmente a las mismas voces. Otros hay que dan a entender   —272→   las cosas por imitación, como significar un enfermo imitando al médico en ademán de tomar el pulso, o un citarista poniendo las manos a la manera del que hiere las cuerdas, lo cual debe evitarse todo lo más que se pueda en la acción. Porque un orador debe diferenciarse muchísimo de un bailarín, de manera que su ademán sea más acomodado al sentido que a las palabras, lo cual acostumbran hacer aun los comerciantes de alguna gravedad. Y así al paso que vengo bien en que el orador se lleve la mano hacia sí cuando hable de sí mismo y que la extienda hacia aquél a quien señala y algunas cosas a este tenor, así no me parece bien el que se imiten ciertas posturas y expresen las manos todo lo que se dice.

Y esto se ha de observar, no sólo en las manos, sino también en todo ademán y voz. Porque en aquel período: Presentose con chapines el pretor del pueblo romano, apoyado en una mujercilla, no se ha de imitar la inclinación de Verres sobre ella; o en aquel otro: Era azotado en la plaza de Mesina, no se ha de expresar el movimiento de los lados que suele causar el golpe de los azotes o se ha de sacar una voz como la que se expresa con el dolor, pues me parece a mí que faltan mucho aun aquellos comediantes que aun cuando representen el papel de un joven, sin embargo, si en la narración ocurre tener que hablar un viejo, como en el prólogo de la Hidria, o una mujer, como en el Georgo, representan con una voz temblona y afeminada. En tanto grado es viciosa la imitación aun en aquellas cosas en que depende de ella todo el arte.

El movimiento de la mano comienza muy bien desde el lado izquierdo y remata en el derecho, pero de tal manera que parezca que para, no que hiere, sin embargo de que al fin a veces cae para volver con ligereza y alguna vez se mueve con ligereza de una parte a otra, cuando negamos o nos admiramos.

En este lugar añaden justamente los maestros del arte   —273→   que la mano comience y acabe su movimiento acompañando a lo que se dice, porque de otra suerte o la acción será antes que la voz o después de ella, lo cual uno y otro es deformidad. En lo que fueron muy nimios fue en poner que el espacio que había de durar la acción fuese el mismo que se gasta en pronunciar tres palabras, lo que ni se observa, ni se puede observar; pero ellos querían que hubiese alguna como medida de la tardanza y de la ligereza, y no fuera de razón, para que ni la mano estuviese por mucho rato sin movimiento, ni truncasen la acción con el continuo movimiento, como hacen muchos.

Los mismos maestros del arte prohíben levantar las manos sobre los ojos o ponerlas más abajo del pecho, por cuya razón se tiene por cosa defectuosa bajar la mano desde la cabeza o llevarla a lo más bajo del vientre.

La mano izquierda por sí sola jamás hace buen ademán; comúnmente acompaña a la mano derecha, ya cuando decimos las razones por el orden de los dedos, ya cuando detestamos alguna cosa con las palmas de la mano retiradas hacia la izquierda, ya cuando echamos algo en cara o hacemos alguna objeción teniéndolas de frente, o cuando por uno y otro lado las extendemos, ya cuando respondemos o suplicamos, etc.

Se debe también cuidar de que el pecho y el vientre no salgan mucho hacia afuera, porque la espalda se inclina, y todo lo que es estar boca arriba es una cosa superflua. Los lados deben corresponder también al ademán, porque el movimiento de todo el cuerpo contribuye también a él en tanto grado que Cicerón es de opinión que se hace más con él que con las mismas manos. Pues en el Orador se explica en estos términos: Ninguna gracia tiene el movimiento de los dedos ni los artejos que se mueven al compás, gobernándose el mismo ademán más bien por el movimiento de todo el cuerpo y por la inclinación varonil de los costados (número 59).

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El dar con la mano en el muslo, lo que se cree que hizo antes que ninguno Cleón en la ciudad de Atenas, no sólo es una cosa puesta en uso, sino que es muy propia de los que están poseídos de la ira, y pone en movimiento a los oyentes. Y esto es lo que Cicerón echa menos en Calidio, diciendo: No se hirió la frente, ni el muslo (y ni aun lo que es menos que todo) ningún golpe dio con el pie. (Bruto, 278); aunque si se me permite el decirlo, en lo que pertenece a herirse la frente, no me acomodo a su dictamen. Porque el dar palmadas y herir el pecho es cosa propia de comediantes.

El dar con el pie en tierra, así como en ocasiones es una cosa oportuna, como dice Cicerón, en el principio o en el fin de las disputas, así el hacerlo a cada paso es señal de necedad y desvanece la atención del juez. También es cosa fea el andarse moviendo a la derecha y a la izquierda, sosteniéndose ya en un pie y ya en el otro.

También es cosa defectuosa mover mucho los hombros, del cual vicio se dice que Demóstenes se corrigió de tal manera que perorando de pie en un púlpito estrecho, tenía una lanza colgada encima del hombro para que cuando acalorado en el decir incurriese en este defecto, la lanza le avisase tropezándole.

No tiene el orador traje alguno propio, pero en él se echa de ver más que en ninguna otra persona. Por lo que debe ser decente y propio de un hombre de forma, cual es el que debe llevar toda la gente honrada. Pues el demasiado esmero en la toga, calzado y cabello es tan digno de reprensión como el no cuidarse nada de dichas cosas.

V. Esto es todo lo que ocurre que decir, ya por lo que respecta a los preceptos de la pronunciación, y ya por lo que pertenece a los defectos de ella; propuestos los cuales debe el orador reflexionar muchas cosas. La primera, cuál es el asunto de que va a tratar, en presencia de quiénes   —275→   habla y a quiénes dirige su discurso. Pues así como en lo que decimos se atiende a lo que conviene al auditorio, así también en el ademán. Y es cosa impropia usar igualmente de un mismo tono de voz, de un mismo ademán y de un mismo movimiento de cuerpo delante de un príncipe o del Senado, que delante del pueblo; delante de un magistrado, que de un particular; en una junta pública, que en una pretensión o en la defensa de algún reo. La cual diferencia puede hacer cada uno que pare en estas circunstancias la consideración. Además de lo dicho debe reflexionar el asunto de que ha de hablar y cuál es el fin que quiere lograr.

De cuatro maneras puede considerarse el asunto. La primera considerando el total de él en común. Porque unos hay que son por naturaleza funestos y otros alegres; unos que ponen cuidado, otros que ninguno dan; unos de grande consideración, otros de poca; pero las partes de cada uno de ellos no nos deben llevar en tanto grado la atención que nos olvidemos enteramente de lo principal de ellos. La segunda consiste en la diferencia de las partes, como en el exordio, narración, confirmación y epílogo. La tercera en los conceptos mismos, en los cuales, según las circunstancias y los afectos, se varían todas las cosas. La cuarta en las palabras, cuya imitación, así como es viciosa si queremos imitar con la acción todo lo que decimos, así también en otras si no se expresan al vivo pierden toda su fuerza.

1.º Así que en las alabanzas (a no ser que fueren fúnebres), en las acciones de gracias, exhortaciones y asuntos semejantes, la acción debe ser alegre, majestuosa y magnífica. En las oraciones fúnebres que sirven para consolar, y en la mayor parte de las causas criminales, la acción es triste y modesta. En el Senado se debe conservar la autoridad; delante del pueblo, decoro, y delante de los particulares, moderación.

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2.º Por lo que pertenece a las partes de que consta un discurso, y de qué palabras y conceptos se compone, que son de muchas maneras, es necesaria más amplia explicación. Mas para que la pronunciación sea buena debe tener tres circunstancias: que se concilie la atención, que persuada y que mueva, a las cuales se junta también otra por naturaleza, que es el deleitar. El conciliarse la atención resulta casi, o de la recomendación de las costumbres, las cuales no sé de qué manera se descubren también por la voz y por la acción, o de la suavidad de la oración. La fuerza del persuadir proviene del tono afirmativo de la voz, el cual a veces hace más que las mismas razones. ¿Por ventura, dice Cicerón a Calidio, dirías tú eso de esta manera, si fuera verdad? Y después: Tan lejos estuvo de acalorar nuestros ánimos, que apenas podíamos espantar el sueño en este lugar. (Bruto, 278). Debe, pues, descubrirse en el orador confianza y firmeza en lo que dice, mayormente si tiene alguna autoridad. Más el modo de mover consiste en revestirse de los afectos y representarlos al vivo.

Cuando un juez, pues, en las causas particulares, o el pregonero en las públicas, diere orden al orador para empezar a perorar se ha de levantar con mucho sosiego; después se ha de detener algún espacio en componerse la toga, o (si fuere necesario) en ponérsela bien del todo, y esto tan solamente en las juntas (porque en presencia de un príncipe, de un magistrado, o de los tribunales no le será permitido) para tener la ropa decentemente puesta, y lugar para discurrir por el pronto. Y aun cuando nos hubiéremos vuelto hacia el juez para pedirle la venia, y éste hubiere hecho señal para empezar, no se ha de romper a hablar inmediatamente, sino que se ha de dar algún lugar, aunque corto, al pensamiento. Porque el esmero del que va a decir deleita sobremanera al que va a oír, y aun el mismo juez se prepara para ello. Esta regla da Homero   —277→   con el ejemplo de Ulises366, de quien dice que estuvo con los ojos clavados en tierra, y teniendo el cetro inmóvil antes de derramar aquella grande avenida de elocuencia. En esta detención hay algunos preludios de expectativa, como llaman los cómicos, cuales son pasarse la mano por la cara, mirarse a las manos, hacer crujir los nudillos de los dedos, aparentar empeño en lo que se va a hacer, mostrar el gran cuidado con sollozos, o lo que a cada uno le está mejor; y esto se ha de hacer más despacio cuando el juez no ha comenzado a atender.

La postura del cuerpo ha de ser recta; los pies han de estar iguales y algún tanto separados, o el izquierdo muy poco trecho delante del otro; las rodillas derechas, pero no de tal manera que parezca que se tienen estiradas. Los hombros se han de estar quietos, el rostro serio, no triste, ni espantado, ni desfallecido; los brazos moderadamente separados de los lados; la mano izquierda en la disposición que hice ver arriba; la derecha, cuando se hubiere ya de comenzar, algo abierta fuera del seno, con un semblante el más modesto, o en ademán de esperar el punto de comenzar el discurso.

Porque es cosa defectuosa ponerse a mirar el techo, frotarse la cara y quitarse en cierto modo la vergüenza, volver de una parte a otra la cara con satisfacción propia, o encoger las cejas para aparentar más terror; echarse atrás el cabello desde la frente, contra lo que es natural, para que el horror que causan sea terrible; y aquel otro vicio harto común y frecuente en los griegos, que con el movimiento de los dedos y labios parece que van pensando lo que van a decir; gargajear con ímpetu, sacar un pie delante del otro, tener parte de la toga con la izquierda, estar esparrancado o tieso, con la cabeza levantada, o jorobado,   —278→   o con los hombros encogidos como los que van a luchar.

En el exordio conviene casi siempre una pronunciación suave. Porque ninguna cosa hay más adaptada para llamar la atención que la modestia. Pero esto no se ha de hacer una ley inviolable; porque, como ya tengo explicado, no todos los exordios se dicen de una misma manera. Por lo común, no obstante, será conveniente usar de un tono de voz moderado, usar de un ademán modesto, tener la toga puesta en el hombro y moverse poco a poco de un lado a otro, dirigiendo la vista del mismo modo.

Para la narración se requiere muy de ordinario tener la mano más extendida, la capa como cayéndose, el ademán diferente, la voz correspondiente a lo que se dice y un tono sencillo, a lo menos en estas expresiones: Quinto Ligario, pues, no habiendo todavía sospecha alguna de guerra, y en estas otras: Aulo Cluencio Hábito, padre de éste. Los afectos requieren otras circunstancias en la misma narración, ya sean movidos de algún sentimiento, como: Cásase una suegra con su yerno. Ya sean de compasión, como: Pónese en la plaza de Laodicea un espectáculo atroz y calamitoso para toda la provincia de la Asia. (Verrinas, III, número 76).

La acción que se debe usar en las pruebas es varia y de muchas maneras. Porque el proponer, dividir y preguntar es cosa que se acerca al modo de hablar que usamos comúnmente; y lo mismo se ha de decir del reunir lo que el contrario dice, porque esto también es en su manera una proposición, aunque por distinto término. Pero sin embargo, alguna vez lo decimos esto en tono de burla, y otras veces en el mismo tono de los contrarios. La argumentación que por la mayor parte es más viva, más vehemente y eficaz, requiere también un ademán proporcionado a las palabras, esto es, vehemencia y vivacidad. En algunas partes es necesario instar e inculcar una misma cosa.

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En las digresiones se debe usar de una pronunciación suave; y ellas deben asimismo ser agradables y apacibles como el rapto de Proserpina, la descripción de Sicilia, y la alabanza de Gneo Pompeyo. Y no es cosa extraña que se diga con menor acaloramiento aquello que está fuera de la cuestión.

La descripción de las costumbres de otros cuando va acompañada de reprensión, debe ser más suave, como: Me parecía ver a unos que entraban, otros que salían, y algunos que daban traspieses por lo que habían bebido. En cuyo caso se permite un ademán que no discrepe de la expresión, de lo que resulta un ligero movimiento, pero que no pasa de una y otra mano sin movimiento alguno de los lados.

Muchos son los tonos para acalorar al juez. El mayor de todos, y del que no puede ya pasar el orador, es aquél que usa Cicerón en la oración que dijo en defensa de Ligario (número 7): Emprendida la guerra, ¡oh César! y hecha ya en gran parte, etc. Porque dijo de antemano: Esforzaré la voz todo cuanto pueda para que el pueblo romano oiga esto que digo. Algo menor y que tiene también alguna suavidad es lo que sigue: Porque ¿qué objeto es el que tenía, ¡oh Tuberón! aquella tu espada en el campo de Farsalia? Aun es más lleno, más pausado y de más dulzura lo que dice en la Filípica, II, número 63: Pero manejando un público negocio, en una junta del pueblo romano. Se deben pronunciar distintamente todas las palabras, y se han de ir deletreando las vocales, abriendo bien las fauces. Todavía se requiere una pronunciación más llena para decir esto: Vosotros, collados y bosques albanos (Cicerón, Pro Milone, 85). Mas en esta otra expresión: Las peñas y soledades corresponden con el eco, parece que hay algo de tonillo, y que se pronuncia con la cabeza levantada.

A este tenor son aquellas inflexiones de voz que mutuamente se reprenden Demóstenes y Esquines, y que no   —280→   por eso se deben desaprobar; porque echándose en cara esto el uno al otro, es prueba de que el uno y el otro lo hacían. Pues ni el uno usó de un tono ordinario de voz cuando juró por los que habían muerto en la defensa de Maratón, Platea y Salamina, ni el otro lloró la ruina de Tebas con expresiones sencillas.

En estos lances se requiere un tono de voz diverso y casi desentonado, a quien los griegos dieron el nombre de desapacible por ser extremadamente desagradable y casi fuera de lo natural de la voz del hombre, como cuando Cicerón dice (Pro Rabirio, 18): ¿Por qué no moderáis esa voz que publica vuestra ignorancia y confirma los pocos que sois? Mas lo que dije que debe salir de tono es lo que se contiene en aquella primera parte: Por qué no moderáis, etc.

El epílogo, si contiene alguna recapitulación de cosas, requiere una cierta continuación de miembros cortados; si se dirige a mover a los jueces se tendrá presente alguna de las cosas que arriba dije acerca del tono de la voz, si a aplacarlos convendrá usar de una cierta suavidad de voz sumisa, si hay que moverlos a la misericordia será del caso usar de una inflexión de voz y suavidad lamentable, que principalmente es con la que se quebrantan los corazones y es la más natural. Pues aun a los huérfanos y a las viudas vemos en los mismos funerales que se lamentan de una cierta manera que tiene su tonillo. En estas ocasiones hace también muy al caso aquella voz confusa, cual dice Cicerón que tenía Antonio. (Bruto, 141). Porque tiene en sí algo que imitar.

De dos maneras es la compasión: la una va acompañada de odio, cual es la que poco ha se dijo de la condenación de Filodamo; y la otra de súplica y es de tono más bajo. Por lo que aunque hay también un tonillo más confuso en aquellas palabras: Mas en la junta del pueblo romano, porque no las dijo como quien reñía, ni en aquellas otras: Vosotros, albanos sepulcros, porque no habló como por exclamación   —281→   o por invocación; con todo eso tienen infinitamente más inflexión y rodeo aquellas otras: ¡Desdichado de mí! ¡Infeliz de mí! ¿Qué responderé a mis hijos? Tú pudiste, ¡oh Milón! volverme a llamar a la patria por medio de éstos, ¿y no podré yo conservarte en la misma patria por medio de los mismos? (Pro Milone, 101). Y cuando regula en un sestercio367 los bienes de Gayo Rabirio: ¡Oh infeliz y desgraciada comisión de vender sus bienes! (Pro Rabirio, 46).

También dice grandemente en la peroración el confesar sinceramente como que se desfallece de sentimiento y de fatiga, como cuando en defensa del mismo Milón dice Cicerón (número 105): Pero concluyamos, porque por las lágrimas ya no puedo hablar palabra. Cuyo tono de voz debe ser también en la pronunciación semejante a lo que significan las palabras.

Otras cosas hay también que pueden parecer pertenecientes al ademán, cuales son llamar a los agresores, levantar en alto los niños para mover a compasión, sacar a plaza a los parientes y rasgar los vestidos; pero de estas cosas se ha hablado ya en su lugar.

3.º Y como algunas partes del discurso tienen también su variedad, se descubre con bastante claridad que la pronunciación debe conformarse con los mismos pensamientos, como hemos mostrado.

4.º Viniendo a lo último, cada palabra pide su tono, aunque no siempre, sino alguna vez. Por ventura estas palabras infelicillo, pobrecillo, ¿no requieren una voz sumisa y cortada? Y estas otras: esforzado, vehemente y ladrón, ¿no deben decirse con una voz entonada y viva? Porque es tal la fuerza y propiedad que se les da a las cosas con semejante conformidad de la pronunciación, que sin ella una cosa da a entender la voz y otra entiende el alma. ¿Y qué más se ha de decir que el que unas mismas palabras pronunciadas de distinto modo significan, afirman, reprenden, niegan, muestran admiración, indignación, preguntan,   —282→   burlan y elevan? Porque de distinta manera se dice:


Todo cuanto este reino en sí contiene
De tu mano a mí viene.


(Eneida, I, 82).                



Y... ¿Tú pudiste en cantar llevar ventaja?


(Églogas, III, 25).                



Y... ¿Eres tú aquel Eneas?


(Eneida, I, 621).                



Argúyeme de tímido tú, ¡oh Dranco!


(Eneida, II, 383).                


Y para no ser más largo, cada uno recapacite esto o cualquier otra cosa que gustare, dentro de sí mismo, acomodándolo a todos los afectos, y verá cómo es verdad lo que decimos.

VI. Una tan sola cosa debe añadirse a lo dicho, y es: que atendiéndose en la acción principalmente al decoro, muchas veces sucede el que a unos les está bien una cosa y a otros otra. Porque en esto media una cierta razón oculta y que no se puede explicar, y al paso que con verdad se ha dicho que lo principal del arte está en que lo que se hace se haga con decoro, así tampoco esto puede verificarse sin el arte, ni con el arte se puede todo enseñar. Pues hay algunos en los cuales aun las buenas prendas no tienen gracia, y otros en quienes los mismos defectos agradan.

Hemos visto que Demetrio y Estratocles, muy célebres comediantes, daban gusto por prendas enteramente distintas. Pero lo menos extraño es que el uno remedaba perfectísimamente a los dioses, a los jóvenes, a los buenos padres y a los esclavos, a las matronas, y a las viejas circunspectas, y el otro hacía mucho mejor el papel de los viejos de mala condición, el de los criados astutos, el de los truhanes, fulleros y todo lo que pedía más vivacidad. Porque cada uno tenía carácter distinto. Porque la voz de Demetrio era también mas dulce, y la de Estratocles más áspera. Eran más dignas de notarse en Demetrio algunas propiedades que no se podían imitar, cuales eran ciertos movimientos de las manos a un lado y a otro, hacer   —283→   tiernas exclamaciones para dar gusto a los concurrentes, hacer pomposo el vestido al tiempo de entrar, y alguna vez hacer ademanes con el lado derecho, lo cual en ninguno otro hubiera caído bien sino en Demetrio (porque para todo esto le ayudaba su estatura y bella presencia), mas en aquel otro estaba bien el andar de una parte a otra, el ser ligero y aun aquella risa poco conveniente a su persona que con todo conocimiento causaba al pueblo encogiendo también su corto cuello. Cualquiera de estas cosas que hubiera hecho otro, hubiera parecido la más grande fealdad.

Por cuya razón cada cual conózcase a sí mismo y disponga formar la acción, no sólo por los preceptos generales, sino también acomodándose a su natural carácter. Sin embargo de que tampoco es una cosa imposible el que a alguno le estén bien o todas las cosas o muchas de ellas.

El remate de este capítulo es necesariamente el mismo que el de los demás, a saber, es: que la moderación es la que sobre todo debe llevarse la atención primera. Porque no es mi objeto formar un comediante, sino un orador. Por lo cual omitiremos en el ademán todas las delicadezas, y estando perorando no usaremos importunamente de pausas, tiempos y demostraciones de afectos, como si se hubiera de decir en la escena:


¿Qué haré, pues? ¿No acudiré
Ni aun en la ocasión presente,
Cuando voluntariamente
Me llaman? ¿O me armaré
Más bien de aquesta manera
Para no sufrir baldones
De las públicas rameras?


(Terencio en el Eunuco. Acto I, escena I).                


Porque en este lance tendrá el cómico que hacer pausas para mostrar su duda, inflexiones de voz, diferentes movimientos de las manos y de la cabeza.

  —284→  

Un discurso oratorio tiene gusto diferente y no quiere tanta expresión en el ademán, puesto que consta de acción y no de imitación. Por lo que con razón se reprende la pronunciación demasiadamente afectada, molesta por los continuos ademanes y llena de altos y bajos por las mudanzas de la voz. Y no fuera del caso los autores antiguos tomaron de los griegos lo que Lena Popilio dijo de esta acción por haberlo tomado de ellos, llamándola inquieta o desasosegada. Muy bien dice lo mismo Cicerón, el cual dio todos los preceptos que arriba puse tomados del Orador. Semejantes a los cuales son los que dice en el diálogo que intitula Bruto, acerca de Marco Antonio. Pero ya está admitida una acción algo más viva, y no sólo se requiere, sino que en algunas partes es conveniente; pero de tal manera se ha de moderar, que no perdamos la autoridad de hombres de bien y de gravedad por imitar el excesivo esmero de un comediante.