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Capítulo IX

Por qué y cómo se realizó la revolución.-Estado del país.-Primeras medidas restauradoras.-Creación de la piel moneda.

     Mujanda quería marchar directamente a la corte, temeroso de que la presa se le escapara; pero mis consejos, ahora en auge, le convencieron de que era conveniente retrasarnos para que las primeras determinaciones que habría que tomar, y que no serían nada suaves, las tomasen nuestros partidarios, y sobre ellos recayera toda la odiosidad. El arte de un príncipe consiste en hacer el bien personalmente, y el mal por segunda mano, con lo cual los aplausos recaen sobre él, y las maldiciones sobre sus agentes; así se consolidan las instituciones, pues el hombre no es como el perro, que lame la mano que le castiga y la que le halaga, y reconoce la razón de los golpes y de las caricias; el hombre odia más al que le hace mal que al que le hace bien, y de aquí la necesidad de un hábil juego de manos.

     Enviamos, pues, a la corte, desde Ruzozi, una orden para que el dentudo Menu, que se anunciaba como jefe de nuestro bando, tomase medidas a su arbitrio para restablecer el orden, y entretanto hicimos varias visitas a las ciudades del Sur. Al pasar habíamos visitado Tondo, cuyo reyezuelo, Ndjúdju, forzudo como un �elefante�, nos ofreció cuatro de sus hijas, y Boro, situada en lo alto de una montaña, la única del país donde, según la tradición, había sido edificado el gran enju Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada como un �cuchillo�, nos acogió como mejor pudo, nos cambió nuestras cebras por búfalos domesticados, y nos hizo donativo de dos siervos. Desde Ruzozi fuimos a Ancu-Myera, donde el recibimiento fue delirante, y aquí aparejamos varias canoas para seguir por la vía fluvial. Tocamos brevemente en Mbúa y pernoctamos en Upala, después de hacer un difícil transbordo en la catarata del Myera para ir al día siguiente, por tierra, a Quetiba y Viyata. Este viaje nos llevó tres días, pero los reyezuelos Niama y Viaculia nos resarcieron ampliamente del sacrificio de tiempo con regalos de gran estima: Niama, el gordo, el �carnoso�, nos dio cuatro mujeres de su harén y dos siervos, y Viaculia, el �glotón�, una punta de cincuenta cabezas de ganado cabrío. Tanto en una como en otra ciudad me llamó la atención el extraordinario cultivo de la patata; Viyata debe su nombre a este producto, y Quetiba, nombrada así porque está construida sobre dos bancales cortados por una albarrada en forma de escalón, y desde lejos parece una �silla�, no le va en zaga en cuanto a la producción del tubérculo.

     Desde Viyata, última ciudad del interior, regresamos por otro camino a Upala, para continuar río abajo hasta Arimu y Nera; pero el aviso de la llegada de Sungo a Ruzozi más pronto de lo que nosotros creíamos, nos hizo dejarlo para más tarde, y nos despedimos del reyezuelo Churuqui, encargándole del reenvío de las canoas; formamos una caravana con las mujeres, siervos y ganados recibidos y los que añadió el reyezuelo de Upala, y emprendimos la vuelta por el Unzu. Por el inteligente Churuqui tuve la primera noticia de que en el país maya se celebraban, en ciertas épocas del año, carreras de hombres, especie de juegos olímpicos rudimentarios; Churuqui, el gran �corredor�, había triunfado en diez carreras seguidas, y tenía en su palacio un pequeño museo de armas ganadas como premio y de sandalias que le habían servido el día de una victoria.

     El lago Unzu, que acaso sea el Onzo u Ozo de los árabes, es una dilatación del Myera. En los tiempos prehistóricos no debió existir ni la catarata ni el lago, y el lecho del río sería más hondo y más inclinado; pero sea que la vigorosa vegetación de las márgenes del río levantara el suelo de éste, sea que los árboles derribados por los huracanes formaran, con el detritus acarreado por la corriente, una presa natural o muro de contención, las aguas se fueron embalsando, y se produjo, al mismo tiempo que la catarata, el desbordamiento por la margen izquierda y el estancamiento de las aguas en la región baja del Sur, que es hoy la cuenca del Unzu. En toda ella la vegetación es tan intensa que no permite el paso, y para penetrar hay que seguir la vía abierta cerca de Mbúa, que los pescadores y cazadores cuidan de conservar expedita. Nosotros bordeamos el bosque, dejando el lago a la izquierda, y llegamos a Mbúa a la hora del afuiri. Aquí nos esperaban ya nuestras familias, deseosas de vernos, y se organizó la última expedición hacia la corte, donde la presencia del rey se hacía necesaria. El dentudo Menu, para congraciarse con Mujanda, había ordenado decapitar cincuenta personas cada día de su mando, y no habiendo ya más siervos, se temía que comenzase con los hombres libres. Desde la catarata del Myera hasta la ciudad, todos los árboles del camino estaban cuajados de cadáveres, expuestos para festejar nuestra llegada; hubo danza de uagangas y entusiasmos sin límites cuando, antes de darla por terminada el rey, por consejo mío anunció que suspendía las ejecuciones; y por fin nos pudimos retirar a nuestras moradas, en las que Menu había cuidado de reparar los grandes estragos del tiempo y del incendio.

     Nuestra primera reunión familiar fue mezclada de tristezas y alegrías; ocho de mis mujeres, entre ellas Niezi y Nera, y mis cinco hijos accesivos, habían muerto en el destierro de Viloqué; mis tres siervos habían sido decapitados, y de sus mujeres, sólo una, la de Enchúa, se me presentó con sus seis pequeñuelos. A esta pobre viuda la desposé aquella misma noche con un siervo del corredor Churuqui, único presente que acepté de Mujanda, a quien, para halagarle, permití que se quedara con todos los regalos que nos habían hecho. En cambio, tenía la satisfacción de ver tres verdaderos hijos míos, habidos de la esbelta Memé, de la sensual Canúa y de la flaca Quimé, la hábil tocadora de laúd, que, a pesar de su extremada delgadez, había llegado a ser una, quizás la primera, de mis esposas favoritas.

     Grande era mi deseo de conocer el origen y el desarrollo de esta revolución, que cada persona relataba a su manera, quedando sólo como testigos irrecusables los cadáveres y las ruinas. Yo recogí diferentes versiones, y con todas ellas pude reconstruir de una manera bastante aproximada el cuadro de los acontecimientos. Mientras las localidades del Norte, como las del Sur, burlando la autoridad de Viaco, volvían a su antiguo régimen, en Maya se llevó la reforma a punta de lanza. El fogoso Viaco no quiso ceder, ni aunque quisiera podría hacerlo, porque el partido ensi, que en las regiones era sólo nominal e imitativo, en la corte era vigoroso y se había exaltado con su triunfo. Al mismo tiempo las dificultades del sistema eran menores, porque el distrito de Maya es el más rico del país, y todos los colonos tuvieron tierra sobrada para sus necesidades; sólo hubo quejas de parte de los que recibieron sus lotes alejados de la capital, o de los que no teniendo riqueza adquirida para esperar la nueva cosecha, tenían que solicitar anticipos a interés usurario.

     De otra parte soplaron los vientos de tempestad. La nueva organización se oponía al día muntu, pues si legalmente no había sido éste suprimido, y las ceremonias podían celebrarse en los nuevos ensis, lo característico de la fiesta, la congregación de hombres y mujeres, desaparecía. Aparte de esto, surgió otro peligro gravísimo: los siervos eran enemigos del afuiri porque casi siempre los sacrificios

recaían sobre los de su clase; los hombres libres creían que un día muntu era incompleto si no había sacrificio jurídico, y afirmaban con la historia en la mano que jamás se había celebrado sin él una fiesta religiosa en el país. Por grande que sea la moralidad de una población, nunca transcurre un mes lunar sin que se cometan varios crímenes, y así se comprende que sin visos de crueldad se sostuviera el cruento afuiri; pero el sistema ensi, a la vez que dificultaba la comisión de delitos, supuesto que cada cual se mantuviera en su propia casa, exigía por lo menos un reo mensual para cada demarcación, so pena de quebrantar las tradiciones. Con temor debió saber el fogoso Viaco que en el primer día muntu de su gobierno cuatrocientas víctimas habían sido sacrificadas, y que se continuaría haciendo esto mismo en lo sucesivo en virtud de las facultades omnímodas de los jefes territoriales. A este paso, bien pronto se le acababan los súbditos, y con ellos las ventajas que le proporcionaban.

     Diose, pues, un edicto restableciendo el día muntu en su forma antigua, y nombrando Igana Iguru al dormilón Viami; y la solemnidad próxima tuvo lugar en la colina del Myera, en el templo de Igana Nionyi. Las dificultades, sin embargo, aumentaron: mientras unos residían cerca de Maya, otros necesitaban cuatro horas de camino para llegar a la colina, y cuando llegaban se sentían fatigados y poco dispuestos a divertirse; cuando se vivía en Maya, se cerraban las puertas de la ciudad y todo quedaba seguro; pero viviendo en el campo, unos venían a la colina, y otros, los incrédulos, se quedaban en sus casas, y aprovechaban el tiempo para saquear las del vecino. Un nuevo edicto declaró obligatoria la asistencia a las ceremonias religiosas, sin adelantar más, porque el recuento era imposible, y los autores de los robos descargaban la culpa sobre los habitantes de los distritos próximos. De esta suerte, los jefes tuvieron que resolver que cada día muntu quedara en los ensis una parte de la familia encargada de la vigilancia; y sin quererlo, pusieron la chispa que produjo la explosión.

     Si los hombres se habían resignado a sufrir, esperando, bien que con progresiva desconfianza, la venida de los cabilis, de la cual yo era el anuncio, las mujeres estaban preparando sordamente la obra de liberación. No podían consentir que del único día libre de cada mes se les robase, primero las horas del viaje de ida y vuelta, y luego el día de vigilancia, siquiera fuese uno de cada seis; excitaron las pasiones de sus esposos y de sus padres, tomando como blanco al dormilón Viami, al que consideraban indigno de ser Igana Iguru y al que atribuían todos los males: los robos, los adulterios, las muertes, obra de Rubango, irritado por la condición servil de su ministro. Llegó el décimo muntu del cómputo revolucionario y la hora del ucuezi. Viami se adelantó, descorrió las cortinas del templete, desató la cuerda y la dejó correr; a los primeros tirones, el gallo �cosa nunca vista! agitó las alas (sin duda porque no estaba bien muerto). Toda la concurrencia profirió en maldiciones contra el pobre ex-siervo, y mientras los hombres se esforzaban por descubrir el misterio que haber pudiera en el estremecimiento del gallo, y veían en él una señal de la indignación de Igana Nionyi, las mujeres, con instinto más certero, se arrojaron sobre Viaco, y una de ellas, llamada Rubuca, le cortó la cabeza con un cuchillo. Esta Rubuca �la tejedora�, era la etíope, la esposa del desgraciado y orejudo Mato, muerto en Misúa, confiscada por el rey usurpador y agregada después a su harén.

     Todos presintieron la matanza y se agruparon para defenderse; los antiguos siervos a un lado, dirigidos por el dormilón Viami, se apercibían para sostener la lucha, y junto al cadáver, el dentudo Menu proclamaba al príncipe Mujanda, mientras la familia real lloraba y gesticulaba según las costumbres del país, al mismo tiempo que reconocía como señor al nuevo rey para asegurar la vida y la manutención. Menu, en nombre del rey legítimo, acordó suprimir aquel día las ceremonias religiosas, y dedicar el tiempo al traslado de los hogares a la ciudad, por turnos designados a la suerte. La falta de armas impidió por el momento la lucha; pero los siervos tuvieron una idea que creyeron salvadora. Trataron de deshacer el error cometido al conservar la ciudad, de la que ahora se aprovechaban los enemigos, y se dirigieron a Maya, sembrando por todas partes la destrucción y el incendio; el dentudo Menu, con buen golpe de hombres y de mujeres, los persiguió y los obligó a huir; mas, por desgracia, no había otra agua que la del río, que está lejos, y no fue posible atajar el incendio, que destruyó media población. Sin embargo, destruida hasta los cimientos, hubiera reaparecido nuevamente; porque no era la ciudad material lo que atraía, sino la ciudad espiritual, la vida antigua en mal hora interrumpida por los quiméricos reformadores.

     En los diez días del gobierno provisional del dentudo Menu, la traslación se fue realizando; las sendas de todo el distrito de Maya eran largos hormigueros de mujeres afanosas, que ya iban ligeras a los ensis, ya volvían cargadas con vestidos, pieles, telas, jaulas de pájaros, taburetes y demás menudencias de su uso; los muchachos guiaban el ganado a los nuevos establos; cebúes y cebras acarreaban las provisiones y materiales de construcción; y dentro de la ciudad, los hombres, convertidos en albañiles y carpinteros, construían casas nuevas y restauraban las deterioradas. Mientras tanto, Menu perseguía a los incendiarios, ordenaba a los reyezuelos vecinos la entrega de los que cogiesen, y todas las tardes, después de concluidos los trabajos, hacía enfrente del palacio del rey una ejemplar hecatombe.

     Al amanecer del día siguiente al de nuestra llegada me dirigí al palacio real y me encerré a solas con Mujanda, para acordar con él lo que debía hacerse en tan críticos momentos; algunos incendiarios se habían refugiado en las fronteras del Norte, y los jefes militares se negaban a entregarlos; Menu sabía que en tiempo de Viaco muchas ciudades occidentales se habían resistido a enviar los impuestos; por todas partes la indisciplina asomaba la cabeza, porque, viendo que el rey toleraba el abandono de un régimen que él mismo había personalmente implantado, le creyeron impotente para reprimir otros abusos; muchos reyezuelos soñaban con declararse independientes, y cada general aspiraba a ser el amo del país. Esto no nacía sólo del reparto territorial, que apenas había dado sus frutos, sino de la debilidad del fogoso Viaco; toda la energía del organizador se convirtió en flojedad en el gobernante; el que había resistido un año de fatigas en la guerra, no soportó una semana de deleites en la paz; los artículos asignados al pago de los funcionarios fueron invertidos en la compra de mujeres, y las horas que debía consagrar al gobierno las dedicaba a satisfacer sin medida sus sensuales pasiones.

     Urgía, pues, remediar pronto estos males, y así se lo hice presente a mi yerno; pero éste, que por una extraña coincidencia aprovechada por los vates caseros, se llamaba �Buen Camino� (que esto significa la palabra mujanda), no quería comprenderme. Era un hombre de la misma madera que Viaco, y con gran sentimiento mío supe que hasta entonces no se había preocupado lo más mínimo por la suerte del reino, cuando yo, sin otro interés que él puramente humanitario, me había pasado las horas en vela cavilando sobre la situación y revolviendo en mi mente toda la historia de la humanidad en busca de las triquiñuelas más sencillas y más seguras para restaurar la monarquía legítima, las fuentes de la riqueza y las sabias tradiciones nacionales.

     La falta capital de los gobernantes mayas es la pobreza de memoria. Viven al día porque, careciendo del hábito de la abstracción, no ven más que lo visible, y no pueden abarcar las series de hechos históricos para comprender en qué punto se hallan y qué dirección es la más segura. Sus recuerdos son exclusivamente pasionales: una ofensa se les graba con tenacidad, y subsiste durante veinte generaciones; una enseñanza les hace tan poca mella como el son de los roncos bordones del laúd, que apenas llegan al oído. Después de diez meses de privaciones, Mujanda despertaba en su gran palacio, se veía rodeado de doscientas mujeres y cincuenta siervos, y halagado por las adulaciones de las personas distinguidas y por las aclamaciones de la plebe; nada tan difícil como hacerle comprender que el camino del destierro seguía donde antes estaba; que aquellas mujeres podían pasar legalmente, en veinticuatro horas, de sus manos a las de un usurpador; que aquellos siervos podían imitar, en caso de apuro, la bochornosa conducta del ala central de nuestro ejército en la batalla de Misúa; que aquellos aduladores habían adulado antes que a él al cabezudo Quiganza y al fogoso Viaco; que aquellos aclamadores habían aclamado cuando proclamaron a Quiganza y cuando le cortaron la cabeza; cuando Viaco triunfó y cuando fue asesinado; cuando Menu degollaba y cuando se suspendió la degollación.

     Yo, que sabía por la historia que los príncipes amamantados en las enseñanzas de la adversidad, cuando llegan a restaurar el trono de sus ascendientes suelen ser los más ciegos, los más sordos y los más disolutos, no intenté variar el orden de la sabía naturaleza y me abstuve de dar consejos. Únicamente solicité algunas facultades para trabajar por mi cuenta, y en este punto hay que honrar a Mujanda con el título de modelo sin par de reyes constitucionales. No sólo me concedió lo que yo deseaba, sino que me dio amplísimos poderes para hacer y deshacer a mi antojo, y hasta me hizo entrega de los rujus amarillos, donde se escriben los edictos reales. Estos rujus no los poseía nadie más que el rey, porque eran de preparación antigua, y ya no se sabía hacer en Maya la tintura con que se les daba su extraño color; pero yo descubrí el procedimiento, que se reduce a extraer el jugo de las flores grandes y pajizas de la gayomba o de una planta muy parecida, que abunda en las orillas del Niyera, y a mezclarlo con sangre de conejo y aceite de palma. Este hallazgo fue trascendental, porque a la abundancia de rujus, y no a otra cosa, se debió la salvación del país.

     Varios peligros inmediatos amenazaban, y había que atacar de frente: la indisciplina de las tropas, la desobediencia de los reyezuelos y la inmoralidad pública. Una de las consecuencias inseparables de los períodos de agitación y de cambios políticos, lo mismo entre los negros que entre los blancos, es la desmoralización. Los que han visto a una autoridad caer hoy para levantarse mañana, pasar del destierro a los honores y de la pobreza a la abundancia; los que han tenido que adular en poco tiempo a los desposeídos, a los usurpadores y a los restauradores, y acaso han obtenido triples beneficios, se acostumbran a considerar la vida como una danza continua de hombres y de cosas, pierden gran parte del temor a la ley, que confían no ha de cumplir el que gobierna por falta de tiempo, ni el que gobernará después por espíritu de oposición, y sienten un deseo violento de medrar, de aprovechar el momento oportuno para meter los brazos hasta los codos (y los brazos de los mayas son extremadamente largos) en la hacienda de la comunidad y aun de los particulares; las tropas aspiran a despojar al país para cobrar de una vez la soldada que el gobierno les da en pequeñas raciones; los reyezuelos quieren fundar cada uno su dinastía independiente y descargarla del vasallaje; los consejeros, los uagangas, los pedagogos, husmean de dónde sopla el viento, para volver las espaldas al que manda hoy y ponerse del lado del que mandará mañana; los ciudadanos se dedican a expoliarse mutuamente, confiados en hallar amparo presente o futuro para la conservación de los bienes de procedencia turbia. El estratégico de Misúa, el dentudo Menu, es un tipo característico de la época: con el cabezudo Quiganza fue consejero y se enriqueció; con el fogoso Viaco fue consejero y dobló su fortuna; muerto Viaco, fue jefe del partido de Mujanda, y se redondeó con los despojos de los siervos que hizo decapitar; con el débil Mujanda continuó de consejero, y se dispuso a seguir acumulando, insaciable, cuanto cayera entre sus garras.

     En situación semejante no había más recurso eficaz que calmar los apetitos, y para esto faltaban los medios materiales. Entonces tuve yo una idea, que llamaré genial. Me encerré solo en mi habitación con el paquete de rujus amarillos, con varios pedazos de plomo, con un cuchillo y con un tarro de tinta verde, de la que se usa para escribir. En aquellos cuatro elementos estaba la regeneración nacional. Corté cuatro pedazos de plomo en placas redondas, que alisé por una de las caras, y grabé con la punta del cuchillo diversas figuras: una hermosa vaca, cuyas ubres llegaban al suelo; una cabrita con cuernos muy retorcidos; un cebú mocho, con su enorme giba en la cruz; una cebra primorosamente listada. Luego unté los grabados con la tinta verde, y los estampé sobre las pieles, cuidando de aprovechar el espacio; y cuando se secó la estampación, los recorté en redondo con el cuchillo y los fui colocando unos sobre otros en cuatro montones, para prensarlos y desarrugarlos. En el primer día hice cien estampitas, veinticinco de cada serie, y quedé satisfecho de mi obra, que, sin ser un prodigio de arte, debía parecerlo a quienes yo las destinaba. Faltábame ahora un detalle importante: lanzar este papel moneda a la circulación. Para ello redacté un edicto breve y claro, del que, por su importancia, doy aquí la copia:

     �A los hijos de Maya.-Un motivo de la furia de Rubango es la marcha de los animales por las sendas; así veis que los destruye con los rayos del sol, con las aguas de los ríos, con los ataques de las fieras. En el reino de Rubango los ganados se conservan en las cuadras y en las colinas. Cuando Rubango quiere enviar vacas, envía pequeños rujus amarillos en los que su mirada crea vacas. Un ruju es una vaca, una cabra o lo que Rubango desea. Sus reyezuelos dan una vaca al que tiene un ruju con una vaca de Rubango. Arimi ha venido de las mansiones de Rubango y tiene la mirada de Rubango; Arimi crea vacas y cabras y toda clase de ganados. Los reyezuelos de Maya harán como los de Rubango.-MUJANDA.�

     Después de leer este edicto, que hice circular por todo el país, los mayas debieron quedar sumidos en la mayor confusión; la idea sin el hecho visible, es para ellos un arcano. Pero bien pronto llegó el hecho. Un pastor de la corte iba a Misúa a vender cinco cabras, y se presentó en el palacio real. Yo estaba allí; le hice dejar las cinco cabras y le di en cambio cinco rujus, que él miraba con ojos de asombro. Marchose a Misúa, y el pacífico reyezuelo Mtata, muy adicto a Mujanda, de quien temía un fuerte castigo, a la vista de los rujus entregó al pastor cinco cabras, al parecer más gordas que las que en Maya quedaron. Este pastor fue el primer agente de propaganda. Bien pronto se comentó el hecho en la corte y en Misúa, y todo el mundo deseaba ver los milagrosos rujus, cuya fabricación proseguía yo sin descanso previendo los acontecimientos. En un mes se hicieron diez transacciones como la primera con distintas localidades, y ni uno de los rujus que salían fue devuelto al cambio, porque los reyezuelos, por regla general bien acomodados, encontraban preferible conservar aquellas figuras que parecían vivas, creadas en pergamino regio por la mirada de Rubango o de su ministro. No tardaron en llegar peticiones de rujus, mediante la entrega de ganados, que los establos de Mujanda eran pequeños para contener. La confianza se engendró en poco tiempo, y otro hecho palpable acabó de cimentarla. Lisu, el de los espantados ojos, reyezuelo de Mbúa, vino el día de costumbre a entregar el impuesto, y mientras los demás reyezuelos mandaban trigo o cabezas de ganado, él, por indicación mía, se limitó a contar cierto número de rujus. El pago fue válido, y además Mujanda, a la vista del pueblo, le obsequió con un bonito puñal. Esto puso el sello a la reputación de los rujus, y no hubo maya que no trabajase por alcanzar siquiera uno de cada clase, convencido de que en un ruju se poseía un amuleto de Rubango, y además, en caso preciso, un animal como el que se había entregado, en caso de que no fuera más gordo. Lejos de tropezar en el peligro que yo creí, tropezaba en el opuesto, en la exageración de la confianza, en el deseo de convertir todas las riquezas en papel. Esta exageración me proporcionó un conflicto con el imprevisor Mujanda, que, a gobernar a su gusto, hubiera liquidado en pocos días el reino.

     Él quería que jamás faltasen rujus dispuestos para el cambio, y se irritaba cuando alguien exigía la devolución del ganado. Así es que el día del pago de Lisu, habiéndole yo dado instrucciones para que recibiera los rujus e hiciera el regalo del puñalito, que era mío, se resistió a obedecerme. Él comprendía la primera parte de la operación, la de recoger el ganado; pero no la segunda, la de entregarlo. �Qué ventaja había en recibir, si después existía la obligación de devolver, si era necesario conservar tantas cabezas de ganado como rujus, expedidos, para darlas a sus dueños cuando éstos lo desearan? Esto era un trabajo inútil. Pero entonces le expliqué yo cómo, si existía la seguridad de que en cualquier momento los establos reales poseían ganados para cambiar los rujus, la mayoría, sea por confianza, sea por el gusto de poseer las estampitas, sea por la comodidad para transportar sus bienes de un punto a otro sin molestar a Rubango, dejarían en paz los establos mientras no les precisara, y siempre tendríamos una gran cantidad de animales que no nos pertenecían. �Los rujus no multiplican el ganado, pero permiten que éste tenga dos dueños: uno, el que posee el ruju; otro, el que posee el animal; el que tiene un ruju con figura de vaca, es el dueño de una vaca; pero la vaca la tenemos nosotros, disponemos de ella, nos bebemos la leche y nos quedamos con las crías.�

     Este último ejemplo fue el que iluminó al imbécil Mujanda; su inteligencia era obscura, pero, una vez que atrapaba una idea, la percibía con gran penetración. Su aire de torpeza se desvaneció de improviso, y cuando el caso de la vaca le hizo comprender la parte jugosa del cambio de los rujus, estiró la boca hasta las orejas para reírse de una manera que, si en Maya hubiese diablos, podría llamarse diabólica.



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Capítulo X

Pacificación del país y abolición de la servidumbre.-Invasión y establecimiento de los uamyeras y de los accas.-Continúan las emisiones de valores fiduciarios.

     Gracias a mi ingenio y al candor de los súbditos de Mujanda bien pronto me hallé en disposición de resolver la crisis por que atravesaba el país, y de trabajar por la felicidad de aquellos hombres que, no obstante la diferencia de color, yo consideraba como mis hermanos. No eran tampoco mis móviles exclusivamente humanitarios, pues sentía una noble curiosidad científica, un vivo deseo de hacer ensayos y experimentos sobre esta nación, para deducir principios generales de arte político. En estas sociedades primitivas, los órganos están más desligados y las funciones se presentan de una manera más descarnada, permitiendo a un mediano observador descubrir ciertas leyes de carácter elemental, base de toda la estática y la dinámica políticas.

     Mis primeros esfuerzos se encaminaron a restablecer la disciplina militar de los destacamentos del Nordeste, que se habían negado a proclamar a Mujanda. Esta proclamación no tenía para ellos ningún interés, porque las raciones las recibían directamente de las ciudades próximas, y éstas no dejaban de entregarlas con puntualidad. Yo dispuse que todas las ciudades, sin distinción, pagaran el impuesto al rey, y que éste entregara de sus fondos las soldadas. Tal sistema hubiera sido muy penoso cuando los pagos se hacían en especies, y parecería además inútil enviar los cargamentos a la corte para reenviarlos desde la corte a la frontera; pero con auxilio de los rujus era sencillísimo, y ofrecía la ventaja de permitir a los ruandas la compra diaria de sus provisiones. Sin embargo, la medida produjo gran descontento en las ciudades y en los cuarteles; en las ciudades se temía que, si el rey se olvidaba de pagar a tiempo oportuno, se amotinaran las tropas y saquearan las haciendas particulares; en los cuarteles se rechazaba esta intervención desusada de la autoridad real, y se manifestaba un desconocimiento absoluto del mecanismo de la compraventa. Hubo varias asonadas militares, y cinco destacamentos, el de Unya, el de Uquindu, el de Mpizi, el de Urimi y el de Viti, puestos de acuerdo y dirigidos por el jefe de este último, el guerrerazo Quizigué, de quien no había yo encontrado aún el medio de deshacerme, se declararon en abierta rebeldía e intentaron apoderarse de Maya. Las ciudades de la orilla izquierda del río nos enviaron refuerzos e iba a comenzar la guerra; pero antes acudí a un hábil recurso, que hizo inútiles los procedimientos de fuerza y evitó la siempre dolorosa efusión de sangre. Publiqué, firmado por Mujanda, un edicto anunciando que si las tropas sublevadas volvían a sus cuarteles no sufrirían ningún castigo, y que en adelante se doblaría la ración a todo el ejército, pues ésta, y no otra, era la idea del rey al tomar a su cargo el abono de los salarios. La obediencia fue inmediata, y para mayor garantía y demostración de nuestras promesas se hizo una entrega anticipada.

     Este ejemplo decidió a los reyezuelos remisos en el cumplimiento de sus deberes a acatar al nuevo rey, quien para ganarles más la voluntad les perdonó los atrasos, y como término feliz de la pacificación acordó la condonación de un mes de impuesto a todas las ciudades. Siempre alabaré el patriotismo de todas las clases de este país, y el espíritu de sumisión de que dieron repetidos ejemplos en época tan azarosa. Bien es verdad que si de un modo rudo y grosero se hubiese exigido a cada uno de los ciudadanos la entrega de una parte de sus bienes, acaso la solución de la crisis se realizara más lenta y difícilmente; pero en tal caso la responsabilidad sería del gobernante inhábil, que no había sabido revestir sus medidas de esa forma suave y poética que tanto agrada a la imaginación popular. Aun la conducta de las tropas, que parecerá un tanto interesada, la encontré digna de aplauso, porque revelaba un gran amor al orden y a la estabilidad. Hay organismos que aspiran a cambiar de postura con demasiada frecuencia, y que son un germen de continuos trastornos; hay otros más sensatos, que sólo cambian para mejorar, y a ellos pertenece el ejército ruanda; por esto no aceptaron la innovación en el sistema de pagos hasta que vieron que les producía algún beneficio.

     Este levantamiento militar, tan noblemente ahogado por sus mismos iniciadores, fue motivo de un suceso feliz, de un hecho que formará época en la historia nacional. Apenas quedaron libres las fronteras de los distritos de Urimi y Mpizi, comenzaron a invadir el país numerosas tribus de aspecto misérrimo, hambrientas, desnudas y fatigadas por largas marchas al través de los bosques. Los reyezuelos reclamaron auxilio para expulsarlas, y los sublevados se disponían a enviar fuerzas para destruirlas. Pero, realizada la sumisión de los rebeldes, yo me dirigí a los parajes invadidos so pretexto de combatir personalmente a los intrusos y con ánimo de entablar negociaciones. Procedían estas tribus de los bosques del Norte de Maya, y quizás algunas venían desde las forestas del alto Congo, y desde los bordes del Aruvimi, hostigadas por los tratantes árabes que dominan toda esa vasta región; sus tipos eran muy diversos, pero la diferencia principal estaba entre dos, que representaban, sin ningún género de duda, dos razas muy distintas: una muy semejante a los puros indígenas mayas, habitantes del bosque, y otra de estatura más pequeña y de rasgos muy análogos a los de la raza acca, al Norte del Aruvimi. Sin embargo, los exploradores han exagerado estos rasgos, puesto que los accas no son ni con mucho, liliputienses; su talla es como dos tercios de la de un hombre ordinario; su color es moreno verdoso, como el de todas las tribus que viven a la sombra; su inteligencia es viva, y su agilidad extraordinaria. Según me dio a entender uno de los jefes (pues su idioma me era desconocido), venían en son de paz buscando refugio contra las persecuciones de unos hombres de tipo extraño que habían llegado por Oriente.

     Yo persuadí a Mujanda para que les permitiera establecerse y ya que nuestro reino era muy extenso, y el número de los invasores no tan grande que los hiciera temibles; cuanto mayor fuera el número de sus súbditos, mayores serían sus ganancias, y en las ciudades nada tendrían que padecer por la vecindad de estas gentes pacíficas. Así, pues, fue acordado admitirlos, y yo, por mi parte, les anuncié que avisaran a sus congéneres que aún quedaban en el exterior antes que se cerrara la frontera. En menos de dos meses penetraron en el país más de sesenta mil personas, esto es, una cuarta parte de la población que yo calculaba en todo el reino. Esta gran masa humana fue distribuida en cinco grupos: uno formado por los accas, en número de diez mil, quedó cerca de Maya, sostenido a nuestras expensas; de los cuatro restantes, de raza común, a los que el pueblo llamó uamyeras, �hombres del río�, uno se estableció al Norte, entre Viti y Mpizi, y los otros tres al Sur, entre Tondo y Nera, todos en el bosque. Según el convenio hecho, recibieron algunas provisiones y reyezuelos de nuestra nación; los tres hijos mayores del listísimo Sungo, y el único hijo sobreviviente del cabezudo Quiganza, fueron favorecidos con estos cargos.

     Respecto de los accas, un plan más vasto había surgido en mi mente. Era para mí incuestionable que una restauración no podía ser perfecta mientras no se aceptase algo de lo que se había hecho durante el período de gobierno ilegítimo. Gobernar es transigir, y yo buscaba con afán las personas o el partido con quien pudiera acordarse una honrosa transacción. En la cuestión del reparto territorial no era posible transigir, porque los mismos reformadores habían tolerado que quedara sin efecto, y ahora, con la presencia de los nuevos colonos, la división sería más difícil, por no decir de todo punto irrealizable; la cuestión religiosa era muy dada a conflictos, y además Viaco la había retrotraído a su antigua pureza, con aplauso general. Realmente, este extremo lo consideraba yo perfecto, y nada necesitado de mejoras ni de componendas; una religión que afirma la existencia de un ser superior o supra terreno, fuente de bienes y de esperanzas, y de un ser inferior o subterráneo, fuente de males y de terrores, es una religión completa, especialmente si cuenta, como la de los mayas, con ritos externos, que proporcionan de vez en cuando alguna expansión a los espíritus y algún reposo a los cuerpos.

     Por tanto, no quedaban más que dos puntos de transacción. El primero, reconocer que Urimi, la ciudad sin caminos, había tenido algún fundamento para asociarse a Viaco y permitir, como así se hizo, que continuara usando las sendas abiertas sin autorización, cuando el régimen ensi fue abandonado. El segundo, y más importante, conceder la libertad a los siervos. La mayoría de éstos había entrado de nuevo en la servidumbre con aparente satisfacción; mas era de temer que bajo esta falsa apariencia se ocultase un juego peligroso. Los destacamentos sublevados entregaron al hacer la paz cinco siervos incendiarios, entre los cuales se contaba el dormilón Viami, únicos que habían podido escapar a la furia del dentudo Menu. Estos cinco siervos representaban, a mi juicio, una minoría vencida, siempre digna de respeto, y con ella me entendí para hacer la tan deseada transacción.

     Se acordó que los cinco siervos, con sus familias, fundasen una nueva ciudad, que llevaría el nombre de Lopo, entre Unya y Maya, en la orilla derecha del Myera. Estos siervos, y los que se fueren agregando, recibirían como presente una familia acca, y los dueños de los siervos que reclamaran su libertad recibirían igualmente dos familias enanas. De esta manera se abría una puerta para que la liberación se fuese poco a poco realizando, sin perjuicio de nadie, hasta llegar a la completa abolición de una costumbre ofensiva para el decoro del hombre. En cuanto a los enanos, su interés manifiesto estaba en no morir de hambre, y se conformarían con la servidumbre hallándose en un país de hombres más altos, más fuertes y mayores en número, y desconociendo la lengua que se les hablaba. Un año tardé en invertirlos a todos: a cada reyezuelo le fueron enviadas cincuenta parejas, y a los que gobernaban ciudades a cielo descubierto, cincuenta más para los trabajos agrícolas; y era tal la fecundidad de las mujercillas accas, que en cinco años se había duplicado el número de los nuevos siervos. Yo tomé a mi servicio cuatro reyes y cuatro reinas, y en ese período de tiempo aumentaron su familia con veinticuatro príncipes.

     Entretanto, los uamyeras se propagaban también muy rápidamente y fundaban cuatro grandes ciudades, que se llamaron: la del Norte, Bangola, y las del Sur, Bacuru, Matusi y Muvu.

     La ciudad libre de Lopo se desarrolló con más lentitud, porque los antiguos siervos no llevaban de ordinario más que una esposa; casi todos se proveyeron de mujeres enanas para acrecentar su familia, pero el cruce de razas no fue muy feliz. La fundación de esta ciudad proporcionó a Mujanda una inesperada ventaja, pues, aparte de la no pequeña de separar de Maya y de otras ciudades elementos perturbadores, los libertos nos descargaron del peso del dentudo Menu. Éste, creyendo que en Lopo podría continuar explotando a los siervos, que afluían en gran número, más que por su voluntad porque sus dueños los despedían para recibir en cambio las dos familias enanas ofrecidas, solicitó ser nombrado reyezuelo, y a los pocos días de su llegada fue asesinado, no se supo por quién, a la puerta de su palacio. El listísimo Sungo fue a sustituirle y a restablecer el orden; y Mujanda, nada torpe en esta ocasión, confiscó en provecho propio las grandes riquezas de Menu, sin exclusión de su familia.

     Aún no había cumplido el nuevo rey un precepto tradicional en este país, la visita a todas las ciudades y cuarteles del reino, después que ha tenido lugar la proclamación y el recibimiento en la corte. Mujanda estaba deseoso de cumplir este grato deber; porque, insaciable de riquezas, soñaba con los regalos que recogería en su excursión; el pueblo pedía con insistencia que la visita se realizara, porque existe la superstición de que el súbdito que muere sin ver a su rey es muy mal recibido en las mansiones de Rubango. A esto se agregaba el miedo de que el mal recibimiento fuese todavía peor por haber aceptado un rey ilegítimo. Muchos se vanagloriaban de no haber visto a Viaco, y algunos decían verdad: los que conservan la pureza de las tradiciones son en este país tan exagerados en materia de legitimidad real, que la presencia sola de un rey usurpador les turba y les hace llorar; mientras que la contemplación de un rey legítimo les inunda de placer y les hace llorar asimismo, pero de alegría. Después de muchas prórrogas, fundadas en mis planes secretos, aconsejé por fin a Mujanda que hiciera la visita, quedándome yo en la corte al frente del gobierno y dándole instrucciones precisas sobre lo que debía hacer.

     A cada reyezuelo que le hiciera algún regalo, debería entregarle cinco rujus; a cada destacamento militar, una soldada extraordinaria, a cada consejero, un ruju; a los pueblos les perdonaría seis entregas en especie, de las que hacen a diario a las autoridades. Era preciso hacer ver que con ningún rey se obtendrían tantos beneficios como con Mujanda, y el medio demostrativo, afortunadamente no nos costaba gran cosa. Pero el punto culminante de este viaje no era tanto la entrega de los donativos, como la particularidad de éstos, nueva invención mía.

     Dos inconvenientes me había descubierto la experiencia en los rujus anteriores: uno, el valor excesivo de cada pedazo de piel, y otro, el más grave, la aglomeración del ganado en nuestra provincia, cuyos prados no bastaban ya para contenerlo, y menos para alimentarlo. No todos los distritos poseían ganados, y en éstos las transacciones eran imposibles, porque los mayas no habían caído en la cuenta de separar el valor figurado de los rujus de su valor equivalente en otras especies; aunque una cabra valiese un onuato de trigo, no se había ideado el recurso de cambiar un ruju de cabra por un onuato. En los destacamentos militares cambiaban los rujus por ganado, y después, cuando era preciso, éste por otros artículos. De aquí mi idea de estampar nuevos rujus y de aprovechar el viaje del rey para lanzarlos, con éxito seguro, a la circulación. Pero tampoco pude pensar, ni por un momento, que los nuevos grabados representaran directamente las especies, porque, ni era posible figurar el trigo, el maíz o las habas, ni sustituir las figuras por inscripciones que no todos sabrían leer y que no tenían la fuerza artística sugestiva de la representación pictórica. Acudí, pues, a otro medio e hice tres troqueles en los que representé una mujer desnuda y obesa, cuyos pechos caían hasta las rodillas; un hombre, portador de un carcaj, a la usanza de los guerreros, y un niño desnudo, sentado en el suelo, jugando con la tierra. El secreto de mi invención estaba en que, abolida la servidumbre de los indígenas, no había medio de utilizar estos rujus, sino cambiándolos por sus antiguos valores representativos; una mujer valía por su precio dotal (pues la mujer no se compró nunca como sierva), de tres a seis onuatos de trigo, que es la semilla más abundante y la que sirve de regulador; un siervo, de dos a cuatro onuatos, y un niño, medio onuato, o sea una fanega de Avila.

     El éxito de mis nuevos rujus fue completo, y en adelante todas las especies, reguladas por el trigo, fueron objeto de compraventa, y la circulación fiduciaria llegó a representar la mitad de la riqueza del país, pues, aparte de la que estaba en continuo movimiento, había una gran cantidad destinada a usos fijos. No había casa regularmente acomodada que no tuviese como principal adorno en las habitaciones de reunión nocturna, a modo de galería de cuadros, una serie completa de rujus, de las siete clases de emisión, con preferencia los de mujer. Estas incipientes aficiones artísticas las exploté yo, variando los tipos femeninos hasta el número de ocho, pues sabía que cada nuevo tipo representaba una cantidad enorme de onuatos de trigo en los graneros reales. Los ricos, que antes enseñaban con orgullo sus montones de semillas, y sus manadas de vacas y de cabras, ahora introducían al visitante en su cámara familiar, y le enseñaban la colección de rujus colgados de las paredes. Así inmovilizaban gran parte de sus bienes, que pasaban a manos de Mujanda. Los rujus de mayor circulación eran los de figura de niño, utilizados para la mayor parte de los cambios.

     La prosperidad de la hacienda del rey y de la general, puesto que un rey rico distribuye entre sus súbditos, aun siendo tacaño, como Mujanda, más que pueda distribuir un rey pobre, no bastó, sin embargo, a aquietar los ánimos de una manera permanente, de donde saqué yo en claro una vez más, que la felicidad de un pueblo es cosa imposible de conseguir. Bien es cierto que las medidas adoptadas eran las primeras, las perentorias, y que aún conservaba yo preparadas para después otras de mayor transcendencia, que quizás alcanzarían lo que las primeras no habían alcanzado; pero no era indicio tranquilizador que la recompensa inmediata de mis esfuerzos fuera la ingratitud y la enemistad de los que recibían de mí tantos beneficios. Todo el pueblo murmuraba en voz baja, acusándome de abusos y de robos, porque suponían, demostrando con ello ser capaces y aun estar deseosos de hacer lo que me imputaban, que, siendo yo el autor de los rujus, mi riqueza podía aumentarse a mi arbitrio; los uagangas y pedagogos me acusaban de dilatar la provisión de los cargos de consejero, para ser solo en el torpe ánimo y en la floja voluntad de Mujanda, y este mismo llegó a sospechar que yo cambiaba rujus por mi cuenta y me enriquecía a expensas reales. No le bastaban los inmensos bienes acumulados por mi buen ingenio, sino que su ansia envidiosa se extendía, hasta los míos, que si, a decir verdad, algo y mucho habían crecido con mis trabajos de grabador, no eran suficientes para recompensar mi inteligencia y mis esfuerzos. Yo percibía, oído avizor, estos primeros leves rumores, y me apresuré a acallarlos con abundantes dádivas a los pobres, en la seguridad de que éstos, al menos, cederían mientras estuvieran ocupados en digerir mis donativos; pero comprendí que allí hacía gran falta una reforma orgánica. El equilibrio político, indispensable para la buena marcha del gobierno, se había roto en beneficio del rey y de los siervos, y en daño de la clase media, y había que restablecerlo por cualquiera de los medios que se emplean para restablecer el equilibrio de una balanza: o quitando del platillo que tiene de más, o añadiendo al que tiene de menos, o partiendo la diferencia. Esto último, que era lo más justo, me pareció desde luego lo más impracticable y lo más expuesto a desatar las envidias y los odios. El sistema de aligerar el platillo más pesado, ofrecía, además de las resistencias naturales en quienes viesen disminuidos sus privilegios, otro peligro más grave: si los desequilibrios eran muy frecuentes, y hoy se quitaba de un lado y mañana del otro, siguiendo con constancia el mismo procedimiento sustractivo, no tardarían en quedar los dos platillos vacíos. No había, pues, otro recurso que el de nivelar, añadiendo donde fuera menester. Este último sistema no ofrecía más inconveniente que uno: aumentando sin cesar los privilegios, hoy a unos, mañana a otros, siempre para conservar el ansiado equilibrio, no tardaría en ser tan enorme el peso total que se tronchara el eje de la balanza gubernamental y todo viniera abajo. Pero como esta catástrofe, aunque posible, no sería inmediata, y acaso ocurriría cuando yo hubiese muerto, me decidí desde luego por el criterio aumentativo, y con arreglo a él me dispuse a redactar una Constitución.



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Capítulo XI

Continúa la restauración.-Reformas introducidas en el mobiliario y en la indumentaria.-Invención de la pólvora.

     Seis meses duró la ausencia de Mujanda; pues aunque el viaje hubiera podido terminarse en menos de la mitad de tiempo, el rey se complacía en prolongar sus visitas más de lo que conviniera a su alta dignidad. Los súbditos no se hartaban de ver a su legítimo soberano, y el soberano no se hartaba de vivir a costa de sus súbditos; y el único atractivo que podía apresurar el regreso del rey a Maya, el amor de sus esposas, estaba neutralizado por otro de igual fuerza, porque los reyezuelos y próceres, conocedores de la afición de Mujanda al sexo femenino, le ofrecían la flor de sus harenes, deseando recoger en cambio algún vástago regio. En este punto, sin embargo, les defraudó su soberano, que en la corte y fuera de ella dio señales de que nunca tendría sucesión.

     Mientras tanto yo continuaba en Maya encargado del gobierno y dedicado a implantar algunas reformas menudas, preliminares de otras más importantes, cuya ejecución requería ciertos datos que el rey, por encargo mío, había de recoger en todas las localidades, y reunir en un acta confiada a la pericia de un pedagogo, que juntamente con cuatro uagangas formaba parte de la real comitiva. Sólo tuve que abandonar mi puesto dos veces para asistir a dos ceremonias jurídicas, una en Upala, con cuyo motivo volví a ver al corredor reyezuelo Churuqui, y otra en Lopo, la naciente ciudad creada por mi famosa transacción, donde el listísimo Sungo se veía y se deseaba para conservar el orden entre sus díscolos conciudadanos. Sólo la pesca en el río había podido librarles de morir de hambre, porque estos antiguos siervos manifestaban una invencible aversión al cultivo de la tierra, del que habían hecho cargo a sus siervos enanos; pero los hombrecillos accas, unos solos, otros con sus familias, se habían fugado de Lopo y refugiado en la vecina ciudad de Bangola; el reyezuelo Asato, el hijo del cabezudo Quiganza, les había concedido amparo y los había distribuido entre los uamyeras, sus súbditos, en calidad de siervos, sin que hasta el día uno solo hubiera vuelto a aparecer por su antigua morada. La causa de esta fuga eran, como ocurre de ordinario, las mujeres: los amos querían apropiarse las esposas de sus siervos (que, aunque enanas, no dejaban de apetecérseles), y éstos, conformes en prestarlas a su señor, se negaban a cederlas por completo. Muchos amos, irritados por la resistencia, habían impuesto duros castigos, y en algún caso habían dado la muerte a los pobres accas, que, aterrorizados, escaparon como pudieron, mientras los criminales quedaban impunes, porque la ley no decía nada sobre estos hechos. La población estaba excitadísima contra los de Bangola, a quienes se consideraba como extranjeros y enemigos, y deseaba la muerte de una mujercita acca, muy joven y graciosa, acusada de haber asesinado, durante el sueño, a su señor para vengar la muerte de su marido. En la ley antigua se reconocía la legitimidad de la venganza personal entre gentes de igual condición; por venganza, un hombre libre podía matar a un hombre libre, y un siervo a otro siervo. Si la condición era distinta el crimen no era legítimo, y el autor debía en castigo, si era hombre libre, libertar a toda la familia del muerto y pagar una multa al rey, y si era siervo, sufrir la última pena. El problema planteado era difícil, porque la opinión común negaba a los accas la dignidad personal; y aunque para este caso se les consideró como personas, quedaba aún otro punto obscuro. Un siervo establecido en Lopo, libertado por su dueño sin cumplir las formalidades antiguas, �era siervo como antes para los efectos de la ley penal, o gozaba de los privilegios del hombre libre? Era clarísimo en el caso presente que la condición civil había variado, porque la transacción borró de hecho los antiguos procedimientos para manumitir, y que la enana debía sufrir la pena de los siervos, en cuyo lugar se encontraban los individuos de su especie. Yo condené a muerte a la intrépida heroína, mas para librarla hice saber que en la corte no había reos para el próximo afuiri y que deseaba llevármela. Estas transferencias de víctimas de unas ciudades a otras eran muy frecuentes, porque en ninguna se quería celebrar el día muntu sin derramamiento de sangre; pero en el momento actual mi decisión produjo malísimo efecto, y la plebe se encargó de revocarla, amotinándose, apoderándose de la reo, y sacrificándola acto continuo.

     Yo regresé a Maya disgustado por estos procederes, y para castigarlos, de acuerdo con el listísimo Sungo, envié a los jefes de los destacamentos de Viti y de Unya orden de atacar a Lopo. Al mismo tiempo, para mi tranquilidad, encargué a Sungo que aprovechase la ocasión de matar a Quizigué, del que le dije temer un acto de rebeldía; al frente del destacamento de Viti colocaríamos a Asato, el hijo de Quiganza, más aficionado a las armas que al gobierno; Sungo pasaría a gobernar la gran ciudad de Bangola, populosa y fructífera, como Maya, y su hijo cuarto, deseoso de obtener algún cargo, quedaría de reyezuelo en Lopo. Tan extensa combinación se realizó en seis días; Lopo quedó medio en ruinas, y Cané, el hijo de Sungo, encontró disminuidos sus súbditos en una mitad, pero más dóciles para someterse a sus mandatos.

     El gobierno interior de la casa real, a falta de hijos, corría a cargo de la madre de Mujanda, la sultana Mpizi, �la hiena�, llamada así porque su amor de madre era tan intenso que, habiéndosele muerto un hijo, le dio piadosa sepultura en su propio estómago. Como en Maya las atribuciones domésticas de un rey no están perfectamente deslindadas de las facultades públicas, tuve que entenderme, para evitar conflictos de jurisdicción, con el ama del palacio, y de aquí nacieron ciertas relaciones íntimas y censurables, no deseadas por mí, en verdad, que si fueron benéficas para la marcha de los negocios públicos, no dejaron de producir murmuraciones y críticas en todas las clases sociales. Desentendiéndome de ellas yo, continué mis trabajos de restauración, deseoso de contribuir, con cristiano desinterés, a la felicidad de los que tanta malquerencia me mostraban, y comencé por algunas reformas de carácter doméstico.

     Mi primera innovación fue en el lecho, que era muy incómodo; se reducía a una tarima estrecha y alargada, puesta al ras del suelo de pizarra, más propia para quebrantar los huesos que para reposarlos. Construí para mi uso un catre de tijera, e hice rellenar de plumas dos colchones anchos y una almohada, y con estos elementos compuse un lecho blando y aseado sobre el cual se podía dormir beatíficamente. Mis esposas, ya por curiosidad, ya por deseo de agradarme, solicitaron tener camas como la mía, y yo, instruyendo a los veinte accas que tenía a mi servicio, cuyas facultades imitativas estaban muy desarrolladas, les hice construir catres para todas, en tanto que ellas mismas se cuidaban de hacer los colchones y las almohadas. En el primer día muntu que subsiguió la novedad se hizo pública, y en todas las familias entró el deseo de gozar del precioso invento. Yo no hice de él ningún misterio; al contrario, deseaba que se generalizara y que conocieran las comodidades que producía, para que se mostraran mejor dispuestos a recibir las reformas que vendrían después. Mis esperanzas, sin embargo, no se realizaron por el momento, y conforme se extendía el uso del catre de tijera, se iba aumentando la malquerencia de mis conciudadanos; porque, acostumbrados a dormir casi en el suelo, solían, cuando les molestaba el calor, rodarse instintivamente fuera del lecho y dormir sobre la fresca pizarra; y cuando comenzaron a hacer uso del catre, todas las noches se caían de él, y muchos se hacían contusiones, de las que yo, sin culpa real, era el único responsable. Este mismo inconveniente lo habían sufrido mis mujeres, pero no se habían atrevido a quejarse, y yo lo remedié aconsejando el uso de ligaduras al pecho y a las piernas. Otra de las contras de mi innovación era su costo excesivo, que para las familias numerosas se elevaba a una fortuna, pues el precio de cada juego completo no bajaba de cinco rujus pequeños, o sea dos onuatos y medio de trigo. Por último, en las noches de calor, el lecho de plumas se les hacía insoportable, y más insoportable aún cuando los insectos, abundantes en estas latitudes, se conjuraron también contra mi reforma. El tiempo se encargó de desvanecer estos males; las plumas fueron sustituidas por granzones majados, que antes se perdían en los rastrojos y que no costaban más que la molestia de recogerlos; se empleó otra madera más dura, que resistía los ataques de los insectos; en suma, el catre de tijera, con sus accesorios, se aclimató en el país, y los rudos cuerpos de sus habitantes creo que me lo agradecerán eternamente; pero mi recompensa fue un largo período de impopularidad, de la que participó el dios Rubango, de cuyas mansiones decía yo, así a propósito de éste como de todos mis inventos, haber traído las nuevas ideas.

     Resuelto a seguir con tenacidad la obra emprendida, dedicaba todo el tiempo a preparar sorpresas, y no pasaba día muntu sin que mis mujeres, vehículo inconsciente de la regeneración de su patria, llevasen a la colina alguna nueva relación, que los indígenas, sin dejar de hablar contra mí, escuchaban con interés; no había fiesta completa si faltaba la comidilla habitual, la última cosa que el Igana Iguru había pensado por inspiración de Rubango. Y no era lo menos interesante de estas escenas la forma de que se valían mis mujeres para explicarse, y el público para comprenderlas, siendo casi todas las novedades tan fuera de los usos y del vocabulario del país. Después del lecho siguieron la mesa y la silla. En el país sólo era conocido el taburete para sentarse, y para comer, el suelo; de ordinario, los hombres comían de pie, y las mujeres sentadas, y en cuanto al uso de la vajilla, era muy limitado, porque los alimentos son por lo general secos y se sirven a la mano: pastas de trigo de maíz o de manioc, frutas, legumbres, huevos, pescado seco, y alguna vez tasajos de carne asada, son los platos ordinarios. El uso de las sillas y las mesas producía una verdadera revolución en las costumbres, y tuvo encarnizados partidarios y detractores; en cuanto a la silla, la variación principal estaba en el respaldo, absolutamente desconocido en Maya, y la ventaja sobre el simple taburete era innegable. Las mujeres, que pasan el día sentadas, se declararon en mi favor; pero los hombres estaban en contra porque su costumbre era sentarse en el bajo taburete o en el suelo, cruzar los brazos alrededor de las rodillas, y echar la cabeza sobre éstas para descansar o dormir. Tal postura les parecía más cómoda que permanecer tiesos sobre las nuevas sillas; y en cuanto a retreparse no había que pensar en ello, porque se mareaban y aun se desvanecían mirando un poco tiempo hacía arriba. El principal motivo de la oposición estaba, sin embargo, en que, juntamente con la silla y la mesa, apareció la idea de aplicarlas a las comidas familiares.

     Yo había dispuesto, para no aburrirme a solas, que en el patio del harén se colocara una larga mesa, capaz para mis cincuenta mujeres, y que en torno de ella, todos sentados, hiciéramos las comidas en común. Los siervos se encargaban de entretener a los niños y del servicio de la mesa, y después quedaban libres para comer, a su vez, en el patio o en las galerías exteriores de la casa. Esto exigía dos interrupciones de la vida aislada, sostenida por la tradición; pero no me pareció imprudente la reforma, porque, si antes se temía el contacto de las mujeres y los siervos, ahora que éstos eran, con ligeras excepciones, de la raza enana, no había peligro, dado el desprecio con que las mujeres los consideraban. Sin embargo, los indígenas habían conservado rutinariamente la idea de que entre hombres y mujeres no debe haber relación fuera del día muntu, y, aparte de esto, rechazaban el pensamiento de familiarizarse con sus esposas e hijos, de igualarse con ellos, comiendo todos los mismos alimentos, en la misma mesa y a la misma altura. La costumbre autorizaba al padre a comer mejor que los demás, y sólo los hijos mayores eran admitidos en su compañía; las mujeres comían todas juntas, señoras y siervas, madres e hijas, por turnos rigurosos de elección, y los siervos después de su señor, con los jóvenes aún sometidos al cuidado de los pedagogos. Había, por tanto, tres comidas diferentes, según sexo, edad y categoría, y en sustitución de ellas implantaba yo dos, haciendo caso omiso del sexo y la edad. Las ventajas del nuevo sistema eran grandes: las comidas hechas en familia adquirían ciertos atractivos que no podían tener haciéndolas cada cual por separado; se igualaba la condición de las mujeres y de los hijos a la del padre, y se instituían dos horas de reposo de las doce dedicadas al trabajo o a los pasatiempos. En el sistema antiguo la comida era un mero accidente, que no suspendía por completo las faenas ni proporcionaba ningún solaz. A pesar de todo esto, después de algunos días de boga, mi proyecto fracasó, arrastrando en su caída las mesas, sillas y demás accesorios del servicio que yo había ido agregando; sólo contadas familias, entre ellas la mía y la del rey, conservaron en parte el nuevo uso, y muchos vendieron los muebles, que se convirtieron en objetos de adorno y de distinción, siendo así que yo los introduje con propósitos igualitarios. Todos mis buenos deseos se estrellaron contra la incapacidad de los mayas para educarse en el arte de comer, contra el orgullo de los jefes de familia y su errónea creencia de que sus mujeres y sus hijos no eran dignos de equiparárseles, contra la prevención que inspiraba el contacto con los siervos, fuesen o no fuesen enanos. Para ser completamente veraz, no omitiré que las mismas mujeres, que al principio se mostraron partidarias de la silla con respaldo, la rechazaron después y se negaron a comer en familia por conservar viejas preeminencias. Las favoritas, que eran las más influyentes, encontraban preferible comer a solas, tumbadas sobre una piel y eligiendo los alimentos, con tal que sus compañeras de menos prestigio comieran de las sobras y sentadas en sus taburetes o en el suelo.

     Para reconquistar las simpatías del sexo débil acudí a un invento que me desquitó con creces de la caída anterior y que adquirió en todo el país una rápida popularidad: las telas de colores. En Maya sólo eran conocidos, y muy imperfectamente, los colores rojo (o más bien encarnado) y verde; el rojo se obtenía mojando las telas en sangre de búfalo, y el verde, restregando sobre ellas tallos y hojas de plantas jugosas que crecen en los bordes del río. No obstante lo sencillo de la manufactura, era difícil hallar bellas túnicas de color; éste se daba antes de formar la prenda, cuando la tela está en tiras estrechas, como de media cuarta, a modo de pleitas formadas con fibras textiles del miombo y de algunos otros árboles, muy groseramente entretejidas; de suerte que al unir estas tiras con un cabo entrecruzado, dándoles vueltas para formar un largo miriñaque (forma primera de las túnicas, antes que el uso las arrugue y las aje), el color no quedaba compacto, sino muy mal distribuido, y más en las túnicas verdes que en las encarnadas. Yo recurrí al auxilio de punzones de caña, por el estilo de las almaradas que usan los talabarteros, y pude formar telas de gran ancho, de costuras poco perceptibles, y componer túnicas de hechura más fácil y airosa. Estas telas anchas eran sometidas a la estampación en una prensa de madera, compuesta de dos cilindros giratorios, uno de ellos seco, y el otro untado de diversas tinturas minerales y vegetales, en las que representé todos los colores del iris en sus matices más vivos y chillones. Primeramente hice telas de colores lisos y listados, y después, por medio de toscos grabados en la madera, saqué dibujos caprichosos a cuadros y a lunares, y algunos con cabezas representativas de toda la fauna del país.

     Mi flaca esposa Quimé tuvo una idea que a mí no se me había ocurrido: emplear estas telas en el adorno de los sombreros, los cuales, creo haber dicho ya, se componían sólo de cuatro hojas anchas y picudas, unidas en forma de pirámide. Como los hombres los usaban de igual forma que las mujeres, fuera de los que por su dignidad llevan en día de gala la diadema de plumas, estos adornos servirían para embellecer a la mujer, y al mismo tiempo para distinguirla del hombre. Hay que tener en cuenta que los mayas de ambos sexos visten del mismo modo, y que los hombres no tienen barba ni otras señales muy claras y visibles de su sexo, para comprender el afán con que los varones procuraban distinguirse de las hembras, ya por el tamaño del sombrero, que algunos agrandaban hasta convertirlo en quitasol o paraguas, ya por la forma de las sandalias, ya por la longitud de las túnicas. El signo más seguro del sexo fue hasta entonces el cinturón, usado sólo por las mujeres el día muntu; pero como este adherente impedía la circulación del aire, era justamente odiado, y muchas lo descuidaban. El pensamiento de la flaca Quimé tenía, pues, extraordinaria transcendencia, y con aplauso de todo el mundo los sombreros de la mujer fueron en adelante cubiertos con retazos de colores y adornados con escarapelas y lacitos en combinaciones muy variadas.

     El primer día que mis mujeres se presentaron en la colina del Myera luciendo sus vistosas túnicas, todas distintas y a cuál más llamativas y caprichosas, y sus sombreros de última novedad, fue tal la impresión del público, que no hubo atención para las ceremonias sagradas, ni sosiego para los esparcimientos, ni ojos para otra cosa que para contemplar con misteriosa delectación el brillante espectáculo. Veíase a las claras que no había mujer que no quisiera en aquel momento pertenecerme a trueque de obtener una túnica de colores, y que no había varón que no me envidiara mis esposas, con el nuevo atavío resplandecientes de hermosura. La murmuración encontró un tema inagotable, dentro del tema favorito por este tiempo: mis relaciones con la sultana Mpizi, que eran públicas y notorias, porque ésta, con su franqueza nacional, declaraba el secreto a todo el mundo. La arrogante sultana lució aquel día una túnica pintarrajeada con rojas cabezas de león, regalo que yo le había hecho despreciando las habladurías de la plebe; las mujeres de Mujanda, disgustadas ya por el abandono en que las tenía su señor, me dirigían dardos enconados y ardían en celos contra su suegra colectiva.

     Otro en mi lugar hubiera explotado el entusiasmo del público, y hubiera convertido la fabricación de telas en una industria muy lucrativa; pero yo no tenía gran apego a las riquezas, y contaba con suficientes y aun sobradas para el sostenimiento de mi casa y mi dignidad; concedía más importancia a mi intento de granjearme el amor de los mayas, y, aunque recientes ejemplos me hubieran demostrado la inutilidad de mis desvelos y de mis sacrificios, persistía en él, confiado en que la innegable bondad que, según se cree, hay en el fondo de la naturaleza humana, se dignaría al cabo asomar la cabeza. Me apresuré, pues, a vulgarizar mi invención, reservando dos puntos: la tintura amarilla y los grabados, que podrían servir de indicio para falsificar los rujus o para hacerles perder gran parte de su mérito. Esta contingencia me pareció muy poco probable; pero nunca está de más que un gobernante peque por exceso de precaución. Fuera de estas especialidades, que, según les dije, eran obra de mi vista, que no podía transmitirles, el resto fue del dominio público desde el día siguiente, en que mi casa estuvo convertida en jubileo. Todos los carpinteros de la ciudad y del reino aprendieron a hacer prensas estampadoras, y todas las mujeres aprendieron a manejar los punzones de caña, a hacer telas anchas y a confeccionar túnicas a la moda; en cuanto a las tinturas, muy pocos supieron prepararlas, tanto por la dificultad que en ello había y por la torpeza natural de estas gentes para las manipulaciones químicas, cuanto por la corruptela que yo introduje de regalarlas a todo el que las deseaba. La molestia que recayó sobre mí por este motivo la di, sin embargo, por bien empleada, puesto que me creó una clientela obligatoria, sobre la que pude ejercer más tarde cierta autoridad.

     Por un contraste muy frecuente en la vida gubernamental, esta reforma, que di a luz sin pretensiones, como un ligero entretenimiento impropio de un hombre de Estado, fue muy fecunda en bienes, y quizás la más humanitaria de las que fueron debidas a mi gestión. Hubo un período de paz y de trabajo incesante mientras se renovó por completo la indumentaria nacional; las túnicas sin teñir cayeron en desuso, y muchos siervos accas, que continuaban desnudos como el día de su llegada al país, las utilizaron con gran contentamiento para cubrir sus carnes, y aun no faltó alguno que se ingeniara y consiguiera teñirlas para aproximarse más a sus amos en el parecer. Por último, la educación estética de los ciudadanos dio un gran paso, y el prestigio de la mujer se elevó hasta un punto desconocido, merced a las seducciones que las airosas y elegantes túnicas y los lindos y caprichosos sombreros agregaron a las que ya ellas naturalmente poseían.

     Otro invento que corresponde a esta fecunda época, pero que guardé oculto para más adelante como un gran elemento de poder, fue el de la pólvora, que al principio fabriqué en pequeñas cantidades por vía de ensayo. Pude hacer mucha (aunque de calidad bastante inferior) con pocos dispendios, por abundar en el país los elementos indispensables; cerca de Boro existen grandes yacimientos de azufre, con el que se suele untar la punta de las teas para encenderlas mejor; en el Unzu se recoge un excelente salitre, y las márgenes del Myera están pobladas de sauces de diversas especies, sobre todo de mimbreras comunes; pero como me atreví a almacenar grandes reservas temiendo los peligros de una explosión. Con la primera que fabriqué hice cohetes largos, que reuní en haces y escondí en los graneros, en espera de ocasión oportuna para emplearlos con el debido aparato y con fines útiles para la comunidad. Nunca me hubiera atrevido a descubrir imprudentemente las aplicaciones de aquel inocente polvillo negro, que en manos de los mayas hubiera dado al traste en pocos meses con la nación.



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Capítulo XII

Regreso de Mujanda a la corte.-Información sobre el estado del país.-Reorganización del poder central y creación de los cuerpos de escala cerrada.-Reformas radicales en la asamblea de los uagangas.

     Aunque éstas y otras reformas de poco fuste me consumían casi todo el tiempo, no dejaba de aprovechar los ratos perdidos para mi trabajo capital, el proyecto de Constitución, en el que llegué al artículo 117, punto donde ciertas dudas graves me asaltaron el espíritu, me desalentaron y detuvieron mi pluma. Mi primer propósito había sido seguir las huellas de los más ilustres restauradores, comenzando por promulgar una Constitución, continuando por las leyes orgánicas complementarias, y concluyendo por las medidas de carácter práctico y por los utilísimos reglamentos. Pero ocurrióseme pensar que si esta Constitución había de ser, como recomiendan los tratadistas, un reflejo exacto de la vida nacional, no era yo el llamado a redactarla. �Cómo podría yo reflejar por medio de mi pluma el carácter y el temperamento de un país que me era casi desconocido? Y aunque esto llegara a conseguirlo por un fenómeno de adivinación y con auxilio de los datos que me traería Mujanda, �no era expuesto lanzar precipitadamente en este período transitorio una Carta constitucional que, publicada en la mañana, quizás necesitaría reformas por la tarde? �Qué hubiera sido de una Constitución escrita en los primeros días del nuevo reinado, cuando a poco el establecimiento de los uamyeras modificó la división territorial, y la liberación de los siervos cambió el estado civil de las personas?

     Más adelante me fijé en otro hecho importantísimo: en Maya, las leyes se establecen por medio de la acción, no de palabra ni por escrito. Un decreto no significa nada si no le acompaña la ejecución inmediata de sus preceptos. Cuando Usana realizó la concordia religiosa, publicó un edicto el día anterior al ucuezi para prevenir a sus súbditos; pero al día siguiente organizó de hecho las ceremonias religiosas en el orden en que se continuó celebrándolas después, salvo algunas variantes simplificadoras toleradas por el uso. Así se hizo siempre. Las cosas percibidas por los ojos se graban con más fijeza en la memoria que las que entran por las orejas, y esta desigualdad potencial de los órganos se ha agrandado con el hábito de tal suerte, que los mayas poseen una memoria plástica maravillosa, y en cambio carecen casi en absoluto de memoria auditiva. Júzguese, pues, de lo aventurado que sería dictarles una Constitución, que hasta aquí constaba de 117 artículos y que tendría probablemente el doble; era de temer que ni los súbditos la leyeran, cosa después de todo muy disculpable porque la mayoría no sabía leer, ni las autoridades la aplicaran, lo cual era menos digno de disculpa. Dejando en suspenso mis trabajos de redacción para época más oportuna, decidí acomodarme a las costumbres mayas e implantar de una manera tangible reformas parciales bien combinadas, cuyo conjunto sería una Constitución de hecho, sobre la cual, como bello florón, podría más tarde colocar una Constitución escrita, que, conservada en los archivos reales, sirviese de documento histórico inapreciable para los siglos venideros.

     Entretanto regresó el rey, y hubo con tal motivo las fiestas acostumbradas: la recepción a las puertas de la ciudad; la danza de uagangas, en que a falta de consejeros, hicieron de jefes los miembros más antiguos de cada grupo, y la danza general hasta la puesta del sol. Mujanda se mostraba contentísimo del viaje y satisfecho del buen orden que yo había sabido mantener en el gobierno; de las innovaciones introducidas, alguna de las cuales, la de teñir las túnicas, había derramado la alegría por el país, y, sobre todo, de los valiosos regalos que por todas partes le habían hecho. El hábil calígrafo Mizcaga me hizo entrega de cinco grandes pieles, en donde había ido escribiendo las observaciones diarias del rey; en descifrarlas pasé gran parte de aquella noche, y jamás recuerdo haber perdido el tiempo más inútilmente. Algunos estadistas han llegado a creer en la Providencia observando la armonía con que en el mundo se producen los hombres necesarios para las cosas, y esto mismo me ocurrió a mí aquella noche; la época de gobierno absoluto (aunque con apariencias de parlamentario) había producido una serie de hombres geniales: el ardiente Moru, el corpulento Viti, el lluvioso Ndjiru, con el radiante Usana a la cabeza; la época de gobierno constitucional que yo abría con mi presencia, se iniciaba con un rey mentecato. Aunque mis acendrados sentimientos políticos y mi respeto hacia la personalidad del débil Mujanda no me permiten publicar íntegro su informe, extraeré de él algunas noticias.

     De los doce destacamentos militares sólo había visitado cinco, los que están muy próximos a las ciudades; de éstas, que eran veintiocho, exceptuada la corte, no había querido visitar seis: Lopo, Urimi y las cuatro habitadas por los uamyeras, en las que no se consideró seguro. Estuvo en las restantes, pero en las de los bosques, cuya residencia era poco agradable, no hizo más que entrar y salir. En resumen, sus visitas se redujeron a las ciudades fluviales; pero aun respecto de éstas, sus observaciones eran baladíes e inoportunas. De aquel diario monstruoso no saqué en limpio más que un catálogo de objetos recibidos como regalo, una pesada descripción de banquetes y de los seis días muntus que había celebrado fuera de la corte, una enumeración de las personas más ricas que había conocido, traída no sé con qué propósito, y una larga lista de nombres de mujeres que le habían agradado y que pensaba adquirir a la primera ocasión. Nada de esto era interesante para el asunto que ya traía entre manos, y tuve que acudir a las luces del redactor, a quien tenía en muy buen concepto. Mizcaga, llamado así por tener seis dedos al fin de cada extremidad torácica, era el decano de los pedagogos, un viejo de mirada aguda y penetrante, de nariz afilada, de barba prominente y carácter firme y enérgico. Sus palabras fueron para mí como un relámpago en las tinieblas.

     Los destacamentos militares no eran ya verdaderos destacamentos. En lo antiguo, los ruandas eran hombres fuertes, de veinte a cuarenta años; sólo podían tener una esposa a lo sumo; si reunían más de dos hijos, eran trasladados a las guarniciones del interior, y cuando tenían más de cinco o cumplían los cuarenta años, eran dados de baja, se les asignaba casa propia, y muchos desempeñaban cargos públicos. Ahora se había relajado de tal suerte la disciplina, que cada cuartel era una ciudad; el número de soldados era menor que antes, con lo cual los jefes obtenían un gran lucro; muchos ocupaban dos o más celdas del cuartel, con varias mujeres y numerosa prole; no se observaba la regla de la edad, ni la de la familia, y según se iban desarrollando los hábitos de ciudadanía, se iban perdiendo las cualidades propias del buen militar. Sólo se seguían las buenas tradiciones en algunos destacamentos del Sur y en el de Rozica, al Norte, donde el ejército practicaba la poliandria y sostenía una mujer para cada siete soldados.

     En las miserables ciudades del bosque la poliandria se generalizaba y la población disminuía, no obstante el refuerzo suministrado con los envíos de accas; casi todas las mujeres eran vendidas en la corte y, desde que se dobló la paga al ejército, en los cuarteles; los caminos estaban interceptados y los reyezuelos descontentos; la aspiración general de éstos era pagar menos tributos, así como la de los generales era recibir mayor soldada. En las ciudades agrícolas y fluviales la situación material era satisfactoria; pero cada día se acentuaban más las rencillas y los odios locales. Entre Unya y Ancu-Myera, entre Quitu y Arimu, entre Zaco y Talay, y entre Nera y Rozica, existían rivalidades enconadas porque, siendo vecinas, querían ejercer la supremacía en el río; para ello acudían a todas las malas artes de la guerra encubierta; violando el reposo de la noche, algunos reyezuelos enviaban partidas de gente pagada para robar las canoas de los enemigos, o si no podían robarlas, para echarlas a pique, pues el número de canoas era el signo más seguro de poder. Y como estos desmanes eran pagados con la misma moneda, los constructores de canoas no daban abasto a los pedidos, y repetidas veces se hubo de sufrir la escasez y carestía por no poder pescar. No faltaban tampoco, aparte de éstas y otras maniobras solapadas, combates navales a la luz del día; puestos en línea los bandos enemigos, se abordaban con furia y luchaban cuerpo a cuerpo, y los que se apoderaban de una canoa contraria, ataban a sus tripulantes de pies y manos y los arrojaban al río para que sirviesen de pasto a los peces. Entre Mbúa y Upala la lucha era mortal por el predominio en el Unzu; los de Mbúa habían conseguido cerrar las entradas occidentales, y como los de Upala no podían fácilmente remontar la catarata para penetrar por la ruta de Mbúa, casi se veían privados de la pesca en el lago; pero se vengaban acechando emboscados a los de Mbúa y matando a cuantos podían. El irritante privilegio de éstos estaba apoyado por el rey, que pagaba con él la fidelidad canina de los súbditos de Lisu.

     Otro privilegio no menos censurable era el que se había arrogado Monyo, el reyezuelo de nariz larga y afilada que gobernaba a Boro. Era costumbre que los mayas de buena posición fuesen todos los años a visitar la montaña donde se verificó la ascensión del dios bueno, del hipopótamo alado, padre de los cabilis. El narilargo Monyo imponía un fuerte derecho de peaje a los devotos romeros y condenaba a muerte a los defraudadores. El descontento por este abuso era general, y se hablaba de una alianza guerrera de Ruzozi, Viyata y Quetiba contra Boro, para vengar la muerte de un hijo del glotón reyezuelo Viaculia, condenado últimamente por defraudador. Urimi y Cari, las dos ciudades levantadas en armas por el fogoso Viaco, también estaban ahora separadas por un rencor profundo, que se avivaba de vez en cuando por ser su causa permanente. Entre ambas ciudades, y sirviendo de frontera natural a sus respectivos distritos, corre un arroyuelo que va a dar en el Myera, junto a Zaco. Después de varias guerras, el corpulento Viti arbitró que los ganados de una y otra ciudad pudieran abrevar en el arroyo, puesto que el agua no había de acabarse aunque acudieran a beber todos los rebaños del reino. Conformes ya en el aprovechamiento común, el conflicto siguió en pie y hubo nuevas guerras, porque las dos ciudades pretendían el derecho de prioridad en el caso posible de que rebaños diferentes se encontrasen junto al arroyo y hubiera, para evitar confusiones, que esperar, ya de la una, ya de la otra parte. El ardiente Moru resolvió que la prioridad fuese del que llegase primero; mas se daban tal maña los pastores rivales, que casi siempre acudían todos a la vez, y las disputas se recrudecían y las refriegas nunca terminaban. Durante la permanencia del rey en Cari un combate había tenido lugar, y catorce pastores quedaron muertos en ambas márgenes del arroyo. Como éstos, en cada palmo habitado del territorio existían motivos de discordia, contra los que no había solución en lo humano. Yo me alegré mucho de estas noticias, porque el trato con los mayas de la corte me hizo temer que todos fueran tan habladores y holgazanes como ellos, y que no hubiera energías en la nación; pero estas luchas intestinas demostraban que sí había fuerzas y aun exuberancia de ellas, bien que, por desgracia, estuviesen empeñadas en destruirse mutuamente.

     Pero de las revelaciones del calígrafo Mizcaga, las que más fijaron mi atención fueron dos: la primera, que casi todos los reyezuelos estaban quejosos porque sus parientes no podían asistir al congreso de los uagangas. Como éste se celebraba el día siguiente al muntu, los consejeros que residían lejos de Maya, o tenían que perder la fiesta religiosa, o dejar de concurrir al congreso. De aquí resultaba que casi todos los uagangas del reino que no podían residir en la corte se vieran incapacitados para usar de su derecho a hablar y a danzar, y que las ciudades carecieran de representantes. La otra revelación era que había producido excelente efecto la combinación de cargos entre Sungo, Asato y Cané, y la noticia que yo hice circular de que los reyezuelos que se distinguieran por su obediencia y su rectitud serían trasladados a otros gobiernos mejores. Casi todos los funcionarios soñaban ya con un cargo mejor que el que tenían, y yo encontraba en estas aspiraciones el elemento indispensable para centralizar más el poder.

     Mi primer acuerdo fue nombrar los consejeros. En vez de tres debían ser seis y con crecidos emolumentos: tres de la clase de uagangas, uno de la de reyezuelos, otro de la de generales y otro de la de pedagogos. Así eran más los favorecidos y tenía yo más facilidad para imponerme, porque, entre seis hombres, cuatro por lo menos votarían siempre con el rey, esto es, conmigo. Mujanda me estimaba más de día en día, y marcadamente cuando tuvo conocimiento de mis relaciones con la reina Mpizi, la cual ejercía sobre su hijo un gran ascendiente. Difícil era la elección entre tantos dignos de ella, y no fue escaso mérito acertar. En mi lista figuraba a la cabeza mi hijo Sungo, cuyos servicios a la causa de Mujanda eran superiores a los de cualquier otro reyezuelo, sin excluir a Lisu, y cuyas pruebas en el arte de gobernar estaban hechas con brillantez. Seguía un uaganga, jefe del ala izquierda y suegro mío, llamado Quiyeré, �patazas�, veloz en la carrera como el divino Aquiles, y de inteligencia tardía pero segura. En tercer lugar mi hijo Catana, quinto y último hijo de la celestial Cubé y hermano de madre de Sungo. Catana pertenecía al ala del centro, y sobresalía imitando los gritos de los animales. El cuarto consejero fue Quetabé, hermano de Viaco y fautor de la revolución; su elección fue la única debida a la iniciativa regia, pues por este medio Mujanda le atrajo a la Corte para asesinarle y quitarse un enemigo de encima. Luego figuraba el jefe del ala derecha de los uagangas, un sobrino del dentudo Menu, nombrado como su tío y famoso por la sonoridad de sus interminables bostezos en la figura de la salutación; y, por último, el pedagogo Mizcaga, como consejero secretario, por ser el más inteligente de todos en historia y en caligrafía. Este consejo estaba presidido por el rey; y yo, como dignidad intermedia entre éste y los consejeros, me reservaba el derecho de asistir a él y de tomar parte en las deliberaciones; pero rara vez usé de esta facultad, porque el consejo fue siempre dócil a mis deseos y a los del rey, que eran los míos propios.

     En el primer yaurí, celebrado por los flamantes consejeros en la sala de recepciones nocturnas del palacio real, se tomaron tres acuerdos radicales: reorganizar el ejército, el gobierno de las localidades y el congreso de los uagangas, todo según pautas dadas por mí y con arreglo al fecundo principio de las escalas cerradas. En adelante, todos los mayas podrían aspirar a todas las funciones públicas, exceptuada la de rey, a la que no creí prudente tocar; no habría privilegios de herencia ni favoritismos de elección; el que consiguiera por sus méritos ingresar en uno de los grados inferiores, y tuviera calma para esperar y celo para cumplir sus deberes, estaba seguro de morir de reyezuelo, o cuando menos de uaganga local.

     Todos los soldados fueron inscritos en varias pieles a modo de escalafón; para el ingreso se exigió un juramento de practicar la poliandria, porque se dispuso que en los cuarteles no hubiera más que una mujer por cada siete hombres. Por excepción, los jefes de escuadra estaban autorizados para tener una mujer sola, los centuriones dos y los generales cinco. Se completaron los cuadros, entrando en el servicio más de dos mil ruandas nuevos, todos habitantes del bosque y acostumbrados a la poliandria, y los que no quisieron aceptar el nuevo régimen fueron trasladados a las guarniciones de las ciudades, con propósito de licenciarlos poco a poco y sin peligro del orden. Pero la mayoría se conformó con las nuevas prácticas, estimulados por el deseo de ascender y de llegar al generalato. Un gran número de mujeres fueron vendidas, y con satisfacción general vinieron a restablecer la prosperidad de algunos centros, que languidecían por falta de producción de seres racionales.

     Para asegurar el éxito de la reforma se aumentó en cada destacamento un centurión y dos jefes de escuadra, y hubo gran movimiento en las escalas. Dos ascensos de general en las vacantes de Quetabé y de Asato, que sucedió bien pronto en el cargo de consejero a éste, a quien, como se esperaba, hizo asesinar el rey auxiliado por Menu. Los dos puestos dejados por los centuriones ascendidos, y los doce de nueva planta, fueron ocupados por los catorce jefes de escuadra más antiguos, y a esta categoría se dieron treinta y ocho ascensos. En adelante todos los días hubo ascensos que dar; porque si antes era necesario, y no muy fácil, matar enemigos para ascender, ahora había un recurso más sencillo para hacer huecos: matar a los que estaban por encima. Esta corruptela se evitó en parte disponiendo que ningún ruanda pudiera ascender en un mismo destacamento. Era natural que el crimen cometido en provecho ajeno tuviera menos atractivos que cuando se cometía en provecho propio.

     Armónicamente con el escalafón militar se organizó el escalafón civil, en el que fueron inscritos en primer término los consejeros del rey; después los reyezuelos, según la importancia de sus localidades, empezando por Bangola y concluyendo por la ingobernable Lopo; luego los pedagogos y los consejeros locales, y por último los ayudantes del rey y de los reyezuelos. De estos ayudantes, o mnanis, los había alcaldes de barrio con funciones gubernativas, recaudadores y simples polizontes, encargados de prender y vigilar a los reos y de decapitarlos en los afuiris. El ingreso en este orden civil tendría lugar, o bien por la clase de pedagogos mediante el antiguo e inmejorable procedimiento de presentar los loros amaestrados, o bien por la de polizontes, reservada muy particularmente a los separados del ejército. Así se nivelaba la dignidad de todas las autoridades, desde la del verdugo y del recaudador hasta la del rey. Aunque pongo delante al verdugo, no dejaré de indicar que para los mayas este cargo no es tan odioso como para los europeos, y lo es mucho menos que el de recaudador.

     Con arreglo al nuevo escalafón, hubo una contradanza general de autoridades. Lisu, el de los espantados ojos, fue trasladado a Bangola. Este gobierno era muy fructífero, porque los uamyeras, reforzados por los accas fugitivos de Lopo, se dedicaban al cultivo de la tierra y a la cría de ganados con gran éxito. Aunque se les señaló para establecerse un lugar del bosque, ellos se habían ido corriendo hacia los campos limítrofes con aquiescencia de los primeros reyezuelos, Asato y Sungo. Además de los grandes rendimientos, Bangola tenía el atractivo de estar realmente gobernada por los jefes de la raza extranjera; el reyezuelo maya era una figura decorativa, que en nada tenía que intervenir y que se limitaba a recoger su abundante ración y la del rey. Por todo ello se dio esta prebenda a Lisu, deseoso de redondearse y de establecer su residencia en la corte, al lado de su hermana Mpizi y de su sobrino Mujanda. A Mbúa fue destinado Churuqui, el corredor, con intento de que las discordias por el usufructo exclusivo del Unzu se calmaran, y al gobierno de Upala pasó el valiente Ucucu. Con estos cambios, los dos reyezuelos veían doblado el número de sus súbditos. El veloz Nionyi, el de Ruzozi, que deseaba gobernar una ciudad fluvial, fue trasladado a Ancu-Myera; y el viejo Mcomu, desde las obscuridades del bosque de Viloqué, a los alegres prados de Ruzozi. Cané, el hijo cuarto de Sungo, harto de bregar con los antiguos siervos, pasó a Viloqué, y para Lopo fue creado el primer reyezuelo de nuevo cuño, el prudente Uquima, pedagogo y primogénito del consejero Mizcaga. Estos nombramientos produjeron gran júbilo en el país. Todos los reyezuelos del bosque estaban ya seguros de pasar los últimos años de su vida gobernando una ciudad fluvial; todos los pedagogos soñaban con las vacantes de Mizcaga y de Uquima, y todos los mnanis se consideraban de hecho con las riendas supremas del poder entre sus manos. La ambición servía de freno y de estímulo: de freno, para obedecer con humildad; y de estimulo, para trabajar con ardor por el bien común.

     Yo, sin embargo, no me dejaba llevar de estos primeros entusiasmos. Lo principal estaba conseguido: que Maya tuviera un centro político adonde todos acudieran en busca de granjerías; pero el desencanto podía llegar muy pronto, y los apetitos democráticos revolverse con furia cuando se viesen frustrados. Hacía falta crear un canal de desagüe muy ancho, por donde todos los malos humores escaparan, y de aquí nació la necesidad de la tercera reforma, que desenvolvió de una manera amplísima el organismo creado por una feliz intuición de Usana, el congreso de los uagangas. Los miembros de este curioso senado gozaban de pequeños emolumentos, pero de gran dignidad; yo, suprimí los emolumentos y elevé las preeminencias por encima de todas las conocidas hasta el día. Les concedí derecho de tutear al rey y a los reyezuelos, de entrar en la corte montados en sus caballerías, sin ofensa para Rubango, y de alojar éstas en los patios del palacio real. Aumenté el número de ellos considerablemente, puesto que se concedió la dignidad de uaganga, no sólo a los hijos y hermanos del Igana Iguru, de los consejeros de los reyezuelos y de los generales, sino a todos los parientes de éstos de cualquier línea y grado. Esta modificación no era un principio nuevo de gobierno; era una exacta interpretación del pensamiento del antiguo legislador. En el edicto original no se hablaba más que de parentesco; pero los sucesores de Usana habían restringido la idea, reduciéndola a sus términos más escuetos, a los grados de consanguinidad más inmediatos. Asimismo se preceptuó que la sesión mensual de la interesante asamblea debía celebrarse ocho días después del muntu, para que de todos los lugares del reino se pudiese asistir a ella, y que no hubiera lugar a exclusión por torpezas cometidas en la danza, ni por excesos en las peroraciones. El rey sí conservaba el derecho de silbar, y aparte de éste, un nuevo derecho, el de aplicar un cogotazo a los ejecutantes torpes, por vía de afectuosa advertencia, cuando las faltas fuesen muy numerosas. Con estas medidas el número total de los uagangas fue por el momento de dos mil, y bien a las claras se veía que no era posible que se congregaran en su antiguo palacio. Entonces Mujanda acordó que se dividieran en dos grupos, uno de viejos y otro de jóvenes, y que hubiera dos sesiones sucesivas, una por la mañana y otra por la tarde, en los frescos prados del Myera, dentro de un redil (o cosa semejante) construido a imitación de la valla circular que sirve para cercar el palacio del rey. Este excelente acuerdo, que produjo gran entusiasmo en todas las clases sociales, me inspiró la idea de aprovechar el vacío e inactivo palacio de los uagangas para establecer en él un nuevo y curioso organismo gubernamental.

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