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Capítulo XIII

Medidas higiénicas.-Creación de los canales de Rubango.-Invención del jabón.-Establecimiento de un lavadero público y del lavado obligatorio nacional.

     Uno de los puntos en que la nación maya dejaba más que desear, era el de la higiene pública y privada. Fuera de los edificios jamás se había adoptado medida alguna de aseo, y dentro de ellos la limpieza tenía lugar muy de tarde en tarde. En cuanto a las personas, algunas acostumbraban a bañarse, y había también mujeres que, no pudiendo hacer esto, se lavaban de vez en cuando; pero en general se huía el contacto del agua. Las túnicas servían sin interrupción meses y años, y sólo en contadas casas se tenía la buena costumbre de lavarlas, aunque con resultados muy deficientes por escasear el agua en las ciudades. Los siervos la recogían del río, de los arroyos o de las lagunas en vasijas de barro, y la traían a domicilio para el gasto diario; los sobrantes eran vertidos en un hoyo o pilón abierto en el patio de los harenes, en el que las mujeres mojaban las telas, para secarlas después al sol.

     Era, por lo tanto, de urgente necesidad traer a las ciudades agua corriente; en algunas no era posible por no haber otra que la de las charcas; pero en la mayor parte bastaba desviar el curso de los arroyos, y en casi todas las de la margen izquierda del río, y en Maya, podía tomarse el agua de éste. Me parecía imposible que ni los incendios, ni las sequías, ni las molestias de ir y venir continuamente con los ganados o con las cazuelas, hubieran abierto los ojos de los indígenas y les hubieran hecho ver la conveniencia de una operación tan fácil como abrir boquetes en el río y dejar que el agua por sus propios pasos viniera a las ciudades cuando fuere menester. La razón de ello era, sin embargo, muy fuerte, y para dominarla tuve yo que sostener una lucha gigantesca. Decía la tradición que en el Unzu había existido en el tiempo una gran ciudad, cuyos habitantes intentaron, hace ya muchísimos años, robar las aguas del río; por lo cual éste, irritado, desbordándose, la destruyó en una sola noche y se quedó dormido encima de ella para que jamás volvieran a verla ojos humanos. Tal vez en el fondo de esta leyenda se oculte algún hecho histórico; los mayas la aceptaban como artículo de fe y sentían invencible temor a tomar aguas del río. Aunque las cosechas se perdieran por falta de lluvias, no se atrevían a abrir tomaderos ni canales para regar sus sembrados.

     Yo acudí al supremo recurso de decir que las aguas serían conducidas debajo del cadalso donde se celebraban los afuiris y que Rubango se las bebería. Así se aplacaría su furor y sería más benigno con los hombres. Mi intento era encauzar las aguas por la colina, hacia los lugares sagrados, para darles después la salida, aprovechando el desnivel del terreno, por debajo de la catarata. Después, cuando se familiarizaran con el agua y perdieran el miedo a las inundaciones, abriría a la derecha de la acequia primitiva una secuela que penetrara dentro de la misma ciudad. No faltaron profetas de males, y el día de la apertura de la acequia, que fue día muntu, la población en masa seguía mis pasos y observaba mis últimas maniobras llena de cobarde curiosidad. Tales maravillas me habían visto hacer, que, dominando sus temores, todos querían asistir a la realización del nuevo milagro. Las aguas, sumisas, siguieron el curso previamente trazado en la colina, entraron bajo la plataforma de Rubango, y salieron después más negras, según el testimonio unánime de los espectadores, para continuar su camino y precipitarse al pie de la gran catarata. Y no sólo ocurrió esto, sino que después anuncié que iba a suspender el curso de las aguas, y subiendo hasta el tomadero eché la compuerta preparada para el caso, la retapé con broza y dejé el cauce en seco. Estos acontecimientos produjeron un pasmo general.

     Al cabo de algún tiempo conseguí abrir el segundo canal, al que se llamó pomposamente, así como al primero, canal de Rubango; era una atarjea o canalizo de dos palmos de profundidad, por cuatro de anchura, que atravesaba la ciudad por el centro, y describía después una curva hacia la izquierda, para juntarse con la acequia madre bajo el mismo altar de los afuiris. Las ventajas de tener agua corriente a mano eran tales, que hubo que abrir cinco nuevos canalizos como el primero para surtir todos los barrios. En las plazas públicas hice grandes estanques, que sirvieron de abrevaderos públicos y de escuelas de natación, donde los negrillos ensayaban sus fuerzas, sin peligro, antes de lanzarse a nadar en el Myera.

     Como mi pensamiento era acostumbrar a los mayas a la limpieza del cuerpo, preparación muy conveniente para limpiar después sus espíritus, la conducción de las aguas no era más que la mitad del camino que había que recorrer, si bien una mitad no despreciable. Sin ir más lejos, se había conseguido purificar la corte, centro del poder y albergue de las instituciones más altas del país, de muchas inmundicias que antes atormentaban los ojos y las narices, y que ahora las benditas aguas arrastraban en su carrera. Para los indígenas, sin embargo, este detalle valía bien poca cosa, porque carecen del importante sentido del olfato. Ven muy bien y oyen regular, pero huelen y gustan muy imperfectamente. Se había conseguido también adelantar algo en el aseo de los hogares, no habiendo ya miedo a gastar agua sin medida, y, por último, se habían generalizado los baños. Cerca del templo, del Igana Nionyi las aguas formaban un tranquilo remanso, agrandado más cada día, y el muntu, una de las distracciones favoritas, fue con el tiempo bañarse las mujeres y verlas los hombres nadar y hacer juegos acuáticos. Esta diversión no era inmoral, como pudiera creerse, porque los hombres están habituados a ver a las mujeres desnudas en sus harenes, y las mujeres están acostumbradas a ser vistas de los hombres; se mira allí una mujer desnuda con menos malévola intención que en Europa la mano o la cara de una mujer vestida, y la mujer se exhibe sin malicia, a lo sumo deseosa de que su figura agrade y le atraiga un buen esposo.

     Lo que seguía sin enmienda era el abandono pesimista de las túnicas. Estas eran muy resistentes, y la práctica más general era apurarlas sin lavarlas. Aunque las lavaran, como era con agua sola y con mucho retraso, no se conseguían mejoras sensibles. Agréguese a esto que el alumbrado era de teas muy resinosas, cuyo humo tiznaba tanto como el hollín, y se comprenderá que con estas costumbres los mayas debían estar sucios y asquerosos, siendo necesaria mucha grandeza de alma para vivir entre ellos y para amarles como a hermanos. Yo no desesperé de mejorar su exterior, como tampoco desesperaba de mejorarlos por dentro, y lleno de fe emprendí la fabricación de jabones. Los hice duros y blandos, de sosa y de potasa; comunes para el lavado de la ropa, y finos para el lavado de las personas; los hice también de esencias para mis mujeres, cuyo olor me mortificaba fuertemente, y más tarde para otras personas que aprendieron a olfatear. Hay en el país muchas vides silvestres, cuyos pámpanos dejan cenizas muy cargadas de potasa, de las que me serví con preferencia para fabricar el jabón, pues con ellas se hacen lejías excelentes; como grasas, utilicé varios aceites, en primer término el de palma, que abunda por todas partes. La clase común la hacía de ordinario con una mezcla de sebo y de aceite de palma. En una sesión nada más hice próximamente quince arrobas de pasta suave y acaramelada, con la que se podía lavar todas las túnicas de la nación.

     Pero lo más importante era organizar el lavado. Los hombres no sabían lavar, y de las mujeres, contadas eran las que habían tenido en sus manos una túnica para zapatearla. Y en este punto, la dificultad eterna era la incomunicación del sexo femenino. Era muy complicado repartir agua corriente a domicilio, porque los canales abiertos llevaban muy poca y no se disponía de aparatos elevadores; el único que introduje mucho después, fue la noria para facilitar los riegos; la conducción del agua a mano exigía depósitos para conservarla, lavaderos de madera o piedra, y caños de agua sucia. Lo más sencillo hubiera sido que las mujeres salieran a la calle a lavar en los canales; pero en esto no había que pensar, porque la experiencia me había demostrado que las reformas que alteraban en el fondo las costumbres estaban condenadas a un seguro fracaso.

     Por todos estos motivos, antes de emprender la apertura de los canales y la fabricación de los jabones, había yo compuesto mi plan, que abarcaba varios extremos y que resolvía de plano todas las dificultades. Mil veces me había entristecido el espectáculo de las pobres mujeres condenadas a trabajos forzados en las haciendas del rey. Su delito era por lo común la holgazanería, la esterilidad o el adulterio, y más que todo, el ser feas, puesto que, siendo bellas, nunca carecían de protectores que las adquiriesen como esposas. Muchas de ellas eran ancianas, y arrastraban penosamente los últimos años de su vida bajo los rayos del sol, con el punzón de hierro en la mano abriendo agujeros para la siembra; las más fuertes manejando un largo almocafrón, que sirve para cubrir los agujeros y remover un poco la capa laborable, o el cuchillo corvo, en forma de hoz, empleado para la siega, o acarreando al palacio real gavillas y haces de leña. Aunque el rey cedía a estas pobres mujeres por muy poco precio, yo no me atreví a libertarlas, porque la faena que juntamente con los accas cumplían era utilísima e indispensable para la vida nacional, y si no iba a cargo de ellas, recaería sobre otras personas tan infelices como ellas mismas; pues siempre el buen orden de la república exige que haya quien trabaje por los que, ocupados en las altas cosas del espíritu, en los manejos del gobierno, en las ciencias y en las artes, en sostener la guerra y en negociar la paz, en presidir el orden de sus palacios y en ser ornamento de las ciudades, no tienen tiempo libre para procurarse los elementos materiales de la vida.

     Por fortuna, la laboriosidad de los accas era ejemplar, y desde su llegada, los pedagogos habían podido aflojar la mano y condenar menos mujeres a los trabajos agrícolas; antes sí era preciso condenar, a veces sin motivo, para que la hacienda del rey no padeciera. Yo concebí el noble propósito de acabar para siempre con el rudo trabajo de las mujeres delincuentes dedicándolas a una tarea más dulce, al lavado de la ropa sucia de las ciudades. Por lo que toca a la corte, Mujanda no era muy favorable a mis ideas en este punto; pero yo le acallé asegurándole que el nuevo trabajo le produciría tantos beneficios como el antiguo. Hacía falta un local para lavadero público, y yo había pensado desde luego en el vacío palacio de los uagangas, que me pareció que ni pintado para el caso. En primer término, lo recomendaba su situación céntrica y despejada; después su mismo orden arquitectónico, que permitiría al público presenciar las faenas desde la calle, y sobre todo, la proximidad de una de las escuelas de natación, de donde fácilmente podría tomarse el agua necesaria. El rey no opuso reparo a mi proyecto, y la única objeción partió del consejero Asato, que, por lo que vi, deseaba destinar el local para alojamiento de las caballerías de los numerosos uagangas que el día marcado para las reuniones llegaban de todas las partes del reino; pero el rey manifestó que en su inmenso palacio cabían (y esto era exacto) todas las del país, y mi propuesta fue aprobada.

     Auxiliado por el listísimo Sungo, yo mismo me encargué de transformar el palacio de la manera conveniente. Se respetaron los bancos adosados a las paredes para que en ellos pudieran descansar las fatigadas lavanderas, y el dosel, debajo del cual pusimos el remojadero de la ropa sucia; se abrió una zanja en forma de herradura, y ancha, para que pudieran lavar arrodilladas las mujeres, por dentro y por fuera de ella, y se colocaron cien piedras inclinadas, como es costumbre ponerlas en los lavaderos. El agua limpia entraba por la puerta principal, desde el estanque de la plaza, y se repartía por los dos callos de la herradura, y la sucia escapaba por la curva, para caer en el canal primitivo de Rubango. Las cuatro puertas debían permanecer abiertas para la mejor ventilación, y las operaciones serían públicas, para que las personas interesadas pudieran presenciar el lavado de sus prendas.

     El consejero y calígrafo Mizcaga se encargó de redactar el edicto estableciendo el lavado nacional. Cada jefe de familia estaba obligado a entregar, por turnos mensuales, su ropa sucia, que le sería devuelta en el mismo día convenientemente lavada. Todas las mujeres condenadas a trabajos forzados en la actualidad y en lo sucesivo serían lavanderas públicas, alimentadas a expensas del rey, y éste, en cambio, recibiría de seis en seis muntus una cabeza de ganado por cada casa de la ciudad; las casas pobres, aunque albergaran varias familias, darían sólo una cabra; las ricas una vaca. Los que cumplieran estos preceptos serían gratos a Rubango, y evitarían enfermedades y miserias.

     Este edicto circuló por todo el país, y los reyezuelos se apresuraron a cumplirlo por la cuenta que les tenía. Los efectos se sintieron, sin embargo, muy poco a poco, porque las ventajas para el público eran imperceptibles; sólo la costumbre de ver a los más avanzados con túnicas lavadas, sobre las que resaltaban mejor los colores y dibujos, y la satisfacción con que en tiempo caluroso se notaba la frescura de la ropa limpia, decidieron lentamente el triunfo del aseo personal. Cierto que algunas tinturas se perdían con el lavado, que otras bajaban de color y que había que repetir las operaciones del tinte; pero éstas se habían vulgarizado, todos tenían prensas estampadoras, y lo único costoso, las tinturas, seguían saliendo de mi laboratorio. El tropiezo, por lo tanto, no fue de gravedad. En muchas ciudades dirigí yo personalmente los trabajos de apertura de los canales o de desviación de las aguas, y las instalaciones de lavaderos, y para enseñar a lavar fueron enviadas algunas maestras de la corte.

     En ésta, la acción inmediata de las instituciones apresuró la victoria del jabón. El día de la apertura del lavadero público, que coincidió, por cierto, con el segundo alumbramiento de la flaca Quimé y la venida al mundo del séptimo de mis hijos, fue de gran expectación. Ochenta mujeres eran entonces las condenadas, y las que entraron en el lavadero, abierto de par en par por los cuatro costados, a las miradas del público. Muchas de ellas no habían cogido jamás un trapo en sus manos, y ninguna tenía la más ligera noción de lo que allí iba a ocurrir. Bajo el antiguo dosel estaba en remojo la ropa que había de lavarse: la de la casa real. El rey, los consejeros y las demás autoridades ocupaban las primeras filas de la numerosa asistencia. Yo cogí una túnica del rey, que fue de color de caña, y que ahora, después de usada a diario durante los seis meses de viaje (fuera de los momentos solemnes, en que se ponía la verde y roja), parecía una negra sotana, y descendiendo de las alturas de mi pontificado para enseñar a las que no sabían, tomé una pellada de blando y acaramelado jabón, y enjaboné la túnica para comenzar a desmugrarla. Bien pronto el jabón levantó espuma, hasta cubrir por completo la tela; los espectadores observaban maravillados el fenómeno, y noté que no cesaban de mirarme a la boca.

     Mientras daba esta primera vuelta, las futuras lavanderas ponían especial cuidado en aprender el modo de sacar espuma, que, según les dije, era lo esencial de la operación. Tres enjabonaduras distintas di a la túnica, porque, no pudiendo pasarla por la colada, había que cargar la mano en el jabón, y, por último, la zapateé con agua sola y la ondeé con gravedad, para imprimir cierto carácter litúrgico a mi labor. Cuando la ondeaba cogí una pompa de jabón, y, soplándola, la puse del tamaño de una naranja; la pompa se escapó de mi mano, y, por raro azar, antes de deshacerse ascendió un breve espacio. Entonces les dije que así habían hinchado a Igana Nionyi para que volara al firmamento, y paréceme que por primera vez los que me escucharon creyeron con verdadera fe en la ascensión del hombre-hipopótamo y en las aventuras que, según Lopo, le habían sucedido. Así, por la trabazón natural que entre sí tienen los hechos reales y los ideales, mi maniobra grosera e indigna de ocupar la atención de un legislador, servía para enaltecer las ideas religiosas de todo un pueblo y para consolidar sus vacilantes creencias. Quitando la suciedad de sus ropas, limpiaba de dudas sus entendimientos.

     Al cabo de media hora de trabajo, que me hizo sudar copiosamente, di por terminada mi faena. No quedó la túnica de Mujanda blanca como el armiño, mas para los indígenas debía parecer de una blancura inmaculada, pues de seguro, ni por obra de la naturaleza ni por obra de la industria, se presentó jamás a su vista nada comparable. En estos países no nieva, y la leche, por la calidad de los pastos, es de color muy amarillento. Puesta la blanca túnica sobre la negra piel, realzaba vigorosamente la belleza de los indígenas por el vivo contraste de los colores y les alegraba con ese estremecimiento espontáneo de alegría que produce la blancura, símbolo de la vida. Los poetas caseros sacaron gran partido de este contraste, y se valieron para representarlo de mil comparaciones caprichosas; la más exacta y la más poética fue original de un joven siervo de Mujanda, que para celebrar al día siguiente la aparición de su señor con la túnica lavada por mí, compuso una canción en que le llamaba �árbol de fuerte tronco, envuelto en una nube blanqueada por la luz de la luna llena�.

     Para la segunda parte del ensayo, cada mujer tomó una túnica y ocupó su sitio, de rodillas, junto a las piedras de lavar, con las cazuelas del jabón al lado. Todas a un tiempo comenzaron a untar el jabón y a restregar las telas, demostrando poca memoria pero no común habilidad. Yo recorría las filas, exhortándolas a apretar bien los puños, a volver las prendas por todas partes, a distribuir la espuma equitativamente, para que la mugre desapareciera por igual, y ellas obedecían con prontitud y aprovechaban bien mis lecciones. Una joven condenada por glotona, según supe después, no sólo aprendió en el acto a lavar con perfección, sino que daba lecciones a sus compañeras como una maestra consumada, por donde yo vine a entender que quizás en el fondo de la naturaleza de las mujeres haya cierta particular o innata aptitud para el lavado, ya que tan sin esfuerzo lo dominaban. Ciertamente, si en lugar de mujeres hubieran sido hombres mis discípulos, no habría triunfado yo con tan poca molestia. Como premio a la precocidad de la joven glotona, llamada por el bello nombre de Matay, �la bebedora de leche�, la rescaté en el acto por dos cabras, y, además de elevarla a la dignidad de esposa, la nombré mi lavandera familiar. Aunque yo estaba, como todos, sometido a la ley, y debía entregar mis ropas a las lavanderas públicas, esto no se oponía a que para el aseo de mi persona tuviera una mujer hábil que lavase a diario las ropas de mi uso, siquiera fuese a costa de un excesivo derroche de alimentos.

     De esta manera se inició en la corte de Maya el lavado con jabón, una de las glorias más puras del glorioso reinado de Mujanda.



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Capítulo XIV

Nuevas costumbres políticas.-Intervención de la mujer.-Camarillas palaciegas.-Luchas provocadas por la infecundidad de Mujanda.-Relación del embarazo y alumbramiento de la vieja Mpizi.

     La centralización del poder traía consigo grandes bienes. Todas las discordias, que antes vivían desparramadas por la faz del país, se concentraron en la corte; los ciudadanos que, apartados de la escena política, peleaban por motivos fútiles, por la caza o por la pesca, por el aprovechamiento de los ríos o de los pastos, tenían ahora un asunto más elevado en que poner sus miras: el gobierno en cualquiera de sus órdenes y grados. Predominando antes el principio de la herencia, las luchas políticas eran familiares y se reducían al cruce de influencias de las mujeres para que sus hijos, si había varios, fuesen los preferidos por el padre; éste elegía a su arbitrio, y aplacaba los enojos con medidas de orden puramente doméstico. Raro era el caso de que el rey impusiera a las localidades reyezuelos de su familia, porque los miembros de ésta preferían vivir en la corte a expensas de su pariente y soberano. Algunos aficionados a las armas obtenían cargos militares; otros ejercían cargos palatinos puramente decorativos. Durante el reinado del cabezudo Quiganza, una sola excepción hubo a esta regla: el nombramiento de su hermano Lisu, el de los espantados ojos, para Mbúa; pero fue a petición de esta ciudad, y luego que Lisu derrotó al jefe rebelde Muno, el de los grandes labios.

     El nuevo sistema cambiaba de arriba abajo todas las relaciones sociales. La lucha era ahora por obtener el favor del rey, del dispensador exclusivo de mercedes. Los reyezuelos habían aceptado gustosos que se les privara de la facultad de transmitir su cargo por herencia y de nombrar sus subordinados, viendo la compensación de una mejora inmediata, de un traslado favorable o de un ascenso a otra categoría; al mismo tiempo intrigaban para que sus deudos ocuparan los puestos vacantes. Del mismo modo, en todas las clases sociales, las aspiraciones hábilmente despertadas habían cegado los ojos para que no viesen lo que el interior de mi reforma contenía: un despojo de atribuciones en beneficio del poder central y en beneficio del país, si el rey sabía imponerse y dirigir todas las energías perdidas a fines útiles para la patria.

     Mas por lo pronto ocurrió, y así tenía que suceder, que todos los que aspiraban a elevarse y todos los que se oponían a que otros se elevaran, esto es, la totalidad de la nación, dirigieron sus tiros contra el rey, y como el rey se escudaba con sus consejeros, contra los consejeros. No se tardó, en comprender que la fuente de los milagros era el rey en apariencia, y el Igana Iguru en realidad. En la nueva organización el rey no conservaba más que dos prerrogativas: oír a los uagangas, silbarles y acogotarles, y decidir con su voto en los consejos, cuando hubiera entre los consejeros lo que no habría nunca: empate. En una sola ocasión, con motivo de la apertura del lavadero público, el consejero Asato había estado enfrente de mí; a lo sumo, podía temerse que otro consejero, Menu, fuera en un momento crítico desleal a mi causa; pero siempre me sostendrían, sin vacilaciones ni veleidades, los otros cuatro: mis dos hijos Sungo y Catana, el pedagogo Mizcaga, hechura mía, y Quiyeré, el de las descomunales patazas, padre de la bella Memé. En cuanto a los uagangas, la mayoría era adicta a mi persona y a mi parecer, porque yo me granjeaba sus voluntades con atenciones y regalos; y aparte de esto, sus deliberaciones continuaban siendo platónicas. Los acuerdos efectivos arrancaban sólo del consejo.

     Aunque la influencia del rey fuera tan limitada, había, no obstante, una excepción; el rey contaba con un recurso supremo, del que era propietario exclusivo: la legitimidad y el extraño poder que ésta ejerce sobre el pueblo y las autoridades. A una palabra de Mujanda, todos los mnanis estaban dispuestos a prender y a decapitar no importa a quién, al mismo Igana Iguru. En cambio yo, poseedor real del poder, no hallaría en parte alguna quien se prestase a matar a Mujanda. Tendría para ello que promover un levantamiento, destronarle y darle la muerte cuando estuviera caído. Por fortuna, la mediación de la reina Mpizi me aseguraba el favor del rey, y el interés de éste era dejarme vivir para enriquecerse con mis inventos y mis ingeniosos arbitrios.

     Resultaba de aquí un dualismo en el gobierno y un dualismo en el juego de las influencias: los unos se dirigían a mí por lo que yo hacía, y los otros al rey por lo que podía hacer; y para los asuntos de menor importancia, a los consejeros, que, a cambio de su adhesión personal, justo es que fueran un poco atendidos. Mas como no siempre las pretensiones podían ser satisfechas, los desesperanzados acudían a otros medios más enérgicos que la simple petición, y en pocos días de nuevo régimen fueron peritísimos en las artes de la corrupción, del soborno, de la seducción y del cohecho. Para ejercitarlas utilizaban, como materia más blanda y dúctil, a la mujer, que adquiría a ojos vistas una gran importancia: el uso de las túnicas de colores y de los sombreros las había embellecido, el de los baños las había purificado, y el del jabón las hizo casi omnipotentes. A ellas se enderezaban las súplicas y los regalos, y ellas escuchaban las unas y se guardaban los otros, decididas a abogar por los obsequiosos suplicantes.

     Yo pude convencerme de lo difícil que es resistir las seducciones de las mujeres. Más de veinte pedagogos locales pretendían suceder al calígrafo Mizcaga y al prudente Uquima, y, a falta de precisión en la antigüedad de los servicios, la elección recayó sobre un hijo del desleal reyezuelo Muno, impuesto por mi sensual esposa Canúa, la cual había pertenecido antes a Lisu, el de los espantados ojos, y antes que a éste a Muno, el de los grandes labios, y sobre un hermano de la tejedora Rubuca, recomendado por ésta al rey. Quedaron dos vacantes de pedagogo en Mbúa y Cari, y fueron: la de Mbúa, para un hijo de la misma Rubuca y del heroico y, orejudo consejero Mato, y la de Cari, para un primo de mi flaca esposa Quimé, siervo pedagogo del reyezuelo de esta ciudad. El nombramiento del hijo de Rubuca dio mucho que decir, porque se toleró que el joven presentase cuatro loros en vez de seis, y además se susurraba que no habían sido amaestrados por él.

     En esta lucha de influencias las mujeres se dividían en bandos alrededor de las favoritas. Contra la costumbre, yo no hice jamás designación especial de ellas; pero de hecho resultaban designadas por el grado de afecto que cada una merecía y por su fecundidad. Mi criterio se guiaba por los méritos de cada mujer, más por los del alma que por los del cuerpo, por ser éstos escasos en todas ellas para un hombre de mi raza. Primeramente distinguí a la esbelta Memé, la cual las superaba a todas por la regularidad de las formas y por la vehemencia del carácter; luego a la flaca Quimé, cuya sensibilidad artística me parecía maravillosa para haberse desarrollado en la vida servil, entre los zafios pastores de Cari; la sensual Canúa atesoraba grandes bellezas plásticas, tenía excelentes aptitudes para los juegos mímicos y era fecundísima. Ella sola en menos de tres años que iban transcurridos del mi llegada, me había hecho padre de tres hijas, dos de ellas gemelas; Quimé había tenido una hija y un hijo, y Memé uno solo, en el destierro. Nera, al morir, me había dejado otro, que murió, y asimismo murieron, arrastrando consigo a sus madres, dos más, nacidos de dos diferentes reinas accas. De mezcla acca no salió adelante más que uno, llamado a desempeñar un gran papel en la historia nacional, e hijo de la reina Muvi, mujer tan pequeña por el cuerpo como grande por el corazón. Éste fue mi hijo predilecto; era enanillo como su madre, más negro que sus hermanos, y tan vivaracho que le puse el nombre de Tití. Los otros seis, y muchos más que llegué a reunir, eran de un tipo mulato muy semejante al gitano puro; aun siendo pequeños, dejaban ya ver, y creo que con el tiempo lo demostrarán, que eran inteligentísimos por efecto del buen cruce de razas. El primogénito, el de Memé, el más parecido a mí, era tan grave y reservado que no quería hablar nunca, razón por la cual (así como por ser el mayor) le di el nombre de Arimi, que en mi idea quería decir: niño elocuente por su silencio.

     En torno de las tres madres se agrupaban, según sus simpatías, todas mis mujeres, así como las siervas reconocían la superioridad de Muvi. Las antiguas mujeres de Arimi seguían fieles a Memé. Canúa capitaneaba el bando más numeroso. Quimé era la más modesta, y aunque tenía sus partidarias, se inclinaba al bando de Memé, su protectora. Más tarde hubo una nueva y turbulenta parcialidad con la llegada de la revoltosa y glotona Matay, la lavandera, que llegó a ser madre de cuatro hijos y una de las favoritas. Pero igualmente cuando eran dos que cuando eran tres los bandos, mi táctica prudente y mi enérgica severidad redujeron las animosidades a su menor expresión. Un medio de que me valí, con éxito, para sostener el orden en mi casa y para influir de rechazo en la de los demás, fue la renovación continua de mi harén. Las mujeres que eran madres y las del difunto Arimi, demasiado viejas para mi objeto, quedaban como base inamovible de mis combinaciones; pero las demás eran regaladas por turno, cuando adquiría otras en sustitución. El rey, los consejeros, los reyezuelos y algunos uagangas distinguidos tuvieron en sus harenes alguna mujer que había sido mía, y que, por haberlo sido, ocupaba un lugar preeminente, si no el primero. Así afianzaba yo mi influencia y ganaba buenas amistades y adquiría fama de rectitud, por ser mi conducta desacostumbrada en este país, donde los más altos tienen el prurito de arrebatar sus mujeres a los más bajos. Con mi liberalidad yo nada perdía, pues mis mujeres eran siempre cincuenta, límite máximo que voluntariamente me impuse y que nunca traspasé, y para renovarlas contaba con los milagrosos rujus.

     Mucho contribuyó también a modificar los malos hábitos de mis mujeres el de comer todas a la misma mesa y sin privilegios irritantes. En este punto conseguí verdaderos triunfos; uno de los motivos más fuertes de la oposición contra las comidas familiares, se recordará que fue el odio a codearse demasiado con los accas; yo realcé cuanto pude a los infelices enanos, y llegué hasta a sentar a la mesa común, sin protesta de nadie, a la reina Muvi cuando fue aceptada por mí como esposa. Séase por el poco amor que yo les demostraba, séase por mi raro aspecto y por las nebulosidades de mi historia, todas mis mujeres me tenían una suerte de veneración, rayana en el amor místico.

     No sucedía así a Mujanda. Yo, incapaz de apasionarme de ninguna de mis mujeres, las consideraba como un medio de diversión y pasatiempo usado, es verdad, con mucha humanidad y tacto. Mujanda, poseído de su papel, y tomando la comedia por realidad, concebía amores súbitos, hoy por una, mañana por otra de sus mujeres. Además, el harén real era cuádruple del mío y muy heterogéneo; en él se veían, como en las formaciones geológicas, las diversas capas, superpuestas y perfectamente separadas, que lo habían ido formando.

     La sultana Mpizi tuvo muchos hijos, de los cuales el único sobreviviente era el débil Mujanda, al que quería con pasión y al que gobernó a su antojo hasta la edad de veinte años. En este tiempo que fue el de mí llegada al país, el príncipe tomó su primera esposa, Midyezi, �la bebedora de agua�, hija mayor de Memé. Suegra y nuera habían vivido en el destierro de Viloqué, formando el nucléolo del harén de Mujanda, y continuaban estrechamente unidas.

     La segunda capa estaba formada por los restos del antiguo harén del cabezudo Quiganza, cuyas mujeres e hijas habían pasado a poder de Mujanda, después que éste fue proclamado rey. Sólo la madre del consejero Asato pasó a poder de su hijo, y la descendencia de la gorda y malograda Mcazi al del abuelo Mcomu, a la sazón reyezuelo de Ruzozi. Todas las demás mujeres pertenecían a Mujanda, y formaban un fuerte bando, cuya cabeza visible era la obesa Carulia, que había sido madre de doce hijos, y rival, por la cantidad de sus carnes, de la difunta Mcazi. Carulia profesaba odio mortal a su suegra y se sentía mortificada por su postergación, dado que el nuevo rey, sin hacer ascos a la abundancia excesiva de carnes, era menos esclavo de éstas que su tío, y se inclinaba en favor del tipo que yo he llamado etiópico. Por esto su íntima favorita era la tejedora Rubuca, capitana del tercer bando, compuesto, en su casi totalidad, por mujeres de los dos harenes de Viaco, antes y después de la revolución, así como por las confiscadas al dentudo consejero de Menu. A pesar de sus cuarenta años y de sus ocho hijos, no dejaba Rubuca de tener seducciones, aparte de la no pequeña de ser matadora de un usurpador. Era una mujer del mismo corte que Memé, y mantenía a raya el bando de la obesa Carulia, siquiera éste fuese más numeroso. Había, por último, una cuarta camarilla, la de las provincianas regaladas al rey en sus viajes, dirigida por la simple Musandé, hija predilecta del carnoso Niama, reyezuelo de Quetiba. Este bando, menos diestro en las intrigas de la corte, se aliaba de ordinario con el más pobre en número y rico en influencia, el de la sultana Mpizi.

     Tan discordes elementos, excitados por las torpezas y por las parcialidades del rey, se hacían cruda guerra, y las rivalidades se acrecentaban con la incertidumbre del porvenir. El rey no había tenido hijos, ni se esperaba que los tuviera, y la idea fija del harén era averiguar qué se haría en caso de morir Mujanda. A falta de sobrinos, de hijos y de hermanos, caso nuevo en la historia dinástica de la prolífica nación, �quién sería el heredero? �Asato, hijo mayor, o Lisu, hermano menor de Quiganza? Mpizi y la camarilla de Musandé estaban por éste; la camarilla de Carulia, por aquél. Rubuca confiaba aún en la juventud y larga vida de Mujanda, y se mantenía indecisa. Ni una sola voz se levantó en defensa del principio de libre elección, por donde se comprenderá lo arraigado que está en este país el amor a la monarquía hereditaria. Desgraciadamente, la creencia de que el rey no estaba llamado a ser padre era tan ciega, aun en el ánimo del rey mismo, que todo rumor de embarazo daba lugar a imputaciones calumniosas y recrudecía los odios.

     Hubo tres falsas alarmas: la primera de Rubuca, que fue a manchar la limpia reputación del listísimo Sungo; otra de Mbusi, hija de Mtata, reyezuelo de Misúa, antigua esposa del heroico y orejudo Mato, con cuyo motivo no quedó bien parado el mímico Catana, y la última de Risoma, que tuvo un desenlace trágico. Esta Risoma, llamada así, porque padecía de denteras y se las curaba mascando �salitre�, era como Mbusi, del bando de Rubuca, pero procedente del harén del dentudo Menu, y fue acusada por sus celosas compañeras de querer introducir un heredero en la familia real con auxilio del consejero Menu, su ex-sobrino político. A mi juicio, la acusación era falsa como las anteriores, porque ofensa tan grave, ni podía caber en la mente de un consejero, ni era de hecho posible, dada la vigilancia de las camarillas; además, los acusados negaban, prueba plena en el procedimiento penal maya, y el embarazo no era visible; pero a instancias del rey al que parece que molestaba el rechinar de dientes de la malaventurada Risoma, tuve que condenar a muerte a los presuntos adúlteros. Un uaganga, Rizi, el más bello de los hijos del valiente Ucucu, sustituyó a Menu, y la posibilidad del empate entre consejeros se alejó hasta perderse de vista.

     Cuando los ánimos estaban más empeñados en resolver el pavoroso problema de la sucesión de Mujanda, una noticia imprevista vino a cortar de raíz todas las querellas: la noticia del embarazo positivo e innegable de la sultana Mpizi, de quien nadie, a sus cincuenta y pico de años, esperaba este alarde de fecundidad. La nueva fue acogida por la nación con entusiasmo, y por mí con orgullo, porque veía la posibilidad de que naciera un varón y de que un hijo mío fuese rey de Maya. Sólo me entristecía el pensar que este hijo, si es que era hijo, fuera tan inteligente como sus hermanos; porque en la nueva organización política, un rey inteligente sería peligroso, y lo esencial, el bien de la patria, tendría mucho que padecer. Desde que los primeros rumores circularon hasta el día del alumbramiento, los bandos políticos estuvieron como adormecidos, y el pueblo esperaba con ansiedad la llegada del día muntu para recrearse en la contemplación del vientre, cada mes más desarrollado, de la vieja y engreída sultana. Allí en aquel vientre veían por entonces la representación de la legitimidad dinástica y de la paz social; y el mismo Mujanda se preocupaba mucho del desenlace de la preñez, deseando el nacimiento de un príncipe heredero, que por el solo hecho de ser dudoso, aventajaba a cualquiera de los dos conocidos, Lisu y Asato.

     En Maya existe la costumbre, a mi juicio muy acertada, de que el marido haga de comadrón en los partos de sus esposas. El alumbramiento tiene lugar en el harén si es de día, o en la sala familiar si es de noche, y todas las mujeres rodean a la parturienta para asistirla en caso necesario y para presenciar la aparición del nuevo ser. No es que haya temor a un fraude, a una ficción de parto o a una sustitución de personas; aunque adelantados los mayas, no conocen aún estos progresos jurídicos; es que hay vivo deseo de ver el sexo a que pertenece el recién nacido, porque al sexo está ligado muchas veces el porvenir de una familia, y tratándose de Mpizi, el porvenir de una nación. Como yo no podía entrar y salir libremente en el harén real, y menos en la sala de familia, si el parto se presentaba por la noche, la sultana decidió vivir en mi casa los últimos días de su gestación. Realmente ella era mi esposa legítima, por haber dado Mujanda su beneplácito a nuestro enlace; pero el cambio de domicilio no había tenido lugar porque el que debía reclamarlo era yo, y jamás quise hacerlo, temeroso de enajenarme las simpatías del rey, amantísimo de su madre, y las de la misma Mpizi, para quien la mudanza significaba un descenso de categoría. Los partidarios de que las cosas vayan siempre por la línea derecha no comprenderán ni aprobarán este irregular concierto, mezcla de matrimonio y barraganía, del que sólo podía nacer un gravísimo desdoro para las instituciones; pero la vida es así, enemiga de lo simétrico y fecunda en formas nuevas e inadaptables a los patrones usados de ordinario. El fondo es el que continúa siendo eternamente igual; y el fondo en la unión del hombre y de la mujer, ya con arreglo a un modelo, ya con arreglo a otro, es la procreación de un nuevo organismo viviente, el cual, si tiene la fortuna de nacer varón y en las raras y felices circunstancias en que iba a venir al mundo el hijo de Mpizi, tiene grandes probabilidades de heredar una corona y de regir cerca de medio millón de sus semejantes.

     Realizose la mudanza, y a los seis días el fausto acontecimiento. Cuando la descuidada ciudad dormía a pierna suelta, en la mansión del Igana Iguru todo el mundo velaba alrededor de Mpizi, hasta que ésta, a las altas horas de la noche, pudo dar a luz, sin señales de gran molestia y en medio de nuestros solícitos cuidados, un hermoso príncipe, que fue confiado a los desvelos de la reina Muvi, en tanto que la parida y mis demás mujeres se retiraban a sus alcobas a descansar. Muvi amamantaba aún a su hijo Tití, entrado en el sexto mes de edad, y aunque enana, era tan buena criadora que la elegí para que diera las primeras veces al recién nacido. Yo me quedé acompañándola todo el resto de la noche, porque la escena a que acababa de asistir me había producido mucha impresión y me había ahuyentado el sueño.

     Esta elección mía fue uno de esos misteriosos acaecimientos en que los espíritus más incrédulos reconocen la mano providencial que rige los destinos del mundo y de las naciones; a no ser por ella, las esperanzas de los mayas hubieran sido frustradas, y la paz del reino puesta en peligro. No sé si por falta de desarrollo, muy justificada por la edad más que madura de su madre, o si por torpezas cometidas por mí, poco ducho en obstetricia, e incapaz, sobre todo, de hacer bien un ombligo, el príncipe que acababa de nacer fue tan poco viable que a las dos horas de venir al mundo dio su último y débil aliento en los brazos de Muvi. �Qué hacer en este angustioso trance? �Defraudar los sueños dorados de Mpizi y de toda la nación, alimentados durante tan largos meses? �Dejar que las camarillas y los bandos levantaran otra vez la cabeza y perturbaran el desarrollo normal de la vida política? Esto me pareció insensato mientras hubiera un recurso a mi alcance, e inspirándome en el bien de la nación concebí una idea patriótica: la sustitución del hijo de Mpizi por el de Muvi. Ambos eran hijos míos, ambos nacidos de reina y mulatos, y el enanito Tití, con sus seis meses, podía pasar por un recién nacido de raza común. Muvi era mujer capaz de comprender mi intento, y se sometió a mis mandatos con humildad, deseosa en el fondo de que mi fraude prosperara en bien de su hijo. En su vida de azares había aprendido a conocer la utilidad del engaño, al que a sabiendas quizás no se hubiera asociado ninguna otra de mis mujeres por falta de costumbre y de habilidad.

     Muvi trasladó el cadáver de mi malogrado hijo a lo más oculto de su celda, y trajo a la sala familiar a mi otro afortunado hijo, al vivaracho Tití, y le envolvió en la misma tela que había servido para el primero. Por la mañana toqué el cuerno de búfalo, y mis mujeres pasaron al harén; pero a Mpizi le recomendé que no saliera de su cámara nocturna, y le di por compañera a Muvi, nodriza interina del príncipe, al que la sultana colmó de caricias, sin que la temible voz de la sangre deshiciera nuestro piadoso engaño. Entretanto, la noticia del parto había corrido por toda la ciudad, y la multitud se agolpaba a mis puertas para cerciorarse del acontecimiento; el harén real ardía en deseos de conocer al príncipe; Mujanda vino a ver a su madre y a su hermano, y los consejeros llegaron detrás del rey, a excepción de uno de ellos, Asato, que sufría un acceso de furia y de desesperación. Para satisfacer la justa y general curiosidad, y para asegurar el éxito de mi fraude, a los cuatro días de repetirse estas escenas del día primero deslicé suavemente la idea de que Mpizi, cuyo estado era excelente, podía trasladarse, montada sobre el sagrado hipopótamo, al palacio real, donde se encontraría con mayores comodidades y con más decoro y dignidad que en mi mezquina casa. Así se hizo aquella misma tarde.

     Yo en persona enjaecé la tranquila bestia con tal arte, que sus lomos, adornados con almohadas, y telas, formaban un blando diván, nada impropio para servir de trono ambulante. Sobre él regresó al real palacio la reina Mpizi, llevando en los brazos al venturoso príncipe, que fue aclamado por las autoridades y por el pueblo bajo el nombre sonoro de Yosimiré, �don precioso�, prenda de concordia y de paz. Mientras tanto, la pobre Muvi, escondida en su celda con el cadáver del verdadero príncipe, se deshacía en alegres lágrimas, y reía danzaba como una locuela.



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Capítulo XV

Reformas agrarias.-Edicto estableciendo la propiedad individual.-Nuevos instrumentos de labranza.-Riegos y abonos.-Creación de un estercolero nacional bajo el patronato de Mujanda.

     Durante el embarazo de la reina Mpizi tuvieron lugar importantes innovaciones, algunas de las cuales venía yo lentamente preparándolas de largo tiempo atrás. De todas ellas se hablará aquí por la gran resonancia que alcanzaron, y por el influjo que ejercieron en la marcha de la nación, comenzando por las famosas leyes agrarias, radicalísima transformación de la propiedad territorial y del sistema de cultivo.

     Un presupuesto maya, reducido a sus términos más simples, no contenía más que un artículo consagrado a los gastos: sostenimiento de la casa real y de la servidumbre, del ejército y de los consejeros y demás autoridades de la corte. En cuanto a los ingresos, no había que determinarlos expresamente, porque lo eran todos los productos de la nación. En el distrito de Maya el rey labraba muchas tierras directamente por medio de sus siervos; en los demás distritos confiaba este cuidado a los reyezuelos, cediéndoles la mitad de los beneficios, para que sostuviesen las cargas del gobierno; pero como ni el rey ni los reyezuelos podían cultivar toda la tierra, así como tampoco podían cazar todas las fieras de los bosques, ni pescar todos los peces del río, se otorgaban concesiones a quienes las deseaban para labrar, cazar y pescar, mediante entrega de la mitad de las ganancias. Fuera de estas faenas, todas las demás, como las industrias, el comercio, la edificación, la cría de ganados, etc., eran libres y no estaban sujetas a gravamen. Había, sí, recursos eventuales, como la confiscación de bienes y las multas penales; más tarde, por mi intervención, hubo dos rentas: la de los rujus y la del lavado; pero siempre estos ingresos eran considerados como reintegro, porque fundamentalmente toda la riqueza era del rey. Las concesiones permanentes eran inconcebibles, y aun las temporales eran sólo una liberalidad real, un donativo momentáneo. La propiedad era siempre única, indivisible e inseparable de la persona del rey, y al mismo tiempo colectiva; porque el rey como representante de todos sus súbditos, aunque tenía el derecho de distribuir entre ellos a su antojo las riquezas, no por eso estaba menos obligada a distribuirlas con equidad o sin ella.

     Me encontraba, pues, dentro de un régimen socialista rudimentario, y veía asomar por todas partes, rudimentariamente también, sus funestas consecuencias. El rey poseía más de lo que necesitaba para sus atenciones, y no estaba interesado en prosperar sus haciendas; los concesionarios se limitaban a obtener lo preciso para el día; los industriales tampoco se esforzaban para reunir riquezas que, aparte de ser mobiliarias o semovientes, nunca territoriales, estaban amagadas bajo la mano todopoderosa del rey. Existiendo un poder nivelador de la riqueza, y faltando estímulos permanentes para adquirir, los únicos móviles del trabajo eran el hambre y el amor. Quien reunía provisiones para un mes y lograba encerrar en su harén varias esposas, era hombre feliz. Si aún le quedaban ánimos para moverse, luchaba en los juegos públicos o se alistaba en un bando para combatir contra sus vecinos por cualquier pique o rencorcillo de poco momento, casi siempre por satisfacer la vanidad personal o local.

     Mis reformas en el mobiliario, en el traje, en la higiene personal, habían forzado un tanto la perezosa marcha de estas gentes embrutecidas por la carencia de necesidades; con la creación de los escalafones, abriéndoles perspectivas grandiosas, les di un gran impulso en la vía de la civilización; la ley agraria les dio los medios para luchar, les señaló el terreno donde debían moverse. Yo establecí las concesiones permanentes; pero no a la manera de los inconscientes individualistas del partido ensi, sino según los principios elementales del derecho de propiedad. El rey continuaba siendo nominalmente el dueño absoluto y único, y otorgando concesiones a su antojo; pero estas concesiones eran para siempre si los colonos entregaban en cambio los frutos de cinco años, evaluados a ojo de buen cubero. Los nuevos colonos no tendrían que dar cada año, en lo sucesivo, más que una cuarta parte de los frutos en vez de la mitad, y podrían vender sus labores por ganados, por manufacturas o por rujus. Y para que la desamortización fuera completa, privé a los reyezuelos de sus derechos territoriales. El precio de las ventas y el canon anual serían percibidos por el rey, y los reyezuelos y demás autoridades locales tendrían un considerable sueldo fijo. Con esto hubo ocasión de colocar a más de cincuenta nuevos recaudadores y se satisficieron apremiantes exigencias de las camarillas.

     Esta profunda reforma no era para ejecutarla en poco tiempo. Primeramente faltaban hechos prácticos que la hicieran comprensible, y después ahorros para poder comprar. Yo fui uno de los primeros compradores, y algunos consejeros y reyezuelos me imitaron; pero era sólo por complacerme, no porque sintieran el amor a la propiedad territorial, causa en otros pueblos de tantos desvelos y crímenes. Ellos luchaban por el aprovechamiento, mas nunca por la posesión; la idea de propiedad estaba circunscrita al hogar doméstico, a las esposas, a los hijos, a los ganados y a las provisiones, vestidos y muebles. Para facilitar el ahorro fueron muy útiles mis mejoras en el cultivo. El cultivo de las tierras en Maya era fatalista; el labrador arañaba un poco la corteza laborable, arrojaba la semilla y la cubría; en algunos casos hacía agujeros con el punzón de hierro para enterrar más honda la simiente, y los tapaba con el almocafrón, único instrumento usado para remover el suelo; después dejaba pasar los días hasta la época de la recolección. Si la cosecha era buena daba las gracias a Igana Nionyi; si era mala, se enfurecía contra Rubango. Este sistema era general, y practicábanlo desde el rey hasta el más ruin pegujalero.

     No debe extrañar que me preocupase la reforma del cultivo. Veía un éxito seguro para mí y bienes incalculables para la nación. Por obra de la Providencia sin duda, las cosechas no se perdían; pero yo las aseguraría más; y cuando lograra meter en labor el suelo y el subsuelo, inactivos quizás desde la creación del mundo, la fertilidad sería tan asombrosa que no podría haber en adelante miseria ni hambre como las que registraban los archivos y las viejas tradiciones de la nación. Conociendo, sin embargo, que la rutina, fuerte en todas las clases sociales, es más fuerte aún entre los labradores (y en este punto los mayas son como sus congéneres de todas las partes del globo), no establecí nada por edictos, sino que fui poco a poco mejorando mis tierras, en la seguridad de que los demás me imitarían; por desgracia tardó mucho en despertarse la curiosidad, pues, inhábiles para investigar las causas de las cosas, los que veían mis abundantes recolecciones las explicaban por un favor de Rubango, que protegía mi hacienda y descargaba todas sus furias sobre las de los otros.

     Había en Bangola algunos herreros muy hábiles que recorrían de vez en cuando el país vendiendo sus manufacturas: flechas de varias formas, lanzas, sables de diversos tamaños, cuchillos rectos y corvos, hachas, punzones, barrotes para verjas, almocafrones y otras varias herramientas de carpintero, y labores menudas para el adorno de las personas. De estos uamyeras de Bangola, y de algunos accas instruidos por ellos, me serví para hacer nuevos instrumentos de labranza, como picos muy agudos para cavar las duras tierras, azadas para tajarlas, escardillos y hoces. Más tarde introduje el arado de horcajo, de reja muy corta y de armadura muy ligera, para poder enganchar a los indígenas; mi deseo hubiera sido hacer arados grandes para yunta de cebras o cebúes; pero, no contando con buenos gañanes, temía que los braceros del país me estropeasen las bestias a rejonazos. Aunque yo los regalaba a todo el mundo, ninguno de los nuevos instrumentos logró abrirse camino, excepto el arado, y no como yo lo apliqué. Con gran sorpresa mía, los accas que trabajaban en mis labores, y sobre los cuales había recaído exclusivamente el penoso trabajo de arar, tuvieron la primera idea original observada por mí en este país, la idea de atar una cebra a los varales del instrumento y apalearla para que tirase. Esto me agradó mucho, porque me hizo ver que el espíritu inventivo no estaba completamente atrofiado en mis peones, y que sólo faltaba someterlos a una fuerte presión para despabilarlos, lo cual me propuse hacer siempre que fuera posible. El nuevo arado con tiro de bestias fue visto con mejores ojos, y no faltó quien lo ensayara.

     Pero lo que obtuvo un éxito rápido, hasta convertirse en artículo de moda, fue el regado de las tierras, cuyo punto de arranque fue el mismo de la creación del lavadero. La apertura del primer canal de Rubango desvaneció las supersticiones que impedían el uso de las aguas; en adelante fue éste más fácil con el auxilio de norias de construcción muy sencilla, cuyos grandes cangilones de barro podían elevar el agua hasta a diez o doce palmos de altura. Estas norias estaban movidas a brazo; pero la idea ingeniosa de los accas se generalizó de tal suerte, que no sólo en el arado y en la noria, sino en donde quiera que había que hacer un esfuerzo, aparecía el nuevo motor. Las canoas, por ejemplo, eran antes arrastradas por hombres hasta la margen más próxima del río, donde eran botadas al agua; ahora se acudió al nuevo método, y los cebúes eran los encargados de la conducción. Lo mismo se hizo para tronchar los árboles y para arrastrar grandes piedras, utilizadas como hitos o mojones en los campos, después que el edicto sobre propiedad individual hizo necesarios los deslindes permanentes. Con gran asombro mío se aplicó la fuerza animal a la carretilla de mano, convertida por obra de los indígenas en carretón. La carretilla inventada por mí para el transporte de abonos, se componía de una ancha rodaja, cortada irregularmente de un tronco circular, en la que hacían de ejes dos punzones de hierro; sobre este cilindro giratorio se apoyaban los dos varales, que, sujetos por dos travesaños, formaban una parihuela móvil, donde iba la cubeta llena de abonos, y, en caso necesario, los haces de mieses o cualquier otra clase de carga. Los indígenas fueron ensanchando la rueda hasta convertirla en rulo apisonador, y uncieron a los varales cierta especie de cebra pequeña y de pelo basto, a la que yo he llamado, no sé si con derecho, borrico o asno. Al principio la carretilla se volcaba, y acudieron a dos largos palitroques puestos en la misma forma que las orejeras del arado; pero, según se alargaba el cilindro, la estabilidad era mayor. Estas innovaciones eran muy de mi agrado, pero no favorecían mis planes, porque los indígenas, en vez de volverse más trabajadores cuando el trabajo era más llevadero, descargaban todo el peso de él sobre las bestias y se hacían más a la holganza.

     Si esencial fue el adelanto de los riegos, porque con ellos se duplicaba la fertilidad de las tierras, antes baldías en la estación estival, no le fue en zaga el de los abonos, reducido al redilado que los rebaños hacían involuntariamente dondequiera que pastaban. En este punto me favoreció la protección regia, a la que acudí para apresurar la lenta marcha de mis innovaciones. Los trabajos ya realizados servían de preparación y de prueba anticipada, pero no eran bastantes si el rey no imponía por la fuerza los nuevos usos, ni tomaba parte activa en ellos. Mucho hubiera deseado que el rey empleara en sus labores los útiles y procedimientos que yo empleaba en las mías; pero Mujanda era muy poco dado a la agricultura, y abundando en recursos de toda especie, tampoco tenía necesidad de molestarse. Tal era su desapego a las cosas del campo, que aceptó con júbilo la idea de las concesiones permanentes, que le libraba de los cuidados agrícolas; bien es verdad que le aseguré que con el nuevo sistema los trabajos irían a cargo de todos los súbditos y los beneficios seguirían siendo para él.

     El único medio de interesar al imprevisor Mujanda en mi empresa, era convertir la reforma agraria en una nueva renta, como el lavado, que a la sazón llegaba a su apogeo. Pero esto no era fácil, porque si los nuevos instrumentos, regalados por mí a todo el mundo, tenían poca aceptación, �cómo la tendrían si se les ponía un precio, aun siendo el rey el expendedor? Y luego los ingresos por tal concepto serían momentáneos, porque los aperos de labor se renuevan muy de tarde en tarde, mientras convenía un ingreso seguro y constante que asegurara el apoyo seguro y constante de Mujanda. Más justificado me parecía un gravamen sobre los riegos; el río era, como todo, propiedad real, y el uso de sus aguas podía ser sometido a fiscalización. Únicamente me contuvo el miedo de que por no pagar las nuevas cargas cejaran los colonos en este camino, en el que tanto se había adelantado. Todo era posible por la fuerza, pero la fuerza debía ser suave para no hostigar demasiado a los labradores, ahora que se trataba de aumentar su número, de facilitarles los medios de adquirir propiedades, de interesarles por ellas como por sus mismas mujeres e hijos, de infundirles el amor al terruño, de transformarles en columnas bien basadas de una nación estable y fuerte.

     El medio que buscaba yo en vano por todas partes, me lo ofrecieron los mismos labradores. Un colono de Maya, muy bien acomodado y de numerosísima familia cultivaba, lindando con mis tierras, en los mismos bordes del río, un haza de gran cabida, apreciada como una de las mejores concesiones reales. Porque de ordinario éstas eran de terrenos incultos y muy distantes de la capital, o de tierras cultivadas varios años por los siervos del rey, y cuya fecundidad se había agotado por el exceso de producción. Los colonos descortezaban el suelo endurecido, y aun limitándose a un trabajo superficial, su obra era brillante comparada con la de los siervos y equivalía a una roturación. El labrador vecino mío era padre de dos bellas jóvenes, desposadas por el fogoso Viaco, y a la sazón en poder de Mujanda, y adheridas al bando de la tejedora Rubuca, las cuales habían conseguido que el rey dejara a su padre en pacífico usufructo de las buenas tierras que Viaco le concediera cuando se hizo el reparto territorial. Este afortunado colono cuidaba con celo de su labor (tanto por virtud, cuanto por la necesidad de sostener su bien repleto harén), y fue uno de los pocos que se fijaron en los cambios que yo introduje en la mía, y el primero en solicitar mis instrucciones y en emplear el arado, la carretilla y los riegos. Como contrapeso de sus bellas cualidades tenía una flaqueza: la de amar los bienes ajenos y apoderarse de ellos siempre que la oportunidad se le presentaba. En esta misma escuela había educado a sus diez hijos varones y a sus cinco siervos enanos, y era tan patente su debilidad, que todos sus conciudadanos le llamaban (y este nombre le quedó) Chiruyu, �ladroncito�. Es seguro que si no existieran sus hijas, que le hacían suegro doble del rey, sería llamado ladrón, y los pedagogos y mnanis le hubieran exigido cuenta estrecha de sus procederes. Yo le toleraba sus raterías por no malquistarme con hombre tan abierto a las ideas de progreso, y mi tolerancia tuvo su recompensa.

     La primera vez que aboné mis tierras hice transportar en carretillas los estiércoles y demás inmundicias que había ido apilando en los corrales de mi casa, y juntarlos en montones para extenderlos después por parejo. El ladrón Chiruyu y su gente debieron creer que allí se ocultaba algún artificio, y, se apresuraron a robarme cuanto les fue posible; para formar también montones en su haza; desde la creación de los canales toda la basura de la ciudad iba agua abajo, y nadie la tenía en reserva, y es posible que, aunque la tuvieran, fuese preferida la mía por estar más a la mano y por parecer impregnada del influjo de mi persona. A imitación mía, el ladrón Chiruyu extendió después las pilas de estiércol, dio un riego abundante, removió un poco la tierra, y, por último, sembró maíz, como ya lo había hecho con buen resultado el verano anterior. La cosecha fue asombrosa, más la suya que la mía, y por primera vez se habló largamente en la corte de cosas agrícolas, y hubo peregrinación al haza del ladrón Chiruyu para ver las gigantescas matas de maíz y las colosales mazorcas, grandes, según la opinión general, como los pechos de la gorda y malograda Mcazi. La vanidad del ladrón Chiruyu saltó por encima de sus deseos de reservarse el secreto de aquel curioso fenómeno, y bien pronto se supo que la causa de él, así como de la prosperidad de mi hacienda, no era otra que el empleo de la basura que todo el mundo arrojaba a los canales.

     Preparado el camino con tan buena fortuna, muy poco quedaba por hacer; un edicto apareció sin dilación estableciendo el estercolado obligatorio en esta forma: cada jefe de familia debía presentarse en el palacio real para recibir el regalo de una canoa de tierra (así llamaban a los volquetes y carretones), y desde el día siguiente, en este vehículo sería conducida al mismo palacio toda la basura que en cada hogar se recogiera, no sólo de los establos, sino también de las cocinas y retretes, y de los sitios públicos inmediatos. Cuando llegara el momento oportuno, una proclama sería publicada para anunciar el comienzo del estercolado de las tierras, y cada colono recibiría por ensi de cultivo cuarenta carretillas de abono, mediante la entrega al rey de una vaca los labradores ricos, y de una cabra los pobres. El abono, depositado en uno de los patios del palacio de Mujanda, quedaba bajo la custodia de los siervos del rey, y sometido a varias manipulaciones litúrgicas, dirigidas por mí con ayuda de Rubango.

     A varios puntos se encaminaba este notable edicto: a asegurar el apoyo del rey por medio de un estímulo eficaz; a conseguir la alianza de ideas tan heterogéneas como el amor dinástico, la fe religiosa, la higiene pública y el uso de los abonos, y a sanear por completo las casas y las ciudades. En los edificios, las inmundicias estaban localizadas en los establos y en los retretes, pues de éstos los había diurnos y nocturnos, aunque muy elementales. Pero los ganados no estaban siempre en sus cuadras, ni los hombres siempre en sus hogares. En la práctica, los retretes eran sólo para el servicio de las mujeres, y los hombres hacían sus necesidades donde a bien lo tenían. Los canales de Rubango sirvieron mucho para que la limpieza interior fuera más frecuente y para que la suciedad exterior disminuyera de un modo sensible; pero la higiene no triunfó por completo hasta la promulgación de la ley sobre estercolado obligatorio.

     Acaso se creerá que Mujanda y su numerosa familia se sentirían incomodados por la proximidad de los nada bien olientes depósitos; mas en realidad no fue así por carecer, como ya se dijo, del importante sentido del olfato los mayas de alta y baja categoría. Y tal hombre era Mujanda, que hubiera soportado cualquier molestia, incluso la de tapiarse las narices, si en ello iba el bien de sus súbditos y la prosperidad del erario nacional. La nueva institución no producía más que bienes: para el rey, una renta preciosa; para los labradores, una fuente de riquezas; para todos los ciudadanos en general, un mejoramiento sanitario, que no por poco apreciado dejaba de ser muy digno de estima. No era tampoco demasiado íntima la vecindad del estercolero, por haber dispuesto yo que se aislara con una empalizada de las otras piezas del palacio. Éste era inmenso. En tiempo del cabezudo Quiganza había dentro del circuito cerrado por la verja exterior, tres largos andenes, unidos por sus extremos, según la costumbre arquitectónica maya, y formando un enorme triángulo, en cuyo interior se contaban más de treinta tembés, destinados a diversos usos; en tiempo de Mujanda, después de la invención de los rujus, se fueron agregando nuevos tembés, y, por último, se amplió la verja y quedaron incorporados por la espalda varios edificios particulares, uno de ellos del dentudo consejero Menu. La expropiación no exigía más formalidad que entregar al expropiado una casa en cambio de la que se le quitaba, y el rey siempre tenía algunas vacías, procedentes de confiscaciones. Uno de los edificios incorporados, que ocupaba ahora casi el centro del palacio, fue separado del resto por medio de dos largas vallas; le derribaron los tembés interiores, y el largo patio que quedó libre, abierto por el Norte y por el Sur, fue convertido en depósito y pudridero, donde todos los ciudadanos debían venir a vaciar sus carretillas o hacer sus diligencias si les venía en deseo.

     La importancia moral de la reforma estaba en la parte litúrgica, de donde nacieron notables progresos sociales y jurídicos. En las dos ceremonias religiosas del día muntu apareció un nuevo elemento: la carretilla sagrada, llena de estiércol recogido en los establos reales; en el afuiri, además de la carretilla, introduje otro más importante: la vaca, predestinada a sustituir, por un hábil escamoteo, a los reos humanos. En el ucuezi, la innovación se redujo a colocar la caja de los abonos sobre el ara mientras el gallo o pollo simbólico, suspendido de la polea, subía, bajaba y danzaba. En el afuiri, la carretilla ocupó el centro del cadalso, entre los reos y la vaca: después del juicio, los mnanis degollaban la vaca, cuidando que parte de la sangre cayera sobre el estiércol, e inmediatamente después decapitaban a los reos sobre el mismo receptáculo. Al día siguiente, muy de mañana, los abonos, consagrados por Igana Nionyi y regados con la sangre de las víctimas de Rubango, eran esparcidos por todo el estercolero, y la vaca (cuya provisión quedó a mi cargo, como muestra de que no me guiaba el interés) era distribuida, en pequeñas raciones, entre todas las familias de la ciudad. En las localidades, sin embargo, el suministro de las vacas recayó sobre los reyezuelos, porque los auxiliares del Igana Iguru eran muy pobres; y no todas las ciudades aceptaron los nuevos usos desde el primer momento, porque unas carecían de tierras laborables y no necesitaban abonos, y otras andaban muy escasas de ganados y no tenían recursos para adquirirlos.

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