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La distinción lengua-dialecto en sociolingüística

Sebastián Mariner Bigorra1






- I -

Una serie de circunstancias -ciertamente no extrínsecas a la Lingüística, pero sí de lingüística extrínseca- han ido actualizando un replanteamiento de la distinción entre lengua y dialecto. La cuestión llevaba algún tiempo en que parecía interesar sólo en un plano teórico a los lingüistas únicamente; pero, de un tanto acá y no sólo en España, ha pasado de ser latente en la práctica a constituir en algunas regiones un problema candente de verdad. A su vez, ese interés de la Sociedad en el asunto ha repercutido sobre los teorizantes, no pocos de los cuales y de no poco prestigio han vuelto a tomarse en serio la posibilidad de que factores típicamente sociológicos -a saber, la conciencia que una determinada comunidad tenga de que está utilizando una lengua y no un dialecto que la entronca con una comunidad más extensa- constituyan el criterio fundamental para esta distinción. Nuevamente parece vagar por el ambiente el sueño romántico de Humboldt («un pueblo, un espíritu, una lengua»), si es que no la fantasía antihistórica que del Renacimiento italiano importó a España hábilmente Nebrija, con su simbiosis sempiterna de lengua e imperio.

De esta antihistoricidad me he ocupado públicamente ya hace algunos años2, por lo que no voy a repetir aquí sino el mentís rotundo que a tales renacentistas oponía el que para ellos debió de ser el Imperio por antonomasia, esto es, el romano, tan bilingüe él -y aun, tal vez, bilingüe podrá parecer poco; pero es bastante porque ya así invalida la hipótesis y resulta prácticamente indiscutible-. Pero apenas menos discutible resulta también, por obra de la Historia, el ensueño humboldtiano. Ya desde los mismos románticos tiempos de su formulación. Por un lado, porque fueron precisamente estos tiempos los que acunaron la unidad nacional independiente de la también bilingüe Bélgica y de Italia -Bélgica, la maravilla antihumboldtiana, por cuanto sus dos lenguas nacionales resultaban haber tenido que unirla, si acaso, con sus entidades vecinas, francesa y flamenca, en vez de permitir su independización nacional; Italia, cuya unificación parte precisamente del N., lo menos italiano lingüísticamente de todo el territorio, y no deja de englobar a Cerdeña, de lengua distinta todavía hoy ¡y con lo natural que habría sido hallándose, además, delimitada por el mar!-. Por otro lado, porque las reviviscencias literarias de lenguas postradas, en este sentido, en un dilatado letargo no dieron lugar a un continuado proceso de sostenida rehabilitación hasta culminar equiparándose a lenguas de cultura más que en los casos en que tal reviviscencia pudo desarrollarse en el confortador ambiente de unas comunidades progresivas, que las asociaban a su promoción obtenida a base de industrialización y urbanismo, según se reconoce ya hoy, por fin, objetivamente: baste citar -como ejemplo nada sospechoso- el de J. Carbonell para uno de los casos más conspicuos, el del catalán frente al rehundimiento del provenzal y otros que lo habían acompañado en la Renaixença3. Y todavía, por fin, en una tercera dimensión, porque, en el sentido contrario, tampoco la unidad lingüística había podido ya antes preservar la unidad de Norteamérica con Inglaterra, ni a la sazón la de Hispanoamérica con España -lección más elocuente, pues a la secesión se unía el fraccionamiento, y no precisamente según las fronteras de las antiguas lenguas prehispánicas- ni, después, ya en nuestros días, la unidad del África francófona y anglófona ¡que lo siguen siendo en gran parte, aun después de independizadas y fraccionadas! Innegable, sin duda, que la comunidad lingüística puede ser un gran factor de cohesión social y política; pero de esta posibilidad a la necesidad va gran trecho. Aparte de otros ejemplos ya citados hay otros que van desde la relativamente diminuta, pero multisecular (y aun acrecida no hace un siglo con la adhesión del cantón de Basilea) unidad suiza, hasta la India extensísima, nada multisecular en su vida independiente, pero variadamente multilingüe ¡y partida, a raíz de su descolonización -¿quién lo diría, en pleno siglo XX?- no por diferencias lingüísticas, sino religiosas!

Pero, a pesar de la longitud del trecho, es evidente que son hoy muchos los empeñados en recorrerlo.

Ciertamente, es en las distinciones diatópicas donde se alcanzan estos grados de virulencia. Pero la cuestión puede plantearse también en cuanto a las diferenciaciones diastráticas (sin duda, las más interesantes directamente para la Sociolingüística) y diacrónicas (sin duda también, las menos enconadas, entre otras cosas porque son las más difícilmente planteables como lucha de bandos: por definición, cuando una lengua ha evolucionado a través de generaciones hasta convertirse en otra, los que hablaron la primera suelen llevar ya siglos fuera de combate, muertos y enterrados). Unas y otras pueden servir no poco para clarificar el problema. Así, las diastráticas: cuando un grupo o clase intenta crearse un lenguaje especial, ¿adquiere éste categoría de lengua aparte con sólo la voluntad representada por el intento o se necesita que realmente lo logre? Parece que, si no lo consigue, mal podrá decirse que sea lengua aparte lo que también otros entienden, aunque no lo practiquen. Así, las diacrónicas: fuera de los casos en que el cambio de lengua se ha realizado por suplantación, en los que tal cambio suele ser consciente -cuando no incluso voluntario-, son particularmente interesantes aquellos en que se ha efectuado por evolución, pues atestiguan que el trueque puede ocurrir no sólo sin quererlo, sino incluso sin advertirlo. Célebre es, al respecto, el caso histórico de la evolución del latín hasta los romances. Desde que ya Consencio, en el siglo V d. C., señalaba4 como defecto de moda entre la plebe «romana» de su tiempo (y territorio) uno de los barbarismos que ejemplifica, hasta que, a comienzos del IX, se halla en el Concilio de Tours el primer testimonio conservado de conciencia de una «rustica romana lingua», transcurren cerca de 400 años: unas 15 generaciones, cada una de las cuales ha creído hablar la misma lengua que hablaban sus padres, de modo que la transformación del latín en otra(s) lengua(s) no sólo se ha realizado sin el concurso de la voluntad de los hablantes, sino quizás sin que la mayoría ni tan siquiera lo advirtiese. En tales condiciones, determinar «a qué época se ha cesado de hablar en latín»5 es sólo alcanzable por aproximación y con un error posible de varios siglos6.

Que este aleccionamiento proporcionado por la distinción en tipos de diferencia menos conflictivos que lo son a veces las diversidades diatópicas también es legítimamente aplicable a éstas parece autorizarlo el hecho de que igualmente entre ellas se dan lo mismo casos de salto brusco, comparables a los que diacrónicamente constituyen las suplantaciones, y transiciones en una especie de continuum, equiparables a las evoluciones lentas que se han ejemplificado hace un momento con el latín tardío. Los cambios bruscos suelen ser lubricados por etapas de bilingüismo o de diglosia; en los otros, tales etapas parecen menos registradas. Una misma frontera puede ofrecer áreas de uno y otro tipo; así, la occidental del catalán: de dos localidades contiguas, Nonaspe es catalanohablante (con abundante bilingüismo e incluso diglosia); Caspe es hoy castellanohablante. En cambio, tanto al N. como al S. de la frontera, su carácter de áreas de transición es célebremente típico, con la amplia serie de dialectos altoaragoneses en un caso, con el cha(m)purr(e)au en el otro7.

Lícitamente aleccionados, pues, en estos terrenos menos conflictivos del problema, parece que podemos entrar, sin levantar ampollas, a formular con toda crudeza la pregunta sobre la legitimidad del criterio voluntativo en la distinción lengua/dialecto: ¿puede una modalidad ser tenida en Sociolingüística como lengua o como dialecto según que sus usuarios -o sus descriptores, o sus codificadores- exijan lo uno o, por el contrario, se avengan a lo otro?

Para quitar más hierro, todavía, al asunto, abandonaré el área levantina en que últimamente me movía, no fuera a dar la impresión de que mi regionalidad me hacía automáticamente parcial. Llevaré la atención a un punto donde la discrepancia en la distinción me es conocida precisamente en un plano rigurosamente académico, como que se trata de una Universidad que se enfrenta a una Academia: la Universidad de Oviedo tiene un Seminariu de llingua asturiana; en tanto que la 19.ª edición (1970) del Dicc. de la R. Acad. española no conoce una tal lengua ni en su lema Lengua ni en su lema asturiano; en cambio, sí registra en el lema bable la acepción «dialecto de los asturianos», y entiende por dialecto, en la primera acepción de este lema «cada una de las variedades de un idioma, que tiene cierto número de accidentes propios, y más comúnmente las que se usan en determinados territorios de una nación, a diferencia de la lengua usual y literaria».

Confío en que no pareceré cazador de brujas por haber señalado como una auténtica discrepancia de criterio entre ambas corporaciones su divergencia en la denominación de una misma realidad lingüística. Muy al contrario: pienso que quien no se hubiera propuesto, como yo he dicho, quitar al máximo hierro al asunto, fácilmente sentiría la propensión a hablar de insumisión anticientífica o de dominación centralizante o colonialismo cultural, según la parte que le pareciese que lleva la razón.




- II -

Consciente del riesgo que arrostra quien se mete a componedor sin ser llamado, me dispongo a desempeñar el papel de mediador comenzando con una captatio beniuolentiae que me permita alardear, al menos, de imparcialidad, criticando una postura y otra.

Por parte de la definición académica, me parece muy impugnable el resabio de literariedad que mantiene todavía en su definición de dialecto. Desde un punto de vista auténticamente lingüístico parecen militar en contra de ello razones variadas e importantes:

1.ª El tener cultivo literario no parece rezar para la consideración como lenguas de distintos sistemas de comunicación en uso: las de pueblos salvajes, las meramente técnicas, muchas de las efectivamente crípticas, etc. El propio DRAE, en efecto, define lengua, en la acepción que aquí interesa, como «Conjunto de palabras y modos de hablar de un pueblo o nación», sin alusión alguna a que deba alcanzar nivel literario.

2.ª Al contrario, pueden alcanzarlo típicos dialectos: la literatura griega es un caso conspicuo de ello. Pero no único, ni mucho menos: otras modalidades consideradas también como dialectos por el DRAE (p. ej., el extremeño; sobre todo, el andaluz) han tenido notorio cultivo literario. Naturalmente, en el caso que nos ocupa, lo más interesante es que también lo ha tenido el bable8.

3.ª Probablemente sobre todo, el hecho de que, desde el punto de vista lingüístico estricto, la propia «lengua literaria» no es sino una modalidad lingüística más entre las que una «lengua» -«general» o no- puede presentar. Desde el indicado punto de vista no parece disparate ninguno -aunque tal vez resulte chocante, por inusual- el concepto de «dialecto literario».

Pero lo más impugnable, a buen seguro, de la doctrina académica es la relativa incongruencia entre su definición de dialecto -y su aplicación al bable- y las de idioma y lengua en esta acepción, que son, respectivamente, «Lengua de una nación o comarca» y «Conjunto de palabras y modos de hablar de un pueblo o nación», según quedaba citado en esta misma página. Ello es facilitar armas decisivas al contrincante: Asturias es mucho más que una comarca; luego es lícito, DRAE en mano, llamar idioma al asturiano. Y, adelantando con el método de substitución en este sistema de ecuaciones del diccionario académico, si un idioma es la «Lengua de... », es también lícito llamar al asturiano lengua. Entonces, ¿por qué el propio DRAE lo conceptúa como dialecto?

Ahora bien -y aquí de la imparcialidad ofrecida-: debo sugerir que tampoco la corporación contrincante podría servirse congruentemente de esas ecuaciones académicas para justificar el valor que atribuye a la incógnita. En efecto, con tales definiciones sociológicas de idioma y de lengua, una de tres: o Asturias sería toda ella una sola comarca, o en todas sus comarcas se hablaría una sola variedad lingüística o -si ninguna de las dos cosas es cierta, como realmente parece no serlo- el Seminario citado no sería de llingua asturiana, en singular, sino de llingües asturianes en plural, a una por cada comarca que ofrezca peculiaridad.

Pero, a mayor abundamiento, dicho singular obliga a la indicada corporación a no pretender tampoco justificar la denominación de lengua para el asturiano en la voluntad de sus usuarios, sin antes haberlos encuestado y haberse cerciorado de que todos están conformes en pertenecer lingüísticamente a un solo grupo, y precisamente al asturiano. No consta que tal consulta se haya llevado a cabo; en el ínterin, pues, tocaría emplear también provisionalmente el plural. A menos que se prefiriera salir del embrollo renunciando a un tal concepto subjetivo de lengua basado en la voluntariedad.

Sin duda puede haber relación entre conciencia y voluntad de peculiaridad lingüística y grados de diferenciación. Pero -recuérdese- era en sentido contrario: no que la voluntad fuese criterio para justificar diferencias, sino que cabía explotar las voluntades para provocar más divergencias que las ya existentes: denominación diferente, normativa distinta, etc. podían ser utilizadas para ir aumentando lo que, de momento, no eran sino distancias superables, hasta dar en alejamientos ya no salvables sino mediante el estudio de la otra modalidad como si de una lengua ajena se tratase. A lo que ya se nos dijo acerca de la efectividad de esa falta de unión en nombre y normativa añadiría yo como normalmente aprovechado también en los intentos de aumentar la diferenciación: el prestigio otorgado a variantes vulgares de la modalidad lingüística que se trata de potenciar, para oponerlas al macrosistema, de cuyo uso suelen estar excluidas por la norma. Creo que no hace falta citar ejemplos de cómo mucho de lo que se estampilla como andaluz, asturiano o extremeño existe también en las Castillas, sólo que circunscrito al margen del uso tenido por correcto o culto.

Si efectivamente se prefiriese este paso a concepciones no subjetivistas de las lenguas, sino objetivas o esenciales -o si ni siquiera hiciese falta dar el paso, sino que bastara ser consecuente con lo que realmente se piensa que es una lengua- parece que sería irrelevante decidirse por una estructuralista -sistema de signos- o por una generativista -competencia del usuario ideal-. No hay que ocultar que la segunda parece resultar más atractiva para muchos sociolingüistas9, por cuanto parece casar mejor con su pretensión de que no hay lengua si no hay un grupo que la utilice, frente a la admisión que de lenguas sin usuarios puede fácilmente hacer quien considere las lenguas básicamente como abstracciones. Y cierto también que, con esta concepción, para el caso de lenguas (ya) no usuales se revela menos operante la voluntad humana para conferirles status de lengua o de dialecto a sus modalidades. Pero ni una ni otra ventaja dan la impresión de ser dirimentes. Lo importante, si se quiere seguir manteniendo el singular en el supuesto de que haya variantes en el sistema, por mínimas que sean, o que no todos los competentes en el sentido de ser capaces de emitir textos inteligibles y gramaticales lo hacen del mismo modo es no olvidar que el usuario ideal generativista no lo es solamente en cuanto tal buen emisor, sino también en cuanto oyente capacitado para entender a los demás emisores competentes para entenderle a él. Pero esto no es que falte en la teoría y necesite añadírsele, sino que ya está, si bien no es tan conspicuo como la competencia en la producción, con lo que corre más riesgo de ser desatendido. Con que no lo sea, basta10.

Ambas formulaciones -posibilidad de variantes en un mismo sistema y competencia comunicativa- abocan, en el presente asunto, a un mismo resultado: la admisión de la interpenetrabilidad y su exigencia como requisito. Esto es, hallarse dispuesto a reconocer que hay diferencias entre las posibilidades sistemáticas o entre las competencias individuales que pueden ser superadas, de modo que haya mutua intercomprensión aun a pesar de tales diferencias. Y a decidir que, si una tal intercomprensión mutua falla mayoritariamente, no se puede hablar de divergencias meramente dialectales entre usuarios de una misma lengua, sino de sujetos de comunidades lingüísticas distintas. Es decir, concretando con lo que aquí va sirviendo de ejemplo, que la encuesta a realizar para saber si se da realmente una lengua asturiana o un dialecto asturiano de una lengua de más extenso uso no se basaría en la decisión que manifestaran sus usuarios respecto a qué categoría quieren que se le reconozca, sino a si efectivamente se entienden con y son entendidos por los demás pertenecientes a ese posible círculo mayor. Por supuesto que postular que esta posibilidad de intercomprensión tenga que ser mutua no significa que haya de ser simétrica: siguiendo con el ejemplo, es probable que un asturiano entienda mejor a un castellano que viceversa, y que a ambos les entienda mejor un andaluz que ellos a él, si más no, porque suele hablar mucho más rápidamente y con menos elementos. Lo importante es que, aun en el grado menor, la penetrabilidad sea posible.

¿Cuál sería este grado menor imprescindible? Fui educado en este sentido -y empleo este término en actitud de reconocimiento hacia mi profesor de italiano en mi primer curso de carrera, Sergio Zanotti- en la siguiente formulación práctica, que se me ha revelado casi siempre acertada desde entonces: «cuando dos personas de cultura media, no especialistas, se entienden suficientemente al cabo de media hora de conversación, cabe decir que hablan dos modalidades distintas de una misma lengua». Los dos condicionamientos personales son importantes: de no alcanzar ese grado de cultura, caben dificultades incluso después del tiempo acotado convencionalmente hasta en hablantes de una misma modalidad dialectal. Y, naturalmente, si se trata de especializados, sólo para ellos valdría la supuesta equiparación lingüística.




- III -

No se me oculta que el criterio de interpenetrabilidad no goza de buena prensa en casa de más de un sociolingüista11. Ya he aludido a lo convencional que resulta el tiempo prefijado; ahora bien, hay que reconocer que debe fijarse alguno, porque, de lo contrario, a fuerza de mucho tiempo entenderse no sería señal de pertenecer, de entrada, a una misma comunidad lingüística, sino de haber conseguido aprender uno de los interlocutores la lengua del otro -o ambos a la vez y mutuamente-. Y sin duda que puede ocurrir que quienes creen hablar lenguas distintas resulte así que están hablando sólo dialectos diferentes sin haberse dado cuenta. Tal vez algunas de las lenguas eslavas o algunas de las escandinavas -sobre todo, noruego y danés- llegarían a reconocerse como sólo modalidades, si se lograse unificarlas en aquellos aspectos tan influyentes a que me he referido: ortografía, escuela, literatura.

Pero no parece que la auténtica Sociolingüística haya de arredrarse ante esas dificultades, ni que deba temer porque se puedan producir tales descubrimientos. Amigos los eslavos y los escandinavos, pero más amiga no diré la verdad, porque no se me tache de posesor de la misma y de dogmatista, actitudes ciertamente vitandas en las ciencias humanas; más amiga, pues, sencillamente, la coherencia, la lógica. No es congruente ser objetivista en Lingüística y subjetivista en Sociolingüística, sobre todo en lo que concierne a conceptos tan básicamente lingüísticos como los que he venido tratando: no cabe dejarlos al arbitrio de los usuarios, máxime si éstos no son peritos. Seria como pretender haber dejado al criterio de los beneficiarios del Sol el decidir entre geocentrismo y heliocentrismo, en lugar de reservar la solución a los auténticamente entendidos, los astrónomos.

Una Sociolingüística auténtica no puede ser antilingüística, ni siquiera a-lingüística: sería un contrasentido. No debe ser; es decir, debe no ser.





 
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