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La figura del guerrillero carlista en «Un faccioso de más y algunos frailes menos» (1879) de Benito Pérez Galdós

Blanca Ripoll Sintes





Es este un trabajo de aproximación al análisis de la figura del guerrillero en la segunda serie de Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, que esperamos poder acometer con mayor complejidad en futuros estudios. Bien es cierto que esta tipología de personajes cobra especial relevancia en las tres últimas novelas: Un voluntario realista (1878), Los apostólicos y Un faccioso más y algunos frailes menos (ambas de 1879); sin embargo, es en el último episodio de esta segunda serie cuando el escritor canario manifiesta de forma más tajante su consideración acerca de los guerrilleros, que, ya en 1832 (año en que se inicia la acción de dicha novela), pueden ser llamados carlistas o «carlinos», y no apostólicos como en las novelas precedentes.

Que nos centremos en Un faccioso más... no impedirá que se hagan las calas oportunas en otras novelas de esta serie, para apoyar algún argumento o esclarecer determinada cuestión. De hecho, es de gran interés observar cómo Pérez Galdós se sirve de la presencia de los guerrilleros desde la Guerra de la Independencia hasta el origen del primer conflicto carlista, a lo largo del devenir histórico nacional, para exponer las incongruencias ideológicas de ciertos sectores políticos o para poner de manifiesto una cuestión que, según la crítica, protagonizará la tercera serie galdosiana: el profundo y radical antibelicismo del gran novelista de Madrid (Penas, 2013: 25).

Asimismo, debemos precisar que no se estudiará a los personajes apostólicos, conservadores, después carlistas, pertenecientes a la esfera política y cortesana (como, por ejemplo, las figuras de Carlos M. Isidro, Calomarde, etc.), que protagonizan episodios de localización urbana. El propósito de este capítulo será observar el tratamiento literario de los guerrilleros apostólicos, que tras la muerte de Fernando VII se pasarían a la causa carlista y que estarán localizados, mayoritariamente, en ambientes rurales o de pequeñas ciudades de provincia.

No es tampoco la finalidad de este acercamiento glosar las reflexiones teóricas que ha suscitado la obra galdosiana de los Episodios en torno a la dicotomía ficción-realidad y en cuanto a la recreación literaria de la historia por parte del novelista canario (y remitimos al lector, para ello, a bibliografía específica: Arencibia, 1989: 291-302; Bly, 1988; Cardona, 1968: 119-142; Dendle, 1992; Gullón, 1970: 23-35; Penas, 2011a: XIII-XCVIII y 2011b: XIII-XCI; Ribbans, 1993; Troncoso, 2006: 7-16; Troncoso et al., 2012; Whiston, 1991: 1-13). A pesar de ello, nos parece indispensable partir de la concepción historiográfica que subyace bajo la creación narrativa de Pérez Galdós y que condiciona la configuración de sus personajes literarios, bien ficticios, bien históricos.

La profesora Penas señala la raigambre ilustrada de erigir la historia pasada como modelo (a imitar o a evitar) para mejorar la situación presente y futura del individuo y la sociedad y aleja la presencia de materia histórica en la narrativa galdosiana de «planteamientos propios de la tendencia historiográfica positivista, de raíz erudita, que acopia y establece una sucesión de hechos históricos» (Penas, 2011a: XVII). En este mismo sentido, había afirmado el profesor Sotelo:

«[...] es Galdós, con su doble vocación de historiador y educador (quizás sintetizada en su voluntad de regenerador de la vida nacional) modelada en su irrenunciable condición de novelista, quien forja la novela histórica como novela realista y nacional, en el sentido que tenía para Dickens y para el propio novelista canario, fascinado lector, traductor y crítico del novelista inglés».


(Sotelo, 2001: 113)                


La propuesta del autor de La familia de León Roch ofrece una visión mucho más moderna de la historia nacional, pues combina y anivela hechos comprobables, de verdad histórica, con la encarnación en sus criaturas de ficción de la vida intrahistórica de la España decimonónica: «tan importante, o incluso más que ese relato de acontecimientos es la "historia menuda" en feliz expresión de Montesinos (1868: 166)» (Penas, 2011a: XVII). Y así lo aseveraría el mismo escritor en el prólogo a la edición de los Episodios de 1885:

«Lo que comúnmente se llama Historia, es decir, los abultados libros en que solo se trata de casamientos de reyes y príncipes, de tratados y alianzas, de las campañas de mar y tierra, dejando en olvido todo lo demás que constituye la existencia de los pueblos, no bastaba para fundamento de estas relaciones, que o no son nada, o son el vivir, el sentir y hasta el respirar de la gente».


(Pérez Galdós, 2011b: 1100-1101)                


En consecuencia, podemos establecer que Pérez Galdós se erige en heredero de una concepción romántica, hegeliana, de la historia, que busca vislumbrar las relaciones dialécticas que los diversos acontecimientos políticos, socioeconómicos y/o culturales desarrollan y qué efectos tendrán dichos hechos en el devenir futuro de la historia nacional. Así lo asevera, aunque a propósito de la tercera serie de Episodios, la profesora Penas, pues señala la huella de Hegel en el «carácter dialéctico de la realidad individual que se define por su vinculación con la realidad total, con el todo, a que remite cada realidad particular; o que ese todo esté regido por las contradicciones y constituido por contrarios que se oponen en un proceso de cambio» (Penas, 2013: 20-21).

La finalidad didáctica que late en la recreación histórica provoca que en la lectura de los Episodios el lector realice el movimiento de vaivén que va del pasado al presente coetáneo (Penas, 2011a: XVIII-XIX). Así, estando todavía activa la tercera guerra carlista cuando se publican los primeros episodios de la segunda serie, el lector de 1875 podía reconocer en los héroes patrios de la guerra de la Independencia a los generales carlistas que décadas después se rebelarían contra los descendientes del rey por quien habían arriesgado su vida y la de sus soldados.

Esta conexión pasado-presente tiene su mejor encarnación en los personajes de los guerrilleros «patriotas» al principio y ya carlistas en la última novela. Si se contempla globalmente la segunda serie, puede aseverarse cómo Galdós señala en cierta medida a estos guerrilleros como uno de los principales acicates de la mayoría de conflictos que, prácticamente, acabaron convertidos en auténticos enfrentamientos fratricidas. Bien es cierto que el fanatismo y la ignorancia que un Galdós ya desengañado (Penas, 2011a: XXI) observa en el sector liberal se erigen, a ojos del lector, en otros agentes implicados (fanatismo que, por ejemplo, se encarna en el personaje de Patricio Sarmiento). La ideología liberal de la mirada del autor es del todo evidente, pero se matizan suficientemente los personajes de ambos sectores como para que la interpretación histórica pueda considerarse, si no objetiva, sí de una decidida ecuanimidad.

La reflexión histórica que Galdós materializa en los argumentos de los Episodios concluye que, en el fondo de los diversos conflictos que asolaron España durante la primera mitad del XIX, latía un choque profundo entre dos formas de entender el mundo: el conservadurismo reaccionario y el liberalismo (Montesinos, 1968: 120; Penas, 2011a: XXII; Troncoso, 2012: 27). Lucha ideológica que resulta irreconciliable, como irreconciliable será la relación entre los dos personajes ficticios que representan ambos bandos políticos: Carlos Navarro, «Garrote», y Salvador Monsalud (protagonista, en verdad, de la segunda serie). El suyo será un enfrentamiento con tintes de tragedia clásica, pues la mutua persecución, el reconocimiento de la valía del rival, la anagnórisis final por la que Salvador reconoce en Carlos a su hermanastro y la imposibilidad del perdón por parte de un Navarro moribundo nos lleva a pensar en el asedio de un destino fatal y conflictivo a la esencia histórica de España.

En este sentido podemos afirmar que la reflexión que emana de la creación literaria explica de un modo mucho más complejo y completo la historia del país y que, por tanto y glosando a Ermitas Penas, verdad poética y verdad histórica se acercan (Penas, 2011a: XXV), cuando la primera no supera, en ocasiones, a la segunda.

Por otro lado, cabe advertir que la continuidad cervantina y balzaquiana de los personajes novelescos de Galdós a lo largo de la segunda serie permite reseguir la configuración de la tipología del guerrillero, que llegará al lector a retazos, hasta una mayor presencia en los tres episodios finales.

En el primero, El equipaje del rey José, Pérez Galdós contrapone la consideración popular de los guerrilleros, enteramente positiva y que los erige en garantes de la libertad y la independencia de la patria, así como del trono de Fernando VII, y la de los afrancesados, que los tratan en numerosas ocasiones de «salteadores de caminos» y «mercenarios», de modo que se logra así una visión matizada y que cuestionaba los tópicos preestablecidos a propósito de los luchadores patriotas.

Asimismo y como anticipábamos, la figura del guerrillero le servirá al autor para plantear las incongruencias de la historia: mientras durante la guerra de la Independencia luchaban contra los franceses, al final del Trienio Liberal les abrirán las puertas del Pirineo a los «Cien Mil Hijos de San Luis» para restaurar el absolutismo1. Y todavía en el primer episodio, el escritor señala cómo tras la Guerra contra el francés, los guerrilleros ascenderán jerárquicamente en el seno del ejército, cuestión que, como se observa en Un voluntario realista, será flagrante e irónicamente revelada en el caso de Josep Bussoms, alias «Jep dels Estanys» (que pasa de contrabandista a militar de graduación por sus hazañas durante la Guerra de la Independencia).

En consecuencia, los personajes de guerrilleros apostólicos, después carlistas, que aparecerán en la última novela, no pueden comprenderse en toda su complejidad si no se atiende al tipo del guerrillero surgido a raíz de la literatura propagandística escrita durante la guerra de la Independencia y a raíz de la representación de dicho conflicto bélico en la literatura escrita con posterioridad. En ese sentido, es notable la humanización, la matización que lleva a cabo Benito Pérez Galdós de un personaje literario que había adquirido visos míticos, de un heroísmo incuestionable2 y muestra ante los ojos del lector una galería suficiente de personajes (reales y ficticios, respondiendo a la visión dialéctica de Historia e intrahistoria, o historia menuda) entre los que podemos hallar ejemplos de heroísmo y bravura, como Carlos Navarro «Garrote» o tantos hombres rudos y valientes del Norte de España, y ejemplos de oportunismo y violencia injustificada, como Pepet Armengol «Tilín» o Josep Bussoms «Jep dels Estanys».

En la última novela de la serie que nos ocupa, Un faccioso más y algunos frailes menos, escrita entre noviembre y diciembre de 1879 y publicada por La Guirnalda en ese mismo año, el narrador perfila, de forma definitiva, la visión que Pérez Galdós tendrá de los guerrilleros como agentes de desorden y de caos, de destrucción de la vida cotidiana del país. Para ello, no es gratuito que en este episodio sitúe a estos personajes en las tierras navarras, pues como asevera Santos Escribano «en Navarra, escenario de las guerras civiles del siglo XIX, el carlismo forma parte del devenir histórico, y marca en muchos sentidos el tiempo en su historia» (2001: 21). El novelista entrevé, ya conocedor de las consecuencias de la primera guerra carlista, los nocivos efectos para la economía navarra que tendría el conflicto, que atraería a sus filas a un elevado porcentaje de campesinos no propietarios, que a la altura de la década de los treinta del XIX se hallaba en la absoluta miseria y buscaba modos alternativos de ganarse el sustento (Santos Escribano, 2001: 44). Pérez Galdós dibuja un campo navarro vacío de brazos fuertes («escaseaban los hombres, hasta el punto de que las faenas más rudas eran desempeñadas por niños y mujeres» - 2011b: 1039)3.

Despojados de sus rutinas habituales y confinados en territorios agrestes, el narrador nos presenta a un ejército de hombres valientes, pero animalizados, bárbaros y salvajes:

«Una noche del mes de Julio las facciones se presentaron en Elizondo. Bajaban por aquellos cerros, como bestias hambrientas, y sus gestos, sus pisadas, la viveza de su andar, el estrépito de las armas ponían miedo en el corazón más esforzado. Por todas las entradas del valle aparecían cuadrillas de facciosos, vestidos de zamarra, cubiertos con la boina blanca o azul y calzados con alpargatas o zapatos rotos. Al anochecer, Elizondo estaba lleno, y aún entraban más. La ferocidad pintada en los semblantes no excluía la expresión de sufrimiento por las privaciones y trabajos; pero estaban alegres, cantaban, reían y se las prometían muy felices. En las filas se codeaban los muchachos con los viejos, y al lado del niño, precoz guerrero lleno de ilusiones de gloria, estaba el veterano que se había batido en las campañas heroicas del año 8. Las estaturas eran tan desacordes, que la bayoneta del enano tocaba los doblados hombros del gigante. Por la desigualdad, por la irregularidad, por el valor ciego y salvaje, por la fe estúpida y la sobriedad inverosímil, a ningún ejército conocido podrían compararse, como no fuera a los ejércitos de Mahoma».


(2011b: 1039-1040)                


El matiz redondea siempre el retrato expresionista: frente a la ferocidad, el padecimiento por una vida muy dura; frente a una fe irracional, la dignidad y el coraje de los soldados. Pérez Galdós culmina el retrato de las hordas guerrilleras con la ascensión final a las montañas navarras, escena en la que los personajes aparecen completamente animalizados, alienados por la circunstancia de la guerra:

«A la mañana siguiente salieron muchos para Urdax. Los demás tomaron posiciones en las alturas. Se les veía subir como gatos, escalando los empinados cerros con agilidad increíble. El calor les hacía tan poca impresión como les había hecho el frío. Tenían cara de pergamino, músculos de acero, corazón de piedra y sesos de algodón, que ni el sol derretía ni el pensamiento inflamaba jamás. La guerra había llegado a ser en ellos fenómeno de costumbre, un estado normal, admirablemente conformado con su naturaleza agreste, dura, sufrida, refractaria a las fatigas como a las ideas, y con especialidad inclinada al movimiento. Si no hubiera habido montañas, las habrían hecho para subir y esconderse en ellas».


(2011b: 1040)                


Frente a esta configuración más global, los guerrilleros apostólicos y realistas se concretan en un grupo de personajes históricos y de ficción. A excepción del general Zumalacárregui, la preferencia del novelista canario por los personajes intrahistóricos, ficticios, es clara en este último episodio de la segunda serie, si bien la información histórica salpica los diálogos entre los personajes galdosianos. En busca de su hermanastro Carlos Navarro, Salvador Monsalud se encuentra en Estella con su antiguo amigo, el coronel Seudoquis, momento en que el narrador aprovecha para explicar:

«Aquella misma tarde recibiose el aviso de que don Santos Ladrón, el atrevido guerrillero riojano, venía sobre Estella con quinientos voluntarios, al grito de España por Carlos V. [...] Al día siguiente se tuvo noticia del combate de los Arcos, en que fueron destrozados los voluntarios de Ladrón y éste hecho prisionero».


(2011b: 1013)                


Efectivamente, Santos Ladrón había lanzado el primer grito en favor de Carlos V en Tricio (La Rioja) y el virrey de Navarra, Antonio Solá había enviado una columna al mando del general Manuel Lorenzo. El 10 de octubre Ladrón fue derrotado en la batalla de Los Arcos y hecho prisionero por Lorenzo, y el 14 del mismo mes sería ajusticiado en el cuartel militar de Pamplona (Bullón de Mendoza, 1992: 218), como puntualmente informa el narrador galdosiano: «Al día siguiente fue pasado por las armas en el foso de las fortificaciones don Santos Ladrón, que murió valiente como español y resignado como cristiano» (2011b: 1018).

El avance de la sublevación carlista sigue llegando a oídos de Monsalud a partir de noticias indirectas y con él, los nombres propios de los cabecillas de la insurrección:

«En Oñate se echaba al campo Alzaá, en Salvatierra Uranga, en Toranzo Bárcena, Balmaseda en Fuentecén, y en Navarra, que era el centro de aquel motín seminacional fraguado por el absolutismo con la bandera de Cristo, se habían alzado Goñi y Eraso, Iturralde y el cura de Irañeta. Eraso tenía por suyo a Roncesvalles, Goñi la Borunda, y el párroco asolaba la parte llana. Era un bravo soldado el de Irañeta y podía ocupar lugar excelso en esos extraños fastos eclesiástico-militares, donde están escritas con horribles letras negras las hazañas de Merino, Antón Coll y el Trapense».


(2011b: 1019)                


Hábilmente, el novelista engarza la lista de altos mandos carlistas que protagonizaron las primeras semanas de octubre de aquel 1833: Joaquín Julián de Alzaá y Gomendio, que día ocho proclamaba a don Carlos rey de España en Oñate; José Ignacio de Uranga Azcune, quien el día anterior lo había hecho en Salvatierra (Bullón de Mendoza, 1992: 303); «Bárcena», pueblo cántabro donde había nacido el general Fulgencio de Carasa y Naveda; Juan Manuel Martín de Balmaseda, compañero del Cura Merino (Madariaga Deus, 2012: 93-102); y los antecesores de Zumalacárregui al frente del Ejército del Norte, José Goñi, Francisco Benito Eraso y Francisco Iturralde (Bullón de Mendoza, 1992: 217-219); y a continuación sitúa al personaje «el cura de Irañeta», junto a otros famosos curas guerrilleros, tipología de personaje que nos ocupará más adelante, como el cura Merino, Antón Coll y Fray Antonio Marañón, «el Trapense»4. Cabe recordar que bajo el sintagma del cura o párroco de Irañeta se esconde el personaje histórico de Pedro Miguel Irañeta, sacerdote en la población de Huarte Araquil que ayudó a escapar a Zumalacárregui desde Pamplona5.

El personaje intrahistórico de mayor relieve vinculado a la guerrilla que aparece en Un faccioso más..., es sin duda el general, héroe de la guerra de la Independencia, Carlos Navarro, tratado en todo momento como «guerrillero» en este episodio. A su análisis seguirán los de Zugarramurdi y Oricaín, y el del cura guerrillero, el padre Zorraquín.

El personaje de Carlos Navarro, antagonista de Salvador Monsalud, su hermanastro, hijo de Fernando Navarro y heredero de su mismo apodo, «Garrote», reaparece en esta última novela, después de que Benito Pérez Galdós lo haya perfilado en la mente del lector desde el primer episodio de la segunda serie. Para ello, el creador utilizaría mecanismos de configuración de personajes que eclosionarían en 1881 con la publicación de La desheredada, pues, como señala Navascués, la creación del mundo interior de las criaturas de ficción en la segunda serie de Episodios nacionales constituye una «prefiguración de la novelística posterior de Galdós» (Navascués, 1986: 174).

Entre dichos mecanismos destacan: el perspectivismo tan lúcidamente aprendido de Cervantes, es decir, conocer indirectamente a un personaje a través del relato y del retrato que otros personajes nos refieren de él6; o la base tainiana en la forja del carácter del personaje y de su actitud frente al mundo. En ese sentido, cuando ya ha fijado en el interior del lector la figura y el carácter de Carlos Navarro, Pérez Galdós lleva a cabo una analepsis a partir de un personaje secundario, el padre, Fernando «Garrote», para contextualizar y justificar las razones que convirtieron a Carlos en el hombre que es. Así, a través del padre conocemos la prehistoria del hijo, natural como Monsalud, pero reconocido «con solemnidad» (2011a: 77) y entendemos, por una parte, la condición de gran fortaleza física y una tendencia natural al arte militar, heredadas de su progenitor; y, por otra, el rechazo del «galanteo frívolo» al que era dado don Fernando. Esta reacción de oposición frente al modelo paterno llevará a Carlos a refugiarse en la religión católica. Navarro amará a una sola mujer toda su vida -Genara-, por quien llegará a enloquecer prácticamente de celos.

Y, por otro lado, Pérez Galdós dotaría a Carlos Navarro de características más cercanas al folletín, siempre matizadas por la visión de contraste de otros personajes: un halo sobrenatural que incide en la épica del guerrillero y, a su vez, en el carácter extremo de «Garrote». Las dimensiones épicas del soldado de la patria y la religión se acentúan con la utilización de epítetos propios de los romances heroicos, como el de «guerrillero de Andía y la Borunda» (2011a: 67). Una dignidad militar que tiene mucho de unción religiosa, pues en palabras del propio personaje se nos dice: «Y luego con expresión de orgullo que Monsalud no acertaba a explicarse, añadió: -Soy guerrillero-. | Dijo esto como si dijera: "Soy Dios"» (2011a: 70).

El respeto, junto con la dignidad, el valor y la nobleza, será un valor que aparezca con recurrencia en las descripciones del personaje. El novelista desnuda al guerrero ante los ojos del lector hacia el final del primer episodio de la serie, roto de dolor por la muerte de su padre. El abatimiento emocional del Carlos familiar contrasta, en el capítulo XXV de la misma novela, con el plano victorioso del militar en el campo de batalla, de modo que se humaniza al personaje.

La furia y la violencia son el reverso de la nobleza y la autenticidad de Carlos, características estas últimas que se manifiestan asimismo en su repugnancia por las intrigas y dobles morales de la vida en la Corte (cuestión que observa sorprendido y sarcástico, Juan Bragas en sus picarescas memorias). El devenir de los acontecimientos, tanto de la historia nacional como de la historia íntima de los personajes de ficción, provocará que se acentúen cada vez más los aspectos negativos del carácter de Navarro: su agresividad y brusquedad, sus celos y sus odios irracionales, su sed de venganza.

Cinco episodios más adelante, el narrador explicará desde la fisiología y desde una ironía muy cervantina, este carácter agresivo de Garrote:

«[...] D. Carlos Garrote (y jamás pudo en su gloriosa vida de insurrecciones por la Fe quitarse nombre tan duro) estaba en su alojamiento de la calle de San Francisco acometido de un mal que con frecuencia padecía, y que en los últimos años se le había recrudecido bastante: este mal era la cólera. Mostraba su dolencia hiriendo el suelo con el pie, golpeando con la mano una mesa harto desvencijada, y con tales caricias iba en camino de no servir más que para leña, y finalmente, soltando de su boca en nutrida descarga, venablo tras venablo».


(2011b: 353)                


Así, el mal de la cólera, que según la teoría de los humores procede de la bilis, irá vinculado durante los cuatro últimos episodios a una dolencia del hígado cada vez más fuerte. En una conversación entre Felicísimo Carnicero y Salvador Monsalud, en Un faccioso más y algunos frailes menos, Carnicero le informa:

«-[...] prevengo a usted también que el Sr. D. Carlos está enfermo del hígado. Ya se ve, ¡ha trabajado tanto! Es un incansable campeón de las buenas doctrinas. Anoche se quejaba de atroces dolores, y, cosa rara en un hombre tan religioso, ji, ji, más invocaba a los demonios que a la Santísima Virgen».


(2011b: 880)                


La ira de Carlos Navarro se verá acrecentada por tres factores principales, en aumento progresivo hacia el final de la serie: su odio pertinaz hacia su mujer Genara (se observa tanto en el capítulo XXIV de El terror de 1824, como en la novela final que nos ocupa, en su proposición a Monsalud para que se venguen de ella asesinándola - 2011b: 896); su incapacidad de perdonar y reconciliarse con Salvador; y el desengaño para con la causa de Fernando VII que, al final de la «guerra dels malcontents» lo empujará definitivamente hacia la causa de Carlos M. Isidro.

La última novela de la segunda serie describe el enloquecimiento del personaje y la recuperación final de la cordura, en un paralelismo quijotesco evidente (Cardona, 2007: 213), que, no obstante, no concederá la reconciliación final entre ambos hermanos. En ella, el lector se reencuentra con un Carlos enfermo, que vive con las hermanas Porreño en una habitación que es, en el fondo, una proyección de la personalidad del personaje: «más que gabinete, parecía capilla, o mejor un abreviado trasunto de la corte celestial, pues todo en ella era santicos pintados y de bulto, reliquias, estampas de santuarios y monasterios, corazones bordados, palmitos, y un altar completo con sus candeleros de estaño [...]» y en un mismo clavo pendían «un niño Jesús bordado en cañamazo» y «una enorme espada» (2011b: 884).

Navarro aparece totalmente desfigurado en este ambiente: su fortaleza física ha trasmudado en una palidez verdosa en el rostro; unos ojos amarillentos que hacen recordar la dolencia del hígado ya apuntada; pelo ya cano; y una constitución nerviosa que «recordaban la mano que D. Quijote enseñó a Maritornes cuando lo colgaron del tragaluz de la venta» (2011b: 885). Es inevitable recurrir al símil cervantino para analizar el final del personaje de Carlos Navarro, que pasará las horas muertas leyendo, como el hidalgo manchego y que, también como él, padecerá de insomnio.

En su encuentro, Salvador intentará reconciliarse con Navarro a partir de la revelación de su condición de medio hermanos. El orgullo y la ira impedirán que Carlos ceda ante la petición de Monsalud y llegará a proponer a Salvador que se venguen ambos de Genara, origen y causa de todos sus males. Ante tal petición, Monsalud se convierte en vocero del mensaje pacifista e ideológicamente desengañado de Pérez Galdós, conminando a su antiguo rival a que «renuncie a toda idea de violencia y asesinato», pues está «demasiado embebido en los hábitos y en las ideas del guerrillero para pensar razonablemente» (2011b: 896).

Después de una violenta discusión con otros huéspedes de las Porreño, Carlos partirá con Zugarramurdi y Oricaín hacia Navarra y el País Vasco, «con su indignación crónica y su incurable soberbia, siempre enfermo, gruñón siempre» (2011b: 968). Esta huida hacia adelante será descrita por el narrador con el vislumbre de un futuro aciago:

«Aquel carácter tétrico, compuesto de orgullo y tenacidad, endurecido más por el tedio, la desconfianza y la lesión hepática, necesitaba manifestarse en una acción propia y libre. La disciplina había concluido para él. Sonaba en la historia la trompeta lúgubre de las guerrillas. El feroz soldado de partidas la oía resonar en su alma solitaria y sombría, y marchaba sin saber adonde ni por donde. Solo aquel eco podía despertar en aquella alma el amor a la vida, evocar la fe, o infundirle el ardor de un trabajo glorioso. Como estos soldados misántropos de corazón entenebrecido son más dignos de lástima que te odio, y como tienen, en medio de sus graves errores, cierta nobleza y lealtad que infunde simpatías, saludamos con respeto al fugitivo guerrillero, diciéndole: "Dios vaya contigo, salvaje"».


(2011b: 969)                


Del mismo modo que la andante caballería despertaba en don Quijote las ganas de vivir, la guerrilla lo hacía en Carlos Navarro. Vaticinada ya la locura del personaje, Garrote termina sus días preso del coronel liberal Seudoquis en Estella. Allí lo va a buscar, infatigable, Salvador y lo halla como «a D. Quijote cuando lo llevaban encantado desde la venta a su aldea» (2011b: 1014). Y del mismo modo que el héroe cervantino, Carlos Navarro suplanta su personalidad con otra ficticia, basada en el principio renacentista de imitación de los mejores modelos, en su caso, de Zumalacárregui:

«-¿Ves lo que hace Zumalacárregui? Pues eso debía haberlo hecho yo. ¿No te dije que era necesario que un jefe militar se pusiese al frente de esta sagrada insurrección para organizarla? Pues ese jefe debía ser yo, yo. ¿Qué hace Zumalacárregui? Lo mismo que habría hecho yo. Su papel es el mío, sus laureles los míos, su triunfo mi triunfo. Si yo no estuviera en esta aborrecida cama, estaría donde él está ahora, y lo que él piensa hacer y hará de seguro, ya estaría hecho... ¡Qué desesperación, Dios de Dios!».


(2011b: 1021)                


Finalmente, en el capítulo XXI de Un faccioso más..., se produce el intercambio total de personalidades en el cerebro del personaje. La debilidad de Navarro va a derivar en un final similar al que le concede Cervantes a su protagonista. Carlos recupera la cordura como Alonso Quijano el Bueno también lo hace antes de morir: «[...] pasa el tiempo y yo me muero, porque seguramente esta vuelta mía a la razón es, como en D. Quijote, señal de muerte próxima» (2011b: 1044).

La teatral escena que vincula al personaje de Carlos con los dos guerrilleros que analizaremos a continuación es, en el último capítulo de La segunda casaca, la del juramento romano, con el brazo derecho alzado, que ante una imagen sagrada realizan por petición del moribundo Miguel de Barahona y según el cual prometen defender la patria, el trono y la religión (2011a: 584-586)7. Los dos amigos, secuaces de Navarro, van a aparecer en toda la serie únicamente nombrados por sus apellidos: Zugarramurdi y Oricaín. Esta simple cuestión puede hacernos pensar en la poca entidad de estos dos personajes, que existen únicamente por su relación con el antagonista principal, Carlos. Asimismo, puede revelar la condición simbólica de ambos nombres.

Bien es cierto que existió un militar navarro, llamado Ramón Zugarramurdi Arozarena, que participó en la guerrilla antinapoleónica a las órdenes de Espoz y Mina y que rindió en 1837 el fuerte de Elizondo a los carlistas, si bien fue absuelto por la autoridad gubernamental tras demostrar haber resistido tenazmente8. Sin embargo, consideramos que el apellido Zugarramurdi responde, como en el caso de su compañero Oricaín, a enclaves geográficos propios del área de influencia carlista. Así, Zugarramurdi fue el paso por el Pirineo que utilizó Carlos M. Isidro para reunirse por primera vez con sus tropas, capitaneadas ya por Zumalacárregui; y Oricaín podría ser un homenaje anacrónico a la batalla epónima, sucedida el 24 de noviembre de 1875 y, por tanto, próxima a la composición y publicación de esta segunda serie galdosiana.

Más allá de estas cuestiones, importa especialmente observar cómo, frente a la autoridad moral de Carlos Navarro, sus dos compañeros de luchas y fatigas aparecen como dos personajes oscuros, caricaturizados en muchas ocasiones, símbolo de la peor cara de la guerrilla. En su primera aparición, serán descritos como «dos guerrilleros barbudos, dos salvajes de voz dura y miradas terribles y cuerpos y voluntades de acero» (2011a: 502).

La naturaleza brusca y bárbara será la tónica definitoria del personaje de Zugarramurdi («el más bruto» - 2011a: 547; «bárbaro» - 2011b: 884; o «hombre prehistórico embutido en sus feroces barbas» - 2011b: 885), quien calificará el espectáculo de la ópera -no olvidemos la faceta melómana del novelista canario- como «una sandez, qué sé yo» (2011a: 548). También en La segunda casaca aparece el retrato del personaje en su encuentro con Monsalud:

«[...], el señor Zugarramurdi, que era un hombrazo corpulento, de espesa barba rubia, frente estrecha y miembros poderosos, se acercaba a Salvador Monsalud en la antesala, y dejando caer sobre el hombro de este una de sus gruesas manoplas, le decía con voz áspera y cavernosa:

-¿Sabes quién soy?

-Sí -repuso Salvador mirándole con desprecio-. Ya sé que eres un bruto».


(2011a: 574-575)                


El atributo de la barba será la característica física común a la mayoría de guerrilleros y que defina con frecuencia, de forma metonímica y quevedesca9 a Zugarramurdi: «Apareció en la puerta una enorme barba a la cual estaba pegado un hombre. De entre aquel enorme vellón castaño salió una voz seca y desabrida [...]» (2011b: 884). Asimismo, asistiremos a la animalización fiera del ser de ficción («rugió destempladamente el que llamaban Zugarramurdi» - 2011a: 573).

Frente a la talla enorme de Zugarramurdi, la sanchopancesca figura de Oricaín: «pequeño, regordete, de ojos negros, cubiertos por una sola ceja pobladísima y corrida de sien a sien, guardaba la puerta» (2011a: 575); o «el formidable oso navarro» que «perdía mucho en belleza, porque la máscara de alambre disimulaba su fealdad» (2011b: 885). De este personaje conoceremos también su tendencia innata para la violencia, pero apenas se nos proporcionan características psicológicas de mayor relieve. La oscuridad y escasa moral de los dos personajes culmina en el último episodio cuando el narrador nos descubre que ambos han abandonado a Carlos Navarro cuando este cae prisionero del coronel Seudoquis (2011b: 1045).

La escasez de espacio nos obliga a abandonar la idea de analizar los personajes de Tilín, Mañas o Crispí de Tortellá; o el recorrido de guerrilleros históricos a lo largo de toda la segunda serie galdosiana (Mosén Antón Coll, Fray Antonio Marañón «el Trapense», Saturnino Albuín «el Manco» o Josep Bussons «Jep dels Estanys», entre otros). El personaje del sacristán guerrillero, que adopta el alias primero cariñoso y después lóbrego de «Tilín», merecería un estudio detenido por sí mismo, debido al riguroso análisis que Pérez Galdós realiza de su intricada psicología (Navascués, 1986: 177-178; 1987: 507-508). No obstante, contamos con un último personaje intrahistórico en Un faccioso más y algunos frailes menos que nos permitirá establecer un breve marco de análisis para una tipología particular del guerrillero galdosiano: el cura guerrillero10 en que se convierte el padre Zorraquín.

Este personaje aparece en el capítulo XX de nuestra novela, cuando Salvador ha conseguido trasladar al enfermo Carlos desde el hospital militar hasta una casa en la misma Pamplona, para poderle cuidar con tranquilidad y así intentar alejarle de la demencia que parece asediarle. Además de una ama antibelicista como doña Hermenegilda, Salvador se preocupa por buscar a un padre espiritual que hable con su medio hermano:

«No tenía igual seguridad de acierto en la elección del padre Zorraquín para acompañante y amigo espiritual del enfermo, porque si bien en ocasiones podría tenerse al tal clérigo por la persona más bondadosa y mansa del mundo, en otras parecía un si es no es levantisco y ambicioso. Era Zorraquín capellán de unas monjas pobres y no podía ocultar sus febriles ganas de llegar a otra posición eclesiástica más elevada. Ya no era joven el capellán y había dejado trascurrir lo más florido de su existencia sin hacer valer los méritos que creía poseer».


(2011b: 1023)                


El autor de Doña Perfecta dibuja magistralmente la psicología de un personaje que va a hallar en la guerrilla carlista el mejor cauce para desarrollar esa ambición no colmada (del mismo modo sucede con el personaje del sacerdote Respaldiza en El equipaje del rey José: el narrador presenta a hombres que, al poseer un arma entre las manos, se sienten investidos de un poder mucho mayor del que acostumbraban a tener en sus púlpitos). En este sentido, quedan claramente contrapuestos los que aprovecharían la guerrilla para su beneficio personal, frente a otra tipología de guerrilleros, encabezados por Zumalacárregui, radicales y agresivos, pero nobles y valientes. En Un faccioso más..., Pérez Galdós consigue un personaje intermedio gracias al padre Zorraquín: alguien «bondadoso» y «manso» pero con ansias de acción11 y de un poder mayor del que dispone siendo capellán de monjas pobres.

Como si de una escena cinematográfica se tratara, el escritor plasma el proceso de acercamiento y admiración que lleva a cabo el sacerdote respecto a la guerrilla carlista:

«Entró a la sazón el padre Zorraquín muerto de frío y se sentó a horcajadas en una silla. [...] Doña Hermenegilda hacía media con ligereza suma. Aquella noche necesitó devanar madejas de hilo, y como no tenía devanadera, prestose, como otras veces, a suplirla el bendito padre Zorraquín. Era hombre amabilísimo. El cura charla que charla, y la dueña devana que devana, parecía que de los labios de aquel salía la palabra, como de la madeja de sus manos el hilo, y que doña Hermenegilda iba envolviendo el interminable discurso, haciendo de él un corpulento ovillo, que bien podría pasar por abultado libro. El cura hablaba, moviendo brazos y manos con lenta oscilación para que saliese la hebra, el ovillo crecía, pasando de nuez a manzana, de manzana a calabaza, y los dos hermanos oían y callaban, [...].

¿Qué contaba Zorraquín? Las hazañas de Zumalacárregui, que era el asunto obligado en Pamplona y en toda Navarra. La prolijidad del buen cura no es para imitada aquí, pues él se había propuesto ser en lo futuro historiador de aquella gran guerra, y apuntaba todas las noticias para reunir materiales. Aprovechándolo todo, lo mismo lo cierto que lo dudoso, y utilizando lo histórico así como lo anecdótico, allegaba elementos para un colosal almacén literario que, por fortuna, pereció en un incendio años adelante».


(2011b: 1028-1029)                


Además de proporcionarnos información sobre la psicología del personaje (como su bondadosa charlatanería), Galdós culmina el segundo párrafo de nuestra cita con una eficaz caricatura del historiador incapaz de jerarquizar y de otorgar una perspectiva científica a su estudio12, que continúa con símiles irónicos entre el sacerdote y Tito Livio (2011b: 1029).

El proceso de transformación desde el «capellán de monjas» que era Zorraquín hasta el cura guerrillero que acaba siendo se gesta durante la búsqueda que emprenden él y Salvador Monsalud, en pos de un Carlos Navarro completamente enloquecido que se cree ya Zumalacárregui. Tras perder su gorro negro con borla y rasgarse su capa con un espino, un oficial carlista le ofrece una zamarra de piel:

«[...] púsosela nuestro cura y se encontró tan bien, tan ágil, tan a gusto con aquella prenda, propia para abrigar sin impedir los movimientos, que gustosísimo la tuvo por suya y prometió llevarla siempre de allí en adelante. Como le crecía la barba, y no había querido afeitarse, ya no parecía tal cura sino un capitán de malhechores, jefe de guerrilla o cosa así. Él se reía, se reía y estaba cada vez más contento».


(2011b: 1034)                


Barba, zamarra de piel y, acto seguido, se provee al padre Zorraquín de un sable y dos pistolas: «Cuando se vio con tales arreos el capellán, a quien ya no conocería ni la Iglesia ni la madre que le parió, soltó tan gran carcajada, que las gentes salían al camino para verle. El mismo Salvador, que había asistido a su lenta transformación, casi no le reconocía bien» (2011b: 1034). Y finalmente, el personaje asume el destino que la providencia parece haberle deparado y se despide de Salvador, con ánimo para la lucha pero con humana contención, pues «si bien siento en mí cierto ardorcillo, no puedo menos de asustarme cuando oigo muy de cerca los tiros...» (2011b: 1035).

Ya moribundo Carlos Navarro, hacia el final de la novela, reaparece el sacerdote: «Salvador le buscó por todo el pueblo y al fin halló al cura historiador y guerrero en una taberna, escanciando con marcial donaire una azumbre de vino, ganada al juego de las damas la noche antes» (2011b: 1045). Su naturaleza bondadosa continúa impertérrita, si bien el personaje se halla completamente transformado en un guerrillero carlista:

«La cara de Zorraquín, que rapada era bondadosa, desaparecía ya entre un vellón áspero, negro y erizado, como bala de lana sin cardar. Los ojos pequeños, la nariz agarbanzada y la desabrida sonrisa del capellán apenas se abrían paso por tan enmarañado bosque de pelos. La boina blanca caída de un lado parecía impedir con su peso que el cabello, no menos áspero que la barba, tomase la dirección del techo, como un escobillón que se cree ciprés. En la zamarreta del cura veíanse diversos cintajos que manifestaban sus grados y condecoraciones. El sable le arrastraba por el suelo, sonando a pandereta. Las botas desaparecían bajo salpicaduras de fango; las pistolas eran negras como la zamarra, y las manos de color de hierro viejo. Por donde quiera que iba el guerrero, difundía en torno suyo un complejo olor a pólvora, a cuadra y a vino».


(2011b: 1045)                


Y si bien su afecto hacia Carlos Navarro perdura, el ardor guerrero del capellán va a crear una de las escenas más cómicas de este episodio: «Garrote» confesándose con inusitada prolijidad, mientras el pobre sacerdote, que había hallado «en su espíritu cierta dificultad para retrotraerse a su antiguo oficio» (II: 1046), sufre al ver que sus compañeros de armas están a punto de salir de Elizondo sin él, hasta que «dijo ego te absolvo; hizo la señal de la cruz como quien da bofetadas en el aire, y echó a correr, arrastrando el sable y tropezando contra todo lo que se hallaba a su paso. Parecía una bestia recién escapada de la jaula, que busca su libertad entre la muchedumbre» (2011b: 1047).

Con toda profusión de detalles, el gran escritor que es Benito Pérez Galdós nos brinda el proceso de embrutecimiento moral, de animalización, que la guerra provoca en una persona de natural bondadoso a partir de este cura guerrillero, el padre Zorraquín; cuestión que confirma la tesis que se apuntaba al principio de esta breve aproximación: más allá de una lectura ideológica de la historia española, el novelista canario ofrece una defensa a ultranza de la paz y la concordia social. Por boca de su protagonista Monsalud, Pérez Galdós rechaza:

«[...] un país que abandona en masa hogares, trabajo, campo y familia por conquistar una soberanía que no es la suya y una corona que no ha de aumentar sus derechos; ríos de sangre derramados diariamente entre hombres de una misma nación; clérigos que esgrimen espadas, moribundos que se confiesan con capitanes, villas pobladas por mujeres y chiquillos; cerros erizados de frailes y poblados de hombres lobos, que deliran con la matanza y el pillaje [...]».


(2011b: 1049)                


Llegados a este punto y conscientes de todo lo que queda por hacer, nos atrevemos a aventurar algunas conclusiones provisionales. En primer lugar, que la arquitectura narrativa de los Episodios usa de la convivencia de personajes de ficción y personajes históricos para enarbolar una visión dialéctica de la historia, de raigambre romántica y que anticipará la defensa unamuniana de intrahistoria en su preferencia por la «historia menuda» encarnada en los seres de ficción. En segundo lugar, que la tipología particular del personaje del guerrillero no solo responde a una cuestión histórica, sino que servirá al novelista como argumento para forjar su interpretación moral de la historia colectiva (interpretación que nace del desengaño político13 y del pacifismo galdosianos). Asimismo, podemos sostener que, del mismo modo que defiende la nobleza y el valor de muchos de los integrantes de la guerrilla, Galdós muestra su salvajismo y propensión a la violencia y la barbarie, así como la no legitimidad de la causa carlista a la que se adhieren al final de la segunda serie.

La poca sustantividad de los personajes históricos en estos Episodios nos llevan a querer profundizar en los personajes de ficción, que nos han permitido trazar las líneas maestras de la configuración galdosiana del personaje literario: una visión matizada, de psicología compleja (en los personajes de mayor peso), con una base de determinismo tainiano y una atención a la fisiología del personaje que nos hace pensar en el Naturalismo incipiente de las letras españolas del XIX. Y, por último, cabe señalar el quijotismo como elemento vertebrador de los episodios que no solo afectará a la configuración narrativa sino también en la construcción de los personajes literarios.






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