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La Fontana de Oro

Benito Pérez Galdós



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Los hechos históricos o novelescos contados en este libro, se refieren a uno de los períodos de turbación política y social más graves e interesantes en la gran época de reorganización, que principió en 1812 y no parece próxima a terminar todavía. Mucho después de escrito este libro, pues sólo sus últimas páginas son posteriores a la Revolución de Septiembre, me ha parecido de alguna oportunidad en los días que atravesamos, por la relación que pudiera encontrarse entre muchos sucesos aquí referidos y algo de lo que aquí pasa; relación nacida, sin duda, de la semejanza que la crisis actual tiene con el memorable período de 1820-23. Esta es la principal de las razones que me han inducido a publicarlo.

B. P. G.

Diciembre de 1870.





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ArribaAbajoCapítulo I

La Carrera de San Jerónimo en 1821


Durante los seis inolvidables1 años que mediaron entre 1814 y 1820, la villa de Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo de ciertos sucesos declarados faustos en la Gaceta de entonces. Se alzaban arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían a la calle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en todas las esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta Arriaza estampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas fiestas, el pueblo no se manifestaba sino como un convidado más, añadido a la lista de alcaldes, funcionarios, gentiles-hombres, frailes y generales; no era otra cosa que un espectador, cuyas pasivas funciones estaban previstas y señaladas en los artículos del programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le prescribía.

Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23, en que ocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la ceremonia no existía, el pueblo se manifestaba diariamente sin previa designación de puestos impresa en la Gaceta; y sin necesidad de arcos, ni oriflamas, ni banderas, ni escudos, ponía en movimiento a la villa entera; hacía de sus calles un gran teatro de inmenso regocijo o ruidosa locura; turbaba con un solo grito la calma de aquel que se llamó el Deseado por una burla de la historia, y solía agruparse con sordo rumor junto a las   —8→   puertas de Palacio, de la casa de Villa o de la iglesia de Doña María de Aragón, donde las Cortes estaban.

¡Años de muchos lances fueron aquellos para la destartalada, sucia, incómoda, desapacible y obscura villa! Sin embargo, no era ya Madrid aquel lugarón fastuoso del tiempo de los reyes tudescos: sus gloriosas jornadas del 2 de Mayo y del 3 de Diciembre, su iniciativa en los asuntos políticos, la enaltecían sobremanera. Era, además, el foro de la legislación constituyente de aquella época, y la cátedra en que la juventud más brillante de España ejercía con elocuencia la enseñanza del nuevo derecho.

A pesar de todos estos honores, la villa y corte tenía un aspecto muy desagradable. Mari-Blanca continuaba en la Puerta del Sol como la más concreta expresión artística de la cultura matritense. Inmutable en su grosero pedestal, la estatua, que en anteriores siglos había asistido al tumulto de Oropesa y al motín de Esquilache, presidía ahora el espectáculo de la actividad revolucionaria de este buen pueblo, que siempre convergía a aquel sitio en sus ovaciones y en sus trastornos.

Si fuera posible trasladar al lector a las gradas de San Felipe, capitolio de la chismografía política y social, o sentarle en el húmedo escaño de la fuente de Mari-Blanca, punto de reunión de un público más plebeyo, comprendería cuán distinto de lo que hoy vemos era lo que veían nuestros abuelos hace medio siglo. De fijo llamaría su atención que una gran parte de los ociosos, que en aquel sitio se reúnen desde que existe, lo abandonaban a la caída de la tarde para dirigirse a la Carrera de San Jerónimo o a otra de las calles inmediatas. Aquel público iba a los clubs, a las reuniones patrióticas, a La Fontana de Oro, al Grande Oriente, a Lorencini, a La Cruz de Malta. En los grupos sobresalían algunas personas que, por su ademán solemne, su mirada protectora, parecían ser tenidas en grande estima por los demás. Aparentaban querer imponer silencio a la multitud; otras veces, extendiendo los brazos en cruz, volvíanse atrás como quien pide atención: todo esto hecho con una oficiosa gravedad que indicaba influjo muy grande o presunción no pequeña.

La mayor parte se dirigía a la Carrera. Es porque allí estaba el club más concurrido, el más agitado, el más popular de los clubs: La Fontana de Oro. Ya entraremos también en el café revolucionario. Antes crucemos, desde el Buen Suceso a los Italianos, esta alegre y animada   —9→   Carrera de los Padres Jerónimos, que era entonces lo que es hoy y lo que será siempre: la calle más concurrida de la capital.

Pero hoy, cuando veis que la mayor parte de la calle está formada por viviendas particulares, no podéis comprender lo que era entonces una vía pública ocupada casi totalmente por los tristes paredones de tres o cuatro conventos. Imposible es comprender hoy la obscuridad que proyectaban sobre la entrada de la Carrera el ancho paredón del Monasterio de la Victoria por un lado, y la sucia y corroída tapia del Buen Suceso por otro. Más allá formaban en línea de batalla las monjas de Pinto; por encima de la tapia, que servía de prolongación al convento, se veían las copas de los cipreses plantados junto a las tumbas. Enfrente campeaba la ermita de los Italianos, no menos ridícula entonces que hoy, y más abajo, en lo más rápido del declive, el Espíritu Santo, que después fue Congreso de los Diputados.

Las casas de los grandes alternaban con los conventos. En lo más bajo de la calle se veía la vasta fachada del palacio de Medinaceli, con su ancho escudo, sus innumerables ventanas, su jardín a un lado y su fundación piadosa a otro; enfrente los Valmedianos, los Pignatellis y Gonzagas; más acá los Pandos y Macedas, y, finalmente, la casa de Híjar, que hasta hace poco ostentaba en su puerta la cadena histórica, distintivo de la hospitalidad ofrecida a un monarca. Quedaba para casas particulares, para tiendas y sitios públicos la tercera parte de la calle: esto es lo que describiremos con más detención, porque es importante dar a conocer el gran escenario donde tendrán lugar algunos importantes hechos de esta historia.

Entrando por la Puerta del Sol, y pasado el convento de la Victoria, se hallaba un gran pórtico, entrada de una antiquísima casa que, a pesar de su escudo decorativo, grabado en la clave del balcón, era en aquel tiempo una casa de vecindad en que vivían hasta media docena de honradas familias. Su noble origen era indudable; pero fue adquirida no sabemos cómo por la comunidad vecina, que la alquiló para atender a sus necesidades. En dicho portal, bastante espacioso para que entraran por él las enormes carrozas de su primitivo señor, tenía su establecimiento un memorialista, secretario de certificaciones y misivas; y en el mismo portal, un poco más adentro, estaban los almacenes de quincalla de un hermano de dicho memorialista, que había venido de Ocaña a la Corte para hacer carrera en el comercio. Constaba su tienda   —10→   de tres menguados cajoncillos, en que había algunos paquetes de peines, unas cuantas cajas de obleas, juguetes de chicos y un gran manojo de rosarios con cruces y medallones de estaño.

La parte de la izquierda, y especialmente el rincón contiguo a la puerta, era un lugar en el que el público ejercía un incontestable derecho de servidumbre. Era un centro urinario: la secreción pública había trocado aquel rincón en foco de inmundicia, y especialmente por las noches la ofrenda líquida aumentaba de tal modo, que el escribiente y su hermano hacían propósito firme de abandonar el local. En vano se amonestaba al público con terribles pragmáticas de policía urbana, promulgadas por la autorizada voz del memorialista. El público no renunciaba por esto a su costumbre, y de seguro lo habrían pasado mal los dos hermanos si hubieran tratado de impedir por la fuerza la libertad mingitoria, autorizada por un derecho consuetudinario que, según la feliz expresión de un parroquiano de aquel sitio, radicaba en la naturaleza del hombre y en la hospitalidad forzosa del vecindario.

Enfrente de este portal clásico había una puertecilla, y por los dos yelmos de Mambrino, labrados en finísimo metal de Alcaraz y suspendidos a un lado y otro, se venía en conocimiento de que aquello era una barbería. Por mucho de notable que tuviera el exterior de este establecimiento, con su puerta verde, sus cortinas blancas, su redoma de sanguijuelas, su cartel de letras rojas, adornado con dos viñetas dignas de Maella, que representaban la una un individuo en el momento de ser afeitado, y la otra una dama a quien sangraban en un pie, mucho más notable era su interior. Tres mozos, capitaneados por el maestro Calleja, rapaban semanalmente las barbas de un centenar de liberales de los más recalcitrantes. Allí se discutía, se hablaba del Rey, de las Cortes, del Congreso de Verona, de la Santa Alianza. Oiríais allí la peroración contundente del oficial primero y más antiguo, mozo que se decía pariente de Porlier, el mártir de la Libertad. Al compás de la navaja se recitaban versos amenizados con agudezas políticas; y las voces camarilla, coletilla, trágala, Elío, la Bisbal, Vinuesa, formaban el fondo de la conversación. Pero lo más notable de la barbería más notable de Madrid, era su dueño, Gaspar Calleja (se había quitado el Don después de 1820), héroe de la revolución, y uno de los mayores enemigos que tuvo Fernando el año 14. Así lo decía él.

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Más lejos estaba la tienda de géneros de unos irlandeses establecidos aquí desde el siglo pasado. Vendían, juntamente con el raso y el organdí, encajes flamencos y catalanes, alepín para chalecos, ante para pantalones, corbatas de color de las llamadas guirindolas, y carrikes de cuatro cuellos, que estaban entonces en moda. El patrón era un irlandés gordo y suculento, de cara encendida, lustrosa y redonda como un queso de Flandes. Tenía fama de ser un servilón de a folio; pero, si esto era cierto, las circunstancias constitucionales del país, y especialmente de la Carrera de San Jerónimo, le obligaban a disimularlo. Fundábanse los que tan feo vicio imputaban al irlandés, en que cuando pasaba por la calle la Majestad de Fernando o Amalia, la Alteza de mi tío el doctor o de don Carlos, el buen comerciante dejaba apresuradamente su vara y su escritorio para correr a la puerta, asomándose con ansiedad y mirando la real comitiva con muestras de ternura y adhesión. Pero esto pasaba, y el irlandés volvía a su habitual tarea, haciendo todas las protestas que sus amigos le exigían.

Cerca de la tienda del irlandés se abría la puerta de una librería, en cuyo mezquino escaparate se mostraban abiertos por su primera hoja algunos libros, tales como la Historia de España, por Duchesnes; las novelas de Voltaire, traducidas por autor anónimo; Las noches, de Young; el Viajador sensible, y la novela de Arturo y Arabella, que gozaba de gran popularidad en aquella época. Algunas obras de Montiano, Porcell, Arriaza, Olavide, Feijoo, un tratado del lenguaje de las flores y la Guía del comadrón, completaban el repertorio.

Al lado, y como formando juego con este templo literario, estaba una tienda de perfumería y bisutería con algunos objetos de caza, de tocador y de encina, que todo esto formaba2 comercio común en aquellos días. Por entre los botes de pomadas y cosméticos; por entre las cajas de alfileres y juguetes, se descubría el perfil arqueológico de una vieja que era ama, dependiente y aun fabricante de algunas drogas. Más allá había otra tienda obscura, estrecha y casi subterránea en que se vendían papel, tinta y cosas de escritorio, amén de algún braguero u otro aparato ortopédico de singular forma. En la puerta pendía colgado de una espetera un manojo de plumas de ganso, y en lo más profundo y más lóbrego de la tienda lucían, como los ojos de un lechuzo en el recinto de una caverna, los dos espejuelos resplandecientes de don Anatolio Mas, gran jefe de aquel gran comercio.

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Enfrente había una tienda de comestibles; pero de comestibles aristocráticos. Existía allí un horno célebre, que asaba por Navidades más de cuatrocientos pavos de distintos calibres. Las empanadas de perdices y de liebres no tenían rival; sus pasteles eran celebérrimos, y nada igualaba a los lechoncillos asados que salían de aquel gran laboratorio. En días de convite, de cumpleaños o de boda, no encargar los principales platos a casa de Perico el Mahonés (así le llamaban), hubiera sido indisculpable desacato. Al por menor se vendían en la tienda: rosquillas, bizcochos, galletas de Inglaterra y mantecadas de Astorga.

No lejos de esta tienda se hallaban las sedas, los hilos, los algodones, las lanas, las madejas y cintas de doña Ambrosia (antes de 1820 la llamaban la tía Ambrosia), respetable matrona, comerciante en hilado; el exterior de su tienda parecía la boca escénica de un teatro de aldea. Por aquí colgaba, a guisa de pendón, una pieza de lanilla encarnada; por allí un ceñidor de majo; más allá ostentaba una madeja sus innumerables hilos blancos, semejando los pistilos de gigantesca flor; de lo alto pendía algún camisolín, infantiles trajes de mameluco, cenefas de percal, sartas de pañuelos, refajos y colgaduras. Encima de todo esto, una larga tabla en figura de media, pintada de negro, fija en la muralla y perpendicular a ella, servía de muestra principal. En el interior todo era armonía y buen gusto; en el trípode del centro tenían poderoso cimiento las caderas de doña Ambrosia, y más arriba se ostentaba el pecho ciclópeo y corpulento busto de la misma. Era española rancia, manchega y natural de Quintanar de la Orden, por más señas; señora de muy nobles y cristianos sentimientos. Respecto a sus ideas políticas, cosa esencial entonces, baste decir que quedó resuelto, después de grandes controversias en toda la calle, que era una servilona de lo más exagerado.

Estas tiendas, con sus respectivos muestrarios y sus tenderos respectivos, constituían la decoración de la calle; había además una decoración movible y pintoresca, formada por el gentío que en todas direcciones cruzaba, como hoy, por aquel sitio. Entonces los trajes eran singularísimos. ¿Quién podría describir hoy la oscilación de aquellos puntiagudos faldones de casaca? ¿Y aquellos sombreros de felpa con el ala retorcida y la copa aguda como pilón de azúcar? ¿Se comprenden hoy los tremendos sellos de reloj, pesados como badajos de campana, que iban marcando con impertinente retintín el paso del   —13→   individuo? Pues ¿y las botas a la farolé y las mangas de jamón, que serían el último grado de la ridiculez, si no existieran los tupés hiperbólicos, que asimilaban perfectamente la cabeza de un cristiano a la de un guacamayo?

El gremio cocheril exhibía allí también sus más característicos individuos. Lo menos veinte veces al día pasaban por esta calle las carrozas de los grandes que en las inmediaciones vivían. Estas carrozas, que ya se han sumergido en los obscuros abismos del no ser, se componían de una especie de navío de línea, colocado sobre una armazón de hierro; esta armazón se movía con la pausada y solemne revolución de cuatro ruedas, que no tenían velocidad más que para recoger el fango del piso y arrojarlo sobre la gente de a pie. El vehículo era un inmenso cajón: los de los días gordos estaban adornados con placas de carey. Por lo común las paredes de los ordinarios eran de nogal bruñido, o de caoba, con finísimas incrustaciones de marfil o metal blanco. En lo profundo de aquel antro se veía el nobilísimo perfil de algún prócer esclarecido, o de alguna vieja esclarecidamente fea. Detrás de esta máquina, clavados en pie sobre una tabla, y asidos a pesadas borlas, iban dos grandes levitones que, en unión de dos enormes sombreros, servían para patentizar la presencia de dos graves lacayos, figuras simbólicas de la etiqueta, sin alma, sin movimientos y sin vida. En la proa se elevaba el cochero, que en pesadez y gordura tenía por únicos rivales a las mulas, aunque estas solían ser más racionales que él.

Rodaba por otro lado el vehículo público, tartana, calesa o galera, el carromato tirado por una reata de bestias escuálidas; y entre todo esto el esportillero con su carga, el mozo con sus cuerdas, el aguador con su cuba, el prendero con su saco y una pila de seis o siete sombreros en la cabeza, el ciego con su guitarra y el chispero con su sartén.

Mientras nos detenemos en esta descripción, los grupos avanzan hacia la mitad de la calle y desaparecen por una puerta estrecha, entrada a un local, que no debe de ser pequeño, pues tiene capacidad para tanta gente. Aquella es la célebre Fontana de Oro, café y fonda, según el cartel que hay sobre la puerta; es el centro de reunión de la juventud ardiente, bulliciosa, inquieta por la impaciencia y la inspiración, ansiosa de estimular las pasiones del pueblo y de oír su aplauso irreflexivo. Allí se había constituido un club, el más célebre e influyente de aquella época. Sus oradores, entonces neófitos exaltados de un   —14→   nuevo culto, han dirigido en lo sucesivo la política del país; muchos de ellos viven hoy, y no son por cierto tan amantes del bello principio que entonces predicaban.

Pero no tenemos que considerar lo que muchos de aquellos jóvenes fueron en años posteriores. Nuestra historia no pasa más acá de 1821. Entonces una democracia nacida en los trastornos de la revolución y alzamiento nacional, fundaba el moderno criterio político, que en cincuenta años se ha ido difícilmente elaborando. Grandes delirios bastardearon un tanto los nobles esfuerzos de aquella juventud, que tomó sobre sí la gran tarea de formar y educar la opinión que hasta entonces no existía. Los clubs, que comenzaron siendo cátedras elocuentes y palestra de la discusión científica, salieron del círculo de sus funciones propias aspirando a dirigir los negocios públicos, a amonestar a los gobiernos e imponerse a la nación. En este terreno fue fácil que las personalidades sucedieran a los principios, que se despertaran las ambiciones, y lo que es peor, que la venalidad, cáncer de la política, corrompiera los caracteres. Los verdaderos patriotas lucharon mucho tiempo contra esta invasión. El absolutismo, disfrazado con la máscara de la más abominable demagogia, socavó los clubs, los dominó y vendiolos al fin. Es que la juventud de 1820, llena de fe y de valor, fue demasiado crédula o demasiado generosa. O no conoció la falacia de sus supuestos amigos, o conociéndola, creyó posible vencerlos con armas nobles, con la persuasión y la propaganda.

Una sociedad decrépita, pero conservando aún esa tenacidad incontrastable que distingue a algunos viejos, sostenía encarnizada guerra con una sociedad lozana y vigorosa llamada a la posesión del porvenir. En este libro asistiremos a algunos de sus encuentros.

Sigamos nuestra narración. Los curiosos se paraban ante la Fontana; salían los tenderos a las puertas; el barbero Calleja, que se hacía llamar ciudadano Calleja, estaba también en su puerta pasando una navaja, y contemplando el club y a sus parroquianos con una mirada presuntuosa, que quería decir: «si yo fuera allá...».

Algunas personas se acercaban a la barbería formando corro alrededor del maestro. Uno llegó muy presuroso y preguntó:

«¿Qué hay? ¿Ocurre algo?».

Era el recién venido uno de esos individuos de edad indefinible, de esos que parecen viejos o jóvenes, según la fuerza de la luz o la expresión que dan al semblante.   —15→   Su estatura era pequeña, y tenía la cabeza casi inmediatamente adherida al tronco, sin mas cuello que el necesario para no ser enteramente jorobado. El abdomen le abultaba bastante, y generalmente cruzaba las manos sobre él con movimiento de cariñosa conservación. Sus ojos eran medio cerrados y pequeños, pero muy vivos, formando armoniosa simetría con sus labios delgados, largos y elásticos, que en los momentos más ardorosos de la conversación avanzaban formando un tubo acústico que daba a su voz intensidad extraordinaria. A pesar de su traje seglar, había en este personaje no sé qué de frailuno. Su cabeza parecía hecha para la redondez del cerquillo, y el ancho gabán que envolvía su cuerpo, más que gabán, parecía un hábito. Tenía la voz muy destemplada y acre; pero sus movimientos eran sumamente expresivos y vehementes.

Para concluir, diremos que este hombre se llamaba Gil de nombre y Carrascosa de apellido; educáronle los frailes agustinos de Móstoles, y ya estaba dispuesto para profesar, cuando se marchó del convento, dejando a los padres con tres palmos de boca abierta. A fines del siglo logró, por amistades palaciegas, que le hicieran abate; mas en 1812 perdió el beneficio, y depuso el capisayo. Desde entonces fue ardiente liberal hasta la vuelta de Fernando, en que sus relaciones con el favorito Alagón le proporcionaron un destino de covachuelista con diez mil reales. Entonces era absolutista decidido; pero la Jura de la Constitución por Fernando en 1820 le hizo variar de opiniones, hasta el punto de llegar a alistarse en la sociedad de los Comuneros y formar pandilla con los más exaltados. Cuando tengamos ocasión de penetrar en la vida privada de Carrascosa, sabremos algunos detalles de cierta aventura con una beldad quintañona de la calle de la Gorguera, y sabremos también los malos ratos que con este motivo le hizo pasar cierto estudiantillo, poeta clásico, autor de la nunca bien ponderada tragedia de los Gracos.

«¿Pues no ha de ocurrir? -dijo Calleja-. Hoy tenemos sesión extraordinaria en la Fontana. Se trata de pedir al Rey que nombre un Ministerio exaltado, porque el que está no nos gusta. Tendremos discurso de Alcalá Galiano».

-Aquel andaluz feo...

-Sí, ese mismo. El que el mes pasado dijo: No haya perdón ni tregua para los enemigos de la libertad. ¿Qué quieren esos espíritus obscuros, esos...? Y por aquí seguía con un pico de oro...

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-Ya les dará que hacer -observó Carrascosa-. ¡Qué elocuencia! ¡Qué talento el de ese muchacho!

-Pues yo, señor don Gil -manifestó Calleja-, respetando la opinión de usted, para mí tan competente, diré...

Y aquí tosió dos veces, emitió un par de gruñidos por vía de proemio, y continuó:

«Diré que, aunque admiro como el que más las dotes del joven Alcalá Galiano, prefiero a Romero Alpuente, porque es más expresivo, más fuerte, más... pues. Dice todas las cosas con un arranque... por ejemplo, aquello de ¡al que quiera hierro, hierro!, y aquello de ¡no buscan los tiranos su apoyo en la vara de la justicia; búscanle en los maderos del cadalso, en el hombro deshonrado del verdugo! Si le digo a usted que es un...

-Pues yo -contestó el ex-abate-, aunque admiro también a Romero Alpuente, prefiero a Alcalá Galiano, porque es más exacto, más razonador...

-Se engaña usted, amigo Carrascosa. No me compare usted a ese hombre con el mío; que todos los oradores de España no llegan al zancajo de Romero Alpuente. Pues ¿y aquel pasaje de los abajos? Cuando decía: ¡Abajo los privilegios, abajo lo superfluo, abajo ese lujo que llaman rey...! ¡Ah! Si es mucha boca aquella...

Calleja repetía estos trozos de discurso con mucho énfasis y afectación. Recordaba la mitad de lo que oía, y al llegar la ocasión comenzaba a desembuchar aquel arsenal oratorio, mezclándolo todo y haciendo de distintos fragmentos una homilía insubstancial y disparatada. Se nos olvidaba decir que este ciudadano Calleja era un hombre muy corpulento y obeso; pero aunque parecía hecho expresamente por la Naturaleza para patentizar los puntos de semejanza que puede haber entre un ser humano y un toro, su voz era tan clueca, fallida y aternerada, que daba risa oírle declamar los retazos de discursos que aprendía en la Fontana.

«Pues no estamos conformes -contestó Carrascosa, accionando con mucho aplomo-, porque ¿qué tiene que ver esa elocuencia con la de Alcalá, el cual es hombre que, cuando dice 'allá voy', le levanta a uno los pies del suelo?».

-Es verdad -dijo, terciando en el debate, uno de los circunstantes, que debía de ser torero, a juzgar por su traje y la trenza que en el cogote tenía-; es verdad. Cuando Alcalá embiste a los tiranos y se empieza a calentar... Pues no fue mal puyazo el que le metió el otro   —17→   día a la Inquisición. Pero, sobre todo, lo que más me gusta es cuando empieza bajito y después va subiendo, subiendo la voz... Les digo a ustedes que es el espada de los oraores.

-Señores -afirmó Calleja-, repito que todos esos son unos muñecos al lado de Romero Alpuente. ¡Cómo puso a los frailes hace dos noches! ¿A que no saben ustedes lo que les dijo? ¿A que no saben...? Ni al mismo demonio se le ocurre... Pues los llamó... ¡sepulcros blanqueados!... Miren qué mollera de hombre...

-No se empeñe usted, Calleja -refunfuñó el ex-covachuelista con alguna impertinencia.

-Pero venga usted acá, señor don Gil -dijo Calleja, haciendo todo lo posible por engrosar la voz-. ¡Si sabré yo quién es Alcalá Galiano y los puntillos que calzan todos ellos! ¡A mí con esas! Yo, que les calo a todos desde que les veo, y no tengo más que oírles decir castañas para saber de qué palo están hechos...

-Creo, señor don Gaspar, que está usted muy equivocado, y no sé por qué se cree usted tan competente -indicó Carrascosa en tono muy grave.

-¿Pues no he de serlo? ¡Yo, que paso las noches oyéndoles a todos, no saber lo que son! Vamos, que algunos que se tienen por muy buenos no son más que ingenios de ración y equitación.

-Es verdad también que Romero Alpuente no es ningún rana -dijo otro de los presentes.

-¿Cómo rana? -exclamó, animándose, Calleja-. ¡Que le sobra talento por los tejados!... Y a usted, señor Carrascosa, ¿quién le ha dicho que yo no soy competente? ¿Quién es usted para saberlo?

-¿Que quién soy? ¿Y usted qué entiende de discursos?

-Vamos, señor don Gil, no apure usted mi paciencia. Le digo a usted que le tengo por un ignorante lleno de presunción.

-Respete usted, señor Calleja -exclamó don Gil un poco conmovido-; respete usted a los que por sus estudios están en el caso de... Yo... yo soy graduado en cánones en la Complutense.

-Cánones, ya. Eso es cosa de latín. ¿Qué tiene que ver eso con la política? No se meta en esas cuestiones, que no son para cabezas ramplonas y de cuatro suelas.

-Usted es el que no debe meterse en ellas -exclamó Carrascosa sin poderse contener-; y el tiempo que le dejan libre las barbas de sus parroquianos, debe emplearlo en arreglar su casa.

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-Oiga usted, señor pedante complutense, canonista, teatino, o lo que sea, váyase a mondar patatas al convento de Móstoles, donde estará más en su lugar que aquí.

-Caballero -dijo Carrascosa, poniéndose de color de un tomate y mirando a todos lados para pedir auxilio, porque aunque tenía al barbero por lo que era, por un solemne gallina, no se atrevía con aquel corpachón de ocho pies.

-Y ahora que recuerdo -añadió con desdén el rapista-, no me ha pagado usted las sanguijuelas que llevó para esa señora de la calle de la Gorguera, hermana del tambor mayor de la Guardia Real.

-¿También me llama usted estafador? Mejor haría el ciudadano Calleja en acordarse de los diez y nueve reales que le prestó mi primo, el que tiene la pollería en la calle Mayor; reales que le ha pagado como mi abuela.

-Vamos, que tú y el pollero sois los dos del mismo estambre.

-Sí, y acuérdese de la guitarrilla que le robó a Perico Sardina el día de la merienda de Migas Calientes.

-¿La guitarrilla, eh? ¿Dice usted que yo le robé una guitarrilla? Vamos, no me venga usted a mí con indirectas... -contestó el barbero, queriendo parecer sereno.

-Véngase usted aquí con pamplinas: si no le conoceremos, señor Callejón angosto.

-Anda, que te quedaste con la colecta el día de San Antón. ¡Catorce pesos! Pero entonces eras realista y andabas al rabo de Ostolaza para que te hiciera limpia-polvos de alguna oficina. Entonces dabas vivas al Rey absoluto, y en la estudiantina del Carnaval le ofreciste un ramillete en el Prado. Anda, aprende conmigo, que, aunque barbero, he sido siempre liberal, sí, señores. Liberal, aunque barbero; que yo no soy cualquier vende-humos, sino un ciudadano honrado y liberal como cualquiera. Pero miren a estos realistones: ahora han cambiado de casaca. Después que con sus delaciones tenían las cárceles atarugadas de gente, se agarran a la Constitución, y ya están en campaña como toro en plaza, dando vivas a la libertad.

-Señor Calleja, usted es un insolente.

-¡Servilón!

Esta voz era el mayor de los insultos en aquella época. Cuando se pronunciaba, no había remedio: era preciso reñir.

Ya el arma ingeniosa, que la industria ha creado para el mejoramiento y cultivo de las barbas de la mitad del   —19→   género humano, se alzaba en la mano del iracundo barbero; ya el agudo filo resplandecía en lo alto, próximo a caer sobre el indefenso cráneo del que fue lego, abate y covachuelista, cuando otra mano providencial atajó el golpe tremendo que iba a partir en dos tajadas a todo un graduado en cánones de la Complutense. Esta mano protectora era la mano robusta de la mujer de Calleja, la cual, desconcertada y trémula al ver desde el rincón de su tienda la actitud terriblemente agresiva de su esposo, dejó con rapidez la labor, echó en tierra al chicuelo, que en uno de sus monumentales pechos se alimentaba, y arreglándose lo mejor que pudo el mal encubierto seno, corrió a la puerta y libró al pobre Carrascosa de una muerte segura.

Las tres figuras permanecieron algunos segundos formando un bello grupo. Calleja, con el brazo alzado y el rostro encendido; su esposa, que era tan gigantesca como él, le sostenía el brazo; el pobre Gil, mudo y petrificado de espanto. Doña Teresa Burguillos, que así se llamaba la dama, era de formas colosales y bastas; pero tenía en aquellos momentos cierta majestad en su actitud, la cual recordaba a Minerva en el momento de detener la mano de Aquiles, pronta a desnudar el terrible acero clásico. El Agamenón de la Covachuela ofrecía un aspecto poco académico en verdad.

«Ciudadano Calleja -dijo aquella señora en tono muy reposado-, no emplees tus armas contra ese pelón, que se pudre a todo pudrir: guárdalas para los tiranos».

Calleja cerró, pues, la navaja, y la guardó para los tiranos.

Don Gil se apartó de allí, llevado por algunos amigos, que quisieron impedir una catástrofe; y poco después, el grupo que allí se había formado estaba disuelto.

La amazona cerró la puerta, y dentro continuó su perorata interrumpida. No queremos referir las muchas cosas buenas que dijo, mientras el muchacho se apoderaba otra vez del pecho, que tan bruscamente había perdido. Baste decir, para que se comprenda lo que valía doña Teresa Burguillos, que sabía leer, aunque con muchas dificultades, hallándose expuesta a entender las cosas al revés; que a fuerza de mascullones podía enterarse de algunos discursos escritos, reteniéndolos en la memoria; que alentada por la barberil elocuencia y liberalesca conducta de su esposo, se había hecho una gran política, y que era muy entusiasta de Riego y de Quiroga, aunque más que los hombres de sable le gustaban los hombres de   —20→   palabra, llegando hasta decir que no conocía caballero más galantemente discreto que Paco (así mismo) Martínez de la Rosa. Es casi seguro que manifestó deseos de tener delante al bárbaro Elío para clavarle sus tijeras en el corazón. Penetremos ahora en la Fontana.




ArribaAbajoCapítulo II

El club patriótico


En la Fontana es preciso demarcar dos recintos, dos hemisferios: el correspondiente al café, y el correspondiente a la política. En el primer recinto había unas cuantas mesas destinadas al servicio. Más al fondo, y formando un ángulo, estaba el local en que se celebraban las sesiones. Al principio el orador se ponía en pie sobre una mesa, y hablaba; después el dueño del café se vio en la necesidad de construir una tribuna. El gentío que allí concurría era tan considerable, que fue preciso arreglar el local, poniendo bancos ad hoc; después, a consecuencia de los altercados que este club tuvo con el Grande Oriente, se demarcaron las filiaciones políticas; los exaltados se encastillaron en la Fontana, y expulsaron a los que no lo eran. Por último, se determinó que las sesiones fueran secretas, y entonces se trasladó el club al piso principal. Los que abajo hacían el gasto tomando café o chocolate, sentían en los momentos agitados de la polémica un estruendo espantoso en las regiones superiores, de tal modo, que algunos, temiendo que se les viniera encima el techo con toda la mole patriótica que sustentaba, tomaron las de Villadiego, abandonando la costumbre inveterada de concurrir al café.

Una de las cuestiones que más preocupaban al dueño fue la manera de armonizar lo mejor posible el patriotismo y el negocio, las sesiones del club y las visitas de los parroquianos. Dirigió conciliadoras amonestaciones para que no hicieran ruido; pero esto parece que fue interpretado como un primer conato de servilismo, y aumentó el ruido, y se fueron los parroquianos.

En la época a que nuestra historia se refiere, las sesiones estaban todavía en la planta baja. Aquellos fueron los   —21→   buenos días de la Fontana. Cada bebedor de café formaba parte del público.

Entre los numerosos defectos de aquel local, no se contaba el de ser excesivamente espacioso: era, por el contrario, estrecho, irregular, bajo, casi subterráneo. Las gruesas vigas que sostenían el techo no guardaban simetría. Para formar el café fue preciso derribar algunos tabiques, dejando en pie aquellas vigas; y una vez obtenido el espacio suficiente, se pensó en decorarlo con arte.

Los artistas escogidos para esto eran los más hábiles pintores de muestra de la Villa. Tendieron su mirada de águila por las estrechas paredes, las gruesas columnas y el pesado techo del local, y unánimes convinieron en que lo principal era poner unos capiteles a aquellas columnas. Improvisaron unas volutas, que parecían tener por modelo las morcillas extremeñas, y las clavaron, pintándolas después de amarillo. Se pensó después en una cenefa que hiciera el papel de friso en todo lo largo del salón; mas como ninguno de los artistas sabía tallar bajo-relieves, ni se conocían las maravillas del cartón-piedra, se convino en que lo mejor sería comprar un listón de papel pintado en los almacenes de un marsellés recientemente establecido en la calle de Majaderitos. Así se hizo, y un día después la cenefa, engrudada por los mozos del café, fue puesta en su sitio. Representaba unos cráneos de macho cabrío, de cuyos cuernos pendían cintas de flores que iban a enredarse simétricamente en varios tirsos adornados con manojos de frutas, formando todo un conjunto anacreóntico-fúnebre de muy mal efecto. Las columnas fueron pintadas de blanco con ráfagas de rosa y verde, destinadas a hacer creer que eran de jaspe. En los dos testeros próximos a la entrada, se colocaron espejos como de a vara; pero no enterizos, sino formados por dos trozos de cristal unidos por una barra de hojalata. Estos espejos fueron cubiertos con un velo verde para impedir el uso de los derechos de domicilio que allí pretendían tener todas las moscas de la calle. A cada lado de estos espejos se colocó un quinqué, sostenido por una peana anacreóntico-fúnebre también, en donde se apoyaba el receptáculo; y este recibía diariamente de las entrañas de una alcuza, que detrás del mostrador había, la substancia necesaria para arder macilento, humeante, triste y hediondo hasta más de media noche, hora en que su luz, cansada de alumbrar, vacilaba a un lado y otro como quien dice no, y se extinguía,   —22→   dejando que salvaran la patria a obscuras los apóstoles de la libertad.

El humo de estos quinqués, el humo de los cigarros, el humo del café habían causado considerable deterioro en el dorado de los espejos, en el amarillo de los capiteles, en los jaspes y en el friso clásico. Sólo por tradición se sabía la figura y color de las pinturas del techo, debidas al pincel del peor de los discípulos de Maella.

Los muebles eran muy modestos: reducíanse a unas mesas de palo, pintadas de color castaño, simulando caoba en la parte inferior, y embadurnadas de blanco para imitar mármol en la parte superior, y a medio centenar de banquillos de ajusticiado, cubiertos con cojines de hule, cuya crin, por innumerables agujeros, se salía con mucho gusto de su encierro.

El mostrador era ancho; estaba colocado sobre un escalón, y en su fachada tenía un medallón donde las iniciales del amo se entrelazaban en confuso jeroglífico. Detrás de este catafalco asomaba la imperturbable imagen del cafetero, y a un lado y otro de este, dos estantes donde se encerraban hasta cuatro docenas de botellas. Al través de la mitad de estos cristales se veían también bollos, libras de chocolate y algunas naranjas; y decimos la mitad de los cristales, porque la otra mitad no existía, siendo sustituida por pedazos de papel escrito, perfectamente pegados con obleas encarnadas. Por encima de las botellas, por encima del estante, por encima de los hombros del amo, se veía saltar un gato enorme, que pasaba la mayor parte del día acurrucado en un rincón, durmiendo el sueño de la felicidad y de la hartura. Era un gato prudente, que jamás interrumpía la discusión, ni se permitía maullar ni derribar ninguna botella en los momentos críticos. Este gato se llamaba Robespierre.

En el local que hemos descrito se reunía la ardiente juventud de 1820. ¿De dónde habían salido aquellos jóvenes? Unos salieron de las Constituyentes del año 12, esfuerzo de pocos, que acabó iluminando a muchos. Otros se educaron en los seis años de opresión posteriores a la vuelta de Fernando. Algunos brotaron en el trastorno del año 20, más fecundo tal vez que el del 12. ¿Qué fue de ellos? Unos vagaron proscriptos en tierra extranjera durante los diez años de Calomarde; otros perecieron en los aciagos días que siguieron a la triste victoria de los cien mil nietos de San Luis. Entre los que lograron vivir más que el inicuo Fernando, algunos defendieron el mismo principio con igual entereza; otros, creyendo sustentarle,   —23→   tropezaron con las exigencias de una generación nueva. Encontráronse con que la generación posterior avanzaba más que ellos, y no quisieron seguirla.

Al crearse el club, no tuvo más objeto que discutir en principio las cuestiones políticas; pero poco a poco aquel noble palenque, abierto para esclarecer la inteligencia del pueblo, se bastardeó. Quisieron los fontanistas tener influencia directa en el gobierno. Pedían solemnemente la destitución de un ministro, el nombramiento de una autoridad. Demarcaron los dos partidos moderado y exaltado, estableciendo una barrera entre ambos. Pero aún descendieron más. Como en la Fontana se agitaban las pasiones del pueblo, el gobierno permitía sus excesos para amedrentar al Rey, que era su enemigo. El Rey, entre tanto, fomentaba secretamente el ardor de la Fontana, porque veía en él un peligro para la libertad. La tradición nos ha enseñado que Fernando corrompió a alguno de los oradores e introdujo allí ciertos malvados que fraguaban motines y disturbios con objeto de desacreditar el sistema constitucional. Pero los ministros, que descubrían esta astucia de Fernando, cerraban La Fontana, y entonces esta se irritaba contra el gobierno y trataba de derribarlo. Fomentaba el Rey el escándalo por medio de agentes disfrazados; ayudaba el club a los ministros; estos le herían; vengábase aquel, y giraban todos en un círculo de intrigas, sin que los crédulos patriotas que allí formaban la opinión conociesen la oculta trascendencia de sus cuestiones.

Pero oigamos a Calleja, que pide a voz en cuello que comience la sesión. Dos elementos de desorden minaban la Fontana: la ignorancia y la perfidia. En el primero ocupaba un lugar de preferencia el barbero Calleja. Este patriota capitaneaba una turba de aplaudidores semejantes a él, y la tal cuadrilla alborotaba de tal modo cuando subía a la tribuna un orador que no era de su gusto, que se pensó seriamente en prohibirle la entrada.

En la noche a que nos referimos, nuestro hombre daba con sus pesadas manos tales palmadas, que sonaban como golpes de batán, y los demás metían ruido dando porrazos en el suelo con los bastones. En vano pedían silencio y moderación los del interior, personas entre las cuales había diputados, militares de alta graduación, oradores famosos. Los bullangueros no callaron hasta que subió a la tribuna Alcalá Galiano.

Era este un joven de estatura más que regular, erguido, delgado, de cabeza grande y modales desenvueltos y   —24→   francos. Tenía el rostro bastante grosero, y la cabeza poblada de encrespados cabellos. Su boca era grande, y muy toscos los labios; pero en el conjunto de la fisonomía había una clara expresión de noble atrevimiento, y en su mirada profunda la penetración y el fuego de los ingenios de la antigua raza.

Comenzó a hablar relatando un suceso de la sesión anterior, que había dado ocasión a que salieran de la Fontana Garelli, Toreno y Martínez de la Rosa. Indicó las diferencias de principio que en lo sucesivo habían de separar a los moderados de los exaltados, y pintó la situación del gobierno con exactitud y delicadeza. Pero cuando con más robusta voz y elocuencia más vigorosa hacía un cuadro de las pasadas desdichas de la nación, ocurrió un incidente que le obligó a interrumpir su discurso. Era que se oía en la calle fuerte ruido de voces, el cual creció formando gran algazara. Muchísimos se levantaron y salieron. El auditorio empezó a disminuir, y al fin disminuyó de tal modo, que el orador no tuvo más remedio que callarse.

Cortado y colérico estaba el andaluz cuando bajó de la tribuna3. El tumulto aumentaba fuera, y por fin no quedaron en el café sino cinco o seis personas. Estas querían satisfacer la curiosidad, y acompañadas del mismo Galiano, salieron también.

En diez minutos la Fontana se quedó sin gente, y el rumor exterior pasaba, se oía cada vez más lejano, porque andaba a buen paso la oleada de pueblo que lo producía. Todas las señales eran de que había comenzado una de aquellas asonadas tan frecuentes entonces.

Era ya tarde: los quinqués habían llegado al tercer período de su reverberación dificultosa, es decir, estaban en los instantes precursores de su completo aniquilamiento, y las mechas despedían humo más hediondo y abundante. Uno de los mozos se había marchado a dormir; otro roncaba junto a la puerta, y el tercero había salido con los parroquianos. A lo lejos se oía un eco de voces siniestras, las voces del tumulto popular, que rodaba por la villa, agitándola toda.

El cafetero continuaba inmóvil en su trípode. Dos luminosos puntos de claridad verdosa brillaban detrás de él. Era Robespierre que se acercaba a su amo, y saltando por encima de sus hombros, se ponía delante para recibir   —25→   una caricia. El hombre del café le pasó la mano afectuosamente por el lomo, y el animal, agradecido, alzó el rabo, arqueó el espinazo, se lamió los bigotes, y después de estirarse muy a sabor, se volvió a su rincón, donde se agazapó de nuevo.

Frente por frente al mostrador, y en el más obscuro sitio del café, principió a destacarse una figura humana, invisible hasta entonces. Esta persona salía de la sombra, y avanzando lentamente hacia el mostrador, entraba en el foco de la escasa luz que aclaraba el recinto, siendo posible entonces observar las formas de aquel silencioso y extraño personaje.

Era un hombre de edad avanzada; pero en vez de la decrepitud propia de sus años, mostraba entereza, vigor y energía. Su cara era huesosa, irregular, sumamente abultada en la parte superior; la frente tenía una exagerada convexidad, mientras la boca y los carrillos quedaban reducidos a muy mezquinas proporciones. A esto contribuía la falta absoluta de dientes, que, habiendo hecho de la boca una concavidad vacía, determinaba en sus labios y en sus mejillas depresiones profundas que hacían resaltar más la angulosa armazón de sus quijadas. En su cuello, los tendones, huesos y nervios formaban como una serie de piezas articuladas, cuyo movimiento mecánico se observaba muy bien, a pesar de la piel que las cubría. Los ojos eran grandes y revelaban haber sido hermosos. Por extraño fenómeno, mientras los cabellos habían emblanquecido enteramente, las cejas conservaban el color de la juventud, y estaban formadas de pelos muy fuertes, rígidos y erizados. Su nariz corva y fina debió también de haber sido muy hermosa, aunque al fin, por la fuerza de los años, se había afilado y encorvado más, hasta el punto de ser enteramente igual al pico de un ave de rapiña. Alrededor de su boca, que no era más que una hendidura, y encima de sus quijadas, que no eran otra cosa que una armazón, crecía un vello tenaz, los fuertes retoños blancos de su barba que, afeitada semanalmente en cuarenta años, despuntaban rígidos y brillantes como alambres de plata. Hacían más singular el aspecto de esta cara dos enormes orejas extendidas, colgantes y transparentes. La amplitud de estos pabellones cartilaginosos correspondía a la extrema delicadeza timpánica del individuo, la cual, en vez de disminuir, parecía aumentar con la edad. Su mirada era como la mirada de los pájaros nocturnos, intensa, luminosa y más siniestra por el contraste obscuro de sus grandes cejas, por la elasticidad y   —26→   sutileza de sus párpados sombríos, que en la obscuridad se dilataban mostrando dos pupilas muy claras. Estas, además de ver mucho, parecía que iluminaban lo que veían. Esta mirada anunciaba la vitalidad de su espíritu, sostenido a pesar del deterioro del cuerpo, el cual era inclinado hacia adelante, delgado y de poca talla. Sus manos eran muy flacas, pudiéndose contar en ellas las venas y los nervios; los dedos parecían, por lo angulosos y puntiagudos, garras de pájaro rapaz.

La piel de la frente era amarilla y arrugada como las hojas de un incunable; y mientras hablaba, esta piel se movía rápidamente y se replegaba sobre las cejas formando una serie de círculos concéntricos alrededor de los ojos, que remataban en semejanza con un lechuzo. Vestía de negro, y en la cabeza llevaba una gorrilla de terciopelo.

Cuando este hombre estuvo cerca del mostrador, levantose el cafetero con recelo, se fue a la puerta de la calle y escuchó atentamente algún tiempo; volvió, se asomó a un ventanillo que daba al patio, y después repitió la misma operación en una puerta que daba a la escalera. De los tres mozos del café, uno sólo estaba allí, roncando sobre un banco: el amo le despertó y le despidió. Atrancada bien la puerta, volvió aquel a su trípode, y estableciéndose en ella, miró al del gorro, como si esperara de él una gran cosa.

«¡Buena la has armado! -dijo en voz alta, seguro de no ser escuchado por voces extrañas-. ¡Otro alboroto esta noche! Y dicen que la Guardia Real prepara un gran tumulto. Usted, don Elías, debe saberlo».

-Deje usted andar, amigo; deje usted andar, que ya llegarán -dijo el flaco con voz sonora y profunda.

Y metiendo la mano en el bolsillo, sacó un pequeño envoltorio que, por el sonido que produjo al ser puesto sobre la mesa, indicaba contener dinero. El cafetero miró con singular expresión de cariño el envoltorio, mientras el viejo lo desenvolvió con mucha cachaza, y sacando unas onzas que dentro había, comenzó a contar.

Al ruido de las monedas, Robespierre abrió los ojos; y viendo que no era cosa que le interesaba, los volvió a cerrar, quedándose otra vez dormido. El viejo contó diez medias onzas, y se las dio al del café.

«Vamos, señor don Elías -dijo éste descontento-. ¿Qué hago yo con cinco onzas?».

-Por cinco onzas se vende la diosa misma de la libertad- replicó Elías sin mirar al cafetero.

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-Quite usted allá: aquí hay patriotas que no dirán «viva el Rey» por todo el oro del mundo.

-Sí: es mucha entereza la de esos señores -exclamó Elías con un acento de ironía que debía de ser el acento habitual de su palabra.

-Vaya usted a ofrecer dinero a Alcalá Galiano y a Moreno Guerra...

-Esos alborotan allá, en las Cortes; de esos no se trata. Tratamos de los que alborotan aquí.

-Pues le aseguro a usted, señor don Elías de mi alma, que con lo que me ha dado, no tengo ni para la correa del zapato del orador más malo de este club.

-Le digo a usted que basta con eso. El señor no está para gastos.

-¡Y qué tacaño se va volviendo el Absoluto! Mala landre le mate, si con estas miserias logra derribar la Constitución.

-Deje usted andar, que ya se arreglará esto -contestó el viejo dando un suspiro. Y al darlo cerró la boca de tal modo, que parecía que la mandíbula inferior se le quedaba incrustada dentro de la superior.

-Pero, don Elías de mis pecados, ¿qué quiere usted que haga yo con cinco onzas...? ¿Qué le pareció aquel sargentón que habló anoche? Dicen que es un bruto; pero lo cierto es que hace ruido y nos sirve bien. Pues me cuesta un ojo de la cara cada párrafo de aquellos que sublevan la multitud y ponen al pueblo encendido... ¡Y hay otros tan reacios, don Elías!... Anteanoche subió a la tribuna uno que suele venir ahí con el barbero Calleja: ¡qué voz de becerro tenía! Empezó a hablar de la Convención, y dijo que era preciso cortar las cabezas de adormidera. Le aplaudieron mucho, y yo confieso que fue una gran cosa, aunque, a decir verdad, no le entendí más que si hubiera hablado en judío. Cuando acabó la sesión, quise picarle para que hablara por segunda vez; pero no sé si caló mis intenciones: lo cierto es que dijo que me iba a cortar el pescuezo, añadiendo que no me descuidara. ¡Qué susto me llevé! ¡Y esto se me paga tan mal! Aquel discurso que pronunció anoche a última hora el estudiantillo valenciano, me costó dos raciones de carne estofada y dos botellas de vino. ¡Ay! Si llegaran a saber estos manejos Alcalá Galiano y Flórez Estrada... le digo a usted que me voy a reír de gusto.

-Esas son las cabezas de adormidera que es preciso cortar -exclamó el viejo, guiñando el ojo y haciendo con la mano derecha, movida horizontalmente, la señal de quien corta alguna cosa.

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-Pues fuera una lástima, porque son buenos chicos. Yo, francamente se lo digo a usted, aunque soy en lo íntimo de mi corazón partidario amantísimo de mi Rey absoluto, cuando oigo a esos muchachos, y especialmente cuando veo a Alcalá Galiano subir a la tribuna, y empieza a echar flores por aquella boca, y después culebras, me da un escarabajeo tan grande, que me baila el corazón y me dan ganas de abrazarle.

-Déjalos que griten: eso precisamente es lo que se busca. Mira el motín de esta noche: a ellos se les debe. Con muchos así, pronto estallará la cuerda. Eso es lo que quiere el Rey. ¡Oh! Ya verás qué pronto se despedazarán unos a otros.

-¿Pero qué hago yo con cinco onzas? -volvió a decir el dueño del café.

-Ya lo he dicho. El Rey no está para despilfarros, y para levantar de cascos a esta gente no es preciso mucho dinero.

-¿Que no? Pregúnteselo usted a aquel lego exclaustrado que escribe El Azote: ya me tiene comidas tres onzas de las que usted me trajo la semana pasada. ¿Pues y aquel oficialito que pronunció hace días aquel fuerte discurso en que dijo: Calendas Cartago...?

-Delenda est Carthago, querrá usted decir.

-Eso es: dilenda o calenda, lo mismo da -dijo el del café-. ¡Pues ese oficialito tiene unas tragaderas! Me comió dos empanadas de conejo como dos ruedas de molino. Y sobre todo, con decirle a usted que para conseguir que Andresillo Corcho saliera por esas calles gritando, como usted vio muy bien el domingo, tuve que pagarle todas sus deudas, que eran ocho meses al casero, y qué sé yo cuántos piquillos sueltos a los amigos... Y luego no gana uno para sustos, don Elías. Vuelvo a repetirle a usted que si los liberales de copete descubren estas socaliñas, no me dejarán un hueso en su lugar.

-Mucha cautela, ten mucha cautela: nada de papeles escritos, no me dirijas cartas, no fíes al papel ni una idea sobre este punto -le dijo Elías con severidad.

-Y dígame usted -continuó el del café, bajando la voz como si temiera ser oído por Robespierre-; dígame usted, ¿cuándo se alza la Guardia Real?

-No sé -dijo Elías, encogiéndose de hombros.

-Dicen que la Santa Alianza ha escrito al Rey.

Elías debía de ser hombre prudentísimo, porque contestó «no sé» a secas como a la primera pregunta.

Entonces se oyó otra vez, aunque muy lejano, el mismo   —29→   ruido de voces, que hizo salir del club a toda la concurrencia.

«Creo que piensan allanar la casa de Toreno».

-Bien: me alegro -dijo el viejo con siniestra satisfacción-. Veo que empiezan a devorarse unos a otros. No podía suceder otra cosa. ¡Oh! Yo entiendo a esta canalla. ¿Y qué había de suceder? ¿España podrá estar mucho tiempo en manos de una gavilla de pensadores desesperados? Si esto durara, yo dudaría de la Providencia, que arregla a las naciones como da aliento a los individuos. España está sin Rey, que es estar sin gloria, sin vida y sin honor. ¿Había, por ventura, Constitución cuando España fue el primer país del mundo? Eso de hacer el pueblo las leyes es lo más monstruoso que cabe. ¿Cuándo se ha visto que el que ha de ser mandado haga las leyes? ¿Sería justo que nuestros criados nos mandaran? Aquí no hay Rey ni Dios. Pero esto se acabará; yo te juro que se acabará.

Al decir esto, el viejo abría los ojos y apretaba los puños con furor. El del café no pudo resistir al encanto de tanta elocuencia, levantose de su trípode y le abrazó. Al alargar sus manos con entusiasmo, una botella cayó y fue rodando hasta dar un golpe a Robespierre, el cual, despertando súbitamente, dio un atroz maullido y fue a buscar regiones más tranquilas en lo alto del armario de los bizcochos.

Elías sacó de un bolsillo una pequeña faja negra, que le servía de tapabocas, se la envolvió al cuello y se dispuso a salir. El cafetero, con su oficiosidad acostumbrada en presencia de aquel personaje, se dirigió a abrirle la puerta. Ya principiaba a despuntar el día. El viejo realista salió sin saludar a su amigo y tomó la dirección de su casa.




ArribaAbajoCapítulo III

Un lance patriótico y sus consecuencias


Don Elías cruzaba la Carrera de San Jerónimo, cuando vio que hacia él venían unos cuantos hombres que reían y gritaban dando vivas a la Constitución y a Riego. Trató de evitar el encuentro, y tomó la otra acera; pero ellos pasaron también, y uno le detuvo.

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Eran cinco individuos, y de ellos tres, por lo menos, estaban completamente embriagados. Nuestro ya conocido Calleja les mandaba. Componíase la cuadrilla de un chalán del barrio de Gilimón y un matutero del Salitre, un caballero particular conocido en Madrid por sus trampas y gran prestigio en la plazuela de la Cebada, y finalmente, un mocetón alto, flaco y negro, que tenía fama de guerrillero, y del cual se contaban maravillas en las campañas de 1809 y después en los sucesos del 20. El sello de sus hazañas marcaba siniestramente su rostro en un chirlo, que le cogía desde la frente hasta el carrillo, cegándole un ojo y abollándole media nariz.

Los cinco detuvieron al anciano.

«¡Mátale, mátale!» dijo con aguardentosa voz el matutero, pinchando con la varita que llevaba en la mano el pecho de Elías.

-No, déjale, Perico: ¿de qué vale despachurrar a este bicho?

-Si es Coletilla -exclamó el del chirlo, reconociéndole-. Coletilla, el amigo de Vinuesa, el que anda por los clubs para contarle al Rey lo que pasa.

-¡Que cante el Trágala! -dijo el chalán, que estaba envuelto desde el pescuezo a la rabadilla en un ceñidor encarnado, por entre cuyos pliegues asomaba el puño de uno de aquellos célebres alfileres de Albacete que tanto dan que hacer a la Justicia.

-Tres Pesetas, coge por ese brazo al señorito.

Tres Pesetas puso su mano sobre el gorro de Elías y se lo tiró al suelo, dejando al aire la pelada calva del anciano. Carcajada sonora acogió este movimiento.

«¡Miren qué orejazas de mochuelo!» añadió el guerrillero, tirándole de la derecha hasta inclinarle la cabeza sobre el hombro.

-Pos no tiene mala cabeza e pelaílla pa jugar a los trucos -dijo el matutero, dándole un papirotazo en mitad del cráneo.

El realista estaba lívido de cólera: apretaba los puños en convulsión nerviosa, y en sus ojos brillaron lágrimas de despecho. En esto Calleja, que parecía tener gran autoridad entre aquella gente, se agarró al brazo de Elías, y exclamó, riendo con la desenfrenada hilaridad de la embriaguez:

«Ven, bravucón, ven con nosotros. Ciudadanos -prosiguió, volviéndose a los otros-: este es el gran Coletilla, el mismo Coletilla. Seremos amigos. Nos va a presentar al Rey constitucional para que nos haga...».

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-¡Menistros! -gritó el matutero enarbolando su vara.

-Ciudadanos, ¡viva el Rey absoluto, viva Coletilla!

-Vamos a jaserle comunero de la gran comuniá -dijo el matutero-. Primera prueba. ¡Qué salte!

-¡Qué salte!

-¡Qué salte!

Y uno de ellos tomó de la mano a Elías como para hacerle saltar, mientras otro, empujándole con violencia, le hizo caer al suelo.

«Zegunda prueba -chilló Tres Pesetas-: toma esta espada, pincha a uno de nosotros».

Y sacando un sable le dio de plano tan fuerte golpe, que le obligó a caer en opuesto sentido.

«Di '¡viva la Constitución!'».

-¿Pues no lo ha e ezir? Y si no, yo tengo aquí unas explicaeras... -vociferó el matutero, sacando su navaja.

-Este tunante fue el que delató al cojo de Málaga -dijo el caballero particular.

-Y el amigo de Vinuesa.

-Señores, este no es más que Coletilla, el gran Coletilla -afirmó Calleja con mucha gravedad.

La ferocidad se pintaba en los ojos del matutero y del chalán. El de la cicatriz cogió por el cuello a Elías, y con su mano vigorosa le apretó contra el suelo.

«Suéltalo, Chaleco; déjalo tendido».

Es de advertir que el matutero era conocido entre los de su calaña por el extravagante nombre de Chaleco.

«Déjamelo a mí -exclamó el chalán-. Tríncalo por el piscuezo: quío ver lo que tienen esos realistas dentro del buche».

Muy mal parado estaba el infeliz Elías; y ya se encomendaba a Dios con toda su alma, cuando la inesperada llegada de un nuevo personaje puso tregua a la cólera de sus enemigos, salvándole de una muerte segura.

Era un militar alto, joven, bien parecido y persona de noble casa sin duda, porque, a pesar de su juventud, llevaba charreteras de una alta graduación. Traía largo capote azul, y uno de aquellos antiguos y pesados sables, capaces de cercenar de un tajo la cabeza de cualquier enemigo. Al verle que se interponía en defensa del anciano, los otros se apartaron con cierto respeto, y ninguno se atrevió a insistir.

«Vamos, señores, dejen ustedes en paz a ese pobre viejo, que no les hace ningún daño» dijo el militar.

-Si es Coletilla, el mismo Coletilla.

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-Pero sois cinco contra él, y él es un pobre señor indefenso.

-Eso mismo decía yo -exclamó Calleja, con la misma risa de borracho.

-Poz que diga «¡viva el Rey constitucional!».

-Lo dirá cuando se vea libre de vosotros. Yo respondo de que es un buen liberal y hombre de bien.

-¡Si es un servilón! -exclamó Chaleco.

-¿Y qué queréis hacer con él? -preguntó el militar.

-Poca cosa -dijo Tres Pesetas, que era el más atrevido-. No más que abrirle un tragaluz en la barriga pa que salgan a misa las asaúras.

-Vamos, marchaos a vuestras casas -dijo el militar con mucha entereza-: yo lo defiendo.

-¿Usía?

-Sí, yo. Marchaos, yo respondo de él.

-Pues si no ize ¡viva la...!

-Di «¡viva la Constitución!» -exclamaron todos a la vez, menos Calleja, que se estaba riendo como un idiota.

-Vamos -manifestó el militar, dirigiéndose a Elías-: dígalo usted, es cosa que cuesta poco, y además hoy debe decirlo todo buen español.

-¡Que lo diga!

-¡Que lo iga pronto!

El militar persistía en que dijera aquellas palabras, como un medio de verse libre; pero Elías continuaba en silencio.

«Vamos, padrito, pronto» dijo el matutero.

-¡No! -exclamó Elías con profunda voz y trémulo de indignación.

Entonces Tres Pesetas alzó la vara sobre el viejo; los demás se dispusieron a acometerle, y fue preciso que el militar empleara todas sus fuerzas y todo su prestigio para impedir un mal desenlace.

«Diga usted '¡viva la Constitución!'».

-¡No! -repitió Elías. Y como si recibiera inspiración del cielo, en un arrebato de supremo valor exclamó: «¡Muera!».

Los cuatro desalmados rugieron con ira; pero el militar parecía resuelto a defender a Elías hasta el último trance.

«Apartaos -dijo-. Este hombre está loco. ¿No conocéis que está loco?».

-Que retire esas palabras -dijo riendo siempre Calleja, que aun en la embriaguez blasonaba de usar con propiedad las fórmulas parlamentarias.

-¿Qué ritire ni ritire?

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-Sí, está loco -dijo Chaleco-; y si no está loco está bo... bo... borracho.

-¡Eso es... eso... borracho! -gritó Calleja, que al fin había necesitado apoyarse en la pared para no caer en tierra.

Algunos vecinos se habían asomado; algunos transeúntes trabaron conversación con el venerable Tres Pesetas, y ya sea que un ebrio se distrae fácilmente, ya que les impusiera temor la actitud firme del militar, lo cierto es que los cuatro amigos de Calleja dejaron en paz a Elías, el cual, ayudado de su protector, se levantó como pudo y se puso el gorro que casi había perdido la forma bajo los pies del matutero. El militar, al detener con un vigoroso esfuerzo el movimiento agresivo de Chaleco contra Elías, se rozó la mano izquierda con la extremidad puntiaguda de la empuñadura de la navaja que el mozo llevaba en la faja. Esta rozadura le levantó un poco la piel y le hizo derramar alguna sangre. El militar se envolvió la mano en un pañuelo, y con la derecha tomó el brazo del viejo. Este se hallaba magullado, roto y en un estado de desfallecimiento tal que no podía andar sino a pasos cortos y vacilando a cada momento.

El militar le sostuvo con fuerza, y andando con él muy lentamente, le preguntó dónde estaba su casa para llevarle a ella. Elías, sin contestarle, le encaminó haciéndole señas por la calle de Alcalá, dirigiéndose a la del Barquillo para tomar al fin la de Válgame Dios, donde aquel buen hombre vivía.

El joven militar era sin duda poco amante del silencio, y de carácter alegre y comunicativo, porque por el camino comenzó a hablar con singular volubilidad, pareciendo que el obstinado mutismo del vicio estimulaba más su prolija locuacidad.

No podemos transcribir los términos precisos en que habló este, que desde ahora es nuestro amigo, y nos acompañará en todo el tránsito de esta dilatada historia; pero conociendo su carácter como lo conocemos, es seguro que no será aventurado poner en boca suya estas o parecidas palabras:

«Hay que deplorar, amigo mío, en esta imperfecta vida humana, que las cosas mejores y más bellas tienen siempre un lado malo; fatal obscuridad que proyecta en breve parte de su esfera lo más resplandeciente y luminoso. Las instituciones más justas y buenas, ideadas por el hombre para producir efectos de bien común, ofrecen en los primeros tiempos de práctica extraños resultados,   —34→   que hacen dudar a los de poca fe de la bondad y justicia de ellas. Los hombres mismos que fabrican un objeto de sutil mecanismo, vacilan en los primeros momentos del uso, y no aciertan a regular su compás y reposado movimiento. La libertad política, aplicación al gobierno del más bello de los atributos del hombre, es el ideal de los Estados. Pero ¡qué penosos son los primeros días de práctica! ¡Cómo nos aturde y desespera el primer ensayo de esta máquina!

»El mayor inconveniente es la impaciencia. Hay que tener perseverancia y fe, esperar a que la libertad dé sus frutos, y no condenarla desde el primer día. ¿No sería loco el que plantando un árbol le arrancara desesperado al ver que no echaba raíces, crecía y daba flores y frutos al primer día?».

Es probable que el militar no empleara estos mismos términos; pero es seguro que las ideas eran las mismas. Lo cierto es que al concluir esperó a ver si su peroración producía algún efecto en el viejo; pero este, sumamente abstraído, daba muestras de no atender a sus palabras y de hacer en su interior otras consideraciones no menos trascendentales y profundas.

«Es de deplorar -continuó el militar reforzando su elocuencia con un poco de mímica-, es de deplorar que los primeros derechos concedidos por la libertad sean mal empleados por algunos hombres. El hábito de la libertad es uno de los más difíciles de adquirir, y tenemos que sufrir los desaciertos de los que por su natural rudeza tardan más en adquirir este hábito. Pero no desconfiemos por eso, amigo. Usted, que es sin duda buen liberal, y yo, que lo soy muy mucho, sabremos esperar. No maldigamos al sol porque en los primeros momentos de la mañana produce molestia en nuestros ojos, cuando salen bruscamente de la obscuridad y del sueño».

Parose por segunda vez el joven para tomar aliento y ver si la fisonomía del anciano daba señales de aprobación; pero no observó en aquel rostro singular otra cosa que abstracción y melancolía.

«Esos que le han detenido a usted -continuó el militar-, no son liberales. O son agentes ocultos del absolutismo, o ignorantes soeces sin razón ni conciencia. O libertinos sin instrucción, o alborotadores asalariados. ¿Será preciso quitarles la libertad y no devolvérsela hasta que reciban educación o castigo? Entonces, ¿habrá libertad para unos, y para otros no? Ha de haberla para todos o quitársela a todos. ¿Y es justo renunciar a los beneficios   —35→   de un sistema por el mal uso que algunos pocos hacen de él? No: más vale que tengan libertad ciento que no la comprenden, que la pierda uno solo que conoce su valor. Los males que con ella pudieran ocasionar los ignorantes son inferiores al inmenso bien que un solo hombre ilustrado pueda hacer con ella. No privemos de la libertad a un discreto por quitársela a cien imprudentes».

El joven se paró por tercera vez por dos razones: primera, porque no tenía más que decir (insistimos en que no empleó las mismas palabras); y segunda, porque el viejo, al llegar a su calle, se detuvo en una puerta, y dijo: «Aquí». El viejo había concluido, y el militar iba a dejar a su nuevo amigo; pero notó que estaba este cada vez más desfallecido y corría peligro de no poder subir si le abandonaba. El locuaz y discreto joven entró, pues, en la casa sosteniendo al realista, que apenas podía dar un paso.

La mansión de Elías se ostentaba en la mitad de la calle de Válgame Dios, donde hacía veces de palacio. Colocada entre dos casas a la malicia, aparecía allí con proporciones gigantescas, sin que por eso tuviera más que dos pisos altos, de los cuales el superior gozaba la singular preeminencia de ser habitado por nuestro héroe.

La fachada era mezquina, fea. El cuarto bajo servía de oficina a las ruidosas ocupaciones de un machacador de hierro, que surtía de sartenes, asadores y herraduras a todo el barrio del Barquillo. Los balcones del principal eran fiel remedo de los jardines colgantes de Babilonia, porque había en ellos muchos tiestos con flores, muchas matas que estaban en camino de ser árboles, juntamente con tres jaulas de codornices y dos reclamos, que por la noche daban armonía a toda la calle. En medio de esta selva y de estos gorjeos se veía una muestra de Prestamista sobre alhajas.

El portal era angosto y muy largo. Para llegar a la escalera, que estaba en lo profundo, se corrían mil peligros a causa de las sinuosidades del terreno, en el cual los hoyos, llenos de inmundicia, alternaban con puntiagudos guijarros, alzados media cuarta. La escalera era angosta, y sus paredes, blanqueadas en tiempo de Felipe V, cuando menos, se hallaban en el presente siglo cubiertas de una venerable capa de mugre, excepto en la faja o zona por donde rozaban los codos de los que subían, la cual tenía singular pulimento. En uno de los tramos había, no un candil, sino el sitio de un candil manifestado en una gran chorrera de aceite hacia abajo, una gran chorrera   —36→   de humo hacia arriba, y en la convergencia de ambas manchas un clavo ennegrecido.

Llegaron al segundo, y el militar llamó. Sin duda, alguna persona esperaba con impaciencia, porque la puerta se abrió al momento. Abriola una joven como de diez y ocho años de edad, que al ver el aspecto abatido del viejo, y sobre todo al ver que un desconocido le acompañaba, cosa sin duda muy rara en él, dejó escapar una exclamación de temor y sorpresa.

«¿Qué hay? ¿Qué le ha pasado a usted?» dijo cerrando la puerta, después que los dos estaban en el pasillo.

E inmediatamente marchó delante y abrió la puerta de una sala, donde entraron los tres. El anciano no habló palabra, y se dejó caer en un sillón con muestras de dolor.

«¿Pero está usted herido? ¿A ver? Nada» dijo la joven examinando con mucha solicitud a Elías y tomándole la mano.

-No ha sido nada -dijo el militar, que se había descubierto respetuosamente-, no ha sido nada: pasaba hace un momento por la calle, y cinco hombres soeces que le encontraron quisieron que cantara no sé qué cosa, y el señor, que no estaba para cantos, se negó.

La joven miró al militar con expresión de estupor. Parecía no comprender nada de lo que este había dicho.

«Eran unos borrachos que quisieron hacerle daño; pero pasé yo felizmente... No se asuste usted: no tiene nada».

Elías pareció un poco repuesto; apartó con despego a la joven, y su semblante principió a serenarse.

«¡Ay!, qué miedo he tenido esta noche -dijo la joven-. Esperándole hora tras hora y sin parecer... Luego esos alborotos en la calle... A media noche pasaron por ahí unos hombres gritando. Pascuala y yo nos escondimos allí dentro, y nos sentamos en un rincón temblando de miedo. ¡Cómo gritaban! Después sentimos muchos golpes... decían que iban a matar a uno. Nosotras nos pusimos a llorar. Pascuala se desmayó; pero yo procuré animarme, y juntas empezamos a rezar de rodillas delante de la Virgen que está allí dentro. Después se fue alejando el ruido; sentimos unos quejidos en la calle. ¡Ay!, no lo quiero recordar. Todavía no se me ha quitado el susto».

El militar oyó con interés estas palabras; pero sin dejar de oírlas dirigió su atención a reconocer el sitio en que se hallaba y a examinar el aspecto de la amable persona que en él vivía.

La casa era modesta; pero la sencillez y el aseo revelaban en ella un bienestar pacífico.

  —37→  

La joven llamó su atención más que la casa. Clara (que así se llamaba) representaba más de diez y ocho años y menos de veintidós. Sin embargo, estamos seguros de que no tenía más que diez y siete. Su estatura era más bien alta que baja, y su talle, su busto, su cuerpo todo tenían las formas gallardas y las bellas proporciones que han sido siempre patrimonio de las hijas de las dos Castillas. El color de su rostro, propiamente castellano también, era muy pálido, no con esa palidez intensa y calenturienta de las andaluzas, sino con la marmórea y fresca blancura de las hijas de Alcalá, Segovia y Madrid. En los ojos negros y grandes había puesto todos sus signos de expresión la tristeza. Su nariz era delgada y correcta, aunque demasiado pequeña; su frente pequeña también, pero de un corte muy bello; su boca muy hermosa y embellecida más por la graciosa forma de la barba y la garganta, cuya voluptuosidad y redondez contribuía a hacer de su semblante uno de los más encantadores palmos de cara que se había ofrecido a las miradas del militar desconocido, el cual (digámoslo de paso) era hombre corrido en asuntos femeninos.

El peinado de Clara podía rigurosamente ser tachado de provinciano, porque se alzaba en un moño de tres tramos sobre la corona. Este modo de peinarse era ya desusado en la corte; pero la belleza suele generalmente triunfar de la moda, y Clara estaba muy bien con su trenza piramidal. El traje era de los que usaba entonces la clase no acomodada, pero tampoco pobre, es decir, un guardapiés de tela clara con pintas de flores, mangas estrechas hasta el puño, talle un poco alto y el corte del cuello cuadrado y adornado de múltiples encajes.

La investigación del militar duró mucho menos de lo que hemos empleado en describir la figura. Durante algunos segundos estuvieron los tres personajes inmóviles el uno frente al otro sin decir palabra, hasta que el viejo, como continuando una peroración interior, exclamó con un repentino acceso de ira y lanzando de sus ojos rápidamente iluminados una mirada feroz.

«¡Infames, perros! Quisiera tener en mi mano un arma terrible que en un momento acabara con todos esos miserables. ¡Ah! Pero ellos no tienen la culpa. Tienen la culpa los otros, los sabios, los declamadores, los que les educan, esos malvados charlatanes que profanan el don de la palabra en los infames conciliábulos de las Cortes. Tienen la culpa los revolucionarios, rebeldes a su Rey, blasfemos de su Dios, escarnio del linaje humano.   —38→   ¡Oh, Dios de justicia! ¿No veré yo el día de la venganza?».

El militar estaba atónito y algo corrido. Parecíale que aquello era una réplica indirecta a su expresiva disertación del camino; y aunque se le ocurrió contestarla, vio en el rostro de Elías una expresión de contumacia y ferocidad que le intimidó. Su atención estaba en parte reconcentrada en la compañera del realista. Clara miraba al viejo con la indiferencia propia de la costumbre, y al mismo tiempo miraba a su protector como si se avergonzara de la extrañeza que le causaban las palabras del viejo.

El militar, poco cuidadoso al fin de las imprecaciones del realista, comenzó a sentir interés hacia aquella pobrecilla, que, sin saber por qué, le inspiró mucha lástima desde el principio.

Pero llegó un momento en que el joven sintió su situación embarazosa. Elías continuaba en voz baja su soliloquio sin cuidarse de él; era preciso marcharse; y eso de marcharse sin satisfacer un poco la curiosidad y hablar otro poco con la joven, no le gustaba. Miró a Elías con insistencia y se acercó a él; pero este no daba muestras de fijar en el otro la atención, ni tenía gratitud, ni afecto, ni cortesía, ni era, al parecer, cortado por el común patrón de los demás hombres. Al fin, viéndole tan abstraído, resolvió tomar pretexto de la protección que le había dispensado para hacer hablar a la muchacha.

«No tema usted nada -le dijo en voz baja, apartándose hacia la ventana-. No ha recibido golpe ninguno. Está aterrado por la sorpresa y la ira; pero se calmará».

-Sí, se calmará... un poco.

-Y se pondrá contento.

-Contento, no.

-Cuidado: por usted no estará triste.

Esto, que podía pasar por una galantería, no hizo efecto ninguno en Clara. Volviose para mirar a Elías, que continuaba en la misma postura, gesticulando a solas. De tiempo en tiempo profería sus adjetivos predilectos: «¡Malvados, perros!».

El militar arriesgó entonces la pregunta, y bajando más la voz, y apartándose hasta llegar al hueco de la ventana, dijo:

«Tal vez será indiscreción la pregunta que voy a hacerle a usted; pero me disculpa el gran interés que por ese caballero me he tomado, y el deseo de servirle bien en lo que pueda. ¿Este señor está en su cabal juicio?».

  —39→  

Clara miró al militar con expresión de gran asombro; y como si la pregunta fuera una revelación, contestó:

«¿Loco?...» y después de una pausa, añadió encogiéndose de hombros: «No sé».

La curiosidad del militar creció.

«No lo tome usted a agravio; pero su conducta, sus palabras en aquella pendencia, lo sombrío de su aspecto, lo que ahora acaba de decir, me hacen creer que padece una enajenación».

Clara miraba al joven con expresión que tenía algo de afirmativa.

«Yo no sé -dijo al fin-. El pobrecito padece mucho. Yo también padezco de verle. No está nunca alegre: a veces creo que se me va a morir en un arrebato de ira. Pasa las noches leyendo libros, escribiendo cartas, y a veces habla consigo mismo como ahora. A Pascuala y a mí nos da mucho miedo: le sentimos levantarse y pasear precipitadamente, dando vueltas en este cuarto. De día sale temprano, y está fuera toda la noche».

El militar sintió aumentarse la compasión que Clara le inspiró desde el principio, porque le parecía que aquella infeliz era una mártir que sufría resignada los atropellos de un loco.

«Pero usted -dijo con el mayor interés- ¿no es víctima de sus bruscos ademanes? ¿No la maltrata a usted? Entonces sería cosa de declararle rematado.

-¿A mí? No -dijo Clara-; no me ha maltratado nunca.

Parecerá extraño que Clara, sin conocer al militar, le hiciera declaraciones que parecen de íntima confianza; pero esto, que en circunstancias ordinarias sería raro, en este caso no lo era. Clara había vivido siempre en compañía de aquel viejo: era huérfana, no tenía parientes ni amigas, no salía nunca, no se comunicaba con nadie, se consumía en el desierto de aquella casa, sin otra cosa que algunos recuerdos y algunas esperanzas, que luego conoceremos. Su carácter era extremadamente sencillo: un incidente imprevisto le ponía delante a un hombre cortés y generoso que para satisfacer su curiosidad empleaba hábiles recursos de conversación, y ella le dijo lo que quería saber; se lo dijo obedeciendo a una poderosa necesidad de desahogo, hija de su aislamiento y melancolía.

El curioso no se atrevía a continuar investigando: ya iba a despedirse mal de su grado, cuando Clara vio que tenía una mano ensangrentada, y exclamó sobrecogida:

  —40→  

«¡Está usted herido!».

-No es nada: un rasguño.

-Pero sale mucha sangre. ¡Jesús!, tiene usted la mano destrozada.

-¡Oh!, no es nada... Con un poco de agua...

-Voy al momento.

Clara se marchó muy a prisa y volvió a poco rato, entrando en la habitación inmediata: traía una jofaina, que puso sobre la mesa, y llamó al militar, que no tardó en acercarse.

«¿Y tiene familia?» dijo este tocando el agua con la mano para ver si estaba muy fría.

-¿Familia? -contestó Clara con su naturalidad acostumbrada-. No: me quería mucho. Yo deseo tanto que se le quiten de la cabeza esas manías... Antes era muy bueno para mí, y estaba muy alegre... Yo era muy niña entonces.

-Antes era muy bueno. ¿Y ahora no lo es?

-Sí; pero ahora... Como tiene tantas cosas en que pensar...

-¿Y desde cuándo ha variado?

-Hace mucho tiempo, cuando hubo muchos alborotos y dijeron que iban a matar a... ¿al Rey?... no sé a quién. Pero antes de eso, ya estaba casi siempre alterado. Cuando yo era muy niña... No... entonces salíamos los domingos a paseo, y me llevaba a Chamartín y comíamos en el campo con Pascuala.

-¿Y ahora no sale usted nunca de aquí?

-Nunca -dijo Clara, como si aquella soledad en que vivía fuera la cosa más natural del mundo.

El militar se interesaba cada vez más por la persona que tan repentinamente había conocido. Cada vez sospechaba más que aquella infeliz era víctima de las brutalidades del fanático. Desde el sitio en que se hallaba, veía al viejo sentado en un sillón y entregado a su mudo frenesí. Mirando después a Clara, cuya gracia sencilla y melancólica franqueza formaban contraste con el terrible realista, se aumentaron su confusión, su curiosidad y sus temores.

«¿Y usted no sale para distraerse, para ver y reponerse de estar aquí encerrada tanto tiempo?» le dijo, casi conmovido.

-¿Yo?... ¿para qué salgo? Me pongo triste cuando salgo. No veo la calle sino cuando voy a las Góngoras los domingos muy temprano; pero al verme fuera, me parece que estoy más sola que aquí.

  —41→  

-¿Y él no tiene empeño en que usted se divierta, en que pase agradablemente la vida? -dijo el militar casi asustado de su curiosidad y mirando de soslayo a Elías para ver si atendía a su conversación.

-¿Él? Pero yo no quiero divertirme... porque... ¿qué voy a hacer fuera de aquí? Él dice que debo estar siempre en la casa.

-¿Pero usted no trata a nadie, no ve a nadie?

-A Pascuala, que me quiere mucho.

Ya el militar tenía ganas de saber quién era aquella Pascuala.

«¿Y esa Pascuala es amiga de usted?».

-Es la criada.

-Ya... ¿Y no tiene usted más amiga? A la edad de usted es natural y conveniente la amistad de las jóvenes, y sobre todo, no se puede vivir de esa manera. Es preciso...

-Yo estoy bien así. Él dice que no debo conocer a nadie.

-¿Y la obliga a usted a llevar esta vida tan triste?

-No me obliga. Yo, si quisiera, podría salir. Él no está nunca aquí. Pero yo... Dios me libre... ¿A dónde había de ir?

El militar no sabía qué pensar. ¿Qué relaciones existían entre aquel monomaniaco y aquella joven? ¿Sería su padre, su marido?... -No -decía para sí-. Es repugnante sospechar que puedan existir los vínculos del matrimonio entre los dos.

«No extrañe usted mis preguntas -dijo, continuando con ansiedad-; pero me interesan mucho ustedes dos. ¿Y a él nadie le visita, nadie viene a verle?».

-Conoce mucho a unas señoras, que llaman las señoras de Porreño. Son nobles y fueron muy ricas.

-¿Y vienen aquí?

-Muy pocas veces. Él las quiere mucho.

-Y esas, que presumo serán personas de buenos sentimientos, ¿no le tienen a usted cariño, no la quieren?

-¿A mí? Una vez me dijeron que yo parecía ser una buena muchacha.

-¿Y nada más? ¿No le han dicho más?

-¡Ah!, son muy buenas. Él dice que son muy buenas. Una de ellas dicen que es santa.

Estas declaraciones eran hechas por Clara con una ingenuidad tan espontánea, que conmovía al que pudiera oírlas. Para que el lector, que aún no conoce la infinita bondad de este carácter, no extrañe la franqueza leal y la sublime indiscreción de la pobre Clara, añadiremos   —42→   que durante años enteros esta desgraciada no veía más personas que don Elías, Pascuala, y a veces, muy de tarde en tarde, las tres melancólicas efigies de las señoras de Porreño. Su vida era un silencio prolongado y un hastío lento. Tan sólo pudieron reanimarla y darle alguna felicidad los cuarenta días que, seis meses antes de estos sucesos, había pasado en Ateca, pueblo de Aragón, a donde Elías la mandó para que disfrutara del campo. Más adelante veremos por qué tomó Elías esta determinación, y lo que resultó del viaje de Clara.

«Pero es posible -continuó el militar, olvidado de que Elías estaba cerca-, ¿es posible que pase usted la vida de esta manera, sin más compañía que la de ese hombre? ¿Y no ha salido usted nunca de aquí, no ha ido al campo?

-Sí: estuve unos días fuera, hace seis meses.

-¿En dónde?

-En Ateca. Él me mandó. Me puse mala, y fui allá a restablecerme. Estuve en su pueblo.

-Ya... -dijo el militar, contento de haber encontrado un motivo, aunque pequeño, para suponer que aquel hombre no era enteramente feroz.

-¿Y lo pasó usted bien?

-¡Ah!, sí: me alegré mucho de estar allí.

-¿Y no quiere usted volver?

-¡Oh!, sí -exclamó Clara, sin poder contener una exclamación expansiva.

-Usted no debe estar aquí; usted tiene el corazón más bondadoso que puede existir. ¿Para qué, sino para la sociedad, puede haber creado Dios un conjunto de gracias y méritos semejantes? ¡A cuántos podría usted hacer felices! ¿No ha pensado en esto? Piense usted en esto.

Clara no pareció hacer caso de la galantería. Quedó en silencio y con los ojos bajos, tal vez ocupada en pensar en aquello, como el joven le aconsejó. ¿Quién sabe cuáles serían sus reflexiones en aquellos momentos?

El curioso esperaba una contestación, cuando Elías, mirando hacia la habitación en que hablaban, exclamó:

«¡Clara, Clara!».

El militar se dirigió rápidamente hacia él, y disimulando su turbación, le dijo:

«Caballero, no he querido marcharme hasta estar seguro de su mejoría. Aquí le contaba a esta niña el caso, y le hacía una relación de la imprudencia de aquellos hombres. Ya le veo a usted tranquilo y fuerte, y me retiro, diciéndole que puede disponer de mí para cuanto yo pueda serle útil».

  —43→  

-Gracias -contestó secamente Elías-. Clara, acompaña a este caballero.

Era preciso retirarse; ya no había pretexto alguno para permanecer allí. Su mano estaba perfectamente vendada, y su protegido le había indicado la puerta. El impresionable joven no sabía qué hacer para no salir. Miró a Clara para ver si leía en sus ojos el deseo de que no se marchara; pero ella manifestaba la mayor indiferencia, y hasta se había adelantado a abrir la puerta.

No había más remedio. El militar tendió su mano al realista, que alargó dos dedos fríos y huesosos, y salió de la sala: al llegar a la puerta, quiso entablar de nuevo la conversación; pero la reverencia que le hizo la joven acabó de desesperarle. Salió, y se paró fuera otra vez.

«No olvide usted lo que le he dicho. Usted no puede vivir de esta manera -dijo, bajando el primer escalón-. Es preciso que usted...».

-¡Clara, Clara! -exclamó el fanático desde dentro con voz fuerte.

Clara cerró la puerta, y el militar se quedó cortado y aturdido en la escalera. Su primer intento fue llamar otra vez, llamar hasta que ella saliera; pero reflexionó en lo imprudente de semejante conducta. Bajó con lentitud. -¿Qué misterio hay en esta casa? -decía para sí. Al hallarse en la calle sintió más viva su curiosidad, y la compasión hacia la joven era más intensa. -¿Es su hija, es su mujer, es su sobrina, es su protegida? -exclamó-. ¡Oh! No es posible renunciar a saber los secretos de esta casa. ¿Cómo renunciar a oírlos de la boca de Clara, que los confiaba con tanta ingenuidad?

Anduvo un buen trecho por la calle, y se paró, miró a la casa. -Ella misma no me recibirá -dijo-; esto ha sido una casualidad. Y si vuelvo, ¿con qué pretexto?... ¡Cuánto debe padecer esa infeliz! Tiene cara de sufrir mucho... en compañía de esa fiera, sin ver a nadie ni hablar con nadie...

Maquinalmente se dirigió otra vez a la casa, y continuando su soliloquio, decía: -Tal vez la riña por haber hablado conmigo; tal vez, aparentando distracción, oyó cuanto me dijo, se habrá ofendido y la maltratará.

Entró, subió, procurando no ser sentido. Llegó a la puerta y se detuvo. Su mano tomó maquinalmente el cordón de la campanilla. Si hubiera sentido el menor rumor de disputa; si hubiera sentido la voz agria del viejo, habría llamado con todas sus fuerzas. Pero nada sintió; aplicó el oído. Un silencio sepulcral reinaba en la casa. De   —44→   repente sintió una voz de mujer que cantaba; sintió pasar una persona rápidamente por el pasillo en que estaba la puerta; sintió el ruido del traje, rozando con las paredes al correr, y sintió la voz, la voz que, al pasar tan cerca, resonó con timbre delicado y expresivo. Era Clara, que cantaba y corría. ¿Era acaso feliz? Nuevo misterio.

El curioso se sintió más confundido: soltó el cordón, y paso a paso, y muy quedito, bajó mirando a todos lados con cautela como un ladrón. Salió a la calle; marchó resuelto a alejarse; llegó a la esquina, se paró, miró a la casa; y al fin, tomando una resolución, emprendió su camino en dirección a su casa, donde le dejaremos por ahora preocupado y aturdido, para volver a ocuparnos de los amigos de la calle de Válgame Dios, cuya vida y caracteres necesitan historia y explicación.




ArribaAbajoCapítulo IV

Coletilla


El hombre extraño, que conocemos con el nombre de Elías, nació allá en el año de 1762 en el pueblo de Ateca, lugar aragonés que se encuentra como vamos de Sigüenza a Calatayud. Fueron sus felices padres Esteban Orejón y Valdemorillo y Nicolasa Paredes: él, labrador honrado; ella, hija única del vinculero más rico del vecino pueblo de Cariñena. A los nueve meses justos de matrimonio nació un tierno vástago que, por las circunstancias que a la preñez y al parto acompañaron, a grandes empresas y notables prodigios estaba destinado. Es el caso que doña Nicolasa tuvo allá por el quinto mes un sueño extraordinario, en el cual vio que el fruto de su vientre, ya crecido y entrado en años, era arrebatado al cielo en un carro de fuego; más tarde la buena señora daba en soñar todas las noches que su hijo era consejero de Despacho, padre provincial, veinticuatro, racionero, deán y hasta obispo, rey, emperante o, cuando menos, papa o archipapa.

Llegó al fin el alumbramiento, y encomendándose a Dios y a cierto comadrón que había en Ateca, hombre de gran ingenio, dio a luz un niño, el cual no entró en el mundo con señales de elegido entre los elegidos, sino tan   —45→   flaco, enteco y encanijado, que no parecía sino que su madre, distraída en aquel perpetuo soñar de coronas y tiaras, había apartado su organismo de la nutrición del muchachejo.

Pero aunque este nació como cualquier hijo del hombre, no por eso dejaron de verificarse al exterior algunos prodigios. Observose en el cielo de Ateca la conjunción nunca vista de las siete Cabrillas con Mercurio; la luna apareció en figura de anillo, y al fin salió por el horizonte un cometa que se paseó por la bóveda del cielo como Pedro por su casa. El boticario del pueblo, que se daba a observar los astros, entendía algo de judiciaria y tenía sus pelos de nigromante, vio todas aquellas cosas celestiales aparecidas en el cielo de Ateca, y dijo con gran solemnidad que eran señales de que aquel niño sería pasmo y gloria del universo mundo. La conjunción significaba que dos naciones se unirían contra él; el cometa que él los vencería a todos, y el anillo de la luna a cualquiera se le alcanzaba que era signo de la inmortalidad.

«Porque -decía don Pablo (que así se llamaba el boticario)-, a mí no se me escapa nada en esto de círculos celestiales; y cosa que yo barrunto, ello ha de ser verdad, como esto es chocolate».

Efectivamente: chocolate, y del mejor de Torroba, era el que durante los solemnes augurios tomaba, merced a la gratitud generosa de los Orejones.

En el bautismo hubo un holgorio que déjelo usted estar. Hubo en gran abundancia vino aragonés, grandes ensaimadas, bollos de a cuarta, hogazas de a media vara, gran pierna de carnero, pimientos riojanos y unos bizcochos como el puño, fabricados por las monjas del Carmen Descalzo de Daroca. El más obsequiado era don Pablo, a causa de sus augurios, que él consideraba dignos de grabarse en bronces y pintarse en tablas. Entusiasmado por la generosidad con que pagaban sus trabajos astronómicos, compuso una décima en que llamaba a los Orejones protectores de la ciencia.

El niño crecía. Inútil es decir que durante su infancia parecían adquirir fundamento las esperanzas de sus padres. ¡Qué precocidad! Todo lo que el niño hacía era prodigioso, nunca visto ni oído. Abría la boca para articular una sílaba: ya había dicho una sentencia. ¿Pedía la teta? Aquello era, según la opinión del astrólogo, un incomprensible aforismo. Pasaban dos, cuatro y seis años, y con la edad crecía la fama del joven Orejoncito.

«¿Sabe usted lo que he visto, señora Nicolasa?» decía   —46→   el farmacéutico un día con cierto tono de misterio que asustó a la buena mujer.

-¿Qué hay, señor don Pablo Bragas?

-Que Elisico estaba ayer jugando con unas gallinas, y les pegaba a los pollos con una caña, que a ser manejada por más fuertes manos, no les dejara con vida. «Muchacho -le dije-, ¿por qué castigas a esos animalejos?». -«Porque son pollos -contestó-, y los quiero matar». -«¿Y qué te han hecho, verduguillo?». -«Les estoy mandando que digan pío, y no quieren». Vea usted, señora doña Nicolasa, vea usted. Esto está fuera de lo común por la sentencia y el gran tuétano que encierra: Quia pulli sunt. Lo mismo dijo el Dialéctico cuando zurraba a los jansenistas: Quia herætici sunt!

Doña Nicolasa Paredes, dicho sea en honor de la verdad, no comprendía muy bien el tuétano que encerraban las palabras de su hijo; pero agradecida a las cariñosas profecías de don Pablo Bragas, tendió un mantel y puso delante del amigo una taza de sopas en caldo gordo, que darían rabia a un teatino.

Elías creció más, y siguiendo la discreta opinión de un lector del convento de dominicos de Tarazona, que fue a predicar a Ateca el día de la Patrona del pueblo, le mandaron a estudiar Humanidades con los padres de dicho convento. Ya tenía doce años; allí creció su reputación, y a poco fue tan gran latino, que ni Polibio, ni Eusebio, ni Casiodoro se le igualaran.

Tenía quince años cuando se celebro un consejo de familia para resolver si se le mandaba al Seminario de Tudela o a la Universidad de Alcalá; pero al fin fueron tantas y de tanto peso las razones de don Pablo Bragas en favor de la Complutense, que se adoptó su dictamen. El prodigio de la Naturaleza fue puesto sobre un macho, en compañía de unas alforjas que encerraban algunas tortas y dos azumbres de vino; y después de algunos lloriqueos de doña Nicolasa y de algunos dísticos que ensartó el de los astros, Elías partió en dirección de la patria del inmortal Cervantes, adonde llegó en cuatro días de viaje.

Entonces doña Nicolasa tuvo una hija. Ningún trastorno sufrió la Naturaleza en su nacimiento.

Elías estudió en Alcalá cánones y teología. Durante sus estudios, en que mostró grande aplicación, los maestros no cesaron de poner en las mismas nubes al que tanto honraba la ilustre estirpe de los Orejones. Unos esperaban en él un Luis Vives, otros un Escobar; cuál un   —47→   Sánchez; cuál un Vázquez o un Arias Montano. Y efectivamente, el joven era aplicado. Pasábase las noches en vela, devorando a Eusebio, a Cavalario y a Grotius. Atarugábase con enormes raciones diarias del libro De locis teologices, y cuando iba a clase descollaba entre todos. Entonces principiaron a marcarse los rasgos fundamentales de su carácter, el cual consistía en orgullo muy grande, unido a gran sequedad de trato y a rigidez de maneras, por lo cual sus compañeros no le tenían ningún cariño.

Pero su reputación de sabio era general. Fue a su pueblo, y al entrar en él lo primero que vio fue la venerable efigie de don Pablo Bragas, que le saludó con un pomposo arqueo de cintura. Junto a él estaban el alcalde, el cura y lo más notable de Ateca, incluso el herrador. Bragas sacó un papel del bolsillo y leyó un discurso, mitad en latín, mitad en castellano, que aplaudieron todos menos el obsequiado. En la casa le esperaban la señora Nicolasa, que se estaba poniendo vieja, y Orejón senior, que se conservaba muy fuerte. Su pequeña hermana era ya una muchacha; pero la pobre más fama tenía de traviesa que de sabia. Hubo una pequeña fiestecilla de confianza con abundancia de bollos, de los cuales la mitad (sea dicho en honor de la imparcialidad) fueron consumidos por don Pablo Bragas.

En el pueblo continuó Elías consagrado al estudio. Su sequedad aumentó, y se determinó más su orgullo; pero los padres no notaban tal cosa, y estaban amartelados con el joven. Si alguna vez los ofendía momentáneamente la rigidez de su trato, contentábanse luego con oír de boca de Bragas un panegírico, cuyo epílogo era siempre tazón de chocolate o magra de gran calibre.

Elías tenía treinta años cuando marchó a la Corte. No sabemos si él, al tomar esta determinación, soñó con adquirir la gloria que los astros por boca de un sabio habían anunciado. Él, sin duda, tenía dispuesto algún plan. Al llegar a Madrid trabó relaciones muy íntimas con los padres del convento de Trinitarios, que eran sabios como unos templos. Hizo asimismo estrechas relaciones con un señor de la nobleza perteneciente a la casa ilustre de los Porreños y Venegas, marqueses de la Jarandilla; y tomó tal afición a esta familia, que la sirvió fielmente en la prosperidad, y fue su mayordomo, aun después de la ruina de la casa, acontecida al fin de la guerra. Al estallar esta, en 1808, Elías dejó sus costumbres sedentarias, sus Pandectas, su Digesto y sus Decretales, para militar en   —48→   las filas de Echevarri y el Empecinado; hizo con el primero toda la campaña de Navarra, y organizó una porción de somatenes en Castilla al pasar Napoleón de vuelta de Madrid.

Concluida la guerra, pasó por su pueblo: su padre había muerto; su hermana era ya mujer, y se había casado con un pariente labrador; su madre estaba tullida y enferma. Bragas había perdido su buen humor y su afición a los astros; pero no su amor a Elisico, ni el convencimiento profundo de que dos naciones se unirían contra él, y que él las vencería a las dos.

En Ateca supo el incremento que tomaba el partido constitucional y el entusiasmo con que en toda la Península era mirada la Asamblea de Cádiz. Advirtamos que Elías detestaba de muerte a los constitucionales. Aquel hombre, que desde que tuvo uso de razón no vivió sino con la inteligencia, ni en su juventud experimentó los naturales sentimientos de amistad y afecto, estaba a los cuarenta años enardecido con una fuerte y violentísima pasión. Esta pasión era el amor al despotismo, el odio a toda tolerancia, a toda libertad; era un realista furibundo, atroz, y su fanatismo llegaba hasta hacerle capaz de la mayor abnegación, del sacrificio, del martirio. Su carácter era apasionado por naturaleza, aunque los asiduos estudios le habían comprimido y desfigurado. Pero al llegar a aquella época, en que era imposible a todo español apartar la vista del gran problema que se trataba de resolver, la escondida vehemencia de sentimientos de Elías se manifestó, y no en forma de amor, ni de avaricia, ni de ambición: se manifestó en forma de pasión política, de adhesión frenética a un sistema y odio profundo al contrario.

Como consecuencia de esta evolución de su carácter, se desarrollaron en él una fuerza de voluntad y una energía tales, que le hubieran llevado a los más grandes hechos, a tener ocasión para ello. Su inteligencia, que era muy perspicaz y cultivada del modo que hemos dicho, prestaba más fuerza a aquel sentimiento exagerado; y el consorcio extraño de sus facultades intelectuales con su gran pasión, unido a su trato indomable, hacía de él uno de esos seres monstruosos que la observación superficial califica ligeramente de este modo: «un loco».

Hundido el sistema constitucional en 1814, Elías fue feliz; pero no por eso vivió tranquilo, porque comenzó a tomar parte en la vida activa de la política, que es en todas ocasiones una vida poco agradable. Trabó amistad   —49→   con el duque de Alagón, individuo de la odiosa camarilla; entraba en los conciliábulos de Palacio, y se honró con la amistad de aquel príncipe que deshonró a su patria. Entonces tomaba parte en los sordos manejos de aquella corte infame.

Pero vino el año 20, y nuestro personaje entró en el periodo de rabia crónica, de desorden moral y frenética tenacidad en que le hemos conocido. Ya sabemos poco más o menos cómo vivía: su actividad había redoblado, y conspiraba con una constancia de que no se ha visto ejemplo. En relaciones secretas con la corte, procuraba organizar una reacción, y todos los medios se adoptaban si conducían al fin deseado. Iba a los clubs, atizaba alborotos, frecuentaba las reuniones de realistas y aun de los liberales. Todo lo averiguaba y lo aprovechaba todo. Pero ya sonaban públicamente algunas acusaciones contra él; ya se decía que había pertenecido a la camarilla; ya se le indicaba como conspirador, y más de una vez se vio amenazado por gentes que pretendían conocerle o le conocían en efecto.

Todos los que le conocían de vista en los círculos patrióticos le llamaban Coletilla, apodo elaborado en la barbería de Calleja, algunos días después del famoso aditamento que puso el Rey al discurso de la Corona. Aquel apéndice literario, que tan mal efecto produjo, era designado en el pueblo con la palabra Coletilla. La idea de que Elías era amigo del Rey, unió en la mente del pueblo la persona del fanático y aquella palabra: los nombres que el pueblo graba en la frente de un individuo con su sello de fuego, no se borran nunca. Así es que Elías se llamaba así para todo el mundo.

Sus pocos amigos únicamente se cuidaban bien de nombrarle así.

Concluiremos consagrando un recuerdo a uno de los principales héroes de este capítulo. Nuestro amigo don Pablo Bragas murió en Ateca a los noventa y un años de edad, de calenturas gástricas, debidas al doble efecto de un hartazgo de salpicón y de un constipado que cogió examinando la conjunción de Arcturus con Marte en una noche de Enero.

Desde entonces la astronomía está en Ateca en lastimosa decadencia.



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ArribaAbajoCapítulo V

La compañera de Coletilla


En Diciembre de 1808 militaba Elías, como hemos dicho, en una partida que había levantado en Segovia el Empecinado. Tuvieron varios encuentros con los franceses, hasta que Soult, que salió en persecución de Moore, encontró a los guerrilleros y les hizo retroceder hacia Valladolid; de allí siguieron avanzando hacia el Norte y llegaron hasta Astorga. Elías se quedó en Sahagún con unos cuantos hombres, dispuestos a organizar allí una partida considerable que hostilizara a Ney en su salida de Galicia.

En Sahagún había un coronel segoviano que, habiéndose casado allí, vivía retirado del servicio militar. Era hombre de elevado carácter, de mucho corazón y de bien cultivada inteligencia; había sido muy rico, pero deparole el cielo o el infierno una esposa que ni de encargo hubiera salido tan díscola, intratable y antojadiza. El pobre militar hacía cuanto era imaginable para dominar el carácter de aquel basilisco, en quien parecían haberse reunido todas las malas cualidades que la Naturaleza suele emplear en la elaboración de las mujeres. Empezó por hacerse excesivamente devota, y tal era su mojigatería, que abandonaba a su marido y su casa para pasarse todo el santo día entre monjas, padres graves, cofrades, penitentes, sin ocuparse más que de rosarios, escapularios, letanías, horas, antífonas y cabildeos. Vivía entre el confesonario, el locutorio, la celda y la sacristía, hecha un santo de palo, con el cuello torcido, la mirada en el suelo, avinagrado el gesto, y la voz siempre clueca y comprimida.

En los pocos momentos que pasaba en su casa era intratable. En todo cuando decía su pobre marido encontraba ella pensamientos pecaminosos; todas las acciones de él eran mundanas: le quemaba los libros, le sacaba el dinero para obras pías, le llenaba la casa de padres misioneros, teatinos y premostratenses; y en cuanto se hablaba de conciencia y de pecados, empezaba a mentar los de   —51→   todo el mundo, sacando a la publicidad de una tertulia frailuna la vida y milagros del vecindario, para condenarla como escandalosa y corruptora de las buenas costumbres. En tocando a este punto le daban arrebatos de santa cólera, y entonces no se la podía aguantar.

Pero de repente la insoportable beata se volvió del revés; el fondo de su carácter era una volubilidad extremada. Cambiando repentinamente, adoptó un género de vida muy mundano: se salía de casa y se andaba por esos mundos dando zancajos con el pretexto de que tenía una fuerte afección moral y necesitaba distracción. Acompañábala algún militar joven o algún abate verde. Su marido, viendo que era imposible detenerla en casa, tuvo que consentir en aquella vida volandera; que si bien le costaba una parte de su fortuna, le libraba por algún tiempo de las impertinencias de aquel demonio.

La tercera metamorfosis de doña Clara fue peor. Le dio por ponerse enferma, y entonces no había malestar, ni dolencia, ni afección crónica, ni ataque agudo que no viniera a afligir su cuerpo. Agotó todos los ungüentos, específicos y tisanas; puso sobre un pie a todos los boticarios, curanderos, médicos y protomédicos, y visitó todos los baños minerales de España, desde Ledesma a Paracuellos, desde Lanjarón a Fitero. Lo único que parecía aliviarla era el circunstanciado relato de sus males que hacía a todos los teatinos, franciscanos, mínimos y premostratenses, con quienes volvió a entablar místicas relaciones.

Chacón, su pobre esposo, cogía el cielo con las manos, y aun llegó a aplicarle el eficaz cauterio de unos cuantos palos, que no produjeron otro efecto que recrudecer la feroz impertinencia de aquel enemigo.

Al mismo tiempo la fortuna del matrimonio tocaba a su término, y el desventurado marido temblaba al considerar qué sería en lo porvenir de su pobre hija, entonces de cinco años de edad. La devota, la enferma, había tenido, antes de ser enferma y devota, una niña que se llamaba Clara, como ella, único fruto de aquel malaventurado matrimonio.

Doña Clara se curó cuando lo tuvo por conveniente, y se entregó de nuevo a las cosas de la Iglesia, tomándolo tan a pechos, que no había día que no se mortificase con disciplinazos, que se oían desde la calle. Estábase de rodillas y en cruz una hora seguida; cuando empezaba a contar los éxtasis que le daban y las visiones que tenía, era el cuento de las cabras de Sancho. El esposo pedía a   —52→   Dios que le librara de aquel infierno vivo. Doña Clara no amaba a su hija ni a su esposo, y este, que la había amado mucho, concluyó por aborrecerla.

Al fin la Chacona (así la llamaban en el pueblo) dejó otra vez la vida devota, y de la noche a la mañana se marchó a Portugal a tomar aires. Felizmente Dios la iluminó, y de Portugal se fue al Brasil con unos misioneros. No se supo más de ella. El pundonoroso y leal esposo respiró: estaba libre, pero pobre, enteramente pobre, sin otra cosa que un sueldo mezquino; tranquilo en cuanto a lo presente, pero inquieto siempre que pensaba en aquella niña infeliz que iba a quedar en la miseria.

En la mitad de Diciembre de 1808 todo el pueblo de Sahagún salió al camino real lleno de curiosidad. El emperador Napoleón I pasaba por allí para dirigirse a Astorga en persecución de los ingleses. Llegó al pueblo, descansó dos horas, y siguió su camino, seguido de una gran parte del ejército que ocupaba a España. Cuando los franceses, guiados por Napoleón, estuvieron lejos, Sahagún se atumultuó; tomaron las armas todos los jóvenes, y mandados por Elías y el cura de Carrión, se disponían a pelear con unos regimientos franceses, que al día siguiente habían de pasar por allí para unirse al cuerpo de ejército.

Aquella tarde Chacón abrazaba y besaba tiernamente a su hija, que, al ver llorar a su padre, lloraba también sin saber por qué. El coronel tenía un proyecto, el único que podía darle alguna esperanza de asegurar en lo futuro el bienestar de Clara. Había resuelto entrar en campaña, avanzar en su carrera y seguir a la nación en aquella crisis, seguro de que le pagarían sus servicios. Escribió al Empecinado pidiéndole órdenes, y este le contestó que se pusiera al frente de los 500 hombres de Sahagún, y procurase batir a los regimientos franceses que iban a unirse con Napoleón en Astorga. El bravo militar, aclamado jefe de la partida que Elías y el cura de Carrión organizaron, salió aquella noche, dejando a su hija en poder de dos antiguas criadas. Situáronse a un cuarto de legua del pueblo, y al amanecer del siguiente día se vieron brillar a lo lejos las bayonetas de los franceses. La guerrilla les hostilizó con fuegos esparcidos: al principio, los franceses vacilaron con la sorpresa; mas repuestos un poco, atacaron a los nuestros. El combate fue encarnizado. Elías y Chacón se miraron con angustia. «¡Son tres veces más que nosotros! -dijo Chacón-; pero no importa: ¡adelante!».

Retrocedieron hasta la entrada del pueblo: allí la lucha fue horrible. Desde las ventanas, desde las esquinas disparaban   —53→   los paisanos contra el enemigo, cuyas filas se diezmaban. El coronel mandaba a los suyos con un denuedo sin ejemplo. A la partida uniose al fin el resto del pueblo. Un esfuerzo más, y los franceses eran vencidos. Este esfuerzo se hizo: costó muchas vidas; pero los franceses, no queriendo perder más gente, emprendieron la retirada hacia Valencia de Don Juan.

El pueblo todo les siguió, con Chacón a la cabeza; pero aún no había andado este veinte pasos, cuando fue herido por una bala: dio un grito, y cayó bañado en su sangre. Las mujeres le rodearon, llorando todas al verle herido; él dijo algunas palabras, volvieron los suyos, y entre cuatro le llevaron a su casa. Antes de llegar a ella ya estaba muerto.

Reinaba en el pueblo la consternación, porque habían perecido muchos hijos y muchos maridos; las madres y las esposas gritaban por las calles con amargos y dolorosos lamentos. Delante de la puerta de la casa de Chacón había un grupo de mujeres silenciosas que contemplaban el cadáver del coronel, teñido en sangre, con la frente partida y destrozado el pecho. Algunos niños, en quienes podía más la curiosidad que el miedo, se habían acercado hasta tocarle los dedos, las espuelas y el cinturón. Nadie hablaba en aquella escena, y sólo la pobre Clarita, consternada al ver que todos la miraban llorando, comenzó a llamar con fuertes voces a su padre, cuya muerte no comprendía.

«¿Qué niña es esta?» preguntó Elías.

-Es su hija -contestó una mujer que la tenía abrazada.

-¿Y no tiene madre?

-No, señor.

-¿Y qué vamos a hacer de ella? -dijo Elías mirando al cura de Carrión y a los demás cabecillas del tumulto.

Todos se encogieron de hombros y besaron a Clara.

«Nosotros nos quedaremos con ella» dijeron las dos mujeres que habían servido al coronel cuando era rico.

-No -dijo Elías-: yo la recojo. Me la llevaré conmigo, la educaré.

Las mujeres aquellas eran muy pobres. Gran cariño les inspiraba Clarita; pero, al tenerla a su lado la condenaban a ser pobre como ellas para toda la vida. Consideraban a don Elías como persona de posición y carácter, y no dudaron, por tanto, en dejarle la niña.

Permaneció, sin embargo, en Sahagún hasta 1812, época   —54→   en que el realista dejó las armas y se retiró a Madrid. Entonces le acompañó Clara, que no pudo separarse de sus pobres amigas sin llorar mucho, ni pudo acostumbrarse tampoco a mirar cara a cara a su protector, porque le daba mucho miedo.

Grande fue su tristeza cuando al despertar en un hermoso día de Mayo se encontró entre las obscuras paredes de la casa que conocemos en la calle de Válgame Dios; y esta tristeza aumentó cuando la llevaron al convento-colegio de ciertas hermanas de una Orden famosa, que enseñaban a las niñas del barrio lo poquito que sabían. Tenía la escuela todo lo sombrío del convento, sin tener un claustro melancólico y su dulce paz. Dirigíanle unas cuantas viejas, entre quienes descollaba por su displicencia, fealdad y decrepitud una tal madre Angustias, que usaba una caña muy larga para castigar a las niñas, y unas antiparras verdes que, más que para verlas mejor, le servían para que las pobrecillas no conocieran cuándo las miraba.

Las niñas se levantaban muy temprano, y rezaban; almorzaban unas sopas de ajo, en que solía nadar tal cual garbanzo de la víspera, y después pasaban al estudio, que era ejercicio de lectura, en el cual desempeñaba el principal papel la caña de doña Angustias. Trazaban luego por espacio de dos horas sendos garabatos en un papel rayado; y después de contestar de memoria a las preguntas de un catecismo, cosían tres horas largas, hasta que llegaba la del juego. El recreo tenía lugar en un patio obscuro y hediondo, cuya vegetación consistía en un pobre clavel amarillento y tísico, que crecía en un puchero inservible, erigido en tiesto de flores. Las niñas jugaban un rato en aquella pocilga, hasta que la madre Angustias sonaba desde su cuarto una siniestra campanilla, que reunía en torno a su caña a los tristes ángeles del muladar.

Después de comer, llevaba el rosario la madre Brígida, por no poder hacerlo la madre Angustias, a causa del asma que la afligía, entrecortándole la voz. Aquel rosario era interminable, porque detrás de sus infinitos paternóster venían las letanías, llagas, misterios, jaculatorias, oraciones, gozos y endechas místicas. La noche las sorprendía en aquel devoto ejercicio, y era muy común que alguna de las chiquillas, rendida bajo el peso moral de tan monótono y cansado rezo, bostezara tres veces y se durmiera al fin benditamente. Parapetada detrás de sus antiparras, la madre Angustias observaba los bostezos y   —55→   acariciaba su caña dictatorial sin decir palabra a la culpable, esperando a que se durmiera, y entonces ¡ira de Dios!, le sacudía un cañazo, seguido de una retahíla de insinuaciones coléricas. Las otras niñas, que no esperaban más que un motivo de distracción y entretenimiento, al ver la triste figura que hacía su compañera al despertar bruscamente, soltaban la risa, se interrumpía el rezo, gruñía la madre Brígida, cacareaba la madre Angustias, y llovían los cañazos a diestra y siniestra.

Al anochecer continuaban las lecciones y el catecismo. La madre Angustias les decía:

«Ahora el ca... ca... tecismo. Madre Brí... Brí... Brígida, la que no sepa, al ca... ca... caramanchón».

Y se marchaba a acostar, porque padecía de ciertos ahoguillos, y tenía que ponerse todas las noches paños calientes en el estómago.

Clarita y otras niñas de la escuela creían a pie juntillas que la madre Angustias no tenía ojos, y que todas sus facultades ópticas residían en aquellos dos temibles vidrios verdes, engastados en una armazón rancia y enmohecida; y acontecía que para imitarla cortaban dos redondeles de papel verde del forro del catecismo y se lo pegaban con saliva en los ojos, con lo cual se morían de risa. Como no podían ver gota con aquellos parches, sorprendiolas un día la madre Petronila, que era un vinagre, y después de darles muchos coscorrones, las condenó a no comer ni jugar aquel día. ¡Qué horas pasaron las pobres!

Otra vez se hallaban todas en el patio, y ocurriósele a un pajarito muy flaco meterse allí por el tejado y posarse, después de chocar en los muros, en el entristecido clavel. ¡Qué algazara se armó! Aquel fue el mayor acontecimiento del año. Con pañuelos, con mantos, con cuanto hallaron a mano, le persiguieron hasta cogerle; atáronle un hilo en una de las patas, y Clara le guardó muy bien en un cajoncillo donde tenía la costura. A escondidas le echaban de comer por las noches; pero el animalito enflaquecía y se ponía más triste cada vez. Una noche, en el momento en que el rezo iba a principiar, Clara tenía abierto el costurero, y fingiendo arreglar dentro de él alguna cosa, se ocupaba en abrirle la boca al pajarito y meterle a la fuerza unas migajas de pan que había guardado en el bolsillo, cuando de repente alzó el vuelo el animal, revoloteó por la habitación con el hilo atado en la pata y fue a pararse ¿dónde creeréis?, en la misma cabeza de doña Angustias, que al verse profanada de   —56→   aquel modo, tomó tal cólera, que el asma le ahogó la voz y estuvo gesticulando en silencio diez minutos, roja como un tomate. Clara se quedó yerta de miedo.

«Cla... Cla... Cla... rita -exclamó la madre Angustias ciega de furor-. ¡Niña mal... mal criada! ¿Qué desaca... ca... cato es este? Esta noche al ca... ca... caramanchón».

Clara fue condenada aquella noche a dormir en el caramanchón, ultima pena, que sólo se aplicaba muy de tarde en tarde a los más negros y raros delitos. Doña Angustias continuó con su cacareo hasta que vio cumplida la terrible orden; y a la hora en que acostumbraban a recogerse. Clara fue llevada al presidio, que era un desván obscuro, fétido y pavoroso. La pobrecilla no cabía en sí de miedo al verse sola en aquel tugurio, entre mil objetos cuya forma no podía apreciar, tendida en un miserable jergón y expuesta al aire colado, que por una ventanilla entraba. En su desvelo, sintió las pisadas de los ratones que en aquellos climas vivían; pisadas que en sus oídos resonaban como si fueran producidas por los pies de un ejército de gigantes. Se encogió, se envolvió toda en su manta, escondiendo los pies, las manos y la cabeza; pero las ratas corrían por encima, y saltaban, iban y venían con una algarabía espantosa. También contribuyó a aumentar el pavor de la niña una disputa que en el tejado vecino se trabó entre dos gatos bullangueros, que lanzaban maullidos lúgubres y desentonados. La pobre no pudo dormir, y el día la encontró hecha un ovillo, empapada en sudor frío y temblando de miedo.

Entre estos sucesos extraordinarios y la diaria tarea del estudio y la costura, aterrada siempre por la fascinación terrible de los espejuelos de la madre Angustias, pasó Clara cuatro años, hasta que, cumplidos los once, vino Elías por ella y se la llevó a su casa.

El realista no sabía al principio qué hacer de aquella niña: ocurriole hacerla monja; pero impulsado por un repentino egoísmo, resolvió conservarla a su lado. Era solo: su casa necesitaba una mujer. ¿Quién mejor que Clara? Su inteligencia no estaba bien cultivada, pues no sabía sino leer, escribir y hacer algunas cuentas; pero, en cambio, cosía muy bien y entendía toda clase de labores.

La hija de la Chacona creció en casa de Coletilla, y fue mujer. Creció sin juegos, sin amables compañeras, sin alegrías, sin esas saludables y útiles expansiones que conducen felizmente de la niñez a la juventud. Elías no la trataba mal, pero tampoco era muy cariñoso con ella.   —57→   Los domingos la solía llevar a la Florida o a la Virgen del Puerto; una vez la llevó al teatro, y Clara creyó que era verdad lo que estaban representando. Los paseos dominicales cesaron cuando Elías tuvo ocupaciones y preocupaciones que le apartaban de su casa: entonces ella se limitó a oír misa muy de mañana en las monjas de Góngora, y en esta expedición la acompañaba una criada alcarreña llamada Pascuala, que Coletilla había tomado a su servicio.

Este encierro perpetuo hubiera agriado y pervertido tal vez otro carácter menos dulce y bondadoso que el de Clara, la cual llegó a creer que aquella vida era cosa muy natural, y que no debía aspirar a otra cosa; así es que vivía tranquila, melancólicamente feliz, y a veces alegre. Y, sin embargo, semanas enteras pasaban sin que una persona extraña penetrara en la casa del fanático. Parecía que toda la sociedad quería huir de aquella jaula en que estaba encerrado su mayor enemigo.

Sólo una excepción existía en aquel aislamiento normal. Ya hemos dicho que don Elías fue amigo y servidor de una antigua e ilustre casa. Después de la ruina de los Porreños y Venegas, sólo quedaron tres individuos, tres dueñas venerables que conservaron relaciones amistosas con el realista. Muy de tarde en tarde iban a visitarle. Tenían un trato seco; eran intolerantes, rígidas, orgullosas. Nunca hablaban a Clara sino con palabras solemnes, que daban tristeza y abatían el ánimo. No podían prescindir de la etiqueta, ni aun delante de una pobre muchacha, y eran tan ceremoniosas y tiesas, que Clara les llegó a tomar antipatía, porque siempre que iban a la casa dejaban allí una sombra de tristeza que duraba mucho tiempo en el alma de la huérfana.

En los últimos años, Coletilla entraba, como hemos dicho, en el período álgido de su frenesí político; la cólera era su estado normal, y era cosa imposible que en sus fanáticas obsesiones pudiera aquella alma irascible tener cariños y finezas para la pobre compañera que tanto las necesitaba. Por el contrario, mostrábase muy duro con ella; se estaba sin hablarle semanas enteras; otras veces la reprendía con acrimonia y sin motivo; la llamaba frívola y casquivana. Un día, al ver que la desventurada se había peinado con menos sencillez que de ordinario, y se había vestido, reformando un poco su natural elegancia con el poderoso instinto de la moda, que las mujeres más apartadas del mundo poseen, la riñó, repitiéndole muchas veces esta frase que le costó lágrimas a la infeliz: «Clara,   —58→   te has echado a perder». Otras veces le daba al viejo por vigilarla, y le prohibía asomarse al balcón y abrir la puerta, es decir, la abandonaba o la martirizaba, según el estado de aquel espíritu perturbador y cruel.

Clara se puso mala; se iba agostando con lentitud como el clavel que crecía difícilmente en el patio de la escuela. Su melancolía creció, se puso descolorida y extenuada, y llegó a hacer temer graves peligros para su salud. Coletilla no pudo permanecer indiferente a la enfermedad de su protegida, y trajo un médico el cual expresó su dictamen muy brevemente, diciendo: «Si usted no manda a esta chica al campo, se muere antes de un mes».

El realista pensó que la muerte de aquella muchacha sería un contratiempo. Recordó que su hermana vivía en Ateca con su familia, y formó su plan.

Escribió dos letras, y algunos días después Clara entraba en el pueblo con el corazón rebosando de alegría.

Benéfica reacción se verificó en su salud, y su espíritu, tanto tiempo abatido por el fastidio y el encierro, se reanimó con el pleno goce de la Naturaleza y el trato de personas alegres que la atendían y la amaban. Aquellos días fueron una segunda vida para la desdichada mártir, porque se regeneró materialmente, adquiriendo lozanía, frescura y vigor: sus ojos, acostumbrados a la obscuridad de cuatro paredes, recorrían ya un largo horizonte; sus pasos la llevaban a grandes distancias; su voz era escuchada por amigas joviales y francas, por jóvenes sencillos, por viejos cariñosos; su alegría era comprendida y compartida por otros; sus inocentes deseos satisfechos; conocía la amistad, la vida familiar, la confianza; gozaba de un cielo hermoso, de un aire puro, de un bienestar sobrio y tranquilo, de felices y no monótonos días, de sosegadas y apacibles noches.

Pero durante la permanencia de Clara en Ateca pasaron cosas que influyeron poderosamente en el resto de su vida. Vamos a referirlas, porque de ellas se deriva casi toda esta historia; y por tan importantes y graves, las dejamos para el capítulo siguiente, donde las verá el lector, si está decidido a no abandonarnos.



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ArribaAbajoCapítulo VI

El sobrino de Coletilla


Marta, la hermana de Elías, había quedado viuda con un hijo llamado Lázaro, que después de estudiar Humanidades en Tudela, pasó a la Universidad de Zaragoza. Era este un mozo como de veintitrés a veinticinco años, de agradable presencia, de ingenio muy precoz, de imaginación viva, de palabra fácil y difusa, muy impresionable y vehemente y de recto y noble corazón.

Las nuevas ideas, que entonces conmovían profundamente el corazón de la juventud, habían hallado en el joven Lázaro un creyente decidido. Era uno de los que, brotados en el tumulto de un aula de Filosofía, militaban con pasión generosa en las filas de los propagadores políticos, entonces tan necesarios.

Sucedió que los estudiantes zaragozanos trabaron una pendencia con los socios de cierto club político; el asunto tomó proporciones, intervino la autoridad universitaria, y Lázaro se vio obligado a salir de Zaragoza, perdiendo curso. Esto pasaba en los días en que, destituido Riego del mando de capitán general de Aragón, hubo en aquella ciudad tumultos y manifestaciones, que el Gobierno quiso reprimir. Lázaro, que estaba a punto de concluir la carrera, conoció la gravedad de la situación y el disgusto que tendrían su madre y su abuelo, a quienes amaba mucho. Quiso reclamar, pero fue inútil, y tuvo que retirarse a su pueblo, triste, avergonzado y lleno de dudas y temores.

Pero al entrar en su casa, agitado por la zozobra y los remordimientos, vio en compañía de su madre a una persona desconocida que, desde el primer momento, le produjo una secreta impresión de alegría, imponiéndole, sin saber por qué, consuelo y esperanza. Confesó lo que le pasaba, sin disminuir la gravedad del caso, por lo cual don Fermín, su abuelo paterno, se puso serio y quiso enfadarse, y su madre lloró un poco. Pero la persona desconocida, que parecía estar allí para alegrar la casa, disipó la cólera del primero y secó las lágrimas de la segunda,   —60→   mientras Lázaro, con la cabeza baja y humedecidos los ojos, permanecía inmóvil delante de sus jueces y de su defensor sin decir palabra, aunque a la verdad no era preciso, porque la joven le defendía muy bien sin desplegar gran elocuencia, sin emplear otros recursos que su claro y natural sentido, su acrisolado y generoso sentimiento.

El pobre Lázaro estaba tan turbado, que se le figuraba que aquella persona era una aparición, un ser enviado del cielo para ampararle en aquellos apurados momentos. Esperaba verla desaparecer al concluir su misión, y la miraba con ese estupor silencioso que causa lo sobrenatural y desconocido. No tenía antecedentes de aquella joven, ni había sospechado que existiera y se encontrara allí. Pero la imagen no se desvanecía, y, por el contrario, continuaba viéndola adornada con todos los encantos físicos y morales que pueden poseer los ángeles de este mundo.

No se habló más del asunto. Lázaro fue perdonado, pero no salió de sus confusiones. Explicáronle quién era Clara y por qué estaba allí; mas no por eso pudo dominar el estudiante la respetuosa y fuerte sorpresa que le había producido.

Estuvo encogido y como asombrado todo el día, y temblole la voz cuando quiso hablar con ella, y se calló al fin por temor de decir mil disparates. Al día siguiente despertó con una alegría exaltada, a la que sucedía bruscamente una tristeza sin igual. Su aturdimiento tomaba fases muy diversas: tan pronto se veía atacado de un apetito insaciable de verbosidad que no podía contener; tan pronto hacía esfuerzos inauditos para pronunciar una palabra, sin llegar a conseguirlo. Era un politicómano ferviente, y en Zaragoza se había distinguido por sus elocuentes arengas en los clubs, que le habían dado mucha celebridad: en sus conversaciones privadas se expresaba también con mucho entusiasmo y corrección; pero esta vez de todo hablaba menos de política. Parecía que no existían ya para él ni la revolución francesa, ni el Emilio, de Rousseau, ni las Cartas de Talleyrand, ni el Diccionario, de Voltaire. Se había olvidado de todo esto, y sólo pensaba en la fórmula más expresiva y exacta para decirle a Clara que la había visto en sueños aquella noche. Recurrió al sistema de las circunlocuciones, pensó después en decirlo a secas y sin ambages, acordose de que las alegorías se habían inventado para aquel caso, y probó todos los medios, sin lograr con ninguno su objeto.

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Pasaron dos o tres días sin que hallara un modo de ser explícito. Cuando estaba solo, sí: entonces hablaba, hablaba consigo mismo, y aun parecía entablar misteriosos diálogos con aquel hermoso espíritu, que encontraba siempre en todas partes, acompañándole en sus soledades e insomnios; espíritu lleno de luz y con formas de mujer, que brotaba del seno mismo de la noche para mirarle inmóvil, callado y sereno. Delante de esta sombra era Lázaro muy elocuente, y siempre acertaba a expresar lo que sentía; y sentía tanto el pobre, que a veces le daba uno de esos accesos vehementes, en que el organismo se conmueve todo, quebrantado y oprimido por la enorme expansión del espíritu. Salía de la casa por no hallarse bien en ella, y volvía a entrar por no hallarse bien fuera. Por fin, había logrado formular un diálogo con Clara. La primera vez que pudo hablar con ella un cuarto de hora seguido, se mostró muy enojado. ¿Enojado? ¿Por qué? Después empezó a darle las gracias. ¿Las gracias? ¿Por qué? Después le pidió perdón. ¿Perdón? ¿De qué? Y acto continuo le dijo que se iba a volver loco. ¿Loco?... Su andar era errante. Se dirigía a todas partes, y no llegaba a ninguna; se hallaba siempre donde no quería estar. Pero a pesar de estas evoluciones de ciego, acontecía que si Clara iba a alguna parte, ¡qué casualidad!, encontraba en ella a Lázaro que la esperaba.

El alma de la muchacha no estaba sujeta a estas extrañas perturbaciones. Siempre sensible y feliz en su serenidad inocente, se dejaba llevar por la corriente de una vida sin agitación ni contratiempos. En su sitio propio, para dar paz al ánimo y descanso a la fantasía, vivía sin sentirlo, digámoslo así; y si alguna vez la entristecía algún pensamiento, era el pensamiento de volver a la calle de Válgame Dios. La amistad, casi desconocida por ella, fue entonces causa de que adquiriera esa sutil delicadeza, que caracteriza los afectos femeninos, y esa fluidez de ingenio que tanto los embellece y adorna.

Había en el pueblo otra joven de la misma edad e idéntico carácter, llamada Ana, hija de un rico labrador. Ana y Clara se hicieron íntimas amigas en pocos días de trato. Íbanse todas las tardes a una huerta perteneciente al padre de Ana, y allí, entretenidas con sus labores, se pasaban conversando largas horas. En esta comunicación de las dos jóvenes, Clara se desarrollaba moralmente con una rapidez desconocida. Para quien había pasado su juventud en compañía de un viejo excéntrico e insociable, aquellas franquezas inocentes y el cambio simultáneo de   —62→   pensamientos, comunicados sin disimulo y en toda su hermosa sencillez natural, realizaron en el alma de la huérfana una revelación de sí misma, que fijó y fortaleció más su bello carácter.

Cuando las dos amigas iban a la huerta, la maldita casualidad hacía que Lázaro pasara por la entrada precisamente en el mismo momento en que ellas llegaban. La conversación empezaba todas las tardes a las cuatro, y duraba hasta el anochecer. Ni un solo día en todo el tiempo que pasó Clara en Ateca dejaron de ir a la huerta las dos muchachas, y ni un solo día dejó Lázaro de encontrarlas allí por casualidad. En aquellas conversaciones que eran cada vez más íntimas, se notaba algunas veces que, por efecto de los accidentes del diálogo escénico, Ana callaba o hablaba aparte en voz baja, mientras el bueno del estudiante y la pícara Clara charlaban muy quedito y muy juntos el uno del otro. La cara angustiosa a veces, a veces pálida, ya animada, ya triste, del joven, anunciaba que el tema del coloquio era muy interesante. ¿Qué decían? De pronto, unas largas pausas en que uno y otro se quedaban mirando a la tierra un buen rato, permitían a Ana alguna alusión ingeniosa, cuya gracia alababa y reía ella sola. Clara y Lázaro parecía que no estaban para risa. Callaban hasta que un monosílabo aquí, un gesto allá volvían a estimular de nuevo la conversación. A veces él se ponía a meditar, como recapacitando lo que iba a decir; y él, que tan buena memoria tenía, se encontraba con que se le habían olvidado (¡otra casualidad!) los admirables trozos de elocuencia que tenía preparados. ¿Hablaban del pasado, del presente, del porvenir? ¿Trazaban un plan, planteaban un proyecto? Es probable que nada de esto fuera objeto de aquellos íntimos debates: no hacían sus voces otra cosa que expresar mil inquietudes interiores, pintar ciertas turbaciones del espíritu, formular preguntas intensamente apasionadas, cuyas réplicas aumentaban la pasión; confesar secretos, cuya profundidad crecía al ser confesados; hacer juramentos, manifestar ciertas dudas, cuya resolución daba origen a otras mil dudas; pedir explicaciones de misterios, que engendran misterios sin fin; explicar lo inexplicable, medir lo infinito, agotar lo inagotable.

A veces interrumpía Ana estas comunicaciones impenetrables, diciendo:

«Pero, mujer, ¿no ves cómo va ese bordado? ¿En qué estás pensando?».

En efecto: Clara, que estaba bordando sobre cañamazo   —63→   con lanas de colores una cabecita de ángel rodeada por una guirnalda de flores, le había hecho los ojos de estambre rojo y los labios con estambre negro; las flores tenían todos los colores tan trastornados, que no se sabía lo que aquello era. Al oír la observación de su amiga, Clara se puso del color de los ojos del ángel.

Veinte y treinta días se pasan muy pronto cuando hay citas cuotidianas en una huerta, diálogos anhelantes, dudas no resueltas, preguntas mal contestadas y angelitos bordados con los labios negros. Así es que llegó un día en que Lázaro se puso a jurar por todos los santos del cielo, que no permitía que Clara se fuera de allí. Se ponía fastidioso al tocar este punto; repetía la misma cosa infinitas veces, y a lo mejor empezaba a relatar un sueño que había tenido la noche anterior, del cual sueño se desprendía la imposibilidad absoluta de que él y Clara se pudieran separar. Ella se ponía muy pensativa y no decía palabra en media hora; los pobres chicos miraban al cielo alternativamente, como si en el cielo se hallara escrita la solución de aquel problema.

Se separaban: Clara depositaba sus amarguras en el seno de su amiga Ana. Lázaro confiaba a las profundidades de la noche el gran vértigo que sentía dentro de sí; no dormía, porque una serie interminable y rapidísima de razonamientos confusos, mezclados con imágenes vagamente percibidas, le sostenían en vigilia invencible y dolorosa. El día volvía a darles esperanza, la tarde venía a unirlos, el anochecer volvía a entristecerlos. Así se acercaba el día funesto.

Cuando se teme de ese modo la llegada de un día que nos ha de traer algo malo, la imaginación tiene como una extraordinaria fuerza de odio, con la cual personifica ese día que se detesta; la imaginación ve acercarse este día, y lo ve en figura de no sé qué monstruo amenazador, que avanza con la mano alzada y la mirada llena de ira. Hay días en que el sol no debiera salir.

Pero el designado para la vuelta de Clara a Madrid, el sol, ¡qué crueldad!, salió. Sus primeros rayos llevaron la desolación al alma de los dos jóvenes, amenazados de una separación. Parece que cuando se verifica una separación de esa clase; cuando se disuelve y destruye esa unidad misteriosa y fundamental de la vida humana, unidad constituida por la totalidad complementaria de dos individuos, parece, decimos, que debía ocurrir un cataclismo en la Naturaleza; pero eso que llamamos comúnmente los elementos, es ciego e insensible. Se hunde un continente   —64→   y se chocan los océanos por la más insignificante de esas causas mecánicas que nacen en el centro de la materia; pero nada sucede, nada se mueve en la inerte y ciega máquina del mundo cuando se altera el grande, el inmenso equilibrio de los corazones.

Aquella mañana sintió Lázaro un dolor desconocido. Avanzaba el día: el estudiante fue a casa de Ana y la encontró llorando; se asustó de verla llorar, volvió a su casa, quiso entrar en el cuarto donde Clara hacía los preparativos de su viaje; pero se tuvo miedo a sí mismo. La vio salir después pálida y con los ojos cansados de llorar. Al ver que se despedía de su madre y de su abuelo, Lázaro corrió fuera por temor de que intentara también despedirse de él. Salió y anduvo a prisa mucho tiempo; salió del pueblo y se internó en el camino, lejos, muy lejos del pueblo. De pronto sintió el ruido de la diligencia, que se acercaba. El joven se detuvo, retrocedió; la diligencia pasó rápidamente. Allí iba la huérfana desolada, con el rostro oculto entre las manos. Las demás personas que iban con ella se reían de verla así. Lázaro la nombró, la llamó dando un fuerte grito, y sin darse cuenta de ello corrió tras el coche larguísimo trecho, hasta que el cansancio le obligó a detenerse. La diligencia desapareció.

Regresó al pueblo ya entrada la noche: al pasar por la huerta notó que unos pájaros que acostumbraban dormir allí formaban diabólica algazara con sus cantos disparatados y su inquieto aleteo. Apresuró el paso para no oír aquello, y entró en su casa. Su madre y su abuelo estaban muy pensativos y melancólicos; ni les habló, ni le hablaron. Quedose solo; se encerró y quiso leer un libro; quiso dormir, y quiso arrancarse de la mente una como corona de hierro inflamado que se la quemaba y oprimía; pero era imposible. Aquello era una irradiación, que, a ser visible, hubiera parecido una aureola. En su fiebre se quedó aletargado, y en su letargo le pareció que de su cabeza brotaban amas vivísimas que no podía sofocar, y que sus sesos hervían como un metal derretido.



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ArribaAbajoCapítulo VII

La voz interior


Aquel muchacho era sumamente impresionable, nervioso, de temperamento ideal, dispuesto a vivir siempre de lo imaginario. Nadie le igualaba en forjar incidentes venideros, enlazándolos para hacer con ellos una vida muy dramática y muy interesante; trabajaba involuntariamente con el pensamiento en la elaboración de estas acciones futuras; y siempre tenía ante la imaginación aquella gran perspectiva de hechos en que desempeñaba la principal parte una sola figura, él solo, Lázaro. Esta visión perpetua, fenómeno propio de la juventud, tenía en él proporciones extraordinarias; su fantasía tenía una poderosa fuerza conceptiva, y puede asegurarse que esta gran facultad era para él un enemigo implacable, un demonio atormentador.

Con este carácter, fácil era que brotaran en él todas las grandes pasiones expansivas, y que crecieran hasta llevarle a la exaltación. En épocas como aquella, la política, el proselitismo, el espíritu de secta engendraba grandes pasiones. El heroísmo cívico, la abnegación y esa tenacidad catoniana que brillan en algunos personajes de todas las revoluciones, la venalidad solapada, la traición, la sanguinaria crueldad y el encono vengativo que se han visto en otros, provienen de la pasión política. Lázaro tuvo esta pasión: sintió en sí el ardor del patriotismo; creyose llamado a ser apóstol de las nuevas ideas, y con ardiente fe y noble sentimiento las abrazó.

¿Pero existen estas resoluciones inquebrantables sin mezcla de egoísmo? Egoísmo sublime, pero egoísmo al fin. Lázaro tenía ambición. ¿Pero qué clase de ambición? Esa que no se dirige sino al enaltecimiento moral del individuo, que sólo aspira a un premio muy sencillo, a la simple gratitud. Pero la gratitud de la humanidad o de un pueblo es la cosa de más valor que hay en la tierra. El que es digno de ella la tendrá, porque un hombre puede   —66→   ser ingrato; pero un pueblo en la serie de la historia, jamás. En una vida cabe el error; pero en las cien generaciones de un pueblo, que se analizan unas a otras, no cabe el error, y el que ha merecido esa gratitud la tiene sin remedio, aunque sea tarde.

Lázaro aspiraba a la gloria; quería satisfacer una vanidad: cada hombre tiene su vanidad. La del joven aragonés consistía en cumplir una gran misión, en realizar alguna empresa gigantesca. Cuál era esta misión, es cosa que no sabía a punto fijo. Los jóvenes como aquel no gustan de concretar las cosas porque temen la realidad; creen demasiado en la predestinación, y engañados por la brillantez del sueño, piensan que los sucesos han de venir a buscarlos, en vez de buscar ellos a los sucesos.

Después de que se retiró de Zaragoza y fue a Ateca, una figura iba perpetuamente unida a la suya en aquellas escenas futuras. ¡Insensato! ¿Qué piensas hacer de ella? Una reina. ¿De dónde? Será simplemente la mujer de un gran hombre. Menos tal vez: la mujer de un hombre obscuro... Concluía por concretar el objeto de todas sus quimeras a un retiro pacífico, a un matrimonio feliz.

Pero era preciso meditar, trazar un plan, ver la manera más fácil de unirse a ella.

Clara era huérfana, él pobre. He aquí dos contratiempos ocurridos desde el principio. ¡Ah! Pero él trabajaría; sería activo, ingenioso, astuto. Bien sabía él que tenía talento. ¿Pero debía ser un simple agricultor? No: eso era poco para él. Debía ir a Madrid, hacerse oír, buscar un nombre, un puesto. Esto sería cosa muy fácil para quien tenía tales aptitudes. ¿No era seguro que al llegar Lázaro a la corte, centro entonces, como ahora, de la actividad intelectual del país, adquiriría nombre, posición, fortuna? Sin duda. Ya debían conocerle de oídas por sus discursos pronunciados en Zaragoza. En aquel tiempo los jóvenes se abrían paso fácilmente entre la multitud decrepita; aquellos que, con todo el vigor de la fe y toda la fuerza de la edad primera, emprendían la propagación de las nuevas ideas, se imponían infaliblemente, adquiriendo una alta y envidiada posición social. Él se creía superior, ¿a qué negarlo? En la profundidad de su conciencia sentía una voz que sin cesar decía: «Yo valgo. Es preciso buscar los sucesos antes que ellos vengan a buscarnos. Animo, pues».

Estos pensamientos eran los que ocupaban la mente de Lázaro en los días que siguieron a la partida de Clara.   —67→   Cuando su determinación se hizo firme, vio con entusiasmo que su inteligencia adquirió más vigor, y su pecho más osadía. Parecíale que su voz era capaz de emitir los más profundos, los más calurosos, los más verdaderos acentos en defensa de los nobles principios de la época; le parecía que nada igualaba a su facilidad de expresión, a su lógica terrible, a su frase pintoresca y expresiva. En lo más callado de la noche, cuando en parajes solitarios se entregaba a sus meditaciones, se oía, se estaba oyendo. Una voz elocuente resonaba dentro de él, y mudo y reconcentrado asistía a las maravillas e internas manifestaciones de su propio genio. Era auditorio de sí mismo, y le parecía que jamás había tenido el verbo humano frases más bellas, lógica más segura, entonación más vigorosa. Se aplaudía; le parecía que en torno suyo multitud infinita de sombras aglomeradas le aplaudían también; que resonaba un intenso palmoteo, cuyo fragor llenaba toda la tierra.

De vuelta a su casa dormía, y durante el sueño continuaba resonando en su cerebro la misma voz que hacía estremecer miles de corazones; que llevaba el entusiasmo o el espanto a ejércitos enteros de ciudadanos; y entonces se le figuraba que dentro de su ser había una misteriosa entidad sonora, un espíritu locuaz, que sostenía constantemente allá en su profundo núcleo la más brillante y enérgica peroración.

Lázaro tenía el genio de la elocuencia. Él lo conocía: estaba seguro de ello. Cada día que pasaba sin que un gran auditorio le escuchara, le parecía que se perdían en el vacío y en el silencio de un desierto aquellas voces admirables que sentía dentro de sí. No había tiempo que perder.

Dijo a su abuelo que se iba a Madrid. El pobre viejo se puso a llorar, y dijo entre sollozos y babas que aquella resolución era muy grave y convenía meditarla.

«¿Y qué vas tú a hacer allá? -decía después, queriendo aparecer incomodado-: ¡tienes una letra tan mala!...».

Estaba entonces en Ateca un tal don Gil Carrascosa (el mismo personaje a quien vimos disputar con cierto barbero en el primer capítulo de esta historia), el cual tenía amistad con Coletilla. El abuelo consultó con el ex-abate la resolución de Lázaro, y este opinó que se debía escribir al tío. El viejo tomó la pluma y con vacilante mano trazó esta carta, que recibió el realista pocos días después:

  —68→  

«Querido y respetable señor: Lazarillo, mi nieto y sobrino de vuesa merced, quiere ir a Madrid. Se le ha puesto en la cabeza que ahí podrá hacer fortuna: dice que no puede estar en el pueblo. Y, en efecto, querido señor, esto está malo. La cosecha de este año no nos da ni la simiente, y el pobre chico tiene más afición a los libros que al arado. Le diré a vuesa merced, respetable señor, que Lázaro es un mozo muy despierto: sabe muchos libros de memoria, y ha leído cuatro veces de la cruz a la fecha un tomo que llaman Los grandes hombres de Plutarco, el cual me ha asegurado no ser cosa de herejía; que si lo fuera no lo había de leer en mis días. Entiende de leyes, y a veces se pone a escribir y llena unos cuadernos de cosas muy buenas, aunque yo no las entiendo. Es buen cristiano y muy respetuoso y cortés con todo el mundo. No ocultaré sus defectos, respetable señor; y por lo mismo que le quiero, diré a vuesa merced cuál es su gran defecto, para ver si con su talento y su gran sabiduría le puede corregir. Es el caso que difícilmente podrá hacer cosa buena en la Corte, porque tiene muy mala letra, y no le luce lo que sabe. Siento mucho tener que revelar esta flaqueza suya; pero antes que nada es mi conciencia, y por todo el oro del mundo no ocultaría sus defectos. Creo, sin embargo, que con un buen maestro, como los hay en la Corte, podrá corregirse si se aplica. De este modo llegará, andando el tiempo, a ser apto para desempeñar una plaza de dos mil reales en alguna covachuela, como mi señor abuelo, que en paz descanse. Yo deseo que haga fortuna, porque le quiero con toda mi alma; y así, deseo que vuesa merced, con su gran tino y universal sabiduría, me informe si será posible sacar algo de provecho de este muchacho, diciéndome al mismo tiempo si puedo contar con su protección. Hágalo vuesa merced, por Dios, que es el único hijo de su hermana, y nosotros, que estamos pobres, no podemos hacerle feliz.

Su respetuoso y reverente servidor,
FERMÍN».

Pasaron tres meses sin que don Elías contestara. Al fin contestó, advirtiendo que esperara un poco; que avisaría si podía venir o no. Un mes después escribió de nuevo,   —69→   llamando a Lázaro a su lado, y añadiendo que de su comportamiento y disposiciones dependía el que hiciera fortuna.

Lázaro no cabía en sí de gozo. Quiso partir el mismo día; pero los ruegos de su madre y de su abuelo le obligaron a aguardar dos más.

El joven estudiante sabía, por las tradiciones de la familia, que su tío era hombre muy sabio, y se le había antojado que había de ser un gran liberal. No comprendía que un hombre muy sabio dejara de ser muy amante de la libertad.

La carta de Coletilla fue recibida en los primeros días de Septiembre de 1821, en que ocurren los primeros acontecimientos que hemos referido. Poco después de la lamentable escena de la barbería y de la entrada del militar en la casa de Clara, ocurrió el viaje de Lázaro a Madrid. Clara no lo supo antes del día en que debía llegar.

Ahora podemos seguir naturalmente el curso de los sucesos de esta puntual historia. Dejaremos a Lázaro preparándose a partir. Su madre y su abuelo le despiden llorando; el alcalde le abraza diciendo que ya ve en él nada menos que un secretario del Despacho; el cura le da dos bollos maimones para el camino y le echa un sermón fastidioso. El estudiante sube a la galera, y con más ilusiones que dineros toma el camino de la Corte.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Hoy llega


Tres días después de la aventura descrita en el capítulo segundo, estaba Clara muy de mañana encerrada en el cuarto que le servía de habitación. El fanático le había dicho pocas horas antes que esperaba a su sobrino, y que era preciso acomodarle allí hasta que se mudaran todos a una nueva casa que pensaba tomar.

Clara se quedó absorta al oír esta noticia, y no pudo contestar palabra, porque la sorpresa le embargaba la voz. Cuando quedó sola se encerró en su cuarto.

Era éste pequeño e irregular: estaba en lo más interior de la casa, y tenía una ventana estrecha, con vidrios de   —70→   dudosa transparencia, que daba a un patio, de esos que por lo profundos y estrechos parecen verdaderos pozos. Enfrente y a los lados se abrían tres filas de ventanas mezquinas, respiraderos de otras tantas celdas, donde se albergaban familias bulliciosas. El cuarto de Clara tenía el usufructo de un rayo de luz desde las once a las once y media, hora en que pasaba a iluminar las regiones tropicales del tercer piso. Aquel rayo de luz no traía nunca colores, ni paisaje, ni horizonte, ni alegría.

El patio era un recinto populoso, el centro de un enjambre humano. A ciertas horas asomaban por aquellos agujeros otras tantas cabezas: esto sucedía en los grandes acontecimientos, cuando la herrera del piso bajo y la planchadora del cuarto resolvían al aire libre alguna cuestión de honor, o cuando la manola del tercero y la zurcidora de enfrente entablaban pleito sobre la propiedad de la ropa tendida.

Por lo demás, allí reinaba siempre una paz octaviana, y era cosa de ver la amable franqueza con que la esterera pedía prestada una sartén a la vecina de la izquierda, y la confianza íntima con que dialogaban en el quinto el soldado y la mujer del zapatero. Enlazaban unas ventanas con otras, a guisa de circuitos telegráficos, varias cuerdas, de donde colgaban algunas despilfarradas camisas, y de vez en cuando tal cual lonja de tasajo, sobre el cual descendía en el silencio de la noche una caña con anzuelo, manejada por las hábiles manos del estudiante del sotabanco.

La vidriera del cuarto de Clara no se abría nunca. Elías la había clavado por dentro desde que ocupó la casa.

Si la perspectiva del patio era desapacible, el interior de la habitación tenía indudablemente cierto encanto, no porque en él hubiera cosas bellas, sino por la sencillez y modestia que allí reinaban y el cuidadoso aseo y esmero, única elegancia de los pobres. Veíase, en primer término, una voluminosa cómoda, compuesta de seis enormes gavetas con sus labores de talla junto a las cerraduras, y algunas incrustaciones un poco carcomidas; encima un mueble decorativo bastante viejo, que representaba una figura de Parca con una de las manos alzada en actitud de sostener algo; pero en lugar del reloj que en otro tiempo cargaba, sostenía en tiempo de Clara un caja forrada en papeles de color, la cual debía guardar utensilios de labor femenina. En lugar de la redoma de cristal, tapaba todo esto un pedazo de gasa, sujeto con cintas azules a las piernas de la diosa, la cual ostentaba   —71→   en su profano pecho un escapulario de la Virgen del Carmen.

Una mesa de tocador, tres sillas de viejo nogal, pesadas y lustrosas, un cojincillo erizado de agujas y alfileres, banqueta y cama de caoba de muy voluminosa arquitectura, cubierta con manta palentina, completaban el ajuar.

Clara estaba delante de su espejo, y se ocupaba en enredarse en la coronilla una gruesa trenza de pelo negro, recientemente tejida y terminada en la punta con un atadijo del mismo pelo y un lazo encarnado. Dos órdenes de pequeños rizos; guedejas sutiles, retorcidas con negligencia, le adornaban la frente, y de las sienes blancas, cuya piel transparentaba ligeramente la raya azulada de alguna vena, le caían dos airosos mechones.

No hay actitud más propia para apreciar debidamente las formas académicas de una mujer, que esa que toma cuando alza las manos y se enrolla una trenza en la cabeza, dejando ver el busto, el talle, el cuello en toda su redondez. Tiéndense los músculos del pecho, se contornea la espalda, y el ángulo del codo y las suaves curvas del hombro describen en su dilatación graciosas líneas que dan armoniosa expresión escultural a toda la figura.

Concluida la operación del peinado, Clara echó una mirada de deseo y desconfianza a la última gaveta de la enorme cómoda en donde tenía su ropa. Es que allí existía, guardado con singular esmero, un traje que Elías le había comprado algunos años antes, cuando era menos adusto y gruñón. Este traje, que era lo más lujoso y bello que la huérfana poseía, tenía la forma y los colores más en moda en aquella época: cuerpo de terciopelo negro con prolijos dibujos de pasamanería, y guardapiés de seda pajizo, adornado con una gran franja, como de a tercia, de encaje negro. Dudaba si sacarlo o no: quería ponérselo, y temía ponérselo; quería lucir aquel día su mejor vestido, y temió al mismo tiempo estar demasiado guapa con él. ¿Por qué? Y se detenía pensativa y triste, sin atreverse a sacar a la luz pública aquel tesoro tanto tiempo escondido. ¿Por qué? Porque Elías se había puesto tan fastidioso (así decía ella), estaba tan maniático y la reñía tanto sin motivo... ¡qué singularidad! La semana anterior estaba cosiendo y arreglando la cenefa del vestido que se había roto, cuando entró aquel hombre, y bruscamente le dijo:

«¿Qué haces ahí...? Siempre pensando en componerte. ¿Para qué te ocupas en esas fruslerías?».

  —72→  

Ella, la verdad sea dicha, aunque tenía una razonable contestación que dar a aquella pregunta, no se atrevió; y doblando tristemente su obra, fue a sepultarla en la cómoda. Elías no se ablandó por esa prueba de sumisión, y en tono más agrio y severo le dijo al verla tirar de la gaveta:

«Cuando digo que te has echado a perder...».

Pero no fue esto lo peor que escuchó la pobrecilla mientras, llena de vergüenza, devolvía a la tumba aquel despojo que había querido profanar sacándolo de tan venerable asilo. No fue esto lo peor que oyó, porque el viejo, bajando la voz y como si hablara consigo mismo, dijo:

«Al fin tendré que tomar una determinación contigo».

¡Jesús, santos y santas del cielo! ¡Qué determinación será esa!... ¡Si querrá también el viejo encerrarla a ella en la misma gaveta como una prenda sin uso!...

Aquello de la determinación la tuvo preocupada muchos días. En vano trató de sondar el ánimo del viejo. ¡Ay! Pero si ella no sabía sondar ánimos de nadie... El único medio de que se hubiera valido para averiguarlo era preguntárselo sencillamente, y a esto no se atrevía.

Aún hubo más. Por la triste calle de Válgame Dios solía pasar una ramilletera, que en su cesta llevaba algunos manojos de claveles, dos docenas de rosas y muchas, muchísimas violetas. Clara observaba al través de los cristales el paso de aquellos frescos colores que le atraían el alma, de aquellos suaves aromas que anhelaba aspirar desde el balcón. Un día se decidió a comprar unas flores, y mandó a Pascuala por ellas. Clara las tomó, las besó mil veces, les puso agua, las acarició, se las puso en el seno, en la cabeza, y no pudo menos de mirarse al espejo con aquel atavío; las volvió a poner en el agua, y, por último, las dejó quietas en un búcaro, que tuvo la imprudencia de colocar donde Coletilla ponía su bastón y su sombrero cuando llegaba de la calle. ¡Oh! Sin duda él, al entrar, se había de poner alegre viendo las flores. Las flores le gustarían mucho. ¡Qué sorpresa tendría!... Esto pensaba ella. Decididamente era una tonta.

El fanático llegó y se acercó a la mesa; pero al poner en ella su sombrero chocó este con el vaso, que cayó al suelo, soltando las flores y vertiendo el agua en las mismas piernas del realista.

El hombre montó en cólera, y mirando con furor a la huérfana, que estaba temblando, gritó:

«¿Qué flores son estas? ¿Quién te ha mandado comprar   —73→   estas flores? Clara, ¿qué devaneos son estos? ¡Coqueta! No hay ya remedio. Te has echado a perder. ¿También quieres llenarme de flores la casa?».

Clara quiso contestarle; pero aunque hizo todo lo posible no le contestó nada. Elías pisoteó las flores con furia.

«Estoy resuelto a tomar la determinación».

Otra vez la determinación. ¿Qué determinación sería aquella?, pensaba Clara en el colmo de su confusión y de su miedo. Después, retirada a su cuarto, pensó en lo mismo, y decía para sí: «¿Querrá matarme?».

Aquella noche no pudo dormir. A eso de las doce sintió que Elías se paseaba en su cuarto con más agitación que de ordinario. Hasta le pareció oír algunas palabras, que no debían ser cosa buena. Levantose Clara muy quedito movida de la curiosidad, y poco a poco se acercó con mucha cautela a la puerta del cuarto de Elías, y miró por el agujero de la llave. Elías gesticulaba marchando: de pronto se paró, y se acercó a una gaveta y sacó un cuchillo muy grande, muy grande y muy afilado, resplandeciente y fino. Lo estuvo mirando a la luz, examinolo bien, y después lo volvió a guardar. Clara, al ver esto, estuvo a punto de desmayarse. Retirose a su cuarto y se acostó temblando, arropándose bien. Desde la noche que pasó en el caramanchón de doña Angustias en compañía de los ratones, no había tenido un miedo igual. A la madrugada se adormeció un poco; pero en su sueño se le presentaban multitud de cuchillos como el que había visto, y a veces uno solo, pero tan grande, que bastara por sí a cercenar cincuenta cabezas a la vez. Arropábase más a cada momento, creyendo en los extravíos del sueño que el cuchillo, a pesar de su puntiaguda forma y de su brillante filo, no podía penetrar las sábanas.

Al día siguiente se serenó, y después se reía de haber temido que Elías podría matarla.

Pero, sin embargo, no se atrevía a ponerse el traje. Aquella bella prenda pecaminosa había de dormir el sueño de la eternidad en lo más hondo de la cómoda, donde sería pasto de gusanos.

Clara no había podido determinar en su entendimiento lo que para ella podía resultar de la venida de Lázaro. En su grande alegría no veía en aquello más que un suceso muy feliz sin detenerse a considerar los sucesos que posteriormente se podían derivar de aquella llegada. Algunas ideas vagas acompañaron tan sólo aquel sentimiento expansivo y desinteresado. Él sería un joven de posición. ¿Cómo no? Sin discurrir en el medio, Clara pensó   —74→   en un cambio de suerte. Sin saber cómo, se unían en su entendimiento y confusión indisoluble la idea de la llegada de Lázaro y la idea de emanciparse un poco de la fastidiosa (no calificaba de otra manera) tutela de don Elías. A su mente vino la idea del matrimonio. Vino, sí, varias veces; pero casi no era idea aquello: era una percepción confusa, una esperanza tímida y como recelosa. Por último, ya llegó a pensar, a pensar verdaderamente en esto. Una percepción confusa dijimos, sí: esta percepción la ocupaba constantemente. Lázaro iba a ser su marido. Clara también sabía ver los días futuros, y veía a su marido junto a ella en un lugar que no era aquel, en una casa que no era aquella, en otros sitios, en otra tierra. Y en otro mundo, ¿por qué no? Esto hubiera sido lo más acertado.

Aquel día estaba muy alegre, reía por la menor causa, se ruborizaba sin motivo, estaba inquieta y sin sosiego, quedábase pensativa un largo rato, y después parecía hablar consigo misma.

Las nueve serían cuando Pascuala volvió de la calle, y entró en el cuarto de Clara.

Era Pascuala una mujer que formaba a su lado el contraste más violento que puede existir entre dos ejemplares de familia humana. Era una moza vigorosa y hombruna, apacentada en los campos alcarreños, alta de pecho, ancha de caderas, de mejillas rojas, boca grande, nariz chica, frente estrecha, pelo recogido en un gran moño, color encendido, pesadas manos, ojos grandes y negros.

Acercose a la joven, y misteriosamente le dijo:

«¿Sabe usted lo que me ha pasao?».

-¿Qué? -dijo Clara alarmada.

-Que he visto al melitarito del otro día, el que estuvo aquí cuando el señor vino malo.

-¿Y qué?

-¿Qué? Nada, sino que me ha asustao, porque me dijo quería entrar, y como estamos solas pensé que me pasaría algo... porque como es una así tan guapetona... y no tiene una mala cara... Ya ve usted.

-¡Ah! ¿El oficial aquel del otro día?... ¿Y dices que se quería meter aquí?

-Sí; y después me preguntó por usted.

-¿Por mí? ¿Y qué le dijiste?

-Que estaba güena. Después dijo que si estaba aquí el viejo. Ya ve usted qué poco respeto. ¡El viejo! ¡Qué irreverencia! Yo le dije que no. Él me dijo que quería entrar   —75→   a hablar conmigo... Pero, vamos... yo soy muy maliciosa, y yo me malicio...

-¿Qué?

-A mí no me engañan así con palabritas. Como es una tan guapetona...

-No tengas cuidado -dijo Clara riendo-. Es que está enamorado de ti y quiere casarse contigo. Si lo sabe el tabernero...

-¿Mi Pascual? No lo sabrá... Si llegara a saber mi Pascual que hay un señorito que dice chicoleos a Pascuala...

Advirtamos que esta fregona tenía por novio a un Pascual que había fundado nada menos que una taberna en la calle del Humilladero. Aquellas relaciones honestas y nobles parecían muy encaminadas al matrimonio; y como ella era así tan guapetona, habría probabilidades de que aquel par de Pascuales se unieran ante la Iglesia para dar hijos al mundo y agua al vino.

«Pues como Pascual lo llegue a saber...».

-Pero yo soy muy pícara... y se me ha puesto en la cabeza... ¿sabe usted lo que se me ha puesto en la cabeza?

-¿Qué?

-Que él no quiere entrar aquí por mí, sino por usted.

-¿Por mí? No seas tonta -replicó Clara, riendo con la mayor naturalidad.

-¿Le dejo entrar?

-No, cuidado. Por Dios, no hagas tal. No vuelvas a hablarle más. ¿A qué tiene que venir aquí ese caballero?

-Yo me malicio... aunque una sea así tan guapetona... Yo me malicio que a mí no me quiere pa maldita de Dios la cosa... porque, al fin, siempre una es criada y él un caballero... Pues parece persona muy principal. Digo... ¿Le dejo entrar?

-¡Jesús, Pascuala, no lo vuelvas a decir! -exclamó seriamente Clara-. ¿Pero a qué quiere entrar aquí ese caballero?

-Toma, a verla a usted.

-¿Y para qué quiere verme a mí?

-Toma, para verla.

-¡Qué ocurrencia! -murmuró pensativa.

En esto se sintió un campanillazo. Abrieron, y entró Coletilla.

Las dos muchachas seguían su coloquio cuando sintieron en la calle rumor de voces agitadas, algunos gritos y pasos precipitados. Asomáronse los tres, y vieron que   —76→   discurrían varios grupos por la calle. Los chisperos más famosos del barrio dejaban sus hierros y salían en busca de aventuras. Coletilla lanzó una mirada de rencoroso desdén sobre los transeúntes, y cerrando con estrépito el balcón, dijo:

«¡Otra asonada!».

Las dos muchachas temblaron acordándose del miedo que tuvieron pocas noches antes.

«¡Ay, cuándo se acabarán estas cosas!» observó Clara.

-¡Pronto! -dijo con sequedad el viejo, sentándose y tomando una carta que había sobre la mesa.

La leyó; después tomó su capa y su sombrero, y dijo a las chicas:

«Voy a salir; tengo que hacer: no volveré en toda la tarde. Mi sobrino llegará esta noche a eso de las ocho: yo no vendré hasta las diez lo más temprano. Que me espere aquí».

Y embozándose en su capa, miró un triste reloj, que contaba con tristísimo compás la vida en el testero de la sala.

«No abráis a nadie: cuidado, cuidado con la puerta. Echad todos los cerrojos. Cuando venga mi sobrino, dadle algo que comer y que me aguarde».

-¿Pero cómo va usted a salir con esos alborotos? -dijo Clara con temor-. No nos deje usted solas: tenemos mucho miedo.

-¡A mí! ¿Qué me han de hacer a mí? ¡Ay de ellos! -murmuró con ahogado furor-. Tened cuidado con la puerta os repito.

Y después, como hablando consigo mismo, dijo en voz baja:

«Sí: es preciso tomar una determinación... buena determinación».

Clara pudo oírlo, y pensó en la cómoda, en el traje, en las flores, en el cuchillo y en la determinación, en aquella maldita determinación que no conocía. Pero aun esto, que la tuvo cabizbaja y melancólica un buen rato, no fue bastante para quitarle la felicidad que aquel día rebosaba en su alma.



  —77→  

ArribaAbajoCapítulo IX

Los primeros pasos


Los grupos de la calle crecían. La población toda presentaba ese aspecto extraño y desordenado que no es tumulto popular, pero sí lo que le precede. Era el 18 de Septiembre de 1821. La mayor parte de los habitantes de Madrid estaban en la calle. El ansioso «¿qué hay?» salía de todas las bocas. En tales ocasiones basta que se paren dos para que en seguida se vayan adhiriendo otros hasta formar un espeso grupo. Entonces todos los que vemos nos parecen malas caras. El accidente más curioso en tales días es el que ofrece la llegada de la persona que se supone enterada de lo que va a haber. Rodéanle: el enterado se hace de rogar, principia a hablar en lenguaje simbólico para aumentar la curiosidad, sienta por base que sin la más profunda discreción y la promesa de guardar el secreto no puede decir lo que sabe. Todos le juran por lo más sagrado que guardarán el secreto, y, por fin, el hombre empieza a contar la cosa con mucha obscuridad; excitado por los oyentes, se decide a ser claro, y les encaja tres o cuatro bolas de tente-tieso, que los otros se tragan con avidez, desbandándose en seguida para ir a vomitarla en otros grupos: tan indigestos son esta clase de secretos.

La tarde a que nos referimos era casualmente cierto lo que nuestro amigo Calleja, enterado oficial de la Fontana, contaba en uno de los grupos formados en la Carrera.

«Pues qué, ¿no saben ustedes? -decía, bajando la voz y haciendo unos gestos dignos del único espartano que, escapado en las Termópilas, llevó a Atenas la noticia de aquella catástrofe memorable-. ¿No saben ustedes? Pues no hay más sino que mañana habrá procesión cívica en honor de Riego, cuyo retrato será paseado por todas las calles de la Corte».

-Bien, bien -dijo uno de los oyentes-. ¿Íbamos a consentir que se maltratara al héroe de las Cabezas, al fundador de las libertades de España?

-Pues lo grave es que el Gobierno está decidido a que   —78→   no haya procesión. Pero es cosa decidida. La Fontana lo ha resuelto y se hará: ya está preparado el retrato. Y por cierto que es una linda obra: está representado de uniforme, y con el libro de la Constitución en la mano. ¡Gran retrato! Como que lo hizo mi primo, el que pintó la muestra del café Vicentini.

-¿Y el Gobierno prohíbe la fiesta?

-Sí: no le gustan estas cosas. Pero habrá procesión o no somos españoles. El Gobierno la prohíbe.

En efecto: en aquel momento las esquinas recibían un emplasto oficial, en que se leía el bando prohibiendo la fiesta preparada por los clubs para el siguiente día. La tropa estaba sobre las armas.

«Y esta noche tenemos gran sesión en la Fontana».

-Mira, Perico, guárdame un buen sitio esta noche -dijo un joven que formaba parte del grupo-; guárdame un puesto, que tengo que ir esta noche a primera hora al Parador del Agujero a recibir unos amigos que vienen de Zaragoza.

Y después añadió con misterio, dirigiéndose a otros dos o tres que parecían amigos suyos:

«Buenos chicos aquellos chicos de Zaragoza, de que os he hablado. Esta noche llegan. Son del club republicano de allá. Buenos chicos».

El grupo se disolvió; al mismo tiempo, la siniestra figura de Tres Pesetas cruzaba por la calle, unida a la no menos desapacible de Chaleco.

Del grupo salieron tres jóvenes de los que hablaron anteriormente. Eran tres mancebos como de veinticinco años. No podemos llamarles lechuguinos netos; pero tampoco podía decirse de ellos que carecían de toda distinción y elegancia. Eran amigos íntimos, que compartían sus fatigas y sus goces, las fatigas de la pobreza estudiantil y los goces del aura popular, conquistada con artículos de periódicos y discursos en el club.

El uno era un joven de familia distinguida, segundón, a quien habían mandado a estudiar Cánones y sagrada Teología en Salamanca, con el objeto de que fuera sacerdote y disfrutara unas pingües capellanías que habían pertenecido a un su tío, chantre de la catedral de Calahorra. Capellán te vean mis ojos, que obispo como tenerlo en el puño. En efecto: Javier, que así se llamaba el muchacho, hubiera sido obispo, porque su familia tenía gran influencia. Pero el chico, que no amaba los hábitos y se sentía impresionado por las nuevas ideas, hizo su hatillo, y falto de dineros, aunque no de osadía, se puso   —79→   en camino, y se plantó en Madrid el mismo bendito año de 1820. Vagó por las calles solo; pero pronto tuvo bastantes amigos; escribió a su abuelita, que le concedió un medio perdón y algunos cuartos (pocos, porque la familia, aunque la más noble del territorio leonés, se hallaba en situación muy precaria); marchó después a Zaragoza, donde vivió algunos meses, figurando mucho en los clubs democráticos, y volvió después a la Corte, no muy bien comido ni bebido, pero alegre en demasía. Escribía en El Universal furibundos artículos, y contento con su poquito de gloria, iba pasando la vida, pobre, aunque bien quisto. Cautivaba a todos por la amabilidad de su carácter y lo generoso de sus sentimientos. En política profesaba opiniones muy radicales y pertenecía a la fracción llamada entonces exaltada.

En la misma militaba el segundo de estos tres amigos que describimos, el cual era andaluz, de veintitrés años, delgado, pequeño y flexible, En Écija, su patria, pasaba el tiempo escribiendo versos a Marica, a Ramona, a Paca, a la fuente, a la luna y a todo. Pero todo cansa, y la poesía a secas no es de lo que más entretiene: un día se encontró aburrido y pensó salir del pueblo. Pasó por allí a la sazón el ejército de Riego, y aquellas tropas excitaron su curiosidad.

Preguntó; le dijeron que eran los soldados de la libertad, y esto resonó en sus oídos con cierta agradable armonía. «Me voy con ellos» dijo a sus padres. Estos eran muy pobres, y contestaron: «Hijo, vete con Dios, y que Él te haga bueno y feliz; pórtate bien, y no te olvides de nosotros».

El poeta siguió el ejército, llorando sus padres, y aún es fama que lloraron a escondidas tres de las chicas más guapas de Écija. Al llegar a Madrid, el joven volvió a ser poeta, y entonces hacía versos al Rey cuando abría las Cortes, a Amalia, a Riego, a Alcalá Galiano, a Quiroga, a Argüelles. En su vida cortesana, este poeta, que, como después veremos, pertenecía a la escuela clásica en todo su vigor, pasó algunos clásicos apurillos; mas después, escribiendo en casa de un abogado, desempeñando funciones modestas en el periódico El Censor, vivía siempre alegre, siempre poeta, siempre clásico, apreciado de sus amigos, con alguna fama de calavera, pero también con opinión de joven listo y de buen fondo.

La fisonomía del tercero no era tan agradable ni predisponía tanto a su favor como la de los anteriores. Sin embargo, tenía fama de buen chico; y en cuanto a opiniones   —80→   políticas, no podía echársele en cara la tibieza, porque era frenético republicano. Algunos malintencionados decían que en el fondo era realista, y que sólo por cálculo hacía alarde de aquel radicalismo intransigente. Pero aún no tenemos motivo para aceptar esta aseveración, que es quizá una calumnia. Llamábanle el Doctrino, porque había estudiado primeras letras en el colegio de San Ildefonso. No podía negarse que había en su carácter cierta astucia disimulada, y en sus modales alguna afectación bastante notoria. Era hijo natural de un vidriero, que le reconoció al morir, dejándole pequeña fortuna; pero los albaceas testamentarios, a quienes el difunto dio amplios poderes, hicieron un inventario, del cual resultaba que el vidriero no había dejado en el mundo cosa alguna de valor. El Doctrino les pedía dinero, y ellos le solían decir: «Tome usted para un semestre». Y le daban una onza.

Pero sus amigos le ayudaban a vivir, le mantenían y le compraban algún levitón de pana. Era notorio (y aún llegó a tratarse seriamente del asunto) que poco antes de la época en que esta historia comienza, el Doctrino gastaba más dinero que de costumbre; y cuando sus amigos le preguntaban el origen de aquel caudal, respondía evasivamente y mudaba de conversación.

Estos tres jóvenes eran inseparables, sin que alteraran la paz las desventuras pasajeras del uno, ni las ganancias fortuitas del otro. La onza semestral del Doctrino perecía en Lorencini o en la Fontana en dos días de café, chocolate y jerez; pero después Javier escribía un artículo tremendo sobre la soberanía nacional para comprarle unas botas al poeta clásico, y el mismo Doctrino sacaba de un misterioso bolsillo un doblón de a cinco para atender a las necesidades amorosas de Javier, que tenía pendiente cierta cuestión con la hija de un coronel de caballería, hombre atroz y fiero como un cosaco.

Estos tres jóvenes vagaron juntos por las calles, acercándose a los grupos, preguntando a todos, contando noticias fraguadas por la fecunda imaginación del poeta hasta que, llegada la noche, se dirigieron al parador del Agujero, sito en la calle de Fúcar, a esperar a unos amigos de Javier, que llegaban aquella misma noche de Zaragoza.

Ni en la arquitectura antigua ni en la moderna se ha conocido un monumento que justificara mejor su nombre que el parador del Agujero en la calle de Fúcar. Este nombre, creado por la imaginación popular, había llegado a ser oficial y a verse escrito con enormes y torcidas   —81→   letras de negro humo sobre la pared blanquecina de la fachada. Un portalón ancho, pero no muy alto, le daba entrada; y esta puerta, cuyo dintel consistía en una inmensa viga horizontal, algo encorvada por el peso de los pisos principales, era la entrada de un largo y obscuro callejón que daba al destartalado patio. Este patio estaba rodeado por pesados corredores de madera, en los cuales se veían algunas puertas numeradas.

En lo alto residía el establecimiento patronil de La Riojana, antonomasia imperecedera que se conservó por tres generaciones. Allí se servía a los viajeros, recién descoyuntados y molidos por el suave movimiento de las galeras, algún pedazo de atún con cebolla, algún capón si era Navidad o por San Isidro, callos a discreción, lonjas escasas de queso manchego, perdiz manida, con valdepeñas y pardillo. Esta comida frugal, servida en estrechos recintos y no muy limpios manteles, era la primera estación que corría el viajero para entrar después en el via crucis de las posadas y albergues de la villa.

Dos veces al día un ruido áspero y creciente aumentaba la normal algarabía del barrio. Se oían las campanillas, el chasquido del látigo y un estrépito de ruedas que de bache en bache, de guijarro en guijarro iban saltando. La máquina llegaba frente al portal, y aquí era donde se probaba la habilidad náutico-cocheril del mayoral: la máquina daba una vuelta, los machos entraba en el portalón, y tras ellos el vehículo, siendo entonces el ruido tan formidable, que la casa parecía venirse a suelo. El navío daba fondo en el patio, los brutos eran desenganchados, el mayoral bajaba de lo alto de su trono, y los viajeros, que aún se mantenían con la cabeza inclinada, y muy agachados, resabio de cuando atravesaron el portal, notaban al fin que no tenían el techo en la corona, se admiraban de verse con vida, y descendían también.

Aquí, si había parientes esperando, empezaban los abrazos, los besos, las felicitaciones. Era propinado con algún real mal contado el cochero, y cada cual se iba por su camino, siendo costumbre tomar allí mismo, en los aposentos de la Riojana, un preámbulo estomacal para poder subir la calle de Atocha, que era entonces algo más inaccesible que ahora.

Esta vez, cuando la nave hizo su parada definitiva en el patio, hubo una aclamación general. El Doctrino abrazó a sus amigos.

«¡Javier!».

-¡Lázaro!

  —82→  

Y se abrazaron con efusión. Después de los monosílabos de alegría y sorpresa, el segundo dijo al primero:

«¿Tú en Madrid?... ¡al fin! ¿Vienes de Ateca?».

-Sí.

-Bien. No podías llegar más a tiempo. ¿Y los amigos de Zaragoza? ¿Pero de dónde vienes?... ¿Y el club... y nuestro club?...

-Ya sabes que nos lo disolvieron. Hace seis meses que estoy en Ateca.

-¿Y estarás mucho aquí?

-¡Siempre!

-Bien. Aquí la juventud, la vida. Y si he de decirte la verdad... hacemos falta.

-Sí... ¿eh?

-Señores, aquí tenéis a mi amigo, al grande orador del club de Zaragoza, mi amigo y compañero.

Los demás jóvenes, tanto viajeros como visitadores, rodearon al aragonés.

Expliquemos. Cuando Javier estuvo en Zaragoza, trabó amistad muy íntima con Lázaro. En el club propagaron ambos las ideas democráticas (democracia de 1820), que entonces cundieron rápidamente por aquella noble ciudad. Privadamente estos dos jóvenes, afines por carácter y temperamento, se miraban como hermanos, tenían una misma bolsa, comían a un mismo plato, y confundían en un común sentimiento sus pesares y alegrías. Desde la salida de Lázaro para su pueblo no se habían visto.

«¡Cuánto me alegro de que vengas acá! -dijo Javier, abrazándole otra vez-. Hacen falta jóvenes como tú. La juventud de ayer se va corrompiendo: unos se enervan, otros retroceden y algunos se venden por falta de fe».

-Señores, vamos a Vicentini -dijo el Doctrino, llevándose a sus amigos.

-¿Qué Vicentini? A La Cruz de Malta. Allí hay muchos aragoneses, todos son aragoneses.

-Este no viene sino a la Fontana -dijo Javier, señalando a su amigo.

-¡Viva la Fontana, el rey de los clubs!

-Y el club de los reyes -dijo uno que se escurrió como si hubiera dicho una imprudencia.

-¿Quién ha dicho eso? -exclamó el Doctrino furioso.

-No hagas caso: es uno de los que creen esas calumnias -indicó Javier-. Vamos, señores: esta noche hay gran sesión en la Fontana.

-Mañana me llevarás allá -dijo Lázaro a su amigo con empeño.

  —83→  

-¿Cómo mañana? Esta noche misma, ahora mismo. ¿Vas a perder la más importante sesión que se ha visto ni verá?

-¿Pero cómo puedo ir esta noche? Si acabo de llegar. Tengo que ir a casa de mi tío.

-¿Tienes aquí un tío? ¿Es liberal?

-Presumo que sí: no le conozco.

-¿Y ahora vas allá?

-Naturalmente.

-¡Qué disparate! Déjate ahora de tíos. Vente a la Fontana. Son las ocho: ya va a empezar. A la salida irás a tu casa.

-Hombre... eso no me parece bien -dijo Lázaro suspenso.

-¿Pero cómo vas a perder esta sesión? Habla Alcalá Galiano, Romero Alpuente, Flórez Estrada, Garelli y Moreno Guerra. No habrá otra sesión como esta. ¿Qué más da que vayas a tu casa ahora o a las doce? Tu tío creerá que no ha llegado la diligencia.

-Hombre, no. Estoy cansado. Me esperan tal vez en su casa.

-No seas tonto. Vente a la Fontana. No hay más remedio sino que vas. ¿Dónde vive tu tío?

-Calle de Válgame Dios.

-¡Jesús, qué lejos! No vayas allá ahora.

Lázaro tenía un vivo deseo de llegar pronto a casa de su tío: ya se comprenderá por qué. Pero le era humanamente imposible, porque su cariñoso amigo le llevaba casi por fuerza al club. Además, las razones con que disculpaba aquella determinación tenían también algún peso en su mente. Aquel recibimiento caluroso, la noticia de aquella gran sesión de la célebre Fontana, estimularon el entusiasmo a que siempre propendía su carácter, y se dejó llevar.

Quién sabe si había algo de providencial en aquella extemporánea visita a la Fontana. Sería cosa de ver que sin sacudir el polvo del camino (esto pensaba él) le acogieran con aplauso en el club más ilustre y célebre de la monarquía. Tal vez le conocían ya de oídas por sus brillantes discursos de Zaragoza. ¿Cómo tal vez? Sin duda le conocían ya. A estos pensamientos se mezclaba el orgullo de que a oídos de Clara llegara al día siguiente su nombre llevado por la fama. Una apoteosis se le presentaba confusamente ante la vista. ¿Por qué no? Sin duda aquello era providencial.

Así es que la resistencia que al principio opuso fue   —84→   disminuyendo a medida que se acercaba a la Fontana. No le tengáis por loco todavía.

Llegaron. La puerta estaba obstruida por un inmenso gentío. Pero el Doctrino con los suyos, y Javier con Lázaro y el poeta, tuvieron medio de entrar por un patio interior. La sesión era muy agitada. Un orador acusaba al Gobierno de la destitución de Riego. Contó lo que había pasado en Zaragoza, y acusó a los habitantes de esta ciudad por no haber defendido a su General.

«Poner la mano -decía- en un héroe como Riego, es la mayor de las profanaciones. ¿Y qué ha hecho Zaragoza? ¡Oh!, la ciudad en que tal cosa ha pasado permaneció muda y permitió que su Capitán General fuera destituido; dejó que un vil esbirro manchara la sagrada investidura de la autoridad, despojando de ella a Riego. (Grandes aplausos.) Se ha dado el pretexto de que Riego fomentaba el desorden en todo Aragón. Esto no es cierto: es una mentira fraguada en esos obscuros conciliábulos de cierto palacio que no quiero nombrar. (Rumores y risas.) Se le manda de cuartel a Lérida como un sospechoso, y se entrega el mando al jefe político. ¿Quién es ese jefe político? Siempre fue enemigo de la libertad. Todos le conocéis: es un enemigo encubierto de la libertad. ¡Abajo los disfraces! (Aplausos.) Lo que se quiere bien lo conocéis: es ir apartando poco a poco de los cargos públicos a los buenos liberales, para poner en ellos a esos hipócritas que se llaman nuestros amigos, y nos detestan en el fondo de sus corazones corrompidos. (¡Sí,¡sí!, ¡sí!) ¿Qué se pretende? ¿A dónde nos conducen? ¿Qué va a resultar de esto? ¡Ay de la libertad que hemos conquistado! Mucha atención, ciudadanos. No os descuidéis. Estad alerta, o si no, ¡ay de la libertad! (Bien, bien.)

»Pero lo repito, señores: ¡de quien tengo más quejas es del pueblo de Zaragoza, de ese pueblo que yo creí el más grande de la tierra y que no lo es!... ¡No, no lo es! (Rumores.) ¿Por qué permitió que Riego fuera destituido? ¿Por qué le dejó marchar? ¿Y es esta la ciudad de 1808? No, yo diré a esa ciudad: no te conozco, Zaragoza. Tú no eres Zaragoza. Ya no sabes levantarte como un solo aragonés. Has dejado atropellar a Riego. ¡Tú nos salvaste en otro tiempo; pero hoy, Zaragoza, nos has perdido!». (Grandes y continuados aplausos.)

Un joven se levantó (era aragonés).

«Protesto -dijo con la mayor energía- contra las acusaciones lanzadas a mi patria, a la noble capital de Aragón, por ese señor, cuyo nombre no sé... ni quiero saberlo.   —85→   (Una voz dice: Alcalá Galiano.) Mi patria no ha olvidado su honor. ¿Qué queréis que hiciera contra lo mandado en un decreto del Gobierno Constitucional?...».

-Desobedecerlo -gritaron varias voces.

-Señores, dejadme continuar.

-¡Que siga, que siga!

-Protesto, en nombre de mis paisanos, y afirmo que es Zaragoza el pueblo de España que más ha hecho en todos los tiempos por la libertad. ¿No se le acusa de ser un foco de exaltación republicana? ¿No se ha dicho que de allí salen las ideas más disolventes, que allí se elabora una conspiración para sostener la República?

-Hechos quiero y no palabras -dijo el primer orador.

-Pues hechos tendréis. ¿No sabéis que existe en Zaragoza un club, cuya influencia y prestigio alcanzan a todo Aragón? Ese club, llamado democrático, ha sido en dos años la más entusiasta y eficaz asamblea de la nación. Lo que allí se ha predicado bien lo sabéis. Las voces elocuentes que allí han resonado bien autorizadas son. La propaganda que allí se ha hecho ha llegado hasta aquí. (Rumores.)

-No sabemos lo que es ese club. Siempre nos hablan ustedes los aragoneses del club de Zaragoza, y aún hoy no sabemos lo que es eso. ¿Qué es eso? Mucho discurso democrático, pero ningún acierto para hacer propaganda y formar un partido. Pero en último resultado, ¿cuáles son las teorías de ese club tan decantado? Yo desconfío de él. ¿Quién habla en ese club? Conozcamos a sus hombres. Creo que la mayor parte de los que estamos aquí reunidos miran a esa insignificante reunión con el desdén que merece. (Voces y algazara.)

Muchos aragoneses se levantaron apostrofando al orador. Lázaro escuchaba todo, inmutándose por grados. Sus amigos le decían en voz baja que defendiese al club de Zaragoza. De repente un aragonés se levantó en medio de la sala, y señalando al sitio donde se hallaba Lázaro con los demás llegados aquella noche, dijo:

«Presentes están algunos señores que han pertenecido a ese club».

Todos miraron a aquel sitio.

«Bien -dijo el orador-. Si están ahí esos señores, que hablen, que nos digan lo que es ese club y qué ha hecho. Queremos oírles: que hablen».

-¡Aquí está el orador más notable del club democrático de Zaragoza! -dijo en voz muy alta Javier, señalando a su amigo.

  —86→  

-¡Sí, sí! -dijeron todos los aragoneses que había en el recinto, reconociendo a su compatriota-. Defiéndanos usted, defiéndanos.

Todas las miradas se fijaron en Lázaro. ¡Cosa singular! En aquel momento una súbita transformación se verificó en el ánimo del joven. Se sintió turbado, se esforzó en saludar, quiso decir algo y no pudo. Pero le impelían hacia la tribuna, y no había remedio. Si no hablaba, ¿qué dirían de él? Lázaro había brillado en Zaragoza por su elocuencia; había aprendido a dominar la multitud, a sobreponerse a ella, a manejarla a su antojo. Pero en aquella ocasión se encontraba novicio, se desconocía, tenía miedo.

«¡Que hable, que hable!».

-Abrid paso -exclamó uno de los diputados más notables de las Cortes de entonces.

Lázaro tuvo una inspiración. El recuerdo de su joven y amable amiga le fortalecía; y a la manera de aquellos caballeros antiguos, que invocaban el auxilio soberano de su dama antes de entrar en combate, procuró evocar todas las imágenes de gloria y felicidad que le habían dado estímulo. Ensanchado el pecho con esto, subió a la tribuna. Desde arriba miró aquella multitud de cabezas apiñadas, y recibió de un golpe las miradas curiosas de tantos ojos.

Aquello le pareció un abismo. Su rostro, encendido por la turbación, se puso bruscamente muy pálido. Hubiera querido hablar con los ojos cerrados. Aquellos diputados, aquellos escritores, aquellos políticos eminentes que veía en torno suyo, le daban miedo. Pero él tenía mucho corazón, y logró dominarse un poco. ¿Pero cómo iba a empezar? ¿Qué iba a decir? En un supremo esfuerzo de inteligencia recogió sus ideas, formuló mentalmente una oración, miró al auditorio... El auditorio le miró a él, y observó que estaba pálido como un cadáver. Lázaro tosió; el auditorio tosió también. La primera palabra se hacía esperar mucho; por fin el orador tomó aliento, y desafiando aquel abismo de curiosidad que se abría ante él, comenzó a hablar.



  —87→  

ArribaAbajoCapítulo X

La primera batalla


Lázaro era un poco retórico en la augusta cátedra del club democrático de Zaragoza. Parece que allí tenían buena acogida ciertas fórmulas del decir que nuestro joven había aprendido con su maestro de Humanidades de Tudela, varón docto de la escuela pura de Luzán. El joven tenía, sin embargo, el instinto de la elocuencia tribunicia seca, rotunda, incisiva, desnuda. La Fontana, por desgracia, en aquella ocasión, era enemiga declarada de la retórica, y más enemiga aún de las frases hechas, de los lugares comunes y de esos preámbulos oficiosos, neciamente corteses y en extremo fastidiosos de la oratoria académica.

Lázaro tuvo la mala tentación (porque tentación del demonio fue sin duda) de empezar con aquello de su pequeñez en presencia de tantos grandes hombres, y lo escogido e ilustrado del auditorio, siguiendo después lo de su confusión y su necesidad de indulgencia, sus escasas fuerzas, etc., etc. El exordio fue largo: otra desventura. Algunas voces dijeron: «Al grano, al grano».

Pero a Lázaro le fue un poco difícil dar con el grano, lo cual no es de extrañar, porque no estaba preparado, ni había vuelto aún de la sorpresa. En vano hizo una sinécdoque de las más expresivas; en vano quiso dominar al público con cuatro lítotes y dos o tres metonimias: no era aquel su camino. Dijo algunas generalidades que a él le parecían muy nuevas, pero que en realidad eran viejísimas, y concluyó un párrafo con dos o tres sentencias plutarquianas, que a él le parecían encajar como de molde, pero que no produjeron sensación ninguna. Él esperaba un aplauso: nadie aplaudió.

Lázaro estaba acostumbrado a oír aplausos desde el principio: esto le daba estímulo. La frialdad que notaba en el auditorio en aquella ocasión, le desanimó. Quiso pensar en esto, y casi estuvo a punto de no saber qué decir. Y, sin embargo, él tenía fijos en la imaginación algunos magníficos pensamientos; pero ¡cosa singular!, no los podía   —88→   decir. Le parecía verlos escritos delante; pero por un misterio, natural en aquellos momentos, no encontraba la forma oratoria para expresarlos. ¡Qué contrariedad! Poco a poco, hasta la voz se le enronqueció. Sin duda había en el espíritu de nuestro amigo una influencia maligna. Hablaba con frialdad unas veces; notábalo él mismo, y al querer corregirlo, gritaba demasiado. Las ideas le faltaban, las imágenes se le desvanecían, las palabras se le atropellaban en la boca.

¡Ah! ¿Dónde estaban aquellas peroraciones internas, llenas de vida, de vehemencia, persuasivas como una voz divina? ¿Dónde aquella lógica terrible, que en la profundidad de sus deliquios oratorios hervía en su cerebro, el cual parecía pequeño para tantas ideas? ¿Dónde estaban los pensamientos sublimes, la facundia descriptiva, la facultad pintoresca, la sentencia concisa y profunda? Sí: él sentía bullir todo esto allá dentro; dentro de aquel Lázaro solitario y apasionado que hablaba de la Naturaleza en el silencio de la noche, que hablaba a la Sociedad en lo profundo de un sueño. Las ideas, las formas, el lenguaje, todo lo tenía, todo lo sentía dentro de sí; pero no podía, no podía de ningún modo expresarlo.

En todo orador hay dos entidades: el orador, propiamente dicho, y el hombre. Cuando el primero se dirige a la multitud, el segundo queda atrás, dentro, mejor dicho, hablando también. Dos peroraciones simultáneas son producidas por un mismo cerebro. Una es verbal y sonora: dejémosla al público. Otra es profunda y muda: examinémosla. Lázaro describía, apostrofaba, rebatía, exponía, declamaba. Interiormente, la otra voz parecía decir esto: «¡Qué mal lo estoy haciendo! ¡No me aplauden! ¿Qué debo decir ahora?... ¿Trataré este punto?... No lo trato... ¿Y aquella idea que antes me ocurrió?... ¡Se me ha escapado!...». Y al mismo tiempo no interrumpía su oración; continuaba defendiendo el club de Zaragoza, explanaba su sistema democrático, y hacía además una breve historia de la República. Pero la voz de dentro seguía de este modo: «No sé qué hacer... ¿Por qué no me aplauden?... No me conozco... Yo tenía tantos argumentos... ¿Dónde están?... ¡Ah! Voy a emitir esta gran idea... Ya la he dicho... No ha hecho efecto... Procuraré ser esmerado en la frase... Esta oración va bien... ¿Cómo la terminaré?... ¡Qué apuro!... No doy con el adjetivo... ¡Demonio de adjetivo!... ¡Ah!, terminaré con un apóstrofe... allá va... No ha hecho efecto... no me aplauden».

Así hablaba el alma atribulada de Lázaro, mientras con   —89→   los medios exteriores se dirigía al auditorio en un discurso, confuso, tortuoso, desigual y falto de lógica.

Empezaron las toses. Dicen los oradores que al oír las toses en las pausas de sus discursos, se les hiela la sangre. Lázaro las oyó repetidas y comunicadas a todo el auditorio, y resonaron en su corazón como siniestros ecos. Él tosió también. ¡Ah!, la tos le concedió cuatro segundos de descanso: hizo un esfuerzo desesperado, tomó algunas ideas en aquel depósito que tenía en la mente, se apoderó de ellas con firmeza y prosiguió hablando:

«Allá va eso, decía la lengua interior; allá van... las expondré de este modo... no... mejor de este otro... no... mejor del otro... de cualquier modo... ¡Oh!, hay allí uno que se está riendo... Y otro que cuchichea. Pero qué tos les ha entrado... No les gusta lo que digo ahora... ni esto tampoco... ánimo... Concluiré este párrafo con una cita... allá va... ¡Ah!, tampoco ha hecho efecto...».

Compréndase bien que estas frases que nadie oye y el discurso que oyen todos, guardan perfecto paralelismo.

¡Ah, qué misterios hay en la inteligencia humana, y qué fenómenos tan extraños en sus relaciones con la palabra humana!

¿Por qué fracasó el discurso del aragonés? ¿Fracasó por la reunión diabólica de mil accidentes, ajenos a la naturaleza de su notable ingenio y de su fácil palabra? ¿De quién fue la culpa, de él o del público? Aquí hay otro gran misterio. El público y el orador tienden a fascinarse mutuamente. El primero mira y oye: no sabemos lo que es más terrible, si la mirada o el oído. Las miles de pupilas dan vértigo. La atención de tanta gente dirigida a una sola voz confunde y anonada. El orador, por su parte, ve y oye: ve la serenidad anhelante o desdeñosa, y oye toser. Por eso Lázaro hubiera deseado en algunos momentos de aquella noche ser sordo y ciego. Pero el orador tiene sobre el público una ventaja; tiene un arma, además de la palabra: el gesto. Él también fascina, él también lleva en sus ojos aquel vértigo que confunde y anonada; él generalmente mira hacia abajo para ver al público; puede mover sus brazos y su cabeza cuando el público está como atado de pies y manos, inmóvil y viviendo sólo de atención.

Aquella noche fatal, Lázaro y el público se fascinaron mutuamente, no se impusieron el uno al otro, no se comunicaron. Ni Lázaro persuadió al público, ni este aplaudió al orador. Un público no persuadido y un orador no aplaudido se rechazan, se repelen con energía. «Es   —90→   preciso que calles», hay que decir a este. «Es preciso que te marches», hay que decir a aquel.

El joven aragonés había tenido la peor de las tentaciones: la tentación de ser largo y difuso. Un segundo más de lo regular basta a concluir la paciencia de un auditorio y a trocar su interés en hastío. Lázaro vio pasar este segundo sin notarlo. Indudablemente no se comprendieron el uno al otro. ¿Se despreciaron mutuamente? ¿Se temieron mutuamente? Tal vez empezaron por temerse; pero es lo cierto que acabaron por despreciarse.

Lo singular es que si se hubiera preguntado a cualquiera particularmente su opinión sobre el discurso, habría dado tal vez una opinión no desfavorable; pero la opinión de un público no es la suma de las opiniones de los individuos que lo forman, no; en la opinión colectiva de aquel hay algo fatal, algo no comprendido en las leyes del sentido humano. Decididamente, Lázaro fracasaba.

Veinte veces se le ocurrió que era preciso concluir. ¿Pero cómo? No se atrevía. Iba a concluir mal. ¡Qué horror! Y para terminar mal, valía más no terminar, seguir hablando, siempre, siempre, siempre. Buscaba el final y no podía encontrarlo. ¡Y el final es tan importante! Podía rehabilitarse en un momento de inspiración. ¡Oh!, la idea de concluir sin un aplauso le daba horror. Por eso temía el final y lo evitaba. Pero era preciso acabar: a las toses siguieron los bostezos, a los cuchicheos los murmullos. Buscaba sin cesar el remate; daba vueltas alrededor del asunto, procurando una salida airosa; pero no encontraba escapatoria; la palabra se deslizaba de su boca, y afluía continua, sin solución, infinita.

«Es preciso concluir», decía la voz interior. «¿Concluir? No hallo el fin, y el fin ha de ser bueno... ¡Dios mío, ampárame! Resumiré... recapitularé... pero ya no me acuerdo de lo que he dicho... ¿Pediré perdón al auditorio?... No: eso es rebajarme...». Al fin le ocurrió la oración final, y la empezó; pero al llegar al final, otra oración se enlazó con ella, y con ésta otra, y otra, y otra. Su discurso era una oscilación sin término; pero el público se impacientaba. Ni un minuto más: se apoderó del último período, resuelto a que fuera el último. Pronunció al fin el postrer substantivo; y después, alzando la voz, emitió con graduación los tres adjetivos que le acompañaban para darle fuerza, y calló.

La postrera palabra de aquel malhadado discurso vibró en el espacio, sola, seca, triste, con fúnebre resonancia. Ni un aplauso ni una exclamación satisfactoria la recogió.   —91→   Su voz había caído en el abismo sin producir un eco. Parecíale que no había hablado, que su discurso había sido una de aquellas mudas, aunque elocuentes manifestaciones internas de su genio oratorio. Estaba en un desierto; rodeábale una noche. ¿Qué había dicho? Nada. Y había hablado mucho. Aquello fue como si diera golpes en el vacío, como si hiriera en una sombra creyéndola cuerpo humano, como si hubiera encendido un sol en un mundo de ciegos. Bajó con el alma atribulada, oprimido el corazón, ardiente y turbada la cabeza, bañado el rostro en sudor frío.

En vano Javier quiso rehabilitarle dando algunas palmadas tardías. El público, animal implacable, le mandó callar. Lázaro tuvo la presencia de espíritu suficiente para contemplar cara a cara aquellas cien bocas que bostezaban. Robespierre se desperezaba en el mostrador con suprema expresión de fastidio.

«Lo he hecho muy mal» dijo tristemente el orador al oído de su amigo.

-Ya lo harás mejor otro día. Eres un gran hombre; pero no has tocado en el quid. Con una lección mía estarás al corriente. Otro va a hablar: atiende ahora.

-No: yo me voy a casa de mi tío. No puedo estar aquí más tiempo. Me ahogo.

-Espera a ver lo que este va a decir.

Un segundo orador subió a la tribuna a disipar el fastidio que la peroración de Lázaro había causado. Mientras la multitud celebraba con aplausos maquinales las frases de su orador favorito, el otro se iba sumergiendo lentamente en profunda melancolía. Nada es más terrible que estos momentos de desencanto en que el alma yace atormentada por los dolores de la caída: el tormento de esta situación consiste en cierta ridiculez que rodea todos los recuerdos de las pasadas ilusiones. Todas las frases de íntimo elogio, de profundo orgullo con que antes se regaló la imaginación, resuenan con eco de burla en la pobre alma abatida, llena de vergüenza.

«Pero es preciso intentar una rehabilitación -decía Lázaro para sí-. ¿Y cómo? Todos murmuran de mí, y si mañana se ofrece hablar de mi discurso, dirán todos que fue detestable, malísimo. Correrá de boca en boca, llegará a oídos de todas las personas que me interesan. Ella lo sabrá, se reirá tal vez de mí. Todos se reirán ahora».

Lo más particular es que desde que bajó de la tribuna empezaron a ocurrirle grandes pensamientos, magníficos recursos de elocuencia, soberbios golpes de efecto, citas   —92→   oportunísimas; y estaba seguro de que, diciendo aquello, arrancaría grandes aplausos. Pero ya era tarde: estaba allí mudo y perplejo, cubierto su espíritu de una nube sombría.

Entre tanto, el nuevo orador divagaba a sus anchas por el campo de la historia y de la política, y, por último, expuso la necesidad de la manifestación preparada para el siguiente día. Todos se levantaron unánimes gritando: «¡Sí!» Todos prometieron concurrir, y tres o cuatro, encargados del ceremonial, dieron cuenta del arreglo de la procesión; se fijó la hora, se designó el punto de reunión. Los bravos sucedieron a los aplausos, y los aplausos a los bravos, y al fin la sesión terminó.

Los socios comenzaron a salir; pero aquella fracción ignorante y turbulenta, que ocupaba siempre uno de los rincones del café, no creyó conveniente salir sin decir algo. Calleja subió a una silla y gritó, dirigiéndose a los suyos:

«¡Señores, serenata a Morillo!».

La idea fue acogida con estrépito. Morillo era el Capitán general de Castilla la Nueva. Enemigo de asonadas tumultuosas, había tomado sus medidas para impedir la procesión. Una parte del pueblo se agolpó junto a su casa en la noche del 17, atronando toda la calle con espantosa cencerrada.

«¡Serenata a Morillo!» dijo Calleja saliendo de la Fontana y reuniendo toda la gente dispuesta para el caso que por allí pasaba.

No sabemos por dónde vino; pero allí estaba Tres Pesetas. Nuestros tres amigos y Lázaro salieron de los últimos, y se acercaron por curiosidad al grupo que Calleja había formado.

Entre tanto, el barbero pasó en dos zancajos a la otra acera, y se acercó a la puerta de su casa. Su mujer salió a encontrarle.

«Ciudadano, ¿has hablado?» le dijo.

-No, ciudadanita mía. No pudo ser esta noche; pero lo que es mañana, o hablo o me corto la lengua. Ya tengo estudiado el principio, y no se me olvidará una letra. Cuando hable, me los como.

-Estoy por no dejarte entrar -le contestó gravemente su mujer-. Si yo llevara calzones, ya me habían de oír. Así y todo, si me pusiera a ello, los volvía locos... Si yo tuviera calzones, andaba por esos clubes a qué quieres boca. Porque tengo más verdades aquí en el buche...

-Ya verás mañana a la noche si hablo o no. Es que   —93→   cuando voy a empezar me hace unas cosquillas la lengua... y me trabo. Pero no tengas cuidado, que los voy a dejar aturrullados.

-¡Serenata a Morillo! -dijeron cien voces.

-Señores -exclamó uno de los más célebres oradores de la Fontana-, váyase cada uno a su casa, que estos desórdenes nos van a desacreditar. Cada uno en paz a su casa; nada de gritos.

Estos discretos consejos fueron saludados con murmullo prolongado de reprobación.

«¿Quién es ese servilón?» dijo una voz aguardentosa, que no era otra que la del sin par Chaleco.

-A casa de Morillo -repitió Calleja-. Mujer, tráeme el almirez.

El gentío aumentaba con nuevas remesas enviadas de la plazuela de la Cebada y del barrio del Salitre. Los socios de la Fontana se habían marchado, cerrose el club y sólo quedaron en la calle los tres amigos y Lázaro, que se despedía para ir a casa de su tío.

«Espera un instante para ver lo que sale de aquí» le dijo Javier deteniéndole.

A la sazón una persona daba fuertes golpes a la puerta de Calleja.

«¿Qué hay?» dijo este acercándose e interrumpiendo una patriótica y barberil alocución que había comenzado.

-Que vaya usted en seguida a sangrar a don Liborio, que está muy malito.

-Demonio de enfermo: mañana le sangraré.

-No puede esperar: vaya usted pronto -exclamó el criado.

-Señores, ¿qué hago? -preguntó el barbero a sus amigos.

-No vayas, Calleja; que se sangre él solo. Esta no es noche de sangrías. ¡A casa de Morillo!

-Señores... yo quisiera cumplir... porque ya ven ustedes... mi profesión. La ciencia es lo primero.

-No vayas, Calleja.

-Señores, volveré en seguida. A ver -añadió abriendo la puerta de su casa-, ciudadana, tráeme las lancetas.

La ciudadana salió muy afligida, y le dijo:

«A ver cómo le ponemos una ayuda a Joaquinito, que está muy malo. ¡Si vieras qué vomitona le ha dado! ¿Se la pongo de malvas?».

-Póngasela de demonios cocidos, hermana -exclamó Tres Pesetas furibundo.

  —94→  

-Poco a poco, señores -contestó Calleja-. ¿De malvas o de aceite? Déjenme ustedes ver cómo se arregla eso; porque para mí... ¿por qué lo he de negar?, la ciencia es lo primero.

Lázaro insistía en dejar a sus tres amigos: tan aburrido y melancólico estaba.

«Espera, hombre -le decía Javier deteniéndole aún-. Espera a ver lo que hacen estos bárbaros».

-¡Qué es eso de bárbaros! -exclamaron con furia los que más cerca estaban, volviéndose hacia los amigos con tanto interés, que hasta el mismo Calleja dejó la ciencia para salir en defensa de la corporación-. ¿Qué es eso de bárbaros, caballeritos?

-¿Quiénes son esos pelandingues? -dijo uno.

-Este es el aragonés que nos rezó el rosario esta noche. ¡Qué modo de hablar!

-Si parecía un sermón de Viernes Santo...

-El diablo me lleve si no les acaricio las muelas a esos catacaldos -dijo Tres Pesetas, dispuesto a hacer lo que decía.

Javier, el Doctrino, el poeta clásico, vieron una tempestad sobre sus cabezas; pero el poeta clásico, que era el mismo enemigo, no se acobardó y tuvo el antojo de llamar rapista al grandioso Calleja. La chispa saltó, y la lucha era inminente; pero tan desigual, que los cuatro mozos no quisieron arriesgarse a ella, volvieron las espaldas y apretaron a correr, unidos siempre, dirigiéndose a la calle de la Victoria. Muchos de los contrarios les siguieron dando voces y arrojándoles piedras; pero los fugitivos andaban muy ligeros y lograron refugiarse en la calle de la Gorguera, metiéndose en el portal de la casa en que uno de ellos vivía. Cerraron cuidadosamente por dentro. Un enorme canto, lanzado por las robustas manos de Tres Pesetas, chocó en la puerta tan fuertemente, que si hubiera cogido a alguno le hace añicos. Felizmente los jóvenes estaban seguros, y los de fuera, al ver que la presa se les había escapado, retrocedieron, marchándose todos a dar una armoniosa cencerrada al Capitán general de Madrid.



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