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ArribaAbajoCapítulo XI

La tragedia de los Gracos


Luego que sintieron alejarse a sus perseguidores, los amigos subieron. Allí vivía el poeta clásico.

«¿Tienes qué cenar?» le preguntó el Doctrino.

-Un magnífico festín -contestó el poeta-. Un cuarterón de queso manchego y una botella de Cariñena. Mandaremos por unos buñuelos a la taberna de la esquina.

Lázaro tenía un hambre espantosa. Desde de las nueve de la mañana no había probado cosa ninguna, y el cansancio del camino, los esfuerzos mentales y la gran fatiga moral de aquella noche le habían rendido hasta el punto de que no podía tenerse. Subió con los demás, sin fuerzas para emprender a aquella hora el viaje a casa de su tío. La comitiva, guiada por el poeta clásico, se internó en la escalera.

No hay viaje al polo Norte que ofrezca más peligros que una escalera angosta de casa madrileña cuando la obscuridad más completa reina en ella. Comenzáis dando tumbos aquí y allí; de repente tropezáis con la pared; chocáis con una puerta, y el ruido alarma a la vecindad. Dais con el sombrero en un candil que, aunque extinguido por falta de aceite, tiene lo bastante para poneros como nuevo. Y todo esto es llevadero cuando no se encuentra al truhán que baja o al galán que sube, cuando no sentís el retintín de la ganzúa que intenta abrir una puerta, cuando no resbaláis en las substancias depositadas por los gatos sobre los escalones, cuando no tropezáis con la amorosa conjunción de dos estrellas que pelan la pava en el último tramo.

Por fin la expedición llegó a las regiones boreales de la casa, a la elevada zona en que el poeta había hecho su nido. Tocaron, y, abierta la puerta, nuestros amigos se encontraron frente a frente de una mujer que, con soñolientos ojos y rostro avinagrado, alzaba la mano sosteniendo un candil, próximo a imitar la sabia conducta de los de la escalera. Este candil comunicó su luz a otro mejor acondicionado que había en el cuarto donde entraron   —96→   los cuatro jóvenes. La dama echó el cerrojo a la puerta de la escalera, y dando las buenas noches con entonación de un responso, se fue. No había andado cuatro pasos cuando volvió, y arrebujándose bien en su manto, con honestos y recatados ademanes, dijo:

«Por Dios, don Ramón, no hagan ustedes ruido, que está alborotada la vecindad con la algarabía que se arma aquí todas las noches. Porque, ya ve usted... Una es comidilla de las gentes de abajo. La encajera ha ido diciendo que esto es una taberna, y que no se podía vivir en esta casa. Ya ven ustedes... como una es mujer de opinión...».

La señora que tan celosa se mostraba de la opinión de su casa era doña Leoncia Iturrisbeytia, vizcaína, como es fácil conocer por su apellido; patrona de aquel establecimiento, mujer de bien, como de cuarenta años mal contados, de buen aspecto, robustas formas, alta estatura, cara redonda y carácter bonachón y más que sencillo.

«Señora, déjenos usted en paz -le contestó Javier-. Si viniera don Gil con nosotros, no se incomodaría usted».

-Vaya, ya empieza usted con sus bromas, don Javier.

-¿Y cuándo se casa usted, doña Leoncia?

-¿Yo casarme? ¿Yo? -dijo doña Leoncia con mal disimulada satisfacción.

-Pues sepa usted que se lleva un buen mozo. Don Gil es hombre que hará carrera... está en buena edad...

Una carcajada de los otros dos y una sonrisa forzada de la patrona acogieron aquellas palabras. La vizcaína tenía un pretendiente, y este era don Gil Carrascosa, aquel individuo que fue lego, abate y covachuelista y cuanto hay que ser. Corrían por la vecindad rumores alarmantes respecto a la existencia de cierta buena concordia, parecida a la familiaridad, entre el poeta clásico y doña Leoncia la vizcaína. No penetremos en lo sagrado de estos clásicos y patroniles secretos.

Doña Leoncia notó la presencia de un desconocido y quiso darse tono. Se puso seria, y reprendió a los estudiantes por su poca formalidad. Después hizo un pomposo ademán, algunas cortesías, y se marchó.

«Adiós, Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope» dijo cuando la vio fuera el poeta, que gustaba mucho de aplicarle aquellos nombres heroicos.

Poco después de esta despedida se sintieron ronquidos muy broncos y prolongados. Era Ariadna, Antígone, Sofonisba, Penélope, que dormía en el interior. ¡Cuán felices son las semidiosas!

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Javier y el Doctrino tomaron en competencia posesión de la cama. Lázaro se acomodó lo mejor que pudo en una silla de tres pies y medio, y el poeta continuó en pie haciendo los honores del sotabanco. Del cajón de la cómoda sacó un pedazo de queso envuelto en un papel, que se había hecho transparente. Un cuchillo, una botella y un plato, en que había panecillo y medio, salieron de otro rincón, y el festín fue preparado en la mesa, para lo cual se hizo preciso apartar a un lado dos tragedias en verso heroico, un retrato de mujer roído de ratones, un ejemplar de la Constitución, un tintero de cuerno y una babucha, dentro de la cual había unas tijeras, una caja de obleas y medio tomo del teatro de Crebillon.

El cuarto aquel era curioso. La cama se ostentaba lo más horizontal que le era posible sobre dos banquillos, cuyas tablas sostenían un jergón de tan tortuosa superficie, que el durmiente rodaba en él de cima en cima antes de poder conciliar el sueño. Una estera de esparto, finísima en los tiempos de Carlos III, cubría las dos terceras partes del piso, siendo inútiles todos los esfuerzos de doña Leoncia para estirarla hasta cubrir lo que faltaba. Inmenso baúl alternaba con la cama, y a juzgar por lo corroído del cuero y la suciedad acumulada entre él y la pared, los ratones habían tomado por su cuenta la empresa de colonizar aquel recinto. Adornaban las paredes algunos cuadros: el más notable era un trabajo de pluma hecho por el tío del cuñado del abuelo de la vizcaína, que había sido insigne calígrafo, y toda la lámina estaba llena de rasgos, líneas, letras raras, rúbricas y floreos de pluma, trabajo ilegible por ser tan excelente. Por otro lado pendía de la pared un cuadrito de marco ex-dorado, que encerraba las habilidades juveniles de la abuela de doña Leoncia, bordadora de lo más fino. Al lado de estos monumentos de familia estaban un par de figurines del Directorio y una Virgen del Pilar, simplemente pegada en la pared con cuatro obleas.

Ramón echaba vino en un vaso que iba corriendo de mano en mano; el queso fue distribuido, y el pan desapareció en poco tiempo. Lázaro no se mostraba parco en comer, porque la verdad era que tenía buen apetito y se sentía desfallecer por momentos.

«Vamos, Ramoncillo -dijo el Doctrino-, léenos un poco de esa tragedia para llorar, que llamas Petra».

-¿Qué Petra ni Petra? -replicó el poeta-. No seas bárbaro: Fedra querrás decir.

-Lo mismo me da Fedra que Pancrasia.

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-Ya he dejado ese asunto... eso no es nuevo. Ahora lo que conviene es un asunto patriótico.

-Eso me gusta.

-Al fin me decidí por los Gracos... Amigos, ¡qué hombres eran aquellos!

-A ver -dijo el Doctrino-. Léenos algo de esos grajos. Debe ser cosa graciosa.

-Pero ven acá, loco -dijo Javier-: ¿por qué no haces una tragedia de cosas del día en que salgan hombres como estos de ahora?

-No seas tonto -dijo el poeta riendo con la mayor buena fe-: ahora no hay héroes.

-Majadero, ¿pues cómo llamas a Churruca, a Álvarez y a Daoiz?

-Sí; pero esos son héroes de casaca.

Ramón tenía talento y facultades de poeta; pero había nacido en una época funesta para las letras. El frío clasicismo agostaba en flor los ingenios que, educados en la retórica francesa, y siguiendo los principios del prosaico Montiano, del rígido Luzán, del insoportable Hermosilla, no atinaban a utilizar los elementos poéticos que en aquel tiempo nuestra sociedad les ofrecía.

El pueblo, alimentador de los teatros, no comprendía el alto ditirambo de griegos y romanos; y al mismo tiempo, ningún poeta acertaba a poner héroes españoles en la escena. Nasarre en tanto llamaba bárbaro a Calderón, y La vida es sueño no era más que delirio. Aquella restauración clásica fue fecunda para la comedia, porque produjo a Moratín hijo. Pero el drama, la fábula patética que retrata las grandes conmociones del alma y pinta los más visibles caracteres de la sociedad, no existía entonces.

Se hacían algunas tragedias, obras pálidas y sin vida, porque no eran animadas por la inspiración nacional, ni nuestro pueblo vivía en ellas, ni nuestros héroes tampoco. Ya sabemos lo que son héroes tiesos, acartonados, de las tragedias clásicas: siempre los mismos. No se concibe el amor a la libertad sin Bruto, ni el odio al imperio sin Cinna. ¿Cómo puede haber pasión sin Fedra4, y fatalidad sin Edipo, y parricidio sin Orestes, y rebelión sin Prometeo, y amor a la independencia sin Persas? En tiempo de nuestro amigo Ramón, los jóvenes creían esto; y había algunas personas graves que encontraban a Crebillon más inspirado que Lope, y a Rotrou más grande que Moreto.

El poeta de que hablamos escribió su correspondiente   —99→   Alceste, con algún acto de un Bellerofonte y varias escenas de tragedia bíblica, también de cajón entonces. Tuvo una inspiración después, y quiso dejar tan trillado camino. Ideó un Subieski, un Solimán, un Arnoldo de Brescia, y, por último, un Padilla; pero no bien había escrito algunos versos, retrocedió por miedo a la antigüedad, y se fijó en los Gracos. Dio principio a la obra, y la remató poco antes de las escenas que estamos refiriendo.

Ya le tenemos sentado sobre la mesa, con el manuscrito en la mano y alumbrado por el candilejo. El Doctrino y Javier se disputaban la cama con nuevo furor, y Lázaro, que estaba sentado en la silla, había cedido al cansancio, y apoyado en la misma cama, esperaba la primera escena de los Gracos.

Javier tosió, y leyó las listas de los personajes de la tragedia, seguida de la retahíla de tribunos, lictores, centuriones, patricios, pueblos, esclavos. Después relató la decoración, que era la plaza pública, sitio de confidencias, de citas, de discursos, de secretos, de escándalos, de juicios, de todo. Luego empezó el acto. Salía el tribuno primero, y le decía al tribuno segundo si había visto a Cayo: el tribuno segundo5 le contestaba al tribuno primero que no; pero después venía el tribuno tercero, y decía a los dos anteriores que Cayo estaba en casa del sacerdote Ennio Sofronio, y que después vendría a confiarles sus planes en la plaza pública. Estos se van, y saliendo el hombre del pueblo primero, le dice al hombre del pueblo segundo que el pan está caro, y que los pobres se están comiendo los codos de hambre, lo cual exaspera al hombre del pueblo tercero, que jura por Neptuno y el hijo de Maya que aquello no ha de quedar así. Cada uno se va por donde ha venido, y sale después Cornelia, que se pregunta por qué estará tan agitado y triste Cayo; dice que rehúse las viandas ricas de opulenta mesa, para irse a vagar silencioso y abstraído por la margen que baña del lento Tíber la corriente undosa. Pero pronto viene a sacarla de dudas el mismo Cayo en persona, que, alarmado por unas palabras que le dijo el tribuno tercero allá entre bastidores, viene a dar con su madre y le manda que escuche y tiemble, con cuyo mandato Cornelia se hace toda oídos, y se pone a temblar como un azogado. Cayo le dice que los dioses le ayudarán en su empresa, con lo cual la otra se tranquiliza y se le quita el tembloreo. También dice que antes de faltar a su propósito se tragará el Averno a la tierra; beberá el ciervo (de capital ramaje) la mar salobre, y se criará la carpa en las crestas   —100→   del más alto cerro de Trinacria. Después de estos desahogos, cae el telón, y cada uno se va por donde ha venido.

Pero ya cuando Cayo hacía estos juramentos, cerró los ojos el Doctrino, poco preocupado de que el Averno se tragara a Italia, y comenzó a roncar suavemente como un dios holgazán. El poeta no notó este incidente, y entró en el acto segundo; pero al llegar al delicado punto en que Cornelia le refiere a su confidente el sueño que ha tenido, empezó Javier a hacer lo mismo, y se durmió también. Y allá, cuando el poeta se internaba en los laberintos del acto tercero; cuando el senador Rufo Pompilio se le sube a las barbas al senador Sexto Lucio Flaco (el cual, sea dicho de paso, no miraba con malos ojos a la matrona Cornelia, aunque era dueña un poco madura); cuando todo esto pasaba, Lázaro, que había resistido por cortesía, no pudo más, y acomodándose en la silla y en el borde de la cama, dio algunas cabezadas, y se durmió también olímpicamente, comenzando a soñar dormido, que era cuando menos soñaba.

El poeta concluyó el tercer acto, en que había un motín; y antes de empezar la lectura del cuarto, miró en torno suyo y vio aquella escena de desolación. «Dormidos, ¡oh dioses!» exclamó, penetrado aún del espíritu clásico.

Pero era natural. ¿Quién soporta una tragedia con plaza pública, verdadero almacén de endecasílabos? ¿Quién soporta una tan grande ración de clasicismo a aquellas horas, después de oír veinte discursos, después de haber cenado?

Aún faltaba algo. El candilejo, que, sin duda era también poco amante de lo clásico y estaba empalagado de tanto endecasílabo, no quiso alumbrar más tiempo la plaza pública, y se apagó. Ramón cerró a obscuras su manuscrito; comprendió que lo mejor que podía hacer era imitar a sus amigos; bajó de la mesa, tomó la capa, se envolvió en ella, y tendiose de largo sobre el bendito suelo. Poco después estaba tan profundamente dormido como los demás. Así terminó la tragedia de los Gracos. Nos ha sido imposible averiguar si al fin el senador Rufo Pompilio dio al senador Sexto Lucio Flaco el bofetón que deseaba.



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ArribaAbajoCapítulo XII

La batalla de Platerías


El sol y doña Leoncia aparecieron con igual esplendor y hermosura en las primeras horas del siguiente día. La patrona, dejando las ociosas lanas, dio principio a su tocado, que era algo complicado, porque consistía en una restauración concienzuda de todos los deterioros que en su persona hacían lentamente los años.

Después de dar al viento la poca abundante cabellera, comenzaba a tejer un moño, que, a no recibir el refuerzo de unos hinchados cojinillos, no sería más grande que un huevo. Pasaba inmediatamente a adobarse el rostro, operación verificada tan hábil y discretamente, que no conociera la verdad de su mentira ni el mismo don Gil, que era la persona que más se acercaba a ella durante el día. A veces solía usar cierto pincelito; pero esto no era más que en los días clásicos, y no hacemos alto en ello por ahora. En estas ocupaciones estaba, mal ceñidas las faldas, sin corsé y descubiertas con negligente desnudez las dos terceras partes de su voluminoso seno, cuando una persona entró en la casa, y acercándose al cuarto de la diosa, dio un par de golpecitos en la puerta.

«¿Quién?» dijo alarmada la vizcaína.

-Yo.

-Por Dios, Carrascosa, no entre usted, que estoy...

Pero Carrascosa empujó la puerta, y la hubiera abierto a no impedírselo por dentro la asustadiza y honesta dama, que dejó el aceite y se ciñó el vestido rápidamente para acudir a defender la plaza.

«Leoncia, Leoncia, mira que soy yo, tu Gil».

-Don Gil, don Gil, no sea usted pesado. Siempre viene usted cuando está una arreglándose. Espere usted. Pase a la cocina, que tengo que hablarle.

-Yo también tengo que hablarte -dijo Carrascosa, aplicando el ojo a la cerradura por probar si veía algo.

Doña Leoncia no tardó en arreglarse: se ciñó el corsé, se puso las últimas horquillas, se aplicó dos o tres alfileres   —102→   al pecho, se echó un mantón sobre los hombros y pasó a la cocina.

«Sabes que vengo muy incomodado -le dijo don Gil, mientras la dama, que se había acercado al hornillo, se esforzaba en encender con pajuela unos carbones-; sabes que estoy muy incomodado, Leoncia, con lo que dice la gente, y vengo a que me saques de dudas; porque, en fin, tengo esto atravesado en el gaznate y no lo puedo pasar».

-¿Qué?, ¿a ver?... ¿a ver qué majaderías traes hoy?

-Nada, sino que la gente da en decir que tú... -aquí el ex-covachuelista se detuvo, como si efectivamente se le atragantara una cosa en las fauces.

-¿Que yo?... ¿a ver?, ¿qué? -dijo la patrona, soplando los carbones.

-Que tú... quiero decir... que ese jovencito que hace versos y vive en ese gabinete, está muy fino contigo, y te está cortejando... Me dijo la frutera que ayer te vio salir con él de paseo, y...

-No me vengas acá con majaderías -dijo doña Leoncia, alzando en su derecha mano una badila de cobre que en aquellos momentos le servía-: lo que hay es que como una es mujer de opinión, ha de estar todo el mundo ocupándose de una para decir lo que se le antoja. ¡Vaya, don Gil! ¿Y usted se anda en chismes con la frutera? ¡Buena está ella! No me vuelva usted acá con enredos. Lo que hay es que no puede una mover un pie sin que venga toda la vecindad a decir por qué sí y por qué no.

-Cepos quedos -dijo Carrascosa-, que yo no dudo de que seas una mujer muy principal; pero debe evitarse que la gente ande diciendo cosas... porque...

-No me hables de eso, Gil; Gil, no me hables de eso -dijo fingiéndose incomodada doña Leoncia-; que todos los hombres son unos engañosos, y está una muy escarmentada... no... digo... muy... Le han dicho a una lo que son los hombres... Y si no, miren al prestamista de abajo que todos los días desayuna a su mujer con cincuenta palos.

-¡Oh Leoncia de mis pecados! Y piensas que yo no te he de tratar como una dócil ovejuela que eres... Mira, no seas tonta: puesto que nos hemos de arreglar y es preciso mantener la opinión, bueno sería que echaras de tu casa a ese mozalbete, y que se fuera con sus versos a otra parte.

-Pues digo que no. Si hablan, que hablen; si enjurian, que enjurien. Yo soy mujer de opinión.

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-Jesús, Leoncia: ¿y no me haces ese gusto?

Doña Leoncia empezó a reír con mucha gana; y el buen Carrascosa, que no estaba dispuesto aquel día a ponerse serio, se serenó y concluyó por reírse también.

«Mira que esta tarde voy con doña Petronila y Juliana a merendar a Chamartín. Doña Ramona vendrá también, y si tú vienes, cantarás aquellas seguidillas que sabes».

-Yo no estoy para seguidillas. Lo que me carga es que vaya ese don Ramoncito, que me tiene ya hasta aquí. Mira, mira, Leoncia: si lo echas, estaré cantando seguidillas cuatro días seguidos. ¡Ah! No me acordaba: ¿sabes que estamos arreglando una procesión en las Maravillas? Ya te proporcionaré un balcón para que la veas. Va a estar muy lucida, y salen más de veinticinco santos y todas las cofradías de Madrid.

-Mira, Gil, no te andes con procesiones, que es cosa que no me gusta. ¿Con que vienes a Chamartín?

-Sí: bueno es que nos vayamos allá, porque hoy hay jarana en Madrid, y se me antoja que habrá tiros por esas calles.

-¡Jesús y Santa Librada! ¡Otra jarana! -dijo la vizcaína con el rostro descompuesto y mudando de color-. Pero ¿qué hay?

-Ahí es nada. Que esos locos de la Fontana van a pasear el retrato de Riego con música y todo. La autoridad ha prohibido esa procesión, y ellos dicen que la habrá. Veremos quién gana. Ya anda la gente por ahí alborotada y pronto hemos de ver el tumulto.

En efecto, el ruido no se hizo esperar: un gentío inmenso ocupaba la vecina plazuela de Santa Ana, y hasta la tranquila mansión de doña Leoncia llegó el rumor de las voces. La criada, que venía de comprar, entró dando gritos de terror y diciendo que había sentido unos grandes cañonazos. A los gritos de la gallega despertaron los tres amigos y Lázaro.

«¿Qué hay? -dijo Javier-. ¿Qué algazara es esta?».

-¿Qué ha de ser sino la procesión? -dijo el Doctrino.

Lázaro se levantó dolorido, porque con la molesta posición que en el sueño tomó parecía que se le había roto el espinazo. Abrieron el balcón y miraron. Doña Leoncia entró en el cuarto del poeta dando alaridos y manoteando.

«¡Jesús, Jesús! ¡No abran ustedes el balcón, que se nos va a meter aquí alguna bomba! ¿No oyen ustedes los cañonazos? ¡Jesús, qué disparos tan fuertes!».

-Señora, usted está soñando con los cañonazos.

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-No te alarmes, Artemisa, Electra...

-¡Cierren ese balcón!

Los cuatro jóvenes eran muy curiosos para contentarse con mirar desde el balcón. Bajaron a la calle con mucha prisa para unirse al gentío, aunque Lázaro pensaba dejar aquello y marcharse inmediatamente a casa de su tío, recogiendo de antemano su mezquino equipaje en el Parador del Agujero.

«¿Quién es ese joven?» dijo don Gil a la patrona, luego que los cuatro habían bajado.

-No sé quién es: le trajeron anoche.

Carrascosa creyó reconocer en aquel joven al sobrino de su amigo, a quien había tratado en Ateca; y queriendo cerciorarse, porque sin duda le interesaba, bajó tras ellos. Los cuatro jóvenes se mezclaron al gentío: no se podía dar un paso. La procesión estaba organizada, y pronto iba a emprender la marcha para salir a la calle de Atocha. Gran confusión reinaba en la multitud, y eran vanos los esfuerzos de dos o tres personas para poner en filas ordenadas al pueblo y dirigirle.

Lázaro trató de marchar a donde debía; pero tuvo una tentación, que le hizo detenerse meditabundo y preocupado. Al ver aquella multitud, su imaginación, abatida y exánime desde la singular escena del café, volvió a remontarse tomando su acostumbrado vuelo. Allí estaba reunido un pueblo, dispuesto a una gran manifestación. Confuso y como asustado de su empresa, la muchedumbre vacilaba, no tenía fijeza ni determinación; sin duda allí faltaba algo. Lázaro quiso dominarse rechazando la tentación. Se alejó del pueblo y volvió a acercarse a él. «Sí -pensaba-, aquí falta algo: falta una voz».

Había llegado aquel momento supremo de las agitaciones populares en que las turbas se paran silenciosas, alterados los miles de corazones por un solo y profundo temor, trastornadas las mil cabezas con una sola duda. Falta que una voz sola diga lo que todos sienten. En estos momentos solemnes es cuando vemos un cuerpo elevarse sobre miles de cuerpos y una mano temblorosa extenderse sobre tantas cabezas. Una voz expresa lo que en tantos cerebros pugna por adquirir formas orales; esa voz dice lo que una multitud no puede decir; porque la multitud que obra como un solo cuerpo con decisión y seguridad, no tiene otra voz que el rumor salvaje compuesto de infinitos y desiguales sonidos.

Cuando aquel hombre ha hablado, la multitud ha dicho lo que tenía que decir; la multitud se conoce, ha podido   —105→   recoger y unificar sus fuerzas, ha adquirido lo que no tenía: conciencia y unidad. Ya no es un conjunto inorgánico de fuerzas ciegas: es un cuerpo inteligente cuya actividad tiende a un objeto fijo, bueno o malo, pero al cual se encamina con decisión y conocimiento.

Esto pensaba Lázaro. ¿Podría él ser ese medio de expresión? ¿Sería el Verbo revelador de aquel cuerpo ciego e inconsciente? ¿Hablaría o no hablaría? La masa en tanto se arremolinaba y se extendía por la plazuela del Ángel. Lázaro la siguió como fascinado; después se apartó con miedo de ella y de sí mismo. Pero no podía resolverse a retirarse. ¿Hablaría o no? Le oirían de seguro. ¿Cómo no, si había de decir cosas tan bellas? Él estaba seguro de que las diría. Las palabras que había de decir estaban escritas con letras de fuego en el espacio.

Ya el retrato avanzaba llevado por cuatro socios de la Fontana. Sonaba la música, el gentío rodeaba el lienzo, y todos se movían sin adelantar, oscilaban sin extenderse, se revolvían confundiéndose. Sin duda faltaba algo. Lázaro se mezcló en el torbellino. Sus ojos brillaban con extraordinario resplandor; su inquietud era una convulsión, su agitación una fiebre, su mirada un rayo. Cruzábanle por la mente extrañas y sublimes formas de elocuencia; latíale el corazón con rapidez desenfrenada; las sienes le quemaban, y sentía en su garganta una vibración sonora que no necesitaba más que un poco de aire para ser voz elocuente y robusta.

Vio que alzaban el retrato, que la turba se arremolinaba en circuitos sin fin y vio agitarse en el aire multitud de pañuelos blancos que salían de aquel torbellino como una espuma.

La comitiva desordenada siguió por la calle de Atocha y penetró en la Plaza Mayor. Allí se difundió un poco. Pero después trató de atravesar el arco de la calle de la Amargura para entrar en Platerías. El gran monstruo midió de una mirada el volumen de sus miembros multiplicados y la anchura del Arco por donde había de pasar. El camello iba a pasar por el ojo de la aguja. Hubo un movimiento convulsivo de codos, y los abdómenes se deprimieron, giraban los cuerpos, y algunos sombreros saltaron a impulsos de las repercusiones y choques de tantas cabezas. Algunas voces trataron de pronunciar una orden para vencer aquella dificultad, problema de obstetricia, sin duda.

«Delante el retrato. Dejen pasar el retrato» decían.

Era imposible: la gente se agolpaba de tal modo, que   —106→   el retrato no podía pasar. Al fin, tras largos esfuerzos, el retrato pasó por el Arco. Detrás seguía con la mayor confusión la gran masa de gente. La multitud que llenaba la plaza se había parado y esperaba. El retrato y sus corifeos desembocaron en la calle Mayor; pero al llegar allí, una sorpresa sin igual detuvo la procesión. Dos filas de soldados formaban en las Platerías llegando más allá de la plazuela de la Villa. Las picas de un escuadrón de lanceros brillaban a lo lejos, y delante de esta tropa estaba el Capitán General de Madrid, a caballo, esperando con grande aplomo y entereza. Este hombre avanzó seguido de dos o tres, y señalando con el sable, intimó la orden de retirada a los del retrato. Hubo una rápida consulta de miradas entre estos. Una autoridad civil se acercó también, y con los mejores ademanes dijo que se fuera cada cual a su casa y renunciaran a aquella manifestación, porque el Gobierno estaba resuelto a que no dieran un paso más. El aspecto de la tropa impresionó vivamente a los del retrato; además, estos contaban con la ayuda del regimiento de Sagunto y el regimiento de Sagunto estaba encerrado y perfectamente custodiado en su cuartel.

Trataron, sin embargo, de pasar adelante, y dijeron que aquella manifestación era puramente moral; que no trataban de producir ningún trastorno, ni era agresiva su actitud, ni tenían más objeto que tributar un homenaje de admiración al héroe que había dado la libertad a su patria.

«¡Cada uno a su casa! Atrás el retrato», dijo resueltamente Morillo.

La defensa era imposible. La procesión no tenía armas. La supuesta debilidad del Gobierno se había trocado en inquebrantable firmeza. Algunos empezaron a desertar, desfilando por la calle de Milaneses y la plazuela de San Miguel. El retrato descansaba en tierra y se movía adelante y atrás, poco seguro en manos de sus portadores. Estos hablaron: pero todo fue inútil: la gente empezó a retroceder, algunos a gritar, y hubo también quien quiso oponer resistencia a la tropa.

Entre tanto el gentío que ocupaba la plaza permanecía inmóvil. ¿Quién era aquel que entre tanta gente se elevaba y, agitando las manos, profería voces que la muchedumbre aplaudía? El orador hablaba bien, sin duda: grandes aclamaciones acogían sus palabras; pero los continuos empellones, los gritos de los pisoteados y estrujados no permitían a aquel expresarse con desahogo.   —107→   Algunos pedían silencio; pero el silencio en toda la plaza era imposible. A lo mejor, los que en el arco discutían con la autoridad, retrocedieron al ver que la tropa resistía. La confusión entonces llegó a su término. El orador continuó su filípica; pero la continuó excitando al pueblo a que no cediera su empeño de verificar la manifestación. Estaba lívido, anhelante, y cada palabra suya era como un latigazo que estimulaba a la muchedumbre a seguir adelante.

En tanto las tropas avanzaban despejando la plaza; y algunos eran tan osados, que delante de los caballos oponían resistencia y vociferaban apostrofando a Morillo y a su gente.

«¡A esos que gritan!» dijo el que mandaba el piquete.

Arremolinose el gentío. Muchos corrieron a escape. Otros dieron vueltas, arrastrados por la oleada, o permanecieron turbados sin saber qué partido tomar. Lázaro calló.

«¿Quién gritaba? -dijo el capitán-. A los que gritan. Prended a los que gritan».

Lázaro quiso huir; pero el brazo vigoroso de un soldado le detuvo fuertemente.

«Prended a los que gritan. Este es el predicador. ¡A ese!».

Lázaro pasó de una mano fuerte a otra fuertísima. Apenas se daba cuenta de que le habían prendido. Creyó que le soltarían en seguida, e intentó desasirse, aunque inútilmente.

«¡Atrás, atrás! ¡Fuera de la plaza!» continuaba el capitán.

Y era bien obedecido, porque el gentío se desbandaba a toda prisa. La procesión fracasó. El retrato quedó hecho trizas en medio de la plaza; la tropa tomó todas las entradas.

¿Qué fue de Lázaro? Un cuarto de hora después entraba, honrosamente custodiado, por las puertas de la cárcel de Villa, y era introducido, también honrosamente en un tristísimo, obscuro y sucio calabozo.



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ArribaAbajoCapítulo XIII

No llega el esperado. Llegada de un importuno


De todos los procedimientos que el espíritu emplea para atormentarse a sí mismo, el más terrible es esperar. Contra esto no hay remedio. Parece que ha de ser fácil resolverse a no esperar, apartar la imaginación de la cosa esperada, y vivir sólo en un punto de la vida, en un momento del tiempo, sin esa dolorosa aspiración a lo venidero que desquicia el ser, sacándole de su centro.

Cuando se espera lo que ha de llegar, las horas son siglos; cuando se espera lo que debió llegar, las horas vuelan como segundos. Clara estaba a la hora de las diez con el alma suspensa, trémula y atenta, llena de inquietud y zozobra. Pasa de las diez y el viajero no viene; el reloj vuela de las once a las doce, y de las doce a la una. Pascuala tenía mucho miedo, porque el ruido de gentes que en la calle se sentía aumentaba a cada hora. Las dos estaban sentadas en el cuarto interior, y no decían cosa ninguna, ni la criada contaba aquellos cuentos de las ninfas y el dragoncillo, que había aprendido en su pueblo, ni la huérfana se reía con la franca expansión y natural sencillez de su carácter. Ambas estaban muy silenciosas: se miraban con ansiedad cuando algún ruido se sentía en la escalera; y al cerciorarse de que no era lo que aguardaban, caían la una en su abatimiento indiferente, la otra en su calmosa, melancólica y disimulada agitación.

Clara, a la madrugada, entró en el período de las conjeturas, forma con que el espíritu se da todos los tormentos imaginables. ¿Qué le había pasado? ¿Volcaría el coche? ¿Le habrían salido ladrones con aquellos tremendos trabucos que pintan en las estampas? ¿Habría desistido del viaje? ¿Tendría tal vez amores con alguna muchacha del pueblo? ¿Le detendría alguna partida de realistas? Todo se le ocurría menos lo cierto. En estos momentos fácil es tranquilizarse teniendo un poco de serenidad; pero nadie la tiene, y una ceguera profunda sustituye a la normal lucidez del entendimiento. Basta razonar en   —109→   calma y decir: «¿No ha venido? Se habrá detenido casualmente. Mañana vendrá». Pero en vez de hacer este lógico razonamiento, lo que generalmente se piensa es esto: «¿No ha venido? Pues se ha muerto: le mataron».

Luego la noche contribuye a este tormento; la noche, que a todo da formas horribles, lo mismo a las cosas materiales que a las visiones internas. Clara, que no había podido ni podía dormir, no cesaba de percibir informes bultos, sangre, obscuridad, repentinamente opuesta a una gran luz que alumbra horrores. Da calentura esa situación. Impaciencia febril se apodera de la sangre que se agita y circula, como si la rapidez de su marcha acelerase la llegada de lo que se espera. Esta contrariedad de nuestro deseo es más horrible, porque es lenta, sin límites. Delante no se ve sino la eternidad. No vienen a la mente las modificaciones que puede traer el próximo día. Aquella noche y aquella soledad parece que no han de tener fin.

Las primeras luces del día no hicieron, sin embargo, otra cosa que aumentar su tristeza. ¡Ayer! ¡Desde ayer le había estado esperando! Deseaba salir fuera y correr, preguntando a todos por el desventurado joven. Abrió el balcón, miró a la calle, creyendo que iba a verle pasar, y examinó a todos los transeúntes. Entonces le llamó la atención una persona que, fija en la esquina, la miraba con tenacidad. Segura de que no era él volvió la cara, y no se cuidó más de aquella persona.

Cerró el balcón, porque sentía fatiga y mucha necesidad irresistible de dormir. Fue a su cuarto, y sentada en una silla, recostó la cabeza sobre la cama. Pero en vez de dormir empezó a cavilar con tanto desvarío y agitación como durante la noche. Elías tampoco había vuelto. ¿Qué sería de él? ¡Oh, qué luz! Tal vez le había encontrado y estarían juntos en alguna parte.

En esto entró Pascuala, que venía de la calle. La alcarreña se acercó a Clara, adornando la redonda y vasta fachada de su cara con impertinente sonrisa.

«¿Sabe usted lo que ha pasao?».

-¿Qué?, ¿qué hay? -dijo Clara con interés.

-Que aquel caballerito del otro día... pues... el señor militar... me paró en la esquina.

-¿Y a mí qué me importa eso?

-Que dice que viene acá.

-¡Jesús, acá! ¿Y a qué viene acá? Estamos solas.

-Pues es un caballero muy cumplido.

-¿Sí? Pues no me he fijado.

  —110→  

-¿No le vio usted el otro día aquí... cuando el señor vino malo?

-Sí: parecía una buena persona. ¿Pero a qué quiere volver aquí?

-Usted bien se lo malicia. ¡Ah, qué picarona es usted!

En aquel momento sonaron en el bolsillo de Pascuala las pesetas que el militar le había dado. Después se sintieron pasos en la escalera y sonó muy débilmente la campanilla.

«Es él» dijo la alcarreña.

Y antes de que Clara pudiera impedírselo, la moza corrió, abrió la puerta, y el militar, que ya conocemos, entró en el pasillo, se descubrió con respeto y se acercó a Clara.

-¿A quién buscaba usted? -dijo Clara-. No está: ha salido.

-Sí está, no ha salido -contestó el militar con aplomo.

-¿Quién? ¿Pero a quién buscaba usted?

-Fácil es comprender que no busco a ese viejo, cuyo trato aleja en vez de atraer a las personas.

-¿Pero qué quiere decir?, ¿a qué viene usted? -le preguntó Clara con ligera expresión de alarma-. Estoy sola: váyase usted.

-Por lo mismo no me voy.

-Si usted no se va, llamaré, gritaré -dijo Clara, resuelta sin duda a hacer lo que decía.

-Entonces reñiremos -afirmó el militar con sonrisa de amistosa franqueza, que desarmó en parte el enojo de Clara.

-¡Por Dios, que va a llegar! ¿Pero quién es usted? ¿A qué viene usted aquí? ¿Quién le ha dado licencia para entrar? Usted es el que vino el otro día con él. Ya le reconozco; pero no entiendo a qué viene hoy. ¡Pascuala, Pascuala!

-No me mire usted como enemigo. Mi entrada ha sido singular; pero no soy un ladrón ni un asesino. Vengo como amigo: traigo paz y amistad. No tenga usted miedo, Clara. Vengo como amigo. Ya nos conocemos de un solo día, cuando vine aquí sosteniendo a ese pobre señor.

-¡Oh!, y ahora puede venir -dijo Clara alarmada-. Márchese usted, por Dios. Yo no le conozco, ni me importa todo eso que me ha dicho. Si él llega...

-Lo que menos me importa es ese viejo -contestó el militar-. Antes me interesaba un poco. Creí que era de usted pariente, su esposo tal vez. Pero después he sabido que es un tiranuelo que vive para martirizar a una pobre huérfana, que se muere de melancolía encerrada aquí.   —111→   No puedo ver con indiferencia que una persona tan guapa, tan amable, tan digna de ser feliz, pase la vida en poder de esa fiera.

-¡Oh! Pues yo estoy bien así. Le agradezco a usted su bondad -contestó Clara-; pero no es necesaria. Váyase usted, por Dios.

-No me iré, no -dijo el militar, exaltándose un poco-. Hace algunos días que me preocupa la idea de los martirios que usted debe de sufrir. Siento un deseo muy grande de libertarla a usted de ese maniático, y creo que realizaré este propósito. He pasado por ahí cien veces al día y me ha dado horror el aspecto sombrío de esta casa, sepulcro en vida de tan bella criatura. Usted se reirá de mí, lo comprendo. Le parecerá extraño este interés que tomo por una persona a quien sólo he visto una vez; pero de este misterio no hay que hablar ahora. Lo que importa es que usted se decida a hacer lo que yo le aconseje. Sepa usted que he jurado no permitir que muera aquí de hastío y soledad. Estoy seguro de que usted, que con tanta sencillez me comunicó la única vez que nos vimos parte de sus desventuras, tendrá hoy la confianza que necesito, sabrá apreciar la nobleza de mis propósitos y no se opondrá a que se realicen.

Clara no sabía qué contestar. Estaba confundida al ver el generoso y fraternal interés que tenía por ella una persona a quien había visto tan poco. Esto hubiera llenado de orgullo a otra mujer; pero Clara era muy modesta, y ante aquella manifestación afectuosa no tuvo más que gratitud y vergüenza. Nunca creyó merecer aquello.

«Yo le agradezco mucho, señor -dijo-; pero...».

La verdad es que no podía decirle que era feliz y que deseaba continuar aquel género de vida. Era cierto lo que el militar decía. Era imposible vivir en compañía de aquella fiera. ¿Pero acaso no esperaba su salvación de otra persona? Esta idea la indujo a rechazar con más energía las ofertas que aquel le hacía.

«Usted no conoce a la persona con quien vive -continuó el militar-. Usted no le conoce, yo sí: ya me he informado de su carácter y de sus ideas. No sólo es un hombre extravagante e intratable, sino un fanático sin corazón, un hombre feroz de perversos instintos y cálculos terribles. No: usted no puede seguir más tiempo en manos de ese hombre, que no es su pariente ni su amigo; que se llama su protector, para hacer de usted una víctima de su orgullo brutal».

Clara comprendió, por la vehemencia con que el joven   —112→   hablaba, que era cierto su interés, y conoció también que la pintura que del viejo hacía no era exagerada. El desconocido obraba con la mayor nobleza, sinceridad y buena fe. Era uno de esos caracteres inclinados a las aventuras difíciles y que implicaban la salvación peligrosa de los que sufrían. Su espíritu caballeresco, su corazón inclinado al bien, hallaron en aquel suceso un motivo de ocupación, y dedicó toda su actividad a la realización del más generoso propósito. Además, un sentimiento bastante enérgico de simpatía hacia aquella pobre huérfana le impulsaba a proceder con tanta diligencia. Más adelante conoceremos el nombre y los hechos de este noble caballero.

«Pero no esté usted más tiempo aquí -dijo Clara-. ¿Cómo quiere usted convencerme de que se interesa por mí, si precisamente estando aquí me prueba lo contrario? Si él viene y le encuentra en la casa...».

-No dirá nada. Ese hombre es tan miserable, que no le importa ni la felicidad ni el honor de usted: todo lo mirará con indiferencia. A usted no le queda más amparo que yo.

La huérfana, al oír estas palabras, sintió un frío en el alma. El momento en que eran dichas hacía que parecieran una gran verdad. Su único, legítimo y verdadero amigo no vendría. Ya no le quedaba más amparo que el de un advenedizo.

«Nada más que yo; pero es bastante -continuó el joven con afectada voz-. Siga usted el plan que yo le marque: no haga usted caso de ese viejo. Yo seré para usted todo lo que puede ser un hombre de corazón y honradez. Tenga usted en mí la confianza que se tiene en lo que nos ha de salvar... Y ahora, Clara, me voy. Pero no tardaré en volver a dar mis órdenes a la pobre prisionera cuya felicidad pende de mí. ¡Qué orgullo siento en esto! Yo estaré siempre alerta. Si le ocurre a usted una nueva desventura no necesita avisarme. Yo me hallaré aquí para socorrerla y animarla. No le queda a usted más amparo que yo. Piénselo usted bien. Adiós».

La decisión de aquel hombre desconocido, insinuado tan novelescamente en los secretos de la casa, era muy firme. Se había propuesto emprender una aventura generosa, a que le inclinaban al mismo tiempo un sentimiento de simpatía, y el deseo, inveterado en él, de hacer bien.

Si había un poco de egoísmo en él, después lo veremos.

  —113→  

Ya se marchaba, cuando Pascuala salió de la cocina asustada, y dijo:

«¡El amo!».

-No abras -dijo Clara temerosa-. Espera: escóndase usted.

Pero Elías, que tenía llave, no necesitaba que le abrieran para entrar.

«No importa» dijo el militar, que trataba de serenar a Clara.

Coletilla abrió y entró. Venía cabizbajo y abstraído. Dio algunos pasos por el corredor sin ver al intruso; mas al llegar al extremo notó aquel bulto, alzó la cabeza, y vio al joven, que se inclinaba ante él con mucho respeto.




ArribaAbajoCapítulo XIV

La determinación


«¿Qué busca usted?, ¿quién es usted?, ¿qué hace usted aquí?».

-¿No me conoce usted? Soy el que hace unos días le trajo a usted muy mal parado a su casa, y venía a ver si estaba usted ya completamente restablecido.

-Sí, señor: estoy bueno -contestó bruscamente; y entrando en la sala, a donde le siguió el joven-: ¿no se ofrece nada más?

-Nada más, y me retiro: acabo de llegar -dijo con afectada naturalidad el militar-. Me retiro repitiéndole que me intereso mucho por su salud.

-Bien: ya me lo dijo usted el otro día -respondió Coletilla dirigiendo miradas recelosas a Clara y a Pascuala.

-¿Y no me manda usted nada?

-Nada más sino que me deje usted en paz. ¿No va usted a la procesión? Está muy lucida.

-No estoy para procesiones.

-¿Le gusta a usted saber lo que pasa en las casas de los realistas? -añadió el anciano con el acento amargo y receloso propio de su carácter-. Aquí no se conspira. Y si yo conspirara, lo haría de modo que no vinieran a sorprenderme los lechuguinos de la Milicia Nacional.

  —114→  

Clara estaba temblando. Le parecía que el militar, ofendido por aquel insulto, iba a desenvainar el tremendo sable que llevaba en la cintura y a descargarlo sobre la cabeza del realista. Pero aquel sonrió desdeñosamente, y dijo:

«Amigo, veo que me juzga usted mal. Puede estar seguro de que no me ocuparé en delatarle. ¿Qué daño puede hacer usted?».

-¿Yo?... daño... -respondió el fanático con una mueca feroz, que en él equivalía a la sonrisa.

-Poco será el que usted haga y por poco tiempo. Eso se lo juro a usted. Con que voy a hacerle el favor de marcharme. Adiós.

Dirigiose a la salida, no sin tratar de expresar a Clara con una mirada lo que antes le había dicho con muchas palabras, es decir, que confiara en él y esperara. Hubiera querido verse acompañado de la joven hasta la puerta; pero la infeliz no se atrevió. Cuando el militar estuvo fuera, Coletilla se volvió a Clara, y con irritados ademanes le dijo:

«¿Hace mucho que entró aquí ese hombre?».

-No, señor: un momento antes de usted llegar -respondió temblando Clara.

-¿Y por qué le habéis abierto? ¿No dije que no abrierais a nadie?

-Venía a preguntar por usted.

-¿Por mí? Ya... -contestó Elías con furia-. Algún espía del Gobierno. Pero ya me figuro la verdad. Este es algún mozalbete que te hace la corte.

-¿A mí? No, señor. Si no le conozco, no le he visto nunca -dijo Clara temblando.

-Pues yo le he visto rondando esta calle. Sí, señora, le he visto. No me lo niegues. ¡Tú tienes tratos con él, tú le has hablado, tú le has dado cita aquí!...

Clara no había visto nunca a Elías tan encolerizado contra ella. Las inculpaciones que le hacía ofendieron tanto su inocencia, que en aquel momento sintió lo que nunca había sentido: una secreta aversión hacia aquel hombre.

«Yo he sido un padre para ti, Clara; pero tú no has sabido apreciar mi protección -continuó Coletilla con encono-. Tú eres una ingrata, una mujer sin juicio; abusas de la libertad que te doy, abusas de mi alejamiento de la casa. Pero yo te juro que te enmendarás. Es preciso que hoy mismo tome la determinación que había pensado. Sí, hoy mismo. Ahora mismo».

  —115→  

-Le digo a usted que no sé quién es ese hombre; que hoy ha entrado aquí a preguntar por usted. No sé quién es ni me he ocupado nunca de semejante persona.

-Hipócrita, ¿piensas que creo en tu aire de mosquita muerta? Fíese usted de las niñas apocaditas. Pero tus travesuras se concluirán, Clara. Ya no comprometerás otra vez mi reposo como hoy. Yo estoy siempre fuera, y no quiero que durante mi ausencia se convierta esta casa en un infame garito.

Clara no podía creer aquellas palabras. Ya sabemos que era poco ducha en contestar cuando el terrible anciano la reprendía. Y esta vez su honor ofendido no encontró tampoco las palabras que en aquella situación convenían. Negó y lloró tan solo, argumento que el realista tomó como la última expresión de la hipocresía y el engaño.

-Prepárate, Clara, a salir de aquí. No mereces los sacrificios que he hecho por ti. A ver si ahora compras florecitas y arreglas cintajos para coquetear en la ventana. Vas a vivir de aquí en adelante en compañía de unas personas cuya protección no mereces tampoco. Pero estas son tan caritativas, que te admitirán por consideraciones a mí. Prepárate. Esta tarde mismo voy a llevarte a casa de esas señoras, y allí vivirás. Ellas te enseñarán a ser mujer de bien, y allí veremos si vuelves a tus locuras, veremos si te apartas del buen camino. Vivirás con ellas; las ayudarás y servirás en sus labores, y te enseñarán lo que no puedes aprender en mi casa, sola y sin guía.

-¡Las señoras de Porreño! -pensó Clara con horror-; aquellas tan erguidas y finchadas, que le daban miedo siempre que le hablaban, dejándole una impresión de tristeza que no podía borrar en muchos días.

-Estas ideas del día -continuó Elías como hablando solo-, pervierten hasta a las muchachas más recatadas. ¡Estas ideas del día, esta lepra social!... ¡se difunde sin saber cómo!... ¡penetra en todas partes! ¡Quién lo había de decir!... Ya se ve... Sola en esta casa... Irás, Clara, en casa de esas señoras. Ten presente que no lo mereces, porque ellas son personas muy principales y virtuosas, libres del contagio del día. Haz cuenta que entras en un santuario.

No había remedio. La fatal determinación, que, sin conocerla, había asustado tanto a la huérfana, estaba irremisiblemente tomada. Clara se iba a vivir con aquellas misteriosas señoras, en cuya casa, según Coletilla decía, no habían penetrado las ideas del día. Hacía tiempo que   —116→   él tenía este deseo para vivir más a sus anchas; pero nunca se hubiera atrevido a proponerlo a las tres venerables matronas, si estas, con una generosidad que él no se cansaba de admirar, no se lo hubieran indicado. Era ya cosa resuelta; así es que Coletilla, al ocurrir la escena que hemos referido, no quiso retardar ni un momento la determinación y partió a casa de sus amigas a darles aviso, dejando a Clara entregada al dolor más profundo.

Digamos algo de las relaciones que anteriormente había tenido Elías con aquellas tres nobilísimas damas.

A fines del siglo era Elías mayordomo mayor de la casa de los Porteños y Venegas. La ruina de esta histórica casa data de aquella misma época. Don Baltasar Porreño, Marqués de Porreño, que había sido consejero íntimo de Carlos IV, entabló un pleito con un pariente suyo, descendiente de los Marqueses de Vedia. Este pleito duró diez años, y en él perdió Porreño casi toda su fortuna, contrayendo deudas espantosas. Después tuvo la desdicha de sostener a Godoy en la conspiración de Aranjuez, y caído Carlos IV, el Príncipe heredero no perdonó medio de hacerle daño. Su hermano don Carlos Porreño cometió el despropósito de afrancesarse durante la guerra, y la protección de Junot y de Víctor no sirvieron sino para que fuera después condenado a perpetua proscripción.

Aquella casa ilustre y poderosa llegó al extremo de la ruina con la muerte del Marqués; los acreedores embargaron sin respetar los preclaros timbres de la familia, y después de liquidadas las cuentas e inventariados los bienes muebles e inmuebles, no les quedó a los herederos sino una miseria. A la vuelta de Francia, Fernando olvidó que el Marqués de Porreño había sido su enemigo en la conspiración de Aranjuez, y concedió una pensión a su hermana. El hijo varón del Marqués había muerto en el viaje, navegando hacia América, y de la casa antigua y poderosa no quedaron más que tres señoras, a saber: la hermana y la hija del Marqués de Porreño, y la hija de su hermano don Carlos, que siguió a Napoleón, y murió, según se decía, en Praga, al volver de la campaña de Rusia.

Después del triste fin de la casa, Elías siguió fiel a sus antiguos amos. Al volver de la guerra, se presentó a aquellos tres gloriosos vestigios y les ofreció de nuevo sus servicios; pero las tres damas no tenían ya bienes que administrar. De su caudalosa fortuna no les restaba sino unas tierras de pan llevar en el término de Colmenarejo, y unos viñedos de muy poco valor junto a Hiendelaencina.   —117→   La administración se reducía a tomar las cuentas cada trimestre a dos colonos que cultivaban aquellas heredades. Pero las señoras de Porreño, después de su decadencia, miraban a Elías como a un buen amigo, le trataban de igual a igual (¡lo que puede la decadencia!), aunque el antiguo mayordomo no traspasaba nunca, ni en sus conversaciones, el límite respetuoso que separa a un hijo de zafios labradores (frase suya) de tres damas pertenecientes a la más esclarecida nobleza.

Ellas no eran niñas. La hermana del Marqués, llamada doña María de la Paz Jesús, pasaba un poquito más allá de los cincuenta, aunque se conservaba muy bien. Su sobrina (hija mayor del mismo don Baltasar), que se llamaba Salomé, estaba haciendo constantemente intrincados cálculos para ver de qué manera, sumando sus años, podían resultar cuarenta tan sólo. La tercera, llamada doña Paulita (nunca se pudo quitar este diminutivo), hija de don Carlos, el afrancesado, tenía treinta y dos, cumplidos el día de la Encarnación. Esta doña Paulita era una santa.

Vivían humildemente, casi pobremente, pero con mucho arreglo. Varias veces habían propuesto a Elías que se llevase a Clara a vivir con ellas, por la razón de que sola en su casa la muchacha se había de contaminar necesariamente con las ideas del siglo. Coletilla no accedió al principio por respeto; pero al fin acogió la idea, y ya hemos visto cómo se preparó a realizarla. Además, doña María de la Paz Jesús, que era mujer de gran iniciativa, había concebido el proyecto de un arreglo doméstico muy conveniente para Elías y para ellas. Este proyecto consistía en que Elías tomara el piso segundo de aquella casa, el cual ellas tenían como depósito de los muebles de la grandiosa casa antigua, de que no habían querido desprenderse. El mayordomo aplazó para más adelante este arreglo.

«Señoras, al fin traigo esa chica» dijo Coletilla, presentándose a las de Porreño.

-Bien, amigo -exclamó Salomé-; tráigala usted en seguida, esta misma tarde.

-Pero, señoras -continuó-, esa muchacha tiene muy mala cabeza. Es preciso que ustedes empleen con ella una severidad muy grande. De otro modo es imposible sacar partido.

-¿Pero qué ha hecho? -exclamó doña Paulita, la santa.

Elías contó la aparición del militar en su casa; contó los antecedentes peligrosos de Clara, su deseo de parecer   —118→   bien, la compra de flores, las composiciones del vestido, y las tres damas comenzaron a hacer aspavientos. Salomé entonó un sermón, y doña Paulita se hizo cuatro cruces desde la frente al estómago y desde un hombro a otro.

«Descuide usted, amigo, que ya la enmendaremos» dijo María de la Paz Jesús.

-Bien se comprende esa desenvoltura... las muchachas del día -dijo Salomé quitándose los espejuelos-, son todas así. Y ya... como esa Clarita no tiene mala cara... sí... una carilla así... desvergonzada y graciosilla... pues... aquello no es hermosura.

-Pero, don Elías, ¿es cierto eso de que ha hablado con hombres? -exclamó Paz con una solemnidad arquiepiscopal, que era en ella muy frecuente-. ¿Pero qué basilisco es ese?... Mas no importa. Ya la enmendaremos nosotras. Ya la enseñaremos a portarse como una mujer de bien... ¡Ay!, la honestidad está por los suelos. ¡Qué siglo!

-¡Ah! -exclamó doña Paulita, después de concluir en voz baja un Padre nuestro-; estas ideas del día... ¡Jesús, qué sociedad! Pero todo se enmienda; y los más pecadores son los que más pronto salen de su error. Tráigala usted, don Elías, que yo confío en que esa desdichada entrará por el buen camino, y será una santa tal vez. ¿No lo fue María la Egipciaca?

Elías manifestó con repetidos movimientos de cabeza que estaba conforme con estas apreciaciones. Salió de la casa, y una hora después volvió acompañado de Clara.

Para hacer comprender lo que Clara encontró de terrible en la determinación del realista, conviene describir prolijamente la casa y sus extraordinarios habitantes.




ArribaAbajoCapítulo XV

Las tres ruinas


Las tres señoras de Porreño y Venegas vivían en una humilde casa de la calle de Belén: esta casa constaba de dos pisos altos, y aunque vieja no tenía mal aspecto gracias a una reciente revocación. No había en la puerta escudo alguno, ni empresa heráldica, ni portero con galones   —119→   en el zaguán, ni en el patio cuadra de alazanes, ni cochera con carroza nacarada, ni ostentosa litera. Pero si en el exterior ni en la entrada no se encontraba cosa alguna que revelase el altísimo origen de sus habitadores, en el interior, por el contrario, había mil objetos que inspiraban a la vez curiosidad y respeto.

Es el caso que en la ruina de la familia, en aquella profana liquidación y en aquel bochornoso embargo que sucedió a la muerte del Marqués, pudo salvarse una parte de los muebles de la antigua casa (que estaba en la calle del Sacramento), y fueron transportados a la nueva y triste habitación, acomodándose allí como mejor fue posible. Estos muebles ocupaban las dos terceras partes de la casa y casi todo el piso segundo, que también era de ellas. Les fue imposible entregar a la deshonra de una almoneda aquellos monumentos hereditarios, testigos de tantas grandezas y desventuras tantas.

En el pasillo o antesala, que era bastante espacioso, habían puesto un pesado armario de roble ennegrecido, con columnas salomónicas, gruesas chapas de metal blanco en las cerraduras y bisagras, y en lo alto un óvalo con el escudo de la casa de Porreño y Venegas, el cual escudo consistía en seis bandas rojas en la parte superior, y en la inferior tres veneros relucientes sobre plata y verde, además de una cabeza de sarraceno, circuido todo con una cadena, y un lema que decía: En la Puente de Lebrija perescí con Lope Díaz. (No nos detendremos en la explicación de este sapientísimo lema, que aludía sin duda a la muerte del primer Porreño en alguna de las expediciones de Alfonso VIII en Andalucía.)

Las paredes de la misma antesala estaban todas cubiertas con los retratos de quince generaciones de Porreños, que formaban la histórica galería de familia. Por un lado se veía a un antiguo prócer del tiempo del Rey nuestro señor don Felipe III, con la cara escuálida, largo y atusado el bigote, barba puntiaguda, gorguera de tres filas de canjilones, vestido negro con sendos golpes de pasamanería, cruz de Calatrava, espada de rica empuñadura, escarcela y cadena de la Orden teutónica; a su lado una dama de talle estirado y rígido, traje acuchillado, gran faldellín bordado de plata y oro, y también enorme gorguera, cuyos blancos y simétricos pliegues rodeaban el rostro como una aureola de encaje. Por otro lado, descollaban las pelucas blancas, las casacas bordadas y las camisas de chorrera; allí una dama con un perrito que enderezaba airosamente el rabo; acullá una vieja con un   —120→   peinado de dos o tres pisos, fortaleza de moños, plumas y arracadas; en fin, la galería era un museo de trajes y tocados, desde los más sencillos y airosos hasta los más complicados y extravagantes.

Algunos de estos venerandos cuadros estaban agujereados en la cara; otros habían perdido el color, y todos estaban sucios, corroídos y cubiertos con ese polvo clásico que tanto aman los anticuarios. En las habitaciones donde dormían, comían y trabajaban, las tres damas, apenas era posible andar a causa de los muebles seculares con que estaban ocupadas. En la alcoba había una cama de matrimonio, que no parecía sino una catedral. Cuatro voluminosas columnas sostenían el techo, del cual pendían cortinas de damasco, cuyos colores primitivos se habían resuelto en un gris claro con abundantes rozaduras y algún disimulado y vergonzante remiendo; en otro cuarto se veían dos papeleras de talla con innumerables divisiones, adornadas de pequeñas figuras decorativas e incrustaciones de marfil y carey. Sobre una de ellas había un San Antonio muy viejo y carcomido, con un vestido flamante y una vara de flores de reciente hechura. Frente a esto, y en unos que fueron vistosos marcos de palo-santo, se veían ciertos dibujos chinescos, regalo que hizo al sexto Porreño (1548) su primo el príncipe de Antillano, que fue con los portugueses a la India. Al lado de esto se hallaban unos vasos mejicanos con estrambóticas pinturas y enrevesados signos, que no parecían sino cosa de herejía. Según tradición, conservada en la familia, estos vasos, traídos del Perú por el séptimo Porreño, almirante y consejero del rey (1603), fueron mirados al principio con gran recelo por la devota esposa de aquel señor, que creyendo fuesen cosa diabólica y hecha por las artes del demonio, como indicaban aquellos cabalísticos y no comprendidos signos, resolvió echarlos al fuego; y si no lo hizo fue porque se opuso el octavo Porreño (1632), el mismo que fue después consejero de Indias y gran sumiller del señor rey don Felipe IV. Junto a la cama campeaba un sillón de vaqueta claveteado, testigo mudo del pasado de tres siglos. Sobre aquel cuero perdurable se habían sentado los gregüescos acairelados de un gentilhombre de la casa del Emperador; recibió tal vez las gentiles posaderas de algún padre provincial, amigo de la casa; quizá sostuvo los flacos muslos de algún familiar del Santo Oficio en los buenos tiempos de Carlos II, y, por último, había sido honroso pedestal de aquellas humanidades que llevan un rabo en el occipucio   —121→   y aparecían constantemente aforradas en la chupa y ensartadas en el espadín.

No lejos de este monumento se encontraban dos o tres arcones de esos que tienen cerraduras semejantes a las de las puertas de una fortaleza, y eran verdaderas fortalezas, donde se depositaban los patacones, y donde se sepultaba la vajilla, la plata de familia, las alhajas y joyas de gran precio; pero ya no había en sus antros ningún tesoro, a no ser dos o tres docenas de pesos que dentro de un calcetín guardaba doña Paz para los gastos de la casa. Encima de estos muebles se veían roperos sin ropa, jaulas sin pájaros y, arrinconado en la pared, un biombo de cuatro dobleces, mueble que, entre los demás, tenía no sé qué de alborozado y juvenil. Eran sus dibujos del gusto francés que la dinastía había traído a España; y en los cinco lienzos que lo formaban, había amanerados grupos de pastoras discretas y pastores con peluca al estilo de Watteau, género que hoy ha pasado a los abanicos.

También existe (y si mal no recordamos estaba en la sala) un reloj de la misma época con su correspondiente fauno dorado; pero este reloj, que en los buenos tiempos de los Porreños había sido una maravilla de precisión, estaba parado y marcaba las doce de la noche del 31 de diciembre de 1800, último año del siglo pasado, en que se paró para no volver a andar más, lo cual no dejaba de ser significativo en semejante casa. Desde dicha noche se detuvo, y no hubo medio de hacerle andar un segundo más. El reloj, como sus amas, no quiso entrar en este siglo.

Un lienzo místico de pura escuela toledana ocupaba el centro de la sala, al lado del decimocuarto Porreño (padre feliz de doña Paz), pintado por Vanloo. Este gran cuadro representaba, si no nos engaña la memoria, el triunfo del Rosario, y era un agregado de pequeñas composiciones dispuestas en elipse, en cada una de las cuales estaba un retrato de un fraile dominico, principiando por Vicenzius y acabando por Hyacinthus. En el centro estaba la Virgen con Santo Domingo, arrodillado; y no tenía más defecto sino que en el sitio donde el pintor había puesto la cabeza del santo, puso la humedad un agujero muy profano y feo. Pero a pesar de esto, el lienzo era el Sancta Sanctorum de la casa, y representaba los sentimientos y creencias de todos los Porreños, desde el que pereció en Andalucía con Lope Díaz, hasta las tres ruinosas damas, que en la época de nuestra historia quedaban para muestra de lo que son las glorias mundanas.

  —122→  

En el cuarto de la devota... (lo describimos de oídas, porque ningún mortal masculino pudo jamás entrar en él) había una Santa Librada, imagen de quien era especial devoto y fiel ahijado el tercer Porreño (1465). Con los años se le había roto la cabeza; pero doña Paulita tuvo buen cuidado de pegársela con un enorme pedazo de cera, si bien quedó la Santa tan cuellitorcida, que daba lástima. Junto a la cama (pudoroso y casto mueble que nombramos con respeto) estaba el reclinatorio, al cual no se acercaban ni sus tías. Sobre él se erguía un hermoso Cristo de marfil, desfigurado por un faldellín de raso blanco, bordado de lentejuelas, y una cinta anchísima y un amplio lazo que de los pies le colgaba. El reclinatorio era una bella obra de talla del siglo XVI; pero un carpintero del XIX le había añadido para componerlo varios listones de pino, dignos de un barril de aceitunas. El cojín donde las rodillas de la santa se clavaban por espacio de cuatro horas todas las noches era tan viejo, que su origen se perdía en la obscuridad de los tiempos; su color era indefinible; la lana se salía a prisa por sus grandes roturas.

Todas estas reliquias, recuerdo de pasadas glorias, de instituciones, de personas, de días pasados, tenían un aspecto respetable y solemne. Al entrar en aquella casa y ver aquellos objetos deteriorados por el tiempo, bellos aún en su miseria, el visitador se sentía sobrecogido de estupor y veneración. Pero las reliquias, las ruinas que más impresión producían, eran las tres damas nobles y deterioradas que allí vivían, y que en el momento de nuestra historia, correspondiente a este capítulo, estaban sentadas en la sala, puestas en fila. María de la Paz, la más vieja, en el centro; las otras dos a los lados. Una de ellas tenía en la mano un libro de horas, otra cosía, la tercera bordaba con hilo de plata un pequeño roponcillo de seda, que sin duda se destinaba a abrigar las carnes de algún santo de palo. Las tres, colocadas con simetría, silenciosas y tranquilamente ensimismadas en su oración o su trabajo, ofrecían un cuadro sombrío, glacial, lúgubre. Describiremos los principales rasgos de esta trinidad ilustre.

María de la Paz (quitémosle el doña, porque supimos casualmente que le agradaba verse despojada de aquel tratamiento), hermana menor del Marqués de Porreño, era una mujer de esas que pueden hacer creer que tienen cuarenta años, teniendo realmente más de cincuenta. Era alta, gruesa y robusta, de cara redonda y pecho abultado,   —123→   que se hacía más ostensible por el singular empeño de ceñirse a la altura usada en tiempo de María Luisa. Su rostro, perfectamente esferoidal, descansaba sin más intermedio sobre el busto; y su pelo, negro aún por una condescendencia de los años y partido en dos zonas sobre la frente, le tapaba entrambas orejas recogiéndose atrás. Su nariz era pequeña y amoratada; su boca más pequeña aún y tan redonda, que parecía un botón encarnado; los ojos no muy grandes, la barba prominente, los dientes agudos, y uno de ellos le asomaba siempre cuando más cerrados tenía los labios. De la extremidad visible de sus orejas pendían dos enormes herretes de filigrana, que parecían dos pesos destinados a mantener en equilibrio aquella cabeza. En el siniestro lado tenía una grande y muy negra verruga, que asemejaba un exvoto puesto en el altar de su cara por la piedad de un católico. El cuerpo formaba gran armonía con el rostro; y en sus manos pequeñas, coloradas y gordas, resplandecían muchos anillos, en los que los brillantes habían sido hábilmente trocados por piedras falsas. Echemos un velo sobre estas lástimas.

Salomé era un tipo enteramente contrario. Así como la figura de Paz no tenía nada de aristocrático, la de ésta era de esas que la rutina o la moda califican, cuando son bellas, de aristocráticas. Era alta y flaca, flaca como un espectro. Su rostro amarillo había sido en tiempos de Carlos IV un óvalo muy bello; después era una cosa oblonga que medía una cuarta desde la raíz del pelo a la barba; su cutis, que había sido finísimo jaspe, era ya papel de un título de ejecutoria, y los años estaban trazados en él con arrugas tan rasgueadas que parecían la complicada rúbrica de un escribano. No se sabe cuántos años habían firmado sobre aquel rostro. Las cejas arqueadas y grandes eran delicadísimas: en otro tiempo tuvieron suave ondulación; pero ya se recogían, se dilataban y contraían como dos culebras. Debajo se abrían sus grandes ojos, cuyos párpados, ennegrecidos, cálidos, venenosos y casi transparentes, se abatían como dos compuertas cuando Salomé quería expresar su desdén, que era cosa muy común. La nariz era afilada y tan flaca y huesosa, que los espejuelos, que solía usar, se le resbalaban por falta de cosa blanda en que agarrarse, viéndose la señora en la precisión de sujetárselos atrás con una cinta. Y, por último, para que esta efigie fuera más singular, adornaban airosamente su labio superior unos vellos negros que habían sido agraciado bozo y eran ya un bigotillo barbiponiente,   —124→   con el cual formaban simetría dos o tres pelos arraigados bajo la barba, apéndices de una longitud y lozanía que envidiara cualquier moscovita.

El despecho crónico había dado a este rostro un mohín repulsivo y una siniestra contracción que se avenía muy bien con las formas de la figura y su atavío. Desaparecían los cabellos bajo un tocado de tristísimo aspecto, y el cuello, que fue comparado al del cisne por un poeta quejumbrón del tiempo de Comella, era ya delgado, sinuoso y escueto. Marcábanse en él los huesos, los tendones y las venas, formando como un manojo de cuerdas; y cuando hablaba alterándose un poco, aquellas mal cubiertas piezas anatómicas se movían y agitaban como las varas de un telar. Debajo de toda esta máquina se extendía en angosta superficie el seno de la dama, cuyas formas al exterior no podría apreciar en la época de nuestra historia el más experimentado geómetra, y más abajo la otra máquina de su talle y cuerpo, inaccesible también a la inducción; máquina que a fuerza de ataques nerviosos había llegado a la más completa morosidad. Cubríala un luengo traje negro. Entre los pliegues de un vastísimo pañuelo del mismo color se destacaban dos manos blancas, finísimas, de un contorno y suavidad admirables. Pero no eran las manos la única cosa bella que se advertía en aquella ruina, no: tenía otra cosa mil veces más bella que las manos, y eran los dientes, que, salvados del general desastre, se conservaban hermosísimos, con perfecta regularidad, esmalte brillante e intachable forma. ¡Oh! Los dientes de aquella señora eran divinos: sólo ellos recordaban el antiguo esplendor; y cuando aquel vestigio se sonreía (cosa muy rara); cuando dejaba ver, contrastando con lo desapacible del rostro, las dos filas de dientes de incomparable hermosura, parecía que la belleza, la felicidad y la juventud se asomaban a su boca, o que una luz aclaraba aquel rostro apagado.

Doña Paulita (nunca pudo quitarse ni el doña ni el diminutivo) no se parecía en nada ni a su tía ni a su prima. Era una santa, una santita. Sus ademanes estaban en armonía con su carácter, de tal modo, que verla y sentir ganas de rezar un Padre nuestro era una misma cosa. Miraba constantemente al suelo, y su voz tenía un timbre nasal e impertinente como el de un monaguillo constipado. Cuando hablaba, cosa frecuente, lo hacía en ese tono que generalmente se llama de carretilla, como dicen los chicos la lección; en el tono en que se recitan las letanías y los gozos. Examinando atentamente su figura, se observaba   —125→   que la expresión mística que en toda ella resplandecía era más bien debida a un hábito de contracciones y movimientos, que a natural y congénita forma. No se crea por eso que era hipócrita, no: era una verdadera santa, una santa por convicción y por fervor.

Tenía el rostro compungido y desapacible, pálido y ojeroso, áspera y morena la tez, con el circuito de los ojos como si acabara de llorar; las cejas muy negras y pobladas; la boca un poco grande y con cierta gracia innata, casi desfigurada por el mohín compungido de sus labios, hechos a la modulación silenciosa de palabras santas.

El que fuera digno de gozar el singular privilegio de ser mirado por ella, habría advertido en sus ojos la inalterable fijeza, la expresión glacial, que son el primer distintivo de los ojos de un santo de palo. Pero había momentos, y de esto sólo el autor de este libro puede ser testigo; había momentos, decimos, en que las pupilas de la santa irradiaban una luz y un calor extraordinarios. Y es que, sin duda, el alma abrasada en amor divino se manifiesta siempre de un modo misterioso y con síntomas que el observador superficial no puede apreciar.

Su vestido era recatado y monjil, no siendo posible certificar que bajo sus tocas hubiera algo parecido a una cabellera, aunque nos atrevemos a asegurar que la tenía, y muy hermosa. Su estatura no pasaba de mediana, y a pesar de la modestia, poca elegancia y ninguna presunción con que vestía, era indudable que un mundano topógrafo, llamado a medir las formas de aquella santa, no se hubiera encontrado con tanta falta de datos como en presencia de su ilustre prima la acartonada María Salomé.

Conocida esta trinidad ilustre, conviene recordar algunos antecedentes históricos. Allá por los años de 1790, los Porreños eran muy ricos, tenían gran boato y gozaban de mucha preponderancia en la Corte. Entonces Paz tenía diez y nueve años, y era tan fresca, robusta y coloradota, que un poeta de aquel tiempo la comparó con Juno. Decían sus primas por lo bajo que era muy orgullosa, y su padre, el decimocuarto de los Porreños, aseguraba que no había príncipe ni duque que fuera digno de aquella flor. Estuvo arreglado su casamiento con un joven de la ilustre casa de Gaytán de Ayala; pero aconteció que el tal no gustó de Juno, y la boda fue un sueño. Es imposible pintar el dolor que tuvo la infeliz cuando María Luisa, hallándose una noche en casa de la duquesa de Chinchón, se permitió hacer, con su acostumbrada malicia, algunas   —126→   apreciaciones un poco picantes sobre la gordura y redondez de nuestra diosa.

Esto no fue, sin embargo, obstáculo para que, pasados cuatro meses, se ajustaran las bodas de Paz con un caballero irlandés que estaba en la embajada inglesa. Pero el diablo, que no duerme, hizo que ocurrieran a última hora algunas dificultades: el decimocuarto Porreño era cristiano muy viejo y muy temeroso de Dios; y cierto fraile de la Merced, que frecuentaba la casa y tomaba allí el chocolate todas las noches, dio en probar, con la autoridad de San Anselmo y Orígenes, que aquel caballerito irlandés era hereje y poco menos que judío. Alarmose la susceptible conciencia del Marqués, y después de echarle un sermón consolatorio a Paz, esta se quedó sin marido, con la triste circunstancia de que se ponía cada vez más gorda, y ni bajándose el talle podía disimular aquel mal. Por último, en Diciembre de 1795, Paz se casó con un pariente viejo y fastidioso, que cometió el singular despropósito de morirse a los siete días de casado, dejando a su mujer más gruesa, pero no en cinta. Por la rama femenina los Porreños se quedaron sin sucesión, lo cual hacía que el viejo Marqués, en sus accesos de melancolía, se pusiera a llorar como un niño, presagiando el triste fin y acabamiento de su gloriosa casa.

Entonces murió el viejo: heredole su hijo don Baltasar, padre de Salomé; y con esta, cuya belleza era notable, había formado el padre proyectos matrimoniales que remediaran la ruina que ya le amenazaba. El pleito comenzaba a aparecer formidable, siniestro, terrible, como un monstruo de múltiples miembros; habíase apoderado de la casa, la estrechaba, la devoraba, la consumía. Un pleito es un incendio; pero más terrible, porque es más lento. La casa ilustre comenzaba a desmoronarse: era inútil que le quisieran poner un puntal aquí, otro allá; la casa se venía al suelo, porque el monstruo terrible no cesaba en su actividad destructora. Lo único que logró don Baltasar fue disimular su ruina. Nadie creía que aquella casa poderosa estaba devorada por los acreedores. Sólo Elías Orejón, que gozaba sin sueldo de las preeminencias de intendente, lo sabía. Don Baltasar fundaba su esperanza en Salomé, cuyo peinado de canastillo había seguramente gustado mucho al joven Duque de X..., que buscaba esposa en la tertulia de la citada Duquesa de Chinchón.

Salomé era entonces una sílfide. Ninguna le igualaba en esbeltez y delicadeza; vestía con suma gracia y sencillez, y bailaba el minueto de una manera tan sutil y ligera,   —127→   que aparecía del modo menos terrestre que es posible en la figura humana.

El Duque se enamoró de ella como un loco: hizo que uno de los más enfadosos poetas de aquel tiempo escribiera unas estrofas amatorias, que el joven apasionado deslizó suavemente en la mano de Salomé a la salida de un baile. Sentimos no tener a mano estas estrofas, porque son un documento notable y digno de ser conocido. En prosa neta contestó la joven; pero no fue menos expresivo su estilo. Hicieron amistades; de las amistades pasaron al galanteo, y del galanteo al proyecto de boda. Don Baltasar creyó en el afianzamiento de su casa; pero se llevó un terrible chasco. De repente los Duques de X... se opusieron al casamiento de su hijo; Salomé estuvo siete días en cama con dolor de muelas; su padre oyó con sumisión la homilía que el fraile le espetó por vía de consuelo, y Elías Orejón le leyó enseguida unas terribles cuentas que le hicieron el efecto de un tósigo.

La joven empezó entonces a enflaquecer. Por un amigo de la casa hemos sabido que antes de que el peinado de canastillo impresionara tan enérgicamente al joven Duque, había indicios para creer que a Salomé no le era del todo indiferente un teniente de Húsares del Rey, que medía la calle del Sacramento lo menos cien veces al día. Es también seguro que Salomé pasaba muchas noches llorando, y que en aquel asunto intervinieron el fraile y el Marqués. El teniente fue mandado al Perú, y no se supo nada más de él.

Es imposible expresar lo que sufrió la pobre alma de la joven Porreño con el terrible golpe del rompimiento de la boda. Ella esperaba no sé qué de aquel enlace. ¡Misterios femeninos! Lloró por el teniente y rabió por el Duquesito. Desde aquellos días principió a advertirse en ella la modificación que la llevó al estado en que la conocemos. La displicencia atrabiliaria, el desdén amargo, la impasibilidad indiferente aparecieron entonces, y se apoderaron, por último, de su espíritu por completo. Llegó con los años a ser la persona más desapacible y de trato más fastidioso que pudiera concebirse, ella que había tenido un carácter tan flexible, un trato tan amable, una manera de insinuarse tan suave y halagüeña...

No así doña Paulita, que siempre había encontrado consuelo en la religión. Desde niña había sido reputada como un ángel; no hacía más que rezar y cantar a estilo de coro, remedando lo que oía en las Carboneras. Los domingos decía misa en un pequeño altar, que ella misma   —128→   había formado, y también predicaba desde lo alto de una mesa con gran regodeo de toda la servidumbre, que acudía para oírla desde los cuatro polos de la casa. Ya más grandecita, manifestaba un vehemente horror a los saraos y a los teatros; lo único que pudo agradarla un poco fue una función de toros, a que la llevó su padre, gran aficionado. Solamente iba doña Paulita al teatro cuando se representaba algún auto en la Cruz por fiestas de Corpus, pero siempre iba con permiso de su confesor.

Entrada en los diez y ocho años, oyó con horror las proposiciones del decimoquinto Porreño, su tío, para que se casara.

«Yo -dijo- o seré hija de Jesucristo, o viviré en mi casa, ausente del mundo, buscando en ella un baluarte contra el demonio».

-Bien, hija mía: si es este tu gusto -dijo el tío-, sea.

Creció con los años su devoción, pero no hipócrita, sino devoción verdadera, legítimo fervor cristiano. Tenía grandes visiones, y en llegando la Cuaresma se disciplinaba, y decían los criados que en las altas horas de la noche sentían los azotes que se daba. En la época de la decadencia, cuando vivían en la calle de Belén, visitaba todos los días a las vecinas monjas de Góngora, conversando con ellas largas horas. Con ellas consultaba sus visiones y contravisiones, relatando sus deliquios y arrebatos de amor divino. Otros días llegaba muy apurada para contarles cómo había sentido unas terribles tentaciones, y que, bebiendo vinagre, se le habían quitado.

Así pasaba los días en sabroso comercio con lo desconocido, lo mismo en la época de su apogeo que en la de su decadencia.

Estos tres ángeles caídos llevaban una vida monótona y triste. Su casa era la casa del fastidio. Parecía que las tres se fastidiaban de las tres, y cada una de las demás.

Nos hemos olvidado de otro importante inquilino. Era un delicado ejemplar de la raza canina, un perrito que representaba en la casa el elemento irracional. Mas en este ser no se veían nunca la inquietud y el alborozo propios de su edad y de su raza; antes, por el contrario, era tan melancólico como sus amas. En los tiempos de prosperidad había en la casa muchos perros: dos falderos, un pachón y seis o siete lebreles, que acompañaban al decimocuarto Porreño cuando iba a cazar a su dehesa de Sanchidrián. Con la ruina de la casa desaparecieron los canes: unos por muerte, otros porque el destino, implacable con la familia, alejó de ella a sus más leales amigos. Mas, en   —129→   su decadencia, las tres damas no podían pasarse sin perro; y es fama que un día, viniendo doña Paz de visitar a sus amigas las Carboneras, al pasar por la Puerta del Sol, vio a un hombre que vendía falderillos de pocos días. Acercose con emoción y cierta vergüenza, pagó uno con ocho cuartos y se lo llevó bajo el manto.

Instalado el perro en la casa, Salomé le puso nombre, y recordando las lucubraciones mitológicas y pastoriles de los poetas que en el tiempo de la Chinchón la obsequiaban con sus versos, le puso el nombre clásico de Batilo.

Este desventurado ser se hallaba en el momento de nuestra descripción echado a los pies de María de la Paz, semejando en su actitud a los perros o cachorrillos que duermen el sueño del mármol inerte a los pies de la estatua yacente de un sepulcro.

Las de Porreño se levantaban a las siete de la mañana, tomaban un chocolate del más barato, y se iban a las Góngoras. Oían tres misas y parte de una cuarta. Si era domingo confesaban, y después volvían a casa, quedándose generalmente doña Paulita en el locutorio a hablar de las llagas de San Francisco. A la una comían (no tenían criada) una olla decente con menos de vaca que de carnero, y algunos platos condimentados por el instinto (no educación) culinario de María de la Paz, que consideraba como la última de las humillaciones la de entrar en la cocina. Después hacían labor. Una vez al año visitaban a cierta condesa vieja, que les conservaba alguna amistad a pesar de la desgracia. Llegada la noche, rezaban a trío por espacio de dos horas, y después se acostaban. Al sumergirse en aquellas camas arquitectónicas, verdaderos monumentos de otros tiempos, los tres vestigios de la familia insigne de Porreño, vivos exóticamente en nuestros días, parecía que se hastiaban del mundo de hoy y se volvían a su siglo.

Concluyamos: la más inalterable armonía reinaba aparentemente entre ellas. Parecían no tener más que un pensamiento y una voluntad. La unción de Paulita se comunicaba a las otras dos, y la misantropía amarga de Salomé se repetía igualmente en las demás. La alegría, el dolor, las alteraciones de la pasión y del sentimiento no se conocían en aquella región del fastidio. La unidad de aquella trinidad era un misterio. En los momentos normales de la vida las tres no eran más que una: lo antiguo manifestado en un triángulo equilátero; el hastío representado en tres modos distintos, pero uno en esencia.



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ArribaAbajoCapítulo XVI

El siglo decimoctavo


Estas eran las venerandas matronas con quienes iba a vivir nuestra pobre amiga Clara; y en la posición en que las hemos descrito se hallaban cuando Elías, trayendo de la mano a su ahijada, entró en la sala, y se paró ante las tres damas, haciendo una profunda reverencia. Las tres dirigieron a un tiempo los más impertinentes rayos de sus miradas sobre el semblante de la infeliz muchacha, que estaba con los ojos bajos, el alma oprimida y sin poder pronunciar una palabra.

«¿Es esta la niña que usted nos ha encargado, señor don Elías?» dijo María de la Paz Jesús.

-Sí, señoras, ya que son usías tan buenas que quieren admitirla aquí... Yo espero que ella será agradecida a tanto honor, y sabrá corresponder a él con su buena conducta.

-Pero es preciso corregirse, niña -dijo Paz-; y si es verdad lo que el señor Elías nos ha dicho de usted... y verdad debe ser cuando él lo dice... Siéntese usted.

Los dos visitantes se sentaron en dos taburetes, magníficas joyas del siglo decimoséptimo.

«Sí, es verdad -dijo Salomé con desdén y cierta fatuidad-: es preciso que usted se corrija. Esta casa, niña, impone, al que la habita, deberes muy sagrados. Nosotras no consentimos el menor escándalo, y cuando protegemos (recalcó la palabra protegemos) a una persona, principiamos por enseñarle lo que debe a sus protectores».

-Estas ideas del día -añadió Paz-, lo invaden todo, niña. No extraño que le haya alcanzado a usted su influencia pestilencial. Ya no hay religión: los hombres corren desenfrenados a su ruina; y si Dios no se apiada, se acabará el mundo. Pero en alguna parte se conservan los sentimientos de honradez y pudor. Haga usted cuenta, niña, que ha dejado un mundo de cieno para entrar en otro más perfecto. Dios ha iluminado a su buen protector para que la ponga entre nosotras, que la libraremos de la influencia infernal de las ideas del día.

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Y siguió disertando sobre las ideas del día con argumentos tan fuertes y tal vehemencia de estilo, que Clara sintió picada su curiosidad; alzó los ojos y se puso a mirar con asombro la efigie porreñana, de cuya boca salía elocuencia tan terrible.

«¡Usías son tan buenas!... son las únicas personas que pueden ofrecer algún consuelo entre las borrascas del día -dijo Coletilla con voz menos áspera que de ordinario, pues sólo era afable tratándose de las Porreñas-. Usías le harán comprender lo que han sido y lo que son todavía, porque aunque esto se ha desquiciado, aún quedan personas de aquel tiempo tan grandes y nobles como entonces. Clara, haz cuenta que habitas con las más dignas y elevadas señoras de la grandeza española, que, al par de la virtud, atesoran todas aquellas prendas del alma que distinguen a ciertas personas del bajo vulgo a que nosotros pertenecemos».

María de la Paz Jesús se irguió con toda la gallardía de que era capaz; respiró y miró a un lado y otro con majestad perfectamente regia. Salomé miró con angustiosa calma las colgaduras remendadas y raídas, los muebles desvencijados y rotos. Doña Paulita dio un suspiro místico y continuó en silencio.

Coletilla, cuando emitió tan gran pensamiento, se levantó y se fue, después de saludar a las damas y hablar algo en voz baja con la más vieja de las tres. Clara le miró partir, y aquel hombre, que le había inspirado tanto miedo, que había sido siempre un tirano para ella, le pareció un ángel tutelar que la abandonaba en tales momentos. Sintió impulsos de correr a abrazarle para salir con él; le miró en silencio, y cuando se hubo marchado observó a las tres viejas con terror, y dos lágrimas de desconsuelo y angustia corrieron por sus mejillas.

«No llores, niña -dijo Salomé-: esos sentimientos que manifiestas por tu bienhechor son saludables; pero ¿de qué valen esas lágrimas tardías, después de haber abusado de su bondad, poniendo en peligro la dignidad de su casa?».

-¡Yo, señora! -exclamó Clara con asombro.

-Sí, usted -afirmó doña Paz-; pero la juventud está desmoralizada: no me admira. Esperamos, sin embargo, que usted se corrija. Ya se ve... con estas ideas del día, ¡qué había usted de hacer!

-Es precioso perdonar -dijo doña Paulita con una voz agridulce y atiplada, que parecía salir de lo profundo de un cepillo de iglesia.

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-Sí, perdonar; pero corregirse también -indicó Salomé con el aplomo de un legislador-. Si no, a dónde iríamos a parar; porque el perdón sin corrección produce peores efectos que el no perdonar.

-Ese es un punto -contestó la devota- difícil de resolver, y que ha de llevarnos a sostener una herejía. El perdón es bueno en sí y por sí, como me lo probó el padre Antonio el otro día.

-Pero, hermana, ¿de qué sirve perdonar si el malo no se corrige y sigue siendo malo? -dijo Salomé, interesándose en aquella controversia que alteró la soporífera armonía de la trinidad por algunos minutos.

-El perdón basta por sí para producir la gracia eficaz en el perdonado -contestó la devota-; y si es así, que el perdonado se corrige con la gracia tan sólo, luego la corrección del perdonador es ineficaz para el perdonado.

Olvidábamos decir que doña Paulita sabía un poco de latín, y que en la época de la decadencia se había dedicado a leer el Florilegio sagrado y el Thesaurum breve Patrum ac sententiarum. Aquel argumento lo había leído la noche antes y por eso lo tenía tan a la mano.

La controversia concluyó, y María de la Paz, más dada al sermón que a la doctrina teológica, prosiguió arengando a Clara, que, sentada como un reo en el banquillo, estaba aterrada en presencia de tan severos jueces.

«La opinión de la mujer -decía la matrona-, es cristal finísimo que se empaña al menor soplo. Aquella que no se guarda a sí misma, no es guardada; y mujeres hemos visto muy honestas que por no cuidar de su nombre lo han visto manchado sin motivo. La opinión es lo primero: cuidad de vuestra fama, porque cuando se habla de una mujer, nada le queda ya, y su misma inocencia no la consuela».

Estas doctrinas sobre la opinión eran de la cosecha del fraile de la Merced, que in illo tempore frecuentaba la casa. A Paz se le quedaron presentes sus argumentaciones, y en lo sucesivo no perdonaba ocasión de sacarlas a cuento, creyendo que hablaba por su boca la misma sabiduría. La devota manifestó con un sin embargo que no estaba conforme con aquella doctrina; pero el sermón, turbado por este pequeño incidente, continuó después por mucho rato.

«Y si no, dígame usted, niña -dijo Paz-: ¿qué objeto tiene la mujer al dar oídos a las palabras de los hombres, que son los que el demonio elige para que propaguen estas ideas del día? ¿Usted a qué aspira en la tierra? Por su   —133→   nacimiento, por su educación, no puede aspirar a ocupar un puesto en el mundo que la haga capaz de hacer bien a los inferiores. O si no, vamos a ver: trataré de averiguar cuáles son sus pensamientos sobre ciertas cosas, niña. ¿Qué espera usted, a qué aspira usted y de qué modo piensa conducirse en el mundo?».

Clara no sabía qué contestar a esta pregunta.

«Vamos, conteste usted» dijo Salomé con un tonillo que indicaba grandes deseos de oír un disparate.

-Diga, hermana -exclamó con la nariz la devota.

-Yo... -contestó Clara después de una pausa larga en que trató de dominar su turbación...-. Yo... les diré a ustedes... soy... una mujer.

Paz hizo con la cabeza un signo de asentimiento, y miró a sus sobrinas de un modo que indicaba el profundo acierto que había en la respuesta de Clara.

«Vamos, niña, ¿qué piensa usted hacer en el mundo? ¿Cómo cuenta usted vivir en lo sucesivo? ¿De qué modo? A ver», repitió Salomé con vehementes ganas de que Clara no acertara con la respuesta...

-Yo... -contestó Clara-, lo que deseo es vivir... pues.

Paz inclinó de nuevo la majestuosa cabeza en señal de aprobación.

«¿Y nada más?».

-Ser buena y...

-¿Y qué? -insistió Salomé, amostazada por el juicio y discreción que había mostrado la examinada en las cuestiones anteriores-. ¿Y qué más? ¿No se le ha ocurrido a usted alguna cosa para lo porvenir? ¿No ha esperado usted verse en otra posición, en otro estado del que hoy tiene?

Clara continuaba no comprendiendo.

«Pues queremos decir -añadió Paz-, que si a usted no le ha ocurrido ser feliz de algún modo; figurarse que podía ser útil al mismo tiempo... pues... porque las jóvenes del día tienen ciertos pensamientos sobre la vida y la sociedad que conviene examinar en usted».

-¿De qué manera -dijo Salomé- cree usted que deba vivir una mujer en el mundo? ¿Cómo espera usted vivir en la sociedad para servirla y serle útil?

-¡Ah!, sí -dijo Clara bruscamente, como si un rayo de luz repentina hubiera iluminado su entendimiento, sugiriéndole una idea que agradara a aquellas señoras.

-¿A ver cómo?

-Veamos.

Clara tenía un sentido natural muy grande. Evocolo   —134→   todo, y pensó en lo que a ella le parecía ser los destinos de la mujer. Comprendió que si no hubiera matrimonio se acabaría el mundo, y recordó haber pensado varias veces que una mujer casándose sería lo que deben ser las mujeres. Con esta dosis de lógica se aventuró a dar una respuesta a sus jueces, segura de que las tres habían de quedar muy satisfechas y complacidas.

«A ver, niña, diga usted de una vez».

-¿Qué debe hacer la mujer en la sociedad para servirla y serle útil?

-Casarse -dijo Clara con la mayor sencillez; y en el momento que pronunció esta palabra, se aterró de lo que había dicho y se puso como la grana.

El lector habrá visto, si ha asistido a algún sermón gerundiano, que a veces el predicador, no sabiendo qué medios emplear para conmover al femenino auditorio, alza los brazos, pone en blanco los ojos, y con tremenda voz nombra al demonio, diciendo que a todas se las va a llevar en las alforjas al Infierno; habrá visto cómo cunde el pánico entre las devotas: una llora, otra grita, esta se desmaya, aquella principia a hacerse cruces, y la iglesia toda resuena con las voces alarmantes, el pataleo de los histéricos, el rumor de los suspiros y el retintín de las cuentas del rosario. ¿El lector ha visto esto? Pues el efecto producido en las tres damas por la respuesta de Clara fue enteramente igual al que producen los apóstrofes de un predicador endemoniado en el tímido y dueñesco auditorio de un novenario.

«¡Qué horror!» exclamó Paz juntando las manos.

-¡Jesús! ¡Jesús! -dijo Salomé tapándose los oídos.

-Et ne nos inducas -profirió la devota alzando los ojos al cielo.

Hubo un momento de confusión. Las tres se miraron con asombro. Doña Paulita se replegó, doña Paz se tambaleó en su asiento, y aun es fama que el amarillo rostro de Salomé se tiñó de una leve púrpura, para lo cual fue preciso sin duda que toda la sangre de su cuerpo se repartiera entre sus dos mejillas. Hasta se asegura que Batilo, el más taciturno de los perros conocidos, participó de la opinión general: se alzó sobre sus patas, alargó el hocico y ladró.

Pasados los primeros momentos de confusión, Paz recobró aliento, y dijo con voz entrecortada por la cólera:

«Niña, esas ideas no me llaman la atención. Ya la conocíamos a usted de oídas. Ahora me explico su conducta... Ya se ve... ¡Oh!, es preciso una educación fuerte».

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-Pero, señoras... yo... ¿qué he dicho?... yo -balbució Clara muy turbada-. Una mujer... si se casa... ¿Pero casarse es ofender a Dios?

-No, señora, no -contestó la matrona-: el matrimonio es cosa muy principal; sin matrimonio no habría mundo. Pero lo que extrañamos es ver a una mozuela de diez y siete años pensando sólo en casarse.

-Pero si yo no he pensado...

-No me interrumpa usted, niña... ¡pensando en casarse!... ¿Qué locuras no hará quien a esa edad no piensa mas que en el matrimonio? Así se comprende que sea usted tan amiga de los hombres... que los busque.

-Señora, yo no he buscado a ningún hombre -dijo la muchacha con angustia.

-Todo lo sabemos; pero se equivoca usted si piensa que aquí vamos a tolerar sus trapicheos.

El corazón de Clara se llenó de amargura al oír aquellas palabras; no se pudo contener, y rompió a llorar.

Las tres manifestaban horrible crueldad en martirizarla. No podemos explicarnos esto. ¿Era tal vez efecto de la reconcentración y sequedad de espíritu producidas por la falta de amor y de los goces de la vida? Sin duda las tres momias no podían sufrir en calma que hubiera en alguna persona aspiraciones a la felicidad.

Doña Paulita, que ya tenía la palabra en la nariz para reprender a Clara, se conmovió al verla llorar, y la tranquilizó diciéndole:

«La Magdalena pecó y fue perdonada. Lo que ahora le falta a usted es un sincero arrepentimiento».

-¿Pero de qué me he de arrepentir? -dijo Clara sollozando.

-¡Jesús!, ¡qué tono tan del día y tan... liberal! -exclamó Salomé, creyendo decir una gracia.

-El orgullo que usted ha manifestado en esa pregunta no tiene disculpa -dijo Paz con desdén.

-Cuando dicen las personas mayores que usted ha faltado... -añadió la otra-, ellas sabrán por qué lo dicen, y usted no tiene que hacer más que conformarse y callar.

-Pero ¡ay!, yo no sé en qué he podido faltar.

-Cuando a usted se lo dicen, sus razones habrá para ello.

-Pero si tengo la conciencia tranquila.

-Más tranquila queda no replicando cuando los superiores dicen una cosa.

-La autoridad, niña -exclamó Paz-, la autoridad es   —136→   necesaria... Ya nos ha mostrado usted suficientemente la influencia fatal que en usted han producido las ideas del día. El orgullo satánico, al rebelarse contra los superiores; el contradecir... Esto es insoportable. De este modo camina la sociedad a su ruina. Pero nosotras le traeremos a usted al buen camino.

-Por de pronto -dijo Salomé-, cuidado cómo se asoma usted a la ventana.

-Queda terminantemente prohibido que se acerque usted a un balcón o ventana; que abra usted la puerta de la escalera.

-Y que hable usted cuando no le pregunten.

-Se ha de levantar usted a las cuatro de la mañana, que la pereza es madre de todos los vicios.

-Yo me levanto a la misma hora, hermana -dijo la devota-. Yo le proporcionaré a usted ocasiones a esa hora de entretener el entendimiento en cosas santas.

-A ver si de aquí en adelante tiene cuidado de no decir esos terribles despropósitos que ahora ha dicho.

-No volverá -dijo en un arrebato de amor al prójimo doña Paulita-. Yo sé que no volverá; yo confío en que será buena y obediente. Otros peores se hicieron santos.

-Cuidado cómo habla con nadie que venga a esta casa. Trabajará usted en cuanto se le mande -continuó Paz, añadiendo un artículo a aquel código fatal.

-Pero no con exceso -indicó oficiosamente doña Paulita-, que el trabajo es bueno para ahuyentar las ocasiones de pecar; pero con exceso es malo.

-No será con exceso. Además es preciso que procure desechar de su mente todas las cosas que ha pensado hasta aquí. ¡Cuidado con las ideas del día que trae usted a este santuario de los buenos principios! No se acuerde usted de lo pasado; y ahora que está usted encomendada a nuestra tutela para toda la vida, no debe pensar sino en portarse bien. Nosotras, ya que usted ha tenido la desgracia de perder a sus padres, procuraremos dirigirla y enmendarla, siendo la autoridad que tanto necesita.

La huérfana bajó los ojos y cayó en profundo abatimiento. ¡Para toda la vida! Hubiera querido morirse en aquel instante. No miró a las tres arpías, ni les contestó. Su terror era tan grande que se le secaron las lágrimas, y quedó en ese estado de perplejidad dolorosa que sigue a las grandes crisis del alma.

Dejémosla en su encierro para acudir a Lázaro, que gime en una prisión de otra clase.



  —137→  

ArribaAbajoCapítulo XVII

El sueño del liberal


Cuando Lázaro vio cerrarse la puerta de su prisión y sintió perderse en la galería los pasos de su carcelero, miró en torno suyo, y se halló rodeado de la más profunda obscuridad. Luz entraba por una reja que en lo alto de la pared había; pero él, viniendo de la calle, estaba deslumbrado y no veía más que tinieblas. Por un momento le fue difícil darse cuenta de su situación. Aquello le parecía un sueño. ¿Su viaje a Madrid había sido cosa real o visión percibida en aquel calabozo?

Los pensamientos que en desorden y confusamente se agolparon en la mente del joven no son para referidos. El primer sentimiento que en él se manifestó, fue una gran compasión de sí mismo, que emanaba de la ridiculez con que los hechos anteriores le presentaban a sus propios ojos. Él había creído que cada paso dado en la Corte sería un paso dado hacia su futuro engrandecimiento e inmortalidad. El club patriótico más célebre de España le había abierto sus puertas, ofreciéndole una tribuna, un pedestal; la fortuna parecía haberle allanado todos los caminos, y después... Pero no podía acusar a la fortuna. Esta le había dado ocasión, sitio, auditorio; había puesto a su servicio un trastorno popular; había dispuesto sólo para él un inmenso grupo de oyentes trastornados y dispuestos a hacer la apoteosis del primer advenedizo. La fortuna había organizado para él una manifestación popular, pronta a improvisar un héroe en cada calle. La fortuna no debía ser acusada: él tenía la culpa, él, que había nacido para una vida obscura tal vez, para ser un buen artesano, un buen labrador, y nada más. Y aquel saber presuntuoso, aquellos conatos de pueril elocuencia, aquella vanidad prematura de grande hombre, eran quizás tan sólo fenómenos nacidos de esa serie de fantasmagorías que acompañan siempre a la juventud hasta dejarla a las puertas de la virilidad.

Después de pensar estas cosas, se fijó en su situación. Estaba preso. Le formarían causa por alterador del   —138→   orden público. ¿Qué sería de él? Además había cometido una gran falta en no visitar inmediatamente a su tío. ¿Qué pensaría Clara?

Al verse sumergido en una especie de sepulcro, su imaginación principió a divagar. Estaba débil y muy fatigado. En cuarenta y ocho horas había dormido apenas cinco; además la falta de alimento le extenuaba. Cediendo al cansancio, empezó a dormitar; mas no durmió con ese sueño que da reposo al cuerpo y al espíritu, porque su excitación le impedía un descanso profundo. Dormía con el letargo doloroso e indeciso que representa todas las visiones de la vigilia anterior de un modo incoherente y monstruoso.

En su sueño creía escuchar lamentos que resonaban en las bóvedas de la cárcel. La antigua Cárcel de Villa era un mal buhardillón, dividido en celdas donde los presos no tenían comodidad ni estaban seguros. La prisión no tenía aquel horror majestuoso con que los poetas nos han pintado todos los calabozos. Pero a Lázaro antojábasele un sombrío edificio, gigantesco sepulcro de vivos, de altísimas y negras paredes, de gruesos e inaccesibles torreones, con un gran foso lleno de aguas cenagosas y verdes, con largas filas de mazmorras, de las cuales la más lóbrega y subterránea era la suya. Se le figuraba estar muchos pies bajo tierra; creía que aquella reja daba a algún conducto misterioso, y que detrás de los muros habría una presa de agua. En su sueño creyó sentir el ruido de un torrente: el agua entraba con lentitud; enormes ratas corrían buscando entre los pies del preso refugio contra el naufragio. Todo se le representaba según las siniestras relaciones de las cárceles de la Inquisición que había leído en sus libros.

Después le parecía que los muros se apartaban: se encontraba en el interior de una gran sala, cuyas paredes estaban tendidas de negro; en el fondo había una mesa con un crucifijo y dos velas amarillas, y sentados alrededor de esta mesa cinco hombres de espantosa mirada, cinco inquisidores vestidos con la siniestra librea del Santo Oficio. Aquellos hombres le hacían preguntas a que no podía contestar. Después se acercaban a él cuatro sayones, le desnudaban, le ataban a la rueda de una máquina horrible, la movían, rechinaban los ejes, crujían sus huesos. Él lanzaba gritos de dolor, es decir, ponía en ejercicio sus órganos vocales; pero el sonido no se oía.

Después la decoración y las figuras cambiaban: se le representaban dos filas de hombres cubiertos con capuchón   —139→   negro y agujereado en la cara en el lugar de los ojos. Por el fondo venían los mismos que le interrogaron, y uno de ellos traía enarbolado el mismo Santo Cristo que presidió al tormento. Cantaban con voz lúgubre una salmodia que parecía salir de lo más profundo de la tierra, y avanzaban todos, él también, en pausada procesión. Gentío inmenso le contemplaba impasible y frío: un fraile, también impasible, iba a su lado, pronunciando a su oído palabras santas que él no pudo comprender. Le hablaba de la otra vida y del alma.

Después le pareció que la comitiva se detenía. Frente a frente vio una claridad extraña, como toda claridad que brilla durante el día. Aquella claridad se convirtió en llama, que brotaba de un montón de leña. La llama crecía, crecía hasta llegar a una altura enorme; crujían los leños, saltaban chispas; una columna de humo negro subía hasta tocar el cielo. Después algunos hombres feroces, vestidos también con diabólico uniforme, le ataban fuertemente de pies y manos, le acercaban a la hoguera, le echaban en ella. En un momento de súbito e indescriptible horror sintió arder rechinando sus cabellos, consumidos en un segundo; sus ropas en otro segundo. Rechinó tenuemente el vello de toda su piel; hirvió su carne con el chirrido intenso y discorde de todo cuerpo húmedo que cae en el fuego. Respiró fuego, bebió fuego, se convirtió en fuego sensible y animado con los dolores de su propia combustión. Quiso gritar: la llama no conduce el sonido. Quiso huir: no tenía movimiento, no tenía cuerpo, no era más que una mecha. Quiso orar: no tenía pensamiento; no era ya más que una pavesa, una masa de ceniza. El viento le desmoronaba: se sentía difundirse en el espacio ardiente, se quemaba ya quemado. No era más que humo: se consideraba subiendo en espiral renegrida, y siempre quemándose, siempre quemándose y consumiéndose; difundido ya, aniquilado, evaporado, acabado... hasta que al fin despertó, cubierto todo con el sudor de la agonía.

Despertó, porque un ruido de voces resonaba a su lado. La puerta de la prisión se había abierto. Era la caída de la tarde. Un carcelero, que traía una linterna, alumbraba y guiaba a otro hombre que venía a visitar al preso. Este hombre era Coletilla.



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ArribaAbajoCapítulo XVIII

Diálogo entre ayer y hoy


Elías se paró delante de su sobrino. Este balbució algunas palabras, le saludó de un modo incoherente, y le dijo al fin, después de comenzar muchas frases, que estaba seguro de tener delante a su buen tío; pero al ver que este no le daba contestación ni desarrugaba el ceño, se calló, quedándose cabizbajo y lleno de vergüenza.

Por último, el realista habló.

«No debiera venir a verte, ni acordarme de ti. Mereces lo que te pasa. No tengo lástima de tu miseria, y vengo a conocerte, nada más que a conocerte».

-Señor, yo...

Lázaro no encontraba la fórmula de una explicación. Coletilla sabía por el abate don Gil lo que había sucedido a su sobrino.

«Sé por qué te han puesto aquí. Un amigo que siguió tus pasos esta mañana me lo ha contado todo. Has levantado la voz en medio de una turba de charlatanes, y te han cogido preso. La Justicia te ha puesto donde debieran estar todos los charlatanes».

Lázaro estaba cada vez más confuso. Aquellas palabras, dichas cuando, más que reprensiones, necesitaba consuelo, concluyeron de abatirle. Representósele el carácter de su tío como el más áspero e inflexible que existía en la Naturaleza.

«Me contaron tu hazaña -continuó el viejo con su habitual entonación cavernosa-, y cuando supe que el delincuente era hijo de mi hermana, la indignación y la vergüenza se apoderaron violentamente de mí. No creí que fueras perturbador del orden público. Si tal cosa hubiera sabido, te habrías quedado en el pueblo. Después he averiguado más. Sé que llegaste, y en vez de ir a mi casa fuiste con unos badulaques al café de la Fontana, donde te hicieron hablar y hablaste... y por cierto que lo hiciste muy mal. Todos se han reído de ti. Estuviste después alborotando toda la noche con los que apedrearon la casa de Morillo...».

  —141→  

-¡Ah!, no, señor; yo no.

-De cualquier manera que sea, tu conducta es imperdonable. Pero dime: ¿desde cuándo te has metido a orador? No sabía yo que en Ateca hubiera tanta elocuencia. Te habrán aplaudido los segadores en las eras, y te has creído por eso un Demóstenes.

El fanático reía con tan maligno acento de sarcasmo, que a Lázaro le parecía tener delante un grotesco demonio. Cada palabra abría en el corazón del pobre prisionero una nueva herida, y le abatía y avergonzaba más.

«Pero no extraño tus desvaríos -continuó Elías-: el desorden cunde por todas partes. ¿Qué mucho que estos pedantuelos de aldea tengan tales humos, cuando los sabios de la ciudad ofenden el sentido común con sus ridículos debates? Sin duda algún garito de Zaragoza ha sido el primer teatro de tu petulancia».

La imaginación de Lázaro midió rápidamente el abismo que en ideas y sentimientos le separaba de su tío. Pero se sentía dominado por él, y no podía contradecirle.

«Aquí -continuó el fanático con su espantosa burla-, aquí puedes hablar a tus anchas: nadie te molestará. Lo que puede ocurrir es que te crean loco y te lleven a un manicomio. Allí debiera estar media España. Pero no, ¿qué digo media España?, una pequeña parte, porque casi todos los españoles conservamos el juicio. Sólo una porción de hombres mezquinos, mezquinos de juicio, de carácter, de todo, manifiestan con su conducta todo el extravío de que es capaz nuestra naturaleza. Pero esto concluirá; yo te juro que concluirá, o es preciso creer que no hay Dios en el cielo, perder la fe y renegar del mundo y del alma. Mira, Lázaro -continuó con tono vehemente y apretándole el brazo con tanta fuerza, que le hizo retroceder inmutado y perplejo-; Lázaro, si tú eres de esos, olvida que por tus venas corre mi sangre; olvida que soy hermano de la que te dio el ser. Un abismo nos separa; no hay reconciliación posible. Es preciso que nos odiemos a muerte. Huye de mí; para mí no eres prójimo. Hay cosas que están por encima de los vínculos de la familia. La vida no se reconcilia con la muerte, ni la luz con la obscuridad. Adiós».

Iba a salir; pero Lázaro, trémulo de asombro, le detuvo, y le dijo con mucha turbación:

«Pero, señor, no me abandone usted, hábleme usted. Yo quiero que pensemos de la misma manera».

A pesar de todo, el anciano le inspiraba respeto y veneración; y al ver que reprochaba sus ideas, sintió ese   —142→   impulso de subordinación tan natural en un joven de temperamento impresionable.

«Si eres de esos -continuó Elías-, vuelve a tu pueblo y no hables de mí; no digas que me has visto; no creas que existo; y es verdad: para ti he muerto».

-Pero deje usted que me explique...

-¿Qué vas a decir?

-Yo pienso... usted comprenderá que yo tengo mis ideas... he leído y tengo convicciones, sí, señor; estoy profundamente convencido...

-Tú, pobre niño, ¿qué puedes saber?... ¿qué convicciones puedes tener? No sabes otra cosa más que las falsedades leídas en cuatro libros que debieran arder en llamas alimentadas con los huesos de sus autores.

A cada palabra se hundía más Lázaro.

«¿Será posible -dijo con desconsuelo-, que usted me pueda arrancar mis creencias que yo he alimentado con tanto cariño y que me dan la vida? No, no podrá usted; y si al fin, con la fuerza de su talento, pudiera conseguirlo, yo le ruego que no lo haga y me abandone. Que nos separe ese abismo que usted dice; y si yo estoy en el error... Pero no lo estoy, yo sé que no lo estoy...».

-Iluso, fanático, vano... porque sólo vanidad es eso, vanidad de Satán -dijo Elías con severidad; y después añadió con más fuerza-: Pero yo te sacaré de esa miseria.

Estas palabras fueron pronunciadas con tan profundo acento de convicción, que el sobrino no pudo contestarlas, y se hundió más.

«¿Qué intentas hacer? ¿Qué esperas? ¿Piensas que esto va a continuar así por mucho tiempo? Te equivocas, que España está a punto de reconocer su error. Mira cómo rebulle por todas partes. El odio a la Constitución late en todos los corazones honrados. Pronto verás al Rey recobrar sus sagrados privilegios, que sólo Dios con la muerte puede quitarle».

-¡Oh señor! ¿Y lo que este pueblo ha conquistado con tanta sangre, será perdido por el orgullo de un solo hombre? Si así fuera, yo renegaría de nuestro linaje; y si España se dejara ultrajar de ese modo, sería digna de mejor suerte.

-¡Digna de mejor suerte! -dijo Elías con la más horrible expresión de que era capaz su rostro abominable-; digna de aniquilarse y desaparecer de la tierra si no lo hiciera.

  —143→  

-No, no lo puedo creer aunque usted me lo diga. Cuando yo no crea en la libertad, no creeré en nada, y seré el más despreciable de los hombres. Yo creo en la libertad que está en mi naturaleza, para que la manifieste en los actos particulares de mi vida. Yo, ciudadano de esta nación, tengo derecho a hacer las leyes que han de regirme; tengo derecho a reunirme con mis hermanos para elegir un legislador.

-Para darte leyes y obligarte a cumplirlas existe un hombre sagrado, ungido por Dios.

-No: yo y mis hermanos le ungimos. Es Rey porque nosotros queremos. Es sagrado para mí si cumple el pacto solemne que ha hecho con todos y cada uno. Si no, no. Pero lo cumplirá, lo ha jurado.

-Hay juramentos -contestó sombríamente Coletilla-, cuyo cumplimiento es un crimen.

Lázaro sintió frío en el corazón. El aplomo con que aquellas palabras fueron pronunciadas le anonadó más, y le hundió más.

«Y todos esos héroes -se atrevió a decir el preso después de meditar-, todos esos héroes, santificados por la Historia, que viven en el recuerdo de los buenos y serán siempre orgullo del género humano; todos esos que han vivido por la libertad, que han muerto por ella, mártires deshonrados en su último día por la mano del verdugo, pero enaltecidos después por la humanidad... ¿no quiere usted que yo los ame? Yo les venero; mi pequeñez no me permite imitarlos; pero por tener ocasión de parecerme a ellos diera toda mi vida, lo confieso. ¡Oh!, si la libertad no fuera la cosa más buena, sería la cosa más bella con la memoria de tantos héroes».

-¿Y esos son tus héroes? ¿Eso es lo que admiras? -dijo Elías.

-¿Pues a quién he de admirar?, ¿a quién he de admirar? ¿A los tiranos? ¿A Nerón, matando a Séneca; a Felipe II, asesinando a Egmont y a Lanuza; a Luis XV, descoyuntando a Damiens?

-Era preciso enseñar a los franceses que no debía haber otro Ravaillac.

-Pues la lección no hizo efecto, porque hace treinta años que un rey murió en un patíbulo.

-¡Esos son tus semidioses, esos! -exclamó Elías con furia.

-No: mis semidioses no son el exterminio, el terror ni el asesinato. Lamento los desvaríos de todos; mas no extraño que, al huir de las violencias de un extremo, se toque   —144→   en las violencias de otro, pagando los crímenes de siglos enteros con el crimen de un día.

-No me hables más -dijo Coletilla con voz reposada y lúgubre-: ya sé que eres de esos, de esos a quienes no tengo palabras bastantes duras con que calificar. Tu Dios es un ciego espíritu de libertinaje; la norma de tu conducta es el escándalo. Dime, insensato, ¿cuál es tu fin? ¿Qué ves tú en ese porvenir? Supón que fueras un hombre notable entre los de tu calaña, el más ciego de los ciegos, el más loco de los locos: ¿qué harías, cuál sería tu aspiración?

-Yo no tengo aspiraciones bastardas; no quiero medrar a la sombra de un tirano que pague la adulación con dinero; yo no aspiro más que a la gratitud del género humano, a la gloria.

-¿Gloria por ese camino? La gloria no se consigue sino por el camino de la lealtad, sirviendo a Dios y al Rey. No hay más gloria que la que Dios da en su Paraíso, de la cual es simulacro e imperfecto remedo el culto que da en los altares el linaje humano a los escogidos de Dios. Además, la gloria en la tierra consiste en ser súbdito sumiso y obediente, no en vociferar por calles y plazuelas. De esa gloria que tú has soñado no pueden salir héroes, sino charlatanes y bandoleros. La gloria consiste en cumplir el deber.

-Pues yo cumplo mi deber tratando de emancipar a mis hermanos de una odiosa tiranía, diciéndoles y probándoles que son libres, iguales ante Dios y ante la ley.

-El primero de los deberes es obedecer lo que la ley te mande.

-¿Ciegamente?

-Ciegamente.

-Yo obedezco la ley que es tal ley, la que han hecho los que pueden hacerla, elegidos por mí y mis hermanos, elegidos por todos.

-A ti no te toca examinar la ley, sino obedecerla.

-¿Y si me mandan una infamia?

-No te la mandarán.

-¿Y si me la mandan?

-Te digo que no te la mandarán. Y si acaso Dios permitiera que tu Rey te mandara alguna cosa contraria a la justicia, hazla, que Dios le castigará a él y te premiará a ti en la otra vida. Serás mártir. ¿Qué mayor gloria? El martirio del deber es grande y sublime.

Lázaro se hundió más.

«Observa -continuó Elías-, el espectáculo de esta nación.   —145→   Unos cuantos desalmados le dan leyes en nombre de un principio absurdo, contrario a la Naturaleza. Sólo al Rey ha dado Dios soberanía. ¡Qué desorden! ¡El Rey obligado por una turba de soldados rebeldes a jurar aquel Código abominable! Lo juró; pero en el fondo de su alma lo detesta. No podía ser de otra manera. Está prisionero, prisionero de sus vasallos que juegan con él. El Rey se ve obligado a representar la más horrible farsa. Jamás la dignidad real ha descendido tanto. Pero él se librará de esta horrible tutela, porque Europa, si es preciso, se coligará para salvar a España. Ya España ha salvado a Europa».

-No, no puedo creer -contestó Lázaro-, semejante iniquidad. Esta invasión sería más odiosa que la de 1808, y también mejor castigada.

-No lo creas: el Rey será restituido a su trono. Además, España no se levantará; y si lo hace, será en favor de la intervención. ¿No ves cómo manifiesta su voluntad? ¿No ves las facciones que aparecen por todas partes? Todas las provincias se arman para proclamar al Soberano absoluto, y aún no han aparecido las principales facciones. España se alzará contra ese absurdo sistema, y Fernando volverá a ser nuestro Rey amado.

-¿Será posible? -dijo Lázaro con desaliento; y entonces se hundió más.

-Tan posible, que no pasará mucho tiempo sin que lo veas. Ahora se va a conocer el temple de las almas. Todos esos charlatanes que te han llenado la cabeza de desatinos huirán avergonzados, yendo a esconder su ignominia en tierra extranjera. Entonces se cubrirán de gloria los hombres de corazón recto; los leales y patriotas lucharán contra una plebe desenfrenada; lucharán por el derecho, por Dios y por el Rey; vivirán eternamente en la memoria de todos, y sus nombres serán en lo venidero un emblema de justicia y de honradez. Estos son los héroes, Lázaro; estos.

Lázaro se acabó de hundir. Las palabras de su tío le impresionaban de tal modo, que no tuvo aliento más que para decir tímidamente:

«¿Esos nada más?».

-Nada más. La gloria es muy divina para que pueda coronar otra cosa que la justicia y el deber. No esperes nada fuera de esto. El torbellino de esa turba ciega te arrastra: ve con él. No te digo más. Camina a la deshonra y a la muerte. Adiós. Algún día te acordarás de mí.

-No -exclamó deteniéndole-: yo quiero que   —146→   usted me aconseje y me guíe... Yo... aunque tengo bastante fuerza de convicciones...

-¿Fuerza de convicciones? -dijo el fanático, deteniéndose y mirando a su sobrino con desprecio.

Sí -contestó este-, y no puedo perderlas, no quiero perderlas.

-Bien: sigue por ese camino. Lejos de mí no esperes otra cosa que deshonra, obscuridad. Yo te abandono a tu suerte. Hágome la cuenta de que no te conozco. Te pondrán tal vez en libertad, irás con ellos, serás vencido, y entonces... o huirás con ignominia, o te entregarás a la venganza de tus enemigos, que no tendrán perdón para ti, y harán bien.

-¿Pero usted me abandona?

-Sí: ya te he conocido. Vine sólo por conocerte. Ya sé quién eres. En mi casa te espero; pero no vayas a ella sino convertido.

-¡Ah, imposible! No iré.

-Pues adiós -dijo Elías con decisión.

-Adiós -repitió Lázaro con angustia.

Coletilla salió. El joven no se atrevió a detenerle. No creyó que se marchaba hasta que le vio fuera, y sintió que el carcelero cerraba la puerta. Entonces tuvo impulsos de llamarle; gritó; no fue oído; lloró lágrimas de desesperación; golpeó violentamente con sus manos la puerta y el cerrojo, y al fin, cediendo a la fatiga y al trastorno mental, cayó de nuevo en aquel letargo extraviado y doloroso de que le sacara momentos antes la llegada de su tío.




ArribaAbajoCapítulo XIX

El abate


Al día siguiente, la casa de las tres ruinas contenía en su estrecha capacidad seis personas: las tres Porreñas, Clara y dos visitas.

Clara y la devota estaban encerradas en la habitación interior, destinada a las prácticas ascéticas. La santa, concluida la oración mental, se había sentado en un taburete, y poniendo un gran libro sobre sus rodillas, leía con   —147→   la cabeza inclinada a un lado, arqueadas las cejas, bajos los párpados, y cruzadas las manos en ademán muy humilde. Clara estaba a su lado, y como no debía llegar, en su flaca naturaleza, a aquel alto grado de perfección, cosía como una pecadora, como una infeliz mujer no acrisolada por las inflamaciones de amor divino. La devota no se permitió otra expansión que referir a su compañera6 los gozos y visiones que aquella noche había tenido. Después empezó un examen de doctrina, y le hizo varias preguntas morales y teológicas, a que contestó Clara con sencillez, guiándose por lo poco que sabía positivamente y por lo que su buen sentido le sugería. Pero es el caso que a doña Paulita siempre le parecían mal las respuestas de su discípula. La reprendía, le explicaba con escolásticos giros y frases nada comunes, y, por último, la llamaba ignorante y hereje, causándole gran turbación y susto.

De repente interrumpe sus lecturas y sus reprimendas, y exclama:

«¡Ah!, se me olvidaba una parte de mi rezo. Ya se ve, me he distraído con los errores de usted, hija. Es preciso que usted piense de otro modo y deseche sus ideas... Pero digo que me olvidé de rezar... por...».

-¿Qué ha olvidado usted? -le dijo Clara.

-Me olvidé de rezar dos Padre nuestros por el sobrino de nuestro buen amigo don Elías.

-¡Jesús! ¿Qué le ha pasado? ¿Qué es de él? -exclamó vivamente Clara sin poderse contener.

-No se asuste, hermana, que no ha muerto -contestó fríamente la devota.

-¿Pues qué le ha pasado? -continuó Clara, que se había puesto pálida y temblorosa.

-Que está preso en la cárcel, y bien merecido.

-¿Pues qué ha hecho?

-Alborotar por esas calles y hablar en los clubs una serie de cosas tan pérfidas e infernales, que horroriza el recordarlas. Anoche nos contó don Elías todo lo que ese desalmado joven ha hecho, y pasé un mal rato.

Clara estuvo un momento sin poder articular palabra. La repentina noticia la turbó tanto, que no se atrevió a preguntar más.

«Hermana -prosiguió la devota-, ¡qué muchachos los del día! ¡Qué horrible corrupción! Ese joven debe de ser un monstruo. Pero ¡ay!, debemos tener compasión con los delincuentes que yerran. No es que crea yo, como Orígenes, que hasta el diablo se ha de salvar. Pero debemos   —148→   compadecer y amar a los pecadores, aunque estos sean de los más empedernidos y rebeldes».

-¿Pero qué ha hecho? -repitió Clara, haciendo un gran esfuerzo para disimular su turbación.

-No lo sé punto por punto; pero son cosas tan horribles... Ha hecho lo que otros tantos desvergonzados que andan por ahí. Esta sociedad está perdida. A ver, hermana, si aprende usted pronto eso que le he dicho sobre la gracia eficaz.

-¿Pero está preso? -añadió Clara con más miedo.

-Preso, sí, y no le soltarán tan pronto. Pero está usted inmutada... Ya, le tiene compasión, y es natural. La compasión a los semejantes es una de las virtudes que más recomienda Tertuliano. Usted está pálida, hermana. Pero, ya: es efecto de la compasión. Voy a rezar.

Y dejando el libro, tomó el rosario y rezó.

Clara bajó la cabeza y siguió cosiendo. Era tal su congoja, que no daba punto a derechas; picose los dedos muchas veces, y la costura salió tan mal, que pronto fue preciso desbaratarla y coserla de nuevo.

Dejémoslas, y acudamos a las visitas. En la sala estaban María de la Paz, Salomé, y delante de ellas, en pie y respetuosamente, Elías Orejón y el ex-abate don Gil Carrascosa.

Nada hemos hablado hasta ahora de la amistad de este singular personaje con las venerables viejas. Carrascosa, en su calidad de abate entrometido, frecuentaba la casa de Porreño, lo mismo que otras de la más elevada jerarquía. Aún hemos oído contar a personas de toda veracidad que el intruso y audaz hombrecillo había tenido una parte principal en las misteriosas relaciones de Salomé con aquel joven militar, a quien enviaron al Perú después del rompimiento de la dama con el imberbe duque de X...

Carrascosa era hombre de mucha travesura y socaliña, sutil como el aire, capaz de urdir en el seno de las familias las más hábiles marañas; iba y venía sigilosamente, so color de preparar fiestas, de arreglar procesiones, y era, en resumen, un pícaro tercero. Así le llamamos por no darle otro nombre un poco soez, que alguien le aplicó oportunamente y conservó entre muchos con justicia.

La amistad de las tres viejas se interrumpió con la desgracia, y sólo de vez en cuando las visitaba, recordándoles los tiempos pasados con una elocuencia y un calor que no agradaban a doña Paz. Últimamente, sus visitas eran más frecuentes y mucho más afectuosas sus   —149→   demostraciones de amistad. El día en que los encontramos aquí había ido don Elías; y por algo extraordinario iba sin duda, porque su vestido era el más escogido y su cara estaba más lavada que de costumbre. Los puntiagudos faldones de la mejor de sus tres casacas se balanceaban al compás de las piernas en la parte posterior del cuerpo; el tupé había recibido doble ración de pomada, y la corbata, aumentada con nuevos pliegues, formaba un blanco follaje, una pechuga escarolada debajo de la barba. Cuando el abate se ponía este traje, había pronunciado ya la última ratio de su peculiar elegancia.

Coletilla se despedía ya después de haber saludado a las damas. No venía sino a ratificar un tratado que últimamente ajustó con Paz. Ya sabemos que las señoras tenían el segundo piso de la casa simplemente ocupado con los muebles de familia de que no habían querido deshacerse. Este piso era muy pequeño y abuhardillado, comunicándose con el principal por una escalera interior.

Las damas habían propuesto a Elías que se fuese a vivir a aquel sitio, comiendo con ellas en calidad de huésped, y al buen viejo le vino este arreglo como de molde, porque le producía un ahorro, y además le ponía en estrecho contacto con sus antiguas amas, que tenía siempre en tanto aprecio. Economía, comodidad, seguridad: estas tres ventajas vio en la proposición, y aceptó. Aquel día vino a darles la respuesta definitiva: sobre el precio no hubo disputas.

Cuando Coletilla se marchó, el abate se preparó a tomar la palabra: hizo mil muecas, sacando a la superficie de su cara todo su repertorio de sonrisas. No seremos indiscretos en decir, anticipándonos a la declaración expresa del mismo don Gil, que iba a invitar a las tres damas para una fiesta religiosa. También nos atrevemos a indicar, con todas las reservas imaginables, que aquello no era más que un pretexto que ocultaba otros fines.

Cuando rompió a hablar, lo primero que hizo fue preguntar por doña Paulita, y también por Clara, empleando algunas discretas reticencias. Después dijo:

«Pues yo venía a decir a ustedes si quieren honrar con su presencia la función que la Hermandad de la Pasión y Muerte celebra mañana en la iglesia de Maravillas. Yo soy el Secretario de la Cofradía, y gracias a mí se ha arreglado la fiesta. Yo les aseguro a ustedes que será de lo más lucido que se ha visto en la Corte».

-No será nunca como la que hicimos el año 98 en las   —150→   Niñas de Loreto, cuando se trasladó la Virgen de los Dolores del oratorio del Olivar -dijo Salomé.

-No fue el 98, sino el 3; que me acuerdo como si hubiera sido ayer -dijo Paz.

-Te digo que fue el 98 -insistió la otra.

-Estoy segura de que fue el año 3 -dijo Paz-, cuando el primo vino de la guerra de Francia.

-Que el 98, Paz -afirmó Salomé-, el 98. Hace ya veinticinco años.

-Jesús, mujer: te aseguro que fue el año 3; me acuerdo bien. Yo tenía entonces... quince años.

-Señoras, no hace al caso la fecha -dijo Carrascosa, cortando aquella peligrosa cuestión.

Y después continuó:

«Gracias al petitorio que yo dirijo, se han reunido dos mil y pico reales. Tenemos misa con orquesta de capilla, y nos predica el padre Lorenzo de Soto, que es un orador que vale un Perú».

-¡Oh!, no me le nombre usted -dijo Salomé, apartando la cara y poniéndose delante de ella la mano abierta a guisa de pantalla-: es un clérigo pervertido, contaminado con las ideas del día. Después que los liberales le hicieron Provisor de Astorga, está en poder del demonio. Hube de caerme muerta cuando el día de la fiesta de la Virgen de la Leche y Buen Parto le oí decir en San Luis que era preciso reconciliarnos con los que habían trastornado a nuestra Patria. ¿Cómo puede haber llegado a ese extremo de perversión una persona tan docta como el padre Lorenzo de Soto?

-Señora, yo tengo para mí que es un gran predicador -dijo Carrascosa-. El año 12 fue, como ustedes saben, Diputado en aquellas Cortes; el 14 firmó la exposición de los persas. ¡Noble carácter! Después, la amistad del Rey le ha elevado a puestos muy altos; y para probar su mérito, baste decir que él fue quien descubrió la conspiración de Porlier. Después del 20 se ha hecho enemigo de la Constitución, lo cual es digno de alabanza, porque de otro modo hubiera perdido su prebenda. Pero nada de esto hace al caso, sino que predica mañana, y que esta tarde tenemos Completas, en que cantan los tiples de Ávila y el padre Melchor, franciscano de Segovia. Mañana oficiará el reverendo obispo de Mechoacán, y por la tarde habrá procesión, a la que asistirá la Cofradía del Paso, la del Santo Sudario, y también irán los niños del Hospicio.

-¡Ay, don Gil! -exclamó con acento de profundísimo desconsuelo María de la Paz-. ¿Cómo se atreven a sacar   —151→   los santos a la calle con estas cosas? Más querrán ellos estarse en sus casas que no salir a ver todas la iniquidades que cometen los hombres.

-Puedo asegurar a usted -dijo el abate con sonrisa diabólicamente irónica-, que no se han quejado, ni se quejarán por el paseo. Lo mejor de la procesión es la comitiva que tenemos organizada. Irán catorce vírgenes vestidas de blanco, con coronas de rosas, velos, escapularios y cirios en las manos.

-Esas comitivas -dijo con muy mal humor María de la Paz-, no me hacen gracia. ¡Es una cosa tan mundana! Allí van los hombres sólo por ver a las muchachas; y las muchachas que hacen de vírgenes, van sólo a que las vean, y en lo menos que piensan es en los santos y en Dios. Esas son cosas de Francia, señor don Gil. Antes no se usaban aquí semejantes inmoralidades, y día vendrá en que se acaben costumbres tan escandalosas.

El timbre nasal de la voz de doña Paulita, que se hallaba en la habitación inmediata, resonó en la sala, trayendo la opinión de la santa, que no por estar rezando dejaba de prestar atención a cuanto en la sala se decía.

«¡Ah! -exclamó, alzando la voz para poder ser oída por don Gil-: no me nombren esas procesiones de vírgenes mundanas. ¡Qué vírgenes serán esas que salen con coronas de rosas y cirios en las manos! Una vez vi eso, y me entró tal grima, que tuve que confesarme en seguida de la cólera que me había dado. No me nombren eso. ¡Qué escándalo, Dios mío! ¿A dónde iremos a parar así?».

-Pues, señoras -manifestó don Gil, respirando fuerte, como si con el aliento adquiriera la fuerza que contra tantos y tales enemigos necesitaba-; yo, señoras, respetando la opinión de ustedes, encuentro que esas procesiones son muy patéticas, muy expresivas, muy religiosas. De todos modos, ya la procesión está arreglada, y hay que llevarla a cabo. Hemos estado buscando jóvenes, y ya hemos encontrado algunas; pero aún nos faltan cinco. La fiesta es mañana; y si no encontramos hoy esas que faltan, se va a deslucir la función. ¡Qué contratiempo! No saben ustedes cuánto he trabajado para buscarlas. Son muy guapas las que tengo ya.

-Señor don Gil, por Dios -chilló Salomé en el tono de una honesta dama que reprende el atrevimiento de su galán.

-Señoras, ¿qué tiene eso de particular? Si Dios las ha hecho guapas, ¿qué vamos nosotros a hacer? Pero ¡ay!, me faltan cinco. Por eso he venido aquí.

  —152→  

Y se detuvo como cortado.

«¡Ha venido usted aquí!» exclamó Paz abriendo mucho los ojos.

-¡Ha venido usted aquí! -murmuró Salomé con súbito cambio de color.

Las dos ruinas se miraron. Aquella mirada fugaz fue terrible. Un observador oculto e inteligente hubiera advertido tal vez que en aquel mutuo rayo por una y otra lanzado, se examinaron, se despreciaron, cambiando como una expresión de rencor que cada una lanzó para la otra. Pero Carrascosa, aunque era buen observador, no pudo advertir al breve resplandor de aquella mirada fugaz como un relámpago, los dos abismos que, abierto uno frente al otro, se contemplaron un instante, mostrándose todo su horror. No se crea por esto que tía y sobrina no se querían bien, no: se amaban, si cabe expresarlo así; se amaban como pueden amarse dos personas que se fastidian juntas. Sigamos.

Un profundo y lejano suspiro anunció la admiración de doña Paulita.

«Sí, he venido aquí a ver si ustedes consienten...» continuó el abate.

El retablo que en la persona de Paz hacía veces de rostro se puso de color de remolacha, y los ojos de Salomé miraron al cielo, no sabemos si por un movimiento natural o por una calculada combinación de ademanes.

«Eso no tiene nada de particular, señoras, nada de particular; al contrario...».

-¡Señor don Gil! -dijo Salomé con una cosa parecida al rubor.

-¡Señor don Gil! -exclamó Paz con toda la majestad de su carácter reunida en un solo gesto.

El que había sido abate y covachuelista comprendió que le habían entendido mal.

«Voy a rectificar» exclamó.

-A rectificar, como dicen en las Cortes -indicó Salomé en un arrebato de amabilidad repentina e inexplicable que no pudo contener; amabilidad rarísima en ella y que era sin duda signo de una gran agitación.

El buen humor de la segunda ruina era siniestro.

«Quiero decir -continuó el abate, después de toser dos o tres veces- que venía a ver si consentían ustedes en que esa joven... esa joven que ustedes protegen...».

A Salomé le entró una tos convulsiva, no sabemos si originada por una causa física o por la necesidad de disimular y no ofrecer a la contemplación de don Gil las arrugas   —153→   triangulares y el color cárdeno que aparecieron en su cara al oír aquella proposición. María de la Paz se restregó un ojo como si le escociera. Oyose la voz de doña Paulita que rezaba un latinajo incomprensible.

«Esa joven -continuó Carrascosa-, que se llama... ya no me acuerdo de su nombre. Pues... esa que es tan guapita y tan modesta. De seguro no habrá en la procesión ninguna que la iguale».

-¡Señor don Gil! -exclamó María de la Paz Jesús con expresión de cólera repentina-. ¿Cómo se ha figurado usted que yo podía consentir en semejante cosa? Ya le he dicho a usted que esas comitivas me parecen muy indecentes, y si esa niña quisiera prestarse a ser escándalo de la Corte, no entraría más en esta casa. Por parte suya, no dudo que consintiera, porque es tan aficionada a coquetear por ahí, que si la dejaran habría de estar todo el día en la calle detrás de los hombres. Pero no... no me hable usted de eso.

-Yo sospechaba desde el principio a dónde iba usted a parar, señor Carrascosa; pero quise aguardar a que se explicase -dijo Salomé con mucho desdén.

-Señoras, veo que son ustedes inflexibles. Conozco mucho la noble entereza del carácter de ustedes y el tesón de sus principios para insistir más sobre este punto.

En aquel momento, doña Paulita, que, sin salir de la habitación interior, no perdía sílaba de lo que allí se decía, tomó parte en la conversación, variando de sitio para que la oyeran mejor.

«¡Oh, Dios mío! -dijo-. No consentiré yo tal cosa. ¡Hasta las personas más perfectas caen alguna vez! ¡Hasta de los hombres más de bien y de mejor conducta se vale el demonio para sus perversos fines! ¡Quién diría que usted, señor don Gil Carrascosa, había de ser instrumento de perdición para esta pobre muchacha!».

-¡Yo, señora mía!

-No: ya sé que es sin querer, que a veces Dios permite que una persona buena sea, sin saberlo, causa de la perdición de otra. No le echo a usted la culpa. Pero esta pobre niña tiene quien vele por ella. No caerá otra vez; que gracias a un buen ángel ha salido ya del abismo la pobrecita, y se ha salvado. Ya está hecho lo principal; de modo que ahora, con una vida ejemplar consagrada enteramente a la oración, su alma se purificará por completo. No temas, niña -añadió, volviéndose del lado en que estaba Clara-; no temas, que no volverás a caer, y si saliste del pantano del mundo, ha sido para continuar pura   —154→   y sin mancha lejos de él. Y no desconfíes de ella -prosiguió, mirando a la sala y dirigiéndose a las dos esfinges-; no desconfíes de ella, porque es muy buena.

Salomé movió la cabeza en señal de duda.

«Es muy buena, muy buena compañera mía -continuó la devota-. Aunque el mundo trató de corromperla, ella tiene muy buen fondo, y el alma está santa: lo he conocido. Perderá la corteza de las viles pasiones que el mundo le ha enseñado. Estoy tan interesada en su salvación, que quiero unirme a ella para toda la vida y salvarla conmigo. ¡Os aseguro que así será! Amadla vosotras, que Dios manda amar a los pecadores, sobre todo cuando están arrepentidos. ¿No es verdad que estás arrepentida, hermana?».

No se oyó ninguna respuesta. Clara contestó sin duda que sí con un movimiento de cabeza. El sermón de la devota dejó un eco en la sala.

«Señoras: para concluir, me permitiré una observación -dijo don Gil-. Yo no veo un escándalo en que la señora doña Clarita salga en la procesión de las vírgenes. Al contrario, bueno es que ostente la hermosura, que es obra de Dios; y la mujer que se esconde y no sale, impide que se admire una obra de Dios, cual es la hermosura. Esa joven es un ejemplar prodigioso de las hechuras de Dios, y haciendo que todos la vean es como se publican las alabanzas del autor de tantas maravillas».

-Señor don Gil -objetó María de la Paz haciendo esfuerzos para aparecer serena-: no creía yo que fuese usted tan libertino. Vamos, nosotras teníamos de usted otra idea; creíamos que...

-Yo soy, señora, un hombre como los demás. Admiro las obras bellas de la Naturaleza, y una mujer hermosa es...

-Por Dios, señor de Carrascosa: en verdad tiene usted unas cosas... -dijo Salomé pasando la mano por el fragmento de cabellera que entre su apergaminada frente y su tocado aparecía.

-¡Jesús!, repórtese por Dios -dijo desde dentro la devota-. Me horrorizan sus palabras.

Algo más duró el importante diálogo; pero don Gil, viendo que no sacaría partido de las tres pécoras, varió de asunto, aunque con poca fortuna, porque sus amigas le mostraron mucho despego durante toda la visita. Al fin, determinó marcharse; se levantó, hizo mil cortesías, les reiteró su respeto y admiración, prometió volver pronto, y se fue.

  —155→  

Al llegar a la calle miró a todos lados como buscando a alguno, y al poco rato salió del portal de una casa inmediata el joven militar que hemos conocido desde el principio de esta historia.

«¿Qué hay?» preguntó a Carrascosa con mucho interés.

-Nada, no quieren. Esas viejas son unos demonios -contestó riendo de muy buena gana el abate-. Me parece que por ese camino no conseguiremos nada.

-¡Diantre de viejas!

-No la sacamos de esa casa si no ahorcamos a las tres arpías de los tres balcones, y al Coletilla del tejado.

-Estoy decidido ya a lo que te dije ayer. Si no la puedo sacar, me cuelo yo dentro.

-¡Hombre, qué empeño!... Eso ya pica en historia. Vámonos de aquí, que si Coletilla nos ve, de seguro cae de su burro; vámonos y hablemos del asunto.

-Eres lo más inútil... Verás si yo la saco.

-Quisiera verlo -contestó Gil; y los dos se alejaron en dirección a Santa Bárbara.

-Ya tú has olvidado tus antiguas mañas, diablo de abate; ya no sirves para el caso. A ver cómo puedo yo entrar ahí; discurre un medio, un ardid cualquiera: ¿para qué te sirve esa travesura?, a ver.

-Hay un medio magnífico -contestó Carrascosa.

-Pues explícate pronto.

-Voy a explicarlo.




ArribaAbajoCapítulo XX

Bozmediano


Antes de dar a conocer en toda su extensión el coloquio de estos personajes, conviene dar noticias de uno de ellos, ya harto conocido por el lector. El militar que en el segundo capítulo de esta historia vimos prestando auxilio a Coletilla y después introduciéndose furtivamente en su casa, se llamaba don Claudio Bozmediano y Coello. Ya era tiempo de decir su nombre. Tenía treinta y dos años, y servía en el ejército con el grado de comandante. Su padre fue uno de los venerables legisladores de Cádiz. Hombre   —156→   de talento, de notoria probidad, de elevada cuna y agradable presencia, había sido siempre muy amado de sus compatriotas. A la vuelta del Rey fue perseguido como todos, y tuvo que emigrar. Pero, restablecido el sistema constitucional, el viejo Bozmediano volvió a España y ocupó uno de los más elevados puestos en la política.

(Con el nombre de Bozmediano conoceremos en esta historia al hijo de aquel varón ilustre, cuyo verdadero nombre no podemos usar en nuestro relato por ser un personaje contemporáneo de memoria muy reciente.)

Bozmediano, padre, era liberal de corazón. Trataba al Rey, y es seguro que hizo todo cuanto cabe en fuerza humana para dirigir por camino recto la torcida voluntad de aquel soberano falaz y perverso. Era rico, y jamás le movió el interés en asuntos políticos. El amor a su hijo y el patriotismo eran dos sentimientos profundos que, enlazados y confundidos, ocupaban todo su corazón.

Bozmediano, hijo, que es el que más conocemos, era un joven de excelentes prendas; pero tenía un defecto que la edad disculpaba. Era tan aficionado a las muchachas, que el galantearlas entretenía la mayor parte de su vida, robando tal vez a la patria grandes servicios. No era un libertino: las quería con toda la buena fe que el naciente siglo XIX permitía; y aunque él aseguraba no haber encontrado la suya, entreteníase con las demás esperando. Pero al fin, o la había encontrado o había encontrado una que de fijo le entretendría más que las otras.

Después que conoció a Clara, había perdido el reposo. No sólo la joven aquella, por sus cualidades y encantos personales, le interesaba mucho, sino que en su vida había encontrado un misterio, para él interesantísimo, por ofrecerle lo que siempre buscaba con más afán: una aventura.

La aventura se presentaba singularmente dramática, excitando al mismo tiempo el amor y la curiosidad de Claudio. La soledad de aquella huérfana que vivía en compañía de un viejo excéntrico, la tristeza y necesidad de desahogo que en ella había notado, eran causas bastantes para estimular un espíritu menos impresionable y caballeresco. Su intento, su gran aspiración, era descifrar el misterio de aquella casa, y después salvar la encantadora y desdichada muchacha de la odiosa tutela de su guardián.

«Hay varios medios de entrar en la casa -decía Carrascosa tomando el brazo del militar-: pero hay uno   —157→   que es excelente. Esas viejas tienen un arrendatario que ahora debe venir a pagarles sus rentas, lo poco que tienen. Lo sé por Elías. Estamos al aviso, le compramos, le hacemos escribir una carta diciendo que está enfermo y que envía a su hijo con el dinero; usted se disfrazará de labriego, entra en la casa, y una vez allí, ¡cataplum!, le ha dado un desmayo, un accidente terrible. No tienen más remedio que dejarlo en la casa... le meterán en un desván, y durante la noche, cuando ellas duerman, se apoderará de la chica, y... a la calle».

-Calla, imbécil: eso no puede ser. No sé en qué comedia he visto eso, que es muy bonito en el teatro; pero en la vida... Yo quiero entrar con mi traje habitual, con mi nombre... pero es preciso un pretexto, porque supongo que esas viejas serán la misma desconfianza.

-Armarán un escándalo y será tal el vocerío, que se oirá en Getafe. Es preciso ir con tiento.

-Pero, hombre -dijo Bozmediano, que no tenía noticia de que semejantes tipos existieran en el mundo-, ¿qué gente es esa?... ¿Cuál es su carácter, su vida, sus hábitos, qué hacen y por qué está ahí esa pobre muchacha?

-Dichoso usted que no conoce a esas diablas de Porreño. Son los pájaros más raros que hay en el mundo. Cuando tengo mal humor voy a reírme con ellas, oyéndolas disparatar. Fueron ricas, pero han venido a menos; creo que el día menos pensado se comerán unas a otras.

-¿Y en qué se ocupan?

-En nada, mejor dicho, en rezar. Una de ellas es santa, y le aseguro a usted que cuando se pone a hablar de sus santidades, es cosa de morirse de risa. ¡Y qué impertinentes son! Cuando les propuse lo de la procesión, con objeto de sacar de allí a Clarita, se pusieron hechas unos grifos. Ya me figuré yo que no consentirían; y en verdad, amigo, que el proyecto que acaba de fracasar era atrevidillo.

-¿Y cómo ha venido aquí esa Clarita?

-Yo no sé: cosas de Elías.

-Hombre, hábleme usted de ese Elías. El día en que le conocí por primera vez me parecía lo más raro del mundo. Ya había yo oído hablar de Coletilla.

-Elías es un loco rematado, es realista; pero con un fanatismo que le llevará hasta el martirio.

-¿Y quiere a esa joven?

-No sé: yo lo dudo. Coletilla no ama más que al Rey, mejor dicho, al Príncipe real.

  —158→  

-Pues bien: a ver cómo me introduces en esa madriguera.

-Es preciso entrar de ocultis -dijo con la más maliciosa sonrisa el abate.

-¿Y qué sacamos de eso? -contestó en el colmo de la confusión Bozmediano-. Entro, por ejemplo, de noche: si alguna me ve, me creerá ladrón, chillará, y entonces... ¡bonita aventura! Además, Clara no está prevenida, no tiene relaciones conmigo. ¿Qué voy yo a hacer allí? Yo quiero introducirme sin que se sospeche nada, entablar amistad con ella.

-Tengo una idea -exclamó Gil golpeándose la frente.

-¿A ver?

-Usted va a entrar en un momento en que Clarita esté sola.

-¿Sola? Pues esos demonios, si salen alguna vez, ¿la dejarán allí?

-Sí.

-¿Y cuándo salen?

-Yo me encargo de averiguarlo y de arreglar eso.

-Explícate mejor.

-Lo primero que usted debe hacer, señor don Claudio, es escribir una carta a la niña. Yo también me encargo de eso.

-Bien: ellas salen; probablemente la dejarán encerrada. ¿Cómo entro yo? ¿Voy a estar descerrajando puertas?

No, señor: usted entrará cómodamente y sin ruido.

-A ver cómo es eso, diablo de abate.

-¿Recuerda usted aquel vestido de abate que yo tenía allá por los años 10 y 12?

-¿Qué he de recordar yo? -dijo Claudio, picado y curioso.

-Calma, amiguito -contestó don Gil, poniéndole la mano en el pecho-: ¿recuerda usted mi gorro y mis calcetas, un primor de costura y de corte?

-¿Y qué tiene eso que ver con la...?

-Vamos allá. Pues ese traje, ese gorro, esas calcetas, me las hicieron doña Nicolasa y doña Bibiana Remolinos, personas eminentes en el arte de coser, a quienes tendré el gusto hoy mismo de presentar a usted.

-¿Pero qué jerga es esa? ¿Qué demonios tiene eso que ver con lo que te pregunto?

-Usted no cae en la cuenta -contestó el socarrón del abate- porque no sabe que esas dos señoras viven en la misma bohardilla en que hace diez años vivió la hija del herrero, Josefina Pandero, de quien anduvo tan enamorado   —159→   el conde de Valdés de la Plata; es decir, en el número 6 de la calle de Belén. Yo anduve en el asunto.

-Ya recuerdo haberte oído contar algo de eso. ¿Pero qué tengo yo que ver con Josefita Pandero ni con esas señoras Remolinos...?

-Usted no comprende lo que quiero decir, porque no recuerda que el conde de Valdés de la Plata, no pudiendo sonsacarle la niña al herrero, que la guardaba como si no fuera mujer, alquiló la casa inmediata, y no paró hasta abrir una comunicación que le permitió profanar el hogar de aquel testarudo Vulcano.

-Ya...

-Pues... mis amigas las costureras viven en el numero 6, donde vivió la hija del herrero, y mis amigas las Porreños viven en el 4, donde vivió el conde de Valdés de la Plata; y en resumen, si una puerta, hábilmente hecha, permitió a un caballero pasar del 4 al 6, también abrirá paso del 6 al 4 untándoles las uñas a esas costurerillas, que, dicho sea de paso y en honor de la verdad, tienen para el pespunte unas manos que son una gloria.

-Ya comprendo. ¿Y esa puerta existe?

-¡Pues no ha de existir! Yo la he visto, yo respondo de todo: me encargo de averiguar cuándo salen las arpías, de llevar la cartita y de facilitar el paso...

-No es mala idea -dijo el militar-, y, sobre todo, mala o buena, yo la he de llevar a cabo. ¿Y qué haremos para que esa lechuza de Coletilla no nos estorbe?

-Coletilla no nos estorbará. De lo menos que él se ocupa es de la muchacha, cuyo porvenir no le importa un comino. Él no se ocupa más que de...

-¿De conspirar, eh?

-Pues ya. Amigo don Claudio, Elías es hombre fuerte y tiene amistades muy altas. Puede mucho, y así con su humildad y su melancolía es persona que maneja los títeres. Le digo a usted que se va a armar una...

-¿Con que conspiran? Si conspiran los realistas, es seguro que tú estarás con ellos, ¿no?

-Hombre, yo... -contestó Gil maliciosamente-, yo soy hombre de orden, y nada más. Si ando con Elías y me trato con los suyos, es sólo por enterarme de sus manejos, pues...

-Siempre el mismo truhán redomado: nadie como tú ha sabido navegar a todos los vientos.

-Ya sabe usted, señor don Claudio -contestó Carrascosa-, que me acusaron de realista y me quitaron mi destino. ¿Yo qué iba a hacer? ¿Iba a morirme de hambre?   —160→   Las ideas no dan de comer, amigo. Usted, que es rico, puede ser liberal. Yo soy muy pobre para permitirme ese lujo.

-¡Solemne tunante!

-Lo que hago es estar al cabo de todo. ¿Quiere usted que acabe de ser franco? Usted es buen amigo y buen caballero. Voy a ser franco. Pues sepa usted que esto se lo va a llevar la trampa. Esto se viene al suelo, y no tardará mucho. Se lo digo yo y bien puede creerme. Dice usted que soy un solemne tunante. Bien: pues yo le digo a usted que es un tonto rematado. Usted es de los que creen que esto va a seguir, y que va a haber libertad, y Constitución, y todas esas majaderías. ¡Qué chasco se van a llevar! Le repito que esto se lo lleva Barrabás, y si no, acuérdese de mí.

-¿Ya empiezan las facciones, eh? Pues es cierto que les darán que hacer, porque los liberales no se maman el dedo, amigo Carrascosa.

-¡Ah! -contestó el otro, riendo como un diablillo-. ¿Que no se maman el dedo? Ya verá usted lo que va a salir de aquí. Usted, Bozmediano, arrímese a buen árbol... Mire que se lo aconseja quien sabe lo que son estas cosas... Pero volvamos al otro asunto. En lo concerniente a Clarita, voy a darle a usted un dato muy importante.

-A ver.

-Este Elías tenía un sobrino en Ateca. Clara estuvo allá hace unos meses. El sobrino es joven, decidorcillo, medio galanteador... ¿Necesito decir más?

-Vamos, ya pareció aquello -dijo Bozmediano con mucho interés-. Apuesto a que es su novio.

-Pues ganará usted. Yo estuve en Ateca en aquellos días, y supe que los dos chicos se querían. Me parece que se quieren todavía.

-¡Hola, hola!, ¿esas tenemos? -dijo Bozmediano amostazado-. ¿Y cómo hasta ahora no me habías dado esa noticia?

-Porque hasta hoy no había sabido que ese chico llegó y está en Madrid.

-¿En Madrid?

-Sí; pero se las compuso de tal modo, que llegar aquí y ser metido en la cárcel, fue todo uno.

-¿Pues qué hizo?

-Es muy aficionado a la política. Allá en Zaragoza hablaba mucho en los clubs. El chico estaba envanecido; llegó a Madrid; sus amigotes le llevaron a la Fontana; habló; a la mañana siguiente se mezcló en el tumulto de la   —161→   procesión del retrato de Riego: chilló en la calle, alborotó, vino la policía, le echó mano y le llevó a la cárcel, donde está.

-¿Y su tío no procura sacarlo?

-Usted no conoce a esa fiera. Su tío, al saber que el muchacho era exaltado y que la echaba de orador, se puso hecho un veneno, fue a la cárcel, le riñó de lo lindo y ha roto con él, diciéndole que mientras tenga aquellas ideas no parezca por su casa.

-Ese hombre es lo más excéntrico...

-Sí, señor. Pero la pobre muchacha está seguramente pasando las mayores amarguras, y tendrá el corazón tamañito al ver lo que le pasa a su pobre amigo.

Bozmediano permaneció meditabundo algunos instantes. Después dijo con mucha calma:

«Ya sé lo que tengo que hacer».

-¿Qué va usted a hacer?

-Todo lo posible para que pongan en libertad a ese joven. Estoy seguro de que lo conseguiré.

-¡Hombre, pues es usted lo más raro!... No se comprende -dijo sonriendo y con asombro don Gil-. ¿Con que está usted haciendo el amor a la chica, y le va a poner en libertad al novio? Si digo yo que usted es tonto, don Claudio.

-No tengo duda alguna: le pongo en libertad. Veremos cómo ella lo toma. Haremos que sepa que yo le he puesto en libertad, yo.

-Buena la va usted a hacer. Estos entes caballerescos son incomprensibles. Ese muchacho será un estorbo más para nuestro plan, para el escalamiento y...

-No importa: allá veremos. Sobre lo demás, lo dicho, dicho... La carta, alejamiento de las arpías, la puerta del desván...

-Todo presto, todo arreglado. No hay más que hablar. Dios se la depare buena.

Después de estas palabras se separaron. El ex-abate, al partir, se reía con muy buenas ganas del joven militar, a quien quería servir llevado de miras ulteriores, esperando un ventajoso arrimo en aquella situación política. El otro se dirigió a su casa, pensando a la vez en la repugnante astucia de don Gil y en los peligros de su aventura.

El ardid amoroso que pensaba emplear Bozmediano era cosa muy común a principios del presente siglo, en que se conservaba aún la rigidez de los principios domésticos que habían hecho en tiempos anteriores una fortaleza de cada hogar.

  —162→  

En el siglo XVII, cuando nuestra nacionalidad vigorosa, original y profundamente característica, no había recibido influjo extranjero, los españoles se componían de otro modo: iban a su objeto por medios más violentos, más decididos, más románticos, que indicaban antes la pasión que la intriga; más bien la resuelta actitud del valor que el ingenioso intento de la astucia. Aquel fue el siglo de los raptos del convento, de las escaladas por el jardín, de las fugas, de los atropellos, de los sublimes atrevimientos. Entonces hubo un galán, según dicen (el Conde de Villamediana), que quemó su casa por el placer de sacar en brazos a una dama.

La irrupción de costumbres francesas, verificada con la venida de la dinastía nueva a principios del siglo XVIII, modificó esta como otras cosas. La sociedad que se imponía a la nuestra era menos grande, menos valerosa, menos apasionada; pero más culta, más refinada, más hipócrita. Con ella vinieron los abates, y vino la literatura clásica, fría, ceremoniosa, falsa, hipócrita también. La poesía pastoril, último grado de la hipocresía literaria, tuvo un renacimiento funesto en el siglo pasado. Al compás de los madrigales, los abates hacían el amor callandito en los salones. Los amantes, que componían versos de casto e insípido pastorileo, no podían entrar en las casas como aquellos a quienes encubría su dignidad, y entraban disfrazados o empleando los más extravagantes y rebuscados medios.

Con la sociedad nueva vino la moda nueva. Esta trajo las pelucas blancas, los peinados complicados e hiperbólicos; y con el artificio de estos peinados se creó el peluquero de las damas, hombre gracioso que entraba en todos los tocadores, y era tercero en toda intriguilla de amor.

Ningún siglo ha visto, como el decimoctavo, la astucia sirviendo al amor. Veíase a los amantes arrostrando la ridiculez de situaciones muy raras para poder hablar con sus damas. La casa era invadida; pero no como la invadían nuestros caballeros del siglo anterior, espada en mano, batiéndose con una turba de criados y dos docenas de alguaciles, sino astuta y solapadamente, engañando a las familias, abusando de la confianza o encubriéndose con un disfraz ingenioso y a veces grosero.

En 1821 estos procedimientos estaban aún en boga, y Bozmediano era maestro consumado en el asunto. Conocía el resorte de los barberos, de las terceras, de los abates, siendo muy diestro en el uso de disfraces, engaños   —163→   y supercherías amables, como entonces se llamaban a estas cosas. Si no pudo emplearlos en la aventura que le vemos emprender, a causa de las singulares costumbres de las tres señoras, no fue culpa suya; y sólo a los obstáculos y dificultades que presentaba el terreno, se debió, como él decía, que empleara medios un poco más violentos.




ArribaAbajoCapítulo XXI

¡Libre!


Ante todo, Bozmediano, guiado por un sentimiento fácil de comprender, resolvió firmemente hacer cuanto en su mano estuviera para poner en libertad al pobre Lázaro. Servir al que podía considerar como su rival, le parecía un acto que podía asegurarle la benevolencia de Clara; y esta benevolencia, bien y astutamente dirigida, podía convertirse en amor. No procedía este como los amantes vulgares, en quienes la pasión no es más que un egoísmo un poco espiritualizado. En Bozmediano los movimientos de delicadeza y generosidad eran espontáneos y vehementes.

No le fue difícil conseguir lo que apetecía. El secretario del jefe político, informado por la policía, le dijo que el preso era un agitador, pagado por los amigos de la reacción; pero Claudio le disculpó cuanto pudo, diciendo que era un joven sin experiencia ni juicio; y al fin, después de muchos empeños y recomendaciones, se dio la orden para ponerle en libertad.

Bozmediano se dirigió a la Cárcel de Villa. Lázaro, después de la visita de su tío, había caído en lúgubre abatimiento. Aquella fiebre angustiosa que llenaba la imaginación de alucinaciones terribles, haciéndole sufrir tan grandes tormentos, había degenerado en lento marasmo, en un letargo moral que le embrutecía. Su inteligencia, tan viva y brillante en otras ocasiones, estaba adormecida; y recostado en un rincón, con la vista fija en el ángulo opuesto, sus ojos buscaban la obscuridad como único descanso. El descuido, el abandono, la atonía y un sopor estúpido se pintaban en su actitud.

Cuando le notificaron que estaba libre, tardó mucho en   —164→   adquirir la completa noción de aquel cambio. Rehaciéndose un poco, creyó que a su tío debía semejante favor, con lo cual la persona de Elías ganó momentáneamente su afecto. Pero al salir encontró a Bozmediano, que le saludó con mucha cortesía, repitiéndole que estaba libre y podía retirarse a su casa.

Sintiose conmovido ante la generosidad desinteresada de aquella persona; pero pronto empezaron las dudas y la confusión. ¿Quién era aquel joven? ¿Le había favorecido por generosidad o por miras ocultas? No le conocía. ¿Por dónde sabía su nombre y que estaba preso?

Lázaro no pensó mucho en esto. Hablaron al salir, y le pareció que Bozmediano era bueno y honrado, dispuesto a la amistad y a las buenas acciones. Cuando marchaban juntos por la calle de Atocha, el aragonés escuchaba las palabras de su desconocido favorecedor con la tranquila atención de la inferioridad; admiraba sus maneras, su entendimiento, su fisonomía, su modo de expresarse, y en aquel momento le pareció el más cumplido caballero que había visto. Comprendió también que era un joven distinguido, rico e influyente, y su admiración tuvo mucho de respeto.

«¿Pero a qué circunstancias debo este gran favor que usted me ha hecho? -decía Lázaro-. Quiero saber cómo podré pagar...».

Claudio, que quería eludir el verdadero motivo de aquel acto, divagó, dando a Lázaro una porción de señas que aumentaron su confusión: le habló de don Elías, de su pueblo, del club de Zaragoza, de la Fontana.

«En fin -dijo, decidido a salir del atolladero-: no quiero llevarme el mérito de una acción que no debe usted agradecerme. Cada cosa en su lugar. Yo le he puesto a usted en libertad; pero no he sido más que un intermediario».

Lázaro comenzó a ver obscura la situación. Paráronse, y se miraron. La sonrisa que en aquel momento se dibujó en los labios de Claudio, le pareció al otro cosa de muy mal agüero, y empezó a bajar a su favorecedor del alto pedestal en que le había puesto.

«Sí -continuó el militar-: no es a mí a quien debe usted este favor; es a una persona que debe de querer a usted mucho, según las apariencias».

Lázaro iba a pronunciar el nombre de Clara; pero se contuvo, porque multitud de pensamientos que se le agolparon a la imaginación le hicieron detener un buen rato fija la vista en el militar. Aquel tropel de pensamientos   —165→   fue una serie de rapidísimas nociones que se borraban unas a otras, sucediéndose con precipitado vértigo. Ella le conocía, le había visto; Bozmediano era una agradable persona: este le había puesto en libertad; ella se lo rogó tal vez; ella le tenía lástima; él quiso complacerla. ¿A qué precio? ¿Con qué fin? ¿Desde cuándo?...

Por fin el aragonés se atrevió a preguntar quién era la persona a quien debía su libertad.

«Vamos -dijo Bozmediano con cierta vocecilla impertinente-. Bien sabe usted lo que quiero decir. No es necesario pronunciar su nombre. Es natural que se haga usted el desentendido. Como halaga tanto su amor propio el ser querido por persona de tanto mérito... No sea usted ingrato, joven, que ella no lo merece».

-No sé lo que quiere usted decir -manifestó Lázaro en el tono de un examinado desaplicado que se hace repetir la pregunta por retardar la contestación que no sabe.

Bozmediano habló más; pero vino a decir lo mismo. A Lázaro le parecía un agravio inferido a Clara el publicar su afecto, el depositar tan honesta y delicada confidencia en el conocimiento de un intruso, sí; porque Bozmediano era un intruso que se había metido a darle libertad sin que nadie se lo pidiese.

«Bien sabe usted a quién aludo -dijo Claudio, dándole una palmada en el hombro con llaneza y confianza-; pero como usted está tan orgulloso con ser novio de esa joven, se da usted ese tono».

-¡Oh!, no -repitió el sobrino de Coletilla avergonzado-. La verdad es que no sé quién es esa persona que usted dice.

Bozmediano estrechó la mano del joven aragonés y le hizo muchos ofrecimientos y protestas de amistad. El otro estaba tan aturdido, que le contestó mal y con poca cortesía.

«Sé dónde usted vive -dijo Claudio retirándose-: nos veremos. Y si no en la Fontana, a donde voy con frecuencia».

Y se separó. Cuando estuvo a alguna distancia, Lázaro sintió impulsos de correr hacia él para darle las gracias con mayor respeto; pero en él luchaban el orgullo y los celos. Le dejó marchar sin decir nada.

Bozmediano iba diciendo entre sí con mucha satisfacción:

«Muy vulgar, muy vulgar...».



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ArribaAbajoCapítulo XXII

El «vía-crucis» de Lázaro


Lázaro continuó andando sin dirección fija. Su brusca y misteriosa salida de la cárcel, el conocimiento de Bozmediano y el aturdimiento producido por sus palabras, le impidieron por algún tiempo darse clara cuenta de su difícil y rarísima situación. Pero cuando se vio solo y anduvo un buen rato, empezó a comprender que no tenía a dónde ir, ni a quién dirigirse, ni con quién vivir. Las palabras dichas por el viejo no le dejaban duda respecto a su carácter. Era un realista fanático, un ciego amante de la tiranía. Con los ojos encendidos de cólera y el habla venenosa y fuerte, le había dicho que no fuera a su casa mientras no cambiara de ideas. ¿Qué hacer? Era imposible vivir con aquel hombre misántropo y cruel, melancólico y feroz como un fanático musulmán. ¡Cuán contrarias las ideas de uno y otro! ¿Qué podía hacer? ¿Fingir y ser hipócrita? ¿Aparentar un amor a la tiranía que le parecía criminal? «No: eso no puede ser», pensaba Lázaro. Además, en la agitación actual de los partidos, fingir semejantes ideas era peor que profesarlas. El viejo no podía admitirle en su casa. Entonces, ¿qué determinación debía tomar? ¿A dónde iba? ¿Volvería a Ateca? ¿Y Clara?

Al acordarse de su infortunada compañera, los pensamientos del joven tomaron otro sesgo. La idea de los pesares de aquella infeliz, condenada a vivir con un ser tan antipático, principió a atormentarle. Era preciso ir allá y ver lo que pasaba en la casa. ¿Pero cómo, si era imposible visitar a su tío?

¿Iba o no iba? La necesidad le apremiaba. Estaba solo, agobiado de extenuación, hambriento y desnudo. Doce cuartos era toda su fortuna; porque en el camino había perdido un doblón, y los gastos de viaje consumieron el otro. Entre tanto se acercaba la noche y no tenía dónde dormir. Si acudía a casa de sus amigos, temía no encontrarlos tan benévolos como la noche anterior. Además, eran pobres, tan pobres como él, y no podían darle agasajo.

  —167→  

Era preciso ir. También se le ocurrió tomar el camino de su pueblo y volverse allá. Conocía un arriero en el parador, que le llevaría de fiado. Pero ¿y Clara?

Estos eran sus pensamientos cuando acertó a pasar por la Fontana. Sintió gran algazara, parose maquinalmente y tuvo intenciones de entrar. «No -dijo dominándose-, no entraré». Y al mismo tiempo dio un paso hacia la puerta.

Sin embargo, atracción fatal le arrastraba hacia aquel recinto, abismo de sus primeras y más bellas ilusiones.

Los sonidos que allí dentro se oían retumbaban en su cerebro como ecos infernales de singular fascinación.

Retrocedió, volvió a avanzar, se consultó, discutió mentalmente, y al fin, uniéndose la curiosidad a su instintivo deseo de entrar, no dudo más y entró.

Estaban en una discusión muy acalorada. Por todas partes se alzaban voces, lo mismo en la región turbulenta del público que en la del club. El que estaba en la tribuna logró dominar el ruido y pudo hacerse oír; pero bien pronto los gritos ahogaron de nuevo su voz. Trataba de la vergonzosa derrota que habían sufrido los exaltados ante la autoridad de Morillo, y algunos habían llevado esta cuestión a un terreno personal. Celosos del decoro de la sociedad y del buen nombre del partido, algunos oradores denunciaban a los infames que, disfrazados con el nombre de liberales, iban a corromper a aquella asamblea, a hacer vergonzosos tratos en nombre del Rey, a comprar la elocuencia exaltada y a promover alborotos que no tenían otro objeto que desprestigiar el liberalismo y dar armas a la Reacción.

«¡Lobos -decía el orador- disfrazados de cordero, que vienen aquí fingiendo un amor a la libertad que no tienen! ¡Ofrecen oro a los oradores en pago de un discurso que exalte los ánimos de la multitud ignorante!».

-Sí: esos infames -decía otro orador-, son los que preparan las asonadas y los que apedrean las casas de los Ministros. El objeto de esta asociación es sostener una cátedra permanente de las buenas ideas, dirigir los sufragios; pero nunca patrocinar el libertinaje, ni el escándalo, ni la anarquía.

-No -gritó otro orador, en quien se fijaban las miradas de todos, y que se levantó lleno de ira a protestar contra las palabras anteriores-. No: aquí no hay traidores. Los que tal hacen no pertenecen a la raza de los humanos: no creo en ellos, y si los hay, que se digan sus nombres. Sepamos quiénes son; conozcámonos.

  —168→  

-¡Que se digan los nombres! -repitieron cien voces.

-Es preciso -decía el primer orador- purificar esta noble asamblea. Merced a los infames que la han corrompido, corren por la Corte injuriosas calificaciones de nosotros y de nuestro club. ¡Que esos infames salgan de aquí!

-¡Que se digan sus nombres! -respondió la multitud con un rugido.

-No -decía otro-: esa especie de hombres no existe.

-Sí existe -exclamó exasperado el primero-. Frecuentan este sitio personas que vienen a pagar con el oro del Rey el frenesí oratorio que enloquece al pueblo.

-¡Quién! ¡Quién!

-¿Quién de nosotros -continuó el orador-, no conoce al llamado Coletilla? Es un realista fanático, un malvado agente de la casa grande. ¿No le conocéis? Este hombre es una culebra que se desliza entre nosotros para corromper a los oradores jóvenes. Yo sé que muchos han recibido dinero en cambio de discursos muy calurosos. Las asonadas absurdas que vemos todos los días, ¿a qué se deben? No lo dudéis: ¡abrid los ojos, ciegos! Se deben al oro de Fernando de Borbón, al oro repartido por ese hombre insidioso, por ese Coletilla.

-¿Quiénes son los venales? Sepámoslo.

-Desconfiad de los autores de asonadas.

-Ese es algún amigo del Gobierno -exclamó señalando al orador un individuo que estaba en la parte del público.

-¿Amigo del Gobierno? -dijo el orador indignado-. ¿Por qué? ¿Porque amo la libertad sin licencia, la petición sin escándalo? Vosotros amáis la anarquía y cedéis a la venalidad. Me dirijo a los aragoneses, que en este sitio se distinguen por su lenguaje procaz y su amor a los alborotos.

-¿Qué se atreve usted a decir? -exclamó Núñez levantándose como una furia y apostrofando al primer orador-. ¡Qué injuria dirige usted a mis amigos, a mí!

-Sí, señores -gritó el otro-: desconfiad de los aragoneses. Un aragonés agitó las turbas el día de la procesión del retrato.

Algunos miraron a Lázaro que, mudo y helado, presenciaba aquella escena.

«Y no lo dudéis -continuó el orador-. El que habló en aquella ocasión era un vil instrumento de los agentes del Rey».

-¡Es este! ¡Aquí está! -exclamó uno, señalando a Lázaro a la atención de toda la asamblea.

-Sí: el sobrino de Coletilla.

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-¡Sobrino de Coletilla! ¡Sobrino de Coletilla! -repitieron muchas voces.

Tumulto espantoso resonó en todo el ámbito. Todos se levantaron y miraron a Lázaro.

«¡El que habló la otra noche excitando a la rebelión!».

-¡Alborotador de la Plaza Mayor!

-¡El sobrino de Coletilla!

Estas últimas palabras eran el mayor padrón de deshonra. Núñez se levantó a defender a su amigo; pero no pudo: su voz no fue escuchada. Muchos que temían verse acusados, en cuanto vieron el aluvión que sobre Lázaro caía, descargaron sobre él toda su ira.

«¿Cuánto te dieron por los gritos del día de la procesión, prendita?» exclamó desde el rincón el augusto Calleja.

-¡Afuera con él!

-¡Fuera los traidores, fuera!

-¡A la calle, a la calle!

Lázaro trató en aquel momento supremo de desesperación de reunir todo su aplomo para hablar, para defenderse, para gritar, para decir a todos que era inocente, que era un infeliz, un pobre diablo, el último de los seres. No le escuchaban. No podía hablar ni para defenderse, ni para despreciarles: se doblegó bajo el peso insoportable de tanta mirada y de tanta cólera. La multitud redobló su furia al ver el estupor y la postración de su víctima, y tras las palabras vinieron los movimientos: le mandaron salir, le empujaron hacia la puerta, le echaron. El círculo en que le tenían se estrechaba cada vez más; el desdichado joven vio cien manos sobre su cuerpo; se sintió cogido, como si una culebra se le enroscara echándole fuertes nudos y apretándole en sus robustos anillos. El vocerío, el calor, la angustia, la vergüenza, le aturdieron hasta el punto de hacerle perder la claridad del conocimiento. Sintiose arrastrar sin ver quién le arrastraba; fuerzas descomunales tiraban de sus puños, le golpeaban la espalda, le impelían hacia fuera, sintió abrirse la puerta con estrépito, sintió que su cuerpo recibía una fuerte sacudida, sintiose arrojado y libre de aquellos brazos terribles; cayó al suelo. El ruido continuaba en torno suyo, formado principalmente de carcajadas infernales; pero al fin el ruido se alejó poco a poco: el infeliz comenzó a experimentar el dolor de la caída y el frío de la tierra. Estaba en la calle.

Permaneció en el suelo algunos minutos sin darse clara cuenta de aquel hecho, y el sudor que le cubría su rostro   —170→   le produjo una impresión glacial. Entonces adquirió conocimiento exacto de su situación, y vio que estaba en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, inclinada la frente, caído y revuelto el cabello. El sombrero rodaba a su lado, su ropa estaba desgarrada y sentía un dolor agudísimo en el codo izquierdo, duramente estropeado en la caída. El ruido de la Fontana resonaba como enjambre lejano: a los gritos se unían las palmadas, y una voz agitada y sonora se elevaba a ratos sobre aquella tempestad de entusiasmo.

Lázaro vio en torno suyo a tres pilletes que le contemplaban con burla, y uno de ellos atisbaba una ocasión oportuna para quitarle el sombrero. Los transeúntes principiaron a formar corro, y alguno llegó a inclinarse con curiosidad para ver si el caído estaba difunto o simplemente desmayado. Levantose, porque aquella curiosidad impertinente le molestaba tanto como el rumor que de la Fontana salía, y se alejó de allí, dirigiéndose a la Puerta del Sol. Los gateras le seguían, acompañados de algunos más; los serenos le dirigían de lleno la luz de sus linternas, y los transeúntes se paraban mirándole alejarse, seguros de que no era difunto ni estaba desmayado, sino simplemente borracho.

Subió la calle de la Montera, y preguntó por la calle de Válgame Dios, porque había resuelto dirigirse a casa de su tío. Ya no dudaba: su determinación era fija, y en aquel angustioso trance, la casa del fanático, en cuya puerta había de dejar sus creencias, sus sentimientos, le pareció un refugio de paz.

Después de todo, los pocos días pasados en Madrid habían sido continuado martirio, y la idea de la apostasía que en casa del realista se le obligaba a hacer, no le molestaba tanto. Estaba herido de muerte en la imaginación, es decir, flaqueaba por su parte más poderosa. Ya no era aquel joven ardiente que se creía destinado a grandes fines; era un pobre desheredado sin vigor de espíritu, sin esperanza y sin ideas. No sabía lo que pasaba, no podía medir la inmensidad del trastorno que su pariente le exigía, no estaba resuelto sino a echarse en brazos del primero que fuera capaz de consolarle.

Llegó por fin, después de preguntar mucho, a la calle de Válgame Dios. Vio el número de la casa, miró a las ventanas del segundo piso y había luz en las habitaciones. Sin duda estaba allí Clara, cansada de esperarle, desconfiada de verle otra vez. Entró en el zaguán y subió la escalera tan agitado y palpitante, que al llegar a la puerta   —171→   se detuvo porque apenas podía respirar. Después de algunos segundos, en que trató de reponerse, alargó la mano, tomó el cordón de la campanilla y tiró muy suavemente, porque le parecía que iba a incomodar a su tío y a alarmar a Clara si tocaba más de lo necesario para hacer constar en el interior la presencia de un forastero. Pero la suavidad con que tiró su mano temblorosa fue tal, que la campanilla no sonó. Quiso hacerlo con más energía, y como estaba tan nervioso, tiró tanto que la campana atronó la casa. Lázaro se asustó, creyendo que Elías iba a salir hecho una furia, clamando contra el que así alborotaba. Largo rato pasó sin que nadie abriera: pero al fin distinguió alguna claridad al través del ventanillo; sintió pasos; una mano descorría la tabla, abriose el agujero y aparecieron dos ojos.

No eran los de Clara.

«¿Quién?» dijo desde dentro la voz de Pascuala.

Lázaro preguntó por su tío.

«Sí; pero no está».

-¿Vendrá pronto? Soy su sobrino.

Pascuala abrió la puerta y Lázaro dio un paso hacia adentro, sorprendido de no oír la voz de Clara.

«No vendrá ni pronto ni tarde, porque se ha mudao» contestó la alcarreña.

-¿Cómo?

-Como que se ha mudao hoy mismo. Yo estoy aquí todavía porque quedan algunas cosillas y el ropero grande, y estoy aquí pa cuidarlo; pero mañana me voy.

-¿Y a dónde se ha mudado?

-Aquí cerca, en la calle de Belén, en casa de unas señoras que llaman de Porreño, que le han cedío el cuarto segundo pa que viva solo.

-¿Y Clara? -preguntó Lázaro con mucha ansiedad.

-Esa hace ocho días que está allá viviendo con las señoras. El amo la puso allí porque se enfaó con ella.

-A ver, a ver, ¿qué es lo que dices?

-¡Ah!, ¿pero usted es sobrino del amo?

-Sí.

-Usted es aragonés. Dígame: ¿conoce por casualidad en Cariñena a Ventura Palomino, hermano de Jusepe Palomino, que casó con Colasa Sanahuja?

-No -contestó Lázaro impaciente-: no soy de Cariñena.

-¿Y sabe usted si ha parío la mujer de Antón Telares, hermano de mi novio Pascual, con quien me voy a casar la semana que entra, si Dios me ayuda?

  —172→  

-No sé, hermana; no conozco a esa gente. Pero diga usted, ¿por qué ha ido Clara a vivir con esas señoras?

-¡Ah! -dijo la alcarreña riendo con mucha gana-: no me acordaba de que era usted su novio. El amo la mandó allá porque decía que no la podía aguantar... pues... le diré a usted... el amo es así, un poco... Decía que era una niña como las del día, que era muy sardesca... Pero ella es muy buena, y no sé cómo la pobre no se ha podrío de tristeza en esta casa.

-¿Y salió con gusto de aquí?

-A la verdad, caballero... el amo tiene un genio, así... vaya. Las dos nos quedábamos muertas de miedo siempre que le veíamos entrar. No nos hablaba nunca, y de noche, después de acostarnos, le sentíamos dando unas patadas...

-¿Y por qué la mandó a casa de esas señoras?

-Vea usted, yo le voy a decir la verdad, porque es de la casa. Había un melitarito que se metió un día en casa, porque vino acompañando al amo, que fue herío en la calle. Después pasaba todos los días por ahí, y siempre que me encontraba en la calle me paraba pa preguntarme por doña Clarita. ¡Ay!, un día me vio mi Pascual hablando con él y por poco... mi Pascual tiene un genio del demonio, y cuando se enfaa... usted no supo cómo le pegó de cachetines al carnicero de ahí enfrente... Luego, como es una así... tan guapetona...

-Siga lo que iba contando: después sabremos lo que hace el señor Pascual -dijo Lázaro, impaciente por las digresiones de la criada.

-Pues decía que el melitarito, ofreciéndome dinero, quería colarse aquí.

-¿Y entró?...

-Espere usted y seguiré contando. No pasaba de la esquina, y el amo le alcanzó a ver algunas veces. Porque el amo, aunque parece que no ve nada, lo oserva todo.

-Y ella, ¿qué decía?

-Espere usted... Él me decía que quería entrar.

-¿Y qué decía él de ella?

-Que era muy guapa para estar aquí encerrada sin ver el mundo; que era una lástima que una mujer así viviera en compañía de un viejo tan feo y tan... Decía: «yo la sacaré de aquí».

-¿Y ella sabía que él decía eso?

-Sí: él mismo se lo dijo.

-Luego estuvo aquí -exclamó Lázaro con mucha ansiedad.

  —173→  

-Espere usted.

-Y ella, ¿qué decía de él?

-Que era una persona amable y de muy buen trato; que era buen sujeto y caballero muy cumplido. Un día se nos metió aquí. ¡Jesús, qué susto!

-Y ella, ¿qué hizo?

-Le dijo que se fuera.

-¿Y se fue?

-Ca: aquí estuvo hablando mil cosas.

-Y ella, ¿qué le decía?

-Que se fuera, porque la iba a comprometer; que si era verdad que se interesaba por ella, se marchara al momento, no dando lugar a que le vieran allí.

-Y él, ¿qué dijo? -preguntó Lázaro, que no cabía en sí de zozobra.

-Mil cosas, mil monerías. Lo cierto es que el amo entró y le vio. Se enfadó mucho, nos riñó mucho.

-Y a él, ¿qué le dijo?

-Nada. A nosotras nos estuvo riñendo todo el día. Después le dijo a doña Clarita que era una loca; que ya estaba cansao de sus coqueterías... cosas de viejo, porque ella, la pobre... por fin le dijo que la iba a mandar a casa de esas tres viejas para que la corrigieran y la enseñaran a buen vivir.

-Pero ¿por qué causa mi tío la llama loca? ¿Qué ha hecho?

-Naa; pero el amo dice que las ideas del día...

-¿Y qué más le dijo? -preguntó Lázaro, que no se cansaba nunca de las terribles respuestas de aquel fatal interrogatorio.

-Que debía aplicarse a la oración y a una vida santa.

-¿Y ese militar no la ha vuelto a ver más?

-Estos días le he visto rondando por la calle de Belén, y yo... me figuro...

-¿A ver? ¿Qué se figura usted?

-Me figuro... El melitarito es muy pillo... apuesto a que se ha colado allá.

-¿Y usted no conoce a esas tres señoras? -dijo Lázaro, tratando de disimular la mala impresión que la anterior respuesta le había producido.

-No: el amo decía que son buenas, y que una es santa.

-¿Dónde viven?

-En la calle de Belén, número 4. Su tío vive en la misma casa. Ya las conocerá usted.

-Diga usted -preguntó Lázaro, después de una pausa, en que dudó si marcharse o prolongar más aquel coloquio   —174→   doloroso-; diga usted, ¿ese militar es un joven alto, con bigotes negros?...

-Sí: un poquito más alto que usted; tiene una voz muy clara, y anda con mucha gracia, y se ríe con mucha gracia.

-¿No sabe usted cómo se llama?

-No, señor: lo iba a averiguar; pero como mi Pascual es tan celoso, tuve miedo. ¡Ah, qué hombre! Cuando se enfaa...

Lázaro estuvo un momento silencioso contemplando la bárbara efigie de aquella mujer, oráculo de su desventura. Después se hizo repetir las señas de la nueva casa, y salió.

Ya la determinación de ir allí era inquebrantable, y antes hubiera muerto que dejar de hacerlo. La curiosidad, los celos, la necesidad de encontrar una solución a aquella serie precipitada de dudas, le impulsaban hacia la nueva casa. ¿Y la abjuración exigida? Casi no pensaba ya en tal cosa. Sin duda alguna podía asegurar que el militar, de quien le habló Pascuala, era el mismo que le acababa de poner en libertad. ¡Nuevo y doloroso misterio! Hubiera dado muchos días de vida por saber todo con claridad, y al mismo tiempo se horrorizaba al pensar que iba a saberlo. La idea de la deslealtad de Clara, de su deshonra, era demasiado grande en su horror, y no le cabía en la cabeza. Lo que más le confundía era la extraña rapidez, la fatal impaciencia con que se precipitaban sobre él tantas contrariedades, tantas amarguras, que no le daban tiempo para buscar aliento y esperanza en su inteligencia y en su corazón.

Entró en la casa, y subió lentamente la escalera de la casa del siglo decimoctavo. No pudo prescindir de una sensación de respeto hacia aquellas tres damas, desconocidas todavía para él, que le parecían tres perfectos modelos de virtud. Tocó, y le abrió una de ellas. La decoración le afectó un poco: los retratos históricos de la antesala le miraron todos con sus ojos apolillados. Lázaro tuvo miedo. Precedido por Paz, atravesó por entre aquellas sombras que la débil luz del pasillo hacía más misteriosas, y entró en la sala.