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ArribaAbajoActo II

 

La misma decoración del acto primero.

 

Escena I

 

MONCADA, junto a la mesa de la derecha, revisa cartas y papeles, demostrando inquietud y tristeza. Junto a la mesilla de la izquierda, DOÑA EULALIA, entretenida en una labor de gancho; a su lado la MARQUESA como de visita. Después VICTORIA, que entra y sale varias veces durante la escena.

 

MARQUESA.-   Pues sí, muy contenta en mi casita.

DOÑA EULALIA.-   Daniel se entonará con la vida de campo.

MARQUESA.-   Falta le hace.  (Bajando la voz.)  No creas... algo me inquieta esta aparición de Victoria.

DOÑA EULALIA.-   ¿Temes que tu hijo, al verla...? ¡Oh, no!... con el nuevo giro que la idea religiosa ha dado a sus sentimientos, no es fácil que ninguna pasioncilla mundana asome la cabeza... Pero di, tú crees sinceramente en el misticismo de ese pobre muchacho?

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MARQUESA.-    (Suspirando.)  ¡Oh!, sí.

DOÑA EULALIA.-   ¿Y lo celebras?

MARQUESA.-   ¡Qué sé yo...! No puedo negar que, atendiendo a los intereses, me contraría el cambio de vocación..., digámoslo más claro, de oficio. Pero...

DOÑA EULALIA.-   Pero como lo espiritual es ante todo, te conformas, quiero decir, te alegras de que tu hijo cambie la toga por la cogulla o la sobrepelliz...

MARQUESA.-   Claro que debo alegrarme... ¡Y cuidado que el bufete de Daniel prometía!...  (Suspirando.)  ¡Vaya si prometía!...

DOÑA EULALIA.-    (Bromeando.)  Positivismo ¿eh?

MARQUESA.-   Llámalo vida, necesidades... ¡Ay, yo también miro al cielo, pero como ya no veo caer el maná, tengo que revolver la tierra buscando su equivalente!

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MONCADA.-    (Con sobresalto, mirando su reloj.)  (¡Ese maldito Huguet, cuándo vendrá!)

MARQUESA.-   (Inquieto está el pobre Juan... ¡Si será oportuno hablarle ahora!... Vamos, me lanzo.) Juan.

MONCADA.-   ¿Qué?

MARQUESA.-   Tengo que hablar a usted de un asunto.

MONCADA.-   Usted dirá.

MARQUESA.-   Me parece que el otro día le indiqué... Soy muy prevenida, y antes de que venza el plazo del préstamo que hizo usted a mi marido...

MONCADA.-   Ya; la hipoteca del Clot. ¿Cuándo vence?

MARQUESA.-   Dentro de cinco meses.

MONCADA.-   Pues no corre prisa.

MARQUESA.-   Es que quiero anunciarle con tiempo que   —74→   necesito una prórroga... dos años más, querido amigo... dos años, en los cuales pagaré intereses, pues no acepto el favor sino con esta precisa condición...  (Advirtiendo que MONCADA, profundamente abstraído, no se entera.)  Pero ¿no me oye?

MONCADA.-   ¡Ah!, perdone usted... Me distraje... Sí, sí, cuente usted con...

MARQUESA.-    (Marcando bien la frase.)  Prórroga con intereses.

MONCADA.-   Quítese usted de ahí... No faltaba más sino que yo cobrase réditos a la viuda de mi mejor amigo, a la mujer heroica que ha sabido defenderse, y aun vencer, en la horrorosa lucha con la adversidad y con...

MARQUESA.-   Con la miseria, dígalo...  (Conmovida.) 

DOÑA EULALIA.-   ¡Ay, Florentina, tu pobre Silverio... qué excelente hombre!... cariñoso padre, esposo amante y fiel! ¡Pero vamos, hija, que te dejó una herencia...!

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MARQUESA.-   Sí, deudas enormes que he ido cancelando a fuerza de sonrojos y privaciones horribles.  (Queriendo alejar un triste recuerdo.) 

MONCADA.-   Silverio no se perdió por vicioso; no fue lo que vulgarmente llamamos una mala cabeza.

DOÑA EULALIA.-   Al contrario, pasaba por una de las primeras de Cataluña.

MARQUESA.-   Y eso fue lo que le perdió: su gran entendimiento, la extraordinaria alteza de sus ideas. Vivió poseído de la fiebre de las mejoras y de la pasión de los adelantos. Se embriagaba, sí, esa es la palabra, se emborrachaba con el maldito progreso, y no vivía más que para visitar exposiciones extranjeras...

MONCADA.-   Y traerse acá las máquinas más perfectas de agricultura y de industrias agrícolas.

MARQUESA.-   Por esto, bien puedo decir del pobre Silverio, que fue una víctima de la civilización.  (Sigue hablando con DOÑA EULALIA.) 

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VICTORIA.-    (Entrando por la izquierda con una taza de caldo.)  Vamos, papá, tómate este caldito. Hoy apenas almorzastes2.

MONCADA.-   Pues sí que lo tomo.  (Coge la taza.)  ¿Gusta usted, Florentina?

MARQUESA.-   Gracias.

MONCADA.-   Ay, hija mía, ¡cuán breve el consuelo que me das! ¡Tres días tan sólo...!

VICTORIA.-   Pidamos seis a la Madre Superiora.

MONCADA.-   Sí, sí.

VICTORIA.-   Daremos el encargo a Sor Sagrario, que hoy se vuelve allá. ¿Qué quieres ahora?  (Recogiendo la taza de caldo.) 

MONCADA.-   Que me traigas aquel libro de cuentas que quedó en la mesa de mi despacho.

VICTORIA.-   Voy.  (Vase por la derecha dejando la taza sobre la mesa.) 

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MARQUESA.-    (Con desconsuelo, mirando a VICTORIA.)  (¡Lástima de muchacha!) Pues como te decía, sólo Dios conoce mi angustioso batallar con las dificultades y apreturas que me legó el pobre Silverio. Durante algunos años, cuando no velaba yo para coser la ropita de mis niños, me quemaba las cejas haciendo cálculos... para defender y estirar el miserable céntimo. Yo misma he vendido al menudeo la lana de mis ovejitas de Castellar del Nuch, y he almacenado en mi alcoba, esperando mejores precios, las patatas del Clot. Se me han estropeado las manos lavando mi ropa, y mi rostro aprendió a no ruborizarse pidiendo a este y al otro amigo los libros en que mis hijos habían de estudiar.

VICTORIA.-    (Entrando con el libro, que da a su padre.)  Aquí está.

MARQUESA.-   En este atroz combate, cayéndome hoy, levantándome mañana, sin hacer caso de las magulladuras del amor propio, perdí mis tierras del Panadés. Hoy, en la situación modestísima que he podido conservar, libre ya, o casi libre de acreedores, me conformaré con salvar mi finca del Clot, la casa patrimonial   —78→   donde nací, aquel terruño queridísimo que guarda la memoria de mis padres. Si lo perdiera, me moriría de pena.

MONCADA.-    (Recordando, con pena.)  ¡Ay!, espere usted, Florentina.

MARQUESA.-   ¿Qué?

MONCADA.-   Que no sé si ese crédito va comprendido entre los que se llevó Huguet para intentar una negociación...

MARQUESA.-   Por Dios, no me asuste usted...

MONCADA.-   No apurarse. En todo caso, lo retiraremos antes de hacer la negociación. Como es cosa de poca entidad...

MARQUESA.-   Relativamente. Para mí es mucho, para usted una bicoca.

MONCADA.-   ¡Ah!, ya no hay bicocas para mí. Estoy arruinado.

MARQUESA.-    (Asustadísima.)  ¡Juan!

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MONCADA.-   Como usted lo oye.  (A VICTORIA.)  Hija de mi alma, mira por dónde has resultado previsora dedicándote a ese santo oficio de asistir a los pobres y consolar a los desvalidos. Te estrenarás con tu propia familia.

DOÑA EULALIA.-    (A la MARQUESA, que está consternada.)  ¿No ves que bromea? Y en último caso, Juan, a mi no me asusta la pobreza. Creo que a Florentina tampoco.

MARQUESA.-   ¡Ay, la, pobreza! Esa señora y yo hemos luchado a brazo partido, nos hemos peleado bien, bien, bien. Y como he recibido de ella tantos arañazos y mordiscos, francamente, no le tengo mucha ley que digamos.

MONCADA.-   En fin, Eulalia, tú a un convento, yo al asilo de ancianos en que esté mi hija.  (Rompiendo papeles y arrojándolos al suelo.) 

DOÑA EULALIA.-   Pues yo, tan contenta.  (A VICTORIA.)  ¿Qué dices tú?

VICTORIA.-   ¿Yo? Que el alma siempre es rica. Su capital crece y se multiplica cuanto más se le derrocha.

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DOÑA EULALIA.-    (Alabando la frase.)  ¿Eh? ¿Qué tal?

MARQUESA.-   Victoria, cuéntanos tu vida. ¿Estás contenta en el Socorro?

VICTORIA.-    (Siéntase en una silla baja, entre la MARQUESA y DOÑA EULALIA.)  ¡Oh, sí! ¡Qué paz, qué encanto, qué dulzura en aquella vida! Pero también paso mis penitas.

DOÑA EULALIA.-   ¿Penitas? Vamos.  (Fatigada, interrumpe su labor sin soltarla de la mano.) 

MARQUESA.-   Sí, por las tareas arduas, abrumadoras y a veces repugnantes que imponen a las novicias.

VICTORIA.-   Por eso no, más bien por lo contrario.  (Quitándole a su tía de las manos la labor de gancho y continuándola con gran ligereza.)  Perdone usted, tía, no puedo estar sin hacer algo... Las faenas arduas, las cosas difíciles, muy difíciles, son las que me gustan a mí. Cuando me señalan trabajos fáciles y corrientes de los que puede desempeñar cualquiera, me aburro, me impaciento, me pongo triste.

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MONCADA.-    (Que a ratos atiende a la conversación sin dejar de romper papeles.)  Eso es orgullo.

DOÑA EULALIA.-   Y ofender a Dios. Hay que someterse.

VICTORIA.-   Si yo me someto. Me resigno a las cosas fáciles, no sin un poquito o un muchito de violencia sobre mí. El mayor gusto mío es que me manden algo en que tenga que vencer dificultades grandes o afrontar algún peligro que me imponga miedo, más bien terror, o ahogar con esfuerzo del alma mis gustos de siempre, mis aficiones más arraigadas. Quiero padecer y humillarme.

MARQUESA.-   ¡Qué viva imaginación la de esta chica!

MONCADA.-   Desde muy niña se distinguió por el entusiasmo repentino y ardiente.

DOÑA EULALIA.-   Y por sus vehemencias, que a veces nos parecían raptos de locura.

MONCADA.-   Lo contrario de su hermana Gabriela; toda   —82→   reflexión y calma. En aquella el instinto del método, las acciones lentas, las ideas prácticas; en esta el arranque súbito, ideas brillantes, actos atrevidos que parecían obra de la inspiración o del capricho.

DOÑA EULALIA.-   ¡Dichosa tú, hija mía, que allá te perfeccionas a tu gusto, y te mortificas tan ricamente sin que te moleste nadie!

MARQUESA.-   ¿Ricamente? Fama tiene de muy estrecha la disciplina del Socorro.

VICTORIA.-   Pues a mí me parece ancha y cómoda. Yo quisiera más...

MONCADA.-   ¿Más qué?

VICTORIA.-   Más trabajo, más dificultades, mayor violencia de la voluntad, para que el padecer fuera extremado y el sacrificio llegara al límite de las fuerzas humanas.

MONCADA.-   ¡Ambiciosilla!

VICTORIA.-   Sí que lo soy.

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DOÑA EULALIA.-    (Levantándose.)  Ea; basta de charla ociosa. Hoy Lunes Santo. Es hora de ir a la iglesia, que no faltan ¡ay!, cositas que pedir al Señor. Victoria, ¿vienes?

VICTORIA.-   Después. No quiero dejar solo a papá.

MARQUESA.-   Yo te acompañaré. Rezaremos, sí. Hay que pedir, pedir... (¡Dios mío, que suban los fondos, que suban, sí, para que se arreglen los negocios de este buen hombre, providencia de tantos desdichados!) Juan, adiós, y no sea usted pesimista.

MONCADA.-   Adiós, amiga mía.

DOÑA EULALIA.-    (A MONCADA.)  No trabajes ahora. No olvides que Daniel vendrá hoy a buscarte para dar un paseo.

MARQUESA.-   ¡Ah!, sí... y que vendrá pronto, cuando salga de los Franciscanos.

MONCADA.-   Aquí le espero.

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DOÑA EULALIA.-    (A VICTORIA, rechazando la labor de gancho que esta le entrega.)  Acábame esas vueltas, holgazana.  (Vanse las dos señoras por el fondo.) 



Escena II

 

MONCADA, VICTORIA.

 

VICTORIA.-    (En pie, sin mirarle, continuando su labor.)  Y qué, ¿te escribo más cartas?

MONCADA.-    (Sentándose junto a la mesa.)  Sí; dos o tres urgentísimas.

VICTORIA.-   Pues dícteme.  (Deja la labor y se sienta por el otro lado de la mesa, tomando la pluma y preparándose para escribir.) 

MONCADA.-   No sé por dónde empezar...  (Dictando.)  «Señores Miró y Compañía...».

VICTORIA.-    (Escribiendo.)  «Y Compañía... Muy señores míos...».

MONCADA.-   «Tengo el sentimiento de participar a ustedes...   —85→   que... por efecto de la liquidación del sábado...».  (Da un puñetazo en el brazo del sillón y se levanta airado.)  No puedo anunciar yo mismo mi descrédito, la deshonra comercial, la insolvencia.

VICTORIA.-   Papá, ¿qué hablas ahí de deshonra?

MONCADA.-   Sí, hija de mi vida. Estoy arruinado... perdido...

VICTORIA.-   ¿Pero es cierto que...?

MONCADA.-   Lo de menos es la riqueza. El caudal perdido puede ganarse otra vez. Pero la estimación, la pureza de un nombre intachable no se recobran una vez perdidas.

VICTORIA.-    (Con extrañeza.)  ¡La estimación! Si Dios te estima, ¿qué te importa que no te estimen los hombres?

MONCADA.-    (Muy excitado.)  ¡Dios has dicho!... La religión me consolará de la pobreza; no puede consolarme del descrédito vergonzoso.

VICTORIA.-   No te aflijas.

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MONCADA.-   Y esos pobres niños, los hijos de tu hermano Rafael, tendrán que ser recogidos por los amigos de casa, ¡o llevados a un hospicio!

VICTORIA.-  No me lo digas...

MONCADA.-   ¡Y tu pobre hermana...!

VICTORIA.-   Se casará con Jaime, que no ha de rechazarla por pobre.

MONCADA.-   Y Jaime tendrá que recogerme a mí... No; imposible que yo sobreviva a este inmenso desastre.

VICTORIA.-    (Cogiéndole las manos.)  ¡Papá, por Dios crucificado...!

MONCADA.-   Déjame... No me prediques... No entiendo tu lenguaje... Ni tú entiendes el mío... Hiciste bien en ponerte en salvo, abandonando tu casa y tu familia antes de la catástrofe, que ya no te afecta, no puede afectarte.

VICTORIA.-    (Con efusión.)  Papá, padre querido... No me hables así,   —87→   que me destrozas el alma. Te dejé cuando vivías en la opulencia. Pobre, no te hubiera dejado nunca. Te quiero tanto, tanto, que daría mi vida mil veces por evitar tus penas, por aliviarlas tanto así... Y ahora que vas a ser un pobrecito, ahora... no sé cómo expresártelo...  (Con calor y entusiasmo.)  no sé... porque el amor que te tengo no cabe en mí, ni en el mundo entero.

MONCADA.-    (Abrazándola tiernamente.)  ¡Hija de mi vida!

VICTORIA.-   Ten fe, ten fe... y verás.

MONCADA.-   Bueno: por fe no ha de quedar.

VICTORIA.-   Pues nada temas; yo te salvaré.

MONCADA.-   ¿Tú?

VICTORIA.-    (Con resolución.)  Yo, sí... ¿Te burlas? Yo, yo... Aquí tienes a la que llamabais la loca de la casa, a tu hijita caprichuda y soñadora; aquí la tienes, amenazándote con nuevos delirios de su imaginación arrebatada.  (Con orgullo.)  Yo, sí, yo te sacaré de penas.

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MONCADA.-    (Con mucho interés.)  ¿Cómo?

VICTORIA.-   Pidiéndoselo a Dios.

MONCADA.-    (Desalentado.)  ¡Inocente, alma pura y sencilla! ¡Y crees tú que Dios...!

VICTORIA.-   Concede, sí, todo lo que se le pide.

MONCADA.-   ¿Todo, todo?

VICTORIA.-   Sí, sí. Pero hemos de pedirlo con vivísima, con ardiente fe. Verás cómo imprime a nuestra voluntad una fuerza increíble, colosal, una fuerza que removerá todos los obstáculos...

MONCADA.-   ¡Una fuerza!  (Confuso.)  ¡La voluntad! ¡Ah, si en la voluntad consistiera...!

VICTORIA.-    (Con resolución graciosa.)  Tú déjame a mí, y verás...

MONCADA.-    (Viendo entrar a HUGUET.)  ¡Ah!, gracias a Dios.  (A HUGUET.)  ¡Qué hay?


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Escena III

 

Dichos. HUGUET.

 

HUGUET.-   Nada, que Llorens Hermanos se declaran también en quiebra. No hay que pensar en salvación por ese lado.

MONCADA.-   Ni por otro alguno.

HUGUET.-    (Como recobrando la esperanza.)  Y al fin, ¿habló Cruz contigo?

MONCADA.-    (Sorprendido.)  ¿Cruz?... No.

HUGUET.-   Accediendo a mis instancias, no desiste de comprar la fábrica, ni de hacerte el empréstito...

MONCADA.-   ¡Ah!, ¿pero en qué condiciones...?

HUGUET.-   Querido Juan, en las únicas posibles. ¿Pues qué creías tú? Otra cosa hubiera sido si...  (Recelando hablar delante de VICTORIA, que, sin moverse del asiento, continúa su labor de gancho.) 

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MONCADA.-   No temas hablar delante de esta. Ya la enteré de todo.

VICTORIA.-   Sí, sí, ya sé que querían sacrificar a mi hermana, casándola con un bruto muy rico, con ese Cruz... No le conozco... ni quiero...

MONCADA.-    (A HUGUET.)  Bueno, pues oiremos sus proposiciones. Si he de ser franco, no creo en la leyenda de su perversidad.

HUGUET.-   Ni yo. Pero creo en la tenacidad de sus resoluciones, en la dureza marmórea de su corazón. Trata los negocios con una rectitud huraña, rígida, inflexible como un lingote de hierro... Pues ese mismo hombre, tan fiero y de tan ruda forma, parecía un niño contándome su ilusión de entroncar con los Moncadas, de juntar las dos razas, las dos firmas... Y cree que su plan era cosa grande...  (Expresando con un gesto la superioridad.)  Cuando Eulalia y yo empezamos a conspirar, dirigiome el hombre esta carta...  (La saca del bolsillo.)  en la cual sintetiza su pensamiento...  (Mostrándola a MONCADA, que la rechaza con tristeza.)  Proponía, como verás, la creación de una Sociedad Comanditaria,   —91→   a la cual aportaba un capital de quince millones... tú aportarías la fábrica, cuya gerencia desempeñaría él...

MONCADA.-   Calla, déjame.  (Con profundo disgusto.)  ¿A qué me pones delante de los ojos esa tabla, a la cual no podemos agarrarnos?

HUGUET.-   Admitiría las acciones de nuestro Banco al precio de emisión... Se pagarían todos los créditos pendientes...

MONCADA.-   Basta te digo. Si no ha de ser...

HUGUET.-    (Guardándose la carta, amoscado.)  Bueno: déjame al menos el derecho de maldecir nuestro destino.

MONCADA.-   Maldice, maldigamos todo lo maldecible.

HUGUET.-   Y no extrañes que el hombre, irritado por la sequedad humillante de la repulsa, te trate ahora como enemigo...

MONCADA.-   Sí; ya sé que tendré que sucumbir a las circunstancias. Me estrujará para sacar el último   —92→   zumo del limón, y hará un estropajo de mis entrañas.

HUGUET.-   Y no podrás quejarte.

MONCADA.-   Si no me quejo. Renuncio a todo, hasta al derecho al quejido.

VICTORIA.-   Si me dejan decir mi opinión...

MONCADA.-   Dila.

VICTORIA.-   Pues... no entren en tratos con el malo; que al malo, Dios le confundirá.

MONCADA.-   En eso estamos... Pero por de pronto, a quien confunde es al bueno.

HUGUET.-   ¡Ea, que no es tan malo Cruz! Y en todo caso, hay que reconocerle una cualidad excelsa.

MONCADA.-   ¿Cuál?

HUGUET.-   Que si no hay otro más duro para hacer   —93→   cumplir, tampoco lo hay más exacto en el cumplimiento de sus obligaciones. Mi hermano Roberto, que le ha tratado en América, me ha dicho que sus compromisos tiénense por cosa sagrada, y que su palabra vale tanto como escritura pública.

VICTORIA.-   Algo es algo.



Escena IV

 

Dichos. GABRIELA, que sale precipitadamente por la izquierda, con delantal.

 

GABRIELA.-    (A VICTORIA.)  Tú aquí de parola, y yo allá consumiéndome la figura, sofocada, sin poder hacer carrera de esos chiquillos.

MONCADA.-   Pero hija, ¿qué es eso?

GABRIELA.-   Nada, papá, han perdido el respeto a la institutriz, y a mí me lo perderían también sin las solfas que les doy.  (A VICTORIA.)  Pero tú, aprendiz de maestra angélica, ¿por qué no vas allá? A ver, domestícame a esos serafines diabólicos.

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HUGUET.-   Pues no vienes poco fuerte.

GABRIELA.-   Mira, mira,  (Mostrándole su delantal, desgarrado de arriba a bajo.)  lo que acaba de hacerme Aurorita.

MONCADA.-   ¡Qué gracioso!

VICTORIA.-   Por poco te afanas.

GABRIELA.-   Pues anda tú.

VICTORIA.-   Ya lo creo que iré. ¡Valiente cuidado me dan a mí travesuras de chiquillos!

GABRIELA.-   Ya no puedo, no puedo atender a tantas cosas.  (Revolviendo precipitadamente la cesta de costura, saca hilo y aguja y se cose el delantal.)  ¿Sabes, papá, lo que hizo Pepito? Pues meter las dos manos en un plato de natillas, y después ir marcando uno a uno todos los muebles del comedor.

MONCADA.-   Ja, ja...

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HUGUET.-   ¡Qué mono!

GABRIELA.-   Merceditas, a quien no puedo quitar la costumbre de hablar como un carretero, me ha llamado... No lo puedo decir.  (Todos sueltan la risa.)  Y Pepito, cuando le pongo de rodillas por no saber la lección, se entretiene en arrancar las hojas de la Gramática... para poner rabos a las moscas.

HUGUET.-   Lo mismo hacía yo.

MONCADA.-   Y yo.

GABRIELA.-   Y a todas estas, la institutriz pone morros, y Celedonia riñe con el ama, y esta se atufa y me amenaza con irse; y se presenta el marido perdonándonos la vida... En fin, que tengo ya la cabeza como un bombo.

VICTORIA.-    (Bromeando.)  ¿Quieres apostar a que voy yo y todo lo arreglo?

GABRIELA.-   Pues anda, anda... Te cedo la plaza. A ti todo te parece facilísimo.

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VICTORIA.-   Todo no, eso sí, porque lo es.

GABRIELA.-   Quisiera yo verte aquí...  (Acabando la costura y cortando el hilo con los dientes.)  Para estos trajines, tienes tú demasiado... espíritu... ¡Ay, es un gran comodín eso del espíritu, y hacer todas las cosas con el pensamiento, en vez de hacerlas con las manos, con estas!

VICTORIA.-   Yo también tengo manos.  (Con viveza las dos.) 

GABRIELA.-   No es censura... pero hay que probarse.

VICTORIA.-   Probarse, sí.

GABRIELA.-   En la vida práctica.

VICTORIA.-   En ella estoy.

HUGUET.-    (Interponiéndose.)  Vamos, no riñan por cual de las dos vale más. Ambas son excelentes, inapreciables, cada cual en su hechura y estilo.

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GABRIELA.-    (Riendo.)  Si no reñimos... ¡Pero qué tonto!

MONCADA.-   ¿Reñir mis hijas? Nunca.

HUGUET.-   (Aquí están las dos, la divina y la humana. Ninguna de las dos le sirve para nada. ¡Pobre Juan!)

MONCADA.-    (A HUGUET.)  No nos descuidemos, Facundo, por si viene...

HUGUET.-   ¿Tienes ahí la titulación de los terrenos de la fábrica?

MONCADA.-   Creo que sí.

HUGUET.-   Pues examinémosla.

MONCADA.-   Vamos...  (Dirigiéndose al despacho.)  Preparémonos para la decapitación.


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Escena V

 

VICTORIA, GABRIELA, CARMETA, que entra y sale por la izquierda.

 

GABRIELA.-    (Mirando al suelo, a trechos cubierto de papeles rotos.)  Bonito han puesto esto. No puedo ver tanta suciedad.  (Llamando.)  Carmeta.

CARMETA.-    (Por la izquierda.)  ¿Señorita...?

GABRIELA.-   Barre aquí.  (Vase la criada.) 

VICTORIA.-   El pobre papá ¡qué malos ratos pasa!

GABRIELA.-    (Suspirando.)  Ya... ¡Y que nosotras, infelices mujeres, no podamos evitarlo!

VICTORIA.-   Sí, triste cosa es nuestra insignificancia, nuestra incapacidad para todo lo que no sea las menudencias del trabajo doméstico.  (Entra CARMETA con una escoba. VICTORIA se la quita y se pone a barrer.) 

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GABRIELA.-    (A CARMETA.)  A Celedonia que planche primero la ropa de los niños. Las enaguas no corren prisa. (Vase CARMETA.)  ¡Pero tú...!  (Viendo barrer a VICTORIA.)  Vamos, eso es jugar a los trabajitos.

VICTORIA.-    (Con gracejo.)  Hija, no hay más remedio que rebajarse, ahora que vamos a ser pobres... digo, tú, que yo... ya lo soy.

GABRIELA.-   ¡Ay, la desgracia me coge bien prevenida! No me asusta la pobreza. Vaya, tengo que hacer.  (Dirígese a la puerta, y como atormentada de una idea, vuelve.)  Dime, Victoria, ¿papá está quejoso de mí? ¿Te ha dicho algo?

VICTORIA.-    (Dejando de barrer, pero sin soltar la escoba.)  No, no... ¡Pobrecito!

GABRIELA.-   Porque ya ves... Tú estás enterada. ¿No crees que hice bien...?

VICTORIA.-   Yo... ¿que si creo?... Te diré. No se debe exigir a la criatura humana ningún acto superior   —100→   a su propia resistencia. Si yo te dijese: «Gabriela, échate al hombro esta casa y anda con ella», te reirías de mí.

GABRIELA.-   Como te reirías tú si yo te lo dijera.

VICTORIA.-   Quizás no, porque si yo me encontrara en tu situación, y me hubieran dicho «levanta en vilo esta casa...» la habría levantado.

GABRIELA.-   ¿Qué quieres decirme?  (Amoscada.)  ¡Que siempre has de hablar con figuras! ¿Luego tú... también tú, crees...?

VICTORIA.-   No te inculpo. Cada cual levanta los pesos que puede. El sacrificio, la querencia de las dificultades, el desprecio de nuestra felicidad para buscar en la desdicha una dicha mayor, ese homenaje del alma a Dios, que gusta de verla llegar hasta Él por los caminos más estrechos, no es, no, para todos los caracteres.

GABRIELA.-   Sutil estás... y orgullosa... ¿De modo que tú?... vamos, crees sin duda que debí sacrificarme...?

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VICTORIA.-   Yo no digo que tú lo hicieras... Claro, no podías... Te faltaba valor, desprecio de ti misma, poder de anulación.

GABRIELA.-   ¡Valor, desprecio, anulación! Eso entraría en la esfera de lo sublime, querida hermana, y lo sublime no se ha hecho para esta pobre criatura casera y vulgar. Soy muy prosaica, ya lo ves. No ambiciono pasar a la historia, ni que me dediquen tres o cuatro renglones en el Año Cristiano.  (VICTORIA sigue barriendo sin decir nada.)  ¿Quiere decir esto que me falta valor? Bueno. Quizás me sobraría para soportar las mayores desgracias, la miseria, la muerte. Para ser esposa de una bestia, reconozco que no lo tengo.

VICTORIA.-   Sí, sí... Líbrete Dios de semejante prueba... No se hable más del asunto.

CARMETA.-    (Entrando por la izquierda.)  Señorita, el pescadero. ¿Qué se toma?

GABRIELA.-    (Enjugándose una lágrima.)  Voy, voy al momento... ¡Cómo me entretengo charlando!  (Vanse presurosas GABRIELA y la criada.) 


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Escena VI

 

VICTORIA; después CRUZ; al fin de la escena HUGUET.

 

VICTORIA.-    (Barriendo con decisión.)  No cede, no. ¡Razón tenía la pobre! El sacrificio sería horrible, tremendo... superior a las fuerzas humanas.  (Parándose meditabunda.)  No, no, no; nada es superior a este soberano impulso del alma, nacido de la fe, y que frente a las dificultades se encrespa, se agiganta, y las arrolla al fin, las pulveriza.  (Entra CRUZ.)  ¡Ah! Este es sin duda... sí... ese Cruz... la bestia...

CRUZ.-   (¡La monja!)  (Deteniéndose cohibido.) 

VICTORIA.-   Pase usted.  (Sigue barriendo.)  Papá saldrá pronto.  (Después de observarle rápidamente.)  (En efecto, amarguillo debe de ser este cáliz...) Tome usted asiento, señor Cruz.

CRUZ.-   ¡Ah, me conoce usted!

VICTORIA.-   De fama.

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CRUZ.-   Aquí la tengo muy mala, según parece.

VICTORIA.-   Regular.

CRUZ.-   Pues yo... No es esta la primera vez que veo a usted.

VICTORIA.-    (Parándose, apoyada en el palo de la escoba.)  ¿A mí?... ¡Ah, en mi infancia!

CRUZ.-   No; ahora.

VICTORIA.-   ¿En dónde?

CRUZ.-    (Siempre con sequedad.)  Acostumbro madrugar. Esta mañana salí tempranito a dar mi paseo; entré en el parque por la hondonada de Paulet, y allá, en el lavadero que hay entre los tilos, estaba usted con otras mujeres.

VICTORIA.-   ¡Ah!, sí, lavando...

CRUZ.-   Díjome Rufina que por las mañanitas suele usted ir allá, y que ayuda a lavar la ropa de los criados.

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VICTORIA.-  Alguna vez.

CRUZ.-   Pues sí; usted no me vio a mí. Pasé de largo... Hablando de otra cosa: seguramente usted no se acordará de aquellos tiempos... Era muy niña.

VICTORIA.-   Sí que me acuerdo...  (Con asombro infantil.)  ¿Y es cierto lo que dicen?

CRUZ.-  ¿Qué?

VICTORIA.-   Que es usted Pepet, aquel muchachote tan...

CRUZ.-   Acabe: tan diabólico, tan cerril y de mala sangre, según decían.

VICTORIA.-   Pero ¿de veras?... ¿es usted el mismísimo Pepet?

CRUZ.-   El legítimo, el auténtico, el que tiraba del carrito en que se paseaban las dos niñas...

VICTORIA.-   ¡Vamos, y que hacía usted de caballito con una propiedad...!

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CRUZ.-   Con tanta propiedad, que usted, una tarde, se empeñó en que había de comer cebada.

VICTORIA.-   ¿De veras? Ja, ja...

CRUZ.-   Y la comí.

VICTORIA.-   ¡Qué cosas!

CRUZ.-   No sé si se acordará de cuando usted y su hermanita, asomadas a la ventana de arriba, mientras yo abría los hoyos...

VICTORIA.-   ¿Le echábamos salivitas y salivitas...? ¡Vaya si me acuerdo!

CRUZ.-   Que me caían aquí.  (En el pescuezo.) 

VICTORIA.-   Después se fue usted a las Américas, y ha vuelto cargado de riquezas, que no le sirven más que para ofender a Dios. Porque el dinero, entiéndalo usted,  (En tono infantil y gracioso.)  es cosa muy mala, pero muy mala.

CRUZ.-   Tan malo, que todos lo persiguen... para cogerlo.

  —106→  

VICTORIA.-   Hay gustos muy raros.

CRUZ.-   Como el de usted, por ejemplo.

VICTORIA.-   ¿Cuál?

CRUZ.-   Si no se enoja, se lo diré.

VICTORIA.-   Diga.

CRUZ.-   Eso del monjío, envolver su rostro en la desairada toca, vestirse con tan feo traje, adoptar una vida de estúpidas ñoñerías, entre beatas asquerosas y frailes imbéciles.

VICTORIA.-   (¡Cuanta grosería!) Sí, ese es mi gusto. ¡Qué quiere usted!... Dígame, ¿esa manera de hablar y de calificar a las personas religiosas, es constante en usted?

CRUZ.-   Cuando me piden mi opinión, la doy sin floreos. Soy muy burdo, muy mazacote.

VICTORIA.-   Ya, ya se ve.  (Volviendo a barrer.)  (Verdaderamente, el sacrificio sería espantoso... ¡Qué   —107→   facha, qué innoble lenguaje, qué bajeza de pensamientos!)

HUGUET.-    (Que no pasa de la puerta de la derecha.)  ¿Pero estaba usted aquí? Juan y yo le esperábamos...

CRUZ.-   Me entretuvo la barrendera...

HUGUET.-   Pase, pase...  (Salen CRUZ y HUGUET por la derecha.) 



Escena VII

 

VICTORIA, sola, meditabunda.

 

VICTORIA.-  ¡Qué hombre, qué trazas de inferioridad! Y en eso, ¿hay un alma?  (Pausa.)  Sí que la habrá, ¡y quién sabe si Dios prepara en ella algún maravilloso ejemplo de su poder infinito!  (Asaltada súbitamente de una inquietad nerviosa.)  Dios mío ¿qué es esto?... Pasó la ráfaga por mi mente... He sentido el chispazo que precede a las resoluciones formidables... No, no puede ser... Soy víctima de una alucinación, sugerida por el orgullo... No, no.  (Riendo.)  ¿Cómo puede ser que yo...? ¡Demencia, ilusión loca de mover las montañas, de ablandar entre los dedos el bronce, de convertir los   —108→   males en bienes! Ya, ya cesó.  (Serenándose, se pasa la mano por la frente.)  No siento ya la llamarada... ¡Vaya qué cosas se me ocurren! ¿Y por qué había de consumar yo sacrificio tan espantoso? ¿Por devolver a mi padre la tranquilidad, la estimación, el crédito?... ¿Pero yo qué tengo que ver con el crédito, ni qué significa eso para mí, para quien lleva estas tocas, este rosario, esta cruz?  (Reflexionando.)  En ningún catecismo se habla del crédito... en ningún libro místico he tropezado jamás con esa palabreja. Por amor se apuran los cálices más amargos; por amor se acometen difíciles empresas, desafiando con semblante risueño la vergüenza, el dolor, la muerte misma; por amor se truecan las espinas en rosas, el miedo en confianza, las tribulaciones en alegrías inefables... Pero por el crédito...  (Rehaciéndose.)  Jesús mío, no permitas que mi razón se turbe.



Escena VIII

 

VICTORIA, MONCADA, que entra por la derecha muy agitado.

 

MONCADA.-   ¡No puedo presenciar cómo hacen leña de mí, pobre árbol caído! Aquí, en mi corazón,   —109→   retumban los hachazos... Allá lo arreglen solos Huguet y Cruz, el leñador impío... ¡Horrible situación, que mi flaca voluntad no soportará! Sí, sí, me falta el valor de vivir.  (Dirígese al foro con muestras de desesperación.) 

VICTORIA.-    (Alarmada, deteniéndole por un brazo.)  Papá.

MONCADA.-   ¿Qué?

VICTORIA.-   ¿A dónde vas?

MONCADA.-   No sé... Hija de mi alma, inocente paloma, déjame... tú no puedes comprender...

VICTORIA.-   Papá querido.  (Abrazándole.)  Aguarda... Ven... ¿No te he dicho que yo...?

MONCADA.-   Ya, ya recuerdo...  (Con amargura.)  ¡Pidiéndoselo a Dios! ¿Has empezado?

VICTORIA.-   Sí.

MONCADA.-   Y ¿qué dice?

VICTORIA.-   Pues dice  (Reflexionando.)  que aguardes... que aguardes tranquilo.

  —110→  

MONCADA.-   ¡Tranquilidad, sí... la del sepulcro! Veras qué soberana paz...

VICTORIA.-   ¡Papaíto, por Dios!

 

(Aparece DANIEL por el fondo.)

 


Escena IX

 

Dichos. DANIEL.

 

VICTORIA.-   ¡Ah, Daniel!

DANIEL.-    (Tratando de disimular una viva emoción.)  (Creí que su presencia no me afectaría... Ánimo, y apretar bien la herida para que no se abra.)

MONCADA.-   Daniel, ¿qué bueno por aquí?

DANIEL.-   ¿No se acuerda? Me dijo usted que viniese a buscarle para dar un paseo.

MONCADA.-   ¡Ah!, sí... ¡Qué cabeza!

VICTORIA.-   A paseo... Me parece bien. Distracción, ejercicio.  (Aparte a DANIEL.)  No te separes de él ni un momento.

  —111→  

DANIEL.-    (Ofreciendo el brazo a MONCADA.)  Vamos, Don Juan. ¿Hacia dónde?

MONCADA.-    (Con indiferencia, dejándose, llevar.)  Hacia donde quieras.



Escena X

 

VICTORIA; después SOR MARÍA DEL SAGRARIO.

 

VICTORIA.-   Su inmenso dolor me traspasa el alma. Temo que en un rapto de desesperación... ¡Dios mío, aparta de su espíritu toda idea que no sea la de confiar ciegamente en tu infinita misericordia!...  (Sintiendo nuevamente la vibración interior.)  Otra vez... Otra vez la ráfaga...  (Se aprieta la frente.)  Esto no puede ser... ¡Oh!, sí... ¿por qué no? Lo difícil no existe... es una ilusión, un fantasma creado por nuestra flaqueza... Nada hay imposible... ¿Pero tendré valor para...?  (Con mucho brío.)  Sí, sí... por ver sonreír a mi padre sería yo capaz de arrojarme ahora mismo en una sima tenebrosa llena de culebras y de inmundos reptiles... sería yo capaz de arrojarme...  (Meditabunda y vacilante.)  ¡Ah! ¿Quién puede responder de su propio valor antes de probarlo? No sé, no sé... Mi mente se enturbia, mi voluntad desfallece...   —112→   Dios, Redentor mío, dame luz. Que vea yo si esta temeraria idea viene de ti... Sí, de ti viene. ¿Pues de quién si no?

SOR MARÍA.-    (Que entra por el foro.)  Niña, adiós.

VICTORIA.-   Pero ¿ya...?

SOR MARÍA.-   Sí, mi enferma murió anoche. Me voy con las dos hermanas del hospitalito de San Lázaro, que hoy regresan a Barcelona. Me ha dicho tu papá... ahora salía de aquí con ese joven... que te quedas unos días más. No habrá inconveniente, creo yo. Se lo diré a la Superiora. Podrás irte con las dos hermanas que saldrán de servicio el sábado próximo.

VICTORIA.-    (Abstraída, siéntase fatigada.)  ¿Sabe usted que...?  (Apoyando la frente en palma de la mano, con muestras de desfallecimiento.) 

SOR MARÍA.-   ¿Qué tienes? Ya... desconsuelo por verme partir. De buena gana te irías conmigo.

VICTORIA.-   ¡Oh, no!... ahora no.

  —113→  

SOR MARÍA.-   ¿Estás enferma?

VICTORIA.-   No sé... Siento una inquietud, un sobresalto... Dios quiere someterme a una prueba tremenda, la más grande que es posible imaginar.

SOR MARÍA.-   ¡Pobrecita! ¿Y qué prueba es esa? Ya me la contarás cuando vuelvas allá.

VICTORIA.-   Dígame usted, hermana Sagrario, ¿y si no volviera?

SOR MARÍA.-   ¿Qué dices?

VICTORIA.-   Hábleme con franqueza. Si yo abandonara el Socorro... y como novicia bien puedo retirarme... si yo no profesara, digo, y volviera al siglo, ¿qué pensaría usted, qué las Hermanas y la Madre?

SOR MARÍA.-   ¡Qué disparates se te ocurren! (Ah, Virgen Santísima, ya entiendo... ese caballerito que salía de aquí con don Juan... sin duda, retoña la malicia de aquel noviazgo.) Pero dime, ¿de veras piensas...?

  —114→  

VICTORIA.-   No, no haga usted caso. Es una idea, una pícara idea que me acosa. Se parece a la ambición en grado sublime; aseméjase también a la caridad. Trato de arrojarla de mí, y vuelve; se pone en acecho delante de mi alma, fascinándola con un mirar hermoso y terrible. El alma, al verse acometida de tal idea, tiembla, y al propio tiempo se llena de una luz...  (Con arrobamiento.)  No sé cómo expresarlo... de una luz que no es esta lucecilla que en el mundo visible nos rodea.

SOR MARÍA.-   ¿No estás contenta en el Socorro?

VICTORIA.-   Sí.

SOR MARÍA.-   ¿Te parece demasiado estrecha y trabajosa nuestra vida?

VICTORIA.-   No lo bastante. Aún puede haber otra más trabajosa, más ruda, más difícil, aunque exteriormente no lo parezca.

SOR MARÍA.-    (Confusa.)  No sé... no te entiendo.

VICTORIA.-   Quizás no suceda lo que he dicho; pero si   —115→   sucediese, dirán de mí las Hermanas: «¡Ah!, la extravagante, la soñadora, la de ambicioso espíritu, la que nunca se sacia de lo espinoso y difícil... nos abandona hostigada de su imaginación inquieta y voluble». Paréceme que las oigo... Pero no me importa. El Señor, que ve mis resoluciones, conoce la intención de ellas.

SOR MARÍA.-   ¿Pero qué resoluciones? Hace poco, hablando un día las dos ante aquella pobre Hermana que murió de cáncer, me decías: «Yo quiero ser mártir, pero mártir de verdad».

VICTORIA.-   Pues ahora se me presenta la ocasión.

SOR MARÍA.-   ¿Ocasión de martirio?

VICTORIA.-   Sí.

SOR MARÍA.-   ¿Te crucifican?

VICTORIA.-   Materialmente, no. Pero un suplicio lento es más atroz, y, por tanto, más meritorio que el de clavarnos manos y pies en un madero.

SOR MARÍA.-    (Asustada.)  Victoria, hija mía, tu ánimo está perturbado...   —116→   No resuelvas nada sin consultar... Mira, ahí tienes al padre Serra, tu confesor antes de entrar en el Socorro.

VICTORIA.-    (Levantándose presurosa.)  ¿Dónde? ¿Le ha visto usted?

SOR MARÍA.-   Sí; por ahí.  (Señalando al parque.)  Hablamos un rato. Contemplaba las flores, y se sentaba en todos los bancos que encontraba. El pobrecito es tan viejo, que apenas puede andar.

VICTORIA.-  ¿Y entró en casa?

SOR MARÍA.-   Sí, por la puerta que conduce al oratorio de tu mamá; arriba. Consúltale.

VICTORIA.-   Ahora mismo. ¿A quién mejor que al grande amigo de mi familia, al que mi madre veneraba como a un santo...?

SOR MARÍA.-   Ea, yo me voy. No quiero hacer esperar a las Hermanas. Reflexiona, Victoria; no te arrebates. Ya sabes lo que dice nuestra Madre. El entusiasmo es siempre un estado sospechoso, y hay que precaverse contra él. Vale   —117→   más tomarlo todo con calma, hasta la salvación. Así es más segura. Porque en los raptos de la mente hay casos de equivocaciones, ¿sabes?... En fin, consulta, consulta con ese santo varón.

VICTORIA.-   Consultaré... Adiós.  (Le besa la mano llorando.) 

SOR MARÍA.-   (¡Pobre criatura! Es toda bondad, pureza y amor... Pero su cabeza, digan lo que quieran, no rige bien.) Vamos, ¿por qué lloras? ¡Hermana mía, si nos hemos de ver allá... si has de volver!  (VICTORIA continúa llorando sin poder hablar.)  Pues acabarás por afligirme también a mí.

VICTORIA.-   Adiós, adiós.  (Haciendo un esfuerzo se separan. Vase SOR MARÍA DEL SAGRARIO por el foro.) 



Escena XI

 

VICTORIA; después HUGUET y CRUZ.

 

VICTORIA.-   Aquella paz, la soledad dulcísima del Socorro, la comunicación continua del alma descansada y amante con su Dios, siempre presente,   —118→   ¿se acabaron ya para mí? ¿Será posible que tenga yo valor para renunciar tanta dicha, para trocarla por una lucha horrible en terreno desconocido, por un martirio lento... que martirio ha de ser, y de los más crueles...? No, no, no. Imposible. Esto es un desvarío... Mi razón se aclara otra vez. Debo, sí, intentar devolver a mi padre querido la tranquilidad; pero por otros caminos... ¿Cuál es, Dios poderoso?  (Meditabunda, hasta que aparecen HUGUET y CRUZ por la derecha.) 

CRUZ.-   Nada podemos hacer sin reconocer la fábrica y todo su material.

HUGUET.-   Pues vámonos allá.

CRUZ.-   Tampoco me ha enseñado usted el plano de los terrenos adyacentes.

HUGUET.-    (Revolviendo en la mesa.)  Si ayer los teníamos aquí...

VICTORIA.-   ¿Un plano?... Sí... lo he visto.  (Lo busca y lo encuentra.)  Aquí está.

HUGUET.-    (A CRUZ, desdoblando el plano.)  Vea usted cómo por el Sur linda con los terrenos del ferrocarril.

  —119→  

CRUZ.-    (Examinando atentamente el plano.)  Ya, ya veo.

VICTORIA.-    (Llevando aparte a HUGUET.)  ¿Qué tal, Facundo? ¿Es durillo el hombre?

HUGUET.-   ¡Tremendo!

VICTORIA.-   Dios nos favorezca y nos inspire a todos. ¿Y si yo le dijera a usted, Facundo, que esto... quizás... podría arreglarse todavía?...

HUGUET.-    (Vivamente.)  ¿Acaso tu hermana...? ¿Has intentado convencerla?

VICTORIA.-   No... digo, sí; pero... Hágame usted un favor. He hablado con Gabriela, y ahora necesito decir dos palabras a este hombre... Déjeme usted sola con la fiera, un ratito nada más.

HUGUET.-   Sí, sí, muy bien.  (Muy contento.)  Quédate aquí con él...

VICTORIA.-   ¡Ah!, otra cosa... Deme usted ese papel.

HUGUET.-   ¿Qué papel?

  —120→  

VICTORIA.-   Ese que el monstruo escribió diciendo lo que haría en caso de...

HUGUET.-   ¡Ah!, sí... toma.

VICTORIA.-   Y ahora...  (Indicándole que se vaya.) 

HUGUET.-   Amigo Cruz, vuelvo enseguida. Ahora recuerdo que en casa de Jordana me dejé la titulación de los terrenos, adquiridos últimamente. No sería malo cotejar los límites... Aguárdeme usted aquí.

CRUZ.-    (Sin levantar la vista del plano.)  Bueno.



Escena XII

 

VICTORIA, CRUZ.

 

CRUZ.-    (Sentado junto a la mesa examinando el plano, sin reparar en la presencia de VICTORIA, que atentamente le observa, desde el otro lado del proscenio.)  (¡Qué terreno tan irregular! No veo manera de emplazar por el Sur la barriada.)

  —121→  

VICTORIA.-   (Por más que miro y rebusco en ese tosco semblante, no encuentro más que la expresión del egoísmo, de la insaciable codicia...  (Con desaliento.)  ¡Ni siquiera un rasgo de alegría, de ese humor fácil y ameno, tras el cual suele esconderse la bondad!)

CRUZ.-   (No me ablandarán, no... No tengo yo mi dinero para dedicarlo a la beneficencia. La ley de renovación debe cumplirse. El náufrago que se ahogue; el enfermo que se muera, y el árbol perdido sea para los que necesitan leña. Merecerá mi propio desprecio si dejo nacer en mí esa polilla de la voluntad que llamamos lástima.)

VICTORIA.-    (Avanzando hacia la mesa.)  Dispénseme usted, señor Cruz, si le interrumpo en sus cálculos para rematar a mi pobre padre.

CRUZ.-    (Con sorpresa y frialdad.)  ¡Ah!, la beatita.

VICTORIA.-   Es usted un tirano, y Dios le castigará.

CRUZ.-   ¡Castigarme... a mí! ¿Tengo yo la culpa del hundimiento del señor de Moncada?

  —122→  

VICTORIA.-  Pero usted debe ayudarle, recordando que en su niñez comió el pan de esta casa. ¿No le sobra a usted el dinero? ¿Pues de qué le sirve si no le proporciona el placer, el lujo de ser generoso?

CRUZ.-   Soy humilde. No gasto esos lujos... tan caros... En fin, señorita, o Sor Victoria, si usted me lo permite, seguiré...  (Volviendo a mirar el plano, y tomando la pluma para hacer una cuenta.) 

VICTORIA.-   Ya que no pueda usted ser generoso, sea siquiera fino, y óigame...

CRUZ.-   Ya escucho.

VICTORIA.-   Traficante de la peor especie, si hoy quiere usted devorar los restos de la fortuna de mi padre, anteayer se dispuso a salvarle. Pero pedía por su servicio una cosa que no se le puede dar; pedía a mi hermana, y no se cotizan aquí como si fueran pacas de algodón, las criaturas humanas.

CRUZ.-   Yo no propuse tal compra: fue que...

  —123→  

VICTORIA.-   Sé bien lo que pasó... Pero hay algo aquí que no entiendo; y usted me lo va a explicar, señor Pepet...  (Corrigiéndose.)  ¡Ah!, dispénseme: sin querer le he dado aquel nombre familiar.

CRUZ.-   Llámeme usted Pepet. Soy muy llanote. Me gusta verme tratado aquí con la mayor confianza.

VICTORIA.-   Pues, Pepet, dígame: ¿por qué, siendo usted tan rico, y habiendo en el mundo tantas mujeres guapas y de mérito, se le ha metido en la cabeza que ha de ser mi hermana y nadie más que mi hermana la que...? ¡Como si Gabriela valiera más que otras! ¿Qué significa esa elección exclusiva? Tijeretas han de ser. «O no me caso, o me caso con una Moncada».

CRUZ.-   ¿De veras no lo entiende? Usted parece lista, y a poco que se fije, comprenderá que los que nos elevamos rápidamente por nuestro propio esfuerzo, o ayudados de una loca fortuna, gustamos de enlazar el pasado con el presente, y de emparejarnos con los que ya eran poderosos cuando nosotros éramos humildes.   —124→   Poseer aquello mismo que antes estuvo tan por encima de mí, ¡qué mayor gloria! Teníame yo por polvo miserable, cuando las niñas de Moncada me parecían estrellas, no menos bonitas que las que alumbran el cielo. Pues bien: de aquella miseria ha salido un hombre, que cree ya poder alargar su mano y coger lo que antes le parecía... algo así como las muñecas de los ángeles... Porque eso son ustedes... muñecas.

VICTORIA.-   Gracias.

CRUZ.-   Y yo, hombre rudo, endurecido en las luchas con la Naturaleza; yo que fui y quiero seguir siendo pueblo, deseo que el pueblo se confunda con el señorío, porque así se hacen las revoluciones... sin revolución... quiero decir...

VICTORIA.-   Ya, ya voy entendiendo.

CRUZ.-   Mi ambición no se colma, no se siente satisfecha y redondeada sino...

VICTORIA.-   Ya, ya... sino enlazándose con la familia misma que...

  —125→  

CRUZ.-   Que me vio tan chiquito, siendo ella tan grande.

VICTORIA.-   Y ahora el grande es usted, y nosotros... como despreciables gusanitos de la tierra... Bueno.  (Con viveza.)  Pues ahora, Pepet... dígame usted:  (Con misterio.)  ¿y si yo pudiera conseguir...?

CRUZ.-    (Con vivo interés.)  ¿Qué?

VICTORIA.-   Eso que usted tanto desea.

CRUZ.-    (Levantándose lentamente.)  ¡Cómo!... ¿qué dice?

VICTORIA.-   Si yo lograra vencer...

CRUZ.-   ¿La terquedad de su hermana?  (Acercándose a VICTORIA, que se sienta en la silla baja.) 

VICTORIA.-   Sí; ¿qué haría usted?

CRUZ.-   En ese caso, todo cambiaría... Don Juan y yo seríamos una misma persona, comercialmente hablando.

  —126→  

VICTORIA.-   Mi padre recobraría su crédito.

CRUZ.-   Sin duda.

VICTORIA.-   Y todo sería bienandanza... aquí donde todo es tristeza y desolación.

CRUZ.-    (Agitado.)  ¿Que duda tiene?... ¿Pero de veras podrá usted...?

VICTORIA.-   No se entusiasme tan pronto. Considere que la víctima, esto es, mi hermana, se casaría con usted sin quererle... ¡Sacrificio inmenso!

CRUZ.-   El verdadero amor, el sólido y durable nace del trato. Lo demás es invención de los poetas, de los músicos y demás gente holgazana.

VICTORIA.-   Un matrimonio de pura conveniencia, como un contrato de arrendamiento, debe de ser cosa muy triste...  (Levantándose agitada.)  El sacrificio será colosal, desproporcionado. (¡Jesús mío, ilumíname! ¿Voy contigo o contra ti?)

  —127→  

CRUZ.-   ¡Sacrificio! Eso no puede decirse sin probarlo.

VICTORIA.-   ¡Pero qué prueba más espantosa!... En todo caso, si mi hermana cede, se le exigirán a usted garantías.

CRUZ.-   Las daré.

VICTORIA.-   Ya sé que no tiene usted más que una cualidad buena, el fiel cumplimiento de sus promesas, de sus obligaciones.

CRUZ.-   ¿Esa sola? Ahondando, alguna más se encontrará.

VICTORIA.-    (Inquieta.)  (Mi espíritu flaquea... siento alternativas de valor heroico y de horrible desfallecimiento.)

CRUZ.-   En fin, despachemos y sepa yo a qué atenerme. ¿Qué debo hacer?

VICTORIA.-   Nada, callar y esperar.

CRUZ.-   Pues callo y espero. ¿Aquí?

  —128→  

VICTORIA.-   Sí.  (Mirando con inquietud hacia la izquierda.)  (Temo que venga Gabriela.) No; dese usted una vuelta por el parque, y vuelva dentro de un rato.

CRUZ.-  ¿Como media hora?

VICTORIA.-   Menos.

CRUZ.-    (Despidiéndose.)  Pues...

VICTORIA.-   Pronto, pronto.

CRUZ.-   Ya, ya me voy.  (Vase por el fondo.) 

VICTORIA.-    (Acechando por la izquierda.)  No, Gabriela no anda por aquí... Yo, al oratorio...  (Dirígese al fondo, y sube a prisa por la escalera que conduce al piso alto.) 



Escena XIII

 

HUGUET, que entra cuando VICTORIA sale; después, DOÑA EULALIA y la MARQUESA.

 

HUGUET.-   Victoria...  (Llamándola.)  eh... que estoy aquí. Va como una flecha. Es el demonio esta   —129→   santita.  (Buscando a CRUZ.)  ¿Pues y Cruz?, ¿dónde está? Habrá pasado al despacho.  (Mira por la puerta del despacho.)  Tampoco aquí... Bueno: ya parecerán las personas... y los acontecimientos.

DOÑA EULALIA.-    (Entrando con la MARQUESA, el libro de oraciones en la mano.)  Huguet, ¿qué hay? ¿Dónde está Juan?

HUGUET.-   De paseo con Daniel.

DOÑA EULALIA.-   ¿Ocurre algo?

HUGUET.-    (Con alegría espontánea.)  Ocurre... que ha retoñado la conspiración.  (Reparando en la MARQUESA.)  (¡Ah!... qué indiscreto!)

MARQUESA.-    (Alarmada.)  ¿Conspiración otra vez?

DOÑA EULALIA.-   ¿De veras?... Pero ¿cómo se atreven...?, sin contar conmigo... Apuesto a que esa loquilla de Victoria...  (HUGUET hace signos afirmativos, que no ve la MARQUESA.)  ¡Digo...! Y que no hará pocos desatinos... Si estas teclas sólo yo sé pulsarlas.

  —130→  

MARQUESA.-   (Ya estoy en ascuas... ¡Pobre hijo mío!)

DOÑA EULALIA.-    (A la MARQUESA, con aflicción.)  ¿Esperas a Jaime?

MARQUESA.-   Sí, no puede tardar. En cuanto acaba la consulta, le falta tiempo para correr al lado de su madre.

DOÑA EULALIA.-    (Con afectada lástima.)  ¡Pobrecito!... ¡Infeliz muchacho!...

MARQUESA.-    (Alarmada.)  ¡Pero tú...!

DOÑA EULALIA.-   ¡Oh, no, yo no! Ni quiero intervenir en estas combinaciones de familia, impuestas ¡ay!, por las aflictivas circunstancias que atravesamos.

MARQUESA.-    (Confusa, a HUGUET.)  ¿Pero es cierto que...?



Escena XIV

 

Dichos. JAIME.

 

JAIME.-   Ya estoy aquí. He venido en media hora. Mamá.  (Besándole las manos.)  Doña Eulalia...

  —131→  

DOÑA EULALIA.-   Repito que no intervengo... No hay que culparme...

JAIME.-    (A su madre.)  ¿Qué es esto?

HUGUET.-    (Llevando aparte a DOÑA EULALIA.)  Eulalia, por Dios, chitón. Podría frustarse...

DOÑA EULALIA.-   Mejor. Como cosa tramada a escondidas de mí, bonito ciempiés3 saldrá.

MARQUESA.-    (A JAIME, llevándole aparte.)  ¡Hijo!...

JAIME.-   ¿Qué, mamá?

MARQUESA.-   Aquella conspiración... ¿sabes?

JAIME.-    (Muy inquieto.)  Sí... ¿qué? ¿Revive?... Doña Eulalia quizás...

MARQUESA.-   Eulalia no.

JAIME.-   ¡Ah! Victoria.

 

(Durante el resto del diálogo, HUGUET y DOÑA EULALIA hablan retirados hacia el fondo.)

 
  —132→  

MARQUESA.-   Que te quemas.

JAIME.-    (Con súbita exaltación.)  Mamá, no puedo contenerme.

MARQUESA.-   Hijo mío, no te exaltes... Considera...

JAIME.-  No considero nada. Yo me vuelvo loco, mamá, yo haré cualquier barbaridad... Yo mato a alguien, a Cruz, a Huguet, a Doña Eulalia.

MARQUESA.-   ¡Por los clavos de Cristo!

JAIME.-   Pero no. La que mueve los hilos de esta intriga es la otra, la beata, esa romántica de la fe, esa histérica, visionaria, alumna de Lucifer, disfrazada con el nimbo de los ángeles.

MARQUESA.-   Por Dios, no desvaríes... Juan viene.



Escena XV

 

Dichos. MONCADA, DANIEL, dándole el brazo.

 

MONCADA.-   Gracias, Daniel, por la grata compañía, y este ratito de esparcimiento.

  —133→  

DOÑA EULALIA.-   Tenemos que hablarte.

MONCADA.-   ¿Tú?... Ya tiemblo.

HUGUET.-    (Aparte a EULALIA.)  Es prematuro...

MONCADA.-    (Aburrido.)  Ea, no quiero saber nada, ni lo malo ni lo bueno. Me declaro incapaz de toda emoción.  (Con desaliento.)  Deseo estar solo... solo...  (Dirígese a su despacho, como queriendo huir de todos.) 

HUGUET.-   No, pues yo no le dejo.  (Vase tras MONCADA.) 

DOÑA EULALIA.-   Ni yo... ¡Pobre hombre!, sin mi compañía, sin mis consuelos, sin este bálsamo que mi piedad derrama en las heridas de su alma, ¡qué sería de él!  (Vase por la derecha.) 



Escena XVI

 

La MARQUESA, JAIME, DANIEL.

 

MARQUESA.-    (Afligida.)  ¡Ya ves el caso que nos hacen!

  —134→  

JAIME.-    (En alta voz, airado.)  ¡Ya veo, sí... Esto no puede ser!

DANIEL.-    (Amonestándole.)  Cuidado... silencio... ¿Qué desentono es ese?

JAIME.-   Cállate... déjanos. Tu flamante misticismo no te permite entender de estos conflictos del corazón, de estas borrascas del amor propio, de nada en que palpite un sentimiento vivo y humano.

DANIEL.-   Simple, no sabes lo que dices.

MARQUESA.-    (Muy apurada.)  Hijo, no alborotes...

JAIME.-   Quiero alborotar, quiero que me oigan; y si veo a esa monja sin seso, entrometida y revoltosa...

DANIEL.-    (Con ligera irritación.)  Calla, te digo... No ultrajes a esa criatura sublime.

JAIME.-    (Burlándose.)  ¡Sublime!

DANIEL.-    (Con desdén.)  No quiero, ni debo hacer caso de ti.

  —135→  

MARQUESA.-   Calma, calma. Quizás nos engañemos... ¡Ah! ¿no sería lo mejor hablar con Gabriela?...

JAIME.-   Pues es claro... Que nos saque de esta horrible incertidumbre...

MARQUESA.-   Justo. Sepamos...

JAIME.-   Pronto, sí.  (Impaciente.)  Debe de estar en el cuarto de la chiquillería.

MARQUESA.-   No, no; está en el de la plancha.

JAIME.-   Pues allá.

MARQUESA.-   Vamos.  (Vanse por la izquierda.) 



Escena XVII

 

DANIEL, poco después VICTORIA.

 

DANIEL.-   Loco está ese infeliz... ¡Y mi madre se deja contagiar de su demencia! Si algo anómalo pasa aquí, procuraré apartarme de toda intervención   —136→   activa. ¡Cuánto desdén me inspiran estos afanes pueriles, este bullir y pelearse... por nada, por el reparto de la miseria humana!... ¡Cuán rico es el que dice: «no quiero nada, no poseo nada, no sé lo que es tener!».  (Dirígese al foro, en el momento en que baja VICTORIA; la ve y se detiene apartándose.) 

VICTORIA.-    (Que avanza en actitud de arrebato o transporte místico, cruzadas las manos, mirando al cielo.)  Firme ya en mi resolución... Segura ya de que de Dios me ha venido esta idea...  (Con ardiente entusiasmo.)  Siento en mí un valor heroico, y nada temo, ni a Satanás con sus malicias traidoras, ni al mundo con sus sátiras acerbas.

DANIEL.-   (Ninguna emoción me causa ya su presencia. Curado estoy a fe.)  (Da un paso hacia ella.) 

VICTORIA.-   Daniel.  (Asustada.)  (¡En qué momento!)  (Se aleja.) 

DANIEL.-  ¿Por qué huyes de mí? Ya no puede haber peligro en que nos veamos, en que hablemos. Del afecto humano que un día nos unió, sólo cenizas quedan ya. La parte tuya supiste sofocarla con una santa resolución; la mía...   —137→   más rebelde sin duda, ha sido ahogada por mí a fuerza de tiempo y de violentísima presión sobre mi propia alma... Te abominé cuando me abandonaste... Ahora te bendigo, porque me has enseñado la verdad, la única verdad accesible a nuestra miseria.

VICTORIA.-   ¿De modo que...? ¿Luego es cierto que también tú...? De todo corazón te felicito, Daniel, por tus nuevas ideas.

DANIEL.-    (Con frase reposada y dulce en toda la escena.)  Y yo te doy gracias por tu ejemplo. Por ti he adquirido la difícil ciencia de transformar los sufrimientos en goces, la muerte en vida, la desesperación en esperanza, la soledad en compañía dulcísima.

VICTORIA.-   Daniel, ¡qué hermosa idea!

DANIEL.-   Aunque mi exterior es el mismo todavía, he cambiado radicalmente. Pronto mis apariencias variarán también. Conviene que parezcamos lo que somos. Sé que el mundo me encuentra ridículo, y que mi familia me censura. Nuevos motivos de mortificación, que acepto con placer.

  —138→  

VICTORIA.-   Todo eso lo he pasado yo. Lo conozco bien.

DANIEL.-   Tu ejemplo me guía. En mi camino veo una luz, que eres tú.

VICTORIA.-  ¿Yo?

DANIEL.-   Tú, sí, que vas delante.

VICTORIA.-   Tal vez no.

DANIEL.-   ¿Por qué?

VICTORIA.-   Porque yo quizás tome por una senda más áspera, mucho más angosta... y erizada de horrorosos peligros.

DANIEL.-   No te entiendo.

VICTORIA.-   Ni es fácil por ahora. Muy pronto, Daniel, has de juzgarme con severidad.

DANIEL.-   ¿Yo?, imposible.

  —139→  

VICTORIA.-   Porque no me comprenderás. En fin, no hablemos de eso; déjame. Tú entras en una vida serena, y has pasado lo peor. Yo empiezo ahora, y mis luchas serán horribles, mis padecimientos extremados, mi martirio tan grande, que ni tú, con toda tu piedad, puedes sentirlo y comprenderlo.

DANIEL.-   ¿Martirio has dicho...?

VICTORIA.-   Sí, y pruebas extraordinarias, de las que no sé si saldré victoriosa.

DANIEL.-   ¿No te cegará el entusiasmo, el ardor mismo de tu fe?

VICTORIA.-   Debo decirte que mi fe es un tanto ambiciosa, que aspiro a mucho; que pretendo llegar a los linderos de lo imposible, y aun traspasarlos. No sé si te reirás de mí.

DANIEL.- ¡Reírme... nunca!

VICTORIA.- Aspiro a que Dios, por mi mediación, realice algún estupendo prodigio... convirtiendo   —140→   las bestias en seres humanos, los corazones de piedra en...  (Turbada.)  Pero no sé explicarme... y por mucho que te dijera, no me entenderías.

DANIEL.-    (Con entusiasmo.)  Cuanto tú hagas y pienses divino tiene que ser.

VICTORIA.-   No te parecerá muy divina cuando...

DANIEL.-   ¿Cuando qué?

VICTORIA.-   Cuando sepas... Pero tú, que tantas cosas has de aprender en tu comunicación diaria y ferviente con Dios, aprenderás quizás a entenderme; y si al principio quizás digas, como otros: «esa mujer está loca», luego dirás... qué sé yo... dirás... algo que me sea más favorable.

DANIEL.-   Yo diré siempre...  (Con ardiente curiosidad.)  Pero explícame...

VICTORIA.-   Es muy difícil de explicar. Vete, y no vuelvas hoy a esta casa... Y para concluir: puesto que tu determinación de ser religioso   —141→   es sincera y firme, ocasión tendrás de pedir a Dios que me dé fuerzas para...  (Conmovida.) 

DANIEL.-    (Perplejo, sin entender nada.)  ¿Para qué?

VICTORIA.-   Oye... mira...  (Se quita el rosario que lleva al cinto.) 

DANIEL.-   La insignia de tu congregación.

VICTORIA.-   Sí.  (Después de una pausa.)  Tómalo... quiero que sea para ti.

DANIEL.-    (Sin decidirse a tomarlo.)  ¡Para mí!

VICTORIA.-   De cuantas personas conozco, tú eres la única que debe llevarlo, después de haberlo llevado yo. Con él rezarás por mí.

DANIEL.-    (Besando la cruz.)  Por esta cruz, te juro...

VICTORIA.-    (Vivamente.)  No jures nada, y vete.

DANIEL.-   ¡Que esta imagen de Jesús crucificado  (Mostrando el crucifijo.)  me transmita tu espíritu   —142→   sublime y el fuego de tu fe!  (Lo besa otra vez.) 

VICTORIA.-   Adiós... adiós.

 

(Vase DANIEL por el fondo, se encuentra con CRUZ, que entra. Se miran los dos un instante, sorprendidos, sin decir nada.)

 


Escena XVIII

 

VICTORIA, CRUZ.

 

CRUZ.-   (Hola... Uno de los señoritos de carrera. Este es el beato, el que no encuentra en el cielo una estrella bastante alta para ahorcarse de ella. ¡Peste de misticismo! De buena gana le cogía, y ¡zas!, al tejado como una pelota.) Aquí estoy. ¿He tardado?

VICTORIA.-   (¡Ay, Dios mío!, paréceme que al verle se me disipa el valor, dejándome el corazón vacío y helado... ¡Qué hombre, qué fiera, qué fealdad en el alma y qué antipatía en la persona!)

CRUZ.-   ¿Tiene usted algo que decirme?

VICTORIA.-   Que el sacrificio de la señorita de Moncada   —143→   es horrible porque abandona el amor de toda su vida por unirse a un hombre extravagante, brutal y repulsivo. Por esto la esclava, antes de venderse, debe regatear su precio. Necesitamos fijar ciertas estipulaciones.

CRUZ.-   Muy bien. Estipulemos.  (Siéntase VICTORIA en la silla baja, en el centro de la escena. CRUZ en pie.) 

VICTORIA.-   Vamos por partes. ¿Se compromete el señor Pepet a restaurar la casa y crédito de Moncada en las condiciones propuestas de su puño y letra en este papelito?  (Le da la carta que recibió de HUGUET.) 

CRUZ.-   ¿A ver? Eso y mucho más haré.  (Devolviendo la carta.)  Mi palabra vale tanto como el Evangelio.

VICTORIA.-   No profane usted el Evangelio comparándolo con su palabra.

CRUZ.-  Si mi palabra es sagrada, y por tal la tienen cuantos me conocen, ¿qué mal hay en que yo lo diga?

  —144→  

VICTORIA.-   Adelante. Usted no tiene religión, ¿verdad?

CRUZ.-   Como no soy hipócrita, ni sé mentir, declaro que, en efecto, lo que ustedes llaman fe, no existe en mí.

VICTORIA.-   Ya me lo dirá usted luego... Pues bien: la que va a ser su esclava le pone por condición imprescindible que ha de cumplir los preceptos elementales de la única religión verdadera. Ya ve usted; sólo se le pide por ahora lo externo, lo que, más que tributo a Dios, es exigencia del decoro social.

CRUZ.-    (Alzando los hombros.)  Bueno... concedido... Me comprometo a eso de las prácticas.

VICTORIA.-   A su tiempo vendrá lo demás. Ha de prometer también acoger y criar y educar decorosamente a mis seis sobrinitos.

CRUZ.-   ¿Los huérfanos de Rafael? Concedido.

VICTORIA.-   Bien... Y por último, Sr. Pepet... Se estipula   —145→   formal y solemnemente que si surgiere entre su mujer y usted, por cualquier motivo, una desavenencia grave, la esposa se retirará de la casa matrimonial, y volverá al lado de su padre, sin que usted oponga resistencia.

CRUZ.-   Eso ya es más delicado... pero no hay inconveniente en fijar esa condición... ¿Qué me importa, si tengo la seguridad de que, suceda lo que quiera, mi mujer no ha de separarse de mí?...

VICTORIA.-   ¿Por qué?

CRUZ.-   Porque mi mujer no se hallará sin mí.

VICTORIA.-   ¿Usted qué sabe?

CRUZ.-   Lo sé.

VICTORIA.-   (¡Cuán necio orgullo en su barbarie!)  (A media voz con acento de plegaria.)  Dios de mi vida, tú que conoces la nobleza de mi intento, aleja de mí hasta la menor sombra de egoísmo; consérvame animosa, temeraria, insensible al dolor y al peligro; aviva en mi corazón el fuego de la caridad, en mi mente las   —146→   ideas elevadas y generosas. Sean para los demás los bienes que de esto puedan resultar, para mí sola todas las amarguras.  (Alto.)  Bueno, Pepet, pues fijadas las estipulaciones...  (Temerosa de explicarse.)  (¡Ay de mí, ahora falta lo peor! ¿Cómo le digo...? Es tan torpe que no lo ha comprendido).

CRUZ.-   ¿Qué?

VICTORIA.-   Pues ahora... falta...  (Turbada.)  falta...

CRUZ.-   Falta que la misma Gabriela me diga...

VICTORIA.-   ¡Ah!, sí, lo dirá.  (Con una idea feliz.)  ¡Ah!... Pues yo... al arreglar esto, he tenido en cuenta muchas cosas. Dando a usted la señorita de Moncada, satisfago y colmo su ambición. Por un lado llevo la felicidad, por otro la desgracia... Al pobre Jaime le quito su novia... Ya ve usted... ¡tan buen chico!...

CRUZ.-   Que busque otra... Para lo que él vale...

VICTORIA.-   No diga usted desatinos. Pues he pensado, a cambio de la esposa, que le quito, ofrecerle otra.

  —147→  

CRUZ.-   ¡Otra!

VICTORIA.-   Sí... ¿No lo entiende? Pienso proponerle...  (Con dificultad de expresión, como no encontrando la frase apropiada.)  Proponerle... ¿lo digo? vamos... que abandonaré la vida religiosa, volveré al siglo...

CRUZ.-   ¿Para casarse con él?

VICTORIA.-   Justo.

CRUZ.-   ¡Qué lástima!  (Con viveza.)  ¡Usted volver al mundo, quitarse esa librea... y casarse con ese...!

VICTORIA.-   Lo haré, sí, por amor de mi padre.

CRUZ.-    (Confuso.)  (¿Qué mujer es esta? ¿Se burla de mí?)

VICTORIA.-    (Con secreto terror.)  (¡Qué angustia siento! No me entiende... Tendré que decírselo claro... Y si...  (Atormentada por una sospecha.)  No quiero pensarlo. La vergüenza abrasa mi rostro... Si se lo digo, y después de este horrible ofrecimiento, me   —148→   rechaza... ¡si no le gusto...! Virgen Santa, Madre amantísima, dame valor... y en este trance decisivo de mi sacrificio, no permitas que la fiera me desprecie.)

CRUZ.-   (¿Qué misterio encubren las palabras, la actitud de esta mujer?)

VICTORIA.-    (Con gran esfuerzo interior y ahogando la vergüenza y el miedo.)  (Hay que llegar al fin... ¡Jesús mío, por amor de ti y de mi padre!)  (Quítase la toca, y aparece la cabeza desnuda. El cabello desceñido le cae hasta los hombros.) 

CRUZ.-   Se quita la toca...  (Deslumbrado.)  ¡Ah!

VICTORIA.-    (Violentándose para aparecer en completa calma.)  Dígame, Pepet, ¿cree usted que si propongo a Jaime que me tome a mí por mi hermana... aceptará?

CRUZ.-    (Turbado.)  ¡Oh! Yo creo...  (Con viveza.)  Sí, sí. En su lugar, yo no vacilaría... Pero lo más derecho, y así no habrá ningún agravio, es que si usted vuelve al mundo, se case conmigo.

  —149→  

VICTORIA.-   Sí, bárbaro. La que se te ofrece en esclavitud para aplacarte, no es mi pobre hermana; soy yo.  (El llanto la ahoga, y sin moverse de la silla baja, oculta el rostro entre las manos, sollozando.) 

CRUZ.-    (Fascinado.)  ¡Victoria! ¿Y es verdad? ¿Es cierto que...? Repítalo. Me parece mentira.



Escena XIX

 

Dichos. MONCADA, EULALIA, HUGUET, por la derecha; GABRIELA, la MARQUESA, JAIME, por la izquierda.

 

CRUZ.-   Repítalo usted para que se enteren. No lo creerán si lo digo yo.

MONCADA.-   ¿Qué?

CRUZ.-   Que la loca de la casa vuelve a la razón, y se casa con Pepet.  (Estupefacción en todos.)