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ArribaAbajoActo III

 

Sala en la fábrica de Santa Madrona.-En el fondo un hueco, de donde parte un pasadizo largo y estrecho que conduce a los talleres.-A la izquierda, dos puertas por donde se pasa a las habitaciones particulares del director del establecimiento.-A la derecha, paramento o mirador de cristales, en cuyo último tramo (hacia el ángulo del fondo) desemboca la escalera de madera por donde se sube desde el campo.-Por dicha escalera entran todos los que no habitan en la casa.-En las paredes del fondo, muestras de cerámica ordinaria en estantes, y un armario con cuerdas y herramientas.- Mesa y sillas ordinarias.-Es de día.

 

Escena I

 

HUGUET, JORDANA, que entran por la escalera; LLUCH, portero anciano.

 

LLUCH.-   ¿El amo?... En la fábrica, reconociendo los hornos apagados.

HUGUET.-   ¿Quién estaba aquí con él hace un momento?

LLUCH.-   El prior de los Franciscanos.

JORDANA.-    (Vivamente.)  ¿No lo dije?... Me figuro la escena, que   —152→   debió de ser breve, terminada con la salida del fraile poco menos que de cabeza.

LLUCH.-   Sí señor; el amo le echó a cajas destempladas.

HUGUET.-   ¿Pero qué...? ¡Ah!, la cuestión de los terrenos...

JORDANA.-   Justo. Esos benditos creen tener derecho, y lo tienen, me consta, a las doce hectáreas que separan la fábrica de la huerta del convento.

HUGUET.-   Moncada pensaba darles posesión de ellas.

JORDANA.-   ¡Y esperan que este...! ¡Pobres cogullas!...  (Soltando la risa.) 

LLUCH.-   ¿Quieren que le avise?

HUGUET.-   No; esperaremos a que salga. (Se sienta. Vase LLUCH.)  Pues aquí me he refugiado, amigo Jordana, huyendo de la pobrecita Marquesa, que no me deja a sol ni sombra.

JORDANA.-   Ya... Pretende que este caribe le prorrogue   —153→   el préstamo hipotecario... ¡A buena parte viene!

HUGUET.-    (Intranquilo.)  Pues no crea usted... Temo que me siga hasta aquí.

JORDANA.-    (Acercándose al mirador.)  No; va en retirada. A quien veo es a Daniel, el aburrido y solitario paseante.

HUGUET.-   Sí, aguardando a los niños para acompañarles a paseo. Jamás entra aquí.

JORDANA.-    (Volviendo al proscenio.)  ¿Y es cierto que profesa en la Orden Tercera?

HUGUET.-   Eso dicen. Lo sentiré por la Marquesa, que bien necesita hoy del trabajo de sus hijos... ¡Infeliz señora! Bebe los vientos por salvar su finquita del Clot, y a todos nos trae locos... «Háblele usted... interceda, por Dios, con el tirano...».

JORDANA.-   Más fácil es convertir en almohada de plumas una rueda de molino que ablandar el corazón de este hombre. Dígamelo usted a mí, que me he pasado seis meses colmándole de finezas, tocando todos los registros de persuasión,   —154→   hasta el de la baja lisonja, con la esperanza de que nos concluya nuestro santo hospital... y nada, querido Facundo, no ha sido hombre para decir: «Jordana, ahí tiene usted diez mil duros, quince mil duros, para que el pueblo se acuerde de mí».

HUGUET.-   Vamos, que ni con las alegrías del matrimonio se humaniza la fiera.

JORDANA.-   Pero si Victoria no parece tener influjo sobre él...

HUGUET.-   Lo dicho, amigo Jordana, que a este no le entran ángeles.

JORDANA.-   Yo espero que la Providencia tomará cartas en el asunto, y hará con este pecador un grande escarmiento, ya enviándole una buena carga de enfermedades, ya esparciendo y aventando el vano polvo de sus riquezas...

HUGUET.-   Patético estáis. ¿Apostamos a que la Providencia no se mete con él?... Y si usted no se enfada, le diré que hará bien en no meterse, y en dejar que sigan prosperando, bajo la   —155→   magistral dirección de Cruz, los negocios de la casa de Moncada. Seamos justos, y reconozcamos en este hombre una capacidad administrativa de primer orden.

JORDANA.-   Lo reconozco. El infierno está empedrado de capacidades administrativas.

HUGUET.-   Desde que este californiano de mil demonios se hizo cargo de la fábrica, arrostrando la incomodidad de vivir en ella, parece que el ángel del negocio ha penetrado aquí.

JORDANA.-    (Riendo.)  Pero, hijo de mi alma, si el negocio no tiene ángel...

HUGUET.-   ¿Y qué diremos de la resurrección gloriosa del Banco Industrial y Naval, casi muerto en manos de Moncada y en las mías?

JORDANA.-   Ya, ya sé. Las acciones por las nubes. Sin duda Cruz ha sobornado al ángel del crédito... dando una participación en los beneficios a las potencias celestiales... Ja, ja... Dígame, Facundo, ¿no le parece a usted que la pobre Victoria parece ahora un ángel un poco desplumado o inservible? ¡Cuidado que no conseguirme   —156→   el auxilio que pretendo para terminar esa obra magna...!

HUGUET.-   ¿Pero es de veras que... nada...?

JORDANA.-   En metálico ni una mota. La pobrecilla, a fuerza de diplomacia y de paciencia, ha conseguido del ogro algunos millares de ladrillos de desecho.

HUGUET.-   ¡Ah, tunante! Así, arañando de aquí y de allá, se amontonan recursos. Sí, hay que reconocer que es usted un grande hombre, el apóstol de la caridad, tal como ahora se estila. Al insigne Jordana deberemos el mejor establecimiento benéfico de la provincia.

JORDANA.-   Antes hacía estas maravillas la fe; hácelas ahora el amor propio, ayudado de la vanidad... Pero este arrastrado Cruz no tiene vanidad, no le importa nada que yo ponga su nombre en letras de oro en las lápidas del frontis.

HUGUET.-   Es que hay vanidades de vanidades, y la de este consiste en que se le alabe por sus extraordinarias aptitudes para negar dinero...   —157→   en fin, a mí me da el corazón que de esta hecha saca usted alguna tajadita.

JORDANA.-   ¡Ah! ¡Pues si me resultara la que le tengo armada!

HUGUET.-   ¿Qué?

JORDANA.-   Pasado mañana celebro en mi hospital una gran fiesta entre religiosa y mundana, con su poquito de gori gori, su poquito de recepción...

HUGUET.-   ¿Y baile?

JORDANA.-   Hombre, no, baile no; pero habrá lunch. En fin, conviene combinar lo espiritual con lo profano. Agua bendita por un lado, por otro algo de champagne. Ya sabe usted que bautizamos a mi último hijo.

HUGUET.-   ¿Qué número alcanza?

JORDANA.-   Es el decimosexto en la serie de los nacidos.

HUGUET.-   Hombre, es usted único para poblar el   —158→   mundo. De usted se dirá, como de D. Juan de Robles: «fundó hospitales, erigió suntuosos asilos... y primero hizo la humanidad».

JORDANA.-   Eso es... Pues bien: gran fiesta. El prior de los Franciscanos administrará el Sacramento. Victoria será la madrina. Naturalmente, Cruz irá. He invitado a todo el señorío de Santa Madrona: enseñaré las dependencias del edificio, las grandes mejoras que allí se han ido realizando...

HUGUET.-    (Con sorna.)  ¿Y espera usted que Cruz se enternezca?

JORDANA.-   Como que pronunciaré un discurso en el cual pienso llamarle la primera figura histórico social de Santa Madrona, el hombre designado por la Providencia para...

HUGUET.-   ¡Pero qué inocente es usted!

JORDANA.-   Y una comisión de señoras le pedirá que continúe las obras. Y las niñas entonarán un himno en que digan...

HUGUET.-    (Riendo.)  Calle usted. ¡Valiente caso hace este de   —159→   coros infantiles y de damas pedigüeñas! Nada, Jordana, lo mejor es...

JORDANA.-   Aquí viene.



Escena II

 

Dichos. CRUZ, que viene de los talleres por el pasadizo del fondo.

 

CRUZ.-   Señores...

JORDANA.-    (Saludando con servilismo.)  Amigo Cruz, celebro que no haya novedad en esa preciosa salud.

CRUZ.-   Igualmente.

JORDANA.-   No olvide usted que pasado mañana le secuestro.

CRUZ.-   Iré un rato si puedo. En todo caso, Victoria me representará.

JORDANA.-   No, no. Usted tiene que ir... ¡Pues no faltaba más! Allí reuniré la flor y nata de Santa Madrona. No olvide usted que el pueblo que   —160→   represento tiene los ojos fijos en su ilustre hijo, la más grande capacidad industrial y administrativa que nos ha dado Cataluña en lo que va de siglo.

CRUZ.-   Quieto el incensario. Pero si la primera capacidad industrial es usted...

HUGUET.-   Como padre...

CRUZ.-   ¡Un hombre que da un producto bruto de dieciséis hijos en catorce años!

JORDANA.-   Y muy guapos. Gracias a Dios me viven doce. Vamos, señor de Cruz, confiese usted que me tiene envidia.

CRUZ.-   Sí que la tengo... Quisiera yo...

JORDANA.-   No se apure... que ya vendrán...

CRUZ.-   Dispénseme un momento.  (Queriendo hablar a solas con HUGUET.) 

JORDANA.-    (Apartándose.)  Sí, sí, traten ustedes de negocios. A ganar   —161→   dinero... Por ahí, por ahí se empieza... y luego, a acuñar la generación que ha de gastarlo...

HUGUET.-    (Aparte a CRUZ.)  Dos telegramas para usted, y una carta.  (Entrega estos objetos, y aguarda un instante a que los examine rápidamente.)  Hoy he comprado, como usted me dijo, a 87,50.

CRUZ.-    (Guardando los telegramas y cartas.)  Bien; mañana siga usted, comprando. Puede llegar hasta 75.

HUGUET.-   Corriente... ¿Qué más?  (Saca un librito de apuntes.)  ¡Ah! Pons Hermanos quieren que les descuente usted pagarés a noventa días, por pesetas cien mil y pico.

CRUZ.-   Con la garantía de Foxá, no hay inconveniente.

HUGUET.-    (Disponiéndose a apuntar con su lápiz.)  ¿Qué descuento?

CRUZ.-   A razón de veinte por ciento al año... Pues tres meses...  (Calculando.) 

HUGUET.-   Les parecerá mucho.

  —162→  

CRUZ.-   Pues que lo dejen.

HUGUET.-    (Volviendo a consultar el librito.)  Bueno: y por último... ¿por cuánto se suscribe usted para las víctimas...?

CRUZ.-    (Con gran extrañeza.)  ¡Víctimas...! ¡Suscripción...!, ¡yo...!

HUGUET.-   Ya sabe usted... El horroroso incendio que ha dejado en la miseria a tantas familias... Todo el comercio y la banca de Barcelona contribuyen...

CRUZ.-   ¡Tonterías! Aquí no hay más víctima que yo. Soy mi propia víctima... y ya me he socorrido.

HUGUET.-    (Guardando el libro.)  Pues nada más... ¿No me manda usted otra cosa?

CRUZ.-   Nada más.  (Recordando.)  ¡Ah!, ¿quiere usted llevarse ese pico?

HUGUET.-   ¿Lo del carbón? Es mejor que se lo dé usted a mi primo Silvestre Rius. Es cosa de él.

  —163→  

CRUZ.-   Pues dígale que venga a cobrar esta tarde. Dejaré puesto el talón.

HUGUET.-   Bien.

CRUZ.-    (A JORDANA.)  Perdóneme. Tengo mucho que hacer hoy.

JORDANA.-   No me iré sin hablar con Victoria, para ponernos de acuerdo en ciertos detalles.

CRUZ.-   Mal día es hoy.

JORDANA.-   ¿Por qué?

CRUZ.-   Hoy vuelven Gabriela y Jaime de su viaje de novios... No sé si vendrán aquí o a la torre... En fin, señores, tengo mucha prisa.  (Vase por la izquierda.) 



Escena III

 

HUGUET, JORDANA, la MARQUESA, medrosa, que entra por la escalera.

 

MARQUESA.-   (Salió de la fábrica... Aquí no está...) ¡Ah! Huguet...

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HUGUET.-   ¡Ay, Dios mío! Ya me cogió otra vez.

MARQUESA.-    (Con afán.)  ¿Le ha visto usted?... ¿le ha dicho algo?

HUGUET.-   ¡Ay, no, señora! ¿Para qué?

MARQUESA.-   ¿De modo que ni esperanzas me da usted?

JORDANA.-   Señora Marquesa, ¿no hay un cartel a la entrada de esa escaleta?

MARQUESA.-   Sí... que dice «Paso a los talleres».

JORDANA.-   ¡Quia!, no dice eso.

MARQUESA.-   ¿Pues qué?

JORDANA.-   Dice: Lasciate ogni speranza o voi ch'entrate.

HUGUET.-   Pues cuando Moncada y yo disponíamos de todo, ya sabe usted que nunca la apurábamos. Ahora, la dirección de los negocios de la   —165→   casa está a cargo de Cruz, al cual se entregaron, como parte del activo de Juan, algunos créditos...

MARQUESA.-   Pero...

HUGUET.-   Convenido, sí. Debimos retener la hipoteca; mas en la confusión y azoramiento de aquellos días, la olvidamos: allá se fue en el montón; y ahora...

MARQUESA.-   Hoy es el vencimiento, y me es absolutamente imposible pagar. Que ese vándalo me conceda la prórroga, y pagaré.

HUGUET.-   Mal negocio, señora.

MARQUESA.-   De modo que me quedaré sin el Clot, sin aquel venerado terruño donde nací...  (Afligidísima.)  Díganme que no, díganme que esto no puede ser...

JORDANA.-   Lo diremos, señora, pero sin creer en nuestras propias palabras.

MARQUESA.-   ¡Infeliz de mí!  (A HUGUET.)  ¿Pero Juan no podría...?

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HUGUET.-   Juan ha delegado en el otro sus facultades, y en nada interviene ya. Como no consiga usted algo por Victoria...

MARQUESA.-   ¡Ah!... ¡Buen chasco nos ha dado!, cuando salió de improviso, hace cinco meses, con la ventolera de casarse con el dragón, todos creímos... Vamos, no es el primer caso de un monstruo vencido y domado por artes femeninas.

JORDANA.-   En el paganismo, en la leyenda, se dan estos casos; pero ya los dragones han aprendido mucho...

HUGUET.-   En fin, señora mía, no pierda usted tiempo, y piense en la manera de salir del compromiso.

MARQUESA.-   ¿Cómo?

HUGUET.-   Buscando el dinero hoy mismo, y pagando.

MARQUESA.-   ¡Buscar el dinero! ¡Con qué sencillez pastoril lo dice...! ¿Cree usted que no he arañado la tierra estos días por encontrar quien me   —167→   prestara esa suma? A duras penas puedo reunir la mitad, unas cincuenta mil pesetas.

HUGUET.-  ¿Y sus hijos de usted?

MARQUESA.-   ¡Ah, no cuento para nada con Daniel, que desde las alturas de la perfección a que se ha subido, me dice que no me defienda de la maldad, que mire con desprecio los bienes temporales, que sucumba, que pierda el Clot y me alegre de perderlo!

JORDANA.-   ¡Oh, sí, bonita idea!

MARQUESA.-   ¡Pero yo, ¡ay!, me siento tan terrestre, tan positiva!  (Respirando fuerte.)  Cuando intento llenar mi cabeza de ideas de abnegación sublime, acuérdome del Clot, y el temor de verlo en otras manos me trastorna, me enloquece... Algo más confío en Jaime, que, al volver de su viaje, se detiene en Barcelona dos días para buscarme fondos. Dudo que pueda conseguirlos en condiciones aceptables... Hoy llega, y pronto saldré de esta horrible incertidumbre.


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Escena IV

 

Dichos. MONCADA, visiblemente envejecido, apoyándose en un bastón. Entra por la escalera.

 

HUGUET.-   Aquí está Juan.

MONCADA.-   Florentina... Alcalde...  (Saludando a todos.)  Facundo... Yo bien, muy bien.

MARQUESA.-   Sí; ya le veo a usted tan contento.

MONCADA.-   ¿Por qué no?  (Se sienta fatigado.)  Tiempo era ya de que mi ánimo gozara de esta placidez. No me ocupo de nada, como y duermo bien... los negocios de la casa marchan admirablemente; mis hijos y mis nietos tienen salud. Me paso el día en tranquila holganza, dando de comer a los faisanes, inspeccionando las hortalizas y viendo correr el agua por las acequias. Vida nueva para mí, descanso de mi vejez, en la cual siento retoñar una segunda infancia.

MARQUESA.-   ¡Cuánto le envidio! ¿Y ahora viene usted de los Franciscanos?

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MONCADA.-   Como que me paso allí horas muy gratas, sobre todo cuando llueve y no puedo pasear. Daniel me acompaña, y créanlo, me ha contagiado.

JORDANA.-   ¿También místico, don Juan?... ¡usted!

MONCADA.-   También. Nada más delicioso que soltar el espíritu dentro de la iglesia sombría y apacible, y dejarlo volar allí libremente, subir, remontarse... No hay idea de lo consoladora que es la religión cuando uno no tiene dinero, es decir, cuando no lo maneja, cuando no se siente esclavizado por el metal infame... El rezar me entretiene; las prácticas del culto me deleitan, y allí me estoy... Charlo con los padres, hablamos de lo de allá... yo me enternezco... a veces murmuramos un poco de los que viven apegados a las riquezas... celebramos las virtudes, la humildad, la pobreza de este y del otro santo, y, en fin, salgo siempre de allí con ganas de volver.

HUGUET.-   Buena vida...

MONCADA.-   Dulcísima, sí.

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MARQUESA.-   Pues yo, querido Juan, siento mucho turbar su serenidad angélica con mis lamentaciones. Estoy desolada.

MONCADA.-   ¡Ah!, sí, ya sé por Facundo... No puedo nada, nada... Soy en mi casa un asilado a quien tratan a cuerpo de rey...

HUGUET.-    (A la MARQUESA.)  No tiene usted más solución que la que le he dicho; reunir el dinero...

MARQUESA.-   ¿Pero cómo... dónde?

MONCADA.-   ¡Ah!, se me ocurre una idea. Creo que está usted salvada.

MARQUESA.-   ¡Ay, qué alegría!

MONCADA.-   Mi hermana tiene dinero.

MARQUESA.-    (Desalentada.)  Eulalia...

MONCADA.-   Sí; yo le hablaré... Aquí está.


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Escena V

 

Dichos. DOÑA EULALIA.

 

DOÑA EULALIA.-    (A la MARQUESA.)  Ya les tienes ahí.

MARQUESA.-   ¡Jaime, Gabriela...!

DOÑA EULALIA.-    (Mirando por los cristales de la derecha.)  Ya se ve el coche en la curva de Prats.

MARQUESA.-   Voy a encontrarles. Señor de Jordana, ¿quiere usted darme el brazo?

JORDANA.-    (Ofreciéndole el brazo.)  Ahí va, señora. Y lo que siento es que no sea de oro macizo.

MARQUESA.-   ¡Ay!, si fuera de oro macizo... no me lo daría usted.  (Vanse por la escalera.) 

HUGUET.-  Saludaré a tu hija... y me marcho. Hoy me ha mandado que siga comprando.

MONCADA.-    (Desechando una idea.)  ¿Y a mí, qué? Allá él. ¡Qué dicha no tener   —172→   que decir compro ni vendo! Facundo, ya no compro más que la salvación eterna; y vender... no vendo nada. Adiós.

HUGUET.-   Adiós.



Escena VI

 

MONCADA, DOÑA EULALIA.

 

MONCADA.-   Hermana, hay que sacar de su compromiso a la pobre Marquesa...

DOÑA EULALIA.-   ¿Qué?

MONCADA.-   Que tú tienes ahorros.

DOÑA EULALIA.-   ¿Pero qué dices?

MONCADA.-    (Alzando la voz.)  Que puesto que tienes numerario disponible...

DOÑA EULALIA.-   No oigo una palabra. Me he quedado enteramente sorda con los aires colados de esta maldita casa.

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MONCADA.-   Tú recibes puntualmente tus rentas y no gastas un céntimo.

DOÑA EULALIA.-   Te repito que no oigo nada... ¿Dinero yo?, ¡qué cosas tienes! Si quieres auxiliar a Florentina háblale a tu yerno, a ese D. Judas de California que ha sabido apoderarse de la casa de Moncada...

MONCADA.-   ¡Qué tontería!

DOÑA EULALIA.-   Sí, y concluirá por echarnos de Santa Madrona... Vamos, tu actitud de sumisión y pasividad, parécenme a mí un síntoma de chochez...  (Contrariada de que MONCADA no da importancia a sus expresiones.)  No tenemos vergüenza, si toleramos tanta humillación. ¡Un hombre que no nos consulta nada, que apenas me saluda, que nos tiene ahí como figuras decorativas, como adornos de su grosería sobredorada! Somos tú y yo al modo de un par de jarrones que pone... así... a los lados de su grotesca personalidad para hacerla lucir... Por mí no me importa. Sé padecer, sé anularme... La humildad es mi orgullo, y mi incienso los ultrajes... ¡Pero tú...! No, no, Juan; tú no debes tolerarlo.

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MONCADA.-   Pero mujer...

DOÑA EULALIA.-    (Sin dejarle meter baza.)  Tu poquedad de ánimo... para que lo sepas... es un grandísimo pecado... Y ofendes a Dios entregando tus negocios en las manos puercas de ese Holofernes. Sin ir más lejos, considera las limosnas que se repartían en tu tiempo, y las que se reparten ahora.

MONCADA.-    (Suspirando.)  ¡Y qué le hemos de hacer!

DOÑA EULALIA.-   ¿Pues y la indecencia de negar a la Orden Tercera un terreno que le pertenece?

MONCADA.-   Bueno... ¿Y qué?

DOÑA EULALIA.-   ¡Me gusta tu calma! ¡Los pobres! ¡Los ministros del Señor!... Por ti, claro, que los parta un rayo. ¡Bonita manera de ser religioso! ¿Y crees que te vale andar todo el día de hocicos en los Franciscanos, y llevar la velita en las procesiones, y quitarle motas al padre Cleto? No, hijo, esas exterioridades no te valen para el fin sin fin, que dijo el otro.

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MONCADA.-    (Interrumpiéndola.)  ¡Eulalia!... ¡Bah!

DOÑA EULALIA.-   No, no me callo. Tú con tal que te echen puntualmente la sopa boba, transiges con ese hereje...

MONCADA.-   ¿Hereje? ¿Pero si tú fuistes4 quien armó la conspiración para hacerle mi yerno?

DOÑA EULALIA.-    (Con viveza.)  Porque creí que casándole le amarraríamos al lábaro de la fe. Pero luego ha resultado que Victoria carece de poder evangélico... ¡Vaya un fiasco! Bien merecido le está por meterse a redentora... y sin pedir consejo a nadie... por sí y ante sí, la muy estrafalaria.

MONCADA.-    (Alzando más la voz.)  Respóndeme a lo que te pregunto.

DOÑA EULALIA.-   Respondo que Victoria no sabe amansar al feroz vestiglo... ¡Y para esto abandonó la pureza y santidad del Socorro!... Que oiga, sí, que oiga lo que dicen de ella las Hermanas... y sacerdotes respetabilísimos... Que procedió muy de ligero, que no consultó el caso con la Superiora, ni con el Director de la Congregación...

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MONCADA.-    (Incomodado.)  Basta... ¿Oyes o no lo que te digo?

DOÑA EULALIA.-   Pero ¿qué?

MONCADA.-   ¿Quieres o no auxiliar a Florentina?

DOÑA EULALIA.-    (Como haciendo un esfuerzo para oír.)  ¡Ah!... ya... Florentina... ¡También esa!.. No es que yo la critique. Pero bien se ve que la levantan de cascos las vanidades de este mundo, todo lo temporal y transitorio...

MONCADA.-   No pretende más que salvar el Clot.

DOÑA EULALIA.-   ¿Y para qué quiere ella fincas?... ¡con un pie en la sepultura, sin necesidades ya! Mejor pensará en prepararse para una buena muerte.

MONCADA.-    (Nervioso, fuera de sí.)  No se te puede sufrir, hermana. Estás hoy de remate.

DOÑA EULALIA.-   Lo que te digo es que no pienso volver a poner los pies en este caserón donde no se oye hablar más que de la porquería de los negocios...

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MONCADA.-   Bah... déjame...

DOÑA EULALIA.-   Y decididamente me voy de aquí, me retiro a mi casita del Ampurdán, donde haré vida recogida y de estrechísima penitencia... Imítame, hombre; vente conmigo. Viviremos como ermitaños sin pensar más que en Dios y en la muerte.

MONCADA.-   Gracias... vete tú.

DOÑA EULALIA.-   Y tú conmigo. Hermano querido, no adores más al infame becerro.

MONCADA.-    (Desesperado.)  Que te calles, por Dios. No te puedo aguantar.

DOÑA EULALIA.-   Piensa que no somos sólo materia; que tenemos un espíritu...



Escena VII

 

Dichos. GABRIELA, JAIME, la MARQUESA, que entran por el ángulo del foro. Poco después VICTORIA, por la izquierda.

 

MONCADA.-    (Al encuentro de los recién llegados.)  ¡Hijita mía, Jaime!

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GABRIELA.-    (Abrazándole.)  Ya estamos aquí.

DOÑA EULALIA.-   ¿Y para mí no hay un abrazo?  (La abrazan los dos.) 

GABRIELA.-   ¿Y mi hermana?

MONCADA.-    (Mirando por la izquierda.)  No sabrá quizás... Ahí la tienes.  (Entra VICTORIA, y las dos hermanas se abrazan y besan con ternura.) 

MARQUESA.-    (Llevando aparte a MONCADA.)  Malas noticias me ha traído Jaime.

MONCADA.-   ¡Paciencia, amiga mía!

MARQUESA.-   ¿Y Eulalia?

MONCADA.-   Está muy sorda. No me entiende.

MARQUESA.-   Yo se lo diré.

MONCADA.-    (Deteniéndola.)  No, no le diga usted nada. Su sordera es tan atroz, que aunque le pidiera usted el favor a cañonazos no se enteraría.

  —179→  

MARQUESA.-   ¡Dios tenga piedad de mí!

 

(En el fondo forman un grupo VICTORIA, GABRIELA y EULALIA. JAIME se acerca a su madre y a MONCADA que están en el proscenio.)

 

JAIME.-    (Aparte a la MARQUESA.)  ¿Será posible, mamá, que ese perverso no te conceda siquiera un par de semanas?...

MARQUESA.-    (Aparte a JAIME.)  Aún me resta una esperanza. Gabriela hablará con Victoria...

VICTORIA.-   Hoy comerán todos aquí.

DOÑA EULALIA.-    (Con repugnancia.)  ¡Yo... comer yo en la cueva del lobo!...

GABRIELA.-   Yo sí, por acompañarte y charlar un rato. Pero Jaime no se sienta a la mesa de tu marido, así le ahorquen.

JAIME.-    (Nervioso.)  Creo que debo marcharme, mamá.  (Mirando con recelo a la izquierda.)  Si ese hombre sale, no respondo de mi discreción.

MONCADA.-   Prudencia, Jaime.

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JAIME.-   Pues me voy.

MONCADA.-    (Cogiendo del brazo a JAIME.)  Nos repartiremos.  (A VICTORIA.)  Gabriela come contigo, y nosotros nos llevaremos a Jaime y a su mamá.

MARQUESA.-    (Aparte a GABRIELA.)  Si consigues algo...

GABRIELA.-    (Vivamente.)  Le mandaré a usted un recadito.

MARQUESA.-   Bien... Pero yo volveré por aquí antes de comer. No tengo sosiego.

 

(Salen DOÑA EULALIA, la MARQUESA, MONCADA y JAIME.)

 


Escena VIII

 

VICTORIA, GABRIELA.

 

GABRIELA.-   ¿Y los nenes?

VICTORIA.-   No tardarán en venir por acá.  (Asomándose por la derecha.) 

GABRIELA.-   ¿Siguen en casa?

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VICTORIA.-   Sí; me los traen acá dos veces al día.

GABRIELA.-   ¡Qué ganas tengo de comérmelos a besos!... Conque cuéntame.  (Sentándose las dos en el proscenio.)  Tus cartas son tan discretas que por ellas no sé nada de lo que te pasa. ¿Sigue tan pesadita la cruz de tu Cruz? ¿No me das noticias de algún alivio en la carga que llevas?

VICTORIA.-   ¡Ay, no! Cuando me casé... cuando me crucifiqué, como tú dices, acepté esta vida de lucha, y en justicia no debo quejarme de ella.

GABRIELA.-   Ya... Te gusta el dolor, como si fuera un dulce. ¡Qué alma tienes!

VICTORIA.-   Aún no puedo decir qué me fascinó más, si la idea del mal que a mí propia me causaba, o la del bien que quería ofrecer a la persona que más quiero en el mundo.

GABRIELA.-   La verdad... todos esperaban de ti mayor influencia sobre tu tirano... que le modificaras poquito a poco.

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VICTORIA.-   ¡Modificar!  (Con tristeza.)  ¡Ah, lo intento! ¡Empresa magna! Figúrate que te propones abrir un túnel de ferrocarril con la punta de una aguja... Cierto que cumple con la Iglesia, por compromiso que contrajo conmigo... por fórmula, sin fe... como se cumplen las reglas de policía urbana; es decir, que Dios viene a tener para él una significación semejante a la del Ayuntamiento.

GABRIELA.-   ¡Qué hombre!... ¿Acaso te trata mal?

VICTORIA.-   Eso no: conmigo es afectuoso... a su manera... No deja de serlo sino cuando se interpone el maldito interés.

GABRIELA.-   ¿Y tú...?

VICTORIA.-   ¿Yo... qué?

GABRIELA.-   ¿Le quieres?...

VICTORIA.-   Te diré... ¡Sobre eso hay tanto que hablar! No me sería fácil explicártelo. Mi conciencia ha pasado por tremendas luchas y desfallecimientos horribles. Al principio, asustome   —183→   la aversión terrible que me inspiraba. Mi alma perdió toda serenidad; creí que el demonio me había cogido en sus garras feroces, y que lo que yo miraba como acto heroico era una tremenda caída... Después, mis sentimientos han ido variando poquito a poco.

GABRIELA.-   ¿Y ya no te inspira aversión?

VICTORIA.-   Ninguna... Algo así como lástima piadosa... Le miro casi como a un niño.

GABRIELA.-   ¡Vaya un bebé!

VICTORIA.-   Y, la verdad, no me gusta que le pase nada malo.

GABRIELA.-   Vamos, que le vas queriendo... Pues, hija, ahí tienes el milagro: sólo que en vez de realizarse en él, se va realizando en ti. ¿Y puedes mirarle cara a cara?

VICTORIA.-   Me voy acostumbrando.

GABRIELA.-   ¿Y soportas su tosquedad, su falta de delicadeza?

  —184→  

VICTORIA.-   Por grados a todo se llega... figúrate... Procediendo gradualmente, puede una usar, como borla de polvos para la cara... la pata de un elefante.

GABRIELA.-    (Riendo.)  ¡Qué cosas tienes!



Escena IX

 

Dichos. CRUZ, que entra por la izquierda en mangas de camisa, con una blusa azul en la mano, mostrando un rasgón en la manga.

 

CRUZ.-   Mira, mira cómo está mi blusa... Hola, Gabrielita... ¿Ya de vuelta?

GABRIELA.-    (Con desabrimiento que no puede vencer.)  Sí... ¿Y qué tal?

CRUZ.-    (A VICTORIA.)  Dame la otra.

VICTORIA.-   Si no se ha lavado.

CRUZ.-   No importa.

VICTORIA.-   Espera un poquito.  (Sale por la izquierda.) 

  —185→  

CRUZ.-   ¿Y Jaime?... ¿qué tal? ¿Gana dinero?

GABRIELA.-   No tanto como usted... pero viviremos... (¡Qué vil! No piensa más que en los miserables cuartos.)

CRUZ.-    (Abriendo el armario de las herramientas, y cogiendo de él algunas.)  Sí, hay que ganarlo, perseguirlo, ahondar en las entrañas de la tierra o en las de la sociedad... Y una vez encontrado el rico metal, es preciso cogerlo, antes que lo descubran otros... y después, guardarlo con prontitud, rodeándolo de hábiles defensas para que no se escape...  (Saca un hacha, y al volver al proscenio con ella, GABRIELA lanza un chillido.)  Qué, ¿se asusta usted?

GABRIELA.-   Sí... No sé lo que me parece... con el hacha.

CRUZ.-   Tengo que reconocer el tejado de la fábrica, y de nadie me fío.

VICTORIA.-   Aquí está.  (Dándole la blusa.) 

CRUZ.-   Venga.  (Se la pone.)  Sospecho que hay comunicación   —186→   entre las vigas del faldón del tejado y la chimenea de las muflas...  (Por GABRIELA.)  Esta se asusta... No sabe que soy el primero de mis obreros... ¡La costumbre de no tratar más que señoritos... ilustrados!

GABRIELA.-   (¡Qué horror de hombre!)

CRUZ.-    (Recordando.)  ¡Ah!... antes tengo que hacer otra cosa.  (Deja el hacha arrimada a una silla y se va por la izquierda.) 



Escena X

 

VICTORIA, GABRIELA.

 

GABRIELA.-    (Cruzando las manos.)  ¡Hermana querida, no puedo expresar cuánto te compadezco!... ¡Vivir con un marido así! ¡Qué mérito tan grande! ¡Gracias que los sobrinillos alegran un poco tu tristísima vida!

VICTORIA.-   Sí, son mi consuelo.

GABRIELA.-   Te distraen.

  —187→  

VICTORIA.-   Me distraigo con ellos, y además con otra cosa.

GABRIELA.-   ¿Con qué?

VICTORIA.-   Te vas a reír...

GABRIELA.-    (Con mucha curiosidad.)  Dímelo.

VICTORIA.-   Pues me distraigo... con la administración. Cosa rara, ¿verdad?

GABRIELA.-    (Comprendiendo.)  Ya.

VICTORIA.-   Llevo toda la contabilidad menuda de los talleres, y de la casa. Me ha impuesto esta obligación y la cumplo sin gran esfuerzo.

GABRIELA.-   ¿Y llevas los libros?...

VICTORIA.-   Ya lo creo... Todo muy ordenadito. Y cuidado con que se me escape alguna cantidad. No creas, el cargo no es cosa de juego. Me ha hecho también su cajera particular.

  —188→  

GABRIELA.-   Hermana querida, déjame, déjame que te compadezca más, y que te admire. Tu vida es más árida y penosa que la de los anacoretas y padres del yermo.

VICTORIA.-   No tanto... ¡Si vieras...! La pícara administración tiene sus encantos. Mi rosario y los números son mi entretenimiento. Pasando cuentas, se me van las horas, y a la imaginación, la gran vagabunda, sólo le queda libre un caminito, el del espacio donde se ven flotar las cosas divinas.

GABRIELA.-   ¡Ay, Dios mío! Tú no tienes la cabeza buena. O eres una santa, o no sé qué eres. Con tal vida, y al lado de ese adefesio de hombre, yo no duraba dos semanas... ¡Ah, se me olvidaba lo principal! La pobre Marquesa...

VICTORIA.-   ¡Ah!... no me digas... ¡Qué pena!

GABRIELA.-   ¿Pero es posible que tú...?

VICTORIA.-   Le he dicho cuanto hay que decir... todo inútil. ¡Hombre extraño! Su exactitud a toda   —189→   prueba tiene ese horrible contrapeso, la inflexibilidad con el infeliz que no puede cumplir. Ni a su padre perdonaría, ni a mí misma, que soy la persona que más quiere en el mundo; cuanto más a tu suegra.

GABRIELA.-  Ya sé que nos aborrece, como aborrece a todo el género humano. Es muy triste que tú, su mujer, no puedas...  (Recriminándola.)  No, no eres su esposa, eres su esclava. Acabará por echarte una cuerda al cuello y amarrarte al pupitre de esa administración inicua y embrutecedora; acabará por cruzarte la cara.  (Levantándose.)  No puedo, no puedo presenciar tu desdicha.

VICTORIA.-    (Sintiéndole venir.)  Calla.



Escena XI

 

Dichos. CRUZ, que entra vestido de blusa y con botas de agua.

 

CRUZ.-    (A VICTORIA.)  Mira, este talón se lo das a Silvestre Rius, el primo de Huguet, que vendrá por él esta tarde.

  —190→  

VICTORIA.-    (Toma el talón y lo mira.)  (Cincuenta y nueve mil...)  (Lo guarda en el bolsillo de su delantal.) 

CRUZ.-   Es lo del carbón. Anótalo en el Debe de la fábrica...

VICTORIA.-   Bien. ¿Vienes pronto a comer?

CRUZ.-   No sé el tiempo que me entretendrá por ahí arriba. Si tardo, me mandas la comida en la fiambrera.

VICTORIA.-   Pero hombre...

CRUZ.-   Lo primero es lo primero.  (Coge el hacha y un lío de cuerdas, y vase por el fondo.) 



Escena XII

 

VICTORIA, GABRIELA.

 

VICTORIA.-    (Después de una pausa en que está profundamente abstraída.)  ¡Ah... la siento... sí!

GABRIELA.-    (Asustada.)  ¿Qué?

  —191→  

VICTORIA.-    (Con cierto desvarío.)  ¡La ráfaga... eso que me da... lo que llamo la inspiración, el impulso misterioso, no, divino, de mis resoluciones!... Como siempre me salen bien, creo y afirmo que vienen de Dios.

GABRIELA.-   No te entiendo.

VICTORIA.-   Hablaré un lenguaje claro, tan claro, que...  (Saca el talón y se lo da.)  Toma.

GABRIELA.-    (Sin resolverse a tomarlo.)  ¡Victoria...!

VICTORIA.-    (Rápidamente.)  Sí, la loca, la visionaria, como dice tu marido, siente otra vez el chispazo que la despierta, la sacude, la ilumina, lanzando su voluntad a los actos audaces y decisivos. Dale esto a Florentina. Añadiéndolo a lo que ha reunido, tiene lo bastante para evitar la dentellada del tigre.

GABRIELA.-    (Asustada.)  Pero...

VICTORIA.-   No me des razones... La lógica y el sentido común desaparecen en mí. No queda más que esta vibración honda del alma...

  —192→  

GABRIELA.-   ¿Y no temes...?

VICTORIA.-   No temo nada. Por grande que sea su barbarie, más grande es mi valor. No vaciles en tomarlo... Llévaselo corriendo a Florentina.

GABRIELA.-   ¡Ay, no sé qué temor me sobrecoge!...  (Decidiéndose al fin a tomarlo.)  En fin... Pues tú lo quieres... Mamá quedó en venir.  (Se asoma a los cristales de la derecha.)  ¡Ah!, los chiquillos.  (Con alegría.)  ¿Es Daniel quien viene con ellos?

VICTORIA.-    (Asomándose también.)  Sí; suele acompañarles al campo. Verás cómo se despide en la puerta. Jamás entra aquí.

GABRIELA.-   ¡Pero qué mona está Mercedes!  (Mirando y saludando con el pañuelo.)  ¡Y Aurorilla, qué espigada!... Ya me han visto. Mira cómo corren.

VICTORIA.-   Ahora les doy de merendar y se vuelven allá.

GABRIELA.-   ¿Suben por aquí?

  —193→  

VICTORIA.-   No, entran en el comedor por la galería baja.

GABRIELA.-    (Impaciente.)  Pues vamos allá.

VICTORIA.-   Sí; pero no olvides eso.

GABRIELA.-   ¡Ah!... sí... el talón... Voy...

VICTORIA.-    (Mirando otra vez.)  Ahí tienes a Daniel... Pero ya se va... Mira.

GABRIELA.-   Daniel, sí. ¿Qué mejor mensajero?...

VICTORIA.-   Llámale.

GABRIELA.-   Daniel, Daniel...  (Señalando afuera.)  Ya vuelve la cara... Ya me ha visto...  (Llamándole.)  Ven; sube.

VICTORIA.-   Allá te espero.  (Vase por la izquierda.) 



Escena XIII

 

GABRIELA, DANIEL.

 

DANIEL.-    (Desde la escalera, como sin atreverse a entrar.)  ¿Qué me quieres?

  —194→  

GABRIELA.-   Corre, dale, dale a tu mamá esto.  (Pone el talón en un tarjetero o carterita, sujeta con un elástico, y se lo entrega.) 

DANIEL.-   ¿Y qué es esto?

GABRIELA.-   No preguntes, y ya estás andando... Verás qué contenta se pone la pobre.

DANIEL.-    (Receloso.)  ¿Victoria... Victoria te lo ha dado?

GABRIELA.-   Sí.

DANIEL.-   Quizás sin consentimiento de su marido...

GABRIELA.-   Eso no es cuenta tuya... Anda.

DANIEL.-   Está bien.

GABRIELA.-   No te entretengas... Me voy a ver a mis sobrinillos.  (Vase por la izquierda.) 



Escena XIV

 

DANIEL, solo.

 

DANIEL.-  ¡Y mi madre acepta esto! ¡Qué locura! Buscando ciegamente su salvación, llama a la   —195→   puerta misma del enemigo, de ese monstruo, encarnación de Satanás maldito.  (Con desaliento.)  ¡Ah!, mi pobre madre no tiene fe, no sabe abrazarse a la desgracia; no sabe encariñarse con la pobreza, despreciar los bienes transitorios; no comprende el inmenso triunfo moral de ser pisoteada por la bestia... ignora que morir en la humillación es resucitar en la verdad...  (Pausa. Recorre la habitación inquietísimo.)  No sé qué tufo del infierno se respira en este caserón, guarida de la fiera rapaz y sanguinaria... No sé cómo Victoria...  (Asaltado de una idea penosa.)  ¡Ah!, mujer enigmática, esfinge en cuyos ojos no puedo leer, porque ni miras siquiera... Tu incomprensible matrimonio perturbó mi alma... Quiero entenderlo, y... ¡Más fácil es desentrañar los misterios del dogma! Cambiaste la humilde vestidura del Socorro por las galas de boda... ¡Dicen que padeces horriblemente, que eres mártir...!  (Con sarcasmo.)  ¡Mártir! Las santas gloriosas que en otro tiempo regaron con su sangre el árbol de la fe, cuando anhelaban el martirio pedían a Dios que les deparase un verdugo; jamás le pidieron un marido...  (Confuso.)  No sé, no sé qué mujer es esta; y cuando quiero tenerla por sublime se ofrece a mis ojos como la más vulgar de las criaturas.  (Meditando.)  ¡Quién sabe...! Sí... sí... lo   —196→   que digo, se dejó contaminar del mal de la época, del infame positivismo... ¡Oh!, esta idea remueve en mí sedimentos que creí estancados, inertes en el fondo de mi ser...  (Pausa.)  Dinero del rico avariento, del que no ama, del que no compadece, del que impasible ve rodar ante sí la miseria y el dolor; materia vil, instrumento de iniquidades, no me quemarás mucho tiempo las manos... Se lo devuelvo para que vea que si ella vende su conciencia, nosotros no... No podemos...  (Mirando por la izquierda.)  Quisiera verla para darle esta tremenda lección... No me atrevo a penetrar allá...



Escena XV

 

DANIEL, la MARQUESA, que entra afanadísima, por la escalera; después LLUCH.

 

MARQUESA.-   Hijo, ¿has visto a Gabriela?... ¿Te ha dicho algo?

DANIEL.-   Mamá, es preciso que comprendas... No sé cómo decírtelo.

MARQUESA.-   Ya, ya sé... Que debemos ser pobres... ¡Ay, bastante lo somos ya!

  —197→  

DANIEL.-   Resígnate, por Dios... ten grandeza de alma.

MARQUESA.-    (Con inflexión patética.)  No puedo resignarme a perder la ilusión, el amor de mi vida, aquel suelo sagrado, la humilde casita vieja que tantas cosas dulces me dice cuando en ella entro... ¿Qué perfección es esa que me propones? ¡Ay, hijo mío, ya no ajusto, no encajo en ese marco de sublimidad que quieres ponerme! Pertenezco a la raza humana, y no levanto ni tanto así del nivel del vulgo. Tengo pasiones, anhelos, antipatías... aborrezco y amo. Si esto es pecar, sea. Quiero el Clot para morirme en él, porque en él nací, naciste tú...

DANIEL.-   Pues no lo tendrás. Déjame, déjame a mí.

MARQUESA.-    (Espantada.)  La ferocidad de tu ascetismo me hiela la sangre.

DANIEL.-   Renuncia a lo que más deseas; y si el rico avariento quiere quitarte tu propiedad, déjasela. No aceptes de él favor alguno.

MARQUESA.-   De él no; de Victoria.

  —198→  

DANIEL.-   Tampoco de su mujer.

MARQUESA.-    (Con viva ansiedad.)  ¿Pero qué... sabes algo? Sácame de dudas. ¿Gabriela le habló?...

LLUCH.-    (Entrando presuroso por el fondo.)  ¡El amo...!

MARQUESA.-    (Azorada.)  ¡Jesús me salve! Huyamos de aquí.

DANIEL.-   ¡Que no me vea el maldito!... Salgamos.

 

(Vanse apresuradamente. Antes que desaparezcan, entra CRUZ por el fondo y les ve, bajando la escalera.)

 


Escena XVI

 

CRUZ, con el hacha en la mano, el rostro tiznado y encendido; LLUCH, que se va por la escalera y vuelve poco después.

 

CRUZ.-   La madre y el hijo salían... como huyendo de mí...  (Deja el hacha sobre la mesa.)  Ella es una intrigante, y él un redomado hipócrita.  (Comprendiendo.)  Sin duda, aprovechando mi ausencia, quieren explotar la fácil compasión   —199→   de mi mujer.  (Vivamente.)  Sí, ya lo veo claro... Vividores, trápalas, generación mendicante y petardista... ¿Pero mi mujer estaba aquí con ellos? No la vi...  (Entra LLUCH.)  Lluch, la señora, ¿dónde está?

LLUCH.-   En el comedor, con la señorita Gabriela y los niños.

CRUZ.-   Dile que venga. (Vase LLUCH por la izquierda.)  Endiablada sospecha me muerde el corazón... ¿Sería capaz Victoria de...? ¡Espantosa idea! Nada; quiero confirmarla o desecharla al instante.  (Aparece LLUCH por la izquierda, y se dirige a la escalera.)  Oye, tú...  (Acércase LLUCH.)  ¿Viste salir a esos...?

LLUCH.-   Sí, señor. La madre iba llorando... disputaban. Luego se separaron... Siguió la señora en dirección a la torre, y el hijo se ha quedado ahí, y se pasea por la alameda, detrás de las cajas vacías de silicato, como aguardando una ocasión de volver.

CRUZ.-   Estate por ahí, fingiendo ocuparte en cualquier cosa; y vigílale con disimulo. No te alejes, por si te llamo.

  —200→  

LLUCH.-   Bien, señor.  (Vase LLUCH.) 



Escena XVII

 

CRUZ, VICTORIA.

 

CRUZ.-   La traidora sospecha se agarra a mí, me pica, me taladra, como un insecto que quiere labrar su casa dentro de mí... y me va comiendo y horadando... y horadándome y comiendo...  (Inquieto y con fiereza.)  Siento en mí la crueldad de mis tiempos de lucha... Bien venida sea. Así me gusto más, porque me reconozco en mi ser efectivo. Me pesa, sí, me pesa haberme dejado inclinar a ciertas blanduras de carácter... ¡Si es lo que digo! Donde quiera que entra una hembra, sobre todo, si es mestiza de ángel y mujer, se trastorna la armonía humana, desaparece la estricta rectitud, y los malos pagadores sacan los pies del plato.

VICTORIA.-    (Entrando presurosa.)  ¿Pero ya concluiste?

CRUZ.-    (Disimulando.)  Si no he podido empezar... Traté de meterme en uno de los hornos; pero están aún   —201→   muy calientes. Por poco me abraso.  (Mostrando sus manos y cara.) 

VICTORIA.-   ¿Quieres lavarte?

CRUZ.-   Ahora no. Estoy echando fuego.

VICTORIA.-   Bien se ve. Tu cara despide lumbre.

CRUZ.-   Estoy horrible, ¿verdad?

VICTORIA.-   Horroroso.

CRUZ.-   Mejor. (¡Si me vieras por dentro!)

VICTORIA.-   ¿Quieres tomar algo?

CRUZ.-   Dame vino. Necesito refrescar mi sangre.

VICTORIA.-   Echándole más fuego... Voy.

CRUZ.-    (Deteniéndola.)  Dime, ¿quién ha estado aquí mientras yo...?

VICTORIA.-   ¿Aquí?, no sé; no he visto a nadie.

  —202→  

CRUZ.-   Tráeme el vino.  (Sale VICTORIA por la izquierda.)  Me engaña. Ya me iba yo acostumbrando a no temer su santidad, a mirarla como un juego infantil, una monada, vamos... Pero si me vende con sus arrumacos de criatura celestial... No sé lo que haría... Creo que se me quitará el amor que le tengo... sí... se me quitará. Y si no se me quita, me lo quitaré yo, me lo arrancaré...

VICTORIA.-   Aquí tienes.  (Deja sobre la mesa botella y vaso.)  No bebas mucho.

CRUZ.-    (Llenando el vaso.)  No te vayas... Tengo que hablarte.

VICTORIA.-   ¿Qué quieres?

CRUZ.-   El talón que te di...  (Bebe tranquilamente.) 

VICTORIA.-   (¡Jesús sea conmigo!)

CRUZ.-   ¿Ha venido Rius por él?

VICTORIA.-   No.

CRUZ.-   Pues devuélvemelo.

  —203→  

VICTORIA.-    (Después de una pausa en la cual recobra su serenidad.)  No lo tengo.

CRUZ.-   ¡Que no lo tienes!

VICTORIA.-   No. Bien claro te lo digo.

CRUZ.-   ¿Con toda esa frescura? ¡Ah, me lo temí! Has dado el talón a esa familia de intrigantes y santurrones para que puedan seguir burlándose de las leyes, poseyendo lo que por sus desórdenes deben perder.

VICTORIA.-    (Con resolución.)  Se lo he dado a esa valerosa mujer, a esa heroína, para que se defienda de tu codicia infame.

CRUZ.-    (Con violencia, que quiere dominar.)  ¿Cómo se llama lo que has hecho?

VICTORIA.-    (Con firmeza.)  ¡Justicia!

CRUZ.-    (Con sarcasmo.)  ¡Justicia!... ¿Y esa manera de entenderla es lo que, según tus ideas, debemos llamar santidad...?

  —204→  

VICTORIA.-   Dale el nombre que quieras.  (Con perfecta entereza.)  Lo que hice... bien hecho está. Somos ricos, y todo nos sobra. Florentina es pobre, y todo le falta. Dios me ha inspirado este acto, y ha querido, por mediación de la loca de la casa, confundir tu soberbia y castigar tu brutalidad.

CRUZ.-    (Levantándose airado.)  ¿Y me lo dices así? ¿No tiemblas?

VICTORIA.-   ¡Temblar yo! No me conoces. ¿Qué puedes hacerme? Quitarme la vida, esta vida que... con decir que te la he dado, se dice lo poco que vale... Mátame. Preparada estoy. Bien cerca tienes el arma.

CRUZ.-   ¡Victoria!  (Vacilando entre la fiereza y la confusión o desconcierto de la voluntad.)  ¿Crees que me conmueves con esas trapacerías de santita remilgada? Bien sabes tú que no he de matarte. ¿A qué te haces la víctima heroica? (En tono severo.) En fin, cabeza destornillada, imaginación enferma, reconoce que has cometido una grave falta, y disponte a restituirme lo que me has quitado.

  —205→  

VICTORIA.-   ¿Restituir? No; está en buenas manos.

CRUZ.-    (Descomponiéndose.)  No sé cómo tengo calma. Yo te mando que vayas en busca de esa vieja embaucadora, y le digas que te equivocastes5... Aún será tiempo.  (VICTORIA hace signos negativos con la cabeza.)  ¿No?... ¿No me obedeces?

VICTORIA.-   En esto no puedo.

CRUZ.-    (Amenazador.)  Pues yo te juro que así no quedará... No mereces mi cariño; no lo mereces; debiera aborrecerte... como tú a mí.

VICTORIA.-   Yo no te aborrezco. Mi Dios me prohíbe el odio. Tú no comprendes esto, alma petrificada en el egoísmo. Tú no quieres a nadie; te adoras a ti propio, contemplándote en el espejo de tu riqueza.

CRUZ.-    (Después de dar vueltas por la escena, como aturdido.)  No es eso, no. Óyeme... Ya sabes... te lo he dicho mil veces en nuestros coloquios íntimos: la riqueza es en mí la pasión dominante, el ser de mi ser. Nada puedo contra esa pasión.   —206→   ¿Será por ley de mi naturaleza? ¿Será por vicio adquirido con la virtud del trabajo? No sé mas, sino que soy como soy. Y si alguien me quita lo mío, paréceme que el cielo se desploma, y la idea de perdonar se me representa como una negación de mí mismo... Fuera de esto, yo te quiero: bien lo sabes. Eres la única persona que ha despertado en mí un sentimiento... ¿cómo llamarlo?, no sé. Soy muy torpe para encontrar términos de galantería. Pero el cariño que te tengo no disminuye la otra pasión, la principal, la madre, sino que más bien la fortifica. Amo mi dinero por mí, por ti, y por los hijos que has de darme.

VICTORIA.-   No te los daré... ¡Perpetuar tu raza! Dios no lo consentirá.

CRUZ.-    (Airado y receloso.)  No me lo digas, que me vuelves loco. Todo menos eso, Victoria.  (Cogiéndole la mano y sacudiéndola con fuerza.) 

VICTORIA.-   Suéltame.

CRUZ.-   Pues no me quites la ilusión que me alienta...

VICTORIA.-   ¡Imposible cegar el abismo que se abre   —207→   entre nosotros!  (Llorando.)  ¡Si tú aprendieras a ser compasivo, si tu corazón perdiera esa insensibilidad marmórea, y llegaras a curarte del estúpido orgullo de poseer, y poseer, y poseer...!

CRUZ.-    (Interrumpiéndola.)  Imposible, imposible. Porque si desaparecieran del mundo el oro y la plata, y volviéramos al estado salvaje, yo, José María Cruz, sería siempre el mismo: con cuatro piedras y un par de troncos constituiría nueva propiedad al instante, y con rugidos, dentelladas y zarpazos de fiera, andando a cuatro patas, la defendería de quien intentara quitármela. No te empeñes en que yo sea de otro modo que como soy... Sométete y no me prediques más, ni trates de corregirme...  (Bruscamente.)  Ea, diles que te devuelvan el talón... Ve... pronto, antes que vayan a cobrarlo...

VICTORIA.-   No puede ser.

CRUZ.-    (Con fiereza.)  ¡Te lo mando!

VICTORIA.-   Si sabes que no te temo, ¿a qué esos rugidos?

  —208→  

CRUZ.-   ¡Ah!, te casaste conmigo sin amor, por el vil interés, como decís los beatos...

VICTORIA.-   ¡Y me lo echas en cara! Pues bien, reconozco que es cierto. Me casé contigo... porque eras millonario... nada más que por eso. Ya ves si soy franca. Fue una locura, una genialidad. Llevome hacia ti... ¿Te lo digo? ¿Quieres conocer hasta los últimos repliegues de mi pensamiento?... Arrastrome hacia ti una vaga aspiración religiosa, y además de religiosa...  (Buscando la palabra.) 

CRUZ.-   ¿Qué?

VICTORIA.-    (Encontrando la palabra.)  Socialista... así se dice... la idea de apoderarme de ti, invadiendo cautelosamente tu confianza, para repartir tus riquezas, dando lo que te sobra a los que nada tienen... para ordenar las cosas mejor de lo que están, nivelando ¿sabes?, nivelando...

CRUZ.-    (Con violencia.)  Cállate; no me provoques... Si eso fuera verdad tendría que exterminarte...

VICTORIA.-   Pues empieza ya tu obra de exterminio...   —209→   Dime, fuera de mi locura de hoy, ¿tienes alguna queja de mí?

CRUZ.-   Ninguna. Pero esta es atroz, horrorosa...

VICTORIA.-   Déjame seguir. ¿Te he dado motivo de celos?

CRUZ.-    (Receloso.)  ¿Por qué me lo preguntas?

VICTORIA.-   Por preguntarlo.

CRUZ.-   Pues hasta hoy no... Hoy sí... Te miraba como una mujer exceptuada de las flaquezas humanas.  (Después de mirarla atentamente a los ojos, es asaltado de violenta zozobra.)  Dime; dímelo pronto. Mientras yo estaba en la fábrica, ¿hablaste con la Marquesa y con su hijo? Ellos de aquí salían.

VICTORIA.-   Te he dicho que no les vi.

CRUZ.-   Antes creía en tu palabra. Ya no. La verdad, quiero la verdad. ¿Ese beato ha estado aquí alguna vez?

  —210→  

VICTORIA.-   No recuerdo...

CRUZ.-   ¡También desmemoriada! Me hieres en lo más vivo... Yo te quiero, yo te quise...

VICTORIA.-   ¡Celos tú!... Si en tu corazón no hay más que una fibra sensible, la que te duele cuando no cobras...

CRUZ.-   No, no, que hay más... hay otras, que también me duelen... ¡Y en tu conducta se juntan dos agravios, y los dos van derechos al corazón!... Me sustraes mi propiedad para dársela... ¡a quién!... ¿Qué es esto?, explícamelo... Te creí pura, ya no... Dudo... ¿Cómo no dudar? ¡Desdichada, arrodíllate delante de mí, y pídeme perdón! Devuélveme lo que me quitaste.  (Con desvarío brutal.)  Pruébame que desprecias a ese hombre... Discúlpate... ¡Mi dinero, mi honor!... Lo mío, lo mío, lo que me pertenece, lo que nadie me puede quitar, lo que es... yo mismo...  (Cogiéndola por los hombros, la sacude violentamente.)  Victoria, que me trague ahora mismo la tierra si no hago un escarmiento horrible, una justicia de estas que satisfacen por entero... hartarme de castigo, de   —211→   venganza, de legalidad, porque esto es ley, justicia... Debo defenderme, debo castigarte, debo corregirte, debo...

VICTORIA.-    (Sofocada, logrando desasirse.)  ¡Ay!... espera, oye.

CRUZ.-   ¿Qué... te disculpas...? ¿Confiesas tu delito?

VICTORIA.-   ¡Delito... disculparme! ¿De qué, si soy inocente? Sólo te digo que he mandado el talón a la Marquesa, y que nada me importa su hijo.

CRUZ.-   ¡Me engañas...!

VICTORIA.-   Puedes creerlo o no, según te acomode.

CRUZ.-   Buscaré la verdad...  (Llamando.)  A ver, ¡Lluch!



Escena XVIII

 

Dichos. LLUCH, en la escalera; después DANIEL.

 

CRUZ.-   ¿Está ahí todavía?

LLUCH.-   Sí señor, rondando por la alameda, como si esperara...

  —212→  

CRUZ.-   Dile que la señora le suplica que suba... Pronto...  (Vase LLUCH.) 

VICTORIA.-    (Asustada.)  ¿Qué haces?

CRUZ.-   Una idea, una idea feliz... Soy yo muy ingenioso... ¿Qué es eso? ¿Te turbas?

VICTORIA.-   ¿Turbarme?... no.

CRUZ.-    (Repitiendo con sarcasmo las anteriores palabras.)  «La señora le suplica que suba». ¿Qué tiene eso de particular? Así sabremos lo que quiere ese bendito.

DANIEL.-    (Por la escalera, deteniéndose sorprendido.)  ¡Él aquí! ¡Una emboscada!

VICTORIA.-   (Que hablen... Mejor...)

CRUZ.-   Mi mujer y yo le hemos llamado...

VICTORIA.-   Yo no... tú.

  —213→  

CRUZ.-   Pues yo... Pareciome que acechaba usted mi salida para entrar...

DANIEL.-   Así era en efecto.

CRUZ.-   ¡Lo confiesa! Yo no me como la gente.

DANIEL.-   Algunos creen que sí.

CRUZ.-   ¿Qué?

DANIEL.-   Eso... que se la come usted.

CRUZ.-   Voces que hacen correr los tramposos, insolventes. En fin, yo quiero saber qué viene usted a buscar a mi casa.

DANIEL.-   Deseaba hablar con su señora.

CRUZ.-   ¿Y por qué no entraba usted estando yo, y delante de mí le decía...?

DANIEL.-   Porque no era a usted a quien tenía que hablar, sino a ella.

  —214→  

CRUZ.-   ¿Tan reservado era el asunto?

DANIEL.-   Quizás.

CRUZ.-   O era de esas cosas que nadie debe oír.

DANIEL.-   No tanto.

VICTORIA.-   (Concluyamos esto.) Daniel quería darme las gracias por el favor que hice a su mamá.

DANIEL.-   Era eso... y algo más.

CRUZ.-   ¿A ver?

DANIEL.-   Después de dar las gracias, pensaba decir a Victoria que no consiento que mi madre acepte semejantes auxilios.

CRUZ.-    (Burlándose.)  ¡Oh, cuánta dignidad! Teatral está el tiempo. Y con toda esa gazmoñería, se guardan el dinero.

DANIEL.-   No, señor, aquí está el talón... lo devuelvo.  (VICTORIA se abalanza para estorbar el movimiento de CRUZ, que toma la cartera.) 

  —215→  

VICTORIA.-   ¡Ah, no consiento...!

CRUZ.-   Pues lo tomo.  (Examinándolo con febril presteza.)  Esto me gusta, joven... Bien, bien... Usted me prueba que...

VICTORIA.-    (Con mucha energía.)  José María, respeta lo que hice... No aceptes la devolución... ¡Yo lo quiero, yo lo mando!

CRUZ.-   Pero si él...

VICTORIA.-   No importa... Dáselo... insiste.

CRUZ.-    (Con humorismo villano.)  Hija, yo se lo daría de buena gana... pero ya ves... un joven tan digno, y tan... religioso... y tan... escrupuloso... de fijo no querrá.

DANIEL.-   En efecto, no lo tomaré.

VICTORIA.-    (Airada.)  Haz lo que te mando. Ofréceselo al menos.

CRUZ.-    (Vacilando.)  (Si no fuera más que ofrecerlo... Pero, ¿y si lo toma?... Por si acaso...)  (Guarda la cartera.) 

  —216→  

VICTORIA.-   ¿No?

CRUZ.-   No.

VICTORIA.-   Pues ha llegado el momento de poner en práctica una de las condiciones estipuladas.

CRUZ.-   ¿Cuál?

VICTORIA.-   Ha surgido entre nosotros una desavenencia grave, me has ofendido groseramente no aprobando una resolución mía, y como la vida me es imposible a tu lado, me marcho de tu casa, me separo de ti.

CRUZ.-   ¿Te vas?... Bien... Ya entiendo...

VICTORIA.-   Así se convino. No hay más que hablar. No hablemos más. Me retiro al lado de mi padre.

CRUZ.-    (Estallando de cólera.)  Esto es una intriga, fraguada entre mi mujer y estos aristócratas arruinados.  (Por DANIEL, con desprecio.)  ¡Complot infame contra mi propiedad y contra mi honor!... Ya lo veo.  (A VICTORIA.)  No te defiendas... Y usted, hipócrita;   —217→   usted que, con la máscara de religión, se acerca traidoramente a mi hogar para meter en él la discordia y el escándalo...

VICTORIA.-    (Cortándole la palabra.)  ¡Calla, no ofendas a quien no puede responderte con el mismo lenguaje!

DANIEL.-   Que diga lo que quiera.

CRUZ.-   Digo que usted y su madre se han propuesto deshonrarme, ya que arruinarme no pueden. Fácilmente engañan con su mojigatería a estos desdichados, pero a mí no. ¡Raza famélica, carcoma de la sociedad...!

DANIEL.-    (Conteniéndose con gran esfuerzo.)  Me insulta usted porque sabe que mi religión, aunque todavía no me liga con votos solemnes, me prohíbe contestar a sus injurias con otras.

CRUZ.-    (En el colmo del furor.)  Pues pídele a tu religión permiso para que yo pueda arrojarte por esa ventana.  (Da un paso hacia él. VICTORIA le detiene.) 

DANIEL.-   Su villanía, por grande que sea, no me hará olvidar...

  —218→  

CRUZ.-    (Con escarnio despreciativo.)  ¡Clérigo... vete de mi casa!

DANIEL.-    (Sin poderse contener, estallando en ira rabiosa.)  Clérigo, no... ¡Tan hombre como tú...! Y ahora mismo...  (Coge el hacha que está sobre la mesa.)  ¡Infernal monstruo, entrega tu vida miserable!... Quiero beber tu sangre, y con ella no aplacarás el odio que te tengo.  (Abalánzase hacia CRUZ, blandiendo el hacha. VICTORIA le detiene, sujetándole con sus brazos.) 

VICTORIA.-   ¡Daniel, por Jesús vivo...!

CRUZ.-    (Esperando a pie firme.)  Ven; te espero.  (DANIEL deja caer el brazo, VICTORIA forcejea con él y consigue quitarle el hacha.) 

VICTORIA.-   Márchate... pronto...

DANIEL.-    (Trastornado, vuelve a enfurecerse y trata de avanzar nuevamente hacia CRUZ sin arma.)  Quiero matarle, pisotearle el alma... o que me mate a mí.

VICTORIA.-   Vuelve en ti.

  —219→  

DANIEL.-    (Pasándose la mano por los ojos, como despertando de una pesadilla.)  ¡Ah! ¿Qué es esto?

CRUZ.-   Déjamele...

 

(Avanzando hacia DANIEL. VICTORIA se interpone para evitar el choque, y empuja a DANIEL hacia la escalera.)

 

VICTORIA.-   Vete...  (A CRUZ.)  Atrás...  (Le domina con la mirada. DANIEL vacila, quiere retroceder. Al fin se va, tras breve y sorda lucha.) 

CRUZ.-    (Con violencia.)  ¡Tú tienes la culpa... tú!

VICTORIA.-    (Con dignidad.)  Basta... Estoy de más aquí.

 

(Huye hacia la escalera. CRUZ va tras ella; detiénese perplejo al ver entrar a MONCADA.)

 


Escena XIX

 

VICTORIA, CRUZ, GABRIELA, que entra por la izquierda, alarmada; por la derecha, DOÑA EULALIA, MONCADA.

 

GABRIELA.-   ¿Qué ocurre?... ¡Victoria...!

MONCADA.-   ¡José María!

  —220→  

VICTORIA.-   No ha pasado nada, nada...  (Mirando a su marido con terror.) 

CRUZ.-    (Reconcentrando su cólera.)  Nada, que mi mujer, la loca de la casa, curada por mí, recae en su dolencia y quiere abandonarme.

VICTORIA.-    (Corriendo al lado de su padre.)  Sí, sí.

DOÑA EULALIA.-    (Abrazándola.)  ¡Pobre víctima, qué a tiempo llego para salvarte!

MONCADA.-   Vámonos.  (Mirando con recelo y disgusto a CRUZ y a VICTORIA.) 

VICTORIA.-   Vamos.  (GABRIELA se une al grupo, y salen todos por la derecha.) 

CRUZ.-    (Que al verles salir da algunos pasos hacia ellos, y retrocede apretando los puños.)  ¡Se va...! ¡De verdad se va!  (Después de dar vueltas por la escena, como atontado, mira por los cristales de la derecha.)  ¡Y el clérigo delante...! Parece que guía sus pasos... que le marca el camino...  (Volviendo al proscenio, poseído de furor.)    —221→   Y la dejé partir. ¡Y no maté al clérigo!... ¡No me conozco! ¿Dónde está mi carácter, dónde mi arrogancia fiera?... Es que esa maldita santa me ha embrujado, me ha estafado mi personalidad...  (Rabioso.)  Juro por la Cruz de mi nombre, que la recobraré.