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- IX -

Las cosas de don Elías el médico


Desde aquel instante, ya fue don Elías otro hombre; porque el médico de Robleces tenía esa gran fortuna en medio de tantas desgracias: un simple cambio de escena bastaba para dar nuevo colorido a sus pensamientos. A solas con Inés, ya no se acordaba de su padre ni de los asuntos que con él acababa de tratar: otros cuidados muy distintos comenzaron a devorarle y a consumirle. Hubiera dado una oreja por saber de la boca misma de Inés si estaba ya bien enterada de los intentos con que entraba en su casa Marcones el de Lumiacos, y si, caso de estarlo, le habían parecido mal, como era de suponer. Había averiguado él estos intentos con un lujo increíble de pesquisas, y hablando mucho de ellos entre sus hijas, que se perecían por esas cosas, y en varias cocinas del lugar y hasta en medio de la calle, de lo que fue testigo el lector, y era muy natural que ardiera en deseos de inquirir lo que le faltaba, y de beberlo en buena fuente, por el gustazo de correrlo en seguida por el pueblo, sin olvidarse de bajar a Las Pozas en busca de Pedro Juan, que era el último con quien había tratado del negocio de Marcones. para decirle, como a todo el mundo: «Lo sé de su misma boca: Inés no le traga por buenas; y antes será muerta que convencida.»

Porque para el médico no tenía duda que Inés aborrecía a Marcones, si Marcones la había descubierto tanto así de sus ambiciosos planes; y menos lo dudaba cuanto más paraba los ojos en la hija de don Baltasar, con su mirar tan dulce, con su estampa de princesa... y con un caudal «tan atroz»; porque, a juicio de don Elías, «debía de ser atroz el caudal de aquella chica, después de la barbaridad que había heredado de sus abuelos de San Martín de la Barra».

Pero ¿por dónde le hincaba el diente al asunto? Cabalmente era hombre que no servía para tanteos insidiosos: lo reconocía él mismo, le acosaban demasiado las impaciencias, y en seguida se le iba la burra.

Enfrascado en estos cálculos que le ponían nervioso, don Elías dejaba pasar el tiempo sin dirigir una sola palabra a Inés, la cual se extrañaba de aquella mudez en un hombre tan comunicativo y locuaz de ordinario. Reparaba también la hija de don Baltasar en la avidez cariñosa con que la contemplaba el médico, y en el desasosiego con que se revolvía en la silla; y haciéndole suma gracia todas aquellas cosas de don Elías, acabó por sonreírse sin apartar de él la mirada medio escondida entre los párpados, contraídos por unos frunces muy monos.

No sé si creía el médico de Robleces en el fluido magnético y en las corrientes simpáticas, ni si había oído hablar de ello siquiera en todos los días de su vida; pero lo que no tiene duda es que andando él en lo más empeñado de sus hipótesis y escarbando con la imaginación en los profundos de la mente de Inés, fue cuando ésta le sonrió; y tan preocupado estaba el hombre y tan aferrado a su idea, que en aquella sonrisa vio y oyó clara, clarísimamente, que le preguntaba Inés, así, en estas terminantes palabras:

-¿No es verdad, don Elías, que he hecho bien en negarme a eso?

Con lo que el iluso acabó de dispararse, y respondió en voz firme, acompañándose de un bastonazo en el suelo:

-¡Sí, señora!... ¡admirablemente! ¡perfectísimamente! ¡Y le está muy bien empleado al sinvergüenza!... ¡Y que vuelva por otra!...

-¡Pero, don Elías!... -exclamó Inés sobresaltada con aquel estallido del médico.

Despertó éste de su pesadilla con la exclamación de Inés, y se deshizo en excusas; pero sin arrepentirse de la «providencial» alucinación.

-Perdone usted, Inesita -la dijo-. Tengo la desgracia de interesarme demasiado por los negocios ajenos... pero también el don de leer claro donde el más lince no ve jota... Es el temperamento, créalo usted. ¡A veces me arden allá dentro unas luces!... Y como sucede además que tengo la costumbre de soñar recio...

Y al mismo tiempo pensaba:

-Ha sido una entrada como otra cualquiera; y me alegro, porque el golpe dado está, y ya sabes a qué atenerte... como lo sé yo también por lo que se te ha escapado... Al buen entendedor...

En esto llegó a la sala don Baltasar con una rastrilla en la mano. Levantóse Inés, salió, y ocupó su padre la silla que ella dejaba.

-Vamos -dijo el Berrugo a don Elías-, a rematar en pocas palabras... en pocas palabras he dicho, eso que dejamos pendiente.

¡Ya estaba otra vez el médico boca abajo! ¡Ya era el hombre agobiado por las desdichas, que iba a «echar un memorial» al poderoso para pedirle un mendrugo de pan! ¡Ya le habían caído de repente encima del alma toda la negrura y todo el peso de la realidad de su miseria! Entristecióse de nuevo y volvió a encogerse. La fe que tenía en la importancia de su proyecto no alcanzaba a darle la más leve esperanza de que el hebreo aquél aflojara la bolsa para ayudarle; el ficticio valor que le prestaba el recuerdo candente de aquellos días esplendorosos acababa de gastarle, y no era cosa de volver a empezar por allí, ni el Berrugo se lo hubiera consentido; y tan desalentado se vio, que estuvo tentado a despedirse dejando las cosas como estaban. Pero le arreó don Baltasar con una mirada de las suyas, y el hombre se arrojó al asunto como pudo haberse tirado por el balcón de enfrente.

-Pues, señor -dijo pasándose el pañuelo de yerbas por toda la cara y luego por el cogote y dándole después dos paseítos por encima de los sesos-, el caso es el siguiente: un molino maquilero, de cuatro ruedas, puede moler con desahogo seis fanegas al día, pico más o menos... Me parece que no peca de alegre la suposición. Estas seis fanegas cada día me dan al año, un número en números redondos, dos mil doscientas, o séanse ocho mil ochocientos celemines. Estos ocho mil ochocientos celemines, me dan a mí de maquila ocho mil ochocientos maquileros; los cuales ocho mil ochocientos maquileros, son lo mismo que quinientos cincuenta celemines, o doscientas veinticinco medias fanegas; doscientas veinticinco medias fanegas, a duro cada media fanega, son lo mismo que doscientos veinticinco duros, o sean cuatro mil y quinientos reales... Me parece que esto es pura matemática.

Decíalo don Elías porque le estaba poniendo en graves dudas el intraducible gesto con que le miraba su interlocutor. Para asegurarse más de que iba por lo firme, sacó los papelotes del bolsillo, escogió uno de ellos, diole un vistazo y añadió a lo dicho poco antes:

-Justo y cabal: cuatro mil y quinientos reales. Esto, por un lado... Por otro: cuatro cerdos a cuarenta y cinco duros uno, grande con mediano, son lo mismo que ciento ochenta duros, o sea tres mil y seiscientos reales; que añadidos a los cuatro mil y quinientos de arriba, suman la cantidad redonda de ocho mil y cien reales... Pura matemática también.

Y se quedó mirando a don Baltasar, que no le dijo palabra ni dejó tampoco de mirarle. Creyóle convencido el médico, le alentó mucho esto porque aquel hombre era así, y exclamó, irguiéndose hasta con cierta arrogancia:

-Señor don Baltasar: con ocho mil reales (quito los ciento) y la pobreza que me vale el partido, era yo el hombre más rico de la cristiandad.

-No lo dudo -dijo al fin don Baltasar con una parsimonia inconcebible en él, aun suponiéndole capaz de divertirse con las cosas de don Elías-. Pero siga usted con la cuenta galana. Ya tenemos lo que da el molino: falta ver lo que toma.

-Nada, señor don Baltasar, nada como quien dice: un molinero, que con las propinas y su buen arte y un piquillo de surplús, que sale de aquí y de allá, estará hecho un canónigo. Este retejo y aquella reparación... ¡nada, señor don Baltasar, nada! eso y mucho más sale del excedente de molienda que no consta en el presupuesto, y de ciertos recursos que se irán desenvolviendo según el negocio vaya marchando. Los cuatro cerdos, menos que nada: los compro lechazos, engordan con las barrreduras, se ponen en ocho meses que no caben por la puerta, y los vendo a puja mayor, porque han de sacarme los ojos por ellos. Ya sabe usted que no hay cerdo más solicitado que el cerdo de molino...

-Corriente, señor don Elías, corriente... y siga usted con la cuenta galana... Ya no nos falta más que tener molino.

Desplegó el médico el papelón más grande de los que tenía entre manos, lleno de dibujos toscos y de garabatos incomprensibles, y dijo contoneándose en la silla:

-El molino: aquí está el plano, con su escala y todo. No está puesto en limpio, que eso ya lo haría, si fuese necesario, pincel más diestro que el mío; pero está bien clara cada cosa... Llave en mano, no debe de costar un maravedí más de sesenta y dos mil reales... Aquí constan las razones.

-Que estarán muy en su punto: corriente también. ¿Qué nos falta ahora, señor don Elías?

-Pues... buscar esos sesenta y dos mil reales.

-Y ¿dónde están ellos?

-¡Esa es la negra, señor don Baltasar!

-Pues suponga usted que no es tan negra como parece, y que hay un desesperado que los da...

-Negocio concluido entonces.

-Corriente: ¿y qué rebajamos de los ocho mil reales de producto, por réditos de ese capital?

-Ni un ochavo, señor don Baltasar... Esa miseria saldría del mismo fondo que las otras: de acá y de allá, y del auge que fuera tomando el negocio.

-Corriente también. Y ¿con qué respondemos a su dueño de esa miseria que nos presta para hacer el molino?

-Con el molino mismo.

-Es de razón. Pero un día se levanta ese hombre de mal temple y se llama a lo que es suyo.

-Nos veríamos en ese caso, señor don Baltasar; nos veríamos. ¿No hay más que llamarse a lo suyo así, de golpe y porrazo? Está previsto todo en mis cálculos. Ese hombre me firmaría, ante todo, una cláusula de no reclamar cosa alguna, fuera de los intereses, en un mínimo de treinta años. En ese tiempo, con un poco de economía y el natural desahogo que me fuera dando el incremento de la finca, iría yo matando la deuda sin sentirlo.

-Pues no he dicho nada, señor don Elías. Es usted más pájaro de lo que yo pensaba en punto a estos particulares. ¿Y dónde plantamos el molino, para ponernos al cabo de todo... si es que se puede saber?

-El molino, señor don Baltasar (y en esto estriba la firmeza de mis cálculos), se plantará donde no tengamos que temer ni las sequías del verano, ni los aguaduchos del invierno: en el último canalizo de acá, de la Arcillosa, según se la mira, a la mano izquierda: hay allí anchura y fondo para un navío de tres puentes, con una angostura que se salta de un brinco desde la sierra, y que está como puesta allí para dar ingreso al molino. Lo demás ya lo sabe usted: viene la marea, abre usted los saetines; ya está el agua en casa, cierra usted los saetines; baja la marea, abre usted los saetines y empiezan los rodetes a danzar, a razón de quince horas diarias; y así todo el año, como un reló, con el agua represada en el canalizo, que me ahorra el mejor de los camarados y la mejor de las presas, que son la ruina de los molinos; porque amén de lo que cuestan de nueva planta, de aquí las refuerza usted hoy, y de allá se quebrantan mañana, y es el no acabar en todo el año de Dios; cosa que no ocurrirá en el mío, y por eso dije antes que no hay para qué mentar como gasto las reparaciones que ocurran. ¿No es una hermosura todo esto, don Baltasar, y no parece mentira que no haya dado nadie hasta ahora en escarbar esa mina de oro?

-En verdad que mentira parece, señor don Elías. Pero dígame y perdone: ¿qué es lo que tengo yo que hacer en esa mina, y por qué lado puede interesarme a mí, como me dijo al principio?

El médico estaba maravillado de la paciencia y la afabilidad con que le atendía aquel hombre, cuyas despabiladeras eran proverbiales en el lugar; y creyéndole en buen cuarto de hora, se aventuró a decirle derechamente:

-Con usted contaba yo para darle la preferencia en el anticipo de los sesenta y dos mil reales, si el negocio no le desagrada, tal como se le he expuesto.

-Hombre -respondió el Berrugo apoyándose en la rastrilla como antes se había apoyado en el horcón-, el negocio, para usted, me parece morrocotudo, por mal que le salga, si llega a andar el molino. Pero me dijo usted al principio que podía interesarme a mí tanto como a usted; y hasta ahora, fuera de la cláusula de los treinta años como mínimo del plazo para el préstamo, no veo cosa que me tiente mucho...

-Ha de tener usted presente -repuso don Elías algo apurado por la observación de don Baltasar-, que el cálculo está hecho a menores; que se cuenta con la prosperidad del negocio, y que con ella y sin ella, a ese capital nunca le faltaría una ganancia harto mejor que la que dan aquí las tierrucas de la mies; ganancia que si pasa del uno y medio, me dejo yo segar el gaznate.

-También es verdad eso -dijo don Baltasar oscilando sobre la rastrilla-. En fin, que es usted, señor don Elías, el mismo Satanás para oliscar tesoros... Hombre -añadió levantando de pronto la cabeza y mirando de hito en hito al médico-, y ya que salió la palabra: ¿qué opina usted de los tesoros enterrados? ¿Cree usted que los hay y que hay tantos como se dice?

Lo mismo que si le hubieran restregado la piel con un manojo de ortigas, se estremeció don Elías de repente al oír las preguntas del Berrugo; y con los ojos encandilados y acentuando las palabras en el suelo con la contera de su bastón, estalló así:

-¡Yo creo, señor don Baltasar, en los tesoros ocultos, y creo que el mundo está lleno de ellos, y creo que en España abundan más que en ninguna parte! Yo no los he visto, soy franco; pero conozco muchas gentes enriquecidas con ellos; y se me han referido y demostrado cosas a ese respecto... y me han sucedido otras tan extraordinarias, que dejarían turulato al hombre de menos tragaderas. Afirmo, pues, que hay tesoros, ¡muchos tesoros ocultos!; que está sembrado de ellos el suelo español... y que quizás el más rico de todos esos tesoros le tenemos usted y yo a las mismas puertas de nuestra casa.

-Supongo -dijo don Baltasar, tan colgado de la rastrilla y tan atento a las declamaciones ardorosas del médico, que parecía estar empeñado en partirse en dos con el astil, de arriba abajo- que no se referirá usted ahora al molino de antes.

-¡Qué molino ni qué cazuelas! -respondió don Elías con el más despreciativo de los desdenes-. ¡Para hacerle de diamantes habría con el tesoro que yo digo!

Y como don Elías levantara la voz a medida que se iba entusiasmando, tapóle la boca con una manaza don Baltasar, y díjole recatándose, y muy por lo bajo:

-Hombre, si a usted le fuera lo mismo, podríamos continuar hablando de eso en otra parte... ahí, en esa pieza que es mi cuarto. No es porque yo dé importancia al asunto, sino porque no hay necesidad de que nadie se entere y nos tome por locos.

-Más loco será quien por locos nos tenga, señor don Baltasar -respondió don Elías, con grandes trazas de estarlo ya de remate, levantándose de la silla, embolsándose los papelotes y disponiéndose a seguir a su interlocutor, que, puesto de pie y con la rastrilla en la mano izquierda, le señalaba con la derecha el cuarto que tenía la entrada por una de las cabeceras del salón.

Coláronse ambos allí, donde no había más que una cama, dos sillas, un palanganero con sus avíos maltratados, una percha con poca ropa, y esa vieja, y bastante roña por los suelos.

Sentados nuevamente los dos personajes, era de ver lo que se había crecido don Elías, de cuyos labios y actitudes atrevidas parecía estar pendiente su interlocutor, como el zorro consabido de lo que soltara de su pico el cuervo de la fábula.

-¿Apostamos dos cuartos... o lo que usted quiera -comenzó don Baltasar, guiñando los ojuelos, con la barbilla en la palma de la mano izquierda, el codo sobre el muslo y en la diestra la rastrilla, pinos arriba-, a que sé yo qué tesoro es ese que usted supone tan cerquita de nuestra casa?

-¿Apostamos -respondió don Elías, imitando cuanto pudo la postura, el gesto y hasta la voz de don Baltasar, y añadiendo por su cuenta una sonrisilla entre nerviosa y truhanesca-, apostamos los sesenta y dos mil reales del molino a que, aun suponiendo que sepa usted de qué tesoro se trata, porque apenas hay quien no le conozca de nombre, ni usted ni mortal viviente del globo terráqueo tiene las noticias que yo tengo de él?

-Pues si tantas noticias tiene usted de ese tesoro -dijo don Baltasar ganando un punto a don Elías-, ¿en qué consiste que no le ha echado ya la zarpa?

-No quiere decir tanto como eso lo que yo le he dicho a usted, señor don Baltasar -replicó don Elías, tan valentón como antes-. Yo le he dicho, y lo repito, que no hay ser viviente en el universo mundo que tenga mejores noticias que las que yo tengo sobre el particular de que tratamos. Podrán no ser estas noticias, sin dejar de valer lo que valen, lo suficiente para poner la mano encima de la cosa oculta; podrán ser más que sobradas para otra persona más firme que yo de voluntad, más codiciosa o de mayores recursos, o menos dispuesta a tumbarse con la carga al primer tropiezo del camino; pero valgan o no valgan de la manera que digo, esas noticias que yo tengo, señor don Baltasar, son de tal arte y adquiridas de tal modo, que al hombre de más agallas le harían tiritar de asombro y le pondrían los pelos de punta, como me los pusieron a mí... y se me ponen ahora con sólo recordarlo...

Y no exageraba don Elías: mientras hablaba así, le echaban lumbre los ojos, y parecía que se le erizaban las barbas y los mechones grises de la cabeza.

-¡Pataratas! -exclamó entonces don Baltasar cambiando su postura por otra muy desdeñosa; pero con intención visible de herir el flaco de don Elías para que soltara el queso.

-¿Pataratas? -repitió el desapercibido médico, no cabiéndole ya en la silla y dispuesto a confundir al Berrugo con la prueba espeluznante de lo que afirmaba.

-Pataratas no más -insistió el de la rastrilla, volviendo a colgarse de ella con las dos manos y haciendo como que no daba un alfiler por cuanto pudiera referirle el otro.

-Pues vamos a verlo ahora mismo -concluyó don Elías, que casi se desnudaba de pura desazón que le producía la desdeñosa incredulidad del Berrugo-. Y entienda usted, señor don Baltasar, que esto que le voy a referir lo sabremos en el mundo usted y yo solos... ¡Y ojalá sea más activo, más perseverante y más afortunado que yo!

-Amén -dijo el Berrugo-. Y ahora, vengan esos espantos; pero por lo más derecho que usted pueda, porque se me van acabando los aguantes.

Don Elías no esperó la segunda provocación del Berrugo. Le brotaban las impaciencias por todas partes: por los ojos, en llamas; por los poros, en sudor. Como que el bendito estaba en sus glorias entonces. ¿Qué molino maquilero ya ni qué calabazas, ni qué se le daba a él por tener la casa llena de desventuras y de miserias, ni porque el seminarista de Lumiacos entrara en la casona de Robleces con estos propósitos o con las otras miras? Confundir a aquel hombre tan duro de pelar, y además de confundirle, maravillarle: eso es lo que había que hacer en el mundo, y eso podía hacerlo él, y lo iba a hacer en el acto. Tirando a dar de ese modo, dijo así, saboreando las palabras y encareciéndolas mucho:

-Hará cosa de ocho meses, bajé a Las Pozas a visitar al Lebrato, que se hallaba en cama desde la víspera. Tenía calentura y se quejaba de un dolor al costado. Le dispuse lo que me pareció conveniente, y al otro día ya le encontré sin novedad. Es duro el hombre ese y animoso como él solo. Con todo y con ello, no le dejé que se levantara por entonces, por temor de una recaída. Tomando pie de esto, y sobre si el que come de su trabajo no puede ni debe cuidar de la salud como los que tienen el riñón bien cubierto, hubimos de hablar largamente los dos; porque el Lebrato, como usted sabe, es hombre verboso y muy entretenido, y a mí me gusta oírle: tenía en aquella ocasión poco o nada que hacer, y le fui dando cuerda. Puede que usted sepa también que ese sujeto tiene la costumbre, cuando de riquezas se habla con él, de comparar las más grandes con los tesoros del Pirata: el caso es que aquel día volvió a sacar esos tesoros a cuento, como los ha sacado mil veces, y los sacan a cada paso muchas gentes de este lugar y de otros de la Ribera. Yo, que siempre lo he oído como quien oye llover y lo he tomado en el son que me lo cantaban, aquel día, séase por buscar un motivo más de conversación, o porque las cosas vinieron dispuestas así por decreto misterioso, tuve la ocurrencia de preguntar al Lebrato qué tesoros eran esos que tan a menudo oía nombrar desde que me hallaba en Robleces. Entonces el preguntado me refirió lo que, por lo visto, es aquí versión corriente... y será eso que usted dice saber, con mucha ponderación, lo mismo que si supiera algo de fuste.

-Ya se irá viendo, señor don fanfarrias, lo que usted sabe, y ello nos dará el valor de lo que yo sé. Diga, diga por de pronto lo que le refirió el Lebrato.

-Nada en sustancia, señor don Baltasar: que se sabe que en tiempos que casi se pierden de vista, había un pirata por estos mares que robaba hasta la saliva al sursuncorda; que como no tenía suelo en que poner el pie sin la seguridad de que no le colgaran, mientras se iba redondeando a su gusto para campar por sus caudales donde quiera que se presentara -porque en esto de respetarse al ladrón de tesoros, los tiempos no han cambiado hasta la fecha cosa mayor-, escondía en un sitio de esta costa lo que pirateaba más lejos o más cerca de ella; que esto acontecía en aquellas épocas en que venían de las Américas los barcos abarrotados de onzas de oro y de perlas preciosas, y que a la caza de estos barcos andaba el pirata día y noche, con buena fortuna; que fuérase porque la mar se le tragara de por sí, o porque se encontró con lo que merecía donde menos se lo esperaba, desapareció de repente y para in soecula de esta costa, dejando ocultos en ella los tesoros que había robado; que si estos tesoros están en cueva más o menos escondida o sepultados en tierra firme, no se sabe; pero que no hay quien dude que están en esta costa y que darían, por su gran valor, para comprar media España; y finalmente, que de esto no se duda, porque viene y ha venido la historia de boca en boca y de padres a hijos hasta la presente generación... Esto es, señor don Baltasar, lo que se sabe de público... y lo mismo que sabe usted; porque usted no sabe de ello una jota ni una tilde más.

-Ni usted tampoco -respondió resueltamente don Baltasar dando un rastrillazo en las tablas.

Sonrióse convulso don Elías, y dijo:

-Ahora lo vamos a ver.

Se enjugó el sudor de la cara nuevamente con su pañuelo de yerbas, y continuó así, arrimando un poco más su silla a la del Berrugo:

-Esta conversación la tuve yo al anochecer con el Lebrato; y cuando me caminaba hacia mi casa por el recuesto arriba, apenas distinguía la senda más que por su blancura. Aquel día, señor don Baltasar, había sido uno de los más negros para mí, por el estado de la médica agravado por un encono repentino de sus humores, y el extremo en que nos tenían acorralados a todos las escaseces del hogar, por dificultades en la cobranza del tercio. Mala había sido la semana; pero aquel día fue, como le he dicho, de lo peor. Declárolo así, porque bien pudiera haber tenido ello parte en que yo diera tanta importancia como la que dí a la historia del Lebrato. Ello fue que subí al barrio pensando mucho en los tesoros enterrados ahí enfrente: que llegué a casa; que la casa me pareció un camposanto con los muertos sin enterrar; que comparé aquellas tristes miserias con las pompas del tesoro que yo llevaba en la cabeza; que la comparanza me echó el alma por los suelos, y que sin poderla levantar de allí corriendo las horas entre los ayes de la enferma y el vocingleo de las hijas, me fui a la cama... sin cenar bocado, porque no le había en casa, señor don Baltasar, ¿a qué negarlo? Tampoco niego que me acosté con hambre: nunca había andado más ni comido menos que aquel día. El hambre no es el mejor llamativo del sueño, y con este gusanillo en el estómago y la cabeza abarrotada de onzas de oro y de diamantes, de piratas ahorcados y de cuevas y peñascos de la costa, el corazón me golpeaba allá dentro como un desesperado, y la piel me escocía como si me la ortigaran. Tumba de aquí y vira de allá, buscando posturas que siempre resultaban peores, el tiempo pasaba y yo no me dormía; la médica dejó de quejarse, como si se hubiera muerto; las hijas ya no chistaban, en el aire no se oía un mosquito; el silencio era el de las sepulturas, y la oscuridad negra, negrísima, como yo no he visto otra en noche cerrada. Echéme, al fin, boca arriba, y púseme a hacer castillos con el tesoro. Ya era yo príncipe con carrozas, y andaban en mis palacios los jamones por los suelos y los chorizos a patadas... cuando, amigo, se abre la puerta de la alcoba... y entra por la abertura un rayo de luz que me envuelve toda la cabeza... y detrás del rayo de luz... la mano seca; y detrás de la mano seca... el cuerpo arrebujado en la sábana de siempre y con la cara al descubierto.

-¿El cuerpo de quién, hombre de Dios? -preguntó don Baltasar, que se iba poniendo algo nervioso, quizá más que por oír a don Elías, por verle.

-¡El de mi hermana Dorotea! -respondió el médico, entre crispaturas de sus nervios.

-¿Y qué hermana es ésa, que yo no conozco?

-Una hermana, señor don Baltasar, que iba para santa, si es que no lo era ya; que adoraba en mí, y se nos murió de la noche a la mañana, en la flor de su hermosura, durante aquellos disgustos con motivo de la pérdida de los treinta millones de la familia...

-Enterado, enterado y siga usted adelante -dijo aquí el Berrugo cortando la palabra al médico, con lengua, con manos y con ojos, y hasta con la rastrilla, temeroso de que volviera a echarse con la historia por aquellos derroteros.

-Una hermana que se me aparece muy a menudo, no solamente en la oscuridad de la noche, sino a la misma luz del día y cuando menos lo pienso, como vaya solo por el monte o por alguno de estos callejos hondos. Siempre se me aparece envuelta en la misma sábana, y de noche nunca le falta la linterna. Las más de las veces se contenta con mirarme; y cuando me dice algo, nunca es cosa mayor. Yo tampoco la digo nada, porque no lo creo puesto en razón, vista su conducta conmigo. Señas son las que me hace ¡mucha seña! hasta que se va disolviendo poco a poco, como el humo con el viento.

Mucho era ya lo que sudaba don Elías, y muy estrecha le venía la ropa, a juzgar por los esfuerzos espasmódicos que hacía debajo de ella. Se detuvo unos instantes en su relato; volvió a limpiarse la cara con el pañuelo; y con los alientos cobrados, continuó hablando así:

-En la noche que yo digo, se me acercó mandándome por señas que me tragara hasta los suspiros. Se aproximó hasta el borde de la cama. Yo nunca la había tenido tan cerca, y empecé a dar diente con diente; porque con la luz de aquella linterna, tras de cegarme los ojos, parecía caldearme la sesera. «¡Levántate!», me dijo; y yo, como si la voz fuera cordel que tirara de mí, levantéme y traté de vestirme. «¡Vente como estás!» me ordenó. Preguntéla entonces con los ojos, porque con la palabra no podía, que adónde y para qué. Me comprendió y me dijo: «Adonde yo te lleve.» Púsose en marcha, y yo la seguí, tal como estaba: descalzo y en ropas menores. La noche era de las frías de noviembre; pero yo no reparé en tan poca cosa. Las puertas se iban abriendo sin ruido delante de la fantasma, y yo la seguía paso por paso; y así salimos de la alcoba... y atravesamos la sala... y pasamos el carrejo... y bajamos la escalera... y nos encontramos en la calle. Entonces tomó la visión, por arrimadito a la setura de mi huerto, el camino de la llosa Grande, y yo me fui detrás, sin mojarme los pies en las pozas de la calleja, que era lo que más me asombraba. Llegamos a la llosa; se puso la fantasma al asomo mismo de la ladera de hacia la ría... y me llamó... Acerquéme y me dijo: «Vas a ver ahora el camino por donde se va a eso que te estaba quitando el sueño.» Lo decía por el tesoro: no podía ser por otra cosa.

Al llegar a este punto el relato, el Berrugo tenía los ojos clavados en los fulgurantes de don Elías, la boca entreabierta y el cuerpo muy arrimado al mango de la rastrilla.

-Y ¿qué sucedió entonces? -preguntó al médico, pareciéndole muy larga la pausa que había hecho el narrador para enjugarse otra vez la cara y dominar un poco las emociones que le tenían trémulo y erizado.

-Sucedió -dijo en seguida- que la fantasma extendió el brazo hacia adelante, con la linterna en la mano; que el chorro de luz que salía derecho... derecho, de ella, se fue alargando... alargando... alargando, y atravesó las praderas de abajo... después los camberones... después la sierra calva; y entró en la Ribera, y la atravesó también a lo ancho... y llegó a los coteros de la otra banda por donde se mete la ría para salir a la mar... y avanzó por encima del más chico... y trepó por el que le sigue... hasta encaramarse en el mismo lomo de la costa... Si avanzó más allá, yo no lo pude saber, porque la tierra se acaba allí, y el rayo de luz se estrellaba en el cielo que en aquel punto se junta con la tierra... ¡Y era lo más asombroso de todo esto, que cuanto el chorro de luz iba tocando, se veía tan claramente como puedo ver yo ahora las rayas de la palma de la mano! ¡Así vi yo hasta los mismos peces de la ría!

-¿De modo que vería usted lo que tanto deseaba? -dijo el Berrugo, no sé si burlándose de don Elías o queriendo aparentarlo.

-De eso no vi pizca, señor don Baltasar, ni verlo debía; porque lo que mi hermana me enseñaba no era el tesoro, sino el camino por donde se llega hasta él.

-¡Valiente puñado son tres moscas! ¡Valiente real con ocho cuartos y medio! -exclamó entonces el Berrugo, visiblemente desencantado-. ¿Y esos eran los tantos y los cuántos que usted sabía? Pero, hombre, ¿no se le ocurrió a usted siquiera averiguar un poco más?...

-¡Vaya si se me ocurrió! -dijo el otro visionario-. ¡Y bien de preguntas y de ruegos hice a la fantasma! Pero ¡que si quieres! Se calló como una muerta; diose la vuelta hacia acá; mandóme que la siguiera; y siguiéndola me llevó hasta mi casa por el mismo camino y del propio modo que me había sacado de ella; me acompañó hasta la alcoba, y en cuanto me vio metido en la cama, apagó de un soplo la linterna... y hasta hoy.

-¡Pataratas, repito! -vociferó el Berrugo, dando otro rastrillazo en el suelo-. Todo eso, con ser tan poco, es pura visión de un sueño con hambre, que es la casta de sueños más visionarios que hay.

-¡Le juro a usted que estaba tan despierto entonces como lo estamos ahora los dos, y que alboreaba ya el día cuando logré trasponerme un poco!

-Y estando usted en la cuenta de que eso que le pasó aquella noche no fue soñado, ¿cómo se explica que desde entonces acá no haya usted dado paso alguno por ese camino que vio?

-¿Y qué sabe usted si los he dado?

-¡Qué ha de dar usted, san simplaina! ¡qué ha de dar usted!

-¡Pues sí, señor, que los he dado! Sépase usted que aquel mismo día por la tarde, con la disculpa de que iba a tomar la barca para pasar a San Martín a visitar a un enfermo, seguí por toda la orilla de la Ribera hasta llegar al punto en que empezó la luz a dar en los coteros de allá; que seguí el camino que tenía yo bien marcado en la memoria, aunque con los rodeos obligados por las curvas que hace allí la ría, y que echando los pulmones por la boca, porque el viaje ese resulta mucho más largo de lo que parece a la vista desde la llosa, me planté en el mismo sitio en que se detuvo la luz. Allí me harté de registrar con los ojos cuanto había al alcance de ellos... ¡y nada! Debajo y a todo lo largo, a derecha e izquierda, un puro peñascal, casi a pico, y un machaqueo de oleajes contra él, que metía miedo; cosa de un cuarto de legua mar adentro, un islote muy grande y muy descarado... y después las aguas sin fin. Rastreando bien el camino a la vuelta, no vi más que sierra pelada... Días después, y viendo que mi hermana no volvía a aparecérseme, consulté el caso con una adivina que llegó a la puerta de mi casa pidiendo una limosna. Confirmó lo que me había dicho la fantasma, pero no me añadió nada nuevo; antes al contrario, me dio a entender que ese tesoro «no sería desenterrado por mí». Esto me desalentó mucho; y con ello y lo propenso que yo soy a echarme con la cruz de mis pobrezas al primer tropezón, volvíme a mi molino, que es bien hacedero si hallo ayuda, y hasta me olvidé del tesoro; pero sin dejar de creer, como hoy creo con fe ciega, que el tesoro existe de toda verdad, y que está escondido en el islote, o en la costa, o en la sierra calva, dentro de la línea que marcó el chorro de luz; línea que, si usted quiere, le señalaré yo desde la llosa y en el punto mismo en que estuve con la fantasma. El que yo no me le lleve no es razón para que quiera privar de él a otro más afortunado... Esta es la historia -añadió don Elías después de una corta pausa-. Y ahora, con franqueza, señor don Baltasar: usted no sabía, sobre ese tesoro, ni la mitad de lo que yo le he relatado.

-¡Bah! -exclamó el Berrugo en ademán y tono despreciativos, levantándose de la silla al mismo tiempo-. Como la ayuda que usted halle para labrar su molino sea de tanta sustancia como las noticias que usted da para descubrir ese tesoro, ¡vaya unas maquiladas de hambre que va usted a cosechar!

-Y a propósito -dijo don Elías, levantándose también, y mientras arrimaba a la pared su correspondiente silla-, ¿en qué quedamos de eso?

-¿De qué?

-De los sesenta y dos mil reales.

-¿Los que había de anticiparle yo aceptando la preferencia que usted me daba y las condiciones que me expuso?

-Justo y cabal.

Don Baltasar cogió a don Elías por un brazo, muy suavemente; y encaminándose con él hacia la puerta, le dijo:

-Le prometo a usted que han de ser para construir ese molino los primeros tres mil duros que yo desentierre con las noticias que usted acaba de darme.

-Estimando, señor don Baltasar -contestó el bueno de don Elías, muy resentido y no poco cortado con la cínica burla del sujeto aquél, que le llevó casi en vilo hasta la puerta de la escalera, donde le despidió con una palmadita en la espalda.

En el estragal se detuvo el médico un instante para limpiarse el sudor de la cara y del pescuezo, operación para la cual no le había dado arriba don Baltasar el tiempo necesario; y es cosa averiguada que mientras recorría con el pañuelo todos aquellos espacios ardorosos, formulaba el resumen de las impresiones que había sacado de la visita, en los siguientes términos:

-Verdaderamente es un lechón ese hombre.

Como es averiguado también que, al salir a la calleja, vio que por ella iba alejándose cierta mujeruca muy chismosa con la que echaba él a menudo largos párrafos; que se empeñó en alcanzarla, que hasta corrió para conseguirlo, y que, después de detenerla y de ponerse cara a cara los dos, la dijo con mucho misterio y jadeando:

-¡Sépase usted que resultó lo que yo me pensaba!... ¡Inés no traga a Marcones ni con jarabe!... ¡Lo sé de su misma boca!... ¡Me lo ha confesado ella misma!




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- X -

Por dónde flaqueaba el Berrugo


Con pensar como pensaba y creer lo que creía el Berrugo sobre el dogma de las minas de oro puro y de los tesoros enterrados, había llegado a viejo sin dar a la versión vaga y confusa acerca de los del Pirata mayor importancia que la que pudiera darle el aldeano menos iluso de los contornos de la Ribera. Consideróla siempre como «dichos de las gentes, a tontas y a locas»; y ocurriendo además que estos dichos sonaban muy poco y muy de tarde en tarde, hasta llegó a olvidarse de ellos. Las noticias sobre tesoros ocultos habían de ser de otra casta muy diferente para que don Baltasar las diera crédito, y de llegar a él muy de otro modo: con los mayores visos de formalidad y con los requisitos que pedían «esas cosas tan serias»; en fin, por el estilo de las dos que él llevaba recibidas hasta entonces: una de Ceuta y otra de Santoña. ¡Aquéllas sí que eran noticias! En un enorme cartapacio, la historia minuciosa del tesoro, acompañada del plano del terreno. Buenos cuartos le habían costado, y aún estaba el fruto sin recoger; pero el tiempo no envejece, y ya se vería el resultado a la hora menos pensada. En último caso, y dando por supuesto que los denunciantes hubieran fenecido en la empresa del desentierro, allí estaban aquellos papeles que no podían mentir, con sus planos en toda regla para guiarle a él, si quería desenterrarlos por sí mismo; y un viaje al campo de Algeciras y otro a cierta cañada de los puertos del Asón, no eran, en los actuales tiempos, hazañas del otro jueves. Por de pronto, dos adivinas de la ciudad, con quienes había consultado sus dudas en otras tantas ocasiones, le habían dicho que aguardara con fe lo prometido por aquellos honrados sujetos de Ceuta y de Santoña, y con la fe de un hebreo seguía aguardando, porque nunca fallaba la palabra de una adivina, cuanto más la de dos.

Un día, no mucho antes de conocerle el lector, fue a consultar a una muy afamada de la villa próxima, sobre el paradero de un novillo que se le había extraviado y no aparecía por ninguna parte. La adivina le dijo qué dirección había tomado el animal y en qué sitios debía de buscarle; y ya se disponía el crédulo a pagar a la prodigiosa mujer la media peseta convenida por la consulta, cuando la tal, clavándole los ojos muy encandilados y mostrándole la baraja con una carta medio desprendida de ella, le dijo en voz de espectro embriagado:

-¡Por su propia virtud se sale! ¡Señal es de que grandes cosas barrunta, que le interesan a usté!... ¿Quiere conocerlas por otra media peseta?

-¡Vengan esas cosas! -respondió el Berrugo conmovido y temblando, no sé si de miedo supersticioso o de ansiedades avarientas.

Con este permiso, la adivina volvió a tender las cartas; y combinando aquí y sumando allí, y murmurando ensalmos y conjuros; y ahora porque sota, y luego porque caballo; y volviendo a barajar, y tornando a sus combinaciones; y porque si los oros abajo y si los bastos arriba, y las espadas antes y las copas después, y espanto viene y espeluzno va, llegó a decir al consultante estupefacto que había un tesoro más rico que todos los tesoros juntos de la tierra, y muy cerquita de su casa (de la casa del Berrugo), que le estaba destinado a él solo desde tiempos de muy atrás, y que con la vista de sus ojos y desde su propio tejado podría alcanzar a ver el punto en que se escondía, si no se lo ocultaran «aguas al frente, tierras acá, peñas arriba y cantos debajo».

El hombre se crispó al oír estas revelaciones, y pidió con ansia otras algo más precisas; pero la adivina le declaró que no podía darlas, porque no era ella quien hablaba en su boca; ni decía palabra de más ni de menos que lo que la mandaba quien sabía todas las cosas y la había dado esa virtud, en cambio de la desgracia de no poder salir de pobre con lo mismo que hacía ricos y poderosos a los demás.

El Berrugo se resignó; y después de pagar a la adivina, en monedas de cobre, la peseta convenida por las dos consultas, y de mandarla repetir las señas del sitio en que se ocultaba el tesoro, para grabarlas bien en la memoria, volvióse a Robleces con el convencimiento de que ni el tesoro prometido podía ser otro que el famoso del Pirata ni el lugar de su escondite estar en otra parte que en la costa, por el lado del mar.

Y sucedió luego que pasaron unos cuantos días, y que apareció el novillo en el sitio indicado por la adivina. ¡Otro palito a la hoguera en que se abrasaba la credulidad ambiciosa del Berrugo! Acertando en lo uno aquella mujer, ¿por qué había de equivocarse en lo otro, aun suponiendo que fuera posible alguna vez que se equivocara una adivina? De razonamientos como éste fue obra el recado que dio el Berrugo al Josco para su padre, la noche en que conoció el lector a aquel personaje. Al día siguiente, la visita del médico que no pisaba los suelos de aquella casa años hacía; y en esa visita, la historia horripilante de la aparecida que enseña a su hermano, con la luz maravillosa de su linterna, el camino por donde debía de buscarse el tesoro; y las señas de este camino resultan idénticas a las que se le habían dado a él sin haberlas pedido; y a mayor abundamiento, una adivina pordiosera que llama a las puertas de don Elías, le dice que el tesoro existe, pero que no será para él; y el médico, con lo necesitado que está, se conforma, olvida lo del tesoro, y consagra sus afanes a la locura de su molino maquilero. En resumen, se comprueba la existencia del tesoro en sitio bien determinado, por dos adivinadoras y una aparecida. Una de las adivinadoras, sin que nadie se lo mande, advierte al Berrugo que el tesoro de que se trata está destinado para él; y la otra cae, como de milagro, en casa de don Elías, y le declara que ese tesoro no llegará jamás a sus manos, porque no le pertenece. ¿Qué quería significar todo esto? ¿No eran bien elocuentes tantas y tan extrañas coincidencias acumuladas en tan breve tiempo? ¿Cabía mayor claridad en una revelación de aquella especie? ¡Ni las mismas de Santoña y de Ceuta eran merecedoras de tanta fe!

Aquella noche se hartó de rezar a Santa Rita, y al otro día encargó a Inés que pusiera dos velas de a cuarterón en el altar de San Antonio. En seguida mandó a buscar al Lebrato.

Acudió Juan Pedro sin tardanza, y el Berrugo se encerró con él en su cuarto.

-No voy a pedirte dinero... por ahora -le dijo, disimulando sus impaciencias con aquel arte diabólico que él tenía para esas cosas.

-Lo mesmo fuera -respondió el Lebrato tranquilizándose mucho con la advertencia-; porque no hay en casa otros cuartos que los que se hicieran de mí, si se empeñaba usté en ello.

-No es para tanto, hombre; no es para tanto... todavía, aunque, en uso de mi derecho, quisiera apretarte un poco para sacarte una hebra de la tajada que me debes. Ahora, quiero decir, por el momento, se trata de cosa muy distinta.

-Pues usté dirá, señor don Baltasar.

Y don Baltasar, después de rascarse el cogote y de soplarse las uñas apiñadas, y de atrapar en el aire con la mano un mosquito que pasaba, dijo:

-Pues te digo, Juan Pedro, y no lo vas a creer, que toda mi vida he tenido un hipo, y que no quisiera morirme sin el gusto de haberme curado de él.

-¿Y qué hipo es ese? -preguntó el Lebrato sin barruntar por dónde iban las intenciones de aquel sujeto de los demonios.

-¡Pásmate, hombre! -exclamó el Berrugo enseñando toda su negra y desportillada dentadura, y cargándose del lado izquierdo sobre el rozón cuya asta empuñaba con aquella mano-: el hipo de salir una vez siquiera a la mar alta, y recrear un poco la vista desde allí.

-¡Vaya con el hipo ese! -exclamó a su vez el Lebrato, muy satisfecho de que el hipo de don Baltasar no hubiera resultado pulmonía para él.

-¿Te parece raro, verdad?

-Maldita la cosa, señor: nada más en su punto que ese deseo.

-Pues verás -añadió el Berrugo manoseándose la barbilla mal afeitada-: yo me dije en cuanto apuntó el verano: «Pues en éste ha de ser... y antes con antes, para que no me suceda lo que en otros muchos, que por irlo dejando para la semana que viene, nunca lo hice...» Y luego pensé: «Juan Pedro tiene barquía, y anda con ella por aquellas honduras como yo por el corral de mi casa; el tiempo está seguro, la mar estará como un plato... pues ahora o nunca. Voy a decirle a Juan Pedro que aborrezca medio día...» Y en eso estaba; y por eso fue el recado que te mandé por Pedro Juan antes de anoche.

-Puedo jurarle a usted que no me dio ninguno.

-Es que le dije yo que no corría prisa, como era la verdad; pero, amigo, hoy me he levantado de otro temple muy distinto... Conque ¿tienes la barquía bien dispuesta?

-De la campaña del anguilo está, que acabo de dar por finiquita; conque hágase el cargo.

-Me alegro. ¿Y la mar?

-Como usté dijo: lo mesmo que un plato.

-Pues entonces, Juan Pedro, cuanto más antes: mañana mismo... por la mañana... ¿Te parece?

-En hubiendo marea para subir la barquía por la Arcillosa, para mí toas las horas son buenas, inclusen las de la noche... Conque... Aguárdese y perdone: hoy pleamar de una; bajamar de siete... a las once, media marea... A esa hora, a las once, ya puede salir la barquía de onde está.

-Pues a las once. Y ¿cuánto se tarda en llegar?

-Contra corriente y dos remos solos... echemos hora y media.

-A las doce y media; y luego allá otra hora... ¡Bah! todo será llevar la pitanza y matar la gazuza en la barquía.

-Si es que no echa usté antes el estógamo por la boca.

-¿Suele suceder eso muy a menudo?

-A los que no están avezaos, siempre que se embarcan.

-Allá veremos: en último resultado, saldré ganando la comida que ahorre.

-Si no nos la partimos entre el hijo y yo.

-¿Pues no pensáis llevar vosotros la vuestra? -preguntó aquí el Berrugo con aire de asombro mezclado de disgusto.

-Pensaba -respondió el Lebrato sin andarse en remilgos- que, por esa vez, comeríamos los tres de una misma puchera; pero si a usté le paece mucho ese despilfarre...

-¡Vaya que sois pegajosos como el mismo demonio! En fin, irá para los tres, ya que te empeñas; y no hay más que hablar. A las once menos cuarto estaré mañana en tu casa. ¡Y silencio sobre estos particulares!

El Lebrato se despidió y llegó a ella sin poder sospechar qué fines podrían guiar al Berrugo en aquel paseo que intentaba, tan extraño a sus conocidos gustos.

Pedro Juan, cuando se enteró del caso, tampoco dio en el quid... ni lo intentó siquiera; pero en cambio, dijo a su padre, y fue todo lo que habló:

-¡Qué ocasión más güena, coles!

-¿Pa qué, Pedro Juan? -le preguntó el Lebrato.

-Pa echale a fondo con un canto al pescuezo.

Al otro día y a la hora calculada por el Lebrato, estaba la barquía fuera de la barra, con don Baltasar a bordo. Todo ello junto no abultaba tanto allí como un perdigón sobre una sábana extendida.

-¡Cóspitis, qué grandísimo es esto mirado desde aquí! -exclamó el Berrugo agarrado con las manos a ambos careles para aguantar los balanceos del barquichuelo columpiado por las lentas ondulaciones de la mar, aunque se perdía de vista reluciente y llana como un espejo-. Cien veces lo vi desde arriba, y nunca lo creí tan ancho ni tan hondo... Allí está la isla. ¡Parece una seta grande! Y ¿qué hay en ella, Juan Pedro?

-Un puro peñasco, como usté ve -respondió el Lebrato.

-¿Y por la parte de allá?

-Lo mesmo que por la de acá: peñasco limpio.

-¿Sin una mala gatera, hombre?

-Le digo a usté que como por la banda de acá.

-¿Y encima?... Parece que verdeguea algo.

-Peñasco puro tamién: cuatro matucas de herbachos, y algún conejo que otro.

-¡Hola! ¡Conque conejos! ¿De modo que estará eso lleno de cuevas?

¡De qué manera tan extraña y original pronunciaba el Berrugo la palabra cuevas! Parecía que se le llenaba la boca de monedas de oro y de sartas de diamantes.

-Alguna que otra minuca, a modo de madrigueras -respondió el Lebrato-. Poco más de ná.

-¿Tú has estado allí?

-¡Horror de veces!... ¿Quiere usté que subamos ahora?

-Si no hay más que eso que ver, no vale la pena.

-No hay otra cosa... ¿Aónde quiere usté ir si no?

-Por derecho hacia afuera, hasta que yo os mande parar.

Bogaron los dos remeros en aquel sentido; y cuando llegó la barquía a un punto desde el cual, mirando hacia atrás, podía verse una extensa línea de costa a uno y a otro lado de la boca del puerto, el Berrugo mandó parar la rema y se sentó de cara a la barra.

-¡Mucho me gusta a mí contemplar esos peñascos! -dijo, devorando con los ojos todo lo que veía de la costa-. Y paréceme que este lado de acá de la entrada es más bajo que el otro. ¿No te parece a ti lo mismo, Juan Pedro?

-Eso bien a la vista está -respondió el Lebrato.

-¿Y cuál de estos dos lados os parece a vosotros más... más... vamos, más desconcertadote y descuajaringado?

-Allá se andan entrambos en ese particular -respondió el Lebrato- y en cá uno de ellos arman las rompientes buenos cañoneos cuando el caso llega. Pero ¿a usté qué más le da que sean esas peñas más recias o más finas de barba, si usté no las ha de afeitar?

-Pues ahí verás tú, hombre, cómo hay gustos para todo. Aquí me tienes a mí que me alampo por recrear la vista en un peñascal hecho una triguera... Y el caso es que no descubro yo cosa mayor de esa traza.

-¿Cómo es eso de una triguera, don Baltasar?

-Quiero yo decir... con muchos agujeros, hondos, ¡bien hondos! Así...

Y barrenaba en el aire con las dos manos y con la cabeza, como si fuera abriendo una mina con todo el cuerpo.

-¿Cuevas querrá usté decir? -preguntóle el Lebrato.

-Hombre, tanto como cuevas... -respondió el Berrugo, acentuando a su modo esta palabra-, no diré... Pero, en fin, sean cuevas. Tampoco las veo.

-Pues crea usté que no faltan; sólo que hay que atracarse mucho para verlas... Dende aquí puedo yo señalar una que paece la madre de toas.

-¿Por qué?

-Por lo grande.

-¿Y hacia dónde está?

-Cara a cara con la isla.

-¡Con la isla! ¿Y es tan grande como tú dices?

-Dicen que coge allá medio barrio de Las Pozas.

A todo esto, el Josco bostezaba de aburrimiento y de hambre, y el condenado Berrugo ni se mareaba ni se acordaba de comer. El Lebrato se pasaba muy a menudo la lengua por los labios y miraba al cesto en que iban las provisiones. Y como el tiempo corría sin que allí se hiciera cosa de provecho, atrevióse a decir a don Baltasar después de responder a su última pregunta:

-Paéceme que podíamos aprovechar esta parada pa... tomar ese bocao.

-¿Tanta gazuza tenéis, hambrones? -dijo el Berrugo muy contrariado con la observación-. Yo dejaba la comida para cuando estuviéramos adentro de la barra, y así ha de ser... pero antes quisiera dar un vistazo, desde abajo, a esa cuevona que tanto me has ponderado...

-¡Coles! -dijo aquí el Josco con una sacudida sobre el banco, que hizo tumbar de una banda a la barquía-. ¡Si hay más de media hora de rema!

-¿Y qué vale eso para vosotros? -repuso don Baltasar en son de chunga-. ¡Hala para allá; y con eso comeremos luego con mejor apetito!

Viró la barquía y se puso en el rumbo indicado por el Berrugo, entre las maldiciones que le iban echando, mentalmente el Lebrato y a media voz Pedro Juan.

-Pues, hombre -decía el condenado hijo del difunto Megañas, siempre agarrado a los careles del barquichuelo, que en ocasiones se hundía dulcemente, como si le chuparan desde el fondo de la mar-, si no es para recrearse uno en estas cosas, ¿a qué se viene aquí una sola vez en toda la vida?

-Es una fantesía, vamos -dijo el Lebrato haciendo de tripas corazón-, y por otra pior le pudo dar.

-Justo, una fantasía... Tú lo has dicho, Juan Pedro: una fantasía como otra cualquiera. ¿No la tiene el cura en venirse con vosotros cada lunes y cada martes, unas veces de día y otras de noche cerrada, por el gustazo de dar un tiento a las mojarras o al anguilo?

-¡Y que la tiene bien puesta el señor don Alejo, y que lo entiende de verdá, y que paece mentira lo gran mareante que es hoy, con los años que lleva a cuestas!... Pos golviendo a la fantesía de usté, ha de saberse que otras cosas se pueden ver en el mundo de menos fama que esa cueva.

-¡Fama! -repitió el Berrugo mirando con avidez al Lebrato-. ¿Qué fama puede tener ese covachón de mala muerte, hombre de Dios?

-Fama, fama... tanto como fama, puá que no; pero lo que es nombrá, bien nombrá fue en un tiempo entre unos cuantos de mi oficio. Mire usté: el difunto Lomias, el hermano menor de Perrenques, que conocía estos sitios tan bien como yo, no había quien le quitara de la cabeza que en esa cueva estaban escondidos los tesoros del Pirata.

El Berrugo creyó sentir de pronto el tintineo de un manojo de campanillas en los oídos, y que se le alargaba el cuerpo más de un cuarto de legua. Buscando una disculpa para taparse con las manos la cara, que podía delatar sus emociones, exclamó:

-¡Qué barbaridad!

Y añadió sin descubrirse todavía:

-¡Parece mentira que haya un hombre capaz de creer en esos tesoros, y menos en que puedan estar enterrados aquí o allá!

-Pues ya sabe usté de uno que lo creía.

-Y ¿por qué lo creía ese bobalicón?

-Porque se lo había dicho una adivina.

-¡Una adivina! ¡Qué te parece!

Tuvo que hacer aquí una larga pausa don Baltasar, porque este nuevo dato le hizo perder la serenidad que iba recobrando, y dijo después, con la cara entre las manos aún:

-Pero, hombre, si tanta fe tenía en la palabra de una embusterona de esas, ¿por qué no entró en la cueva a probar fortuna?

-Primeramente, porque el sujeto era algo receloso de suyo al auto de cuevas prefundas; dimpués, porque la puerta de esa no está tan en llano como la de mi casa; y en final, porque la mesma adivina le alvirtió que no se cansara en buscar ese tesoro, que no estaba destinao pa él.

-¡También eso! -gritó aquí el Berrugo entre temblores y hormigueos de todas sus carnes-. ¡Si te digo -añadió después de reponerse un poco- que hay bestias con los sentidos más cabales que algunos hombres!... Y ¿qué has hecho tú, Juan Pedro, que no has metido mano a ese platal?... porque tú creerás también en esas paparruchonas.

-Yo, señor don Baltasar -respondió el Lebrato, no sé si con segunda intención-, estoy bien curao de sustos de esa clase, y sólo creo en que soy de los que nacieron pa jalar de la vida en beneficio de otros que la tienen bien regalona...

Y así se fueron acercando con la barquía al punto deseado por el Berrugo.

-Allí está la cueva -dijo el Lebrato apuntando con el índice a un boquerón que se columbraba sobre lo que podía llamarse imposta de la fachada de aquella conglomeración ciclópea, y a una muy respetable distancia de lo que también se podría llamar cornisa de la misma fachada.

Lo primero que observó el Berrugo fue que la cueva, por la distancia a que se hallaba de la boca del puerto, y por tener enfrente la isla, debía caer en el eje mismo del rayo de luz lanzado por la linterna maravillosa de la hermana de don Elías. Después notó que la mar jugueteaba al pie del peñasco entre un enorme rimero de piedras que parecían desgajadas de arriba, y se estremeció de pies a cabeza al recordar la seña más importante de las que le había dado la adivina para orientación del tesoro.

-¡Cantos abajo! -exclamó en sus adentros; y para cerciorarse mejor, preguntó al Lebrato señalando al montón:

-¿Qué es eso, Juan Pedro?

-Pos bien a la vista está -respondió el preguntado-: peñas.

-Peñas... sueltas, querrás decir.

-Peñas serán siempre, sueltas o amarrás.

-Pues mira, así, de pronto, me parecían otra cosa: ¡como tiran a redondas y están tan amontonadas!... Vamos, que las tomé por... por cantos.

-¿Cantos gordos?

-Eso es: cantos gordos.

-Pos cantos gordos son en finiquito.

-Eso creo yo... Y ¿sabes que hubiera necesitado buenas agallas el difunto Lomias para subir a la cueva, si llega a intentarlo? Mira que, a ojo, no hay menos de cincuenta pies desde los cantos a ella... y sin un saliente a que agarrarse. ¡Debió de verse en buenos apuros el Pirata para subir y bajar tan a menudo! ¡Qué melenos, hombre, los que se lo tragaron!

-La entrada a la cueva no hay que buscarla por ese lao, señor don Baltasar.

-¿Por dónde sino, Juan Pedro?

-Por arriba.

-¡Por arriba!... ¡Si hay casi otro tanto como desde abajo para llegar a ella!

-Corriente; pero arrepare usté por la rinconá de ese lao de la derecha... porque too ello en junto paece a modo de torre grandona, con un murio por cada costao. Por esa rinconá se hace pie onde se quiere, y como no está el peñasco a plomo enteramente, se abaja sin novedá hasta el balconuco; luego es cosa de dos zancás a la izquierda, con el cuerpo bien arrimao al peñasco y las manos agarrás a los salientes... ¡Si no me diera Dios trabajos mayores que el de entrar ahí! Si hubo Pirata, así entraría él, desembarcándose primero en aquella playuca de allá abajo, y guiándose luego, pa conocer la cueva dende tierra, por la monteruca que tiene encima, como pa eso solo.

El Berrugo miraba y remiraba el peñasco mientras el Lebrato iba diciendo esto. Acabó el uno de hablar, y aún siguió mirando y remirando el otro.

De pronto se estremeció don Baltasar, apartó los ojos de la cueva y sus alrededores, y dijo a los remeros:

-Todo esto que estamos hablando es pura música sin sustancia... Basta de cuevas y de mar, y vámonos para dentro cuanto antes, que también yo voy sintiendo ganas de comer.

Remaron firme el Lebrato y el Josco, y media hora después estaba la barquía dentro de la barra.




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- XI -

Las lunas del Josco


Al día siguiente de estos sucesos, domingo por la tarde, y a punto de anochecer, iba Quilino a todo andar hacia casa de don Elías. Llevaba la cara medio tapada con el moquero, sujeto allí con las dos manos; el hongo con siemprevivas y plumas de pavo real, muy tirado sobre los ojos; la blusa azul con trencillas encarnadas, y los pantalones amarillos con cuadros verdes, muy manchados de polvo de por el lado derecho, de arriba abajo. Al desembocar en la brañuca que viene a formar una plazoleta delante de la casa de los Médicos, se halló casi frente a frente con don Elías, que asomaba por otra de las callejas que convergen allí. Indicóle por señas que tenía que hablarle, y el médico se detuvo, con el bastón entre las manos cruzadas atrás, la cabeza algo gacha y los ojos, llenos de curiosidad, clavados en Quilino, a quien no conoció hasta que le hubo mirado y remirado muy de cerca; porque es de advertir que Quilino ni apartaba el moquero de la cara ni levantaba las alas del sombrero: no hacía más que indicar con la mano izquierda y una mirada tristona y suplicante, que deseaba tratar de su negocio arriba, en casa del médico.

-Pero ¿qué mil demonios te pasa, hombre? -le preguntó por de pronto don Elías, cuya curiosidad necesitaba de ordinario mucho menos que aquel aparato misterioso, para desbordarse y no dejarle instante de sosiego.

-¡Arriba, arriba! -continuaba diciéndole Quilino con la mano y con los ojos.

-Pues vamos arriba -concluyó el médico entendiéndole.

Entraron los dos en la casa; subieron a la salita; desalojáronla de mala gana las cuatro hijas del médico, que estaban riñendo en ella; cerró don Elías todas las puertas; y como ya no se veía allí cosa mayor, encendió con una cerilla el cabo de vela que sacó del cuarto de la médica y se fue derecho a Quilino que aguardaba de pie en medio del despacho y en la misma postura de manos, de moquero y de hongo que había tenido abajo.

-A ver qué es lo que te ocurre -le dijo al acercarse a él.

Y Quilino quieto y mudo, y cada vez más encogido y tembloroso. Chocándole ya esto a don Elías, le arrimó la luz a la cara con una mano, y con la otra le apartó un poco el pañuelo que le tapaba la boca. Quilino lanzó entonces un quejido, y el médico vio que tenía los carrillos muy inflados y que había sangre entre los labios comprimidos. Se alarmó don Elías y corrió a buscar una palangana y agua fresca. Volvió al minuto con una de zinc roñoso y un jarro, y halló a Quilino descuajaringado en una silla.

-¡Echa aquí lo que sea! -le dijo con imperio, poniéndole la palangana debajo de la barbilla.

Pero Quilino miraba al médico con ojos de espanto, y no le obedecía.

-¡Échalo te digo! -insistió don Elías.

Y Quilino cada vez más angustiado y más rebelde.

Entonces el médico posó el jarro en el suelo, y con la mano libre empujó por el cogote a Quilino, que aún se resistía, diciéndole al mismo tiempo:

-¡Te digo que lo eches... aunque resulte la asadura!

Con este zarandeo le vino un golpe de tos al paciente... ¡y allá va eso! Un tercio de la palangana llenó. El infeliz Quilino cerró los ojos por no verlo, y comenzó a palidecer. Don Elías no estaba mucho más sereno.

-¿Es del arca, por si acaso? -le preguntó alarmado.

Quilino dijo que no con la cabeza, y al mismo tiempo señalaba con la mano el carrillo derecho.

El médico entonces le dio el jarro con agua y le dijo que se enjuagara bien. Hízolo Quilino a duras penas, porque estaba pálido y temblón como hoja de otoño que se cae del árbol; y en seguida, dejando don Elías la palangana y tomando la palmatoria, arrimó la luz a la boca de Quilino y díjole:

-Ábrela bien... ¡Más, si puedes!... Baja un poco la lengua. ¡Ajajá!... Ya veo el manantial... ¿Tenías cabales las muelas de esta quijada?

Quilino contestó que sí con los ojos.

-Pues no te faltan más que dos a la hora presente.

-¿No hay dá que hueso cascao tamién? -preguntó Quilino con voz enfermiza, después que el médico sacó los dedos de la boca.

-Abre otra vez, y lo veremos.

Palpó y miró el médico bien despacio, y no halló señales de lo que temía Quilino; pero sí dos hondas heridas en el carrillo.

-Pero ¿cómo fue eso, hombre? -le preguntó, mientras se limpiaba los dedos con el pañuelo.

-Pos de una sola guantá -respondió Quilino, más tranquilizado y después de escupir el último buche de agua sanguinolenta.

-¿A mano limpia?

-A mano limpia.

-¡Vaya una mano de órdago!... Y ¿de quién es ella, si puede saberse?

-Del Josco.

-Claro: de uno así tenía que ser... Y ¿cuándo, dónde y por qué fue ello, hombre de Dios?

-Es largo de contar eso, señor don Elías.

-Entonces, cállalo, y perdona la curiosidad.

-No hay que perdonar ni pa qué callarlo, porque las maldaes ¡recongrio! deben de conocerse por los hombres de bien.

-Corriente. Pero antes de empezar, toma otro par de buches de agua, mientras yo te traigo un vasito de vino para que te confortes por adentro... ¡Ah! y por si me olvido de decírtelo después: cuando vayas a casa, te enjuagas unas cuantas veces del mismo modo, y mejor si mezclas el agua con un poco de vinagre... y cosa concluida.

Salió don Elías muy diligente en busca del vino, porque eternidades le parecían ya los minutos que tardara en oír el relato prometido; enjuagóse el contundido mozo; y para salir de una duda que le estaba preocupando mucho metió los dedos en la palangana y los paseó vuelta y media por el fondo. En seguida dio con lo que buscaba. Las dos muelas estaban allí.

-¡Las dos, recongrio! ¡Enteras y verdaeras!... ¡Lo mesmo te he de sacar yo a ti los hígados el día que te coja a mi gusto! ¡Lo mesmo, recongrio!

Con esta jaculatoria entre dientes y las dos muelas en la mano, le halló don Elías al volver a la sala con un cortadillo de vino tinto sobre un plato de loza muy cuarteada...

-Échate esto al coleto, poco a poco - le dijo-. Pero, calla... ¡esas son tus muelas! ¿Dónde las tenías, hombre?

-Estaban aquí -respondió Quilino señalando a la palangana.

-Con sus raíces enteras, limpias y campantes; ¡como no las arranco yo mismo con la llave inglesa!... ¡Y cuidado que la una es de las de tres patas!... ¡de las más negras de arrancar!... ¡Vaya un empuje de brazo!

Después de hablar así, y viendo que Quilino se guardaba los huesos en el bolsillo repicoteado de la blusa, arrojó el contenido de la jofaina por el balcón.

-Estas se las ha de tragar él angún día, ¡recongrio! -decía Quilino mientras guardaba las muelas y de modo que le oyera don Elías.

Oyólo, en efecto; y al mismo tiempo que vertía agua limpia en la jofaina para esclarecerla, lavándose de paso los dedos en ella, anotó lo dicho por Quilino de este modo:

-Bien está ese propósito en un hombre de tan buenas agallas como tú; pero, por de pronto, ten mucho cuidado con no darle antes motivos a él para que vuelva por las que te dejó en la boca esta tarde.

-¿A mí? -respondió Quilino contoneándose en la silla, después de beberse lo poco que quedaba en el vaso-. ¿A mí arrancarme él otra muela más, ni medio diente tan siquiera?... ¡No me conoce usté, don Elías!...

El cual acabó su tarea en dos voleos; sentóse junto a Quilino en seguida, y le dijo:

-Cuenta ahora todo lo que tienes que contarme.

Quilino comenzó por echarse el hongo hacia atrás; luego encendió un cigarro; después se palpó el carrillo derecho, que se le iba hinchando bastante, y por último habló así:

-Yo tenía cuentas pendientes con el Josco... porque quizaes sepa usté que Pilara me tiene, de meses acá, a resultas de lo que él hable, y nunca acaba de hablar.

-Estoy enterado, ¡perfectamente enterado de eso! -dijo el médico con el mismo aplomo que si fuera cierto lo que afirmaba-. Adelante.

-Pos güeno -prosiguió Quilino palpándose la hinchazón, que no le dejaba pronunciar las palabras con la soltura de costumbre-: hubiendo esas cuentas entre los dos, yo he tratao de ajustalas muchas veces. ¡Recongrio! ¿quién se atreve a sosteneme a mí que no está muy puesto en razón esto que yo quiero?... Y queriéndolo así, yo he tratao del caso las miles de veces con Pilara, y Pilara en sus trece: que vente mañana y que güélvete otro día... Yo tengo mi porqué, anque no sea mucho; el Josco, ni tanto siquiera... ¡Recongrio! con esto sólo estoy en derecho de llamame a la parte en casos como ese... ¿Qué hay que decir en contra?... Quisiera yo oírlo... ¡Quisiera yo oírlo, recongrio!

-No hay que acalorarse, Quilino, no hay que acalorarse -interrumpió el médico con gran formalidad-. La razón es tuya, no se puede negar. ¿Y la familia? ¿Sabe algo de ello? ¿Te recibe bien?...

-¡Recongrio! ¡Pos podía no!... Vamos al punto. Estando así las cosas, la otra tarde, en la ré, tuvimos unas palabras yo y el Josco; y no hubo allí una trigedia porque mos desapartaron... Esto me enconó la sangre; y por la noche juime en cá Pilara pa dejar de una vez pa siempre aclarao el sí u el no; y ¡recongrio! malas penas entro en el portal onde estaba toa la gente de la casa, cuando cata al Josco como llovío de las nubes y sin querer pasar más aentro de las goteras, y cata a Pilara, que andaba roncerona conmigo, arrimándose a él hecha unas mieles... ¡Recongrio! ¡esto era una somostá pa mí! Por tal la consideré, y juime pa casa por no ver aquello. Pero yo estaba en razón quisiendo saber si el Josco había hablao u no había hablao aquella noche. ¿No es esto la pura verdá, recongrio?

Don Elías respondió afirmativamente con un gesto.

-Pos pa sabelo -continuó Quilino- me abajé al otro día, muy de mañanuca, a Las Pozas. No pasé del Portillo, porque allí consideré, pensándolo mejor, que quien tenía la obligación de aclarame el caso era Pilara... Güelta pa el barrio de la Iglesia. Me planto en la juenti aonde ella suele dir a aquellas horas; y espera que espera, Pilara no venía. Aborrecíme; y pensando que ya me echarían de menos en casa, a casa me golví. Dende aquel punto y hora, el diablo paece que me la enculta, porque no he podío dar con ella... hasta esta tarde en el corro, y no era cosa de ajustar esa clase de cuentas allí. Pero la bailé tres veces, y ¡recongrio!, pior que pior; porque si dende lejos me alampaba por ella, acercuca, acercuca y viendo retemblale las gorduras, es cosa de... ¡Recongrio, qué.grandona es y qué maja!

-¡Buena mozona está de veras! -dijo aquí el médico, y no por complacer a Quilino solamente.

-Le digo a usté, don Elías, que es pa perdese un hombre, ¡pa perdese, congrio! -exclamó hecho una pólvora Quilino-; y eso es lo que me ha pasao a mí... ¡Y luego le dicen a uno que si va por esto u por lo otro, y no por el puro personal de ella! ¿De qué será la sangre de esas gentes, recongrio? ¿De qué pensarán que es la mía?... Pos a lo que voy: estando en esto, ahí viene el Josco, que de pascuas en San Juan se le ve una vez en el corro de este barrio; y viniendo el Josco, bien portao de ropa, porque la tiene pa esos casos; pero más jarisco y resecón que lo jué nunca, ¡sacabó el mundo pa Pilara, que ya no tuvo ojos pa mirar si no era al jabalín de Las Pozas! ¡Y Quilino, señor don Elías; Quilino, ¡recongrio! rumiando venenos y amargores, y amarrando las iras pa no abrir en canal a aquel hombre y perdese con él pa sinfinito! ¡Recongrio, qué ratos pasé! Dempués bailó el Josco con ella... cosa que en los jamases había hecho... ¡en los jamases, congrio! Esto acabó de cegame. Quise echale ajuera en una güelta a lo alto, cosa curriente en toas partes... ¡y no se salió, recongrio! ¡no se salió ni por esas! Híceme el tonto al agravio, por no perdeme allí a medio pueblo conmigo... y hartéme de bailar con las otras mozas.

-Bien hecho, Quilino, bien hecho. ¡Eso es ser prudente de veras!

-¡Si yo soy así, don Elías!... ¡Le digo a usté que soy así, anque paezca mentira con estas agallas que tengo, recongrio! Pos, señor, que sacabó el corro; y acabándose el corro y viendo yo que Pedro Juan iba a tomar ruta a Las Pozas, atajéle el camino por un arrodeo; y en el callejo del Hisuco, híceme el alcontraizo con él. «¿Se va pa casa, eh?», díjele yo.»¿Y cai con eso?» me arrespondió parándose de plonto. «Pos ná, hombre», díjele yo otra vez, «hablar por hablar como entre güenos amigos». Así escomencemos, don Elías; y hablando, hablando, el hombre jué templándose; y al ver yo que la cosa estaba en punto, díjele: «Pos yo tenía que decite dos palabras respetive a esto y a lo otro». Y se lo estipulé finamente; sin faltale, vamos... ¡sin faltale ni en tanto así, recongrio! El hombre se quedó algo cortao en primeramente; dempués golvió a decime: «¿Y cai con eso?». Y yo arrespondí: «Pos tal y cual», ¡siempre finamente, recongrio, y sin faltale en cosa anguna! Al último me dijo: «Que la haiga hablao u que no, no es cuenta tuya». «¡Hombre!» le dije yo otra vez; «que mira esto, que considera lo otro... que por aquí, que por allá», y él que: «Déjame en paz», y «que arriba y que abajo». Y por este orden jué tomando auge la cosa. «Te digo por tu bien», me dijo en remate, «que sigas tu camino en paz». «Pos ahora es cuando hay que apretar», díjeme yo, pensando que el hombre se encogía... Sí que arreparé que se le abajaba la color y le temblaba mucho un carrillo por arrimao a la ojalera; pero tomé el caso a favor mío; arrastróme esta fortaleza y esta entraña que tengo, y pensando aturdile, le llamé cobardón y sinvergüenza, echando al mesmo tiempo centellas por los ojos... ¡Recongrio!...

-¡Valentía fue de veras la tuya, Quilino! -exclamó el médico.

-¿Valentía?... -respondió Quilino creciéndose medio palmo-. Le digo a usté que a mí no se me conoce hasta la presente, ¡recongrio!

-¿Y qué respondió él a esa provocación tuya?

-Lo que no hubiera respondío a estar yo más sobre mí de lo que estaba. Porque yo, señor don Elías, no me alcordé en aquellos momentos de que el Josco es hombre de lunas, y que en aquel estonces podía muy bien estar con ella; y a los valientes así, el valiente que se les cuadre debe cogerlos siempre la delantera... Si yo doy en el ite, don Elías; si yo doy en el ite, ¡recongrio! detrás de las palabras va la mano, y tiene que dir la josticia a levantale esta noche en el callejo. Pero no jue así por un olvido mío, y se me adelantó él a mí, como era de esperar.

-Bien; pero ¿de qué modo se adelantó?

-Pos... con la guantá de que hablé endenantes.

-¿Sin prevenirte con una mala palabra?

-¡Ni una, recongrio! Y esa es la traición que ha de pagame sin tardar mucho.

-Y tú ¿qué hicieste?

-¿Qué había de hacer, recongrio? ¿Diome él tiempo pa ná? ¡Si aquello jué un rayo que vino sobre mí! Sentí el golpe; resonóme aentro como si me hubieran espatarrao la cabeza con un mazo de encambar; dí cosa de tres güeltas alreguedor; y cuando vine en conocimiento, me vi solo en el callejo y sangrando por la boca. Como no sabía de qué era ni lo que podía salir por allí, apretando mucho las quijás y cerrando bien los labios, víneme de una correndera a que me reconociera usté... Pero ¡recongrio! si cuando golví en mis cabales me alcuentro cara a cara con el traidor, me pierdo, señor don Elías, ¡me pierdo, recongrio, por éstas que son cruces!...

-Pues mira, Quilino -díjole el médico, y creo que sin poner en duda las valentonadas del mozalbete-, más vale que no te encontraras con él. Es hombre el Josco de mucho puño y malas moscas; y una buena dentadura, como la que a ti te queda, no tiene precio.

-¿Y cree usté -le preguntó Quilino señalando al carrillo, que seguía hinchándose- que esto no pasará a cosas mayores?

-Lo creo, como creo también que Pilara está muy enamorada de Pedro Juan; y lo creo porque lo sé, ¿entiendes? porque lo sé; y habiendo esto por medio, no debes tú empeñarte más en ese imposible en que estás enredado.

-¡No empeñame más!... ¡Recongrio! Primero que yo eche pie atrás sin que esto sea con su cuenta y razón, acaba medio Robleces entre mis manos... ¡Si le güelvo a decir a usté que a Quilino no se le conoce aquí entoavía, recongrio!

-¡Bah!... todo eso es pólvora de los pocos años -dijo don Elías levantándose y llevando en seguida a Quilino hacia la puerta de la sala, donde le añadió al oído y con mucho misterio estas palabras-: Mira, hombre: si quieres consolarte del fracaso de tu negocio con Pilara, yo te citaré otro de mucho más bulto. ¿Conoces a Marcones el de Lumiacos?

-¿El estudiante que ha dao en venir a Robleces toas las tardes?

-Ese mismo.

-Sí que le conozco.

-Pues ese pedantón sin vergüenza ha ahorcado los libros que estudiaba, y anda ahora a caza del gato del Berrugo, casándose con su hija. Pero ¡morruda castaña le van a dar!... Porque Inés no le traga ni a palos. Me lo ha contado ella misma. ¡Eso es lo que se llama una calabacera de órdago! Puedes correrlo por ahí si te da la gana.

Con esto despidió a Quilino, enterándole antes de lo que debía de hacer en el caso de que se le enconaran las heridas del carrillo; y en seguida llamó a sus hijas a la sala para contarlas, a su modo, quiero decir, aumentándole en más de la mitad, el suceso de Quilino con todos sus precedentes y consecuencias. Estas comidillas suplían en aquella casa por la mejor de las cenas; y cabalmente la de aquella noche fue de las más frugales de todo el año.




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- XII -

En qué manos andaba Inés


Jamás se supo qué hizo don Baltasar en lo del asunto que motivó el paseo marítimo recién historiado, en los días siguientes a él, ni si hizo algo siquiera; pues si lo hizo, fue por sí solo y sin que nadie se enterara de ello. Lo que no puede negarse es que faltó de casa en la primera semana más veces que las de costumbre, y que a la preocupación que le distraía, siempre que no necesitaba los cinco sentidos para consagrarlos a sus habituales tareas, se debió el que no reparara lo que sin aquel motivo hubiera reparado, en lo pegajoso que se iba haciendo allí Marcones, y en el calor con que se tomaba entre el sobrino y la tía la educación primaria de Inés.

Sólo cuando los días corrieron y tras de la sorpresa de ver a su hija muy peripuesta y repeinada, fue recibiendo otras no menos chocantes, como las de hallar su cama muy curiosa y bien mullida, sin mugre y con toalla limpia el palanganero, su ropa de uso con los botones completos y sin manchas ni descosidos, el techo sin una sola telaraña, y muy fregoteado el suelo, la mesa puesta con orden y limpieza a las horas de comer, y cada mueble de la casa en su sitio; sólo, repito, cuando todo esto y algo más a su semejanza aconteció, por la fuerza misma de las cosas volvió la atención hacia ello. Examinólo más despacio entonces y cuando su curiosidad andaba rayando con el asombro, llamó aparte a la Galusa, que seguía con el gobierno de la casa, y la preguntó:

-¿Qué mil demonios pasa aquí? ¿Con qué se ha curado Inés tan de repente de aquella galbana que la tenía siempre como perro a la sombra? ¿Por qué se peripone y se lavotea? ¿Por qué está mi cuarto hecho unos soles, y no se ve en toda la casa un lamparón, ni una silla con polvo ni fuera de su lugar?

Toda esta descarga de preguntas recibió la pelindrusca aquélla sonriéndose con toda su bocaza, rascándose los brazos desnudos y mirando a su amo con una pascua en cada ojo; y después de hacerle desear un poco la respuesta, se la dio en estos términos, encareciéndolos mucho con el tono y los ademanes:

-Todo eso que se ve y más de otro tanto como ello, que no está tan a la vista, es obra de ese dimoño de muchacho.

-¿De tu sobrino?

-Del mesmo... ¡Le digo que paece mentira! Si tuviera los mengues en el cuerpo, no hiciera más milagros de los que ha hecho en tan pocos días... Está Inés que no se la conoce... ¿Ve usté cómo limpia? Pos lo mesmo escribe ya y saca cuentas y va aprendiendo las miles cosas que Marcos la enseña en libros. ¡Lo que sabe el mal demónchicos de él! ¡Y cómo lo cierne y lo habla y sabe ponerlo en la palma de la mano para que se vea como es debido! No, y ella no es de las que tienen por fantesía los ojos en la cara: la verdá hay que decirla siempre; y le aseguro, porque lo he visto, que en el aire pesca la endina las enseñanzas... ¡en el aire, vamos! Como que no paece sino que son nacíos pa entenderse los dos en esos particulares... y en otros muchos.

-Que tu sobrino -replicó el Berrugo en el tono de burla fría que le era propio- la enseñe a escribir y contar y algunas cosas más de las que él sabe... a costa de quien yo me sé, no me pasma; ¿pero a ser limpia?...

-¡Pos hasta eso!... Y ¿por qué no ha de enseñárselo igualmente?

-Porque nadie puede dar lo que no tiene; y o yo no le he mirado bien, o tu sobrino Marcos puede llevar un plantío de berzas en cada mano.

-¡Qué cosas que tiene este hombre! -dijo aquí la Galusa algo picada-. El mi sobrino Marcos tiene más limpieza que todo eso... Y aunque no la tuviera, si sabe enseñar el modo de que otro la tenga, ¿qué más da?... ¡Vaya que se le paga al enfeliz con buen rumbo el trabajo que se toma por puro antusiasmo y pujos naturales de hacer el bien!

-Poco a poco sobre eso -dijo el Berrugo amoscándose-. En decir que tu sobrino es puerco, no falto a la justicia, porque a la vista lo lleva, pero el meterme tú por los ojos las enseñanzas que da a Inés como un favor del otro jueves, ya va por caminos muy diferentes. En primer lugar, yo no le llamé para que se tomara ese trabajo: él y tú lo barajasteis con Inés, sabe Dios cómo; en segundo lugar, si tu sobrino tiene vergüenza, a más que a eso le obliga el dineral que aflojé yo para ayudar a que aprendiera lo que sabe, por ceguedades con que le atolondran a uno los demonios, y por arrastrados miramientos que nunca lloraré bastante... ¿Lo entiendes?... Pues ahora le puedes ir con el cuento si te acomoda; y si le parecen mucho las Indias que me da con sus enseñanzas a Inés, que la deje sin ellas: al fin y al cabo, para hembra, le sobraba la mitad de lo poco que sabía, y yo bien hecho estoy a vivir entre roñas... como tú; y si me apuras un poco, hasta me engordan; pero si quiere seguir, y no haría nada de más, ni tú tampoco en aconsejárselo, que no espere que yo se lo agradezca tanto así (y marcó lo negro de la uña del dedo meñique); porque, como ya te he dicho, bien pagado se lo tengo... ¿Te vas enterando? Pues contigo va también la solfa, por si acaso quieres entonar con ella la letanía de alabanzas a tu sobrino... Y en seguida, vuelve por otra: ya ves que aquí se sabe corresponder como es debido... Y mírame los colmillos. ¿Ves qué retorcidos están?... Por si habías soñado con jincarme los tuyos en parte blanda con el memorial de sabidurías del zanguango...

Aunque la Galusa estaba bien acostumbrada a las genialidades de su amo, y solía reírse de muchas de ellas porque eran chisporroteos que no podían quemarla ni el pelo de su ropón de ama y señora inamovible de la casa, las de esta vez ya le penetraron más hondo, no solamente por las especies apuntadas en ellas, el tonillo chocarrero de que iban acompañadas y lo grave del asunto con que podían ligarse en definitiva, sino porque esa vez no era la primera, ni siquiera la cuarta, que, en poco tiempo, la domada bestia se atrevía a enseñar los dientes y las garras a la domadora.

-¿Qué es lo que se quiere decir con eso? -preguntó de repente la ofendida, poniéndose en jarras, un poco doblada por los riñones, con el pescuezo rígido y los ojos clavados en los del Berrugo.

Sabía éste, por una larga experiencia, que las grandes cóleras de su criada comenzaban a estallar suprimiéndole a él la personalidad en sus invectivas, para eludir todo tratamiento; pero más valiente en esta ocasión que en otras semejantes, cuadróse a su vez delante de la retadora, y la contestó remedándola el estilo:

-Se quiere decir con eso, lo que nos da la real gana. ¿Quedamos enterados?

-¡No... mal hombre! -repuso la cotorrona hecha un basilisco-: ¡no quedo enterada!... ¡Porque yo no hice qué pa merecer eso! ¡Y aquí pasa algo de un tiempo acá, que quiero saber!... ¡Yo no soy ya lo que era!

-Eso bien salta a los ojos -dijo el Berrugo con una calma incisiva que acabó de exasperar a la Galusa-. No hay más que vernos la estampa.

-¡Miren por ónde se descuelga el grandísimo... pendejo, que tamién tiene que ver! La culpa tuvo quien no se dio a valer más cuando lo valía, y puso manjar de reyes en boca que merecía carrancas... Ahora viene el pago en la moneda de todos los desalmaos: dispués de comernos la hebra...

-Justo -interrumpió don Baltasar-, arrojamos los huesos. Nada más puesto en razón... Pero entiéndase que no se va por ese camino ahora, ni hay para qué llorar golpes que no se han recibido... Y ya se ha dicho lo bastante y hasta de sobra, para que se nos entienda... y lo dicho se repite... y de lo dicho se responde... y si se quiere más claro, se pone al sol... y si pica, rascarse... y si duele, que duela... ¿Lo vamos entendiendo mejor?... Pues nos alegramos... y hasta otra.

Con esto, chasqueó los dedos don Baltasar; hizo una zapateta delante de la criada, trémula de ira, y se largó de allí arrastrando la escoba que llevaba en la mano.

No le contó la Galusa todo esto a su sobrino; pero le dijo sobre ello algo que debía de saber, para tenerlo muy en cuenta.

-Yo no sé -le dijo entre otras cosas- qué es lo que le pasa a ese pícaro de hombre de un tiempo acá. Antes era un borrego para mí; y sin dejarse llevar en todo por onde yo quesiera llevarle, tampoco se empeñaba en arrastrarme consigo contra mi gusto... Pero ahora, hijo del alma, ¡ya te quiero un cuento! Se da a la burla y al chungue cuando le hablo de lo que no quiere oír... y gracias que se conforma con eso... ¡Ay, Marcos, qué otra era yo en esta casa en aquellos días de la difunta, y hasta en algunos más cercanos! ¡Cómo me contemplaba el endino y me buscaba el buen gesto, y qué recio tosía yo delante de él!... Pero, hombre, ¡si fue ayer, como quien dice, cuando entoavía supe arrancarle esos cuartos pa la tu carrera, que era punto más que tocar el cielo con las uñas! Cierto que ya por entonces me costaba un trunfo lo que antes conseguía yo con solo un mirar de los ojos; pero ¡tanto como esto de ahora!... Porque la cosa va empiorando de día en día... ¡Y tengo que andar con un tiento!... A veces pruebo a enfadarme: pior que pior... ¡Cristo del alma! no digo yo que enfadarme, con solo ponerme josca en tiempos de la difunta... y algunos de más acá, ¡cómo le abajaba los humos al arrastrao, y qué blando me miraba... y qué!... Pero, hombre, ¿en qué consisten estas cosas?

Marcones, que escuchaba a su tía con mal ceño y mucha atención, la respondió al punto:

-En que desde esa difunta acá, han pasado muchos años, tía; y con los años, que todo lo consumen, van cambiando las personas hasta en estampa, y con las personas y las estampas, los pareceres y los gustos y los deseos; y lo que ayer se apetecía por sabroso, hoy se aborrece por insípido; y el que antaño era mozo de correa, ogaño es un vejancón que no puede con las bragas...

-Y mira que bien puedes estar en lo cierto, Marcos; que ya me iba yo barruntando algo de ello por más de cuatro señales... Pero a lo que te voy: por éstas y otras, no hay que fiar cosa alguna de ese hombre pa el asunto que traes entre manos.

-Que traemos.

-Sea como mejor te paezca. Y dígote, Marcos, que te andes con mucho tiento en el particular; que no rastree ese... mal alma, ni una pizca de cubicia en ti... Tú no eres pa él más que un mozo agradecío que paga parte de lo que debe al padre, con el beneficio que hace a la hija. ¿Te vas enterando?... ¡Y golpe a la hija... que quiera que no! Porque si de ella no sale, no hay otra puerta a que llamar.

-¿Responde usted de que no se me cierren las de esta casa?

-De eso creo que sí, si tú te mantienes en el ten con ten que te he dicho; porque él es gustoso de que sigas desasnando a Inés.

-Pues todo lo demás corre de mi cuenta.

-¿Y qué tal marcha la cosa, qué tal?

-Como una seda, tía... ¡como una seda!... ¡le digo a usted que como una seda! Inés ve por mis ojos, discurre con mi entendimiento, y no pisa otro camino que aquél por donde yo quiero llevarla.

-¿Y la has dicho ya algo por onde pueda leerte la voluntá?

-Me voy dejando caer siempre que lo pide el caso.

-Y ¿qué tal, qué tal lo recibe?

-Como una seda, tía... ¡lo mismo que una seda!

-Pos eso es lo prencipal... Yo, bien lo irás notando, poco vos estorbo con la presencia...

-Sí; pero eso no basta: hay que seguir avivando el fuego que queda encendido en ella cuando yo me marcho.

-En eso estoy, Marcos; y bien sabes que lo hago los más de los días, y que si no lo hago en todos, es porque no la suspenda el machaqueo. Ayer, sin ir más a allá, ¡qué cosas la dije en un ratuco que se me vino a las manos! «¡Vaya, que buena estrella te alumbró», la dije yo así, «el día en que el mi sobrino se nos coló por esas puertas! Estabas hecha una venturá y como un palomino a oscuras, y en un quítame esas pajas te güelve ese Merlín de Satanás lo de arriba abajo, como el otro que dice, y te hace otra mujer de la que eras, y toda una señora como lo debías de ser... ¿No paece que hablan ángeles por su boca cuando te pedrica lo que quiere enseñarte, y que lleva un hechizo en la mano cuando pinta aquellas escrituras que imitas tú tan guapamente? Pos esto, hijuca, se puede estimar en lo que vale, porque a la vista está; pero ¿qué te diré yo de lo que anda enculto y en los adrentos de la persona? ¿Cómo te emponderaré lo que no has podío ver entoavía? ¿Qué alabanzas serían bastantes pa poner onde se debe aquel sentir cariñoso; aquel corazón de perlas, que de tan grande como es no le cabe entre pecho y espalda, y aquella santidá de prencipios que le consume y desmejora apurándose lo que no debe por el bien de los demás?... ¡Si te digo, Inés, que en ocasiones miles me entran como pesaumbres de verle tan tirao por la Iglesia, al hacerme el cargo de lo mucho que escasean en estos tiempos los buenos maridos y los padres de familia como debieran de ser! ¡Dios sabe lo que se hace; pero a mí no hay quien me saque de la cabeza que no tendría que envidiar cosa anguna a la princesa más relumbrante, la mujer que alcanzara la suerte de un hombre como el mi sobrino!...» Y así, por este arte, fui pedricando y pedricando...

-Y ¿qué respondía ella? -preguntó aquí Marcones, en cuya caraza estaba pintada la convicción de que él valía todo aquello y mucho más.

-Aticuenta que ná, y aticuenta que mucho -dijo la Galusa-. Ná, porque fueron pocas sus palabras; y mucho, porque toas ellas fueron un puro amén; y más entoavía que por esto, por aquel mirar de ojos dulces, y aquel reír de boca placentera... y hasta aquel sospiro temblón con que escuchaba sin perder tilde todo lo que yo la iba pedricando.

-¿Sabe usted una cosa, tía? -volvió a preguntarla Marcones, después de permanecer un rato en silencio con la cabeza medio inclinada, una mano en la sobarba y los ojos muy abiertos.

-Tú dirás, Marcos -respondió la Galusa arrimándose más a él.

-Pues digo que, a veces, tengo algo de miedo a mi propia obra.

-¿Por qué, hijo?

-Porque usted no sabe los peligros que se corren en meter de repente en una cabeza tantas luces como he metido yo en la de Inés, cuando se quiere que esa cabeza no suelte el freno que uno le pone para gobernarla.

-No te entiendo.

-Quiero decir que cuando más se espabila un entendimiento, más se aficiona a discurrir por su cuenta propia; y discurriendo mucho de este modo, más deseos hay; y habiendo más deseos, más se comparan las cosas; y comparándolas, no se toma lo que se nos da, sino lo que escogemos nosotros... En fin, yo me entiendo. Pero no quiere esto decir que hasta la fecha tenga yo el menor motivo para temer que se me quede la obra entre las manos, hecha trizas; ya le he dicho a usted que no puede ir el asunto mejor de lo que va. Lo que temo es por el día de mañana, si no conjuro los peligros hoy.

-¡Pues conjúralos, hombre!

-¡Qué más quisiera yo, rayos y centellas!... Pero ¿cómo? ¿No sabe usted que yo no soy un mozo soltero como todos los demás? ¿que entro en esta casa como un seminarista en vacantes, a enseñar a la hija de su padre lo mucho que ignoraba?... ¿que con este ropaje que visto no puedo llamar a las cosas por sus nombres, y necesito una eternidad de tiempo para no echar a perder lo que, en otras condiciones, daría yo por acabado en pocos días? ¡Ah, si yo pudiera vestirme de colores y echar a la lumbre el medio balandrán que tanto me pesa!

-¡Pues échale, alma de Dios!

-Tras de ello ando; pero muy poco a poco, para no dar el golpe en falso. A veces creo que ya es hora, por ciertas señales; pero luego pienso de otro modo; y para asegurarme más, lo aplazo para otro día. Y así estoy consumiéndome la sangre, asándomela, mejor dicho; porque ha de saber usted también, que desde que veo a esa muchacha tan limpia, tan peripuesta, tan alegre... tan realísima moza, me llevan los demonios hasta con el aire que se le enreda en el pelo y las moscas que se la ponen encima... ¿Me va usted entendiendo ahora mejor?

-¡Vaya si te voy entendiendo!... Sólo que no tengo los recelos que tú, porque la cosa marcha en el aire. Pero, por si acaso, no eches en olvido lo que te dije. Espéralo todo de ella... ¡y aprieta de firme ahí! Por lo demás, y si a recelos fuéramos, uno bien gordo podía yo tener...

-¿Cuál?

-Pos el de que tú no pescaras la breva que buscas, y perdiera yo la que tengo bien ganá.

-¿Cómo, cómo?

-¿Cómo? Llegando Inés a crecerse tanto, que tú le paecieras poco, y quisiera ser ama de su casa. ¡Y mira que ya no puedo contar con aquel arrimo que en otros tiempos me puso aquí por encima de la madre que la parió! Tú lo has dicho, Marcos: dende estonces acá, han corrío muchos años, y con los años cambian las gentes y se mudan los gustos... ¡Pos mira que tendría que ver!

-¡Bah, bah, bah!... No hay que hablar de eso -concluyó Marcones bamboleando el corpazo y revolviendo el aire con las manos abiertas-. Las cosas van como una seda, y ésa es la que vale... Hoy por hoy, Inés es prenda mía... ¡mía!... ¿lo entiende usted bien? y en buenas manos está.

-¡Dios te oiga, hijo; Dios te oiga, porque güena falta nos hace!

Y con esto se fue la Galusa hacia la cocina, mientras su sobrino enderezaba los pasos a la escalera.




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- XIII -

La obra de Marcones


En la misma sencillez del plan de enseñanza establecido por Marcones y aceptado por Inés estaba la condición que más honraba al ingenio del seminarista, tan interesado en que fueran entrando en la desprevenida inteligencia de la discípula mayores cantidades del maestro que de las materias que éste le explicara. Ya se ha dicho que la hija de don Baltasar Gómez de la Tejera escribía desastrosamente, y bien puede afirmarse en esta otra página, sin faltar a la verdad, que aún lo hacía mucho peor que eso. La pluma era una estaca entre sus dedos encogidos; y mientras la estaca subía o bajaba a empujones, de la línea trazada en el papel, la pendolista hacía embudos con los labios y entornaba y revolvía la cabeza. De esta labor penosa resultaban letras mal avenidas y deformes, una vez apiñadas y medio embebidas las chicas en las grandes, porque había de todo en cada palabra, y otra vez danzando por los aires sin cuenta ni razón; y a cada palitroque hacia arriba o hacia abajo, allá va un borrón como una oblea, y allá va en seguida Inés a limpiarle con el dedo mojado en la lengua. Daba compasión una plana de aquel arte.

Cabalmente era Marcones un gran pendolista, y rasgueaba con el desembarazo de un adornista de planas de Navidad; y poseyendo este talento, fuera por lucirlo o por probar el temple de su arma, al modo que lo hace el espadachín de academia con el acero que recibe para entrar en un duelo... de salón, antes de dar comienzo al primer ejercicio trazó con la pluma, sin levantarla del papel y con el brazo al aire, el nombre de Inés envuelto en un laberinto de espirales y emparrillados que arrancaban de la misma letra inicial. Inés se quedó maravillada. Pues bien: lo notó el pendolista; y en lugar de volverla a palotes para comenzar por el principio, trámite en que él no podría lucirse gran cosa, la dedicó al rasgueo continuo para vencer sus resabios de escuela y dar la necesaria soltura a su mano. La discípula lo celebró en el alma y puso los cinco sentidos en ello. Pero no daba golpe.

-¡No es así! ¡no es así! -la decía Marcones al ver cómo ensuciaba carillas de papel con unas cosas que parecían madejas enmarañadas de sogas viejas de esparto-. Lo primero, aprender a agarrar la pluma... ¡Nada de encoger los dedos ni de emplear los cinco a la vez! Con tres hay bastante si se colocan como se debe. Los otros dos, para apoyo de la mano. Vamos a ver si se me ha entendido... ¡Tampoco es así!

-Y Marcones se veía entonces precisado a colocar, con sus propios dedos, todos los de la mano de Inés, uno por uno, como debían de colocarse. Pero esto no bastaba, porque la discípula, acostumbrada a otra postura muy diferente, con la nueva no acertaba a mover la mano.

-¡Adelante con ella sin miedo! -decía el maestro moviendo la suya en el aire, como si rasgueara allí.

Y nada: o no se movía la mano de Inés, o si se movía, era para clavar los puntos en el papel y largar una hisopada de tinta hasta la pared frontera.

Con lo cual, hete aquí a Marcones obligado a agarrar y conducir, con su manaza velluda, la suave y torneadita de la torpe muchacha.

-¡Bien suelta la muñeca ahora!... ¡En el aire todo el brazo desde el codo!... ¡Que vaya la mano por donde quiera llevarla la mía!... ¡Ajajá!... ¡Eso es!

Y mientras así exclamaba Marcones, arrastraba aquel pedazo de hermosura, tibia y sedosa, por la blanca superficie del papel, en la cual iba quedando estampada una curva de rumbos infinitos, tan pronto panzuda y rebosando de tinta como extenuada y sutil hasta tocar en lo invisible; no de tan firme trazo ni tan limpia de rebarba como las que rasgueaba el pendolista solo y sin que le temblara la mano; pero lo bastante pintoresca para que Inés, al considerarla maravilla de su pluma, se riera como una boba. Con aquella risa de la educanda se animó el profesor, y la curva continuó serpeando y enroscándose por todos los espacios limpios de la plana, arriba y abajo, adelante y atrás.

-¡Que se me duermen los dedos! -dijo al fin Inés, conteniendo la risa.

-No importa -respondió Marcones sin cejar en su empeño.

-¡Es que me aprieta usted mucho! -añadió la discípula menos risueña ya.

-¡Hay que hacerse a todo! -insistió el inexorable maestro.

Y la curva, después de culebrear por los espacios del centro, se coló por un ángulo, y acometió a los márgenes, y los fue recorriendo uno por uno hasta llenarlos de lazos y caracoleos; y sólo cuando la superficie entera del papel fue una mar de tinta, soltó Marcones la presa. Entonces aparecieron cárdenos y como adheridos al mango de la pluma los primorosos dedos de la discípula, y los ojos de su maestro echando llamas.

Tal fue la primera lección. Las ocho o diez siguientes fueron por el estilo; porque Inés no acababa de soltarse a rasguear por sí sola con la valentía y la firmeza necesarias, y su maestro no quería pasar a un nuevo trámite sin dejar bien asegurado el anterior.

La escuela se estableció en un cuarto, que en la ciudad se llamaría gabinete, con entrada por la sala y frontero a la pieza en que conversaron sobre el tesoro oculto don Baltasar y el médico.

La Galusa, desde que comenzaba cada lección, se plantaba delante de la mesa con el sucio mandil recogido en la cintura; los brazos, resecos y chamuscados, al descubierto; la mano derecha sosteniendo la quijada del lado correspondiente, y la izquierda el codo de aquel brazo. Con los ojuelos, algo pitarrosos, seguía los movimientos de la mano de Inés, y con una madeja de arrugas pardas, que es lo que venía a parecer una sonrisa de su ancha boca desdentada, y media frase mal hecha, pronunciada con su voz ronquilla, celebraba las habilidades de su sobrino o los progresos de la discípula; pero en cuanto la torpeza de ésta exigía la intervención material de la mano del maestro, ya se sabía: a la Galusa siempre le caía algo que hacer fuera del cuarto.

-¡Vaya que es ocurrío el dimoño de muchacho!... ¡Te digo, hija, que si no aprendes con él lo mucho que no sabes!...

Y se largaba de allí sorbiendo la moquita y arrastrando las chancletas.

A don Baltasar, después del comienzo de la primera lección a que asistió por curiosidad y de mala gana, no volvió a vérsele por la escuela. Alguna vez pasaba por enfrente, atravesando la sala y golpeando sus tablones con el trasto que llevara en la mano; pero sin fijar la atención en lo que hubiera en el gabinete, cuya puerta ¡eso sí! estaba siempre abierta de par en par.

Llegado el caso de acompañar a las lecciones de escribir, otras de un poco de gramática, Marcones, con las propias miras, quiero decir, con las de que se grabaran en la mente virgen de la educanda más imágenes del profesor que textos descarnados del libro, comenzó por echar pestes contra todas las gramáticas publicadas y sin publicar. En ninguna de ellas había cosa con arte ni sentido común.

Por ejemplo:

-«Verbo» -leía Marcones en el librejo que tenía entre manos y que era de su propiedad- «es aquella parte de la oración que sirve para significar la afirmación o juicio que hacemos de las cosas y las cualidades que se les atribuyen».

Y luego añadía muy indignado:

-¿Es usted capaz de conocer un verbo por estas señas que convienen a tantas cosas que no son verbos?

Inés contestaba honradamente que no.

-¡Claro! -exclamaba el otro, haciendo temblar las paredes con el estruendo de su voz-. ¿Cómo ha de conocerse nada de este mundo con esa manera... estúpida de definir?... ¡El verbo no es eso! ¡El verbo, verbum de los latinos, es otra cosa muy diferente de lo que se dice aquí sin saberse lo que se dice! ¡El verbo no es lo que se declara en esta definición... estúpida! ¡El verbo es lo que yo me sé y lo que irá usted aprendiendo por las señales que yo le vaya dando! ¿Me ha entendido usted bien?

-Muy bien -respondía la muchacha, sin dudar que aquel mozo sabía más que todos los libros de que le hablaba.

-Pues, verá usted ahora lo que es un verbo -añadía Marcones arrimándose al costado de Inés todo lo necesario para que ésta distinguiera bien la palabra que él apuntaba con el dedo en el libro que la ponía sobre la mesa, debajo de su ojos-, y va a servirnos para el caso un trozo de la misma definición... estúpida que acabo de leer... Este: «la afirmación o juicio que hacemos de las cosas...» ¿Cuál de estas palabras es el verbo?

Inés, que no entendía de fingimientos, respondía sin titubear que no lo sabía.

-¡Pues es claro que no lo sabe usted! ¿Cómo había de saberlo si aún no se lo he enseñado yo? Pues el verbo es esta palabra: «hacemos».

Y la ponía el dedazo encima, mientras con el brazo izquierdo resobaba el derecho de Inés.

-Y ¿en qué se conoce? -preguntó ésta, apartándose un poco hacia el lado opuesto.

-Se conoce -respondió Marcones-, se conoce... en todo: por de pronto, en que, si la suprimimos, todas las que la acompañan ya no quieren decir nada; después, en lo mucho que puede variar... hago, harás, haríamos, hicimos... De modo que el verbo es la palabra que más varía.

-Entonces -se atrevió a observar Inés-, también es verbo esta otra.

-¿Cuál?

-Esta: «la».

-¡La verbo!...

-¡Como también varía!... -dijo la pobre muchacha para disculpar su atrevimiento.

-¿A ver?

-Creía yo que de su casta eran los, las, lo, les, y que esto era variar...

-¡Y sí que son de su casta, y que eso es variar! -replicó Marcones después de rumiar bastante el reparo-. Sí que es variar eso; pero de muy distinta manera que el verbo: eso solamente varía en género y número, al paso que el verbo varía en tiempo... y ¡en qué sé yo cuántas cosas más! En fin, ya irá usted enterándose poco a poco de estas diferencias. Por ahora, puede usted creer, bajo mi palabra, que en este trozo de esta definición... estúpida, el verbo es hacemos, y que no hay otro verbo más que él ahí.

Este era el procedimiento de Marcones en sus enseñanzas teóricas; y uno muy semejante también el que usaba en aquellas homilías de que ya se habló y continuaba predicando siempre que podía interpolarlas con sus lecciones prácticas y teóricas. Según estas peroraciones, todo el mundo era una sentina de maldades, y todos los hombres, particularmente los solteros, unos pillos. Felizmente había un puñado de excepciones honradas y con bastante luz en la inteligencia, no sólo para distinguir la cizaña en medio del trigo, sino para enseñar a distinguirla y a separarla a las vírgenes inexpertas, dotadas, por la naturaleza y la fortuna, de todas las prendas que más excitan «los apetitos infames de esos gusanos viles». Pero las excepciones honradas, con ser muy pocas, estaban diseminadas por toda la tierra; y resultaban tan invisibles que él, con todo el afán que sentía por descubrirlas y lo diestro y sutil que era de mirar en el fondo de los hombres, no había podido dar todavía más que con uno. La modestia no le permitía decir a Inés quién era ese hombre único «de sano corazón y de inteligencia luminosa». Pero la consolaba con la promesa de que no la escasearía sus beneficios desinteresados, fuera él quien fuese; y la seguridad que podía dormir tranquila, sin el recelo de que la faltara defensa contra el «diente ponzoñoso de los viles gusanos».

Era muy dado Marcones a esta palabrería gerundiana, y se le escapaba de los labios en cuanto quería afinar un poco el estilo, elevándose hasta el púlpito con que había soñado. Lo advierto porque no se me pidan cuentas de pecados que no son míos. Y ahora añado que tras estas generalidades... híspidas, salía a relucir lo particular, la punta de la oreja, el caso práctico de la vida, el ejemplo, algo forzado, de los riesgos de una elección desacertada; el paralelo entre la existencia de dos esposos nacidos para serlo, y la de otros dos, «vil gusano» él, y mártir de sus equivocaciones ella; disertaciones, en fin, sobre temas esbozados en conversaciones de los primeros días entre Inés y el preopinante.

Para estos puntos concretos Marcones usaba los registros más dulces de su temperamento: atenuaba la voz, desplegaba la sonrisa, armonizaba con la suavidad de la frase el mirar de los ojos y hasta los dobleces del cuerpo entre la silla y la mesa. Inés le atendía en estos casos muy complacida; y si él, por saborear el triunfo o por tantear el terreno, se callaba, ella se atrevía a excitarle para que siguiera hablando. Y esto, que tanto halagaba al mocetón de Lumiacos era precisamente lo que le perdía. Creyéndose a dos pasos de la cumbre de su montaña, daba ya por logrado aquel premio de su valentía; y no sólo le aquilataba en las mientes, sino que sentía todos los espantos de perderle y todos los odios contra el azar que se le entregara a otro ser más afortunado. Y como esto le embravecía de repente, volvía a esgrimir el chafarote contra fantasmas y vestiglos, y salían de nuevo a danzar los gusanos viles, el diente ponzoñoso y el hombre único «de corazón honrado y de inteligencia luminosa».

Y este registro ya no deleitaba tanto a Inés, que no por eso dejaba de admirar el mucho saber de aquel mozo.

Pero el hecho era, y hecho evidentísimo, que Inés, desde que estaba sujeta a aquellos deberes de educanda, iba trasformándose a ojos vistas. Tres semanas después de haber comenzado sus lecciones, no la conocería el lector que la vio en la antevíspera de esos comienzos, entrar en la cocina de su casa, levantar los peces por la cola y limpiarse los dedos en el vestido. Ya no tenía las uñas negras, ni el pelo mal recogido, ni la ropa desceñida, ni los pies mal calzados; andaba con soltura, pisaba firme, miraba con valentía, se peinaba con esmero; se ajustaba la cintura, con lo que destacaban en toda su belleza las redondeces del busto; se calzaba bien, y tenían su cara, sus manos y su cuello esa suavidad y pureza de tonos que da en unas carnes túrgidas y juveniles el vicio del aseo, el cual se revelaba, como un toque muy expresivo del cuadro general, en la fresca blancura de los asomos de su ropa interior, por las bocamangas y el escote de su vestido de indiana.

Esta transformación que asombraba a la Galusa y sorprendía a su amo y enorgullecía a Marcones era, sin embargo, la cosa más natural en una mujer de las condiciones fisiológicas de Inés, aunque de otro modo lo entendiera el seminarista, por un error que no carecía de disculpa racional. Era innegable que el sobrino de la Galusa tenía gran parte en aquel principio de resurrección física y moral de la guapa muchacha de Robleces; pero la tenía como la tiene el golpe casual que quiebra el pomo, en la fragancia que esparce el líquido derramado. En no estimar esta diferencia consistía el disculpable error de Marcones.

En una mente en que hay luz, como la había en la de Inés, aunque mortecina por abandono, una idea nueva es aire oxigenado que aviva la llamas e imán poderoso que va atrayendo otras muchas, enlazadas entre sí como eslabones de una cadena. La conversación del seminarista recién llegado a Robleces con la carga de sus malas intenciones bastó para producir en la descuidada muchacha la tentación de comparar su absoluta ignorancia con lo que ella tenía por sapiencia del pedantón de Lumiacos; el deseo de saber algo, y la noción, a veces, de su inútil y abominable dejadez. Pero las conversaciones que producían estos efectos no eran muy frecuentes; y no siendo continuas las impresiones, triunfaban de ellas todavía los resabios inveterados, dueños y señores de aquella naturaleza inculta. Las lecciones diarias la fueron cautivando la atención y moviendo la curiosidad; y si no aprendía grandes cosas, averiguaba al menos que podían aprenderse. Iba sabiendo, por algo que se la decía y por lo que ella preguntaba con su buen sentido natural, que sin salir de Robleces se podía tener una idea de lo que eran el mundo y el sol y las estrellas, y por qué leyes se regían, y de lo que había acontecido en la Tierra desde su creación acá; porque había libros que trataban de eso, y eran conocidos hasta de los muchachos de la escuela, como los conocería ella si su profesor le cumplía la palabra que la había empeñado «para más adelante». Por de pronto, se consagraba con gran empeño a mejorar la letra y aprender bien la tabla de multiplicar y las cuatro reglas de la aritmética, lo cual iba consiguiendo poco a poco, y a ejercitar la memoria, por exigencia propia, con aquellas definiciones de la gramática, calificadas de estúpidas por su profesor, cuyo sistema de enseñanza, en este punto concreto, no la satisfacía enteramente, porque no la fijaba reglas para resolver ella las dudas por sí sola.

Jamás la dieron en cara sus uñas negras ni sus dedos manchados de tinta, hasta que tuvo que poner su mano, en la primera lección, tan a la vista y tan cerca de un extraño y por tan largo tiempo; y eso que las uñas y las manos de Marcones no estaban más limpias que las de ella; pero era mujer al cabo; y en la mujer, por indolente que sea, siempre hay una presumida, más o menos a las claras. Con el vestido lacio y el pelo mal recogido, le sucedió lo propio que con las uñas negras y las manos sucias. Un día se peinó con esmero, se lavó despacio y se ciñó bien las ropas de cuerpo. Encontrándose así más a gusto y viéndose más guapa en el espejo, al día siguiente se lavoteó mucho más, se peinó todavía mejor, y sustituyó el vestido viejo y resobado, por otro más limpio y fresco. Y como cuanto más se lavaba y se componía más guapa se veía y más ágil se encontraba, el vicio de la compostura y de la limpieza la iba dominando; y llegaron a darla en cara los suelos mal barridos y nunca fregados, las mesas empolvadas y las sillas fuera de su lugar. Ordenó, pues, las sillas, barrió los suelos, despolvoreó las mesas, y hasta juzgó de suma necesidad dar un fregoteo bien apretado a todos los suelos de la casa. Por este mismo sentimiento de la limpieza o de otro más hondo muy emparentado con él, no volvió a consentir que Marcones agarrara su mano para enseñarla a correr la pluma sobre el papel, ni que se pusiera tan vecino a su costado para apuntarle las palabras con el dedo. Verdad que a Marcones le sudaba la mano y le olía muy mal la ropa; pero mucho influía en las nuevas repugnancias de Inés algo que no se olía ni se palpaba, aunque la inexperta muchacha no se diera cuenta de ello. Disculpaba su resistencia a aquella costumbre con el deseo de adelantar más, venciendo la torpeza por sí sola; y de este modo no tenía por qué ofenderse Marcones, siempre atendido y mimado, en todo lo restante, por su candorosa discípula.

Ya no creía que puesta de pie sobre la cumbre más alta de la cordillera de enfrente, tocaría las nubes con la cabeza; ni que las estrellas eran luces que se encendían por la noche y se colgaban de la bóveda celeste: Marcones la había apuntado algunas ideas sobre estos y otros particulares de tejas arriba; ni tampoco le bastaba para campo de sus imaginaciones el que abarcaban sus ojos desde la solana: por el contrario, se entretenía mucho trasponiendo en espíritu las cumbres y forjándose castillos con lo que imaginaba más allá; y sin querer decir esto que lo echara muy de menos, ya no le parecía imposible que en aquellas lejanías hubiera alguien que pudiera sospechar que en el caserón de Robleces existía un ser que se entretenía pensando de aquella manera. En fin, que la máquina de sus ideas había roto a andar, y que andaba, si no a gran velocidad, a paso firme y seguro. Y andando la máquina de las ideas, el cuerpo no puede resistir la quietud infecunda; y por esta ley, el de Inés no se satisfacía ya con los bamboleos maquinales en la silla de la solana: comenzaba a parecerle poco el caserón con sus techos llenos de telarañas, sus enseres de cocina mal bruñidos, sus camas embarulladas, sus rincones con basura, sus muebles envejecidos y bisuntos, y la ropa blanca con hilachas y agujeros, para emplear los bríos con que se sentía para moverse, y las inclinaciones que la empujaban a limpiar lo sucio, a coser lo roto y a ordenar lo desordenado; y sin el miedo a despertar los dormidos odios del ama de gobierno, ¡sabe Dios hasta dónde se hubieran extendido las fronteras de su imperio en aquella casa!

¡Y todo esto en poco más de tres semanas, y fruto de la labor revolucionaria de cuatro ideas incompletas, metidas de golpe en una cabeza medio a oscuras!

Estando así las cosas, fue cuando Marcones tuvo con su tía la entrevista de que se ha dado cuenta minuciosa en el capítulo precedente. Creciéronle las fogosas impaciencias con el estímulo de la conversación, y en la lección inmediata se propuso meterse un poco más en la suerte, para ver si era llegada la hora de echar a la lumbre el medio balandrán que ya se le caía de los hombros.

¡El destino de las criaturas! Por estas oscuridades se coló en el asunto, agarrándose a no sé qué asidero que te proporcionó la casualidad, o que él inventó allí; porque no tiene duda que la monserga venía muy estudiada de Lumiacos. ¡El destino de las criaturas en el mundo! ¿De dónde venía? ¿En qué estribaba? ¿A qué leyes estaba subordinado? ¿Quién era capaz de penetrar estos misterios? Y por aquí siguió largando preguntas que se quedaban sin respuesta. Acabando con lo vago y declamatorio, bajó a lo llano y concreto. -Él mismo, «con ser quien era», no estaba bien seguro de no tropezar a la hora menos pensada con un obstáculo que le apartara de la senda que seguía. Era hombre, era barro, era frágil, era débil, y había estados tan perfectos, si no tan santos, como el del sacerdocio; él se hallaba a punto de recibir las primeras órdenes, es decir, de dar el paso para entrar en un terreno del cual no se puede salir ya tan libre e independiente como se entra en él... ¡Momento solemne y crítico! Esto le daba mucho que pensar. Cierto que, por entonces, en aquel paréntesis de su carrera (dispuesto quizá por la providencia de Dios) aún era libre, aún estaba en el mundo, aún era un hombre como todos los demás, aún era dueño de elegir, si el obstáculo se atravesaba, entre la Iglesia... y el matrimonio, por ejemplo, sin escándalo de las gentes ni menoscabo de la sana moral, puesto que ambos estados eran caminos abiertos por la misma ley de Dios para servirle y acatarle, según sus santos designios; pero ¿aparecería el obstáculo imaginado? ¿existiría alguno de esa especie, destinado para él? ¡Ah!...

Era dulce entonces el registro usado por el declamante, y, además, hacía éste largas pausas a menudo, y subrayaba ciertas frases con expresivos gestos. Inés le escuchaba sin pestañear y con las manos cruzadas sobre la mesa.

De pronto calló Marcones y se quedó mirando a Inés, con los ojazos muy lánguidos. Pero Inés no dijo una palabra, ni cambió de postura, ni dejó de mirar a Marcones, como si aguardara la continuación de la parrafada aquella. Mas lo esperado no vino, y el silencio continuó un buen rato; hasta que le rompió Inés con esta pregunta en crudo:

-¿Qué viene a ser un obispo?

No esperaba el sobrino de la Galusa la salida de Inés por aquella puerta tan extraña: empañóle una oleada de bilis el blanco de los ojos y el rojo sucio que le matizaba entonces los mofletes, frunció el ceño peludo, y respondió con voz áspera y una sonrisa que temblaba de falsa:

-Pues un obispo, viene a ser... un cura que llega a general.

-No iba yo por ahí -replicó Inés riendo el chiste con la mejor buena fe-. Quería yo saber qué hace; si manda más o menos que el rey; qué honores tiene... vamos, no sé explicarme.

Marcones satisfizo como mejor pudo los deseos de Inés. Enterada ésta, dijo a Marcones, con un acento y una expresión de mirada que eran un reguero de candor:

-¡Qué suerte para usted si llega a ser obispo! ¡Cuánto me alegraría!

Estas palabras dejaron atolondrado a Marcones. Hacerle capaz de tal ascenso, y deseársele, valía tanto como desestimar su intencionada peroración sobre «el destino de las criaturas en el mundo», y aún algo peor que todo esto: la ocurrencia franca, sincera, evidentemente inocentona de Inés, daba la medida de lo que había adelantado el galán de Lumiacos en la conquista de la dama de Robleces, con todo el lujo de seducciones que había despilfarrado durante un mes de incesante batalla. ¡Ni un solo paso!... ¡Y él, que se había creído encaramado en la muralla, y hasta con una patona dentro de la fortaleza!

Estaba visto: Inés adoraba en el santo, no a la persona, sino a los milagros que hacía.




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- XIV -

El cura de Robleces


Salió de la casona de Robleces el mocetón de Lumiacos con la oscuridad de una noche inverniza en la mollera, y el peso de una montaña sobre el corazón. La soberbia le impidió decir a su tía una sola palabra de lo que estaba pasando. Llevaba la cerviz muy humillada, tropezaba a menudo en los cantos de la calleja, brotaban sangre sus ojos, y era verde podrido el color de su cara donde no la cubría el negro sucio de su barba cerdosa.

Caminando de este modo se encontró con el cura de Robleces, que venía de Los Castrucos. El cura de Robleces era uno de los pocos ejemplares que quedaban de aquellos presbíteros de misa y olla, como se dice por acá, o de morral y gancho, como se los llama en Castilla. Con esto se entiende que el cura ya era viejo; porque han pasado muchos años desde que no se permite a un hombre «meter barba en cáliz» con solo el estudio de un poco de latín; algo de Teología moral, según el padre Lárraga; un brevísimo examen de unas cuantas materias de clavo pasado, como de sacramentis in genere o de sacramentis in specie, y traducir mocosuena un parrafejo del Breviario.

Ahora se hila de otro modo en la carrera; y por eso Marcones, que la seguía, miraba con alto menosprecio al párroco de Robleces. El cual párroco, lejos de ofenderse con las altanerías de Marcones, le buscaba la lengua muy a menudo para divertirse un rato con él, cantándole de paso grandes verdades. Porque es de advertir que el buen clérigo, cuanto más a viejo iba, más regocijado era de humor. Llevaba cuarenta años sirviendo aquella parroquia, y continuaba gastando, contra la nueva costumbre, zapato bajo con hebilla, medias negras, levita de largos faldones y sombrero de copa alta; por lo que también solía dispararse contra él el pedantón de Lumiacos. Ello era que, por fas o por nefas, nunca se hallaban juntos el clérigo y el seminarista sin que armaran tiroteo entre los dos; y aunque casi siempre tenían la culpa de ello las intemperancias geniales de Marcones, en el encuentro mencionado hubiera fallado la costumbre precisamente por la banda del mocetón. ¡Tan cabizbajo iba, tan absorto en sus preocupaciones y tan inclinado a no distraerse con nada ni por nadie!

Pero, en cambio, no le cabía a don Alejo la locuacidad en el cuerpo aquella tarde; y aunque no buscaba camorra ni cosa que se le pareciera, porque el tal clérigo era un bendito de Dios en toda la extensión de la palabra, le sobraban algunas en la boca, y de algún modo había de emplearlas.

Viendo, pues, venir al seminarista tan cabizbajo y tropezón, esperóle a pie firme.

-¿Vas enfermo o qué te pasa? -le dijo en cuanto se le acercó.

-Y ¿por qué he de ir yo enfermo -respondió ásperamente el seminarista, alzando la cabeza y mirando con ferocidad al cura-, ni por qué ha de pasarme ninguna cosa?

-Hombre -replicó don Alejo-, mortales somos, y los sucesos de la vida no paran un punto ni siempre son de la misma traza. De todas maneras, no te enfades, que nunca se ofende al prójimo con un buen fin, como el que yo llevaba en lo que te dije... Te vi cabizbajo, te vi que tropezabas; y como tú sueles andar más derecho y pisar más firme por lo regular...

-Pues no me pasa nada ni estoy enfermo -dijo Marcones con señales de querer cortar con ello la conversación-, y se agradece el buen fin... Conque ¿manda usted otra cosa?

-¿Tan de prisa vas, Marcos, que te estorba un ratuco de plática?

-No siempre está el horno para rosquillas, señor don Alejo.

-¿No, eh? Pues cata ahí cómo no iba fuera de camino la pregunta que te enderecé... Tu dixisti, Marcos... «no siempre está el horno para rosquillas»: ergo algo le pasa al tuyo, cosa que me negastes de mal temple, como si te hubiera ofendido el supuesto.

-A mí no puede ofenderme nada de lo que usted me diga, señor don Alejo -repuso Marcones esforzándose por despejar el nublado de su cara-: la corona y las canas le hacen merecedor de mi respeto...

-Sobre todo cuando tengo razón en lo que te digo, ¿eh? -contestó don Alejo alegremente.

-Con razón o sin ella -replicó el seminarista volviendo a fruncir el entrecejo-, no recuerdo haberle faltado a usted jamás a la consideración que le debo.

-¡Claro que no, hombre! -se apresuró a decir el cura-. Si todo esto es una pura broma. ¡Bueno eres tú para faltar a nadie, con canas y sin ellas!...

-¡Repito que no le he faltado a usted nunca! -insistió Marcones picado con la ironía de don Alejo-, y mucho menos en esta ocasión en que seguía pacíficamente mi camino.

-Vamos, tú quieres decirme que he sido yo quien te ha puesto en trance de pecar, tirándote de la lengua. Pues dilo, hombre, dilo claro; con eso podré yo decirte a ti que te equivocas de medio a medio, y que el diablo me lleve si tuve otro intento, al detenerte, que el de echar un párrafo contigo y hacerte una pregunta que se me puso entre los labios en cuanto te columbré desde aquí.

-Y ¿qué pregunta era ella, si se puede saber? -interrogó el seminarista, poniéndose en guardia, como se pone un jabalí en cuanto oye el menor ladrido.

-¡Vaya si se puede saber! -respondió el cura con la mayor inocencia-. Lo malo es que, como no está el horno tuyo para rosquillas, según tú has confesado, sabe Dios cómo me la tomarás...

-Pues supóngase usted -dijo Marcones apresurada y fogosamente- que no hay tales rosquillas ni tal horno, y que ahora tengo yo grandísimo empeño en que se me haga esa pregunta.

-¿Sí? -saltó el cura muy ufano-. Pues por el antojo no habías de malparir si fueras embarazada antojadiza. Allá va la pregunta... Pero mira que no lleva otra malicia que la que tú quieras darla. Es cosa corriente en el lugar, que andas en la casona empeñado en una gran obra de misericordia...

-¡Falso! -bramó Marcones, lívido de ira y mirando al cura con unos ojos que parecían puñales.

-¿Veslo? -dijo el párroco dando un paso atrás-. Ya se te fue la burra, y todavía no te he hecho la pregunta, en rigor de verdad.

-¡Repito que es falso el supuesto!

-Corriente, hombre, corriente; pero conste que me das la respuesta antes que yo te haga la pregunta. Y ahora te digo que tienes bien poca correa, cuando te sulfuras por una cosa de que debías envanecerte si fuera verdad.

-¿Y cuál es esa cosa, señor cura? -preguntó Marcones con sorna.

-¡Ahora escampa! -exclamó don Alejo fingiéndose muy asombrado-. Pues si no la conoces todavía, ¿por qué la has dado por falsa y te ha ofendido hasta el supuesto de que sea la pura verdad?

Conoció entonces el arisco estudiantón que se le había desbordado la bilis algo más de lo que el caso pedía, y trató de encauzarla, no tanto por el bien parecer, cuanto por poner a don Alejo en ocasión de aclararle lo que se decía por el pueblo, que bien pudiera no ser lo que él se había figurado. Con este propósito le replicó, dulcificándose cuanto pudo:

-Dejémonos de bromas, señor don Alejo, y dígame claro qué obra de misericordia es esa que se me atribuye.

-Sea todo por el amor de Dios -dijo a esto mansamente el cura después de carraspear-. Pues se dice, Marcos, que andas enseñando la doctrina a cierto feligrés mío que siempre fue muy duro de pelar.

-¿A qué feligrés? -preguntó el seminarista, más tranquilo viendo por dónde iban las suposiciones del cura.

-A don Baltasar -respondió éste-. Pues mira -añadió-, ya me diera yo con un canto en el pecho porque lo consiguieras. Por lo que a mí toca, muchas veces he intentado echarle hacia el buen camino, y nunca pude hincarle el diente. Con que ¿es verdad o no?

-No es verdad -respondió Marcones después de pensarlo un poco.

-Parece que te cuesta decirlo, como si la afirmativa te pesara. ¡Tendría que ver, Marcos!

-¿Cuál? -preguntó éste volviendo a palidecer.

-Que fuera verdad lo que se dice, y te doliera el confesarlo... por humanos respetos... No seas bobo: «hágase el milagro, aunque le haga el diablo».

-Eso es tanto como decirme que me falta competencia para meterme en tal cosa, si se me hubiera antojado.

-No es verdad.

-O derecho...

-¡Tampoco!

-Pues algo por ese arte ha querido usted dar a entender con el refrán del milagro... Y en este punto, señor don Alejo, y con el respeto debido a su corona y a sus canas, ya sabe usted que no me coge los dedos entre la puerta. Hay aquí (y se golpeaba la cabeza) metralla de sobra para vencer en batallas como esa y otras mucho más gordas... ¿usted me entiende?

-¡Anda, morena!

-Aunque no he metido barba en cáliz, me sobran tres cuartos de lo que sé para saber el doble de lo que bastó a otros para meterla...

-¡Miren el sabijondo que respeta la corona del insipiens, si tira bien a dar en medio de ella!... No, y en parte no te falta razón para echar tanto humo por la chimenea; bien dicho te lo tengo en otras ocasiones: desde que vosotros andáis en el mundo, arrastrando por los callejones los manteos y con la cabeza muy alta, cada aldehuela es un criadero de santos para la corte celestial. ¡Y todo por obra de ese puñado de teologías que habéis adquirido arañando por encima un compendio del padre Perrone, que nunca saludamos nosotros los ignorantes morralistas del padre Paco... ¿No es así como nos llamáis los doctores de similor a los pobres curas de misa y olla?... Vaya, y que no es poca ganga la que tiene un feligrés destripaterrones, con un párroco que, para entretenerle el hambre y las pesadumbres, le suelta un zoquete en latín, para convencerle de que sabe mucho de communi Theologorum consensu, de potestate clavium y de otras graves materias de Locis theologicis, o se dispara con un pedrique muy superferolítico, estudiado de memoria en el sermonario de Juan o de Pedro, como le pudiera estudiar yo, que no entiendo una palabra de esas retóricas de púlpito. Con esto, y con pensar que le hace un gran favor hasta en cada misa que celebra, y que el curato es un patrimonio fundado para él, y que a nada le obliga la investidura por ley de mansedumbre y caridad, ya puede afirmar, con la cabeza muy alta, que si no está coronada con una mitra, es porque no hay justicia en la Tierra... ¿Te escuece lo que te digo, eh? Pues mira, lo siento, porque no va con esa intención, aunque bien pudiera ir si fuera yo algo vengativo... En prueba de que no lo soy, te añado ahora que admito excepciones, y muchas, en lo que quizá has tomado por regla general, y que conozco algunas ejemplarísimas que lo son por haber sabido suplir con modestia, humildad y desinterés, la ciencia, la educación y el conocimiento del mundo que les faltan; excepciones que tú, con la leche entre los labios todavía y los cuatro libracos del seminario a medio digerir, no has hecho nunca al hablar de nosotros, ni siquiera por la consideración, de cortesía, de que tengo setenta años y llevo cuarenta en esta parroquia, donde si no he formado grandes santos para Dios tampoco enemigos para el cura que, aunque pecador, no tiene otro vicio que el de echar una calada mar afuera cuando el tiempo y las ocupaciones se lo permiten, y le da el Lebrato un rinconuco en la barquía... Y déjame que me dé a mí mismo este poco de incienso, aquí donde nadie nos oye, si no es Dios, que sabe por qué lo hago...

Marcones, que estaba hinchado como una vejiga de hieles, había amagado al cura, durante su reprimenda, con más de dos estampidos; pero la serenidad y la mímica de don Alejo habían logrado contenerle. Así es que cuando éste acabó de hablar, el mismo estrago de la interna lucha tenía rendido al iracundo seminarista. Con ello y algo que, al fin, le imponían los años y la investidura del párroco, limitóse a decirle ¡eso sí! con el ceño hecho una tempestad y después de tragarse un bramido de la que le andaba por dentro:

-No es ocasión ésta de que se ventile como se debe el punto que acaba de tocar usted; por lo que renuncio a decirle algo siquiera de lo mucho que se me ocurre en nuestra defensa. Otra vez será...

-¡Lo ha sido ya tantas otras! -exclamó don Alejo-. Sólo que hoy me ha dado a mí por hablar un poco más de lo que suelo cuando te oigo predicar desde tan alto.

-¡Es que el punto merece ventilarse!

-¡Quia, hombre, quia! Si a mí me tienen sin cuidado esas cosas. Una vez, y acabóse. Pues dígote ¡y a mis años! Cayó la pesa ahora... y por eso... Y entiende que lo que me has oído no te lo dije para convencerte, sino en respuesta a otros dichos tuyos que no te he oído hoy por primera vez... ¿Me entiendes? Bueno. Pues hazte la cuenta de que no te he dicho nada, y volvamos al principio: te aseguro que pondrías una pica en Flandes catequizando al Berrugo, y que lo celebraría yo lo mismo que si la hazaña fuera mía. Palabra de honor.

-Y yo le repito a usted -respondió Marcones entrando en la materia de muy mala gana- que es falso ese decir de las gentes.

-Vaya -replicó don Alejo como si le contrariara un buen deseo de afirmación-; pues, en ese caso... será más cierto lo otro.

-¿Cuál? -preguntó el seminarista alarmándose de nuevo.

-Nada -respondió el cura-, si el decírtelo ha de ser motivo para que te amontones.

-No me amontonaré... ni me he amontonado jamás... ¡Venga eso que se dice y necesito saber yo!

-Pues si como relampaguea ahora truena luego, ¿quién diablos va a parar aquí en cuanto yo empiece a hablar?

-Señal de que no me honra mucho la noticia.

-Bien te honraba la de antes, y mira cómo te pusiste: no hago ahora más que anunciarte la otra, y ya me la quieres sacar del cuerpo con las uñas.

-No hay que exagerar, don Alejo: no llevo las cosas hasta ese punto... Tengo muchos enemigos en este pueblo...

-¿Tú?

-Yo, sí, señor; y por donde quiera que ando, porque la malquerencia, la ignorancia y la envidia, son de todas partes: tengo también, por desgracia o por fortuna, mi genio y mis prontos correspondientes; y cuando las cosas y los dichos se combinan de cierta manera, no es de extrañar que uno salte de improviso aparentando lo que no es en realidad... Conque hable usted con franqueza, y vaya perdiendo sus temores a lo que pueda tronar...

-Hombre, tanto como temor a eso, nunca le he sentido, Marcos: la verdad por delante. Una cosa es que me duela verte hecho un jabalí por puntos de poco momento, y otra muy distinta el que me tengan sin pizca de cuidado esas corajinas que te ponen verde y con los ojos en llamas... En fin, que se me da por tus fierezas lo propio que por tus latines, y que no quiero aspavientos ni vocerío sin necesidad y en medio de la calle. De esta casta son los temores que yo tenía.

-Pues de esos mismos temores hablaba yo, señor don Alejo -contestó Marcones con una sonrisa forzada y los carrillos temblando-; y no podía hablar de otros, refiriéndome a un sacerdote a quien por su corona y por sus canas debo respeto, sin contar con que yo no me como a nadie con canas o sin ellas.

-¡Toma! Eso por entendido se calla, Marcos. Bien lo sabes: perro ladrador... amén de que no hay una cuesta abajo sin una cuesta arriba... Y no te ofenda tanto como parece por las señales, esta idea que tengo de tus agallas; porque, después de todo, con el ropaje que vistes, mejor te sienta el aire de cordero que el de tigre... Y ahora, para fin y remate de la porfía, te pregunto en santa paz: ¿te lo cuento o no te lo cuento?

-¡Repito que sí! -respondió Marcones devorando oleajes de ira.

-Pues allá va con tu venia y la salvedad consabida. Han notado las gentes que, de mes y medio acá, no sales de la casona. Esto es visto y no hay que negarlo. Con este motivo, que es muy de notarse por lo nuevo, ya que no por otras razones, han afirmado unos que se trataba de lo que antes te dije: de convertir a Dios al amo de la casa, y que ya llevabas la obra de misericordia en buen camino. De esto no hay nada, desgraciadamente, según tú mismo me has asegurado. Pero dicen otros, porque ven a Inés muy peripuesta y hacendosa, como también la he visto yo, y porque creen saber que tú la das lecciones de escritura y no sé si también, de Teología, y porque sacan la cuenta de que te saliste del seminario antes de que se cerrara, que si has ahorcado los libros en definitiva, y trocado la vocación de sacerdote por la de yerno de don Baltasar Gómez de la Tejera; por mal nombre el Berrugo.

-¡Falso, falso!... ¡Un millón de veces mentira! -bramó aquí el mozón de Lumiacos, salpicando el chaleco del pobre cura con las espumas de su rabia. No le cabía en la calleja.

El cura, con las dos manos sobre el puño de plata de su bastón, le miraba con los ojos muy fruncidos y la boca entreabierta. En seguida le dijo con mucha calma y sin dejar de mirarle:

-¡Lo propio que la otra vez, y dos cuartos de lo mismo! ¡Y mira que si el primer supuesto te honraba, éste te pone en las nubes!... ¿De qué color han de ser las cosas que se te cuenten para que no te saquen de quicios, hombre? Te aseguro que si mordieras como ladras, el demonio que se te pusiera delante...

El de Lumiacos, habiendo llegado el paroxismo de sus furores mudos, entró en el período de jadeo fatigoso, que era lo que en tales casos le acontecía siempre, y dijo al cura, entre silbidos del resuello:

-Le repito a usted que aquí hay gentes que se gozan en calumniarme... ¡por envidia!

-¡Por envidia!... ¿por envidia de qué? -le preguntó el cura tan fresco y sosegado.

-De... de muchas cosas -respondió Marcones.

-Corriente... Supongamos que tienes muchas cosas envidiables, contándote el genio entre ellas; pero lo de la calumnia... ¿Es calumniarte el decir que estás ocupado en enseñar la doctrina cristiana a un hombre que no la sabe? ¿Es calumniarte el creer que te tira más la vocación de marido que la de cura, y que por eso, y no por asegurar mejor la puchera, has ahorcado los libros del seminario? Mozo eres, intonso y libre hasta la hora presente; Inés... ¡no te digo nada!: no hay mejor acomodo que ella en veinte leguas a la redonda; y en cuanto al hecho en sí, el apóstol lo dijo: melius est nubere quam uri... ¿por qué, con todo esto por delante, te emberrenchinas, Marcos? Y si un poco me apuras, ¿qué más quisieras tú?

Marcones, mientras el cura le cantaba estas verdades, pensaba que aquel día había sido de los más aciagos para él. Acababa de averiguar en la casona que, en su juego con Inés, no había ganado una sola baza; y por don Alejo, no solamente que se le había descubierto el juego, sino que se le veían las cartas. Además, el cura se atrevía a reírse de sus latines y de sus espeluznos. Esto, con su poca serenidad, le produjo un grandísimo embarazo. No sabiendo cómo salir de él airoso y de frente, echó por la puerta falsa, contentándose con replicar a don Alejo estas palabras solas:

-Y ¿adónde quiere usted ir a parar con todo eso?

-A ninguna parte, hijo del alma -le contestó en seguida el cura-. A lo sumo, a lo sumo, a decirte que no veo de malo para ti en el negocio de tu nueva vocación más que una cosa.

-¿Cuál?

-El que está muy duro de pelar, y que no vas a salirte con la tuya.

Si Marcones pensó corresponder, a su manera, a esta frescura de don Alejo, no es cosa averiguada; pero lo que no tiene duda es que viendo venir de hacia Los Castrucos a don Elías, tomó pretexto de ello para suspender la conversación y apartarse de allí más que de paso.

Apretó el suyo el médico; y en cuanto alcanzó al cura, se le puso al costado y le sopló al oído estas palabras:

-¡Floja es la castaña que le van a dar en casa del Berrugo a ese gandulote! Ya sabe usted que anda buscándole el gato casándose con Inés, con la ayuda de la culebrona que manda allí. Pues bueno: ¡Inés no le traga ni en píldoras! Ella misma me lo ha confesado.




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- XV -

El pleito del profesor


No sé si lo he dicho; y en la duda, lo digo ahora: Inés no se conformaba con lo poco que directamente aprendía de su maestro, sino que trabajaba después a solas y por su cuenta, gozándose en ver cómo recogía de este modo una espiga bien compacta, por cada grano mal sembrado en su cabeza durante la lección. Estos eran los verdaderos frutos de lo que reputaba Marcones por obra suya, y obra, además, maravillosa. Quiero decir (y no sé si diciéndolo me repetiré también) que los adelantos de Inés no consistían en lo que llevaba aprendido y que, en absoluto, no valía dos cuartos, sino en los hermosos estímulos que se habían despertado en ella, lo cual no tenía precio.

En cada lección sorprendía a su maestro con una pregunta discreta acerca de lo tratado en la anterior, o con el testimonio de un resabio vencido en la escritura, en una plana más correcta que la última escrita delante de él. Pues bueno: sucedió que después de aquella lección en que salió a relucir el caso del obispo, Inés escribía planas y más planas, y se ejercitaba en las cuentas, y se aprendía de memoria páginas y más páginas de la gramática, de la geografía y de la historia, y el de Lumiacos no venía a infundirla con su aplauso nuevos alientos para seguir avanzando por aquel camino. Llegaron los días a cinco y ya no sabía Inés qué pensar de tan extraño suceso. Tampoco lo sabía la Galusa. ¿Estaría enfermo?

Con esta duda, y de acuerdo con Inés, se mandó un recado a Lumiacos. La respuesta fue que, aunque no se encontraba tan bueno como deseaba, iría a Robleces al otro día.

Y fue ¡eso sí! muy tristón y con la cabezona algo gacha. La Galusa le recibió con una granizada de preguntas; pero él sólo contestó que le dejara en paz, porque no tenía por entonces ganas de conversación. Andando hacia la sala, mandó a su tía que avisara a Inés, y la encargó mucho que por aquel día los dejara solos durante la lección.

Una vez en el cuarto, se sentó, estiró las piernas que parecían dos postes, metió las manazas en los bolsillos, dejó caer toda la papada sobre el pescuezo y así le halló Inés pasados pocos instantes.

-¡Ojos que le ven a usted! -díjole cariñosamente la garrida muchacha al entrar-. ¿Qué ha sido eso? ¿Por qué ha estado usted tantos días sin venir?

Incorporóse poco a poco el de Lumiacos, sin sacar las manos de los bolsillos ni levantar mucho la cabeza, pero asestando a Inés por debajo de las cejas cada mirada que parecían otros tantos mordiscos de los que no arrancan la tajada; y con voz algo temblona respondió:

-He estado un poco enfermo: ya lo mandé a decir...

-Es verdad -replicó Inés muy afectuosa-, ¡y bien que lo hemos sentido! Pero como al mismo tiempo nos decía usted que no había sido cosa mayor... Vamos, que con un poco de voluntad... ¡perezoso... más que perezoso!

El reprendido tragó de una sola aspiración, que le refrigeró el pechazo, todas aquellas tentaciones que esparcía su rozagante discípula al echarle esta reprimenda de mentirucas; y arrimándose a la mesa, enfrente de la silla en que acababa de sentarse Inés, dijo, amortiguando la mirada y compungiendo la voz:

-Como yo no podía... ni debía sospechar que se me echara aquí de menos por nadie...

-Pues se le echaba a usted -insistió Inés en el mismo tono regocijado y sinceramente cariñoso, mientras sacaba de su cartapacio unos papeles-. Y si se me hubiera cumplido la palabra que se me tiene dada, yo no sé cuántos días hace -añadió sonriendo y mirando al de Lumiacos con un poco de malicia-, de prestarme ciertos libros de historias muy divertidas, mejor hubiera entretenido el tiempo de la espera.

-No he olvidado lo que prometí -respondió Marcones a la indirecta-; y esos libros estarían aquí hace días, si yo hubiera creído que era ya hora de leerlos... Yo no me olvido de nada, Inés, ¡de nada!... Y crea usted que, a veces, me valdría más tener menos memoria de la que tengo.

Esto lo soltó Marcones en un rasgo declamatorio con dejos de amargura; pero como Inés no estaba todavía en aptitud de estimar por toques y matices de artificio las segundas intenciones, respetando a la buena de Dios el gusto que se encerraba en aquellas palabras, las dejó pasar sin meterse para nada con ellas.

-Pero aunque no he tenido historias divertidas que leer -dijo en cambio y siguiendo puntualmente, eslabón por eslabón, el encadenamiento de sus ideas-, y me han faltado las lecciones de usted, no por eso he dejado de aprovechar el tiempo. ¡Vea usted, vea usted si he trabajado!

Y alegre como unas pascuas, comenzó a tender, una a una, sobre la mesa, todas las planas que había escrito; después abrió el cuaderno de cuentas por las hojas en que estaban las que no conocía su profesor, y, por último, le señaló en los respectivos libros lo que de gramática, de historia y de geografía se había aprendido de memoria.

Marcones sacó perezosamente las manos de los bolsillos, cogió unas cuantas planas, las miró un instante con ojos desanimados y las arrojó en seguida sobre la mesa.

-¿Y para qué? -murmuró al mismo tiempo en tono lúgubre y como si hablara para que nadie le oyera-. ¡Si esto, que era antes mi orgullo, ha venido a ser mi martirio!...

Y se puso a dar vueltas por el cuarto, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos.

Como estos matices eran bastante más expresivos que los de antes, pescólos Inés; asombróse, y se quedó muy suspensa, mirando sin pestañear al mocetón.

El cual, sorprendiendo en una mirada torcida el efecto causado en la hija de don Baltasar por sus dichos y por sus hechos, se detuvo de pronto delante de ella y la dijo, tétrico y medio espeluznado:

-Inés... yo necesito hablar con usted cuatro palabras... ¿Me las quiere usted oír?

Inés, con aquella salida del seminarista, cuyo rostro estaba cárdeno, sintió una impresión, como de frío, que la invadía de pies a cabeza; y sin saber por qué, tuvo miedo. Instintivamente miró hacia la puerta; y el ver que no estaba cerrada, la tranquilizó mucho. Entretanto, como no contestaba a la pregunta de Marcones, éste se la repitió:

-¿Me quiere usted oír esas cuatro palabras?

-Dígalas usted -contestó al fin la pobre chica, con un nudo en la garganta.

Marcones arrimó una silla y se sentó enfrente de Inés. Puso los codos sobre la mesa, se pasó por la cabeza medio rapada ambas manos, entrelazólas después; y acabando por resobarlas una con otra, rompió a hablar de esta manera, con largas pausas y muy cavernosa la voz:

-¡Yo no he estado enfermo!... ¡No ha habido tal enfermedad!...

Inés, pensando que se la reñía por haberlo creído, se apresuró a responder:

-Me alegro; pero usted fue quien nos lo dijo.

-Sí que lo dije... y, sin embargo, no mentí.

La pobre muchacha pintó en un gesto y en un ademán la nueva confusión en que se la ponía con aquellas afirmaciones que la parecían contradictorias.

-Aquí se ha comprendido -prosiguió Marcones- que mi enfermedad era del cuerpo; y en esta inteligencia digo yo que no ha habido tal enfermedad... Pero estuve enfermo, lo estoy todavía, y, sin la ayuda de Dios, continuaré estándolo... del espíritu, que es la enfermedad más cruel que puede afligir a un hombre de sano corazón y mente luminosa... ¿Se acuerda usted de lo que le tengo explicado acerca del particular de los hombres de mente luminosa y sano corazón? Vea usted, pues, cómo es posible eso que a usted le ha parecido tan contradictorio. Sí, Inés, mi enfermedad está en el alma... ¡en el alma! ¡Estoy enfermo del alma!

Y al decir esto Marcones dio un puñetazo brutal sobre la mesa, y una expresión de amargo desconsuelo a su caraza biliosa.

Inés se estremeció con aquel golpe que no esperaba, tomó en serio lo del dolor que tanto afligía al seminarista, y hasta se compadeció de él; pero no supo qué decirle. Después del puñetazo y la mirada triste y casi llorosa, Marcones dio otras dos vueltas por el cuarto. De pronto se detuvo, sacó el moquero, le arrimó con las dos manos a sus narices, lanzó con ellas una trompetada vibrante y clamorosa, mientras sacudía la cabeza a uno y a otro lado; y cuando concluyó la sonata con tres notas secas, embolsó el pañuelo y volvió a sentarse enfrente de Inés.

-En la última lección -comenzó a decirla- hablé a usted algo sobre el destino de las criaturas en el mundo. ¿Se acuerda usted?

Inés dijo que sí.

-Con ese motivo -continuó Marcones- expuse los recelos que yo tenía de que a la hora menos pensada se me apareciera en el camino que llevo, marchando en busca de lo que creo mi destino, un estorbo que no me dejara pasar, si es que no me extraviaba; estorbo que lo mismo podía proceder de la voluntad de Dios que de las malas artes del demonio... pero estorbo al fin. ¿Lo recuerda usted?

-Lo recuerdo -respondió Inés fascinada por la novedad de aquella escena.

-Pues bien -continuó el seminarista, revolviéndose en la silla y sin apartar de los de Inés sus voraces ojos-. Mis recelos se han confirmado... o mejor dicho, había graves causas para que yo los tuviera; causas que yo llevaba dentro de mí sin conocerlo, pero que se dejaban sentir haciéndome pensar como pensaba. Por una inspiración de Dios, o por un artificio del demonio, que quiere perderme encendiéndome la codicia de cosas imposibles, aquella misma noche vi en mis adentros, tan claro como la luz del día, que mi vocación de sacerdote no era tan firme como yo había creído, que había otra que me tiraba mucho más; que he sido un temerario en brindarle a usted con lo que no puedo llevar a buen remate, y, por último, que en conciencia de hombre honrado, no debo continuar dándola a usted las lecciones que le daba... ¡Todo esto llegué a leer y a sentir dentro de mí mismo! ¡Todo esto Inés! ¿Comprende usted mejor ahora cómo se puede enfermar hasta la agonía sin que en el cuerpo se sienta el más pequeño dolor?

Inés, que cada vez entendía menos lo que la quería decir Marcones, y se sentía más deseosa de entenderlo, se atrevió a preguntarle en cuanto él cesó de hablar:

-Pero ¿por qué vio usted todas esas cosas tan de repente, y qué tienen que ver con ellas las lecciones que usted me da?

Demasiado sabía el de Lumiacos, desde el caso del obispo, que no estaba Inés en disposición de comprenderle con metáforas de enamorado llorón, y por eso no le exacerbó la bilis esta nueva candidez de la desapercibida muchacha; pero no queriendo exponer el éxito de su negocio al azar de una embestida en crudo, la iba preparando con toda la exornación atenuante que llevaba bien estudiada.

-Pues si usted comprendiera todas esas cosas de repente, con lo poco que la he dicho -exclamó-, ya estaba resuelta para mí la dificultad... Si usted me hubiera comprendido -insistió, compungiéndose-, no necesitaba yo decir en este momento, ni nunca, por qué me retiraba de esta casa... ¡para siempre! como necesito decirlo para que no se me tenga por un hombre informal y desagradecido... Y esta explicación ¡ésta! es la que me duele tanto como la misma enfermedad.

El pasmo de Inés iba creciendo a medida que se acentuaba el aspecto patético de Marcones; el cual estudiaba con ojo sutil el cuadro de síntomas que ofrecían los movimientos del ánimo de la inexperta moza.

-Sepa usted -prosiguió el seminarista dando nuevos tintes sombríos a su mirada y a su voz- que el tropiezo que yo temía, o hablando más propiamente, que el imán poderoso, la fuerza sobrenatural que me detiene... ¡tampoco es esto lo exacto!... que me arrastra fuera de mi camino, está aquí, ¡aquí! en esta misma casa... ¿Me va comprendiendo usted?

Tampoco le comprendía Inés por estas señas; y así se lo dio a entender en su expresivo ademán, y sin apartar sus compasivos ojos de los sanguinolentos de Marcones.

Este hizo otro envite en el juego en que estaba tan empeñado de la siguiente manera:

-¡Estará decretado también que yo apure gota a gota las hieles de mi amargura! ¡Cúmplase la dura ley! En castellano corriente, Inés: desde que ando en esta casa se han despertado en mí sentimientos y fervores que son incompatibles con la serenidad de espíritu y con la castidad de pensamientos que se requieren para el estado eclesiástico. En una palabra: yo no sirvo ya para sacerdote; repito que la causa de ello reside aquí, y añado que la conozco y que mi voluntad no ha tenido la menor parte en la caída... ¡Puedo jurarlo, Inés, puedo jurarlo si a jurarlo se me llamara! Sin embargo, a nadie culpo, nada pido, de nadie me quejo. Barro frágil era: tropecé a oscuras en mi camino, y barro despedazado soy en este momento. Nada más natural en los azares de la miseria humana. ¿Acabó usted de comprenderme?

-No, señor -respondió Inés muy resuelta, después de unos momentos de indecisión.

Esta entereza por remate de lo que él había ido leyendo de nuevo en la cara de su discípula mientras la enderezaba las últimas indirectas no le dejó la menor duda de que Inés deseaba y quería entenderle cuanto más pronto. El por qué del deseo, ya no estaba tan claro para Marcones.

Arriesgóse éste, y jugó su última carta de la siguiente manera:

-Puesto que es preciso, lo diré más claro todavía. El tropiezo que he hallado en mi camino; el imán, la fuerza que me ha sacado de él; el hechizo que ha despertado en mí sentimientos incompatibles con el estado eclesiástico, y la luz que me ha hecho ver a las claras que mi primera vocación no era perfecta... todo esto junto, Inés, todo esto junto... es usted. ¿Me he explicado bastante ahora?

Inés se estremeció al oírlo, aunque quizá lo esperaba desde muy poco antes. Púsose pálida; en seguida roja; se le acobardó la mirada; cerró los ojos, y concluyó por esconderlos detrás de las manos, sobre las cuales apoyó la frente.

Marcones, en tanto, estaba lívido, le temblaban los párpados y la barbilla, y se le podían contar los latidos del corazón en el paño de su chaleco. Aun sin estimar lo que hubiera de carnal en su intentona, se jugaba en ella la puchera. Era, pues, muy natural aquel desconcierto del seminarista; desconcierto que, con ser tan grande, no le impidió ver que urgía aprovechar la situación moral de Inés para rematar la obra, y, si no vencer, salir de la batalla con el intento bien justificado. Con este propósito añadió a lo dicho, después de un rato de silencio y mientras Inés continuaba con la frente sobre las manos:

-Esto que he tenido que declarar a usted, obligado por las razones que la dí, ha de quedar entre nosotros como en el fondo de una sepultura. Así lo pido, porque tengo derecho a ello; y le tengo, porque, como ya lo declaré, a nadie culpo de lo que me pasa, nada reclamo; y por lo que a mí solo importa, tengo tomada una resolución bien firme. Usted está muy alta; yo estoy muy bajo; usted es hermosa: yo soy una persona insignificante y mísera en quien, por el ropaje que viste y las ciencias que ha cursado, hasta parecen crímenes estos sentimientos; no tengo un solo título para merecerla a usted, al paso que no me parece bastante todo el corazón para adorarla. En este conflicto, ¿qué le toca hacer a un hombre honrado como yo? Alejarse de aquí, y alejarse para siempre. Pero tengo en esta casa deberes que cumplir, y no puedo salir de ella sin dejar bien demostrado que, si no los cumplo, es porque me lo impiden motivos muy poderosos. Ya conoce usted estos motivos, porque solamente para que los conozca usted me he atrevido a arrancar del fondo de mi corazón este secreto. Ahora, olvídele usted, discúlpeme como mejor pueda con su señor padre, concédame el perdón que la pido de rodillas, y déme su permiso para retirarme.

Inés estaba en este momento lo mismo que si de pronto hubiera oído crujir los techos y removerse las paredes de la casa: tiritaba de pies a cabeza, y no sabía qué hacer ni qué decir, ni adónde mirar en busca de un resquicio para huir de aquella situación que la amedrentaba.

Marcones, entre tanto, convulso y anhelante, la devoraba con los ojos; y como pasaba el tiempo sin que ella descubriera los suyos ni dijera una palabra, el fogoso mocetón se levantó de la silla, avanzó el busto sobre la mesa, y, casi a la oreja, la disparó estas palabras:

-¡Dígame usted siquiera que me ha oído, ya que no sea bastante compasiva para perdonarme!

Al mismo tiempo le tocó un brazo con su manaza, quizá para descubrirle la cara tirando de él; pero no sé cuál fue primero, si el llegar la mano al brazo, o el incorporarse de un brinco Inés y dar un paso hacia atrás. Marcones retrocedió a su vez otro paso.

-No he querido ofenderla a usted -la dijo entonces, viéndola con la faz angustiada y los ojos empañados-; y en cuanto al favor que acabo de pedirla...

-Todo lo he oído -respondió al fin Inés trémula y desconcertada-; de todo me he hecho cargo... pero yo no sé... yo no entiendo... yo no esperaba eso... Se quiere usted marchar y no darme más lecciones... puede que tenga razón... y puede que no la tenga: ¿qué sé yo? Para hablar de estas cosas, hay que estar muy serena... Puede que lo esté yo mañana... En fin, si quiere usted que le diga lo que siento sobre todo lo que me ha contado, déjeme que sea capaz de saberlo, porque ahora no lo sé... Conque hasta mañana, ¿verdad?

Y como quien sale de un atolladero abriéndose camino a ciegas con las manos, salió Inés de su apuro entre el laberinto de estas frases descosidas, y en seguida del cuarto, en el cual quedó un instante Marcones bañándose el alma en un golfo de dulzuras, por traducir a su gusto aquellos desordenados aleteos de un corazón que jamás se había visto en apreturas semejantes.




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- XVI -

El fallo de la educanda


La pobre Inés se pasó aquella noche en claro, y aún no la alcanzó para desembrollar el lío de pensamientos que la llenaban la cabeza. ¿Cómo pudo ella imaginarse que la exquisita diligencia de aquel mozo para acudir a su casa y enseñarla lo que no sabía pudiera terminar en lo que había terminado? Cierto que se la venían a la memoria casos y pequeñeces que, examinados desde allí, parecían señales de lo que luego se descubrió; pero para haberlos dado entonces la importancia que aparentaban desde lejos, se necesitaban una malicia y una experiencia que ella no tenía. De todas suertes, ya no era ocasión de ventilar ese punto. Había que tomar las cosas en el estado en que fatalmente acababan de ponerse; y tomándolas así, ¿qué hacer? Esta era la cuestión: sobre esto había que meditar, y nada más que sobre esto.

Ordenando lo mejor que pudo sus alborotados pensamientos, se halló con que no sabía a punto fijo si la explosión amorosa de su maestro, después de pasada la primera impresión, que fue de asombro, la mortificaba o la complacía. De lo que estaba bien segura era de no haber contribuido, a sabiendas, ni con el más ligero soplo, a encender la hoguera en que Marcos parecía consumirse. ¡Y qué hoguera, a juzgar por el fuego de las palabras con que el desdichado se la pintaba! Y con abrasarse tanto, el pobre mozo se resignaba heroicamente a su martirio, sin culpar a nadie, y hasta creyéndose indigno del menor consuelo que pudiera darle quien, en rigor, era la causa de sus dolores. Por este lado no hallaba Inés motivos para sentirse mortificada con aquellas fogosidades tan honradamente declaradas; al contrario: hasta en conciencia se creía obligada a compadecerse de Marcos.

Pero descartadas de la cuestión estas consideraciones que tan directamente se rozaban con su amor propio halagado y con la natural blandura de su corazón; consideradas las cosas en su valor absoluto y con entera independencia de todo sentimiento vanidoso y caritativo, ¿de qué casta era la huella que en los profundos de Inés habían dejado las apasionadas confesiones del estudiante? Aquí estaba el lado más oscuro de la cuestión, y éste era el que reclamaba toda la fuerza de su discurso. Nada la había dicho Marcos que la sorprendiera por nuevo, aunque la asombrara por inesperado; porque el adormecimiento de sus deseos y de sus pasiones nunca fue tan grande que la impidiera sentir, a su modo, esas hermosas revelaciones que suele hacer el corazón humano en la primavera de la vida. El caso, pues, del estudiante, era, en lo esencial, la realidad de muchos sueños que ella había tenido, particularmente desde que la dominaba la afición al aseo y al trabajo. Pero estos sueños y aquella realidad, que tanto se parecían en el fondo, en todo lo demás eran muy distintos. La propensión de Inés a trasponer en sus meditaciones las montañas fronteras con la imaginación cuando se la ocupaban ideas de este linaje, no nacía de un temperamento caprichoso y visionario, sino de una convicción racional y práctica de que no había al alcance de sus ojos realidades de carne y hueso capaces de satisfacer las nativas delicadezas de sus dormidos afectos. No por esto salían sus exigencias de los límites racionales: no soñaba con un príncipe vagabundo de los que andan de puerta en puerta en busca de ignoradas hermosuras para llevarlas a ser reinas en palacios de plata y oro, como los príncipes de los cuentos con que la entretenía muchas veces su pobre madre. Se conformaba con muchísimo menos; pero con ser ello tan poco, ¡era tan distinto de Marcos! Podía ser el galán confuso de sus imaginaciones más bajo o más alto, más rubio o más moreno, más triste o más alegre, dentro del tipo común de los galanes apasionados y corteses: pero gordo, grasiento, mofletudo, con la cabeza rapada, vestido de negro sucio, teólogo de balandrán y casi cura como Marcos, jamás le había soñado. A Marcos le consagraba ella un afecto de otra especie: le admiraba por sabio, le profesaba un cariño respetuoso por la paciencia y la perseverancia con que la instruía y la aconsejaba, le besaría con gusto la mano y hasta se confesaría con él en cuanto cantara misa... De pronto este hombre, este teólogo y casi cura, con la cabeza rapada, el vestido negro y el cerviguillo poroso, la descubre que arde en amor por ella, y se lo dice en un lenguaje como nunca le igualaron, por fogoso, los galanes de sus sueños, más elocuentes, a su parecer, por lo mucho que se callaban, que por lo poco que la decían... ¡Oh! ¿por qué era tan gordo Marcos? ¿por qué había estudiado para cura? ¿por qué se afeitaba tanto y no gastaba el pelo con raya y vestido de color? ¿por qué era sobrino de Romana, y por qué, en fin, era de Lumiacos?... Pero ¿sería posible que estas cualidades accesorias bastaran a desprestigiar, en el concepto de Inés, el altísimo valor de aquel profundo y ardoroso sentimiento que el estudiante la había confesado de tan hidalga manera?

Y esto era lo que la inexperta muchacha no acertaba a poner en claro. A veces consideraba, «por un momento», que se le acercaba Marcos, que la pedía la respuesta prometida, y que ella se disponía a dársela enteramente ajustada a los deseos del enamorado mozo. Y entonces sudaba Inés de congoja, porque no hallaba modo de que las palabras salieran de sus labios; y no por cortedad de mujer ruborosa, sino por algo como repugnancia instintiva: le parecía estar hablando con su padre o con el cura de Robleces. Y por este camino lo ponía peor y se sumía en más hondas confusiones, supuesto que Marcos sería todo lo gordo, todo lo negro y todo lo teólogo que se quisiera; pero, en rigor de verdad, era un hombre en la fuerza de la mocedad, sin votos y sin trabas de ninguna especie, libre y casadero como otro cualquiera, y en nada se parecía, para el caso que se ventilaba, ni a don Baltasar Gómez ni al cura de Robleces. Podían ser, por consiguiente, impresiones pasajeras estas repugnancias del ejemplo. Había que averiguarlo.

Y vuelta al torno, y más tumbos en la cama. Y así toda la noche, sin sacar otra cosa en limpio que un medio convencimiento de que por el solo delito confesado por el estudiante, no merecía éste la pena que voluntariamente se había impuesto; que era de necesidad, y hasta de conciencia, disuadirle de su empeño y reducirle a que continuara las interrumpidas tareas, como si nada hubiera pasado entre el maestro y la discípula, y dejar al tiempo la obra de poner en claro aquellas nebulosidades que no podía despejar ella por sí sola.

Entre tanto, no pedía Marcones mucho más que esto en las cuentas que se echaba revolcándose a oscuras en su camaranchón de Lumiacos. Estaba muy satisfecho del resultado de su embestida. Había visto en el azoramiento de Inés revelaciones terminantes de impresiones hondas y de batallas rudas, y a eso sólo tiraba él. Lo demás sería obra de la prudencia y del tiempo. Contaba con que Inés, en la situación de ánimo en que había quedado, le instaría, aunque fuera de cumplido, para que renunciara a su propósito de no volver a Robleces; y él entonces pondría el colmo a su abnegación heroica, aceptando el nuevo suplicio, mil veces más cruel que el de Tántalo... así, con Tántalo y todo: conocía un poco la Mitología, y pensaba que no caería mal en aquel trance este arranque erudito que él tenía en mucho, ignorando lo corrido que andaba por la Tierra. Si, como también era posible, Inés no le hacía el ruego «que era de esperar», él sabría trocar la concesión en oferta, resultando siempre el sacrificio heroico, y hasta con la exornación, por remate, del supradicho símil mitológico. Todo menos cumplir neciamente su amenaza de no volver a Robleces. ¡Tendría que ver la simpleza! Inés era de las tajadas que no se abandonan sin dejar los dientes en ellas. Esto, extremando las suposiciones; porque bien saltaba a la vista, por lo sucedido aquella tarde, que Inés era cera dócil a la mano que se empeñara en reblandecerla. Y ¿en qué otra mano que la suya había caído la cera? Tiempo, tiempo, astucia y perseverancia, era lo único que él necesitaba para salir triunfante de su empeño; y triunfaría... ¡por buenas o por malas!

Con estas inofensivas intenciones, algo lacio de cuerpo, tristón de mirada y cetrino de color, entró la tarde siguiente en la casa de Inés.

Aguardábale ésta en el cuarto de las lecciones, garrapateando maquinalmente números en un papel, pero sin plana nueva. También estaba algo lacia y muy ojerosa. Al llegar Marcones se aturdió mucho y se puso colorada. Tomólo a buen agüero el mozón, y se quedó plantado delante de la mesa sin decir más palabras que las precisas, para dar, a media voz, las buenas tardes a Inés; en la cual se reavivaron sus caritativos sentimientos, al tomar la palidez y la tristeza de Marcones por señales de sus rudas batallas interiores.

-He venido -dijo el de Lumiacos, viendo que Inés nada le decía a él- porque, o la ilusión me engañó, o usted me dijo ayer tarde que volviera.

-Es cierto -tartamudeó la pobre muchacha.

Marcones continuó, después de una pausa de silencio, durante la cual no supo Inés qué hacer de las manos ni de los ojos:

-Y... ¿recuerda usted por qué y para qué me mandó que volviera?

-Creo... que sí -respondió Inés a trompicones.

-Pues aquí estoy para recibir las órdenes que tenga usted la bondad de darme -añadió el estudiantón sin moverse de su sitio y con el hongo mugriento entre las manos.

Pero Inés, que todavía continuaba tomando, muy a menudo, ciertos dichos hueros al pie de la letra, contestó con la mayor sinceridad, después de repasar un poco su memoria:

-Yo no recuerdo que tenga que darle a usted ninguna orden.

-Si no es orden -repuso el de Lumiacos fingiéndose más apurado de lo que estaba- será otra cosa: verbigracia, una respuesta que quedara pendiente ayer, por ciertos motivos de... de cortedad, supongamos.

-Eso ya es distinto -dijo Inés entonces, cobrando alientos en las aperturas mismas del trance en que se la ponía.

-Pues usted me dirá -concluyó Marcones, cambiando de pie para descansar y humillando más la cabeza.

Y con esto llegó el apuro gordo para Inés; apuro que consistía en decir de memoria el párrafo que para eso había discurrido por la noche, después de meditar tantísimo como había meditado.

Por no cansar al lector con la copia fiel de aquellas descosidas frases que al fin tuvo que decir la hija de don Baltasar, parrafada la más larga de cuantas había echado de una sentada en todos los días de su vida, le diré yo que sudando a ratos, animándose en otros, cayendo aquí y levantándose allá, vino a declarar a Marcones, en sustancia y en castellano corriente: que recordaba muy bien cuanto él la había confesado el día antes; que se lo agradecía mucho por la parte que la tocaba; que no veía en todo ello el menor motivo para huir de Robleces, como si hubiera hecho allí algo que mereciera persecución de la Justicia; que le parecía mejor y hasta de necesidad, por no dar en qué entender a las gentes de casa y de fuera de ella, que las lecciones siguieran como hasta allí, él de maestro y ella de discípula, guardando cada cual su alma en su almario; y que se dejara el tiempo correr hasta que Dios, que estaba en los cielos, dispusiera las cosas... como más conviniera.

Marcones quedó muy satisfecho de este dictamen, y más que del dictamen de la emoción interna revelada en el extraño modo de exponerle; pero no lo dio a entender así: al contrario, bajó más la cabezona y respondió tristemente:

-Lo que usted me propone, sería para mí un suplicio superior a mis fuerzas. En la situación en que se han puesto las cosas me sería imposible la vida sujetándola a esa violencia continuada.

Inés se atrevió a replicar muy entera:

-¿Y qué sabe usted de lo que se violentarían los demás? ¡Si sólo se hiciera en la vida lo que le conviene a cada uno!...

Marcones miró fijamente a su discípula, asombrado de su arranque, que lo mismo podía significar mucha frescura de espíritu que un alarde de obligada fortaleza. De cualquier modo, era ya temerario insistir en el empeño y parecía llegada la hora de soltar el símil mitológico.

Dispuesto a ello, Marcones, después de fingir con ademanes y contorsiones una encarnizada lucha en sus adentros, habló así:

-Pues la voy a dar a usted la mayor prueba que puede pedírseme de la honradez y grandeza de la pasión que me devora... Estoy dispuesto a padecer ese horroroso suplicio de Tántalo, sólo porque usted lo desea.

Como debía esperarse, Inés, que no conocía, ni de nombre, a aquel sujeto, preguntó con los ojos a Marcos quién era y qué suplicio había padecido.

Marcos se apresuró a responderla:

-Tántalo era un rey, hijo de dioses, que por sus maldades fue condenado al tormento de la sed, teniendo el agua junto a los labios. ¿Se entera usted? Pues yo voy a padecer como Tántalo... ¡más que Tántalo! Porque mi sed será mayor que la suya, y más fresca y más sabrosa el agua que junto a mí tenga... Y yo no he pecado nunca contra usted de propio intento; y además, me presto voluntario a padecer el martirio... Voy, pues, a ser Tántalo... ¡más grande que Tántalo!... porque usted me lo manda y así lo quiere.

Y como si intentara poner ya de manifiesto su grandura, al exclamar así alzaba los dos brazos con el hongo en una mano. De suerte que, en la relativa pequeñez de aquella habitación, parecía un espantajo colosal teñido con hollín de la chimenea.

A Inés le pareció tal cual el símil, pero no tanto el dibujo con que Marcos le exornó. Díjole lo que mejor pudo y supo para dar por terminado aquel gravísimo incidente, en los términos convenidos poco antes, es decir, guardando cada cual su alma en su almario y encomendando a la providencia de Dios la marcha y el término y remate del amoroso pleito; y volvieron el maestro y la discípula a sus habituales tareas, tomándolas en el punto en que tan bruscamente las había dejado Marcones el día anterior.

Al despedirse aquella tarde el mocetón de Lumiacos entregó a Inés unos librejos.

-Los traía -la dijo- para dejárselos a usted como recuerdo de un desventurado, en la cuenta de que fuera ésta mi última visita. De todas maneras, ya está usted en disposición de sacar la debida sustancia de esta clase de lecturas. Son las novelas ejemplares que la había prometido. Léalas usted despacio; y ¡ojalá la entretengan y la enseñen todo cuanto yo deseo!

Inés y Marcones se separaron con los suyos respectivos enteramente satisfechos: ella, porque, visto de cerca el peligro, le había parecido menos imponente que de lejos; él, porque sus fogosas declaraciones habían sido aceptadas en principio, y se le dejaban las puertas de aquella casa abiertas de par en par, lo cual era un paso de gigante en la marcha de su pleito.

A Inés la había parecido el peligro menos imponente de cerca que de lejos, no sólo por haber hallado a Marcos dócil a sus dictámenes y deseos, sino porque, mirado éste con el interés con que acababa de mirarle y no le había mirado jamás, aún le halló mucho más gordo, más oscuro, más poroso... y más cura que hasta allí; con lo cual se aclaraba bastante aquel lado de la cuestión, que tan negro la había parecido a ella la noche antes.

Entre tanto, la Galusa se bebía los vientos para averiguar con certeza lo que ocurría. Con certeza digo, porque barruntos de algo serio y no desagradable, los tenía por lo que había escuchado desde la sala y por lo que había leído en las caras y en los continentes de los dos interesados principales. Su sobrino, como si se gozara en atormentarla la curiosidad, nada había querido contarla al despedirse la víspera; y eso que le retozaba la alegría en los ojos, mientras Inés no sabía adónde mirar con los suyos, ni poner la mano en cosa que no se le cayera de ella. Sólo la había dicho al pasar: «mañana hablaremos».

Pero, felizmente para la fisgona, Marcones, después de la lección de aquella tarde, se encerró con ella, que ya le esperaba, y comenzó a cumplirle su promesa, diciéndole al mismo tiempo que se frotaba las manos:

-¡Como una seda, tía!... ¡como una seda! ¡Le repito a usted que como una seda!

-Bien está -respondió la Galusa hecha toda ojos y oídos-; pero eso ya lo teníamos días atrás, hijo del alma.

-Cierto -repuso Marcones-, pero lo teníamos en hipótesis, quiero decir, lo dábamos por seguro; al paso que hoy es ya un hecho notorio y comprobado.

-¡Benditas sean las horas del Señor! -exclamó la pelindrusca levantando hasta la boca las manos entrelazadas-. ¿Y cómo te arreglaste para saberlo? ¿Qué la dijistes, hijo del mismo dimoño?

-¡Todo, todo, tía! Todo se lo dije, como si me abrasara en fuego de amor por ella... ¡y creo que es la pura verdad!; y cada dicho salió a su tiempo y cayó como y cuando debía de caer... ¡Oh, estaba el plan bien arreglado, aquí, aquí, en esta cabeza atestada de filosofías!...

-Y ella ¿qué te dijo? -preguntó trémula de curiosidad la Galusa.

-¡Ella! -respondió Marcones con aire de triunfador-. Con la boca, muy poco, por de pronto; pero ¡con los ojos!... ¡pero con el estremecerse de todo su cuerpo!... ¡pero con ponerse descolorida ahora y muy encarnada después!... ¡Todo, todo me lo dijo, tía; todo cuanto yo necesitaba saber!... ¡Qué al alma fue el golpe, y qué bien meditado estaba! Haciéndome el chiquito, conseguí parecerla grande; y despidiéndome de ella para siempre, logré que me detuviera a su lado. ¡Esto es saber entenderlo y poner los recursos a la altura de las ocasiones!

-¿Y todo ello -insistió la Galusa, que era desconfiada de suyo- lo leíste por esas señales que dices de la color baja y del temblor del cuerpo, sin palabra anguna que lo aclarara más?

-Aunque las señales eran de sobra -respondió desdeñosamente Marcones- para un entendedor como yo, esas señales fueron ayer como primer fruto de mis ternezas amorosas y de mis razonamientos de hombre honrado. Después acá, ha pasado una noche: la meditación y el sosiego han hecho su oficio; y esta misma tarde se ha atrevido Inés a confirmarme de palabra lo que yo había leído en las señales que a usted le han parecido tan poca cosa. En conclusión, tía: Inés, sabiendo que la adoro (así se lo dije), quiere que yo continúe dándola lecciones como hasta aquí, con la sola condición de que cada uno de los dos guarde en sus adentros lo que sienta sobre ese particular, hasta que Dios disponga lo que crea más conveniente para nosotros. ¿Le parecen a usted pocas también estas señales? ¿Cree usted que en un asunto como el mío se puede dar un paso más grande, ni en un terreno más firme?... Ahora, mucha prudencia hasta dar el segundo, y, por lo tanto, no se dé usted por entendida con Inés de esto que la he contado. Usted no sabe nada, ¡ni una palabra de ello! ¿Estamos?

-Por la cuenta que me tiene -respondió la Galusa muy satisfecha; y en seguida añadió-: ¡Vaya, que sospensa me dejas y cuento me paece, por lo pronto y lo bien que la cosa te ha salido! ¡Te digo que si no se tuerce!...

-Por el lado de Inés, respondo de que no -dijo Marcones-. Algo más me apura ahora el caso por el otro lado: el lado de ese hombre, que tiene los demonios en el cuerpo.

-Y ¿qué te espanta de nuevo en él -objetó la Galusa- que no te haya espantado antes de ahora?

-Tanto como espantarme -replicó el sobrino-, ni ahora me espanta ni antes me espantó cosa mayor. En teniendo asegurada la hija, en un extremo apurado nada viene a valer la voluntad del padre. Pero por lo mismo que estoy a punto de lo primero, me entran temores de que pueda hacer don Baltasar una de las suyas a la hora menos pensada y cogiéndome desprevenido... Y dígame usted, ya que de esto se trata: ¿no es bien raro que ese hombre no haya maliciado algo hasta la fecha?

-Ese hombre -dijo la Galusa-, bien repetido te lo tengo: mientras no le pidan dinero o cosa que lo valga, tanto se le da que la hija se pase las horas en conversación contigo, como con uno de la Guardia cevil. Además, está en la cuenta de que a ti lo que te tira es la Iglesia, y no más que la Iglesia; y con sólo pensar que te cobra en enseñanzas algo de lo que te ha prestao para tus estudios, se goza en que se las des a su hija. Esto me lo ha dicho a mí ¡pa que lo entiendas!... que por lo restante, poco le importa que Inés no sepa deletrear. Lo que le gusta, y mucho, es verla como la ve, de un mes largo acá, tan frescachona y recompuesta; y no por lo que campa así, sino por lo que al mesmo tiempo tiene de trabajadora y de remango pa el avío del cuarto de él y limpieza de toa la casa. Por otra parte, de semanas a hoy, yo no sé qué mil demonios trae entre cejas, que anda a ratos muy caviloso, y se marcha por esos campos, tan aína por este lao como por el de acullá, muchas más veces que antes. ¡Como tiene tantas trapisondas de intereses con unos y con otros! Pos ajunta a todo esto que ya está pensando en la siega, que ha de acabarse, como siempre, antes del Santo, y el Santo es el deciséis. ¿Sabes tú lo que se arregüelve en esta casa cuando llega esa labor, con un agosto tan grande como el que aquí se hace pa tanto ganao como hay al pesebre? Miedo me da el pensarlo, hijo; que en esos días no bastamos la otra moza y yo pa dar abasto en la cocina al laberiento de la obrerá, que come... ¡Virgen María, lo que ella come! Eso sin contar la fatiga del empaye, y hasta de la mies, de que tampoco se libra la otra infeliz. Y dame segadores; y dame carros ajenos, porque no bastan los dos de casa; y dame la flor de la mocedá del barrio pa el timeneje restante, y fegúrate cómo andará ese hombre en esos días, con el hipo que tiene de que aquí no se dé golpe ni se coma bocao sin que la su mano y los sus ojos entiendan en ello. Así es, hijo del alma, que bien le puedes soltar un cañonazo a la oreja en los días que vienen por delante, sin recelo de que él se dé por alvertío; y como tamién el laberiento de la cocina me obligará a mí a ser ciega y sorda pa cuanto ocurra en esos mesmos días hacia la sala, aprovéchate bien y no seas tonto, que, en casos tales, pasar un punto es pasar un mundo... Quiero decirte, que no te andes con desimulos, receloso de que te pesquen en el aire este ademán o aquella palabra...

-Ya está esa siembra hecha, tía -dijo Marcones interrumpiendo a la Galusa-, y en buen terreno, como se lo tengo referido a usted, sin que ello impida que aproveche yo las buenas ocasiones que se me presenten para cosechar el fruto antes con antes. Por de pronto, unos librejos la he dado que la enseñarán a sentir como se debe y en beneficio mío, esas cosas que yo la he hecho almacenar de pronto en la cabeza y en el corazón. Leyéndolos bien, se empapará en la materia, me consultará su pensar, un caso sacará otro a relucir... y, en fin, yo sé lo que me hago.

-¿De modo que te saliste con la tuya; que ya quemaste el medio balandrán que tanto te pesaba?

-Para ella, sí; pero aún me queda, por respeto a su padre, la sotanilla entera... ¡Y si viera usted cómo me han crecido desde ayer acá los deseos de vestirme de color y dejarme los bigotes, para ser el mejor mozo de la Ribera! ¡Ay, tía! -añadió el estudiante con hondo desconsuelo-, ¡de qué otro modo tan distinto marcharan estas cosas si yo pudiera quitarme de encima hasta el último jirón de paño negro! ¡Mal rayo le parta!... Y con esto me voy, que se va haciendo tarde.

Y se fue, despedido por su tía con esta fervorosa imprecación:

-¡La Magalena te guíe, serafín de la cencia, y la fortuna ponga luego en tus manos lo que buscas... que güena falta nos hace!



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