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- XVII -

El agosto del Berrugo


Tenía razón la Galusa: el agosto de aquella casa era un reventadero. Duraba cerca de dos semanas, porque no entraban, un año con otro, menos de sesenta carros de yerba curada en el pajar; y la tarea se llevaba en vilo, sin otra interrupción que la del día festivo intermedio. Cada tarde se empayaban seis o siete carros, y a esta norma se acomodaban las siegas de cada día. Toda la gente que andaba en la brega era de la casa: colonos y deudos de colonos, de los más trabajadores y entendidos entre todos los colonos y deudos de colonos del Berrugo, con las únicas excepciones, últimamente, de Pilara, por ser la mejor acaldadora de yerba que se conocía en Robleces, y de Quilino, a ratos, que se colaba en el bureo de aquellos agostos sin que nadie le llamara, como se colaba en todas partes. Desde que Pedro Juan fue mozo, él y su padre eran siempre los segadores de cabecera: aunque viejo el uno y muy hechos los dos a las fatigas del mar, tan diferentes de las de tierra firme, no había miedo que dalle alguno les picara los talones. Como rapado con navaja de afeitar quedaba el suelo en cada cambá de las que ellos tiraban, acompañándose con sendos crujidos del resuello. El Josco tenía además la gracia de conducir la enorme balumba de un carro de yerba por un despeñadero, sin que entornara, y la de cargarle y descargarle en la mitad de tiempo que el labrador más ágil y forzudo. Desde la primera vez que lo notó el Berrugo, le encomendó el mejor carro de los dos de su casa, y le puso a Pilara por acaldadora. Hay quien afirma que de este modo nació, dos agostos antes del que aquí se menciona, la buena ley que se tenían Pilara y el hijo del Lebrato. Y en verdad que nunca como en aquellas ocasiones eran tan de ver los dos, ni parecían mejor cortados el uno para el otro.

Tampoco mentía la Galusa al afirmar a su sobrino que en el agosto, como en todo lo de su casa, «ese hombre tenía el hipo de que no se diera golpe ni se comiera bocao sin que la su mano y los sus ojos entendieran en ello». Verdaderamente era en aquellos días un argadillo que mareaba. Comenzaba el ajetreo por el acopio del «boquible», como él decía, para la «obrerada»: bacalao de desecho, medio podrido, y una oveja sarnosa de su rebaño en aparcería; y si no había oveja de estas condiciones, una becerruca azurronada y a punto de morirse de ruinera, que nunca faltaba en casa de un aparcero o en la suya propia. El vino, de lo tinto picado de su bodega. Para matar el dejo de la carne enferma o del bacalao podrido, sabía él hacer unos adobos cáusticos que levantaban ampollas y escaldaban el paladar, de modo que el más sutil de suyo no advertía la acritud que pudiera quedarle al vino después del agua de fregar con que le había mejorado el inocente. Y nada de pan blanco para las comidas: boronas como ruedas de molino. De esto, hasta llenarles la andorga. Gracias a Dios, había maíz sobrante en el desván y aquello de menos le comerían los ratones. Para el ollón del mediodía, las berzas de posarmo, las alubias con gorgojo, el tocino averiado... ¡y agua que te crió! La parva, de una bebida alcohólica, cuyos componentes, tan baratos como corrosivos, fueron siempre un secreto suyo, y un zoquete de pan duro y mohoso por persona.

Pagando de este modo a los obreros, no le salían, uno con otro, amén de los carros, a tres reales y cuartillo de jornal. Costumbre era en otras casas pagar, por iguales trabajos, media peseta además de la comida; pero el Berrugo tenía leyes especiales y colonos que las sufrían y acataban, porque les salía peor la cuenta rebelándose.

Avisada y dispuesta la gente, don Baltasar llamaba al Lebrato: le decía qué prados se habían de tumbar los primeros; y antes de salir el sol, ya estaba él, con una rastrilla en la mano esperando en la mies a los segadores. Por sí mismo reconocía los hisos y los linderos; y al marcarlos hollando la yerba con los pies, siempre metía las marcas más de un palmo en los prados colindantes.

-¡Hala, por derecho -decía inmediatamente a los segadores-, y apretar de firme ahora que está la yerba en buen temple de rocío!

Consumiéndole la impaciencia y por ganar algo, aunque sólo fuera un poco tiempo, sin esperar a que se formara un lombío de dos varas de largo, ya estaba él esparciéndole con el mango de la rastrilla y hurgando casi los talones del último segador de la tanda.

Así, hasta que llegaba una criadona con la parva en una cesta. Quedábase la moza para esparcir los lombíos, y se volvía él a casa. A la despensa lo primero. El tocino, las alubias... Del tocino, lo que oliera peor entre lo apartado por rancio; de las alubias, las más vacías y agorgojadas.

-¡Hospa! -decía a la Galusa, que recibía de sus manos aquellas porquerías en el delantal-. Y para ellos, sobra.

En seguida abajo: a preparar el vino tinto. Después al estragal: los aperos; si están listos y corrientes. Al corral de atrás: los carros, las armaduras altas... Llamadas, advertencias y preguntas al criado. Al pajar, para ver si está bien barrido el suelo y bien apartada la yerba vieja, trepando a escape la escalera que arranca de allí, pegada a la pared. Antes, un alto en la payeta para sentar las tablas desclavadas que estén fuera de su sitio... Abajo otra vez: a la cuadra: las telarañas, los boquerones, la ceba sobrante. Arriba de nuevo: vistazo y olisqueo a la carne y el bacalao, que están empapándose en el adobo que él manipuló. A la cocina después: a destapar el ollón en que hierven ya las berzas, el tocino y las alubias. Le parece el condumio bajo: ¡más agua! Antes del mediodía, otro viaje a la mies, por si está o no está dada la vuelta a toda la yerba esparcida según la han ido segando... Y a casa con tiempo para ver cómo se prepara en la cesta grande la comida que ha de llevarse al prado a los segadores, y medir el vino correspondiente, que irá en una botija de barro empedernido, con tapón de garojo... Por la tarde, a la mies todos los criados y él con ellos: a virar toda la yerba segada, y hacinarla después, antes que caiga el relente. Por la noche, toda la obrerada en la cocina alrededor de la mesa grande; y en medio de la mesa, dos tarterones con la carne sarnosa o el bacalao manido, nadando en una charca de salsa fulminante; un botellón negro, cargado hasta el gollete de agua de fregar con el rioja avinagrado, y una borona partida en dos mitades. Mucho eructo, mucho carraspeo, mucho restregón de pies, mucho vocerío y grandes risotadas, y el Berrugo entrando y saliendo y llevando a cada comensal una cuenta exacta en la memoria, de lo que mojaba, de lo que mascaba y de lo que bebía; y dicharacho va y pulla viene contra el que se pasaba «de lo justo», ¡como si no fuera un acto meritísimo en los infelices no ya engullir, sino catar solamente aquellos fementidos brebajes con que se les estaba envenenando allí!

Al otro día se duplicaban las faenas: recoger por la tarde lo segado la víspera, y segar y curar otro tanto para recogerlo el día siguiente; y con este motivo, más obreros y más impedimenta y doblada actividad en el Berrugo, cuya correa daba para cuanto fuera menester. Con la comida en la boca y la rastrilla al hombro, tras una mañana sin sosiego, a la mies con el primer carro, que era uno de los suyos; y allí, mientras se cargaba este carro y llegaba el segundo y comenzaba a cargar, atropa y fisgonea y punza y acribilla al lucero del alba. Cargado el primer carro, a casa detrás de él aguantando sus bamboleos con la rastrilla y recogiendo las yerbas que se caen o quedan enredadas en los bardales. Ya en el corralón y descargándose el carro, a ratos atropaba también la yerba desparramada en el suelo; a ratos gateaba por la escalera del pajar para ayudar al de adentro a desatascar el boquerón que atascaba el descargador del carro; a reñir al «gandul» que se dejaba ahogar de aquel modo; y por último, y con un rodeo fatigoso por cuadras, escaleras y pasadizos, a atisbar por un ventanillo del granero, que comunicaba con el pajar, a la gente moza que acaldaba la gran pila, medio a oscuras, porque no había allí otra luz que la que se filtraba por las tejas y la lata podrida del tejado, y la intermitente y baja que se colaba por el boquerón de la payeta, casi siempre obstruido. Y si columbraba retozos, y si descubría zancadillas, ¡Cristo mío, qué cuchilladas de lengua tiraba desde aquel escondrijo, y cómo le temblaban de frío las carnes al mozo que más sudara en aquel oloroso y blando quemadero!

Y así toda la tarde. Por la noche, lo mismo que en la anterior, con la sola diferencia de haberse alargado la mesa, y añadido una tartera más de bacalao podrido o de carne corrompida, en virtud del aumento de comensales: igual entraba y salía y rondaba la mesa, y ponderaba los manjares y zahería al más voraz o al menos escrupuloso.

¡Y con llevarse semana y media de este modo, es decir, sin cerrar la boca ni parar un punto, comiendo mal y durmiendo peor, no se rendía aquel cuerpo que parecía nutrirse de la fatiga y del hambre y del cansancio de los demás! Y si por remate del ajetreo le resultaba un carro de yerba más de los calculados antes de la siega, hasta se remozaba el indino.

Pues a lo que íbamos rato hace: el «boquible» de aquel año se compuso del bacalao de siempre y de una cabra con úlceras y papera.

Pedro Juan había dicho a Pilara, dos días antes de empezarse la labor:

-Estoy avisao pa la siega de ese hombre.

Y ella le había respondido, con «un mirar de ojos» de mayor alcance que las palabras:

-Tamién yo, Pedro Juan.

-Estonces voy -había añadido él.

-¿No pensabas dir si no?

-¡Qué sé yo lo que pensaba, coles! De un tiempo acá, no pienso cosa con arte, y si no es una cosa mesma... y dale que dale, y arriba y abajo y de día y de noche.

Esto se había hablado en el corral de Pilara, pasando por allí el Josco «por casualidad» y muy de prisa; lo que demuestra, y es lo cierto, que el pleito de Pedro Juan no había adelantado un paso, con ser muchos los días corridos desde las últimas intimaciones del Lebrato y la subsiguiente guantá al temerario Quilino.

-¡Déjeme tan siquiera hasta el agosto... de ese hombre! -había suplicado Pedro Juan a su padre ante las nuevas amenazas de éste-: Si allí no lo arreglo de por mí mesmo, hágalo usté como quiere... u haga de mí carná de sereña, que sería lo mejor, ¡coles!

El Lebrato había accedido a la súplica: y por eso Pedro Juan esperaba la siega del Berrugo, con tales ansias, que las piernas solas, y contra el mandato de él, le habían arrastrado a pasar casualmente y muy de prisa por el corral de Pilara, para preguntarla aquello poquitín que la había preguntado.

Y llegaron los días esperados, y llegó la hora de entrar el Josco con el primer carro vacío en la pradera. El corazón le dio media docena de golpes en el pecho. Allí estaba Pilara hecha un brazo de mar, atropando con la rastrilla el heno fragante que cascabeleaba de puro seco. ¡Qué bien le «agolía» a él entonces todo aquello, y qué grandona le parecía la mies, y qué alegre el sol que le tostaba, y qué bien entonados los cantares que echaban las obreras, y qué poca cosa todas ellas, desmedradas y sin arte, al lado de Pilara, que sacaba a la más jampuda medio palmo en altura y en redondez!

Pedro Juan enrabó y echó al suelo las cuerdas y el horcón que estaban en la pértiga. Iba a comenzar la carga. ¿Subiría Pilara al carro? ¿Subiría otra obrera? Esta duda molestó al Josco unos momentos, por más que la costumbre de otros años debiera tranquilizarle. ¡Pero estaba el mozo tan querenciosote y amarteladón de un tiempo a aquella fecha!...

Poco le duró la duda; porque Pilara, leyéndosela en la cara, o sin leérsela, en cuanto vio el carro dispuesto, soltó la rastrilla y se encaramó en él por la rabera, después de haber mirado a Pedro Juan de un modo que parecía decirle: «¿Cómo pudiste tú pensar cosa diferente, inocentón?» Y empezó la carga.

Es cosa de repetir aquí lo que ya se ha dicho; nunca como en aquellas ocasiones eran tan de ver Pedro Juan y Pilara: ella arriba, con su refajo corto de bayeta encarnada; el talle mal encerrado en un justillo de rayas azules; sobre los anchos hombros, un pañuelo de mil colores, cuyos picos, cruzados bajo el robusto seno, recogía la jareta del delantal; y a la sombra de un pajero con cintas coloradas, la cara frescachona, espejo fidelísimo del espíritu más satisfecho del envase que le cupo en suerte, entre todos los espíritus que andan por el mundo encarnados en criaturas humanas. Abajo él, Pedro Juan, con la tabla del abovedado pecho y la cerviz hercúlea, tan blanca como el pecho, al sol, lo mismo que la cabeza y los brazos hasta el codo, porque de cintura arriba no llevaba otro atavío que la camisa con las mangas recogidas y la pechera abierta de par en par; de cintura abajo, unos pantalones de mahón y una faja negra para sujetarlos sobre las caderas. Ella recibía arriba las horconadas que él la enviaba desde abajo; y al ver cómo Pilara las cogía casi al vuelo y las iba acaldando en dos meneos, picábase Pedro Juan y doblaba la carga del horcón; pero ella la recibía lo mismo que las otras, sin que volara un pelo de yerba por los aires; y por mucha prisa que se diera el cargador, siempre hallaba a la acaldadora esperándole con los brazos abiertos y retozándole la risa placentera en los alegres ojos y entre los menudos dientes blanquísimos. Pedro Juan se iba animando más y más... por dentro se entiende, pues ni a su cara seriona ni a sus labios entreabiertos asomaba la menor señal de sonrisa ni de palabra; y allá va media hacina de un golpe sobre la regocijada moza, que aparecía al momento sobre la nube, escupiendo yerbas, sacándose otras del seno y riendo a carcajadas. Otras veces Pedro Juan la aliviaba el trabajo poniéndole la horconada donde más falta la hacía; y también entonces se le pagaba la fineza en aquella moneda de miradas alegres y de sonrisas dulces que tanto apetecía él, porque verdaderamente le caían como un cielo estrellado, en las oscuridades de sus adentros.

A todo esto, la carga subía y subía, y la balumba se desbordaba de la armadura de la pértiga por todos sus cuatro costados; y cuando ya no cabía una horconada más sin riesgo de que se desmoronara todo ello, Pedro Juan echaba las cordadas de un lado a otro y de atrás a delante, por encima de la balumba; y él solo, sufriendo con una mano y atesando con la otra con tal firmeza que hacía oscilar la mole y hasta cabecear a los bueyes medio ocultos debajo de ella, dejábala hecha una pieza, en la mitad de tiempo que emplean dos hombres forzudos para la misma labor. Después peinaba lo más saliente de la carga con la rastrilla; y, por último, sin bajarse Pilara del carro, conducíale con gran tiento a casa, entre los chirridos del eje y los cánticos de los obreros que le seguían y, en caso de necesidad, le apuntalaban con horcones y rastrillas. Como si la carga fuera de onzas de oro, atendía Pedro Juan al menor vaivén de su balumba, que podía dar en el suelo no con la yerba, sino con lo que iba sobre ella y valía, en opinión del Josco, más que toda la yerba de la mies y que todas las mieses del lugar, aunque estuvieran sembradas de ochentines.

Así, hasta que llegaba el carro a la portalada del corral trasero de la casona. Entonces se corría Pilara hacia la rabera, se recogía con ambas manos las faldas alrededor de los tobillos, y se dejaba desborregar por allí abajo hasta el suelo, donde caía blandamente y medio acurrucada. Pedro Juan arreaba en seguida; pasaba el carro, a duras penas, por debajo del tosco dintel de roble que le prensaba la carga y se la mordía con sus asperezas, y le dejaba arrimado a la payeta y enfrente del boquerón. Y allí se separaban Pedro Juan y Pilara. Él saltaba desde la payeta al carro para descargarle, y ella entraba en el pajar y subía a la pila para acaldar la yerba que el otro fuera descargando.

A lo mejor de éstas y de las otras faenas, solía aparecer Quilino: en el prado, para hacer que hacemos atropando un poco y revolviendo mucho; en los empayes, para ir derecho a la pila con los que acaldaban, sobre todo si el carro era el de Pedro Juan, señal de que Pilara estaría adentro.

En opinión del Josco, Quilino no tenía pizca de vergüenza. Otro que él, con lo que se le había dicho, y mayormente con la guantá que había llevado aquel domingo, no se le hubiera vuelto a poner delante sino para tomar venganza o para despedirse para siempre... Pues donde estaba Pilara allí estaba Quilino luciendo la persona, sin importarle un comino la cara que pusiera Pedro Juan si se hallaba presente también. La guantada aquella no le había servido de escarmiento.»¿Y qué hacer con un chafandín así, coles?» ¿Había de arrancarle Pedro Juan un par de muelas cada día? ¿No era esto aventurarse a que una vez se le corriera la mano un poco más arriba y le dejara seco?... Y ¿por qué Pilara no le curaba el hipo, de un escobazo? ¡Coles, esto es lo que debía de hacerse... y de haberse hecho ya! ¿Y por qué no se había hecho?... Porque no había él, Pedro Juan «hablao» lo que le correspondía. Por eso. Si hubiera hablado, todo se habría dicho; y entre ello, que le quitaran estorbos de la vista... No tenía derecho a quejarse... Corriente. Pero con esto no se curaba él del resquemor que ciertas cosas le producían: bueno que en la mies, bueno que en el corro, bueno que aquí o allá y a cielo abierto; pero ¡coles! ¿a qué iba Quilino al pajar en cuanto Pilara estaba adentro? Allí se andaba a tientas y nunca se hacía buen pie... Y Quilino podría ser poca persona; ¡pero lo que es pegajoso y atrevido!... Verdad que Pilara era moza que no dejaba pasar las cosas de cierto punto: pero ¿por qué las cosas habían de llegar allí, ni siquiera a que el sinvergüenza, con la disculpa del barullo de los demás, le pusiera la pata delante, por el gusto de verla caer muerta de risa?... Hacía bien, muy bien, el amo en vigilar a menudo a la tropa de la pila; pero haría mucho mejor en no apartarse un momento de la ventanuca del desván. ¡Por allí, por allí, coles, había que estar alerta con el ojo y con el oído!

Y por estas y otras reflexiones tales, Pedro Juan no sosegaba un punto, mientras descargaba el carro, si Quilino estaba en el pajar. Atascaba el boquerón lanzando contra él horconadas enormes para acabar primero; pero así lo ponía peor, pues con el boquerón tapado no oía pizca a las gentes de la pila, y él necesitaba estar oyendo sin cesar a Pilara... porque él se entendía. Una tarde le encalabrinaron de tal modo estas aprensiones que se atrevió a gritar desde el carro:

-¡Pilara!

-¡Quéeee! -le respondió en seguida la voz de ésta, allá dentro de todo, en lo más hondo del pajar.

-¡Ná! -tuvo que decir, medio cortado, Pedro Juan-. Que pensé que llamabas... Pero ya que estamos en esto, ¡habla, habla! ¡no pares de hablar!... ¡que te sienta yo a toa hora!... ¡coles, que me gusta mucho oírvos!...

Y pareciéndole que había dicho demasiado, se comía la figura de vergüenza y atacaba furioso el heno con el horcón, ya que no podía largar otra castaña a Quilino; de modo que en un periquete dejó el carro vacío, con aplauso expreso del Berrugo, que andaba por los alrededores haciendo de las suyas.

-Primero se acabara y de mejor arte -le dijo Pedro Juan, limpiándose con su pañuelo de percal los regatos de sudor con yerbas que le corrían por pescuezo y pecho abajo- si ese chafandín no estorbara a la gente de la pila.

-¿Quién es el chafandín? -preguntó el Berrugo parándose en firme.

-Quilino.

El hombre dejó de hacer lo que hacía, y tomó a escape la escalera del pajar; pero ya salían los empayadores, empapados en sudor, rojos como tomates y sacudiéndose las yerbas agarradas al pescuezo. Pilara ardía, de puro sofocadona y saludable. El único que no coloreaba y que hasta parecía venir en remojo, con los pelos pegados a la cara imberbe y descolorida, era Quilino. Retrocedió el Berrugo; y en cuanto bajó el mozuelo, le agarró por un brazo y le dijo:

-Oye, tú, Milhombres: ya que vengas sin que nadie te llame, que sea para servir de algo, y no de estorbo. ¡Cuidado con que te me vuelvas a subir a la pila!... ¿Lo entiendes?

Quilino se quedó de pronto suspenso; pero en seguida se encrespó, y revirando un poco los ojuelos y la boca lacia, contestó al Berrugo:

-¡Recongrio!... Por si eso lo ha dicho usté por mí, sépase usté que Quilino no estorba en nenguna parte... ¡en nenguna, recongrio! Y sépase usté tamién, que en venir a servile a usté de balde, le hago más honra de la que... angunos merecen, ¡recongrio!

Y se fue, zarandeando la calzonada, para no volver más a aquel agosto.

¡Cómo le saboreaba Pedro Juan día por día y hora por hora, en la mies, en el empaye y hasta en aquellos festines infernales con que el Berrugo envenenaba el hambre de los que reventaban el cuerpo por servirle! No cataba gran cosa, es la verdad, de todo ello, y mucho menos aún cataba Pilara, que sólo por cortesía se sentaba a la mesa por las noches; pero estaba allí frente a frente con él, y teniéndola allí y atreviéndose a mirarla de reojo algunas veces, y oyéndola sus incesantes risotadas, con eso sólo restauraba las fuerzas de su cuerpo... y hasta le parecía menos abominable el Berrugo, que tan grande beneficio le proporcionaba.

Lo peor era que aquello se iba acabando poco a poco, y las cosas no habían adelantado un paso; y al día siguiente del agosto del Berrugo, tan abundante y alegre, empezaría el agosto de ellos en Las Pozas. Él y su padre, solos, enteramente solos, a segar; y a ratos perdidos, y como por obra de misericordia, su hermana y la familia de su hermana y el carro de su hermana, ayudándolos a meter en el pajar la pobreza segada. ¡Y todo este cariz tan triste, por no haber orillado él las arrastradas dificultades! Porque sin ellas delante de los ojos, seguro estaba de que no había de parecerle el agosto de su casa menos risueño que el agosto de «ese hombre». Pilara ausente o Pilara presente, ¿qué le importaría a Pedro Juan, si la llevaría ya «apalabrada» y como cosa de su pertenencia, en las honduras del pechazo?

Y así llegó el último día, y el Josco a sospechar que muy bien pudiera acabar la temporada sin haber salido él de su apuro; y este temor ¡coles! le desconcertaba. Pilara no faltó tampoco aquella tarde: llegó cantando, con la rastrilla al hombro y mordiscando el último zoquete de la comida de su casa; porque no iba a las labores de la mañana... Y se cargó el primer carro del Josco; y el Josco hizo desde abajo prodigios de soltura y de fortaleza, y Pilara maravillas de habilidad arriba; y él la persiguió a horconadas con mayor empeño que nunca, y ella le celebró las gracias, risotera y cariñosa, como jamás le había celebrado otras tales... y anduvo el carro cargado, y llegó a la portalada, y Pedro Juan le paró allí, y Pilara se desborregó, como siempre, por la rabera... y el carro anduvo de nuevo, y se arrimó a la payeta, y le descargó Pedro Juan; y bajó Pilara del pajar, coloradona y reluciente, que daba gloria; y se sentó con otras obreras en el carro vacío; y el Josco las condujo a la mies, como tantas veces las había conducido: ellas cantando y riendo, y él delante de los bueyes, taciturno y con la ahijada al hombro... «y de aquello, ná...». Y se cargó de nuevo el carro, lo mismo que siempre; y de igual modo salió de la mies y llegó a la portalada, y se desborregó por la rabera la mocetona, y se empayó después aquella balumba de yerba... «y de lo otro, ná...». En fin, que llegó la hora de cargar Pedro Juan el último carro que le correspondía en aquel agosto de «ese hombre»; y le cargó, y le sacó de la mies, y le condujo hasta la portalada, y los obreros y el Berrugo que le seguían entraron en el corralón, como de costumbre; y el carro parado y Pilara encima y Pedro Juan abajo, se quedaron solos en la calleja... «y de aquello otro, ná... ¡coles, lo que se llama ná!».

Reconcomiéndose el Josco al considerarlo, arreó un palo a cada buey sobre la espalda para que alzaran más la cabeza, y de ese modo hiciera Pilara con mayor facilidad su bajada de costumbre, cuando oyó que la moza le llamaba:

-¡Pedro Juan!

-¿Qué quieres? -respondió el mozo.

-Ponte por este lao -le dijo Pilara.

Pedro Juan se puso donde Pilara quería: junto a la rueda derecha del carro. Allá arriba, enfrente de él, estaba Pilara recogiéndose las faldas contra los tobillos y mirándole con los ojos llenos de travesuras inocentonas.

-¿Qué vas a hacer? -la preguntó Pedro Juan.

-Voy a bajar por aquí -respondió Pilara acurrucándose junto al borde de aquella montaña de yerba.

-¿Por qué no abajas por la rabera, como siempre?

-Porque me da la gana de abajar por aquí hoy...

-Güeno. ¿Y qué quieres que haga yo?

-Que me aguantes... si eres quién pa ello.

-¡Eso sí, coles! -exclamó Pedro Juan largando a escape la ahijada.

Temblaba por adentro de puro gusto y de sorpresa el hijo del Lebrato. Jamás habían tocado sus manos ni el pelo de la ropa de Pilara, y ahora se le iba a ir encima Pilara en carne y hueso, entera y verdadera. «¡Coles, que barbaridá de suerte!». No se paró a considerar si sería o no capaz de resistir en el aire aquella mole. Se creía con fuerzas para mucho más... Esparrancóse y se afirmó bien sobre los pies, escupióse las manos, levantó los brazos y los ojos hacia Pilara, y la dijo, pálido de entusiasmo:

-¡Échate sin miedo, recoles!

Pilara se reía como una boba, y no sabía de qué modo lanzarse por aquel precipicio abajo.

-¡Mira que peso mucho, Pedro Juan! -le decía.

-¡Anque pesaras más de otro tanto, Pilara!... Con tal de ser tú lo que me caiga encima, aquí hay aguante pa ello... Échate de cualisquier modo, ¡pero échate, recoles!

-¡Pos allá voy!

Y Pilara se lanzó... no sé cómo; pero sé que cayó en brazos de Pedro Juan, sin que los brazos se doblaran, ni los pies se movieran del sitio en que parecían clavados; que un moflete de Pilara resbaló por un carrillo del atleta; que éste cerró los ojos como si en aquel instante relampagueara; que el roce y el calorcillo y el olor de la moza le emborracharon, y que en medio de aquella borrachera fulminante, en los breves momentos en que estuvo su boca tan cerca del oído de Pilara, introdujo en él estas palabras, encanecidas ya en la punta de su lengua:

-¡Pilara!... ¡Dende aquí a la iglesia a que mos case el señor cura!... ¿Consentirás en ello?

Y Pilara, que se vino al suelo, pero a pie firme, en el instante de recibir este disparo a la oreja, contestó a Pedro Juan, mientras con un dedo meñique mataba las cosquillas que le habían hecho las palabras en el oído:

-¡Cuánto hace ya, hijo de mi alma, que podíamos estar de güelta, a no ser tú tan como eres!

-¿Eso es decirme que sí, Pilara? -se atrevió a preguntar Pedro Juan, temblando de gusto.

-¡Y con alma y vida, bobón! -le respondió ella mirándole mimosona.

Todo esto ocurrió en brevísimo tiempo, y en muy poco más descargó el carro Pedro Juan. ¡En un tris estuvo que no ahogara a su padre que estaba al boquerón, bajo las tremendas horconadas de yerba que le mandaba sin cesar!

Por la noche no probó bocado en la cocina; y cada vez que sus ojos se encontraban con los de Pilara, se estremecía de arriba abajo, y a veces se reía solo. Ponderó mucho el Berrugo delante de la obrerada sus valentías de descargador, y estuvo a pique de abrazar a «ese hombre», no por el elogio, sino porque ya nadie ni nada le parecía allí malo ni feo. Entró Inés a dar un vistazo a la mesa, como solía, la halló el Josco pintiparada para madrina, y tuvo tentaciones de proponérselo a voces allí mismo.

Afortunadamente para Pedro Juan, todo era bulla y algazara en la cocina, y nadie reparaba en sus vehementes obsesiones. Hasta el Berrugo estaba menos incisivo y cruel que de costumbre: le habían salido dos carros más de yerba que otros años, y se había recogido el agosto en un día menos.

Por todo lo cual había en la mesa una tartera de plus con el sobrante de la cabra laceriosa, y se remató el festín con una rueda extraordinaria de un blanquillo averiado que el anfitrión pensaba arrojar a la pila del estiércol.




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- XVIII -

Vuelta al pleito de Marcones


Y aconteció que Inés, apenas hecho aquel tratado de paz con su maestro, se vio obligada a poner a prueba el buen andar de aquella máquina de su cerebro, que poco antes había comenzado a moverse segura, pero lentamente; porque llegó a encontrarse muy mal a gusto en la escuela, desempeñando el papel de simple receptáculo pasivo de las enseñanzas de Marcones, y quiso tener allí su iniciativa propia, de modo que, sin dejar de ser discípula, pudiera dirigir a su profesor.

Parecerá esto algo contradictorio, y aun muestra de inverosímiles atrevimientos en la dócil y modestísima educanda. Pues no hay semejante cosa. Inés seguía admirando el saber y hasta el método de enseñanza de su maestro, y ni remotamente creía que el que ella trataba en imponer allí valiera ni siquiera tanto como el otro; pero ocurría que entre las aprensiones de Inés se había enmarañado de pronto el concepto personal, la idea cristalizada de Marcos vivo y efectivo, de tal suerte que ya no puede explicar sino con el ejemplo de lo que pasa a ciertas personas aprensivas, con la forzosa y continua presencia de un arma de fuego, cargada: temiendo hasta que se dispare sola, la ponen a cubierto de cualquier imprudencia temeraria y de todo golpe casual. Pues bueno: Marcones, desde el estallido de marras, era para Inés un escopetón cargado de metralla hasta la boca, que podía volver a dispararse solo a la hora menos pensada; y para aislarle, para mantenerle en la posición menos peligrosa, para evitar y aun para conjurar los golpes casuales, o, viniendo a lo concreto, para prevenirse contra sus ímpetus fogosos, para conjurarlos y para dirigirlos, no había encontrado otro medio que llevar la voz cantante en la escuela. Esto no había de conseguirse ventilando allí asuntos de cocina ni chismecillos de vecindad, sino temas de mayor fuste; puntos pertinentes a las materias de su enseñanza y atrincherarse con ellos; atiborrarse el magín de teorías, de dudas y de reparos, y acosar al profesor incesantemente con estas armas, obligarle a estar atento siempre y amarrado a esas escaramuzas de la discípula; y en cada intento de escapada por el portillo abierto o por la brecha desatendida, acudir allá con nuevos pertrechos que le distrajeran y hasta le abrumaran.

Todo esto había intentado Inés, y lo que es más de admirar, todo esto había conseguido en pocos días, sometiendo con heroica voluntad su buena inteligencia a una gimnasia desesperada. No eran ciertamente campo adecuado al ejercicio de tan hermosos elementos de investigación y de análisis los cuatro libracos de texto que Marcones la había prestado, y algunos más, por el estilo, que conservaba de su madre; pero lo que a la labor le faltara de ancho, lo tendría de hondo; y si no hallaba al cabo grandes cosas, aprendía la manera de buscarlas, lo cual, apurando bien su tesis, era lo que más falta la hacía por de pronto.

Procediendo de este modo, buscando el por qué de aquellas materias mal esbozadas, y supliendo con el buen sentido lo que en ellas no se columbraba, se halló de manos a boca con que en lo que iba dejando atrás, después de sometido a nuevo análisis, veía ella mucho más de lo que la había enseñado su maestro; y con esto, y con lo que no traslucía bastante claro, y con lo que de intento enturbiaba para dar que hacer con la supuesta duda a Marcos, no solamente le tuvo durante una semana pendiente de su capricho, sino vencido casi siempre, y muy a menudo estupefacto.

Pero ¿qué mosca había picado a Inés para lanzarla tan de repente por aquellos trigos de Dios?

La mosca esa daría motivo para que se luciera aquí de firme una pluma diestra en anatomías psicológicas y en disquisiciones fantasmagóricas, por los profundos de las más recónditas oscuridades del espíritu humano, cuando encarna en naturalezas tan sensibles, dóciles y bien equilibradas como la de Inés; pero la mía, quiero decir mi pluma, torpe y desmazalada de por sí, que a la luz del mediodía y por caminos muy trillados se ve y se desea para no andar a tropezones, renunciando hasta al intento de echar una suerte entre los, para ella, inextricables laberintos de esos perifollos de arte, dirá a la buena de Dios que el miedo a los tiros escapados del escopetón de mi ejemplo, se le habían infundido a Inés, primeramente su buen instinto y excelente gusto natural, que de hora en hora la iban aclarando aquel lado oscuro que tanto la preocupó durante la noche que siguió al estampido del seminarista; y en segundo lugar, la lectura de aquellos librejos recreativos que la había prestado Marcones «para educarla el sentimiento».

Los tales librejos eran novelas de las llamadas ejemplares, obras de propaganda, pensadas y escritas con las intenciones más honradas del mundo, pero que, con excepciones contadísimas, hacen bostezar a los niños que sólo apetecen lo maravilloso, y se les caen de las manos a las mozas casaderas que ya no se deleitan con austeridades candorosas ni con inocentadas insípidas. Y conste ante todo que no me burlo de esta clase de lecturas, aunque me lamente de que no sean más entretenidas y pegajosas, como lo son las muy contadas, que, precisamente por ser así y hasta magistrales, no pasan por el tamiz de las almas pías, que tampoco apechugan con aquéllas... ni con las otras. Va todo ello a cuento y en demostración de las buenas tragaderas de Inés, que se envasó tres obras ejemplares en día y medio, hazaña que casi iguala, si no oscurece, a la que yo rematé, siendo niño, leyéndome en igual tiempo a Misseno, o El hombre feliz, la obra más de bien que se ha escrito en el mundo, indudablemente, pero cuya lectura han terminado muy pocos cristianos y no ha repetido ninguno, yo inclusive.

No tenían los alcances filosóficos de esta novela patriarcal las devoradas por Inés; pero, en cambio, eran los primeros libros de imaginación que ella leía; y por esto, y por tratarse allí de cosas muy hacederas en la práctica de la vida entre personajes de carne y hueso, no tomó los asuntos de los libros como ficciones de una fantasía más o menos gallarda, sino como relatos fieles de aventuras reales y verdaderas. Por feliz casualidad, uno de los tres libros leídos era el mejor de la colección, el menos ñoño, el de más arte y de mayores atrevimientos de pasión y de colorido. Esta novela la cautivó verdaderamente. Reducíase en sustancia el asunto de ella a lo siguiente, según resultaba de la lectura, entiéndase bien, no de lo que se proponía el fervoroso novelista:

Cierto don Zacarías Hernández, hombre muy acaudalado, honradote a su modo, receloso y muy escogido en el trato de las gentes, reglamentado en su vida, devoto hasta cierto punto, menguado de mollera, y, por abominación instintiva, al rape en letras de molde, tenía una hija, llamada Amparo, educada con grandes precauciones, recién salida del colegio, hermosa como unas perlas, muy humildita por régimen, y con unos ojos gachos que, cuando los levantaba, eran dos soles que derretían las piedras. El tal don Zacarías era íntimo amigo de don Justiniano Costales, letrado severo y docto, nacido para la profesión como la hiedra para el muro: a ella se agarraba, de ella se nutría, con ella se deleitaba, y de ella tomaba con los jugos y el arrimo, las líneas del cuerpo, la expresión de la cara, el corte de su ropaje y hasta los contados chistes con que se permitía, muy de tarde en tarde, despejar un poco los celajes sombríos de su frontispicio austero. Estos chistes, aunque eran de los que dan ganas de llorar, se los celebraban mucho los canónigos, tres, con quienes se acompañaba en sus metódicos paseos, amén, entre otros tales, de don Zacarías, que los reía a carcajadas sin entenderlos, porque estaban, los más de ellos, en latín de las Pandectas.

Este don Justiniano, letrado viejo, era padre venturoso de Justino, que ya oficiaba en estrados, mozo de mirar severo, de patillas lacias y de rostro pálido, de luengos faldones, sombrero de copa y botas relucientes, bastón de ballena y guantes de medio color. Según el novelista, que parecía estimarle mucho, así se presentaba siempre en público este joven, que «era solemne sin arrogancia, digno con los altaneros, y dócil y sumiso siempre a la autoridad de sus señores padres». Además, hacía versos en latín y cerraba los ojos cuando se encontraba con una chica guapa en sus cotidianos paseos en la amena compañía de ciertos señores graves, que sólo hablaban de derecho político, de filosofía tomística o de la corrupción de los tiempos. Su mejor entretenimiento era el estudio continuo de la ciencia que profesaba, y no leía libro de imaginación sin someterle previamente «a la censura de su padre espiritual». Este gran muchacho andaba ya rayando con los treinta, y no fumaba todavía delante de las personas mayores, ni había entrado jamás en un café. Abominaba del teatro, sin conocerle, y no reía otros chistes que los de su padre y las agudezas de los tres canónigos, en latín también, aunque no forense: más bien era de refectorio.

El cuarto personaje de los principales de la novela era Isidoro, galancete listo y guapo; jurisperito ya igualmente; pero calabaceado varias veces en la Universidad, por andar más atento a las seducciones del mundo que a los libros de la carrera.

Y sucedió que mientras el don Zacarías Hernández pedía al cielo un marido como Justino para su hija, el don Justiniano Costales suspiraba por una mujer como Amparo Hernández para su Justino, que, a su vez, se regocijaba en la contemplación mental de las dotes, y aun de la dote, de que estaba adornada la hija de don Zacarías. De esta mancomunidad de lícitos y honrados deseos nació, por decreto de la divina Providencia, según el novelista, el declarado propósito entre los dos padres, de que los respectivos hijos se fueran aproximando honestamente, y tratándose y conociéndose poco a poco, de manera que sin esfuerzo se manifestara el afectuoso vínculo que, por necesidad, había de manifestarse entre dos criaturas tan semejantes en la honestidad de sus inclinaciones y en la santidad de sus miras. Y así se hizo. Don Justiniano y Justino dieron en menudear las visitas a don Zacarías; y en cada una de ellas, mientras los dos señores padres departían en un extremo de la estancia, cerca del opuesto, Justino, con las piernas formando dos escuadras rigurosamente paralelas entre sí, dándose golpecitos en la barbilla con el puño de su bastón, cogido por medio con su diestra enguantada, y la siniestra sobre el muslo correspondiente; Justino, digo, en esta postura, muy recomendada por el autor de la novela, y colgándole los faldones de su ceñido levitón hasta cerca del suelo, recitaba a la hermosa Amparo versos en latín, o disertaba sobre una ley de Partida, o acerca de la política dominante «en sus relaciones con los sagrados intereses de la familia y de la sociedad».

Yendo encarriladas las cosas de esta manera, aparece en escena Isidoro, recién hecho abogado, y conoce a Amparo en casa de una amigas, cuyo trato frecuentaba bastante la hija de don Zacarías. Isidoro, como se ha dicho, era guapo y despierto; y hay que añadir que era además apasionado, fogoso, algo poeta, ingenuo, franco y alegre como un cascabel. Le parece monísima la hija del ricacho Hernández, y como lo siente se lo espeta. Era la primera declaración terminante y apasionada que Amparo había oído, porque hasta aquella fecha el otro no se había apeado de sus infolios jurídicos: súpola bien, gustóle el mozo, y continuó la intringuilla; hasta que se olió desde la otra casa, y se ató corto en ella a Amparo, sin decirla por qué, lo cual no era de necesidad para la recluida, porque bien a la vista lo tenía. Isidoro no pecaba de encogido; ella se dejaba caer muy guapamente hacia el lado de su gusto, y continuó el galán pintándola su pasión fogosa en cartitas que la entregaba la sobornada doncella, o en versos alegóricos que le publicaba un semanario de la localidad. A todo esto, continuaba Justino con sus luengos faldones y su aire de magistrado precoz, haciéndola disertaciones sobre derecho político, después de haber agotado la materia del romano; y en vista de que aún tenía tela cortada para buen rato, y de que al otro se le había descubierto también el juego de las cartitas y de los versos alegóricos, pusiéronse de acuerdo los señores padres; habló don Zacarías a su hija terminantemente de lo que no le había dicho Justino una palabra todavía, ponderó los merecimientos y las altas prendas personales del hijo de don Justiniano; excomulgó a Isidoro por calavera y mundano corrompido; aseguróla que no consentiría la menor duda en la elección; atrevióse la pobre Amparo a establecer algunas diferencias, muy salientes entre los dos aspirantes; tomó don Zacarías a descarada rebelión estos reparos; creyó ver ya al demonio metido en su casa y sugiriendo aquellas perversas inclinaciones a su hija; entregó el conflicto al docto discernimiento de los tres canónigos; tomáronle éstos bajo su celosa protección, y con tan buen tino se condujeron, que a los pocos días, según afirmaba en conclusión el novelista, la divina Providencia recompensaba las virtudes ejemplares de Justino casándole con Amparo, desengañada de su error, y castigaba al pícaro Isidoro con la pérdida de aquel tesoro, tan indebida y ansiosamente codiciado por él.

Tal era, a grandes rasgos, lo principal del asunto de aquella novela.

En opinión de Inés, bien estaría este desenlace cuando por bueno le daba el novelista; pero, salvo el respeto debido a un hombre que tan bien plumeaba, y a los tres sabios varones que habían convencido a Amparo, si ella, Inés, hubiera sido llamada a entender en aquel pleito y a sentenciarle en conciencia, condena a Justino y casa a Isidoro con Amparo. ¡Lo que es la inexperiencia en las cosas del mundo y en los achaques de la vida humana! A ella le parecía que Justino el estudioso, con aquella levita tan larga, y aquella cara tan seria, y aquellos versos en latín por todo recreo, y aquellos discursos tan sabios, que la recordaban las homilías de Marcones, no resultaba de lo más al caso para marido de una muchacha tan alegre y tan linda como Amparo; mientras que Isidoro... ¿Y por qué se llamaba malo y corrompido a Isidoro, que, como estampa, valía cien veces más que Justino, o mentían las señas que daba de él el novelista? ¿Qué maldades suyas se referían en el libro? Que era aficionado a danzas y espectáculos, que con una mano cogía el dinero que le enviaban de su casa y con la otra lo gastaba en divertirse y en engalanarse; que se perecía por las chicas guapas; que las requebraba siempre que podía; que leía muchas novelas y demasiados periódicos; que conocía a muchos periodistas y copleros, y se tuteaba con un cómico; que en una ocasión había empeñado la capa para prestar a un amigo menesteroso siete duros, y que era muy alegre y muy chancero... Corriente. ¿Y qué edad tenía Isidoro? Veinticuatro años, y además era fuerte, ágil, no de mucha altura, pero muy gallardo, morenito, de ojos y bigote negros... en fin, que era una golosina para muchos paladares de buen gusto, y él no hacía por su parte todo lo que debía para no dejarse tentar del demonio, que, en forma de chica guapa, le tentaba de continuo.

-Pues, señor -concluía Inés-, con el respeto debido al saber de los tres señores canónigos, paréceme a mí que con estas prendas y a los veinticuatro años de edad, lo menos malo que puede hacer un hombre es lo que hacía el pobre Isidoro. Si robara o matara o escandalizara con sus vicios... Pero ser un poco alegre de genio, bastante desaplicado en el estudio, algo coplero y muy aficionado al trato de las muchachas bonitas... Más raro me parece a mí lo del otro: a su edad y con su carrera, no fumar todavía delante de las personas mayores, y entretener a su novia con aquellos sermones tan enrevesados y con aquellas coplas en latín. Además, cuando a Amparo la aconsejaban que se decidiera por Justino, ya Isidoro había concluido su carrera y tenía juicio y era hombre tan capaz como el que más... Vamos, que si yo soy Amparo y no se mete la Providencia por medio, me quedo con Isidoro, como tres y dos son cinco. ¡Lo que es no entenderlo! ¡Qué cosas diría a las chicas el diablo de él, con aquella viveza de sangre y aquellos ojos negros y aquella gracia para las coplas! Debe de dar mucho gusto eso... Aquí la máquina consabida hizo por sí misma un cambio de engranajes, y llevó los recuerdos de Inés a aquellas largas temporadas que, de niña, pasaba en San Martín de la Barra. Allí había visto ella, entre las diversas y extrañas gentes que veraneaban, hombres que se daban un aire a ciertos personajes de las novelas que acababa de leer; pero ninguno de ellos era tan guapo como Isidoro, aunque se le pareciera un poquito.

Juraría que aquélla era la primera vez que los veía en el espejo de su memoria, y tal como los había visto entonces sin fijarse en ellos. Se atrevería a contarlos uno a uno. Y ¿por qué le asaltaban ahora estos recuerdos y antes no? ¡Cosa más rara!... Y ¿de dónde serían aquellos forasteros? ¿Vendrían todos los años a San Martín? ¿Tendría cada uno de ellos una historia parecida a las que ella acababa de leer? ¿Harían versos? ¿Hablarían como Isidoro? De todas maneras, los hombres de aquella traza no eran tan raros ni tan escasos, cuando en un lugar tan pequeño como San Martín se reunían tantos, tan distintos y en tan poco tiempo. Desde entonces no había salido ella de Robleces (donde las únicas levitas eran la del cura y la del médico) en media docena de ocasiones, a otras tantas romerías cercanas; y esas veces, a la fuerza y con los ojos velados por la negrura de su tedio, la había llevado Romana por hacer público alarde de su imperio en la casa, o de un celo cariñoso de madre postiza, en que nadie creía. No recordaba haber visto en esas salidas horribles de la traza de los bañistas de San Martín, o de los personajes de las novelas. Solamente Marcos... ¡Marcos!... Otro cambio repentino de la máquina. No ya Isidoro, tan guapo y tan elegante y tan donoso de palabra; Justino el de los latines, cualquiera de los bañistas de San Martín que hubiera visto y oído a Marcos, gordinflón, negrote, puerco de uñas y de ropa, poroso y medio eclesiástico, decirle a ella las cosas que la había dicho, ¿qué hubiera pensado del suceso? ¿Qué rechifla no hubiera hecho de los dos?

Y aquí se tapaba Inés la cara con las manos, y se asombraba de no haber caído mucho antes en la cuenta de aquellas enormidades. En fin, que las cosas no podían seguir de ese modo, y había que cortar por lo sano. No le plantaría en la calle sin más ni más, porque, al cabo, a tuertas o a derechas, le debía un gran beneficio; pero iría desprendiéndose de él poco a poco, y, entre tanto, le mantendría a raya.

Tal fue el camino por donde llegó Inés, en pocas horas, a encontrar abominable aquel escopetón que en otras pocas más se le había hecho temible.

Marcones, a todo esto, no sabía qué pensar de aquella táctica sutil, de aquellas estratagemas diabólicas con que la discípula le perseguía y le acorralaba y le tapaba los resquicios por donde se le escapaban a él los humos y las chispas del volcán que estaba devorándole por dentro, particularmente desde que había comenzado el agosto del Berrugo y no se oía una mosca ni se veía alma viviente hacia aquella parte de la casa donde estaba el cuarto de la escuela. Andaba el mozón desasosegado y mohíno; y con cada varapalo que recibía de Inés, se ponía más bravo y sospechoso. ¿De dónde habría sacado aquella trasta tantos recursos y tan de repente? ¿Por qué andaba tan sobre sí y le tenía en perpetua batalla y le ponía en tan graves aprietos? ¿Qué diablejo la había infundido tanto valor, tanta travesura y tanto saber?... De las novelas, nada le decía por más que la preguntaba.

-No he empezado a leerlas -le contestaba siempre que el otro le hacía la pregunta, para buscar una callejuela por donde sacarla al terreno en que la esperaba él.

Al fin, una tarde se le anticipó ella diciéndole:

-Ya he leído tres.

-¡Hola, hola! -exclamó Marcones sobándose las manos-. Y ¿qué tal, qué tal? ¿Cosa buena, eh?

Inés le ponderó mucho la de Amparo y Justino. Estaba entusiasmada con ella.

-Naturalmente -dijo el seminarista entusiasmado también-. Aquello es la verdad pura: un ejemplo de la más alta y cristiana moralidad. ¡Y cómo está escrito! ¡Con qué arte y con qué!... ¡Cómo viene por sus pasos contados, y qué a tiempo, la Justicia de Dios para dar a cada cual su merecido!

Sobre este punto se permitió Inés algunos reparos, ya conocidos del lector.

-¡Cómo! -saltó Marcones muy contrariado al oírla-. ¿Es posible que no encuentre usted muy arreglada a justicia aquella conclusión?

-Ya le he dicho a usted -repuso Inés- que lo estará, cuando aquellos señores, que tanto sabían, lo arreglaron así; pero...

-Pero -añadió Marcones interrumpiéndola- usted lo hubiera arreglado de otro modo, si lo ponen en sus manos. ¿No es eso?

-Justamente -respondió Inés-. ¡Vea usted lo que es la ignorancia y la!...

-¡Un joven -prosiguió el de Lumiacos, casi indignado con la ocurrencia de Inés-, un joven como Justino, con el discurso y la formalidad de un hombre maduro! ¡Un muchacho que habla y hace versos en latín, como agua, y maneja los clásicos por debajo de la pata, y sabe de memoria el Fuero Juzgo y las Partidas y todo el Derecho romano, y es humilde y temeroso de Dios, y dócil y sumiso a la autoridad de sus señores padres, y ni siquiera fuma delante de las personas mayores!...

-Pues por todo eso -dijo Inés.

-Por todo eso ¿qué? -preguntó Marcones mirándola fieramente.

-Por todo eso -insistió ella- no le hubiera yo casado con Amparo, que era tan guapa y tan joven, y tan alegre y tan rica. Me parecía Isidoro más a propósito para ella.

-¡Isidoro! -exclamó escandalizado Marcones-. ¡Un danzarín desjuiciado! ¡Un títere que no sabe hacer una oración primera de activa; que recibe el título de abogado por misericordia; que corteja a las chicas casquivanas y publica versos profanos en los periódicos, y empeña la capa y se tutea con un comediante! ¡Casar una peste así con una criatura como Amparo! ¿En qué cabeza cabe? ¿Con qué lógica, Inés; con qué moral? ¡El saber, las virtudes, a los pies de la corrupción mundana! ¡El juicio y el entendimiento, pisoteados por la locura impía! ¿Qué sería de nosotros, los buenos, con unas leyes de moral así? Usted no ha reflexionado bastante, Inés; usted está alucinada... Usted no puede pensar de ese modo... o está contaminada también del virus ponzoñoso.

Mucho, muchísimo se alegraba Inés de ver a Marcones tan irracional y tan bruto en aquella cuestión. Así le resultaba más antipático, y con ello la costaría menos trabajo llegar hasta donde se proponía aquella tarde. Diole cuerda de intento para que despotricara más; y cuando ya el pedazo de bárbaro no tuvo dicterios que proferir ni excomuniones que lanzar contra los mozos mundanos, y las mozuelas extraviadas, y las ideas disolventes, y «los gusanos viles» y «el liberalismo diabólico», y «la masonería de Satanás» porque todo esto atropó allí abogando por la causa de Justino el estudioso, contra el infeliz Isidoro y «los corazoncitos piadosos» que se compadecieran de él; cuando a tales extremos, repito, hubo llegado el energúmeno, y rendido y fatigoso, viendo que daban en duro sus desatinados machaqueos, dijo a Inés que era ya hora de dar principio a las ordinarias tareas, Inés, que no se había sentado todavía ni en sentarse pensaba, acabó de atolondrarle con estas sencillísimas palabras, dichas con la mayor serenidad:

-He resuelto suspender las lecciones.

-¡Cómo! -exclamó Marcones estupefacto-. ¡Suspender las lecciones ahora!... Y ¿hasta cuándo? ¿Por qué?

-Porque -dijo Inés respondiendo a la segunda pregunta, sin querer hacerse cargo de la primera-, porque está la casa muy revuelta con el trajín de estos días; y además, he comenzado hoy la novena de San Roque.

-¡Vaya una oportunidad! -replicó Marcones después de permanecer unos instantes muy pensativo y contrariado; y en seguida añadió, descubriendo, sin poderlo remediar, la grosera hilaza de sus malos pensamientos-: ¡Suspender las lecciones!... ¡y ahora, cuando en esta parte de la casa se vive como en un desierto, y no se siente una mosca, que nos pueda interrumpir!

-Pues también por eso -dijo al punto Inés, muy intranquila al ver lo que se leía en los ojos chispeantes de aquel zángano.

Y con muy poco más que esto, se despidió.

-Pero ¿hasta cuándo? -la preguntó él desde la escuela, donde se había quedado a pie firme, azorradón y mascando hieles corrompidas.

-Ya veremos -respondió Inés desde allá afuera, sin volver la cara atrás y andando a buen paso hacia el otro extremo de la casa, donde resonaba la bulla del trajín de aquellos días.




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- XIX -

El caballero del altar mayor


La fiesta religiosa fue tan solemne como todas las que disponía don Alejo en honor del santo patrono de Robleces. No la describo, porque me asusta el riesgo de cansar al lector copiándome a mí propio. ¡He hablado de tantas otras semejantes a ella!

Predicó el cura de Pandos la mejor palabra que se conocía en los pueblos de tres leguas en contorno, salvo la opinión de don Alejo, que le tenía, quizás por un resabio de casta, por orador más atento a pasmar con sus sabidurías que a conmover hiriendo a puño cerrado las flaquezas vulgares del rústico auditorio; pero era hombre de fama y el predicador más caro de todos los conocidos por allí, y como famoso y caro le eligió para mayor lustre de la fiesta; lustre que no se empañó porque tres o cuatro docenas de ignorantes mujerucas se durmieran aquel día mientras el de Pandos, después de ensalzar las virtudes y méritos del santo «abogado de la peste», tronaba contra las pestes actuales, y se enredó a brazo partido con la peste del espiritismo, la peste del liberalismo y la peste de la masonería. ¿Qué culpa tenían, ni el santo ni su panegirista, de que ni las durmientes ni los hombrones que bostezaban desperezándose, hubieran oído hablar de aquellas cosas en todos los días de su vida, ni de los libros y papeles en los cuales había bebido la materia el orador? Algo así dijo el cura de Piñales, revestido de diácono, gran admirador del perorante, cuando oyó a don Alejo que, con la cabeza inclinada y las manos debajo de la casulla, pero con el ojo y el oído muy atentos a lo que pasaba entre sus feligreses y se predicaba en el púlpito, decía, dando con el codo al subdiácono, gran apologista del Eusebio: «Ahí lo tienes: ¿ves lo que es echar margaritas, y margaritas de pega, a animalucos como éstos? ¡Y tómate seis duros! De a cuatro los conozco yo que a estas horas tendrían al auditorio llorando a moco tendido... Pero así lo quieren, buen provecho les haga». Hablara o no con razones el apasionado don Alejo, el hecho es que el sermón fue del cura de Pandos, lo que equivale a decir que fue «de primera».

Quilino se desgañitó en dos solos muy regorjeados, uno en los Kyries y otro en el Sanctus, habilidad que no lucía él más que en las grandes ocasiones. Pelusa y Gómitos, los dos acólitos de don Alejo, vestidos de roquete blanco con ancho cuello azul, y sotana encarnada, bajo la cual asomaban las perneras de mahón remendado y las alpargatas sucias, zarandearon a más y mejor el incensario, aunque así y todo predominaba en la iglesia el olor a pólvora quemada; porque no tenían número los cohetes que reventaban a la puerta misma del templo, para que de este modo las salvas fueran más sonadas y bien vistas. De la procesión, no digamos: tardó media hora en dar la vuelta alrededor de la iglesia; porque hubo cantadoras y danzantes que precedían al santo: aquéllas, con sendas panderetas muy emperifolladas, y éstos, tres solamente, con tarrañuelas y vestidos de blanco, con muchos pañuelos de seda y sartas de cascabeles hasta en las alpargatas. Parecían enormes sonajeros de goma elástica cuando, al lento compás de las panderetas, piafaban, se erguían, doblábanse, saltaban, iban y venían, y marcaban las mudanzas y corcovos y las cadencias de los cantares de las mozas, con golpes de las tarrañuelas. Por lo que hace al santo, nunca más adornado de relicarios y pañuelos se le vio sobre las andas. Hasta el perruco tuvo su collar de cintas coloradas, honor jamás tributado hasta entonces al caritativo animal. Dicen que fue ocurrencia de Marta, la hija del mayordomo de San Roque, y ocurrencia consultada con Quilino, que había ayudado la víspera a bajar de la urna al santo.

De concurso, el pueblo entero con los trapillos de cristianar. Ni el Berrugo faltó, con su aparejo fino de hombre acomodado, pero no rico. El Lebrato lucía las famosas botas de agua, conservadas como una reliquia a través de los años, a fuerza de no ponerlas y de fricciones de grasa; y el Josco su «vestido bueno», con el cual no estaba tan airoso como con el trabajado y simplicísimo de todos los días, que le dejaba al descubierto una buena parte de su rica escultura. Pilara no cabía en la iglesia, de maja, de contenta y de grandona. Don Elías, que no llegó a entrar en ella por estar ya de bote en bote, con camisa limpia y el sombrero bueno; y sus dos hijas, con los únicos arreos, marchitos y anticuados, que había en la casa para la pareja que estuviera de turno en tan señaladas ocasiones. Quilino, cantando en el coro, parecía un muestrario de galones y trencillas: los llevaba hasta en las costuras laterales del pantalón. También anduvo en la fiesta Marcones, convidado a comer aquel día en casa del Berrugo por condescendencias de éste a las instancias de la Galusa, apoyadas de mala gana por Inés. Iba vestido de negro limpio; y, como medio pieza eclesiástica, se situó a la puerta de la sacristía, en línea diagonal con su discípula, casualmente, por supuesto; la cual ocupaba su sitio acostumbrado cerca del coro, muy arrimada a la pared y enfrente de la puerta principal. ¡Y qué guapísima estaba! con su vestidillo flamante de muselina color de barquillo, liso y modesto como el de una colegiala, y su mantilla negra, entre cuyos pliegues, como si fueran molduras de un marco de ébano, asomaba el óvalo gracioso de su cara, de la que hubiera podido decirse, hablando en culto, que parecía una leyenda en que se confundían, con arte maravilloso, lo dulce y lo picante; cara, en suma, para todos gustos y temperamentos, y muy particularmente desde que se asomaban a sus negros ojos las revoltosas ideas que se le habían despertado detrás de ellos.

Pues sépase ahora que con estar tan lucida la fiesta, no fue ninguna de sus particularidades, predicador inclusive, lo que más llamó la atención de los concurrentes, sino otra cosa harto más profana, y, sobre todo, bien inesperada: un caballero que estuvo en el presbiterio durante la función entera y verdadera, junto a las mismas andas del santo. Era hombre joven, de los de treinta bien corridos; de buena estatura, gran aire y elegante atavío; llevaba los bigotes engomados, y el pelo cortado a media tijera; el pelo y los bigotes eran castaños, la cara de buen color, y las facciones muy regulares. En conjunto, podía llamarse un buen mozo bastante guapo. Cuando los demás se sentaban, él se ponía de pie y algo más vuelto hacia el público que al altar mayor, y entonces se le podían contar hasta los botones de su blanca pechera y los gruesos eslabones de su leontina de oro; y cuando, bastante a menudo, sacaba su reloj y le hacía saltar la cincelada tapa, relampagueaban en ella, lo mismo que en la piedra del anillo que ostentaba en su diestra, la luz que penetraba por las vidrieras de enfrente y hasta la de las velas que alumbraban al santo desde la meseta que sostenía las andas.

Mientras el orador de Pandos permaneció en el púlpito, el caballero, plantificado junto a la barandilla y de cara al público, le recorría minuciosamente con la mirada. Inés hubiera jurado que esta mirada del caballero elegante se detenía algunas veces en ella. Marcones hubiera jurado lo mismo. Por sí o por no, la hija de don Baltasar no miraba al caballero sino cuando estaba segura de que el caballero no la miraba a ella. Marcones, en tanto, soltaba cada carraspeo que hacía retemblar las bóvedas. Pero ¿quién era «el caballero del altar mayor»?. ¿Por qué se había plantificado allí, en día tan solemne, a la par del mismo San Roque y haciendo juego con los tres señores curas cuando éstos se sentaban en el banco de la Epístola? ¿Por qué miraba con aquel descaro a la gente, y no se sentaba jamás? Cierto que se arrodillaba a tiempo y no escandalizaba a nadie con actos de irreverencia; pero ¿por qué sacaba tan a menudo el reloj, y le relucían tanto la cadena y las sortijas? y sobre todo, ¿por qué estaba allí y no en otro sitio más retirado de la iglesia, y tenía aquellos pinchos en los bigotes?

Estas y otras preguntas semejantes se leían en las caras de los feligreses de don Alejo durante la función, y se oyeron en multitud de bocas después en el portal de la iglesia; y en la carnicería inmediata, donde se despedazaban los restos de la vaca sacrificada la víspera por la tarde; y en la taberna contigua, en la que mataban el sefoco de la iglesia muchos que de ella salían ardorosos y sedientos; y en el corro de bolos, y en cualquiera parte donde hubiera dos personas procedentes de la función.

Pero el que estaba sobreexcitado y nervioso era el médico don Elías, que había atisbado al forastero desde la puerta trasera de la iglesia, por encima de la masa de cabezas, al ponerse de puntillas para ver un poco al predicador. Don Elías no sabía más sobre el caso, que los restantes vecinos de Robleces; pero como a él iba una gran parte de las preguntas, por razón de su porte de caballero, y tenía el prurito de no ignorar en absoluto nada de cuanto le fuese preguntado, y por añadidura le roía como a nadie la curiosidad, el hombre se volvía tarumba para responder a tantos sin decir que no sabía una palabra.

-Yo he visto esa cara -respondía, sobre poco más o menos, para salir del paso, dándose aires de saberlo casi todo-; más: sé quien es ese caballero; sólo que en este momento no me acuerdo bien. Tengo como una idea de que me ha consultado alguna vez cierta enfermedad, y hasta sospecho -aquí bajaba la voz y la daba una entonación misteriosa, acompañándose con los correspondientes ademanes y miradas-, y hasta sospecho que ha de ser uno de esos personajes de la masonería, de quienes hablaba el predicador... Aquellas ojeadas acá y allá; aquel tecleo de manos en la cadena del reloj... masonismo puro... Así se entienden desde lejos, unos con otros, esos pajarracos... Y como donde menos se piensa... En fin, no quiero hablar, por si me equivoco; y lo mejor será que no me tiréis de la lengua... De seguro le han conocido mis chicas, y ellas me sacarán de la duda...

Entre tanto, Inés llegaba a su casa preocupada con las mismas de todo el vecindario y otra más; pero sin afanarse tanto como don Elías por resolverlas. A lo sumo, se decía mientras andaba, como se había dicho en la iglesia mientras miraba al forastero, y aun después de mirarle:

-No es enteramente como Isidoro; pero es del corte de algunos que yo conocía de vista en San Martín. ¿Y por qué se habrá fijado tanto en mí?

Esta era la duda que Inés sacaba de ventaja a todos los concurrentes a la función, exceptuando a Marcones, que estaba más picado de ella que la misma Inés.

Cuando llegó a casa, andaba la Galusa, que no había ido a la fiesta religiosa por cuidar de la cocina, vertiendo en una media fuente y tres platos hondos el arroz con leche que había preparado en un calderillo. Era el postre de la comida de aquella solemnidad clásica. El Berrugo se permitía, en honor de ella, ese lujo, más el de un gallo en pepitoria y dos libras de peces que había comprado al Lebrato, amén de la puchera bien pertrechada de embutidos y carne fresca, y vino abundante de lo poco puro que había en su bodega.

Aún aguardaba a su hija otra sorpresa tan grande como la que tuvo al ver al caballero de marras en el altar mayor; la cual sorpresa se la dio su padre recién llegada a casa, preguntándola:

-¿Qué cara pondría el médico si yo le convidara a comer hoy?

¡En la vida se le había ocurrido otro tanto! Por de pronto, Inés aplaudió la ocurrencia de todo corazón, y su padre mandó a escape con el recado a casa de don Elías.

-Me ha dado esa corazonada -la dijo en seguida- al verle en el portal de la iglesia con cara de hambre y hablando por los codos.

-Ha hecho usted muy bien -dijo la bondadosa muchacha-, porque es un bendito de Dios...

-El otro convidado -añadió el Berrugo mientras Inés se ponía de codos sobre la baranda del balcón, porque este diálogo ocurría entre puertas-, el gandulote de Lumiacos, en el pasadizo queda cuchicheando con su tía... Pero, mujer, ahora que me acuerdo, ¿quién sería aquel caballerete fachendoso que estaba oyendo misa encaramado junto al altar mayor?

-¡Ahí le tiene usted! -respondió Inés al punto, enderezándose repentinamente.

-¿En dónde?

-Por la calleja de la iglesia viene hacia acá.

-Efectivamente -dijo el Berrugo acercándose a la baranda.

La pared del corral, que era alta, ocultó en aquel instante al forastero.

-¿Adónde demonios irá por ahí? -preguntó don Baltasar.

Iba a responder Inés que no lo sabía, cuando oyó un carraspeo muy cerca de la portalada, y por debajo de ella vio asomar unos pies muy bien calzados, mientras el pestillo se movía, levantado desde afuera.

-¡A nuestra casa viene! -exclamó entonces en el colmo de la sorpresa.

-¡Toma, y es verdad! -dijo el Berrugo, viendo asomar medio cuerpo del personaje dentro de la corralada.

El padre y la hija se retiraron muy aprisa del balcón, precisamente en el instante en que entraba en la sala, por la puerta del carrejo, haciendo una pesada reverencia, Marcones, con la boca muy risueña y los ojos muy fruncidos.

Inés estuvo a pique de descubrir el detestable efecto que la produjo la repentina aparición de aquella nube tan negra.




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- XX -

¡Quién era él!


El caballero, después de llamar abajo y de recibir del mismo don Baltasar, desde lo alto de la escalera, el permiso para subir, subió.

-¿El señor don Baltasar Gómez de la Tejera? -preguntó muy cortés, apenas hubo llegado al descanso.

-Servidor de usted -respondió don Baltasar descubriéndose la cabeza, porque descubierta la tenía ya el otro.

El cual le tendió en seguida la mano y le dijo, a vueltas de las palabras usuales del saludo corriente entre personas bien educadas:

-Mil perdones, ante todo, por lo intempestivo de la hora, señor don Baltasar.

-Pase usted más adentro, y cúbrase -dijo el Berrugo interrumpiendo al visitante y cubriéndose él-. Se entiende -añadió deteniéndose y deteniendo al otro, que le seguía-, si lo que tiene que decirme no es asunto reservado; porque, en este caso, hablaríamos en otra parte.

-¡Nada de eso, mi señor don Baltasar! -respondió el personaje- ¡nada de eso! Todo cuanto aquí me trae es claro, natural y sencillo, y puede publicarse a voces a la puerta de la iglesia.

-Pues pasemos adelante entonces... y usted dirá -repuso don Baltasar andando hacia la sala, en la cual se hallaban Inés y Marcones en silencio y de bien distinta manera impresionados con lo que estaba sucediendo a pocos pasos de allí.

Al ver entrar al elegante caballero del altar mayor haciendo reverencias y derramando fragancias de perfumería, Inés, después de responderle con medias palabras, muy mal articuladas, y entre corrientes de fuego que la pusieron rojas las mejillas, manifestó intenciones de retirarse, conducta a que la tenía acostumbrada su padre en parecidas ocasiones.

-¡Oh, de ninguna manera, señorita! -se apresuró a decir el visitante, conociendo las intenciones de Inés-. De ninguna manera consentiré que usted se retire porque yo entre. ¡Pues no faltaría más! Supongo -añadió dirigiéndose a don Baltasar- que esta hermosa señorita es hija de usted.

El Berrugo respondió que sí lo era.

-Pues le felicito a usted de todo corazón, señor don Baltasar, por ser padre venturoso de tan bella criatura... Lo digo sin el menor asomo de lisonja -añadió el expansivo y galante caballero, al ver que la pobre Inés no sabía dónde esconder la cara hecha una lumbre-. ¿Y se llama?

-Inés -respondió el Berrugo, no sé si complacido o molesto con aquellas cortesías a que él no estaba avezado.

-¡Inés! -repitió el otro-. ¡Bonito nombre!

Y como después de esto, y aun algo antes de ello, echara ciertas ojeadas a Marcones, adivinándole la curiosidad le dijo el Berrugo:

-Este sujeto es Marcos, el sobrino de mi criada Romana. Es de Lumiacos, y va para cura. Ahora está de vacaciones, y hoy viene a comer con nosotros.

No ya verde, amarillo y azul se puso Marcones al oír estas señas que de él daba, en el tono más fríamente burlón que pudiera imaginarse, el padre de su discípula, que quizás estuviera en aquel instante comparando su corte, medio eclesiástico, con la vistosa y elegante traza del impertinente caballero del altar mayor. Así fue que, temiendo dar un estallido más gordo, que se lo echara todo a perder, pagó con una cabezada y un gruñido el amago de reverencia que le hizo el forastero, y salió de la sala sin que tratara nadie de detenerle, con lo cual acabó de enfurruñarse.

Solos los tres, y como en familia, sentóse en medio el visitante, por invitación de don Baltasar, y dijo así, con el pulgar de la izquierda en el bolsillo correspondiente de su chaleco, y la diestra en el ala de su sombrero de cazo, puesto de canto sobre el muslo derecho:

-Le considero a usted, señor don Baltasar, y a usted, señorita Inés, y hasta al pueblo entero de Robleces, en la mayor curiosidad por saber de qué nube se ha caído este personaje extraño que se plantifica durante la fiesta de San Roque en mitad del presbiterio, y se cuela ahora por las puertas de esta casa. Lo que menos se han figurado las honradas y sencillas gentes que me han visto allí es que yo había elegido lugar tan alto y ocasión tan solemne para lucir mi cadena de oro y mi pechera con brillantes... ¿Presumo mal, señorita Inés? Vamos, dígamelo usted francamente. ¿No le pasó a usted por la cabeza la aprensión de que yo era un farsante presuntuoso, que elegía aquel sitio para lucir la persona, como los jándalos de otros tiempos?

-No se me ocurrió semejante cosa -respondió Inés muy acobardada, pero con toda sinceridad.

-Ño es extraño, si bien se mira -dijo el apuesto galán con el acento meloso que suavizaba todas sus palabras-, porque a la edad de usted y con su honrado candor, no caben ciertas malicias... Pero ¿a que se le ocurrió al señor don Baltasar, que ha vivido más años y corrido más mundo y experimentado más gentes?

-Efectivamente -respondió el aludido, sin pararse en barras-: eso fue lo primero que se me ocurrió al verle a usted tan empingorotado allá arriba, y tan peripuesto: que era usted un farsante. Las cosas claras.

-Ya comprenderá usted que no he de ofenderme con esa claridad, cuando me ha visto anticiparme con el supuesto, dándole por bien fundando. Y hablando ahora en pura verdad, ¡si supieran ustedes lo lejos que iban de ella los que me juzgaban de ese modo! ¡Si supieran todos cuán diferentes de esa disculpable flaqueza eran las causas porque he venido hoy a Robleces, y me he puesto a oír misa en el altar mayor, y estoy ahora bajo los techos de esta casa! ¡Si pudieran imaginarse lo que pasaba por mí cuando oía la voz cascada del buenísimo don Alejo, y lo que hubiera dado yo por sustituir, siquiera con la campanilla en la mano, a cualquiera de los muchachuelos que tenían la fortuna de ayudarle! ¡Si supieran lo que yo sentía cuando paseaba los ojos por cada rincón de la iglesia, y por la barandilla del coro, y por la escalera del campanario! ¡Si supieran que no hay un retablo, una imagen, una piedra, un adorno en ese templo, que me sea desconocido! Y sobre todo, señor don Baltasar y señorita Inés, si supieran ustedes lo que pasa por mí al hallarme donde me hallo en este instante, no me tendrían por descortés al declararles, como les declaro, que, al venir a esta casa, dudo si me arrastra más el amor que la tengo que la estima que me merecen las personas que la habitan.

El extraño personaje parecía muy conmovido al terminar esta parrafada, que escucharon el Berrugo y su hija con profundísima atención; y viendo don Baltasar que el visitante se detenía después de las últimas palabras, precisamente las que más le habían avivado la curiosidad, preguntóle con la llaneza que él usaba con todo el mundo:

-Pero ¿quién demonios es usted?

Sonrióse afablemente el interpelado; miró de pasada a Inés, cuya fuerza de atención rayaba en el pasmo, y respondió a don Baltasar de este modo:

-Es posible que no tenga usted noticias de un sobrinillo que embarcó para La Habana el famoso Mayorazgo de Robleces, muy poco antes de venderle a usted esta casa.

-Tengo -dijo el Berrugo- así como un recuerdo confuso de haber oído hablar...

-Pues ese sobrino, señor don Baltasar, soy yo. Tomás Quicanes, natural de Nubloso, pero criado y educado en Robleces al lado de mi tío.

-¿Qué me cuenta usted? -exclamó aquí el Berrugo muy asombrado, o aparentando que lo estaba de firme-. ¡Conque sobrino del Mayorazgo! Pero, hombre, ¡si parece mentira!

-Pues es la pura verdad, señor don Baltasar -repuso el elegante mozo-, y un desengaño bien triste para los que me hayan tomado por un Archipámpano del otro mundo, al verme hoy tan soplado junto a las andas mismas de San Roque. ¿No lo cree usted lo mismo, Inés? -añadió mirando a la guapa chica con la mayor naturalidad.

Pero Inés sólo respondió sonriéndose y volviendo a ponerse colorada, bajando los ojos al mismo tiempo y pellizcándose con una mano la falda de su vestido por cerca de las rodillas.

-Porque las gentes son así -continuó el de Nubloso-, o, mejor dicho, somos así todos, grandes y chicos, cultos e ignorantes. Vivimos de impresiones, y nos merece mayor devoción el santo de más lejos... El caso es, para acabar pronto, que soy Tomás Quicanes, el sobrino del Mayorazgo de Robleces. Fui a La Habana; trabajé veinte años allí, procurando repartir bien lo que ganaba entre el regalo del cuerpo y el del espíritu, a lo cual debo esta poca luz que traigo en la cabeza; es decir, porque no se tome a tonta vanidad, el no volver tan a oscuras y tan romo como salí de aquí. Agenciéme honradamente un capitalito; un pasar: vamos, para la puchera, como se dice por acá, y víneme resuelto a comerla sosegadamente en la tierruca, después de haber corrido una buena porción del mundo que no conocía. Un mes hace que llegué a la Montaña, y dos días que vine a Nubloso, donde no me queda otra familia que un primo lejano, más rico que yo, puesto que es enteramente feliz con los cuatro terrones que labra y la fecunda mujer que le da un hijo cada año. Con esa familia vivo mientras otra cosa resuelvo: tirábame mucho Robleces, por ser mi pueblo adoptivo; era hoy la fiesta de su patrono, a cuya imagen tantas veces quité el polvo y canté coplas de su novena ayudando a don Alejo, como ahora le ayudan los dos acólitos, y, por cierto, con atalajes que no me pusieron a mí nunca, porque entonces no se usaban esos lujos en iglesias como las de este lugar; vine a la fiesta, ocurrió lo que ustedes saben; y dejando para otra ocasión el regalo de darme a conocer a don Alejo, lleguéme a esta casa, donde he tenido el honor de referir lo que en el pueblo no sabe a estas horas nadie más que ustedes.

-Pues vea usted, señor mío -dijo el Berrugo después de unos instantes de silencio-: no me pesa que el caballerete del altar mayor haya resultado sobrino de mi amigo el Mayorazgo, ni que haya sido afortunado en sus negocios en la otra banda; porque de ser cierto que hay dinero por el mundo, cosa que nos parece cuento aquí por la miseria en que vivimos, más vale que caiga algo de ello en manos conocidas. Así lo siento y así lo digo.

-Y yo acepto ese sentir con todo el aprecio que se merece, señor don Baltasar.

-Eso me es enteramente igual, amiguito, con franqueza; quiero decir, el que me aprecie o no me aprecie lo que le he dicho. A mí me basta para galardón de mis sentimientos, el gusto de no atragantarme con ellos. Y dejando estas coplas a un lado, ¿qué otra cosa se le ofrece a usted por aquí, en que podamos servirle?

A esta pregunta se sonrió el indiano; bajó un poquito la cabeza y se golpeó varias veces el muslo con el sombrero. Después le cogió con ambas manos, cruzó los pies; y volviendo a mirar, siempre muy risueño y oloroso, a don Baltasar, le dijo:

-Si le contestara a usted que nada se me ocurre, señor don Baltasar, más que satisfacer el gusto, medio satisfecho ya, de respirar el aire de esta casa, tan llena de recuerdos para mí, y de ponerme a las órdenes de sus afortunados dueños, no contestaría toda la verdad.

-Pues, por si acaso era así -repuso el Berrugo-, le he preguntado a usted que en qué otra cosa podíamos servirle.

-Hay otra cosa, en efecto -replicó el indiano, tomando nueva postura en la silla, no menos airosa que las anteriores-, en que usted podría hacerme un servicio superior a todo encarecimiento; pero de esa cosa no venía enteramente resuelto a tratar hoy, porque ni es de urgencia inmediata ni el momento que he aprovechado para saludar a ustedes da para ello.

-Pues yo le voy a dar a usted -dijo el Berrugo- otra prueba de lo netas que las gasto, declarándole que con eso que acaba de decirme me ha metido en grandes ganas de conocer esa cosa que usted desea.

Rióse aquí de todas veras el indiano, volviendo un instante los ojos hacia Inés, que no estaba menos picada de curiosidad que su padre, y respondió:

-Ese declarado deseo de usted, señor don Baltasar, me obliga a romper las consideraciones que me detenían, y voy a satisfacérsele inmediatamente; pero a condición de que, por anticipado, me perdone usted, si tengo la desgracia de mortificarle algo el puntillo que tan sensible es en todas partes, y singularmente en esta tierra; yo, por de pronto, le aseguro que si creyera que en lo que voy a proponerle había motivos racionales de mortificación para usted, no se lo propondría...

-¿Quiere usted -saltó el Berrugo muy impacientado ya- dejarse de jarabes de confitería, y decirme en las menos palabras que pueda, y a la pata-la-llana, lo que pretende de mí?

-Pues pretendo -respondió el sobrino del Mayorazgo, sorteando con soltura y gracia aquellas impetuosidades de su interlocutor-, y por supuesto, señor don Baltasar, pura y simplemente como por ansias del corazón, como por antojo de enamorado sensible...

-¿Otra vez a la confitería? -exclamó el Berrugo, casi levantándose de la media silla que ocupaba.

-Ayúdeme usted, Inesita, por caridad -dijo el indiano entonces, envolviendo a la suspensa joven en una mirada muy risueña y en una nueva onda de fragancias-; ayúdeme usted a contener la noble sinceridad de su señor padre, que no me deja ser tan cortés y respetuoso como yo quisiera y él se merece...

Pero como Inés no le respondía más que con sonrisas, muy dulces, eso sí, y con pellizcos a la falda del vestido, y las impaciencias de su padre crecían por momentos, el indiano añadió en seguida volviéndose hacia don Baltasar:

-Puesto que usted lo pide neto y sin repulgos, allá va tan neto y claro como la luz del sol: deseo comprar esta casa. ¿Me la quiere usted vender?

-¡Demonio! -exclamó el Berrugo alzándose media cuarta sobre el asiento, mientras Inés le miraba con el asombro pintado en los ojos-. ¡Venderle yo esta casa!

-Es una proposición como otra cualquiera, señor don Baltasar -dijo el indiano, dominando perfectamente la escena con sus aires de gran personaje-. La quería usted clara, y clara se la he expuesto... Los motivos ya le he indicado a usted cuáles son... motivos que llama usted, con suma gracia, de confitería; pero que en un hombre de mis ideas y de mis sentimientos, pueden mil veces más que todas las pompas de la tierra... En cuanto al precio, el que usted fijara. No creo que fuera tan alto que pasara de ciertos límites, ni yo me considero tan pobre que no pudiera pagarle a usted, hasta con réditos, las ganas, como sería justo. ¿Es esto hablar claro también, señor don Baltasar? Creo que sí. Pues ahora, si en ello hay algo que pueda mortificarle a usted, bórrese, olvídese... y como si no hubiera dicho nada.

-¡Qué demonio he de ofenderme yo por esas cosas! -respondió el Berrugo, que estaba entonces en sus glorias-. ¡A buena parte viene usted, hombre! ¡Ni que se tratara de una puñalada por la espalda!... Sépase usted, para en adelante, que yo soy de los que creen que hay derecho para proponer la compra de cuanto se le ponga a uno por delante; más creo: creo que el comprar o no comprar lo que se desea sólo es cuestión de precio. Y esto no lo digo por empezar a subirle el de mi casa, sino como regla que profeso en la materia, por razón de lo que llevo visto y observado.

-Sin decirle ahora, señor don Baltasar -replicó el indiano, que andaba tan atento a las impresiones reveladas en Inés como a las palabras de su padre-, hasta qué punto estoy de acuerdo con esa regla de usted, yo me felicito, por lo pronto, de que la proposición que he tenido el honor de hacerle no le haya mortificado lo más mínimo. Y esto declarado, me atrevo a pedirle a usted permiso para dirigirle otra pregunta.

-Ya está usted haciéndomela -contestó el Berrugo.

-Lo que usted me ha dicho respondiendo a mi proposición, ¿significa que queda aceptada en principio?

-¡En principio! ¡en principio! -recalcó el Berrugo en tono desdeñoso-. En principio están en venta, bien dicho se lo tengo, todas las cosas de este mundo, hasta la honra de las gentes; ¿y no había de estarlo esta humilde casa, aun sin los deseos que usted tiene de ella? ¡Pues, hombre!...

-Entendido, y muchas gracias, señor don Baltasar. Y ahora, siquiera por lo que el asunto parece disgustar a esta señorita, le pido a usted el favor de que no se hable más de él hasta que las circunstancias lo reclamen; pero con la advertencia, entiéndalo usted bien, Inesita, de que ni ese gusto ni otro alguno mío, daré yo por satisfecho a costa de la menor pesadumbre para usted.

-Mi hija -replicó el Berrugo mirando brutalmente a Inés- no suele permitirse los lujos de apesadumbrarse por cosas que son del gusto de su padre. ¿No es cierto, Inés?...

Y la pobre, perdiendo de repente todos los colores de su cara, respondió tímidamente que sí.

A este incidente siguieron frases muy superfinas y corteses del indiano, enderezadas, tanto como a templar las crudezas del padre, a quedar él bien acreditado en el concepto de la hija; hasta que al cabo de otra buena ración de palabras sin sustancia, cambiadas con el Berrugo, sacó el deslumbrante reloj, miróle, púsose de pie y dijo:

-Estoy abusando de la bondad de ustedes hace rato: es más tarde de lo que yo creía... quizás iban ustedes ya a comer...

-Pues a propósito -interrumpióle el Berrugo, que aquel día estaba en vena de despilfarros-, ¿por qué no come usted con nosotros? Es ya tarde: desde aquí a Nubloso hay una buena tirada; y además, o somos o no somos de la casa, como quien dice...

-¡Oh, señor don Baltasar! -respondió el sobrino del Mayorazgo, haciéndose una pura miel-. ¡Tanto favor para mí!... ¡Tanta molestia para ustedes!... Yo no sé si debo...

Y en esto miraba a Inés, la cual parecía decirle con la expresión de sus ojos dulces: «quédese usted, sin cumplidos». Al mismo tiempo le soltaba el Berrugo estas claridades:

-Ya sabe usted que yo no entiendo de dulzainas. De verdad ofrezco. Diga claro y pronto lo que más desee. Comida hay abundante, porque es día de repique gordo, y ningún perjuicio nos causa con quedarse. Si nos le causara, me hubiera librado muy bien de convidarle, por si me cogía por la palabra... En resumen, ¿acepta o no?

El indiano, que parecía gustar mucho de las genialidades de don Baltasar, se reía mientras le escuchaba; y en cuanto éste acabó de hablar, le respondió:

-Pues acepto... y con muchísimo gusto.

No bien lo dijo, salió Inés de la sala apresuradamente, al tiempo mismo que entraba en ella, muy sofocado, don Elías.

-Aquí tiene usted otro convidado -dijo el Berrugo al indiano, señalando al médico.

El cual se quedó estupefacto al hallarse, cara a cara, con el caballero del altar mayor. ¡Venturoso y bien singular para él aquel día de San Roque! ¡Convidado a comer por el Berrugo, quizás para ofrecerle los sesenta y dos mil reales del molino, y verse allí mismo en ocasión de averiguar lo que a la sazón ignoraba todo el pueblo!

-Sentiría -dijo después de hacer una reverencia al forastero- haber hecho esperar a ustedes. Camino de mi casa me alcanzó el recado que usted, señor don Baltasar, se sirvió mandarme; desde la puerta de la calle, por tardar menos, dije a la familia que no me aguardara hoy a comer, y a escape retrocedí para acá... Pero ¡qué calor el de hoy y qué sudar en aquella iglesia!

Y sudaba todavía, aunque no había entrado en ella, el santo varón; pero sudaba de emociones súbitas, inesperadas... de puro gusto, en fin.

-El señor -dijo el Berrugo al indiano- es don Elías, el médico de Robleces.

-Para servir a usted, caballero -díjole a su vez don Elías-, aunque no tengo el gusto de...

-Tomás Quicanes -respondió muy cortésmente el forastero, tendiéndole la mano-, y muy servidor de usted.

Estrechósela con ansia el médico; y mientras le miraba anheloso y hasta conmovido, le decía:

-Tomás Quicanes... Tomás Quicanes... Creo recordar... Sí: esa cara... y ese porte... Sólo que no caigo...

-¡Qué ha de caer usted, hombre, qué ha de caer usted! -saltó don Baltasar, que observaba muy atentamente la escena-; ¡si en la vida de Dios ha visto a este caballero hasta que le vio esta mañana en el altar mayor! ¡Cuidado que es gana... de confitear!

-¿Quién sabe? -terció Quicanes, apiadado de don Elías-. Aunque es poco el tiempo que llevo en España, puede el señor haberme visto...

-¡Qué ha de ver, hombre, qué ha de ver este infeliz, que no ha salido de Robleces hace trece o catorce años! Y si no, a la prueba. El señor es -añadió mirando a don Elías y apuntando al indiano- natural de Nubloso, sobrino del Mayorazgo a quien yo compré esta casa. Hace veinte años que se fue a América, y dos días que llegó a su pueblo. Vamos a ver, ¿sabía usted algo de esto? ¿Dónde le ha conocido usted, visto siquiera, hasta hoy?

Bendijo don Elías la desvergüenza del Berrugo, gracias a la cual averiguaba él de un golpe todo lo que necesitaba saber; pero humilló la cabeza y respondió mansamente:

-En efecto: estaba yo equivocado. Sin duda le he confundido con otra persona... Y ¿viene usted -añadió irguiéndose de pronto, quizás por atajar con la pregunta alguna otra salida genial del Berrugo- para volver a marcharse como hacen tantos, o para dejar los huesos en la tierruca?

-Ese es mi propósito, señor don Elías -respondió afablemente el indiano-: dejar aquí los huesos...

Pero el Berrugo no estaba ya para meter la cuchara en las cosas de don Elías: le preocupaba más lo que pasaría en la cocina en aquellos momentos críticos, y dejando solos a los dos convidados, salió de la sala, advirtiéndoles, y era la verdad, que iba a ver a cuántos se estaba de comida.

Y hablando, hablando, el indiano y don Elías, acertó el primero a preguntar al segundo cuántos años llevaba de médico en Robleces, de dónde era nativo y qué familia tenía.

¡Tú que tal dijiste! Si con pretextos mucho más remotos largaba don Elías la historia de sus soñadas grandezas, tan pronto nacidas como acabadas, ¿cómo no soltarla en aquella gran ocasión, a solas con un personaje que no le conocía más que por los informes cáusticos de don Baltasar, y quizás era otro millonario, pero millonario de verdad? ¡Oh, qué día, qué día aquél para el médico de Robleces! Todo, todo se lo dijo; todo se lo refirió al indiano. Lo de sus grandes partidos, lo de las sedas a montones, y la plata por los suelos... lo de la millonada, en fin. ¡Y con qué lujo de pormenores, y con qué emoción tan profunda y conmovedora! Como si lo contara por primera vez. El de Nubloso le escuchó estupefacto.

Cuando, recién acabada la historia, entró don Baltasar avisando que iba ya la sopa a la mesa, aún tenía el médico las mejillas ardiendo, los pelos de punta y los ojos arrasados en lágrimas, las cuales enjugaba con el pañuelo.

-Vamos -dijo el Berrugo al notarlo y dirigiéndose al otro-, ya le echó a usted la millonada encima.

-¿Por qué lo dice usted? -preguntó el indiano, que indudablemente estaba un poco conmovido.

-Por las señales -respondió el Berrugo apuntando a la cara de don Elías- y porque ya contaba yo con ello.

-¡Ay, señor don Baltasar! -exclamó don Elías, plegando en tres dobleces el pañuelo-: cada cual se queja de lo que le duele...

-Verdaderamente -añadió el indiano- es historia interesante la del señor.

-¿Interesante, eh? -dijo en el tono burlón de costumbre don Baltasar-: no lo sabe usted bien todavía; pero ya lo irá sabiendo poco a poco... Ahora, señor don Elías, vamos a matar las pesadumbres en la mesa, que ya nos esperan allá; y con buen apetito, si hemos de juzgar por la cara de tigre enciscado que tiene el seminarista.

-¡Hombre! -exclamó don Elías, muy aliviado ya de sus tristezas con aquella noticia-. ¡Conque Marcones!... digo, ¿conque Marcos también está hoy por acá? ¡Cuánto me alegro!... Pase usted, señor de Quicanes.

-¡Oh, eso no, señor don Elías!... Primero usted...

-¡De ningún modo!

-¡De ninguna manera!

-¡Canario! -dijo entonces el Berrugo, que lo presenciaba-. ¿Esas tenemos también y a tales horas? ¡A ver si pasan de una vez juntos o separados, o los paso yo de parte a parte!

Echólos por delante, y se fueron los tres al comedor.




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- XXI -

Arroz y gallo muerto


En opinión de Inés, desde el momento en que se que daba a comer el peripuesto indiano de Nubloso, el asunto de la comida aquella adquiría una gravedad excepcional. Con Marcos y con el médico, todo podía pasar, porque eran personas de confianza y no estaban hechos ni a tanto siquiera; pero ¡con aquel caballero tan planchado y oloroso, que había corrido tanto mundo!...

Y por eso salió de la sala del modo que se dijo. Del tirón, fue a la cocina a advertir lo que ocurría, y sin reparar en la caraza fosca que tenía Marcones, a quien halló paseándose en el carrejo, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Examinando los manjares, catando las salsas y reparando en la vasija, ¡qué poco, qué malo, qué sucio y qué viejo le pareció todo! Limpió cuidadosamente los careles de los platos y de la media fuente en que se había cuajado el arroz con leche, que ya tenía su buena costra de canela en polvo; bajó la poca y mala loza que había en el vasar, y escogió los platos menos deslucidos por el uso, para reemplazar con ellos los que aún fueran peores de los que estaban ya en la mesa; encargó mucho que se barciaran con gran curiosidad en las fuentes los cocidos y el gallo en pepitoria, y hasta se atrevió a lamentarse de que estuviera un poco salada la sopa de fideos. La Galusa la veía hacer y mangonear, con un despecho muy mal disimulado, y la oía sin responderla más que con un borboteo de colmena, que no cesaba un punto, y algún cacharetazo que otro, bien sonado, o tal cual rabonada en corto; pero cuando oyó lo de la sopa salada, se picó de veras y cantó claro.

-¡Ni anque viniera el obispo a comerla! -comenzó a decir, andando de acá para allá y subiendo el tono a medida que trasteaba y removía mesas y cachivaches-. ¡Ni anque por ello juéramos a perder casorio con el marqués de la fanfarria!... ¡Bah, que te quiero un cuento con el fachendas, que está bien hecho a comer borona fría!...

-Y tú ¿qué sabes de eso... ni qué te importa? -dijo Inés, a quien indignó la grosera reticencia de la criada.

-¡En gracia de Dios -continuó ésta- habla bajo el piojo resucitao, pa que no le oyeran los que no son sordos y andaban por los carrejos, por haber sido echaos de las salas! ¡Vaya con el sobrino del borrachón de Robleces, que ahora no coge en ellas de puro inflante, y antayer salió de aquí muerto de hambre y en carnitas...! ¡Y too nos paece poco pa regalale el gusto al gran señor de morondanga!... Pos un rato hace, ni la sopa estaba salá ni los platos negreaban... ni por aquí asomó naide pa alvertir que si esto arriba y que si lo otro abajo... Y me paece a mí que con lo que era mucho y güeno pa unos, bien puede regalase, sin que se le caiga la venera, el hijo de su madre, que no es de mejor casta que el nieto de la mía. ¡Ya lo quisiera el grandísimo... que con ser tanto y un poco menos, se vería muy honrao! ¡A qué vienen las cosas a parar, María Madre de Dios, y de tan de súpito y contino! Y gracias que paran en esto sólo; que al paso que vamos, día vendrá de echanos a comer al estragal, y en una escudilluca, como a los probes de la puerta... ¡Bah, que eso y más merecemos!... Y vete y vente, tonto de ti, y rompe zapatos y enseña lo que no se sabe; y acábate tú, desventurá del jinojo, y gasta los años olvidá de tu hacienda por mejorar la del vecino...

Marcones, que lo oía desde el carrejo, apareció de pronto a la puerta de la cocina, mustio de continente; y con voz enronquecida y lenta, dijo a la Galusa, mirando de reojo a Inés:

-Hace usted muy mal, tía, en tomar tan a pechos cosas que no lo merecen... o que deben perdonarse, como las perdono yo en la parte que me alcanzan. Obrar bien es lo que me importa; que Dios está en los cielos, y en la tierra no se mueve la hoja de un árbol sin su santa voluntad.

Sin darse Inés por más entendida de las palabras del sobrino que de las últimas de la tía, aunque todas ellas la habían mortificado mucho, salió de la cocina sin desplegar los labios ni mirar a nadie, y se fue en derechura al comedor, pieza triste y destartalada. Allí estaba la mesa puesta para cuatro comensales: faltaba el cubierto del indiano... ¡y qué basto era el mantel y qué mal lavado estaba! Afortunadamente había otro más fino en la alacena... Pero aquellos vasos de vidrio, viejos y con roña indeleble en el fondo... Y de eso sí que no había cosa mejor de reserva... ¡Qué mal, qué mal provista estaba la casa para un lance inesperado como el de aquel día! Y lo peor era que el forastero, al notarlo, pensaría que la culpa de todo la tenía ella, por descuidada e indolente, y no su padre, por ahorrativo y hasta roñoso. Después, Romana, a cuyo cargo andaban todavía allí todas esas cosas, estaba tan encariñada como su amo con la suciedad y la miseria... ¡Oh, era preciso que aquello cambiara ya!... y cambiaría, pronto, ¡muy pronto! De nada la servía a ella ser limpia y esmerada y rumbosa si la otra no la dejaba terreno en que emplearse, ni medios para lucirse, ni ocasión siquiera de pelear contra ciertos resabios de su padre. Pero ¡qué indirectas brutales la acababa de echar! ¡Bien las había entendido ella! Lo del casorio, ¡qué barbaridad!... Lo de enseñar lo que no se sabía... lo dijo por el otro, que estaría resentido con las bromas de su padre... Pues también el tal, con aquel aire gazmoño con que habló a su tía desde la puerta, tapándola toda... ¡Qué grande y qué negro le pareció allí! ¡Qué diferencia con el de la sala! ¡Y se extrañaba Romana de que ella se tomara por él cuidados que no se había tomado por los demás! ¡Qué falta de sentido común, y qué sobras de malas intenciones!... Bueno. Ya estaba cambiado el mantel, y Luca, la otra criada, había puesto encima de la mesa el montón de platos escogidos. Bien poco más lucían que los retirados. Él se colocaría allí, su padre aquí, ella acá y los otros enfrente... No, porque, de este modo, estaría cara a cara con Marcos... Mejor sería poner a Marcos acá y ponerse ella a esta otra parte... Pero entonces tendría de frente al otro... En fin, ya se arreglaría ese punto cuando llegara el caso.

Vino en esto su padre; encargóse de activar las faenas de la cocina, y se fue ella a su cuarto. Allí se lavó las manos, se limpió escrupulosamente las uñas; se refrescó un poquito la cara, que tenía algo ardorosa; se arregló el pelo y los pliegues de la falda; se encajó bien el talle, y pasó repetidas veces las manos abiertas por todas las graciosas hondonadas y gallardas altitudes de su cuerpo, para estirar las arrugas del vestido. Después se miró al espejo, que era bien mezquino ciertamente; y no sé qué juicio formaría de su propia estampa reflejada a pedazos en él; pero aseguro, de mi cuenta y riesgo, que estaba guapísima entonces y hecha una real moza, de los pies a la cabeza, la hija de don Baltasar Gómez de la Tejera.

Oyó, en esto, que la gente se rebullía hacia el comedor; fuese hacia allá, y encontróla arrastrando las sillas para sentarse a la mesa, por mandato imperioso y terminante del amo de la casa. El sitio que la habían dejado a ella libre estaba enfrente del que ocupaba el forastero... La casualidad, o quien allí mandaba, lo había dispuesto así... ¿Qué remedio tenía?

Sentáronse todos, y llegó la Galusa con una enorme sopera entre manos. Dejóla sobre la mesa, y se largó en seguida dando rabonadas; y con tales humos en la jeta, que parecía ir diciendo: «¡así reventéis con ello!» Don Baltasar encomendó a su hija la delicada tarea de hacer plato a los comensales, porque a él «no se le amañaba cosa mayor»; y con este motivo, Inés se puso de pie para dominar mejor las alturas de la sopera, y tuvo ocasión el indiano de Nubloso, que indudablemente era mozo de gusto, de admirar un buen rato la corrección de líneas y la escultural riqueza del cuerpo de la joven, destacado sobre la mesa como torso griego sobre su pedestal. Ocurriósele a Inés, muy atinadamente, que el primer plato debía de ser para el indiano, por forastero y más extraño a la casa que los otros convidados; y así lo hizo, con aprobación de su padre, para quien fue el segundo; el tercero se le llevó don Elías, por razón de edad, y aun por ser la primera vez que comía allí; después, ya no había que dudar: el cuarto, es decir, el último, para Marcones. ¡Con qué tripas le dio las gracias por la atención el seminarista de Lumiacos!

Servida Inés y vuelta a sentar, comenzó la comida, y con ella el obligado tiroteo de palabras entre los comensales. El de Nubloso la tenía fácil y amena: don Baltasar le tentó sin ambages; y el mozo, nada pesaroso de ello, rompió a hablar (muy al caso siempre y trayéndolo todo bien traído, con agudas salidas del carril, de vez en cuando, hacia éste y hacia el otro comensal, y particularmente hacia Inés, que le oía embelesada) de sus cosas y de sus peregrinaciones. Las había hecho repetidas veces por los Estados Unidos; conocía a Inglaterra y a Francia, y singularmente a sus capitales. Y no siempre fue el vicio de ver y de admirar la fuerza que le arrastró a los viajes. A la mayor parte de ellos fue impulsado por sus negocios. Desenvolviendo este tema, dejó traslucir, bien a las claras, que tenía caudales depositados en los Bancos de Londres, de París y de Nueva York. Él era español en cuerpo y alma, por lo que toca a su amor a la patria como suelo y como madre; pero como nación, como estado político, ya no tanto. En este concepto, España le parecía una matrona, muy hermosa sí, pero a la que no se le podía fiar media peseta. Por eso había tenido él buen cuidado de dejar el puñado de ellas que le habían producido veinte años de desvelos, a buen recaudo, antes de entrarse por las puertas de aquella gran señora, tan ligera de cascos.

Puestas aquí las cosas, hizo animadas pinturas, verdaderas o fantásticas, de las gentes y costumbres de por allá, tan distintas de las españolas; pero las que le merecieron grandes preferencias fueron las norteamericanas. Sobre estas gentes y costumbres habló largo y tendido, y sacó a relucir todo el catálogo convencional que existe ya consagrado por el uso, de las enormidades, en lo malo y en lo bueno, de los supuestos «bárbaros de la civilización»: lo de los ferrocarriles tendidos sobre cuatro estacas podridas encima de un abismo horroroso; lo de las casas con ruedas; lo de las cuadrillas de forajidos europeos convertidos allí, en un par de meses, en hombres honrados y poderosos; lo de las ciudades de cien mil almas con monumentos grandiosos, creadas en año y medio donde antes no había más que un bosque virgen plagado de Pieles rojas; lo de las señoritas que viajan sin otra compañía que el revólver, a quienes todo el mundo respeta mientras ellas se mantengan dentro de las leyes de esa nueva orden de caballería de doncellas andantes, etc., etc., etc., para venir a parar a que el pueblo yankee, dijérase lo que de él se dijera, y casi siempre por censores que no le conocían, era un gran pueblo...

-¡Niégolo en redondo! -dijo de repente la voz iracunda y retumbante de Marcones, que ya estaba hasta la coronilla de la charla del de Nubloso, de sus miradas a Inés, de la fascinación con que ésta le atendía y de la importancia que daban al charlatán los otros dos papanatas que le tiraban de la lengua.

El indiano se quedó suspenso ante la embestida feroz del seminarista; don Baltasar estuvo a pique de tirarle con un vaso; don Elías se hacía cruces mentalmente, y a Inés se le bajaron los colores de la cara.

Más sereno que todos ellos el indiano, preguntó muy fino, y hasta risueño, al de Lumiacos:

-Y ¿por qué lo niega usted?

-Lo niego -respondió Marcones, verde y convulso, a causa de no haber en derredor suyo dos ojos que le miraran bien- porque tengo razones para negarlo.

-Y ¿cuáles son esas razones? -volvió a preguntar el otro.

-La primera y la principal... la única, si usted quiere, es que no merece el nombre de grande, por rico y poderoso que sea, un pueblo de masones sin religión.

-Y ¿quién le ha dicho a usted que ese pueblo es así?

-Todo el mundo lo sabe.

-No basta esa razón, porque con la misma puedo replicarle yo a usted que todo el mundo se equivoca. En los Estados Unidos hay religión, y muy bien observada, aunque no sea la nuestra, que también abunda; y en cuanto a lo de la masonería, podrá haberla allí como en cualquiera otra parte; pero eso ¿qué? También por acá abunda, a juzgar por lo que nos dijo hoy el predicador; y, sin embargo, bien cacareó la grandeza de España, sin que protestara usted.

-¡Es muy distinto el caso, señor mío! España siempre será España, ¡la patria de Pelayo y de Recaredo!, y si nos aflige también esa peste, cuénteselo usted a los escocidos con el sermón de nuestro gran orador, que tanto la defienden, porque... ellos se entenderán.

-No conozco a esos escocidos ni a esos defensores de esa peste, ni aunque los conociera les iría con el cuento: no por ser de usted, sino porque no vendría muy al caso; pero ciñéndonos al que usted ha sacado a relucir, ¿por qué ha de poder llamarse grande a España con masones, y no a los Estados Unidos con masones también?

-Porque esos Estados Unidos son unos herejes dejados de la mano de Dios.

-¡Dejados de la mano de Dios!... Y ¿cómo se explica entonces su gran riqueza y su gran prosperidad?

Aquí se infló Marcones y se bañó toda la cara en una sonrisa triunfal: le había venido a la memoria un latinajo contundente, y le iba a lanzar sobre el indiano, como pudo lanzarle el plato recién desocupado de garbanzos con verdura, que tenía entre las manos:

-Porque -gritó desaforadamente- Oportet heresses esse.

-¿Lo cual quiere decir?... -preguntó el de Nubloso muy tranquilamente-. Porque le confieso a usted, sin rubor, que no entiendo jota de latín.

-Ya, ya me he ido haciendo cargo -replicó en tono burlesco Marcones-. ¡Así va ello!

-¿Quiere usted decirme -preguntó el indiano, con cierta sorna- que sin saber latín no se puede hablar de lo que se ha visto en el mundo?

-Lo que yo digo y repito -añadió Marcones con voz retumbante y ademán airado- es que los Estados Unidos son un pueblo de herejes y de masones, y que, en buena conciencia católica, no puede tomarse la defensa de él sin incurrir en gravísimo pecado.

El de Nubloso soltó la carcajada, y don Elías poco menos; Inés estaba disgustadísima, mirando tan pronto al uno como al otro contrincante. Afortunadamente enfrió don Baltasar en aquel momento los ímpetus del pedantón, con una entrada de las suyas.

-El pecado gordo, zanguangón de los demonios, será el del obispo que te ordene a ti, si piensas oficiar de predicador de esa me manera. ¡Pues dígote que habrá que oírte con paraguas!...

-Yo acepto la reprensión, señor don Baltasar -respondió Marcones, lívido de ira reconcentrada, de rencor y de despecho comprimidos-, por ser de usted; pero no porque sea justa ni haya venido por los trámites exigidos en buenas reglas de moral. Y ahora, conste que quedo maniatado, pero no vencido.

-Y ¿no te queda en el morral -preguntóle el Berrugo con una voz y un gesto que eran dos cuchillos- algún latinajo sobrante para acabar de tendernos boca arriba?... ¡Vaya con los sacristanes de Lumiacos, que van a matar moros a hisopadas!

-Yo reconozco, don Baltasar -dijo el indiano interviniendo de muy buen humor en esta pelea a sartenazos- que el señor estuvo en su derecho al ponérseme de frente del modo que lo hizo. Túvome, quizás, por uno de los apestados a que se refería el sermón de esta mañana, y ha cumplido con su deber saliéndome al encuentro con los puños cerrados. Porque, si yo no era el masón y el espiritista, ¿quién había de serlo en aquel montón de fervorosos aldeanos, hartos de majar terrones? Y si no lo dijo para que se le entendiera, ¿para qué lo dijo? ¿No es así, señor seminarista? Pues pelillos a la mar de todas suertes; y vamos a firmar las paces ahora mismo bebiendo los dos a la salud de esta hermosa señorita, a quien hemos respetado bien poco haciéndola testigo de una porfía sobre puntos que no valen junto a ella dos cominos... Conque arriba el vaso, señor teólogo...

-¡Y el mío también, aunque por él no se pregunte! -exclamó entonces don Elías entusiasmado y nervioso, alzando el suyo, que le temblaba en la mano.

Con esto, el de Lumiacos, no pudiendo ya alegar decorosamente la sutileza con que pensaba eludir el compromiso en que le ponía el indiano, a quien detestaba y maldecía en sus adentros, levantó también, aunque algo a rastras, su correspondiente vaso. Bebieron los tres comensales: Marcones, como si bebiera solimán. Y ¡cómo no, si conocía la treta del pícaro indianete para hacer por recodo aquella fineza a Inés, y estaba viendo que, aunque entre congojas y trasudores, la aceptaba la pícara y le acusaba el recibo con los ojos! Y su padre, ¿por qué se había quedado hecho un papanatas y como quien ve visiones? ¿Cómo toleraba aquel escándalo? ¿Para cuándo guardaba sus despachaderas? ¿Por qué tan groserote y desengañado con él, y tan complaciente y baldragas con el bribón de Nubloso?

Como si el indiano hubiera leído al seminarista estos endiablados pensamientos, le saludó muy risueño con el vaso después de apurarle; y en seguida, lo mismo que si nada hubiera ocurrido, se volvió hacia el médico para preguntarle por las condiciones higiénicas de Robleces, y qué dolencias eran las que se padecían de ordinario en el partido.

A lo que proveyó don Elías cumplidamente, después de carraspear un poco y contonearse en la silla, buscando la requerida actitud. Sobre lo primero, afirmó que no había en la tierra punto más sano que Robleces; y a lo segundo, respondió que las enfermedades más comunes allí eran la lijadura, el padrejón, el paralís y las del arca.

-Veo con placer -dijo el indiano, sin intención aparente de burlarse de don Elías- que la ciencia ha adoptado al fin la nomenclatura vulgar de estas buenas y sencillas gentes.

-No, señor -respondió el candoroso médico-: somos nosotros los que nos hemos acomodado a ella, en la necesidad de tratar a estos enfermos a su gusto.

En esto llegó a la mesa el gallo en pepitoria; y mientras Inés le repartía entre los comensales, don Baltasar cantó la vida y altos merecimientos de aquel animalejo, que dejaba en el corral cinco generaciones de su ilustre casta. ¡Así estaban de negros y correosos sus venerables pedazos!

Después comenzó el indiano, que tenía buena memoria, a preguntar por ciertos sujetos que él había conocido allí siendo niño, y también fue don Elías el que llevó el peso de las respuestas, porque, con ser forastero, sabía de las cosas y personas de Robleces, presentes y pasadas, mucho más que todos los que le acompañaban a la mesa. Por ejemplo:

-Y ¿qué fue de aquel tío Carrancas, muy devoto, que rezaba por delante el Calvario alrededor de la iglesia?

-A ese tío Carrancas no le alcancé yo, ni a su mujer, que le pegaba a menudo; pero sí a su hijo Manuelón, que casó con la Silguera... Tuvieron tres o cuatro de familia, y por ahí andan padres e hijos matando el hambre como Dios les da a entender.

-¿Y en qué vino a parar la famosa Murciégala, que era tenida aquí por bruja? ¡Qué miedo me hizo pasar a mí, la condenada de ella, con aquel refajo negro sobre la cabeza y aquellos ojos chiquitines y relucientes, hundidos allá dentro!

-Esa pagó lo que debía, aunque un poco tarde -dijo don Baltasar, quitando la vez a don Elías, porque en materia de brujas era creyente a puño cerrado-. La muy arrastrada, ¡cuántos daños hizo en el lugar!...

-¿La Murciégala, eh? -añadió el médico inmediatamente a lo dicho por el Berrugo-. ¡Buena alhaja! ¡buena de veras! Estas manos la extendieron el pasaporte.

-Pero, hombre -exclamó el indiano-, ¿cómo puede ser eso, si la dejé yo hecha un carcamal cuando me fui de Robleces?

-Pues ese carcamal fue tirando hasta los noventa y tantos años, y hubiera tirado hasta los noventa mil, por no haber enfermedad conocida capaz de acabar con él.

-¿Cómo acabó entonces?

-De una tunda de órdago que la dieron una noche.

-¿Quién?

-Jamás se puso en claro que fueran manos mortales, por lo que se cree que el negocio fuera cosa de entre ellas.

-¿Entre quiénes?

-Entre las del unto y la escoba, por piques del oficio, ¡o vaya usted a saber! Lo cierto es que mano de hombre no es capaz de poner un cuerpo en el estado de molienda en que yo vi el de aquel demonio cuando fui llamado a eso por la autoridad. Debajo de la cama estaba, como una pila de basura.

-¡Qué barbaridad!

-No habiendo amaño posible para aquel saco de huesos en polvo, se le dio la Extrema, y laus Deo. Le aseguro a usted, señor de Quicanes, que si no acaba de aquel modo o de otro parecido, hoy se encuentra usted a la Murciégala en Robleces, tan campante y tan bruja como en sus mejores tiempos. ¡Qué pelleja de los demonios la suya! ¡Y el benditón de don Alejo que todavía se sulfura cuando se le menciona el caso, y trueca contra la Justicia, porque dice que no cumplió entonces con su deber... ni yo tampoco, por no haber dado cuenta del estropicio al juzgado correspondiente! ¡Me asan, señor de Quicanes; me asan vivo estos inocentes de Dios, si me propaso a semejante cosa!

-Pues vaya, señor don Elías -dijo alzando el vaso el indiano, quizá por no exponerse a que le asaran a él allí si predicaba cuanto se le estaba ocurriendo sobre el particular-, un trago al descanso y sosiego perdurables de esa infeliz pecadora, que tan molida acabó.

-¡Eso sí, voto al chápiro! -respondió el médico, a quien ya le chispeaban los ojos-, que yo no soy hombre de llevar los rencores más allá de la sepultura.

Bebieron los dos mirándose cara a cara y dijo en seguida el de Nubloso:

-Y ahora, para concluir de molestarle con preguntas, respóndame a la que se me pone entre los labios. Cuando me marché de aquí, comenzaba a cobrar el barato en el pueblo y a bullir mucho en el ayuntamiento un tal Planchetas. ¿Qué ha sido de él?

-Pues el Planchetas -respondió don Elías muy hueco, porque cuanto más le preguntaba el otro, más le regalaba el gusto- acabó como debía: en punta. ¿No es así, señor don Baltasar? El Planchetas, realmente era hombre bien acomodado, para lo que aquí se usa. Tenía sus tierras, su casa, sus ganados... todo propio. Era fachendoso de suyo; pensó que aquel pasar daba para los imposibles, y ahí le tenía usted luciendo la persona en todas partes... Feria va, mercado viene, petulancia por aquí, mangoneo por allá; y lo que era peor: comiendo a menudo fuera de casa, ¡y qué comer! A lo príncipe: en las mejores tabernas, y échese y no se derrame; ¡y vengan chorizos a todas horas, y demonios colorados! En fin, hasta que se arruinó. Si no mienten mis informes, el señor don Baltasar le sacó de los últimos apuros... ¿Me equivoco, señor don Baltasar?

El cual no respondió a la pregunta del médico, porque llegaron en aquel instante, conducidos por la Galusa y la otra criada, la media fuente y los tres platos hondos repletos de arroz con leche; y en cuanto los vio en la mesa el indiano, exclamó, sin poderse contener:

-¡Dichosa edad y tiempos dichosos aquellos en que este dulce manjar era mi mayor deleite!... Y perdone el señor estudiante de Lumiacos que yo me permita aplicar aquí este mal zurcido remiendo de mi erudición profana. He gastado muchísimo dinero en libros españoles de ameno y provechoso entretenimiento, y me sé el Quijote de memoria. Usted, que le conocerá tan bien como yo, sabrá con qué frecuencia ve uno reflejados sus propios actos y sentimientos en aquel fiel espejo de la vida humana.

-Yo no gasto el tiempo en leer paparruchas -respondió el seminarista, que verdeaba-. Le necesito para estudios de más fuste y de mayor alcance moral...

-Pues hace usted bien -respondió muy fresco el indiano.

-Sobre todo, por lo que le engorda -añadió el Berrugo, que indudablemente tenía algo de tirria al sobrino de su criada...

Inés se condolía mucho del mal trato que se daba allí a su profesor, cuyas amarguras adivinaba; pero don Elías se frotaba las manos debajo de la mesa a cada apabullo que sufría el pedantón.

Mientras el arroz se repartía, dijo el Berrugo:

-Aplíquense a esto todos los convidados, porque es lo último; y Dios sabe cuándo volverán a verse en otra: a lo menos en mi casa.

-Pues por lo que a mí toca -dijo el perfumado Quicanes, que dominaba ya, a su discreción, el concurso con Berrugo y todo, dirigiéndose a Inés, que le servía-, cargue usted sin duelo... y sin perjuicio de los demás, se entiende; pero a condición de que de lo que me sirva, ha de aceptar después la primera cucharada, que yo le ofreceré como tributo de mi reconocimiento y de mi admiración.

Inés, que le servía del arroz de la media fuente, en cuanto oyó las primeras palabras del apóstrofe, dejó a medio llenar el plato, que tenía en la mano izquierda, y tomó uno de los hondos que vinieron llenos de la cocina. A entregársele iba al afable convidado, cuando éste la espetó la condición de la cucharada como tributo. ¡Y allí fue el apuro de la infeliz! Vaciló unos momentos, roja de vergüenza y temblándole la mano; pero al fin, echando también a broma el lance, alargó muy risueña el plato al otro, que le esperaba afilándose las guías del bigote y con los ojos muy parleteros, y le salió al encuentro alzándose de la silla. La de Marcones crujió en el mismo instante, como si la estuvieran haciendo polvo. Don Elías aplaudió a grito pelado, y el Berrugo ya no sabía qué pensar de aquellas cosas.

Concluido el reparto del arroz con leche, Inés y el indiano cumplieron honradamente sus mutuos compromisos: ella entre congojas de cortedad, pero sin repugnancia maldita, y él... ¡figúrenselo ustedes!

Por remate de todo ello, sacó el tal una vistosa petaca de piel de Rusia con grandes cifras de plata, llena de puros de gran vitola, con los cuales brindó a cada uno de los tres comensales; pero ni don Baltasar ni el médico fumaban; y en cuanto a Marcones, rechazando con irónica modestia la petaca del indiano, sacó él otra de suela, muy resobada y con mugre, y le dijo, eructando, y mientras la abría y asomaban dentro de ella unos papelillos arrugados:

-Gracias, yo no lo gasto tan fino.

Y se puso a liar un cigarro, con el relativo consuelo de pensar que con aquel último trámite de la comida acabarían las estomagadas de bilis que estaban martirizándole. Pero tampoco le salió la cuenta por allí; porque el diablejo del indiano, ayudado de don Elías, consiguió que Inés los aceptara por acompañantes para asistir a la procesión de la tarde y después a la romería. ¡Y el Berrugo que lo toleraba en paz y hasta se había brindado a ir con ellos!

Acordado así, don Baltasar, para hacer tiempo, se fue a sus rondas de costumbre por cuadras y corrales; Inés a sus quehaceres, y Marcones, por de pronto, a desfogar con su tía, ¡que también tenía que oír! las bilis acumuladas.

El indiano y el médico permanecieron solos unos instantes en la mesa, apurando los restos del blanquillo que quedaba en el fondo del botellón.

-Y ¿qué nos hacemos nosotros dos ahora, señor don Elías? -le preguntó el indiano mientras se lavaba las puntas de los dedos en el agua de su vaso, y después de limpiarse esmeradamente los labios con la servilleta-. ¿Adónde iremos, sin estorbar a nadie?

-Sospecho -respondió don Elías- que en la solana del saliente debe de correr ahora un vientecillo muy agradable y hasta digestivo... Podemos ir allá si le parece.

-¡Gran idea, señor don Elías!

Andando los dos hacia la solana y guiando el médico, que conocía bien el camino, dijo al otro, arrimando mucho la boca a su oreja:

-¡Menudos revolcones ha llevado hoy, señor de Quicanes, el pedantón ese! ¡Buenos fueron los que le dio en seco don Baltasar; pero los de usted por lo fino!... La Inés se bañaba en agua de rosas... Es natural...

-¿Por qué?

-Porque no le puede ver... casi me lo ha dicho a mí ella misma... ¡Pues podía no ser así! ¡Una moza de órdago como la Inés!... ¡Para el zoquete de Lumiacos estaba!

-¿Cómo es eso, cómo es eso? -preguntó aquí con viveza y gran interés el indiano.

-Verdad que usted no está en autos -dijo el médico, muy satisfecho y orondo-. Pero esto no es para hablado aquí.

Apretaron el paso; llegaron a la solana, donde, en efecto, corría un nordeste muy delicioso; sentáronse, y continuó de esta suerte el médico, mientras el indiano, sin apartar la atención de las palabras de don Elías, recorría con los ojos el hermoso panorama que se descubría desde allí:

-Pues el pedantón ese anda tras el gato del Berrugo.

-¿Y quién es el Berrugo? -preguntó el de Nubloso, después de arrojar de su boca una espesa nube del humo de su aromático cigarro.

-El Berrugo es don Baltasar -respondió muy bajito el médico-. Le dan ese mote por lo hebra que es y lo... Pues bueno: el Berrugo es riquísimo, señor de Quicanes.

-¿Lo cree usted así?

-Le digo a usted que poderoso.

-Y ¿de qué modo trata de heredarle el seminarista?

-Casándose con Inés.

-¡Casándose con Inés! ¿Pues no estudia para cura?

-Estudiaba, señor de Quicanes, estudiaba, pero hace meses lo dejó... o le dejaron. Con la disculpa de dar lecciones de primera enseñanza a Inés, viene aquí todos los días, para ver si se va colando poco a poco... Amaños del zanguango con la pícara de su tía, la Galusa... El Berrugo no sabe jota de ello; y por el trato que le da hoy, puede usted calcular lo que ocurriría si el gandulote se llegara a explicar más claro... ¡Y el pedantón no cae en la cuenta ni en la mala voluntad que le tiene la Inés, y sigue erre que erre!... Pues, ¿por qué se le figura a usted que fue el estampido suyo cuando aquello de los Estados Unidos? ¡Bastante se le da al hijo de su padre porque haya herejes allá o deje de haberlos!... Con el zancarrón de la Meca apechugaría él si, haciéndose moro, aseguraba la puchera.

-Pues ¿qué mosca le picó entonces?

-El estar usted llevándose las preferencias de todos, y en particular las de Inés. Las cosas claras, señor de Quicanes.

-¡Bah! -respondió éste aparentando dar poca importancia a las noticias y pareceres de don Elías-. Cosucas de aldea.

-Hombre -dijo el médico, cambiando súbitamente de actitud, de tono y de temperatura-, y a propósito de esos Estados Unidos y de esas otras tierras lejanas de que nos hablaba usted: ¿conque tan bonitas son esas mujeres de por allá?

-De primera, señor don Elías, ¡de primera! -respondió el interpelado, después de mirar al médico con cierta extrañeza maliciosa.

-Pues vamos a echar un párrafo sobre ese particular, señor de Quicanes para hacer tiempo.

-¡Hola, hola! -exclamó Quicanes, mirando con socarronería al médico-. ¿Esas tenemos también?

-¡Juego limpio, señor de Quicanes, gracias a Dios! -dijo don Elías humildemente-. Pero, créame usted: aquí vivimos en pura tiniebla sobre las cosas del mundo, y no disgusta un recreíllo de palabra de vez en cuando. Por lo demás, ¡a buena parte viene usted, señor de Quicanes!

-Pues vaya el párrafo -dijo éste, acomodándose mejor en la silla en que estaba meciéndose.

Y hablando él y mintiendo a más y mejor, hecho ojos y oídos don Elías y sonando sin cesar el repiqueteo de las campanas de la iglesia, fue pasando el tiempo, y llegó el Berrugo a advertirle que Inés estaba pronta y esperando para ir a la procesión.

En lo más oscuro del pasadizo tocó don Baltasar al médico en el hombro; detúvose allí unos instantes con él, y le preguntó en son de chunga:

-¿Y cómo va el negocio de los molinos?

-¡Ya pareció el dinero! -pensó don Elías, vuelto de pronto a la realidad de sus estrecheces-. Para eso me convidó a comer. No es tan malo este hombre como se le cree. Pues el negocio de los molinos -respondió en voz alta- en el estado en que le dejamos aquel día, señor don Baltasar. Ya usted ve: falta la guita...

-Pues yo -le añadió el Berrugo- sigo en mis trece: en cuanto descubra el tesoro, con las señas que usted me dio, le pongo en la mano los cuatro mil duros... ¿No son cuatro mil?...

-Sesenta y dos mil reales solamente, según mis cálculos -respondió el médico, de mala gana ya.

-En fin, lo que sea -añadió el Berrugo-. Hombre, y a propósito: ¿ha vuelto usted a ver a la fantasma de la linterna?

-He visto la fantasma -respondió el médico algo crispado-; pero sin linterna y a media tarde, en el callejo de los Mulos; y nada me dijo sobre ese particular ni sobre ningún otro.

Soltóle el Berrugo una risotada que era para el pobre médico una zambullida en agua de diciembre, y se largó detrás del indiano, que aguardaba en el crucero de los dos pasadizos. Don Elías le siguió algo cabizbajo y diciendo para sí:

-Verdaderamente es incurable la indecencia de este hombre.




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- XXII -

Examen de conciencia


Corta de genio Inés y modestísima como era, no estaba pesarosa de que la gente la viera en público acompañada del caballero del altar mayor, norte de todas las miradas y tema de todas las conversaciones de aquel día en Robleces, por la mañana y por la tarde; particularmente por la tarde, cuando se vio al caballero que tanto había llamado la atención en el presbiterio, cosido a las faldas de la hija de don Baltasar, y a don Baltasar detrás de los dos, y con don Baltasar, el médico. ¡Cosas más raras!

Así fueron a visitar al santo, que estaba en el cuerpo de la iglesia con todos los perifollos de por la mañana, y a echar unas monedas de cobre en el platillo que había sobre las andas, y después a la procesión, mucho más larga que la otra, pero con las mismas cantadoras y los propios danzantes, hechos ya una porquería de polvo y de sudor, mas no rendidos; y el campaneo y los cohetes y la muchedumbre fervorosa de por la mañana, y otro tercio más de la gente forastera que había venido a la romería. Los curas de Piñales y de Campizas, que habían comido con don Alejo, le acompañaban en la procesión, y Quilino, con un librón abierto entre manos, le hacía el tiple en sus cánticos, a los que contestaba el público a cada instante con un clamoroso «ora pro nobis». Al predicador de Pandos, después de comer también con don Alejo, se le había visto salir de Robleces, a medio galope del tordillo que montaba, en dirección a su pueblo.

Si a don Elías se le hubiera permitido satisfacer su gusto en toda regla, mientras la procesión iba por lo más hondo de la carrera que seguía, se hubiera encaramado él en el tejadillo del porche de la iglesia; y después de mandar que cesara el ruido de las campanas y el de los cantores y el de los cohetes y hasta el de las hojas que removía el nordeste en bardales y cajigas, habría referido a voces, a la muchedumbre detenida allá abajo, la historia del caballero del altar mayor, teniendo buen cuidado de añadir que aquella historia no la había sabido hasta entonces más que él y la familia de don Baltasar.

Pero nada de esto le era permitido al oficioso médico; y, bien a su pesar, se conformaba con decir, a hurtadillas del Berrugo, que iba a su derecha, a cada conocido que pasaba por su izquierda, y aludiendo al indiano que le precedía departiendo con Inés:

-Es natural de Nubloso, y está riquísimo. He comido hoy con él.

La romería se celebraba cerca de la iglesia en una gran pradera, lindante por un lado con un espeso cajigal. En este cajigal humeaban los merenderos y resonaban los cantares, las panderetas y las tarrañuelas de dos o tres corros de baile; y bailes, hasta de tambor, había también en la pradera, con sus respectivos cercos de espectadores; y por entre estos corros de baile y los del cajigal, el «agua de limón fría como la nieve», las banastucas clásicas con perojos roderos, rosquillas duras y avellanas tostás; las bandadas de muchachos oliéndolo y curioseándolo todo, pero sin catar gran cosa de ello, por la pícara contra de lo caro que andaba; el mozón pretendiente colmando de perdones el moquero de la moza... y en fin, lo que de costumbre, por no apestar al lector con pinturas de que ya le tengo harto.

Por allí andaban, alegres y peripuestos y en amoroso grupo, la repolluda Pilara con toda su familia, y Pedro Juan y su padre; éste con las botas de agua, la medalla de Conchinchina y una corbata de seda, lacia y descolorida, anudada a la marinera. En cuanto Pilara vio a Inés y el Lebrato a su padre, se arrimó toda la comparsa a saludarlos... Ya estaba arreglado aquello. Pedro Juan y su padre, habían comido aquel día en casa de Pilara, como si todos fueran ya unos. «La cosa sería allá pa la cogedera de los fisanes, al apuntar la toñá». Comenencias de cada cual lo pedían así. Todos estaban muy contentos; y ya contaba Juan Pedro con darse una vuelta «por ca su amo, pa ponerle en los autos al respetive, como era debido». También Pilara tenía pensamiento de avistarse con Inés para pedirla cierto favor que estimaría Pedro Juan en tanto o más que ella. Era «cosa de los dos en concierto». Inés, que quería mucho a la noble Pilarona, dio el favor por otorgado, si cabía en sus posibles. El Berrugo se hizo de nuevas, y preguntó a Juan Pedro si su hijo era para en casa de la novia, o la novia para en casa de él.

-Es ella pa en mi casa -respondió el Lebrato.

-Más vale así para nosotros -dijo entonces el Berrugo, que, por apego a sus haciendas, parecía muy dispuesto a no haber consentido lo contrario.

Poco después se separaron los dos grupos; y me consta que de la historia de los amores de Pedro Juan y de Pilara, que a instancias del indiano le refirió Inés, tomó pie el placentero acompañante para improvisar una plática que no tenía comparación con aquellas homilías que espetaba Marcones a la hija del Berrugo en los comienzos de su trato con ella. Marcones hablaba y hablaba, tomando los puntos al estilo de predicador, llenando de latines las parrafadas y vomitando tempestades contra gentes que ningún daño le habían hecho. Oyendo a Marcos se podía bostezar y hasta dormirse, y entraban como deseos de santiguarse cuando acababa, y de decir «amén» por remate.

El «predique» del otro fue más dulce, más insinuante y persuasivo: nada de latines ni de Santos Padres; las palabras eran de las más usuales y corrientes y sin adobo de rencores contra nadie; el tema, claro y sencillísimo: parecía que hablaba por boca del oyente; y por eso, con lo que decía a Inés no la daba ganas de bostezar, sino que la llevaba prendida la voluntad; y como si ello fuera gancho con que la sacara de allá dentro lo que más quisiera ocultar ella, la obligó más de dos veces a decir su parecer, sofocada de calor y temblando como una hoja. No había modo de permanecer serena ni enteramente callada, oyendo peroraciones como aquello en boca de un hombre tan elegante, tan cortés, tan afectuoso y perfumado como el caballero del altar mayor. Después de la predicación para ella sola, se volvió hacia don Baltasar y el médico que los seguían, con trazas de ir algo aburridos, y también tuvo ingeniosas ocurrencias con que entretenerlos un buen rato. Luego sacó un pañuelo blanco, de finísima batista, limpio y sin estrenar, y le llenó de cuanto se vendía en los puestos inmediatos; pagó rumbosamente, y ofreció aquellos perdones a Inés, que no se atrevió a rehusarlos, después de haber tomado el médico, por cortesía, un puñadito de avellanas y dos perojos; don Baltasar no tomó cosa alguna, porque «no lo usaba jamás... ni de balde». Pero verdaderamente estaba como algo fascinado con el rumbo y la charla y el atalaje y la conducta de aquel mozo.

El cual, después de bien corrida la media tarde, con el pretexto de que había una hora de camino hasta Nubloso, se despidió afabilísimo de don Baltasar, prometiéndole, y bien recio, no sé si para que Inés lo oyera, volver muy pronto a tratar «del consabido asunto pendiente»; de Inés, con intachable cortesía, y del médico, con la más campechana franqueza. Fuese... y desde aquel momento ya no supieron qué hacerse en la romería don Baltasar ni su hija, ni el médico que los acompañaba bostezando.

Dijo Inés, a poco rato, que se encontraba rendida, y con ganas de volver a casa; aplaudióla el gusto su padre, y se alegró de ello don Elías que ya estaba impaciente por quedarse solo y en completa libertad de echarse por aquellas espesuras de curiosos, para referir a sus anchas la historia, bien comentada, del caballero del altar mayor.

Atravesando el cajigal para abreviar más el camino, vieron muy alborotada y en desorden a la gente de un corro de baile. Detuviéronse a observar desde lejos; y por una abertura que se hizo en la masa circundante, distinguieron allá dentro un bulto pintarrajeado, que volteaba, hecho un ovillo, entre aullidos de espanto y risotadas de burla.

Acercóse don Elías, por encargo del Berrugo, para averiguar lo que era y, por de pronto, había puesto a Inés tiritando de susto; y al cabo de un rato volvió muy diligente, con las manos atrás, el puño del bastón entre ellas, bamboleando el cuerpo a diestro y siniestro y queriendo anunciar con la cara lo que comenzó a decir con la lengua mucho antes de llegar adonde le esperaban:

-Lo tengo pronosticado... Ese muchacho no puede acabar en bien.

-¿Qué muchacho? -le preguntó el Berrugo.

-Quilino -respondió don Elías-. Ese berraquillo de los demonios.

-Pues ¿qué le ha pasado?

-Que le han dado otra castaña; pero de órdago.

-Y ¿por qué? -preguntó Inés.

-Según se cuenta -respondió muy espetado don Elías- parece ser que Quilino, después que le despachó Pilara pocos días hace, en cuanto habló claro Pedro Juan, se encalabrinó por la Marta, la hija del mayordomo de San Roque, buena moza y bien metida en carnes y con su porqué de legítima, por parte de madre, aunque no mucho. Parece ser también que Marta da cara tiempo hace al Pinto de Los Castrucos, mozón con cada puño como una mandarria, que la corteja de firme, aunque sin haber hablado por derecho todavía; y que habiendo todo esto por delante, le dijo la Marta a Quilino, no sé si de buena voluntad o queriendo entretenerse con él, como tantas otras se han entretenido, que le abriría la puerta, pero dejándole a resultas de lo que determinara el otro. Conformóse Quilino, porque no tenía otro remedio; pero es el condenado de él tan rijoso y emperrado, que quería llevar las cosas al galope; y hurga hoy, hurga mañana, tan pronto a Marta como al Pinto, atrevióse con él hace un momento en el mismo corro del baile: atufóse el mozón, que es una encina brava; y allá va el castañetazo sin más explicaciones, y Quilino al suelo.

-Y ¿no ha habido quien los separe? -preguntó Inés estremecida.

-¿Qué más separados los quiere usted? -dijo el médico-. Al Pinto le bastó un golpe para deshacerse de la mosca, y el otro birriagas no es hombre de volver por el segundo. Nada: les digo a ustedes que, salvo el arranque de muelas que ahora no ha habido, lo mismo que la otra vez.

-¿Qué fue lo de esa otra vez? -preguntó el Berrugo.

-Pues otro castañetazo que, por un motivo exactamente igual, le alumbró el Josco en el callejo del Hisuco. Tres vueltas le hizo dar en redondo, y dos muelas le arrancó de cuajo. Yo las tuve en la mano y curé al provocativo. Les digo a ustedes que en poco tiempo se ha metido bajo un par de mazas de las del órdago; vamos, como no las hay en Robleces ni en diez leguas a la redonda.

No se habló más del suceso; y andando, andando los tres personajes, llegaron a dar vista a la portalada de don Baltasar. Despidióse allí don Elías, sin que le respondiera el Berrugo, y éste y su hija siguieron andando y se metieron en casa.

Inés ponderaba mucho su cansancio y en cuanto su padre se apartó de ella, sin detenerse a desocupar el pañuelo cargado de perdones, con él entre las manos se fue a la solana y se sentó en una silla. Quiso probar el regalo de su cortés acompañante, y no pudo. Sentía como un nudo en la garganta que la impedía deglutir lo que molía y trituraba su fina y esmaltada dentadura. Tendióse hacia atrás hasta tocar en la pared con el respaldo de la silla; apoyó las puntas de los pies en la balaustrada del balcón; dejó sobre el regazo el pañuelo de perdones atado por las cuatro puntas, cruzó los brazos bajo el pecho, y comenzó a mecerse como en aquellos días en que tenía apagadas todas las luces de la imaginación. La tarde caía; y el cielo rojeaba sobre la línea del horizonte por donde el sol iba a esconderse pronto; la brisa había cesado; el ambiente era dulce y oloroso; a lo lejos se oían los cantares, intermitentes y como a la sordina, de los romeros que volvían a sus hogares atravesando mieses y collados; y, de tarde en cuando, algún rumor de conversaciones y estallidos de carcajadas, en las callejas contiguas; y con ser los ruidos tan apagados y la luz tan templada, aún le parecían a Inés diablejos que se le metían por los oídos y por los ojos para revolverla y enmarañarla los pensamientos que ella quería ordenar a su gusto para examinarlos mejor... Porque su cabeza estaba llena, rebosando de pensamientos, y en aquel instante quería el silencio absoluto y la oscuridad de las noches sin luna, para entenderse con ellos. El silencio no podía crearle ella por su sola voluntad; pero la noche sí. Cerró los ojos y continuó meciéndose. Los grillos no la distraían ya tanto. Podía hacer aquel examen que la estaba tentando desde que se había apartado de ella el inesperado e interesante personaje. El examen debía hacerse punto por punto y según el orden riguroso en que los sucesos habían ocurrido.

Ella había ido a misa por la mañana, y podía jurar que sin otro pensamiento extraño a los de todos los días, que el bien insignificante y disculpable de que el vestido que estrenaba no la sentaba mal del todo, y hasta la hacía buen cuerpo. De pronto, y ya dispuesta a rezar un Padrenuestro a San Roque después de la procesión, al dirigir los ojos al santo vio al lado mismo de las andas a un caballero a quien jamás había visto. La pareció desde luego muy aseñorado, muy rica y aseadamente vestido; airoso de cuerpo, y guapo, muy guapo de cara. Le favorecían mucho aquellos bigotes con puntas. Con más o menos curiosidad de saber, después de salir de la fiesta, quién sería él, así hubiera quedado el asunto. Pero ocurrió a lo mejor que el forastero fijó la vista en ella. Pudo ser esto casualidad una vez, dos veces, si se quiere, ¿pero tres, cuatro, y diez, y ciento y a cada instante mientras el sermón, como realmente sucedió, bien visto por ella con el rabillo del ojo, y por Marcos, que pasaba con los suyos, llenos de ira, desde la puerta de la sacristía, al caballero del altar mayor? ¡Cuidado que para notarlo Marcos, debió ser mucha la tenacidad del otro en mirarla! Pues así y todo, podía explicarse el suceso por no haber en la iglesia otra mujer del porte de ella, ni tan... guapa precisamente, no, pero tan bien conservadita a la sombra; y con la idea de pasar mejor el rato, dando un poco de entretenimiento a los ojos... Sin embargo, ella no pudo menos entonces de acordarse de Isidoro, y de comparar al otro con él. Allá se iban en estampa, aunque Isidoro tenía la ventaja de algunos años de menos, no muchos. En lo demás, no podía decirse nada: no conocía por dentro al del altar mayor; aunque, a juzgar por lo que se le traslucía en los ojos y en el aire, no era el sujeto para que, sin más ni más, le hiciera ascos una mujer como la rica Amparo de la novela. Una duda la había asaltado de pronto: ¿sería casado o soltero? Y otra duda en seguida: si era casado, ¿cómo se atrevía a mirarla a ella de aquel modo? Y como reflexión final sobre estas dudas y sus causas, ¿qué la importaba a ella que el caballero del altar mayor fuera soltero o casado, o valiera más o menos que Isidoro, si, una vez terminada la misa, cada cual se iría por su camino, y si te he visto no me acuerdo?

En este temple de ánimo, por lo tocante al forastero, había salido de la iglesia.

Apenas llega a casa y se asoma al balcón, el caballero en la calleja; y pocos momentos después, el caballero en la sala, a su lado. Tuvo ocasión entonces de examinarle bien escrupulosamente. Su cutis era sano y terso, aunque estaba un poco tomado del aire y del sol; sus labios, húmedos y de color de rosa; sus dientes, blanquísimos, no grandes y muy apretados; sus ojos, vivarachos y muy reparones; las manos, regulares y bien cuidadas; la voz, de buen sonido y con unas caídas muy dulces y algo extrañas para ella; la ropa, finísima; el calzado, primoroso; los puños, el cuello y la pechera de la camisa, como los ampos de la nieve... y un olor cada vez que se movía o sacaba el pañuelo del bolsillo, ¡un olor!... como el de la yerba segada, y el de la madreselva de los callejos, y el de la mejorana, todo junto. Pues de buenas a primeras, aquel caballero la llama «hermosa señorita». ¡Qué exageración! ¡Así se puso ella de aturdida, y, a juzgar por el calorazo que sintió de pronto, de encarnada! Pero ¿quién sería él y a qué iba allí? ¡Qué ansiedad la suya por averiguarlo! Al fin lo dijo todo, ¡y con qué soltura y gracia! Y no parecía sino que cuanto iba diciendo lo decía para ella más que para su padre. Otra cosa rara: no se desencantó cuando supo que el elegante caballero se llamaba Tomás Quicanes, y era de Nubloso y sobrino del Mayorazgo de Robleces, y que antes de ser lo que era había sido un muchachuelo pobre, embarcado de limosna, por su tío, para La Habana. Y eso ¿qué? Bien mirado, más valía así; porque en el fondo, todos resultaban unos. Lo de la compra de la casa, de pronto la sobrecogió, porque conocía a su padre y le creía muy capaz de vendérsela si el otro se la pagaba bien; pero después, ya fue cosa muy distinta. ¡Que luego la leyó en la cara el disgusto, y con qué finura la curó de él al instante! Al ser invitado a comer, la miró a ella, como si la pidiera la respuesta que debía dar; y ella entonces, sin poder remediarlo, le animó con los ojos a que se quedara. ¿Lo comprendería él así? El hecho fue que se quedó, sin necesidad de nuevas instancias.

Ya en la mesa, ¡qué desembarazo el suyo y qué soltura tan agradables para todo! ¡Qué bien refirió su vida y sus viajes, y qué curioso y entretenido era todo aquello que contaba de las gentes de por allá fuera! ¡Cuánto había visto, cuánto sabía, y cómo le agradecía ella las atenciones que la dedicaba durante el relato, que también parecía hecho para ella sola! De pronto se enreda Marcos con él... ¡Qué bruto, qué bruto estuvo Marcos entonces! ¡Qué modo tan soez de acometerle sin qué ni para qué! Porque ¿qué sabía el estudiantón de Lumiacos de aquellas cosas tan lejanas? ¿Quién le metía a él en camisa de once varas? Pero no iban por ahí los pensamientos ni las intenciones de Marcos al hacer lo que hizo. Marcos estaba despechado, herido, celosote... ¡Qué horror! ¿Dónde tuvo ella los ojos y el sentido común para no ver ni apreciar lo que debió haber visto y apreciado desde el primer día? ¿Cómo pudo estimar por sabio a aquel mastuerzo, ni tolerarle en calma la confesión que la hizo, ni firmar paces con él en seguida, cuando debió de haberle plantado en el corral? Con todo, no la pareció bien la crueldad con que le había tratado su padre. La lección del indiano, ¡esa sí que había sido fina y al alma! Y ¡qué contraste formaban los dos, Virgen María, a pesar de estar Marcos de ropa nueva y camisa limpia!... Porque si llega a sentarse a la mesa con el vestido sucio de todos los días, con las manos roñosas y las uñas negras, hubiera tenido que ver... como cuando la guiaba a ella la pluma... y la declaraba su amor... ¡qué barbaridad! ¡qué abominación y qué vergüenza!...

Fue donosa la manera de cortar el agudo convidado la porfía; brindando y obligando a Marcos a brindar por ella. ¡Qué porrazos la dio entonces el corazón en el pecho, y qué llamaradas de fuego la subieron al rostro! No se atrevía a mirar al indiano, que parecía tener saetas en los ojos, fijos en ella... Pero el apuro gordo fue cuando lo del arroz con leche: ¡salirle con lo que le salió, cuando ya tenía el plato en la mano para dársele!... No porque a ella no la gustara, y mucho, la condición que él la imponía, sino porque hay que estar muy hecha a esas cosas para que... sobre todo delante de gente. Tras este apuro, el de la cucharada, ¡que fue de prueba también!... Se acercaba el instante de levantarse todos de la mesa. Y después ¿qué sucedería? Cada cual se iría por su lado; ¡y fuera usted a saber cuándo se vería ella en otra semejante! Esta consideración la apenaba: no lo podía remediar. De pronto se le ocurre a él lo de ir todos juntos a la procesión y a la romería. ¿La adivinaba los pensamientos a ella; se los leía en la cara, o era todo una casual y simple coincidencia de deseos?... ¡Con qué gusto, después de dar unas vueltas por la cocina (donde ya estaban comiendo los criados bajo la presidencia de Romana, que echaba lumbre por los ojos, mientras su sobrino la aguardaba dando vueltas por el carrejo, hecho una turbonada de estío), y después de recoger los cubiertos de plata, se encerró en su cuarto para acicalarse de nuevo y aguardar la hora convenida con él!... Durante este tiempo, que le pareció interminable, examinando bien despacio todo lo ocurrido, concluyó por convencerse de que todo lo que la pasaba podía pasar sin otras consecuencias que aquellas sensaciones y aquellas inquietudes que la estaban desconcertando y jamás había conocido. Esto, por lo tocante a ella. Por lo tocante a él, quizá estuviera entonces tan fresco como una lechuga. ¿Hacía bien o mal en dejarse llevar de aquellas impresiones, como una boba?

Precisamente estaba haciéndose esta pregunta cuando la avisó su padre que era ya hora de ir a la iglesia. Dejó la respuesta para otra ocasión, y salió.

Aunque algo cortada, se complacía mucho en que las gentes la vieran acompañada de aquel caballero que tanto llamaba la atención; y se conmovió hondamente, hasta ponerse colorada, cuando oyó decir a una mujeruca que pasó a su lado: «¡Vaya que aparean de veras los dos, y campan a cual que más!». Después no había vuelto a ocurrir cosa de particular, hasta que, a instancias de su acompañante, le contó los amores de Pilara y Pedro Juan... y la dijo él lo que la dijo, tomando pie de la simple y breve historia, y hasta del dicho de la mujeruca cuando pasaba junto a los dos... Y aquí, aquí estaba lo nuevo, lo singular, lo hondo, la miga, la enjundia del caso del caballero del altar mayor en sus tratos y comunicaciones con ella, o no había enjundia, ni miga, ni hondura, ni nada en el caso ni en el mundo entero.

-En primer lugar, me habló... Pero ¿cómo he de recordar yo todas aquellas palabras tan dulces y tan bien hilvanadas que me dijo?... En fin, a la sustancia, que es igual. Comenzó ponderando mucho el poder de eso que llaman amor, que doma y enternece hasta los brutos... Y no lo dijo por Pilara y Pedro Juan precisamente, sino que fue a parar a ellos tomando el punto de más atrás: de las mismas bestias. Pintando ese amor como una necesidad en nosotros, llegó con la pintura a poner bien a las claras lo triste que era rodar por el mundo, a lo mejor de la vida, sin patria, sin familia y sin tener a quien amar, como le había sucedido a él. Atrevíme yo entonces, con miedo, ¡con mucho miedo! a decirle que cómo podía ser eso, habiendo por allá mujeres tan guapas, según él mismo nos lo había asegurado en la mesa... A esto me respondió... ¡Vamos, es una lástima que no pueda yo acordarme de ello palabra por palabra!, porque en las palabras juntas estriba toda la hermosura de aquella comparación que me hizo entre las flores de trapo y las rosas de mayo, tan coloraditas y olorosas, que nacían y se criaban, por la mano de Dios, en los huertucos pobres de su tierra. En una de estas rosas, sin saber cuál, pensaba él siempre, y por ella suspiraba mientras andaba solo y descarriado entre las flores de trapo que tanto abundaban por esos mundos. Para recreo de los ojos y pasar el tiempo, aquellas mujeres, hermosas a fuerza de compostura y adorno; pero para lo otro, para lo que él llamaba necesidades de un corazón puro y honrado, la rosa colorada del huertuco de su tierra, que nace entre matas de alhelíes y de tomillo, y muy arrimadita a las hiedras de la pared... En fin, una mujer, por las trazas... como yo. Viendo que se callaba, atrevíme otra vez; y bajo ¡muy bajo! porque la voz me temblaba y se me enronquecía, preguntéle que si, desde que estaba en la tierra, había encontrado... el huertuco (no tuve ánimos para decirle que la rosa) que tan de menos echaba andando por esos mundos de Dios. ¡Virgen María, lo que yo sudé entonces de vergüenza, temiendo haberle preguntado lo que no debía, en buena educación! Pero ¿cómo no preguntarle sobre ello o sobre cualquiera otro punto que viniera al caso, si me estaba él sacando de la boca las palabras con los ojos? ¡Si yo no he visto un mirar como aquél, en los días de mi vida, ni un metal de voz semejante! ¡Podría jurar que aquellas palabras no me sonaban en los oídos, sino aquí, en lo hondo, en lo más hondo del pecho! Además, o callarme, y eso no sería cortés, o decirle la verdad de lo que estaba pensando. Y se la dije. Luego, ya que lo de la pregunta no tenía remedio, me quedó el temor a la respuesta. ¿Cómo sería? No tardó medio minuto en dármela, y me pareció ese tiempo una eternidad. ¡De las palabras de la respuesta sí que me acuerdo bien!; y no porque fueron las últimas, sino porque... ¿qué sé yo? «No sólo he encontrado el huerto -me dijo-, sino la rosa; y no porque haya salido a buscarla, sino porque Dios me la acaba de poner en el camino». Al oír esto, sentí como un temblor de los pies a la cabeza; no veía a la gente que tenía delante de los ojos, y el corazón me golpeaba sin cesar allá dentro, como ahora que revuelvo el caso en la memoria. Se calló un poco, mirándome mucho, y volvió a decirme: «Falta saber si Dios me ha puesto delante lo que tanto codiciaba yo, para mi fortuna o para mi martirio, porque estoy casi seguro de no merecerlo...» ¿No era esto ponerme bien a prueba de tentaciones de declararle lo que no debía? Pues todavía me dijo más; me dijo: «¿Quiere usted saber en qué punto de la tierra he hecho ese hallazgo, cuando menos le esperaba?» Le respondí con los ojos, porque en mi boca ya no había voz, que sí quería; y entonces volvió a decirme: «Pues en Robleces». ¡Dios mío! ya no fue temblor en todo el cuerpo lo que yo sentí, ni turbación de la vista: fue como un golpe en la cabeza, después de una gran sacudida en el corazón, que me robó hasta el conocimiento. Me aguanté a pie firme por un milagro de Dios. Por fortuna no dijo una palabra más: si la dice, creo que me muero. Al contrario, como tiene recursos para todo, porque ¡ahora sí que me atrevo a asegurar que no sólo puede compararse con Isidoro, sino que vale hasta más que él! dejándome en aquel estado, se volvió hacia mi padre y don Elías, y nos enredó a todos en una nueva conversación... Pero ¿soy yo la de Robleces? Y si no lo soy, ¿por qué me habló de ella del modo que me habló?

Este es el caso; y ahora ¡Virgen María! ¿qué pensar yo de él? ¿qué pensar de lo que siento en mí, y que, por sentirlo, mirando hacia dentro con los ojos cerrados, parece que tengo acá un mundo para mí sola... y para él; pero un mundo mil veces más grande y más hermoso que el que vería si abriera los ojos y mirara hacia afuera? ¡Santa Patrona de mi alma, cómo dolerá perder esto después de haberlo visto, aunque sea soñando, como puedo soñar yo ahora!

Le faltaba el golpe de gracia a la pobre Inés, y se le dio su padre entrando a despertarla en la solana, cuando ya anochecía, con la siguiente extraña comisión:

-Inés -la dijo en cuanto ésta se incorporó, hablándola muy bajo y muy arrimado a ella-: soy ya perro viejo, y huelo a largas distancias las perrerías de los demás. Tú eres pobre ¡muy pobre! para mantenerte de señora, porque tu padre no tiene más que un pasar para vivir como vivimos. Si el indianete ese resulta ser lo que aparenta, y, andando los días, te apunta deseos de casarse contigo, por mí no lo dejes. Pero entre tanto, ojo alerta, y no te fíes.

¡Hasta su padre le había conocido las intenciones! ¿Qué mucho que dudara ella?



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