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- XXIII -

Corrida en pelo


Con el silencio, la soledad y las tinieblas de la noche, los pensamientos de Inés parecían una gusanera que le había invadido el cerebro. No la dejaron sosegar un punto. Levantóse con el sol, y para todo se halló distraída y perezosa, menos para acicalarse. El espejo la seducía; y mirándose y remirándose en él, maravillábase de que en tan breves horas hubieran empalidecido tanto los colores de su cara, y se hubieran convertido en acentuadas ojeras las dos levísimas nubes que antes parecían, más bien que manchas, sombra de sus pestañas espesas.

No había desaparecido aquel extraño y casi imperceptible temblor; sentía las mismas ansias de dilatar el pecho suspirando, de admirar la naturaleza en la luz del sol, en los pájaros del aire, en la hermosura del cielo, en las flores del campo y en el rumor de las arboledas; y de querer bien a todos, de perdonar agravios y de imaginarse el mundo entero como un eterno paraíso en que no se conocieran los dolores ni las lágrimas.

Llegó el mediodía, sentóse a la mesa con su padre, probó de todo y no comió nada. Retiróse otra vez a su cuarto; volvió a sus meditaciones, cerrando los ojos y mirando hacia dentro para recrearse en la contemplación de lo que de este modo veía desde el día anterior; y estando tan bien entretenida, llegó la Galusa, raboneando, para decirla, con voz de serrucho, que su sobrino Marcos la esperaba. ¡Adiós sueños regalados!

-Y ¿qué me quiere? -preguntó Inés ásperamente, como quien se despierta con la sacudida brusca de un importuno.

-¡Esta si que! -dijo con desgarro la Galusa-. ¿A que resulta ahora mesmo que hasta mos cojea la memoria? Pos el mi sobrino vendrá a lo que ha venío tantas veces a esta casa, y con buen aprecio de los que ahora parece que lo miran de otro modo... y ellos sabrán por qué... ¡María Madre, con los dengues de empalago que se usan tan de súpito y contino!... Conque ¡ea! -añadió de pronto, silbándolo mejor que diciéndolo, y empinándose sobre los soletos, como una culebra sobre su rosca-, ¡a ver qué se le dice!

Alzóse también Inés indignada con el atrevimiento de la fregona, y la respondió, con una entereza nueva en la hija pacentísima de la pobre mártir:

-De lo que hay que decir y de lo que haya que hacer, no necesito yo dar cuenta a nadie. ¿Lo entiendes?

Entendiólo, y de firme, la Galusa; y hecha un fardo de veneno, se largó de allí dando un portazo furibundo.

A poco rato salió también Inés, y se fue en derechura y, al parecer, muy animosa, al cuarto de las lecciones, donde suponía que estaría aguardándola el sobrino de su criada. Y allí estaba, en efecto, el seminarista con sus arreos de diario, arranciados y sebosos; el cervigón encorvado y la caraza medio iracunda y tristona.

Saludó a Inés entre dientes, y casi del mismo modo le respondió ella sin sentarse en la silla de costumbre ni decirle una palabra más. Quedáronse, pues, uno y otro frente a frente y en silencio. Viendo que ella no le rompía, rompióle él de este modo, con la voz muy temblona y el color verdinegro, señal de las cóleras que le rebatían interiormente:

-Pues yo he venido, como de costumbre, a tener el gusto de que... continúen las lecciones.

-Estaba en cuenta -respondió Inés, con voz no muy firme tampoco- de haberle dicho a usted, días hace, que deseaba suspenderlas.

-Hasta que pasara San Roque, si yo no entendí mal -replicó el de Lumiacos-; y como ya pasó ayer...

-Pues yo quise decir -repuso Inés- que también después que pasara.

-Juraría -insistió Marcones algo amoscado- que no había trazas de pensar eso en el modo de decir lo que usted me dijo.

Cargóse un poco Inés con la frescura del mozallón, y le respondió:

-De todas maneras, lo digo ahora, y es igual.

-Eso ya es distinto -concluyó Marcones temblándole los labios; y añadió en seguida, dando vueltas al sombrero entre las manos-: Lo que yo necesito es conocer la voluntad de usted, y nada más. Ahora ya la conozco... Pero conste que yo no creo haber dado motivos para que se me reciba hoy aquí tan secamente como se me recibe.

-Ni yo lo creo tampoco -dijo Inés, arrepentida de no haber sido algo más afable con su profesor.

-Pues lo parece por las señas -respondió el de Lumiacos creciéndose con el encogimiento de la otra.

-No siempre está una de igual humor -apuntó Inés, manoseando las orillas del delantal.

-Es que -arremetió nuevamente Marcones alzando la voz a medida que le bajaba el color de los labios temblorosos- yo siempre he venido aquí para prestarla a usted los servicios... insignificantes, que la he prestado, con la mejor voluntad y con el mayor... desinterés.

-¿Y le he dicho yo a usted algo en contrario? -replicó Inés atreviéndose a mirarle a la cara-. Una cosa es que no quiera dar ya más lecciones, porque... yo me entiendo, y otra muy distinta que no le agradezca a usted, como le agradezco, y mucho ¡muchísimo! esos buenos servicios que me ha prestado.

Contemplóla unos instantes el mozón, con una cara en que se apedreaban las sonrisas contrahechas y el coraje comprimido; y dijo en seguida, sin cesar de sonreírse en falso:

-Ya me voy haciendo cargo de cómo anda el agradecimiento por acá... particularmente desde ayer.

Púsose algo colorada Inés, no solamente porque entendió la alusión, sino porque la irritó bastante la grosería, y contestó, con la voz alterada y los ojos humedecidos:

-Yo no le he dado a usted motivo para que me diga esas cosas.

Y con esto quiso retirarse; pero el otro la detuvo con un ademán y diciéndola al mismo tiempo:

-Ni una palabra ha salido de mis labios, Inés, con ánimo de mortificarla a usted... Lo digo yo, y basta. Y quede con esto saldada la cuenta que estábamos ajustando... Pero -continuó tomando una actitud que quería ser humilde y hasta sentimental- ¿cree usted, en buena conciencia, que, arreglada esa cuenta, no queda ninguna otra por liquidar entre los dos?

Conoció Inés por dónde iban los humos de aquel calero, y respondió valientemente y sin vacilar:

-Ninguna.

-¡Ninguna! -repitió el otro, dominando el despecho para fingir mal una pesadumbre-. Pues yo pensaba -añadió encrespándose de repente- que había, por lo menos una... ¡una, Inés, una!; y cuenta de vida o muerte para mí... Haga usted memoria.

Inés se impacientaba, porque estaba sintiendo ya el estallido del escopetón de marras; y probó otra vez a marcharse, volviendo a negar que hubiera cuenta alguna que saldar entre ambos. Entonces la cortó el paso Marcones y la dijo, como a la desesperada ya:

-Hay una cuenta, ¡bien memorable para nosotros!... ¡que no debe usted olvidar!... ¡que no puede usted haber olvidado! Es la cuenta de mis desventuras aquí, de mis debilidades, de mis tropiezos; la cuenta de mi tesoro perdido, de mi vocación malograda por atender más a los intereses ajenos que a los míos propios; porque yo soy de esa contextura... Un día, dos días, le hablé a usted de estas cosas, de estas desventuras, de ese tesoro perdido... de esa vocación malograda. ¡Es imposible, Inés, imposible que lo haya usted olvidado!... Yo quería irme, desaparecer de aquí para siempre; volver al consuelo de mis libros, al refugio de mis piadosas meditaciones... ¿Lo recuerda usted?

-Eso sí lo recuerdo -contestó con bastante serenidad la pobre muchacha-. Y también recuerdo que yo tuve la culpa, y Dios me la perdone, de que se quedara usted.

-Ergo... -exclamó entonces exaltándose el fogosón de Lumiacos-, la cuenta está sin liquidar. Quod erat demonstrandum. ¿Nos vamos entendiendo ahora mejor, señorita Inés y aprovechada discípula mía?

-No, señor -respondió ésta con valeroso arranque-. ¡Y a ver si acabamos de una vez! Yo le rogué a usted que se quedara; no para... eso que trae usted ahora a colación, sino para seguir dándome lecciones... en lugar de ayudarle a que se marchara cuanto antes, después de haberle oído lo que le oí sobre... eso.

-Se estima la franqueza -dijo aquí, verde de rabia, el despechado pedantón-; pero conste que, mientras usted me mandaba, me pedía... me rogaba que no me fuera, y yo consentía en ello, ipso facto quedaba... eso sin ventilar.

-Está usted muy equivocado -insistió Inés sin perder el valor con que había empezado a guerrear contra aquel zoquete-. Eso se ventiló también entonces.

-¡Cómo!

-Conviniéndonos en no volver a hablar de ello, y en dejarlo a lo que Dios dispusiera.

-Corriente...

-Y Dios ha dispuesto que se acabe así, como yo quiero que se acabe.

-¡Dios! -gruñó Marcones al oír esto, como hablaría un mastín irritado, si supiera hablar-. ¿Dios... o el diablo en figura de algún indianete impío?

A esta embestida brutal ya no quiso contestar Inés, y salió del cuarto, aunque muy indignada, mucho más afligida. El lance daba para todo en una naturaleza tan noble y delicada como la suya.

Poco después de esta escena, Marcones se encerró con su tía para darle cuenta de lo sucedido.

-¡Esto se acabó! -la dijo por entrar, golpeándose la cabeza con los puños, después de haber arrojado el hongo roñoso contra la pared-. ¡Esto se acabó, tía!... ¡y sin compostura!... ¡y para siempre! ¡Mal rayo me parta!... ¡y a usted primero!... ¡y a la desagradecida de ella!... ¡y al pillo de su padre!... ¡y al sinvergüenza fachendoso que se me metió por en medio de repente!... ¡y al lucero del alba!... ¡y al universo mundo!

Y después de este estampido, el pedazo de bárbaro se tumbó sobre la cama de su tía, y comenzó a revolcarse allí y a morder las almohadas de coraje...

Dejábale hacer la Galusa, sin hablar más palabra que para recomendarle que gritara menos y no la rompiera «dá que cosa», alejándose al propio tiempo de él todo cuanto permitía la estrechez del cuarto, por si la alcanzaba «dá que golpe»; y cuando le vio rendido y jadeante, como cerdo después de una trotada, acercósele poco a poco, sorbiendo la moquita y en la postura que le era habitual en casos tales, y le habló así:

-¡Bien calá me la tenía yo, hijo del alma!... ¡Y po-la-mor de Dios, no te güelvas a amontonar, que si mos oyen esas gentes, será entoavía pior! ¡Bien calá me la tenía acá dentro, hasta en los istantes en que tú me lo pintabas tan fino y pasadero como una seda! Mucho bocao era pa molío tan pronto; ¡y veía yo cosas y remilgos en ella!... Pero lo que toca dende ayer acá; dende que se entró ese hombre por estas puertas, y te echaron a ti de la sala, y vino ella a la cocina, y pasó lo que pasó en la mesa, ciego de remate había que ser pa no verlo tan claro como la mesma luz del sol. Ayer tarde te lo dije: «esto voló pa sinfinito». Pos ¿y dispués? ¿Cómo golvió de la romería la gatuca mansa? Como sal en el agua: derretía de too. Pos ¿habló palabra ella? ¿Cató bocao? ¿Pegó los ojos en la santa noche de Dios? ¿Amorzó esta mañana? ¿Comió al meodía?... ¿Tocaron sus manos silla ni escoba? ¿Sabe ella lo que hace ni por ónde anda ni pa qué quiere los cinco sentíos, si no es pa?... ¡Güen hechizo la dieron de súpito y contino! ¡El demonio de la pícara bribona! ¡Pos dígote con él! ¡El baldragucas pordiosero, embarcao de limosna ayer por el borrachón de su tío, y hoy no le cabe en el pueblo y se va al altar mayor a locir los perendengues de la otra banda, que Dios sabe de qué serán y quién se habrá quedao sin ellos! ¡María Madre!...

-¿Me quiere usted dejar en paz, grandísima bruja de los demonios? -rugió en esto Marcones-. ¿Me quiere usted dejar en paz; usted que tiene la culpa de todo lo que a mí me pasa hoy?

-¡Yo la culpa, arrastraón de Satanás! -contestó la Galusa, puesta en jarras de repente y largando en lluvia la saliva por los portillos de la boca-. ¿Yo la culpa?

-¡Usted, sí! -añadió el sobrinazo, sentándose al borde de la cama, que crujió como si fuera a hacerse trizas-. Usted fue quien me puso en el camino ese; usted quien me empujó para que anduviera; usted quien me prometió limpiármele de estorbos... y usted quien no ha sabido cumplir ni pizca de lo que me prometió, ayudándome como debió de ayudarme.

-¡Grandísimo hijo de una perra ladrona, desalmaote y gandul! -replicó la Galusa, que bailaba de coraje escuchando a su sobrino-. ¿A qué me comprometí yo que no te haiga cumplío con sobras pa otro tanto? ¿Quién más que tu tía ha mirao por ti? ¿Quién hizo las miles bajezas y se arrastró por los suelos pa sacar a esta garduña la ayuda de costas pa los tus estudios, cuando yo pensé que la Iglesia te jalaba? ¿Quién malgastó esos dineros y se me metió un día por estas puertas con el moco lacio, pensando en buscarse la puchera de otro modo? ¿Quién de los dos puso más partías en la cuenta que ajustemos sobre el caso? ¿Quién era el que había de llevarse los mundos por delante con la cencia que no le cabía en el pellejo? Pensando que eras auto pa lo que prometías, siquiera por lo caro que me ibas saliendo y lo mucho que te emponderabas, bien de solfas tuyas la canté pa allanarte el camino; bien te guardé la puerta cada tarde, y bien libre te dejé de estorbos el terreno pa que mejor te despacharas a tu gusto. Si no tuvistes alma, cobardón, pa agarrar las ocasiones por la greña, y si con ese geniazo de perro de cabaña y ese corpanchón de fardo mal atao, te has hecho aborrecible al padre y a la hija, ¿qué culpa tiene tu tía de ello?

Hay que tener presente, para formarse una idea aproximada de aquel cuadro, que la Galusa, por temor a que la oyeran, no gritaba: expelía las iras por la boca, entre hervores y silbidos de las fauces, retorciéndose el cuerpo sarmentoso y con los ojos flameando, casi fuera de sus órbitas ensangrentadas. Estaba espantosa; y su sobrino, por no verla ni oírla, cerró los suyos, se tapó los oídos con las manazas, y volvió a tumbarse boca abajo en la cama, donde lloró de rabia y de despecho.

La furia, anhelante, con los labios amarillos y entreabiertos, temblorosa y desencajada, volviendo a poner los puños sobre las caderas, inclinóse hacia su sobrino; le estuvo contemplando unos instantes como si se gozara en sus tormentos, y luego comenzó a hurgarle, entre sollozo y bufido, con piropos como éstos:

-¡Echa, gandulón, echa! ¡echa la mala casta con los hígados por los gañotes! ¡echa por esos ojazos el solimán corrompío que te sobra en la entraña, a ver si, limpio de tanta maldá, acabas de estimar a tu tía en lo que debes!... ¡Desalmaón! ¡mondregote!... ¡cochinazo!

Marcones estaba entregado, o no oía los vituperios con que le acribillaba la Galusa implacable; porque no respondió una mala palabra, ni levantó la cabeza, ni separó las manos de sus oídos. Al fin, dejó también de gemir y de lanzar rugidos sordos entre las almohadas, y sin duda por creerle bastante domado ya, cesó también la furia de mortificarle. De pronto se incorporó el hombrazo; y clavando los ojos, hinchados y sanguinolentos, en su tía, la dijo, conteniendo a duras penas y en fuerza de contorsiones el torrente de su voz que quería escapársele de la garganta:

-¡Si, bien considerada mi desgracia, yo no sé por dónde me duele más! ¡Si voy creyendo ahora que, por encima de lo que tiene en dinero esa mujer, la estimo a ella en lo que vale por sí sola! ¡Si de un tiempo acá, por donde quiera que voy, en donde quiera que me hallo, me persigue su estampa como una tentación de los demonios! La tengo metida aquí, ¡aquí! (y se golpeaba la cabeza); y desde que sospeché lo que había de sucederme y, sobre todo, desde que sucedió lo que me está sucediendo, más que estampa de mujer, es fuego, es lumbre que me devora y me enloquece, y me pone como usted me ha visto, y me obliga a decir lo que no siento.

-Eso ya es otra cosa -dijo entonces la Galusa, como si nada hubiera pasado entre los dos-, y güeno es saberlo pa tenerlo en consideración al respetive de ca uno. En este mundo, bien lo sabes tú: al son que se toca, bailan las gentes; y según que con razón o sin ella se la agravia a una, al mesmo consonante se responde, aunque no se sienta la metá de lo que se diga. Conque, hazte tú el cargo por lo que te toca en la engarra pasá... y vamos a lo que no da espera. ¿Qué tienes cavilao pa enseguida, dispués de lo que te está pasando?

-Nada -respondió Marcones en el mayor abatimiento.

-Poco es ello -dijo la Galusa- pa lo que el caso pide. Pos yo, días hace que estoy pensando en lo que debes hacer.

-¿Y qué es lo que usted ha pensado?

-Que parando el negocio éste en lo que paró, y dándole por finiquito pa en jamás... porque hay que conocelo, Marcos: a las cosas que caen de este modo, no hay juerza humana que las levante...

-Pero ¿qué es lo que usted ha pensado? -insistió el otro, impaciente, y más que impaciente, atormentado por aquel parecer de su tía, precisamente porque era el suyo también.

-Yo he pensao -continuó la Galusa encareciendo mucho el dictamen con gestos y contorsiones- que si no tienes agallas pa apechugar con el oficio de tu padre, debes de tratar de golverte a tus estudios... porque, hijo del alma, no hay en ca güerto una breva como la que se ha perdío aquí, ni es cosa de echarse por el mundo a buscar las pocas que hay en él, ni, la verdá sea dicha, eres tú de los más amañaos pa salirte con la tuya en casos tales... Y no te me güelvas a soliviantar, como paece por las trazas, porque ya sabes cómo las gasto... cuanti más que, estando en lo que estamos y viendo lo que pasa, hay que hablar en pura verdá, anque ella mos descuaje... Más he perdío yo, si bien se mira, y me aguanto. Tú, mozo eres y en tiempo estás de hacer por la vida. Yo he gastao la mía en servir a un bribonazo; y a la hora presente, si me echara de su casa, tendría que irme a pedir limosna con un cestuco. Día es éste en que no he podío ajustar mis cuentas con él. ¿Qué tal estarán, dejás a una concencia como la suya? ¿Te vas hiciendo el cargo de lo que yo salí perdiendo con no ganar tú lo que querías? Pos ahora, tú dirás.

-Digo -respondió Marcones domando mal las tempestades que le combatían- que mientras esto no termine de un modo imposible, enteramente imposible ¿lo entiende usted? absolutamente imposible de remediar, yo no puedo, ni debo, ni quiero pensar en buscarme otros caminos para vivir sin trabajar la miserable tierra en Lumiacos; porque lo que es en esto, no hay que soñar siquiera. Primero que rascaboñigas pobre, sería ladrón de caminos, o me tiraría de cabeza desde la cruz del campanario.

-Curriente -dijo la Galusa cruzándose de brazos-. Y ¿a qué llamas tú ser imposible de arreglar... eso que se mos desarregló?

-A que esté casada ella -respondió Marcones.

-¡Pero si es ella, simplón, la que pior cara te pone!... ¡Ah, pos si no!...

-Por lo mismo. Seré el perro del hortelano.

-¡Si tuvieras, tan siquiera, los güesos que él roía, pa ir viviendo hasta allá!... Porque la cosa pué ser de dura larga, anque te paezca destinto por lo del fachendoso de ayer... Apariencias de fanfarria... si es que no viene el tuno a buscar aquí lo que no has podío hallar tú... ¡Y a la tontona de ella que se feura otra cosa!

-Sea lo que fuere, tía, yo no la perderé de vista, por lo menos, mientras ese nuevo fregado no se aclare de un modo o de otro. Me da el corazón que yo he de tener algo que hacer aquí todavía.

-¿Corazoná dijistes... y tuya? ¡Madre de Dios! Mira, testarudón del diaño, y háte cargo, pa que me creas, de que, si no soy bruja, voy ya picando en vieja, que pa el caso es lo mesmo: cuanto más pernees y te corcomas delante de ella, más los regalarás el gusto a los dos. ¿Qué más querrían los pícaros?... ¡No seas bobo!... echa cruz y raya a lo pasao; no pongas más los pies en Robleces, y menos en esta casa, y güélvete a tus libros. No llegarás a santo por ahí, porque, a la verdá, no eres de la madera de ellos con esa carnaza tan mordía del ujano, que Satanás te dio; pero tendrás la puchera que buscas, sin machacar los terrones de Lumiacos.

El sobrinote oía, se golpeaba la cabeza y no contestaba; y la Galusa, insistiendo en su tema, permanecía delante de él mirándole fijamente y con los brazos cruzados. Al fin, y después de un bufido descomunal, púsose Marcones de pie y dijo a su tía, alzando los dos brazos a un tiempo:

-Pero, consejera de los demonios, ¿cómo he de volver yo al seminario, aunque fuera capaz de pretenderlo? ¿Por qué puerta quiere usted que entre, si todas se me cerraron cuando de él salí la última vez? Y aunque alguna de ellas se me abriera, como por milagro de Dios, ¿de dónde me saca usted los recursos con que antes me ayudaba? ¿O piensa usted que a una cabra tan villana como ese hombre, se la puede ordeñar dos veces?

-Eso, ni soñalo, Marcos, ni soñalo... ni yo ¡Virgen Madre! me pondría en asomo de pretendelo -respondió la Galusa; y luego, bajando más la voz y acercándose más a él, que apartaba la cara por no recibir en ella el rocío en que salían envueltas las palabras, añadió éstas-: Contaba yo con ese reparo que me pones de la ayuda de costas, porque del otro no hay mucho caso que hacer: no jue la tuya falta que merezca cárcel, y otras más gordas se habrán perdonao allí. Pos contando con lo que te digo, sépaste ahora que, por güenas o por malas, mano a mano o por la de la Josticia, ese hombre ha de arreglar las cuentas conmigo, y pienso que sea bien aína. Le he servío más de venticinco años, y de su bolsa a la mía ha pasao muy poco más que el coste de los cuatro pispajos con que me visto. Por mal que se me pague mi trabajo en ese tiempo, siempre saldrá un resultante de más que lo que a ti te hace falta pa acabar los estudios. Vistas las cosas como se debe, si no me muero yo antes, muerto este hombre, cuéntame a mí de patas en la calleja. Pa vivir con ello solo, ese resultante no será cosa mayor... ¿estás tú?

-Estoy; ¿y qué?

-Que si quieres ser cura y te comprometes en regla a llevame a mí a tu lao cuando lo seas, yo te daré el sustipendio pa que acabes los estudios.

-¿De lo que le saque usted a la cabra esa? -preguntó Marcones a su tía, después de una mirada de burla-. ¡Como no se lo robe!

-¡Ojalá pudiera, Marcos! ¡ojalá pudiera!... Y bien sabe Dios, y no me remuerde la concencia por ello, que tengo hechos los imposibles por meter los brazos hasta el codo; pero el arrastrao, tan... cabra es, que no lo tiene en cosa en que se puedan jincar las uñas de repente; y primero se le descubrirán las costillas que un ochavo en sonante.

-¡Como que se va usted a confesar conmigo ahora!... ¡Vaya con la inocente que se pasa de maliciosa!

-¿Pos qué te piensas, alma de Dios? ¿Piensas que yo tamién tengo gato, y quiero escondele de ti con esto que te digo?

-¿Y se le busco yo a usted por si acaso? Buen provecho le haga. Yo también, en lugar de usted, le tendría, como usted le tiene.

-¡Como le tengo yo!

-¡Pues claro! ¡Buena es usted para estar veinticinco años en una casa como ésta, donde lo hay, aunque sea en telarañas!... Al fin, del duro se ha de sacar, y no del desnudo; y a poco que se vaya quedando entre las manos cada vez, a fuerza de pasar y pasar...

-Justas y cabales: una corteza de roña, como que roña es lo único que ha pasao por ellas...

-En fin, dejemos esto, que no viene muy a pelo en la ocasión presente.

-Pero ¿en qué quedamos de lo otro?

Aquí se remontó de nuevo Marcones, que, por más que él quisiera aparentar cosa muy diferente, no había echado por mera chanza aquella zarpada hacia el supuesto gato de su tía, y respondió a la pregunta de ésta:

-En que no estoy en este instante para pensar en lo que no sea lo que tan loco me trae; que me voy, por de pronto, de esta maldecida casa, que así la abrase un rayo en cuanto yo salga de ella; que no quiero volver a Robleces mientras no pueda traer conmigo las plagas que le pido al demonio para castigo de ingratas y desalmados; que aborrezco en esta hora a toda la raza de Adán, y que he sido un bestia en andarme con finezas de caballero delante de la puerta cerrada, cuando pude haberme colado dentro, saltando como un ladrón por la ventana. ¡Y déjeme ahora que me largue por esos campos de Dios a desfogarme a mi gusto, y a tragar a borbotones el aire que necesito para no ahogarme de ira!

Y con esto, se caló el sombrero y echó a andar hacia la puerta, desde la cual se volvió de repente para decir a su tía, que continuaba mirándole y con los brazos cruzados:

-Ahí quedan seis plumas de acero, dos mangos de palo, una gramática, una aritmética, una geografía, una historia de España, dos catecismos, una historia sagrada... y cuatro novelas que, en mal hora, puse en manos de la muy desagradecida. Son objetos de mi propiedad y los reclamo.

Y se fue dando un portazo feroz, que hizo estremecerse a la Galusa.

Esta permaneció todavía unos momentos en la misma postura en que estaba antes de marcharse su sobrino; y dijo después entre dientes, clavando los ojos de rámila sarnosa en la puerta por donde Marcones había salido:

-Pos es la primera vez que saca a relocir, el gandulote, esa sonata... ¿Conque el gato mío, eh? No sé qué vientos le soplarán en mi muerte; pero lo que es en vida, no te has de relamber los morrazos ¡sin vergüenzón! con la puchera que pongas con él.

Sorbió la moquita, se pasó una mano por las narices, y salió también del cuarto.




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- XXIV -

Leña al fuego


Muy poco dio que pensar a Inés el lance de la despedida de Marcones. Algo la pesaba haber sido tan lacónica y desabrida con él durante la entrevista; pero los descomedimientos y groserías del estudiantón, y, sobre todo, la aversión que le tenía por motivos bien justificados, disculpaban aquella falta, y aun otras mayores que hubiera podido cometer entonces. No pensó más en ello, y volvió a su tema... ¿Cuándo vendría el otro? Porque él tenía que venir, una vez por lo menos: se lo había prometido a su padre al despedirse en la romería, para tratar del asunto pendiente entre ellos dos; y este asunto pendiente era la compra de la casa... ¡La compra de la casa!... Y ¿para qué quería la casa él?... Capricho de hombre rico. Pero, sabiendo que le desagradaba a ella ese negocio y habiéndola prometido lo que la prometió cuando la conoció el desagrado en la cara, ¿cómo se explicaba aquel su manifiesto propósito, delante de ella misma, de volver luego para tratar del asunto pendiente? ¿Si sería todo una disculpa para volver a verla y continuar la interrumpida conversación?

Y como le esperaba a cada instante, era un asombro lo que se componía, y las combinaciones que hacía con los cuatro vestidillos, tres pañoletas de seda cruda y dos juegos de puños y cuellos, que eran todo su equipaje. Pero pasaron dos días, y el de Nubloso no vino; pasaron tres, y tampoco, y al cuarto... vino Pilara, frescona y grande como ella misma. Temblaba el suelo donde pisaba; y al entrar en la pieza en que la recibió Inés, retumbaba la voz en techos y paredes. Todo en aquella mujer era sano, recio y de temple: encina pura, mármol sin veta y acero toledano, salvo el corazón, que era blandísima cera neta, de panales.

Pues iba, risoterona y ufana, a pedir a Inés aquel favor de que le habló en la romería, y era «cosa de ella y de Pedro Juan, en concierto». Inés la repitió que contara con él, si podía hacérsele.

-¡Vaya si puedes! -dijo Pilara, con las manos sobre las caderas y revolviendo el cuerpo a uno y otro lado sobre los pies, inmóviles como dos lingotes de hierro, atornillados en las tablas. (Se tuteaban las dos desde niñas, aunque Pilara tenía tres años más que Inés.) En seguida añadió sin pararse en barras-: Pos yo y Pedro Juan, en concierto, queremos que seas tú la madrina del casorio... Ya ves, a ná compromete ello, si no es a un poco de molestia...

A lo que respondió Inés que, por su parte, no había inconveniente alguno.

-¿Temes, quizaes, que le haiga por la de tu padre? -la preguntó entonces Pilara.

-Por si acaso le hubiera -respondió Inés- tengo que consultar con él antes de comprometerme. Ya te avisaré lo que resulte, después de hablarle hoy mismo.

Quedaron conformes; y Pilara, que no era más ligera de visitas que de mole, charló con Inés largamente de sus cosas y proyectos. Estaba «prendá, prendaona de tóo, del venturao de Pedro Juan». Pedro Juan era pobre, tan pobre como las ánimas benditas que estaban en cueros vivos; pero en Pedro Juan, desnudo y sin una mozá de tierra propia, había un caudal de nobleza, de trabajo y de rebustez. Era una peña con alma de oro, y «auta pa los imposibles». Bien lo sabían en casa de ella, cuando tanto la alababan el gusto de estimarle y «la lealtá y la pacencia con que había esperao tanto tiempo a que él rompiera la cortedá». Otros podían tener cuatro carrucos de tierra que manipular, y una choza propia en que meterse; ¿pero de qué valía todo ello, si llevaban contra sí, «al mesmo tiempo, la consomición de este vicio o de la otra deficultá»?. En casa de Pedro Juan no había más que lo justo para el avío de dos hombres, «poco arreparones y mal amañaos», pero ella no saldría de la suya «con los brazos colgando y a la ventura de Dios. Llevaría una buena cama, con su mullida y buenas ropas; tres sillas de torno; una caldera de cobre; un arca de pino atestá de equipaje; uno de la vista baja, a medio criar, y una novilla de quince meses, sin contar los trampantojos que se la jueran arrimando de acá y de allá». Era la única hija de su padre; su padre lo tenía, y le daban eso por ahora, porque así lo querían también los demás. Si mañana faltara Juan Pedro, «que sería el hombre más honrao de toa la cristiandá si no viviera Pedro Juan, que lo era tanto como él», se vería lo más conveniente: si seguir los dos en Las Pozas o subirse a la casa de la Iglesia, en que tenía ella una cuarta parte. No la gustaba «el un oficio de Pedro Juan, por lo arriesgao que era»; y por eso sólo se alegraría de subirle al barrio para quitarle la tentación del agua salada, y hacerle que se conformara con ser solamente labrador, aunque de este modo sacara menos provecho que de los dos oficios juntos; además, que había que mirar también por el cuerpo, que no era de hierro «pa traele, como le traía el enfeliz, hecho una estomeja, hoy en el regadío de la mar y mañana en el secano de la tierra...».

De pronto dejó Pilara sus asuntos propios, y saltó a los de la escuchante.

-¿Y qué me cuentas del caballero del día de San Roque? -la dijo cruzando los brazos, que casi se perdían de vista, con lo rollizos que eran, debajo del pecho, y mirándola con la cabeza algo entornada.

Lo mismo que la grana se le puso la cara a Inés al verse acometida de improviso con esta pregunta.

-Pues ¿qué he de contarte? -respondió, no muy a punto ni con gran firmeza-. Nada que no sepas tú.

-¡Vaya -continuó Pilara sin hacer más caso de los colores de Inés que de su respuesta-, que campaba de firme, empingorotao allá arriba, adjunto al altar mayor! ¡De firme que campaba con su cadena relumbrante, su pechera blanca, su etelaje de gran señor... y hasta con aquellos pinchos debajo de las narices, mujer! ¡Andando que le caían guapamente estos amenículos allí! Pos dígote que se despepitaban las gentes por saber quién era, y naide lo sabía, hasta que por la tarde se plantifica en la romería contigo... Me gustó aquello, ¿qué quieres que te diga?... Me gustó de veras; y tamién te digo que en jamás de los tiempos vi pareja mejor apareá... Y no creas que jue ocurrencia mía solamente; que el que más y el que menos de los que vos vieron, pensaron lo mesmo que yo. A muchos oí decir, como me decía yo a mí mesma: «Nacíos paecen el uno pa el otro». Y era la verdá pura, ¡ja, ja, ja, ja!

Retembló el cuarto con la risotada de la mocetona; la cual, sin fijarse más que la otra vez en que Inés volvía a ponerse muy colorada, continuó diciendo:

-¡Mujer! y luego salimos, a las tantas de la tarde que golvió don Elías por allí y lo cernió, en un dos por tres, a too bicho viviente, con que el caballero relumbrante jue primero un muchachuco de Nubloso... ¡Alabao sea el Señor por siempre! ¡Quién había de imagináselo! Pos mira, nos alegramos de sabelo; que si es tan poderoso como cuentan, más vale que lo deje por acá, que angunos se locirán con ello; porque la moneda, polvo viene a ser que se esparce, y quien se alcuentra con algo de él encima de la ropa, eso sale ganando... Y ¿sabes qué te digo tamién al respetive, y a más de cuatro se lo oí lo mesmo en la romería aquella tarde? Pos dígote que, por muchas inflas que tenga el piripuesto ese, y por muchas que sean las tierras y las gentes que haiga visto y pueda ver, no alcontrará pa mujer propia un acomodo que tan pintámente le caiga, como tú... Andando, Inés; y no te sefoque el dicho, que es el avangelio; y güeno es ser homilde, pero no tanto como tú, que ya te pasas, con ser quien eres y valer lo que vales... Y con esto me voy, que bastante poste te he dao esta tarde. Ya me avisarás de eso otro, ¿verdá?... Curriente. De padrino no hay ná hasta la presente: es cosa de ellos. Conque me marcho; y si no lo tomas a mal, te daré un beso por despedía... Me sale el antojo de acá: créemelo.

Puso de muy buena gana Inés la mejilla izquierda tan alta como pudo; bajó Pilara más de medio palmo la cabeza, y ¡chaas! ¡chaas! Igual estrépito que si se hubiera rasgado en tres tiras media sábana casera.

Fuese Pilara al cabo; habló Inés a su padre sobre lo que aquélla deseaba; accedió a ello el Berrugo, a condición de que no le costara dinero el favor; llegó la noche, y amaneció el nuevo día, y fueron corriendo las horas de él; y por aquella portalada no entró más persona extraña a la casa que el Lebrato.

La comisión que éste llevaba era para don Baltasar. Comenzó por referirle «el particular» del casamiento de su hijo, casi en los mismos términos que Pilara a Inés, con idénticas reflexiones y con las propias noticias sobre lo que llevaba la novia al domicilio conyugal, y lo que esperaba para el día de mañana. El Berrugo no halló pero que poner ni al relato ni a las reflexiones, ni a las noticias. Nada le pedían; nada le costaba: al contrario, salía ganando en el bodorrio aquél un elemento que daría gran prosperidad a su casería de Las Pozas. No se lo dijo así al Lebrato; pero le alabó el gusto de su hijo y le ponderó el acierto de todos en arreglar las bodas cuanto antes. ¡Como que había dado permiso a Inés, que se le había pedido, para ser madrina de ellas!

Estimó Juan Pedro el favor en todo lo que valía, y animóse a exponer la pretensión que él llevaba por su parte. Por demás sabía «el señor don Baltasar» que una casa como la de Las Pozas no estaba en disposición de recibir de golpe y porrazo a la mujer que había de establecerse allí como reina y señora de ella. Cierto que Pilara traería lo más preciso para el avío y comodidad del matrimonio; pero esto mismo le obligaba a él, al Lebrato, a hacer mayor esfuerzo para arrimar algo de su parte. Pedro Juan no tenía más que lo puesto y la muda para los domingos: había que echarle, por lo corto, un vestido flamante y su calzado correspondiente; y después ¿qué menos que un par de camisas nuevas?... Pues «el timineje del negocio», aunque la boda fuera en la casa de arriba, sus gastos traía también a la de abajo; que no había de salir todo el desgaste de una sola piedra, «ni sería bien vista la gorroná, dao que la hobiese, ni la consentiría él, que conocía lo que obliga al hombre de bien el agasajo de otro». La casa misma pedía su gasto correspondiente: un poco de blanqueo; «dos escobás siquiera» había que dar al cuarto de ellos; y el llar de la cocina no podía dejarse como estaba, sin una baldosa entera... En fin, que había gastos, y no pocos, que hacer por parte de Juan Pedro con motivo de la boda de su hijo. Él no quería ni necesitaba ponerse colorado delante de nadie para pedirle a préstamo un puñado de pesetas, porque sabía dónde y cómo ganarlas honradamente. Dentro de pocos días, en cuanto apuntara setiembre, empezarían su hijo y él la campaña de la ostra. Sacándoselo al cuerpo sin caridad, bien podía atenderse a este recurso de día, y por la noche al de la pesca del durdo y del anguilo, mar afuera. La brega sería ruda; pero cuando el caso lo reclama, «mentira paece la correa que da un hombre avezao a la probeza». En suma, el favor que le pedía «al señor don Baltasar» era que, por aquella vez sola, le dejara libres los productos de la campaña, sin que le reclamara «en el San Martín» la parte acostumbrada de ellos para aminorar la deuda pendiente. Las rentas por todo lo demás, no le faltarían a su hora y punto debidos.

El Berrugo, después de oír al Lebrato en silencio, pero no sosegado, porque tan pronto se rascaba la barbilla o se pasaba la mano abierta por la cara o pescaba mosquitos en el aire, como golpeaba el suelo con el mango del rozón que tenía en la otra mano, consideró, ante todo, que el favor solicitado no era de los que costaban dinero, es decir, dinero sacado de su bolsa. Tratábase sólo de no cobrar, por entonces, un piquillo que cuanto más se retrasara en poder del deudor, tanto más iría engordando en provecho de un acreedor tan diestro saca-cuentas como él... Por otra parte, no estaba muy seguro de no necesitar el día menos pensado a Juan Pedro para cierto negocio que le traía a mal traer. Podía, pues, y debía echárselas de rumboso impunemente en aquel trance, y se las echó.

Aunque no duraron mucho estas meditaciones, al Lebrato le parecieron muy largas, y temía lo peor al ver el afán con que el Berrugo se rascaba la barbilla con una mano y golpeaba el suelo con el rozón que agarraba la otra.

De pronto le dio don Baltasar en las espinillas con el mango del instrumento aquél; le encaró, de un empellón hacia la calle, y le dijo:

-Al último, harás de mí hasta ochavos morunos, si te empeñas en ello. Ya estás servido... y andando; y cuéntale el cuento al sin vergüenza que te diga que no soy blando de corazón.

Y no ocurrió más de extraordinario en la casona de Robleces, hasta el otro día en que, al fin, se metió por la portalada el indiano de Nubloso.

El Berrugo andaba trasteando en el estragal, y allí le recibió, con muy buena cara por cierto.

-¡Hola, hola! -le dijo en cuanto le vio, pero sin dejar de hacer lo que hacía-. ¿Se viene a cumplir la palabra, eh?

-Hay de todo, señor don Baltasar -respondió el indiano muy afable-, porque vengo a verlos a ustedes y a ofrecerles de nuevo mis respetos; pero no a tratar del punto consabido que tenemos pendiente usted y yo. En esto falto a la palabra que le empeñé al despedirme el día de San Roque; y falto con toda intención, porque quiero invertir el poco tiempo que traigo disponible, en lo primero, que es cosa mucho más agradable para mí.

-Ciertamente que no corre prisa, por mi parte, ese asunto, y no seré yo quien se le meta a usted por los ojos... Y con franqueza, si lo que quiere a la presente es conversación, yo no puedo dársela en un buen rato, porque tengo mucho que hacer por aquí; pero no faltará quien se la dé, si le es igual una que otra. Arriba está Inés, que debe de tener el tiempo muy de sobra y le recibirá, si quiere usted subir y descansar un poco.

-¡Oh, señor don Baltasar! -repuso el indiano muy risueño-, siempre me da usted en su casa muchísimo más de lo que vengo buscando...

-Yo soy así, hombre -dijo al punto don Baltasar mientras colgaba un dalle de la viga del techo, y en seguida, arrimándose al hueco de la escalera y haciendo embudo sobre la boca con las manos, gritó-: ¡Inés!... ¡Inés!... ¡Allá va este... sujeto del otro día...! Suba usted, suba usted, sin ceremonia -añadió volviéndose hacia el indiano-, suba usted, que ella le enseñará el camino. Yo subiré en cuanto despache aquí abajo.

Tomás Quicanes no iba tan majo como el día de San Roque. Nada de levita negra, ni de pechera con brillantes, ni de botines de charol: un terno gris, de americana; calzado amarillo de suela recia; hongo oscuro, corbata clara y cuello bajo y blanquísimo, como los puños; pero con este traje sencillo, holgado, de buen corte y de esmerada hechura, valía doble que con el otro el buen sobrino del difunto Mayorazgo de Robleces. Lo mismo opinó Inés en cuanto le atisbó desde la sala al asomar él por la portalada; y eso que la inexperta hija de don Baltasar no pudo estimar el día de San Roque lo que había de cursi en el aparatoso atalaje, cargado de relumbrones, del caballero del altar mayor. Y no sólo le encontró mejor mozo así, sino más «tratable», más... de carne y hueso; en fin, menos terrible para un apuro como «el del otro día», si llegaba el caso.

Es de advertirse, por si fue malicia de la neófita en intrigas de aquella especie, que al entrar el indiano en la corralada, Inés cosía a la parte de adentro del balcón, y que al llegar a la sala acompañándole desde el carrejo, la sillita y los avíos de costura estaban a la parte de afuera, es decir, en la misma solana y delante de la puerta. Ello fue que el indiano, al verlos donde los veía, no quiso aceptar la silla que, muy de cumplido le ofreció Inés en la sala.

-¡De ningún modo! -la dijo-. Por las señales, estaba usted trabajando allí; y como yo no soy de cumplido ni quiero que mi visita la sirva a usted de molestia, se la haré a usted en la solana, si me lo permite.

-Como a usted le guste más -respondió Inés dirigiéndose al balcón.

Otras dos observaciones por lo que valgan: Inés apartó la silla y los cachivaches, como si les estorbaran el paso, y los colocó a un lado y a muy buena distancia de la puerta; y el visitante había visto, al asomar al carrejo, entre la penumbra de las inmediaciones, vagar una silueta antipática, que era la de la Galusa.

¿Huían los dos, visitante y visitada, de una misma contingencia desagradable, al resistirse el uno a hacer la visita en la sala, y al estar tan bien dispuesta la otra para recibirla en lo más escondido del balcón? Lo que no tiene duda es que en aquel sitio, deparado por la casualidad o elegido por la malicia, se podía echar un párrafo, no alzando mucho la voz, sin que nadie se enterara de él, ni tampoco de la mímica que le acompañara; como no fueran los pajaritos del aire; porque por el pedazo de calleja que desde allí se descubría, no pasaban cuatro transeúntes, y esos muy distraídos y torpotes, en toda una tarde de Dios.

Yo me inclino a lo de la malicia, y de parte de entrambos; porque también es indudable que, al comenzar la visita, ya se apuntó en cada uno de ellos el mismo afán de llegar cuanto antes con la conversación a un paradero indudablemente preconcebido.

Duraron poco, muy poco, en boca del visitante, y eso que no dejaba de ser socorrido de conversación, esos preliminares de rúbrica en tales casos, emparentados siempre, más de cerca o más de lejos, con las evoluciones meteorológicas, con el sistema de vida diaria y con otras materias así; en seguida se plantó, retrocediendo de un salto, en el día de San Roque, «de feliz y perdurable memoria para él».

Con esto solo, ya comenzó a aletear y revolverse algo en los adentros de Inés, y se le pusieron a la pobre los carrillitos como la misma grana; y porque hizo un alto en la conversación el otro, y por creer y temer ella quizás que de un nuevo salto de ideas se le largara Dios sabía adónde, corta y novicia como era, se atrevió a tenerle a raya preguntándole, sin dejar de coser, pero sin saber lo que cosía:

-¿Ha comenzado usted a tratar abajo con mi padre de ese asunto?

Por los hondos, aunque, en apariencia, lejanos enlaces que tenía esta cuestión con la que a ella la interesaba tanto, la había sugerido su buen instinto la idea de sacarla a relucir para los fines que se proponía; pero fue inútil la precaución, porque no pensaba el indiano en huir del terreno en que se había metido de un salto y de muy buena gana.

-¿Y qué asunto es ese? -preguntó él a su vez, haciéndose el ignorante, para tomar aquel nuevo camino que también guiaba al paradero deseado.

-El que prometió usted tratar con mi padre al despedirse en la romería, en la primera visita que le hiciera. Creo yo que será el de la compra de esta casa.

Y se sonreía la picaruela, como si no le creyera ya capaz de ello.

Sonrióse también el otro, y la dijo en seguida, tejiendo y destejiendo entre los dedos de ambas manos la cadena de su reloj:

-Ese asunto se quedará sin ventilar por ahora, porque se me ha puesto por medio otro que me interesa bastante más: el de cierto huertuco... ¿Se acuerda usted?

¡Vaya si se acordaba! Pero lo negó sin maldita la conciencia; por lo cual tuvo el otro que volver sobre lo tratado en la romería de San Roque, sabiendo que se le engañaba descaradamente en aquella negativa, pero aceptando con gusto el engaño para desenvolver más a sus anchas la metáfora, algo cursi, como todas las metáforas de todos los enamorados de este mundo, del huertuco montañés y de la rosa colorada.

Ya estaba, pues, la gran cuestión en pie, y ya dudaba Inés si seguir cosiendo o si dejarlo: si no cosía, no sabía qué hacer de las manos ni de los ojos; y si cosía, se pinchaba; y cosiendo o no cosiendo, le andaban unas cosas por todo el cuerpo y delante de la vista, y le subían unos calores y sentía tales ruidos en las sienes que no podía parar ni sosegar un punto. ¡Y se estaba todavía al principio de una historia de la que conocía ella hasta la penúltima página! ¿Qué sería cuando llegara el momento de aclararse el único punto que quedó sin aclarar en la romería? ¿Cuando se la dijera terminantemente quién era «la de Robleces»?. Pero ¿llegaría a decirlo él? Y si no lo decía, ¿por qué la atormentaba sacando a relucir de nuevo la misma historia?

¡Aprensiones disculpables en un espíritu abierto noble y generosamente a las primeras llamadas del corazón, como las rosas de la metáfora al calor de los rayos solares! Puede que resulte también algo cursi esta otra metáfora que tomo del montón de las corrientes; pero no hallo otra de mejor arte ni más al caso, y por eso me valgo de ella para venir a parar a que, con todo el miedo que tenía Inés al final de la historia, se la hacía mucho lo que tardaba en llegar a él el relatante, y hasta temía que no llegara nunca.

En lo cual se equivocaba grandemente; porque el indiano, aunque contando los pasos y gozándose en la contemplación del terreno que exploraba al mismo tiempo, llegó y llegó bien; y llegando, resultó, y así se lo dijo a Inés, claro, muy claro, aunque le temblaba un poco la voz al decírselo, que «la de Robleces» era ella; ella, que en pocas horas se había hecho dueña y señora de su corazón y de su vida, y más que por la hermosura de su cuerpo, que era singular, por la nobleza y sublime candidez de su alma, que no tenía precio.

Todo esto oyó Inés, sin morirse, como lo temía desde lejos. Algo la pasó, es verdad, que le pareció el fin de la vida; pero no por las ansias ni los dolores ni el desconsuelo, sino por lo dulce, por lo agradable, y, sobre todo, por lo extraño; de manera que, más que muerte, era aquello la terminación de una existencia insulsa, y el comienzo de otra mucho más placentera y amable.

Y todo esto leyó y fue saboreando codicioso, detalle por detalle, el afortunado galán, en el mirar turbado, en el respirar anhelante y en el casto y dulcísimo abandono de todo su ser, con que la pobre novicia, sin voz ni energía en su garganta para responder con palabras, reveló claramente las tempestades de su pecho.

Sucedió después una cosa bien extraña. A fuerza de contemplar embebecido a Inés, acabó el singular enamorado por mirarla, más que como triunfador satisfecho de su hazaña, como temerario que lamenta, con honrado corazón, el estrago irremediable de una ligereza. En seguida, como para intentar una prueba en que deseara ser vencido, tomó, suave y cariñosamente, una mano de Inés entre las suyas, y la preguntó sin dejar de contemplarla:

-¿Sería usted capaz de hacer un sacrificio por mí?

-Hasta el de la vida -respondió temblando Inés, no con palabras, sino en una mirada que se fue alzando poco a poco hasta difundirse en la amorosa y a la vez compasiva del otro.

El cual, entendiendo bien la respuesta añadió:

-Pues voy a pedir el único con que no contaría usted entre todos los que puede haberse imaginado: que guarde, como en el secreto de la confesión, lo que acaba de pasar entre nosotros... hasta que yo la diga cuándo es la hora de publicarlo a voces. Le pido a usted esto, que sólo por pedirlo yo en tal ocasión ha de parecerle sacrificio, y bien extraño, por el amor que siento por usted, y delante de Dios la juro que es verdadero y grande. Hemos de hablar a menudo de estas cosas, y todo se aclarará cuando se deba.

Se levantó momentos después; se despidió «hasta luego» con todos los miramientos, entusiasmos y delicadezas que el caso requería; y sin que el Berrugo pareciera por allí ni por las inmediaciones, fuese.

Inés recibió su última despedida desde la portalada, y cayó en seguida, transfigurada y absorta, en las honduras de su pensamiento, que era un volcán; y todo, todo lo creyó posible, menos que aquel hombre fuera capaz de engañarla.




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- XXV -

Anales de tres semanas


No siempre halló el indiano de Nubloso igual comodidad que aquella tarde para hablar con Inés a sus anchas, ni, en rigor de verdad, me atrevo a afirmar que estos inconvenientes le contrariaran poco ni mucho; porque es de saberse que «la cosa bien extraña» que sucedió al acabarse la visita historiada más atrás, continuaba siendo misterio, y misterio bien mortificante, para Inés, por culpa de aquel hombre empecatado que huía de toda ocasión en que pudiera verse obligado a levantar siquiera la punta del velo misterioso. Pero no por eso faltaban el tiempo necesario ni lugar a propósito para decir él lo que quería y necesitaba decir, aunque no fuera, ni con mucho, cuanto deseaba saber ella, ni dejó de seguir su marcha devoradora el fuego amoroso en que parecían estar ardiendo los dos.

A la tercera visita, ya se tuteaban; y deshechos con esta llaneza en el trato los estorbos que el ceremonioso «usted» opone a la franqueza de la expresión aun en caracteres más resueltos y adestrados que el de Inés, la máquina de las ideas de ésta, aquella máquina que para ponerse en franco y seguro movimiento tuvo bastante con el impulso casual y rudimentario de una mano tan torpe como la del grosero seminarista, al calor de los afectos nuevamente adquiridos y con el estímulo de su comunicación frecuente con los del hombre que se los había infundido, tomó de repente unos vuelos maravillosos. ¡Entonces sí que estaba desconocida! Como en idénticos casos la había sucedido ya, no pudiendo, por su ignorancia e inexperiencia, extender a lo ancho la labor de sus investigaciones, las hizo a lo hondo, con la fuerza y la luz de su inteligencia clarísima; y la cuenta le salió aún mejor así, porque ahondar se necesitaba, y no otra cosa, para dar con el filón que ella iba buscando. Y ahondando, ahondando con el análisis de sí propia y el de la conexión íntima que «debía de haber» entre su modo de sentir y el modo de sentir del otro, aunque llamando las cosas a su manera, llegó con los razonamientos a un punto de cordura y de fortaleza tales, que pusieron en graves apuros al receloso y asombrado galán. Para ser un poco atrevida, además de esto, le sobró con el ansia, que la devoraba, de aclarar el enigma que la servía de tormento a todas horas, y la amargaba las dulzuras de aquella pasión que ella consideraba como un don inmerecido de Dios.

Pero ¿por qué había de haber esa nube negra en un cielo tan limpio, tan puro, tan lleno de luz, como el de sus recién forjadas ilusiones? Y si bastaba un soplo de él para deshacerla, ¿por qué no soplaba? Y entre tanto, aquella nube podía ir extendiéndose y espesando y cubriéndolo todo, hasta el mismo sol; y entonces ¡Virgen María! no quería pensar en ello. Era imposible que las cosas llegaran a un extremo tan espantoso. «¡La nube! ¡el misterio!» ¿De qué se trataba, al fin y al cabo? De que ella no revelara a nadie lo que estaba pasando entre los dos. Sin necesidad del encargo, hubiera quedado el secreto guardado en lo más hondo de su corazón, mientras lo guardado «no diera más de sí». Pero ¿por qué se le hacía el encargo? Aquí estaba la malicia. ¿Era un pecado lo sucedido? ¡Imposible! Y si no lo era, ¿por qué tenía él tanto empeño en que no se descubriera? Podía haber en este empeño un fin de casta más noble que la del misterio que a ella la alarmaba; por ejemplo: el de probar su fe o su discreción, atormentando un poco su curiosidad; pero en este caso, ¿por qué andaba él tan preocupado, tan receloso, tan vacilante? Esto, esto sólo era lo grave, lo extraño. A veces la asaltaban recelos espantosos. ¿Habría otra mujer en alguna parte del mundo que pudiera pedirle cuentas de «lo que estaba pasando entre los dos»?... ¿Estaría...? ¡Qué enormidad! Eso, honradamente, no podía imaginarse: no cabía en lo posible. De todas suertes, la tentación de sospecharlo solamente, la arrastraba a considerar si no habría pecado ella de ligereza al entregarse tan pronto, tan irreflexivamente y tan confiada, a una pasión así, inspirada por un hombre de cuya lealtad no tenía otras pruebas que las de su palabra, que podía muy bien no ser honrada... Tampoco era posible esto; también caía fuera de los límites que la perversidad humana tenía, en el concepto inexperimentado y naturalmente bondadoso de Inés... De cualquier modo, ella no comprendía aquella reserva sospechosa que tan malos ratos la daba y no podían pasar inadvertidos para él. ¡De qué distinto modo se conduciría ella en el caso contrario! Sin haber ocurrido, y sólo por el placer desinteresado de confiarle hasta el último secreto de su conciencia de mujer y de enamorada, le había referido la historia de la resurrección de su espíritu, con todos sus pormenores; y lejos de intimidarse al sacar a relucir los graves episodios de la explosión amorosa de su profesor, los relató con especial parsimonia, porque hasta se recreaba en traer con ellos a la memoria lo abominables que le parecieron en cuanto pudo considerarlos con serenidad; amén de que, cotejando y comparando tiempos con tiempos, hombre con hombre y sentimientos con sentimientos, los que le había infundido el absorto escuchante adquirían doblada consistencia y mayor intensidad. ¡Y él, que, con trabajo menos escrupuloso, podía proporcionarla a ella un placer más regalado, la dejaba penar y consumirse entre dudas y confusiones! ¡Qué mal hecho estaba eso! ¡Ah! si ella fuera un poco más atrevida o un poco menos compasiva y tolerante, ¡cuántas veces le hubiera puesto, con una pregunta, en la necesidad de descubrirla el misterio!... ¿Qué harían las demás mujeres en casos parecidos al suyo? Porque ella no sabía nada, nada absolutamente, en materia de amores, sino lo que había leído en las novelejas prestadas por Marcos, y lo que estaba observando en sí misma, lo cual no se parecía en lo más mínimo a lo que ocurría en las novelas.

Entre tanto, la situación de las cosas, en general, no podía ser más embarazosa para todos allí. Su padre, aunque parecía andar siempre a su cuento y no reparar en nada, veía con el rabillo del ojo cuanto pasaba a su alrededor, por lo menos desde que entraba tan de continuo en la casa el indiano de Nubloso. Un día la dijo deteniéndola en lo más oscuro del carrejo, como por casualidad:

-Mujer, ¿sabes tú lo que anda buscando por aquí ese sujeto?

Inés comprendió desde luego a qué sujeto se refería su padre, y se puso roja y sofocada; pero, por fortuna, no se veía la mano delante en aquel esófago tenebroso, ni se vio, por consiguiente, la turbación con que respondió para salir del paso:

-A mí nada me ha dicho.

Tosió el hombre y se marchó golpeando el suelo con algo que llevaba en la mano.

Otro día se encaró con ella a la puerta de la sala; y como si replicara a la respuesta que se le había dado en lo más oscuro del carrejo días atrás, dijo esto solo y sin mirar a su hija de frente:

-Pues a mí tampoco me ha dicho una mala palabra hasta la hora en que estamos, sobre lo que desea y busca por aquí... Y no quisiera tomarle yo la delantera para preguntárselo... ¡Y, cuidado, que motivos no faltan ya!...

Y se fue.

Esta nueva embestida puso a Inés en el colmo de la angustia; porque lo que su boca no decía sobre lo que estaba pasando, lo publicaban a gritos su raro y nuevo modo de ser, y las idas y venidas del otro, desconcertado y receloso, y sus apartes con él. ¡Y era tonto y ciego don Baltasar para no caer en la cuenta de lo que tan a la vista estaba! ¡Y era mudo, gracias a Dios, para no explicarse a las claras con el otro, si llegaba a «tomarle la delantera»!.

Pues ¿y la Galusa? ¡Válgame Dios, cómo rastreaba por escondrijos y rincones la pista del «fregado indecente», en cuanto asomaba el tunante por las puertas de la casa! ¡Qué zumbar el suyo mientras iba y venía, como moscardón aprisionado, y qué zaherir con indirectas envenenadas a la pobre Inés, cada vez que se topaba con ella, o la veía, medio alelada, torpe y desmañada, acercarse a todo para no hacer luego cosa con cosa! ¡Qué aborrecimiento la tenía y qué poco le disimulaba! ¡Y ella conociéndolo todo, y hasta que había razones aparentes para mucho de ello, y no pudiendo desplegar los labios para defenderse en lo defendible, ni siquiera para decirle a él: «habla tú, que con una palabra puedes hacer que se concluya pronto todo esto».

Y aún fueron más allá los conflictos de la pobre muchacha. Días andando, y en uno de labor, al ir ella a misa, porque las oía muy a menudo, especialmente desde el de San Roque, la esperaba don Alejo paseándose en el portal de la iglesia, de levita y con bonete.

-Vaya, Inesuca -la dijo-, aquí te cojo y aquí te mato; y te cojo, porque te esperaba; y te esperaba, porque, si no te cojo aquí y antes de misa, no te cojo en ninguna parte. ¿Estás? Bueno; pues ahora te advierto que no se trata de robarte la mantilla, ni de sacarte ninguna tira del pellejo. Esto te lo digo para que te cures del susto que te ha hecho perder de repente los colores de la cara. ¡Valiente forajido soy yo para dar disgustos a nadie, y menos a ti, corderuca de Dios!... En fin, que se trata de que me consume una curiosidad, y de que quiero que tú me saques de ella. ¿Querrás?

De algunos días a aquella parte, todos los ruidos le sonaban a Inés de un mismo modo, y todos los golpes iban a parar a su dedo malo. Por esta triste experiencia, barruntó que lo que pensaba preguntarla don Alejo tenía que ver, por más acá o por más allá, con lo que «a ella la estaba pasando». Y dicho y hecho.

Apenas prometió al cura complacerle, si la era posible, en lo que la pedía, cátale metido de hoz y de coz en el asunto, de la siguiente manera:

-Pues has de saberte que el día de San Roque, al anochecer, supe que aquel caballero tan majo que oyó la misa en el altar mayor y tanto me había llamado la atención, resultó ser Tomasín; Tomás Quicanes, el sobrinuco huérfano del Mayorazgo, que vivía con él y me ayudaba las misas con una inteligencia, una gracia y una compostura, que me daban gloria. Te aseguro que no lo quise creer cuando don Elías fue a mi casa a contármelo y a hacerse lenguas de lo campechano que era y de lo mucho que sabía; y no lo quise creer, porque tras de no haberle yo sacado en la iglesia por la pinta, cosa que, bien mirada, no tenía nada de particular, me parecía mentira que hallándose en Robleces y tan cerca de mí ese caballerete tan espetado, no hubiera corrido a darme un abrazo y a decirme: «aquí tiene usted, con barbas ya y cargado de perendengues, a Tomasín Quicanes, el sacristanuco tan querido de usted». Algo me explicó don Elías de las intenciones del tal sobre el caso, y de las buenas ausencias que había hecho de mí entre él y vosotros aquella tarde; pero, vamos, no me conformaba con eso. A los pocos días ya vino él en persona a verme a mi casa... por supuesto, después de haber estado en la tuya... ¡Bah!... ¡y se me pone coloradita, lo mismo que si ello fuera un pecado!... A ver si se te bajan esos colores y me escuchas como es debido... Pues, señor, que vino; que se me dio a conocer, y que le conocí hasta en el modo de mirar y en cada una de las facciones de su cara; y que pasé con él, hasta que empezaba a cerrar la noche, el rato más agradable que creo haber pasado en todos los días de mi vida. ¡Qué guapo está, qué bien habla, qué cariñoso es y qué finamente siente y observa y compara lo que aquí dejó, lo que halla al volver... y qué sé yo qué otro tanto más! El arrastrado de él, de recién llegado a La Habana me escribió algunas veces; pero después lo fue dejando, dejando... ¡Y si vieras, Inesuca, qué majamente me pintó él este modo de ir olvidándose no de mí, sino de escribirme de vez en cuando! ¡Qué fantasía de chico! Daban ganas de decirle que se volviera a marchar para dejar de escribirme, por sólo el gusto de oírle disculparse a la vuelta. Extrañándome yo de estas cosas, le pregunté sobre el particular; y supe, con el contento que puedes suponerte, que había gastado más de la mitad de lo que había ido ganando en sus negocios, en instruirse y en despabilarse, aunque despabilado lo fue él siempre de suyo... y esta opinión es cosa mía; que había cultivado más el trato de las personas letradas que el de las adineradas; que tenía hasta pasión por los buenos libros; que había viajado mucho... en fin, que no acabaría yo, Inesuca, si te fuera relatando lo que entonces le oí, lo que le he podido sacar después acá; porque te advierto que rara es la visita que te hace a ti... digo, que os hace a vosotros, sin que antes o después no me haga a mí otra; y lo que de todo ello he ido coligiendo yo a mi manera, aunque lego... ¿Te vas enterando, Inesuca?

¡Si se iba enterando Inés! Sin perder punto ni coma, y con una codicia de ello, que bien se pintaba en sus ojos radiantes de luz y de regocijo.

-Me entero -respondió, sonriéndose, a la pregunta del cura.

-¡Pues podías no! -replicó éste; y añadió en seguida: Y ahora va lo bueno, quiero decir, el golpe con que te amenacé al cogerte aquí. Córrese entre las gentes, que Tomasuco el de Nubloso, con haber rodado tanto mundo, no ha podido hallar en todo él lo que, cuando menos se esperaba, tuvo la suerte de encontrar en Robleces; o séase, hablando claro, una mujer que le llene por entero para casarse con ella y acabar la vida, en santa paz los dos, en la tierruca. Gran pensamiento... y gran ojo, sobre todo; porque resulta, también según los dichos de las gentes, que esta mujer, Inesuca, eres tú... ¿Es verdad eso? Pues cata el golpe que te prometí, y venga la respuesta; pero tal como yo la deseo... Te advierto de antemano que el sujeto ese no me ha dicho nada de por sí, aunque no tiene boca bastante para ponderarte cuando de ti me habla; y cuenta también que esto ocurre en cada visita que me hace.

Inés recibió «el golpe» de don Alejo con mayor serenidad de lo que esperaba, y pudo responder a él con gran firmeza; porque la última noticia, y la única desagradable de cuantas le había dado de carretilla el buen señor, le ofrecía una salida de soslayo, que era al mismo tiempo la verdad fiel de lo que estaba sintiendo; y la salida fue la siguiente:

-Pues si él no le ha dicho a usted una palabra de eso, ¿qué quiere usted que le diga yo?

-Eso no es responderme a derechas, Inesuca -añadió don Alejo algo contrariado.

-Pues le juro a usted -repuso ella muy serenamente, como que juraba verdad- que no le puedo decir otra cosa.

Se quedó con esto algo suspenso el cura, y la dijo en seguida:

-Te creo, porque basta que así me lo afirmes aunque no me lo juraras; pero te aseguro que lo siento como si hubiera perdido algo de a cuanto... Pues, mira, Inesuca -añadió de pronto con gran encarecimiento-, si no hay nada de lo dicho, debiera de haberlo. Las gentes tienen razón. Voz del pueblo, voz de Dios. Marcones te lo hubiera entonado en latín, por pintar la cigüeña; yo te lo digo en castellano neto para que me entiendas mejor. Y ahora, hija mía, dame palabra de que, si llega a suceder algo de lo supuesto, no se lo dirás a nadie fuera de tu casa antes que a mí; perdona el plante que te he dado, y quédate bendita de Dios, como yo te bendigo, por lo buena que eres, que me voy a decirte la misa.

¡Oh, qué tentaciones tan fuertes tuvo Inés entonces de detener a don Alejo para decirle que quería confesarse con él! ¿Qué mejor confidente, qué mejor consejero, que aquel santo varón, para confiarle, en el secreto del confesonario, una tribulación como la suya? Y en ello no faltaría a su compromiso empeñado. Como en el secreto de la confesión estaba obligada a guardar «lo que había pasado entre los dos», y así quedaría guardado, confiándoselo, como penitente, a su confesor.

Pero mientras dudaba, se perdió la oportunidad, y con ello se calmaron las tentaciones. Entró en la iglesia, y a poco empezó la misa. ¡Con qué fervor la oyó, y con qué fe le pidió a la Virgen que la amparara en el trance en que se veía!

Después se encontró más fortalecida; y al volver a casa pensando en todo lo que don Alejo la había dicho, sólo quería acordarse de lo mucho bueno que le había contado de él. Así le veía ella más engrandecido a sus ojos; y así quería verle, «porque él no podía ser de otra manera».

Y, entre tanto, y como si tratara de desmentirla con su comportamiento, ni en todo aquel día ni en los dos que le siguieron, apareció por Robleces el indiano de Nubloso.




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- XXVI -

La puchera del Lebrato


El «negocio de la ostra» le tenía el Lebrato a la puerta de casa, como quien dice; y por «llanuco y hacedero de por sí» no era cosa para quebrantar huesos tan duros como los suyos y los de Pedro Juan. Plantarse con la chalana en la primera revuelta y la más grande de las dos de la ría, a la bajamar; fondearse allí, o no fondearse, sobre la misma canal; una especie de rastrillo de hierro, de púas fuertes, largas y algo encorvadas, con mango de palo: un instrumento así para cada uno, y a sacar con él cantos sueltos del fondo; cantos que, según la suerte soplara, unas veces salían en blanco, y otras veces más o menos sarpullidos de ostras de todos tamaños; arrancar las grandes, dejar las de cría, y volver el canto al agua. Y al sol. No tenía ni tiene más intríngulis la explotación de aquel rico ostrero natural. La venta era siempre segura y pronta, porque andaban los especuladores disputándose la mercancía para revenderla a escape en los quintos infiernos. El oficio, pues, no tenía otras quiebras que los fríos y las celliscas de los meses invernales. Había en ellos horas de chuparse un hombre las uñas amoratadas, y de quedársele el cuerpo entumecido, y helada la saliva en la boca. Pero de estos días no abundaban; y en la ocasión de que se trata, mucho menos. Comenzaba septiembre, primer mes de erre después de la veda del verano; el tiempo al nordeste, claro, suave y noble como él solo, y «pa largo» por las trazas, y el trabajo se hacía en mangas de camisa; de modo que más que fatiga, resultaba entretenimiento agradable. Porque no era sola la chalana del Lebrato la que andaba a la ostra allí, aunque podía, y en buena ley debiera serlo, por no haber en el pueblo otro matriculado que él; pero ya se ha dicho que Juan Pedro no era hombre de usar de sus privilegios en perjuicio de nadie, y toleraba la media docena larga de chalanas que acompañaban en el ostrero a la suya; y hasta se alegraba de ello, porque, de ese modo, el campechano pescador no cerraba boca, y era la escuadrilla un hervidero de conversaciones, que tenían que oír.

Como el tiempo estaba tan hermoso, no se conformó con aquel solo recurso, que no dejaba de rendirle su buen por qué; y según se lo había anunciado «al señor don Baltasar», teniendo la barquía bien recorrida y preparada, probó de noche «a lo de afuera»; ¡y esto sí que ya era harina de otro costal! Solamente el viaje hasta la barra, era trabajo de hora y media de rema incesante. Por el primer tramo, es decir, por lo que se podía llamar valle de la ría, menos mal; era ir como a cielo abierto, con anchos horizontes de Sur a Oeste, y en toda aquella línea, a no ser la noche brumosa y cerrada, siempre había celajes luminosos que alegraban la vista y entonaban un poco el ánimo; pero por el segundo tramo, desenvuelto en curvas desorientadas y caprichosas, con sus taludes altísimos y casi a plomo, como una hoz abierta entre montañas, ya era más triste la boga. No había otra luz que la que sacaban las palas de los remos, en gotas fosforescentes, al remover el agua, ni más cielo que el que se veía por entre los dos bordes de la rendija aquella. El chapoteo que de esta faena resultaba, muy a menudo repercutía y se multiplicaba en las cuencas de los peñascos coronados por una greña de carrascas y zarzales, cuya espesura hacía la oscuridad mucho más negra de lo que era. Algunas veces se oía un ligero chasquido no lejos de la barquía, como el que produciría una pedrezuela arrojada en el agua: era el salto de un muble de un rebaño de los que volvían a la mar con la vaciante; y hasta este leve sonido hallaba eco que le repitiera y le propagara. Ni el Lebrato ni su hijo hablaban en todo aquel trayecto otras palabras que las puramente precisas: la solemnidad pavorosa de la naturaleza se impone a los espíritus más valientes y despreocupados; donde quiera que el hombre se ve gusano por la fuerza del contraste, allí se esconde o se arrastra tímido y silencioso, como si realmente lo fuera. Es muy común la observación, y muy exacta, de que cesan de repente las conversaciones de todos los viajeros de un tren cuando éste atraviesa un túnel. Se ve gusano mísero allí. Y es de advertir también, que los miedos de esta clase son de los que no se vencen con la costumbre de sentirlos. Pedro Juan y su padre conocían aquel trayecto, que habían recorrido cien veces, lo mismo a pleno sol que entre tinieblas, como los caminos de su barrio; y, sin embargo, nunca lo pasaban de noche, hacia la mar, sin verse dominados por aquel sentimiento que no tenían ellos por medroso, y que en el fondo lo era. Distingo el viaje «hacia la mar» porque cuando, de vuelta de ella, recorrían el mismo esófago negro, sin ser mucho más locuaces se sentían más animosos; lo cual prueba que si el paso es triste e imponente de noche por sí mismo, lo es todavía en más alto grado como camino de una región mucho más pavorosa y de mayores riesgos de muerte.

Volviendo al asunto y dejando a un lado enojosas filosofías, digo que remando sin cesar los dos hombres y adelantando la barquía entre espesas tinieblas y fantásticos ruidos, llegaba a percibirse el de la mar, que, por dormida que esté, siempre suena lo bastante recio sobre los duros cabezales de la costa para que la sientan los más torpes de oído, durante el silencio y la quietud de la noche. El espacio se iba también ensanchando, aunque no aclarándose, delante de la pobre embarcación; comenzaba ésta, que hasta entonces se había deslizado como por encima de un cristal, a cabecear lentamente; avanzaba otro buen tramo; se acentuaban más los ruidos de la mar y también los cabeceos; aparecía por la proa, a la vista de los remeros, la masa de espesas sombras interrumpida en un espacio que para un ojo inexperto se abarcaba con los brazos extendidos... y aquel espacio era la barra, la boca del puerto; se bogaba un poco más; descubríanse la cabeza y rezaban fervorosamente un credo el Lebrato y su hijo; y como conocían aquella puerta tenebrosa lo mismo que la puerta de su casa, la enfilaban diestramente... y ya estaban en la mar: una línea negra, negrísima hacia tierra: la costa; y otra enfrente, pero lejos, muy lejos, un poco más fina y algo más clara: el horizonte. En derredor de la barquía, un breve espacio ondulante y con intermitencias fosforescentes.

En medio de esta oscuridad, había que buscar en las peñas de la costa ciertas cuevas que deja al descubierto la marea cuando baja; y no habían de ser las primeras que se descubrieran a la casualidad acercándose a los peñascos, sino las cuevas tales y cuales; porque el pescado en cuya busca iban el Lebrato y su hijo a aquellas horas, tiene sus preferencias de refugio, muy marcadas, y sólo en esos refugios, y no en otros muy parecidos, hay que buscarle.

Los pescadores los conocían perfectamente, y los tenían bien registrados uno por uno en la memoria; y aunque a oscuras, o casi casi, sin titubear un instante, iban explorándolos todos, atacando la barquía hasta la misma boca de la sima, o, cuando menos, a la peña en que estuviere. Una vez allí, se hundía en el pozo, que había dejado lleno la marea, un palo, de largura necesaria para alcanzar hasta el fondo con un anzuelo que llevaba a la punta, fijo en un reñal muy corto; y si había anguilo adentro, es decir, congrio pequeño, iba al cebo traidor, le mordía, y fuera con él. Y para todo esto, mucho silencio y ni chispa de claridad. Si el estado de la mar no permitía acercar la embarcación a la costa, se apartaba de ella cosa de una milla, y se probaba fortuna calando allí un aparejo de cordel, de muchas brazas. Pero siempre a oscuras. Si no se trataba congrio, se trataba un durdo regular, o una mojarra de buen tamaño; y allá salía la cuenta, cuando mordían; porque si daban en no morder, ni mojarra, ni durdo, ni anguilo, ni nada; y noche y trabajo perdidos.

Y esto al comenzar la temporada de otoño, que, si venía noble, era un verano que daba gusto, pero en la de primavera (la mejor de las dos para el anguilo, por la abundancia y por la clase), con sus destemplanzas repentinas, con la crudeza de sus borrascas... ¡ya te quiero un cuento! ¡Qué noches había pasado el Lebrato en esas rudas campañas! ¡Qué riesgos había corrido, y de qué apuros le había sacado la divina Providencia!

Porque es de saberse que antes de tener un hijo, primero muchacho animoso y decidido, y después mozo robusto y fuerte, hacía él solo la tarea de los dos; solo se iba en su barquía, y solo se pasaba en la mar la mayor parte de la noche, registrando cuevas con el palo, o calando el aparejo a larga distancia de la costa; solo iba también de día a la dorada, al barbo, o a la lobina grande; y lo mismo le daba quedarse de la barra para dentro, si mordía algo de a cuanto, que salir de la barra para fuera en caso contrario. No tenían cuenta sus zambullidas en la mar, por desborregarse a oscuras entre las rocas; pasaban de seis sus embestidas a la barra, a media vela y a la desesperada, por haberle sorprendido otros tantos temporales afuera; y en ninguno de éstos ni de otros lances parecidos llegó a faltarle la serenidad, ni se marcó en su frente una arruga más de las que de ordinario tenía. Por dentro le andaría la procesión; pero sutil había de ser de ojo el que se la descubriera mirándole de arriba abajo.

Sólo una vez en su vida, confesado por él, llegó no a perder la serenidad, sino a tener miedo y a sentir que le temblaban las carnes, y no de frío. Fue aquél un lance espantoso, y aconteció tres años antes de la ocasión en que el lector tuvo el gusto de conocerle. Le acompañaba Pedro Juan aquella noche terrible; y a la pena que le daba el considerar el peligro que estaba corriendo su hijo, atribuía él mucha parte de la angustia que le andaba por adentro. Las cuevas estaban dando «su buen por qué» en aquella campaña de primavera, y la tentación de la ganancia segura cegaba demasiado el buen ojo del Lebrato para distinguir tiempos de tiempos. Los que entonces reinaban, pecaban más de crudos que de bonancibles, y lo que era peor, pecaban de locos. Tan pronto dormían como danzaban. Ello fue que aquella noche habló Pedro Juan cerca de la barra, para decirle que sería mejor volverse desde allí, porque no le gustaba el rute de la mar, y la noche era negra como boca de lobo; pero el Lebrato, echando a broma el asunto con su jovialidad de carácter, «Jala pa lante -le contestó-, que piores las hemos corrío». Y el barquichuelo salió a la mar, que aunque no rompía en la costa, tenía «los demonios adentro», en concepto de Pedro Juan. En el de su padre, la barquía podía atracarse a las cuevas, sin pizca de riesgo; y se atracó a la primera. Era la bajamar muy honda, porque las mareas eran vivas, y la cueva había quedado, aunque no muy alta, lo suficiente para que no se pudiera maniobrar en el pozo desde la barquía. Saltaron los dos al peñasco, en una de cuyas grietas atascó el Josco el rizón del barquichuelo para dejarle amarrado. Se registró bien la cueva con los palos, y prendieron dos congrios; y como la mina no daba más, pasaron a la inmediata: cosa de diez o doce brazas más al Este, y cuestión de pisar firme y con los pies descalzos en las puntas salientes de abajo, y de ayudarse, cuando se podía, en las de arriba con las manos. El escabroso camino era curvo además, en sentido horizontal, y la cueva se hallaba en un esconce del gran peñasco, y, como si dijéramos, a espaldas de la otra. Bregando allí largo rato, porque la cueva, como aseguraba Juan Pedro, «lo tenía, pero no quería darlo», Pedro Juan notó que el rute de la mar iba creciendo a lo lejos; que la resaca batía más que antes debajo de sus pies, y pensó, muy cuerdamente, que cuando tal ocurría en aquel rincón al socaire, peor debía de andar la cosa hacia la otra cueva, que tenía la cara al vendaval. Debió caer el Lebrato en las mismas aprensiones que su hijo, y al mismo tiempo; porque suspendió de pronto los tanteos que hacía en el pozo, y dijo a Pedro Juan: «Vámonos pa la barquía, y a escape». Se vieron mal, muy mal, para llegar hasta allá, porque rompía ya la mar en los desquiciados peñascones que les servían de camino; el aire, cargado de lluvia, arreciaba por instantes; la oscuridad, aunque pareciera imposible, se había ennegrecido más todavía, y a aquel sendero le faltaba bastante para ser un camino real. El primero que llegó fue el Lebrato; pero el anuncio de su llegada a Pedro Juan fue una exclamación, de tal sonido, que heló la sangre en las venas del valiente mozo. La mar había hecho astillas o se había llevado la barquía, porque allí no quedaba más señal de ella que el rizón atascado en la grieta del peñasco. No podía darse situación más desamparada y pavorosa que aquélla, para dos hombres, por valientes que fueran, como lo eran ellos. La marea comenzando a subir; la mar embraveciéndose por momentos; el viento y la lluvia arreciando; las asperezas de dos rocas puntiagudas, para apoyar los pies desnudos; el brocal, digámoslo así, del pozo aquél, o para mayor exactitud de la comparación, la mandíbula inferior de aquella boca abierta, para sentarse y economizar algo las fuerzas y aguantar mejor las salpicaduras de la rompiente y los embates del viento... y eso, solamente hasta que la mar, que subía, los echara de allí, o se los tragara, que era lo más probable, lo casi seguro. Porque ¿en dónde hallaban otro refugio, si detrás de ellos no había más que un peñasco altísimo, y aunque no enteramente a plomo ni limpio de hendiduras y asperezas, bien marcadas en la memoria del Lebrato, se necesitaban la agilidad y la ligereza del mono y toda la luz y la calma de un mediodía de julio, para intentar, con un poco de fe en el buen éxito, una escapada por allí? ¿Cómo intentar ellos ese milagro, entre tinieblas espesas, azotados por la lluvia y el viento, viejo y débil ya el uno, y mal conocedor del horrible camino el otro?

Pues le intentaron, por no tener más remedio.

-Tú eres hombre de fe, Pedro Juan, hijo mío -comenzó por decirle su padre, después de meditar un poco sobre la situación en que los dos se hallaban, con aquella serenidad de espíritu jamás turbada-. Pues porque lo eres, quiero que te agarres a ella, como yo me agarro a la mía, pa sacar fuerzas de onde no tenemos las bastantes pa salir de este apuro por el único camino que hay. Podremos llegar u no llegar a puerto. Si me hallara solo, puede que pensara que no; pero la pena que me da verte tan mozo y tan noble... y por sola la culpa mía, en este riesgo tan grande, me deja muchas esperanzas de que hemos de llegar. De toas suertes, hay que escoger entre tomar ese camino o dejarse tragar aquí por la marea brava, como montón de zaramá... y no es de duda el caso, a mi modo de ver.

Explicóle en seguida su proyecto, con cuantas señas pudo darle del camino; oyóle Pedro Juan, que no chistaba ni se movía, como si fuera un pedazo más de aquella roca; aprobó la idea con una sacudida del cuerpo, que quería significar «ya estamos andando»; y volvió a decirle su padre:

-Así me gustan los hombres, Pedro Juan: en los apuros gordos, poca palabra y mucho corazón... Vamos parriba, hijo mío, cuanto primero... Yo voy delante de ti, porque conozco mejor la escalera: onde yo pise y me agarre, pisa y agárrate tú, si es que lo ves en noche tan oscura. Por si acaso no, vente bien cercuca de mí... Y oye tamién: pa que el camino te resulte más entretenío, y hasta más llano, vete rezando de corazón y ajustando de memoria las cuentas pendientes que puedas tener allá arriba, que no serán grandes, a mi ver; y por sí o por no, y por si nos quedamos a medio camino, pídele a Dios que te eche este trabajo en el platillo de los méritos; y puede que con ello sólo te resulte lo bastante pa saldar en ganancias al finiquito... Pero, al mesmo tiempo, no dejes de agarrarte bien a la peña. Así lo pienso yo hacer, y démonos un abrazo por lo que pueda ocurrir...

Abrazáronse, y concluyó el animoso Lebrato:

-Ahora ¡a ello, y que el Señor nos ampare!

Y empezó aquella ascensión tremenda, inverosímil, en que cada paso de avance, a tientas, bajo la fría cellisca que a la vez que entumecía los miembros de los dos infelices hacía más resbaladizo el peñasco, les costaba minutos de reflexión y nuevos pasos de retroceso, o hacia los lados para tomar nuevo rumbo, urgiendo el abismo a sus pies y no viendo por delante otra cosa que la negrura de la mole que iban escalando y parecía no tener fin. La gran esperanza del Lebrato estaba en llegar a una ancha grieta que debía de haber en el último tercio del peñasco, más tendida que las que iban siguiendo a gatas. Allí se podría tomar un respiro, y acaso esperar a que amaneciera el nuevo día; pero las fuerzas iban faltándole, le sangraban las manos y los pies despellejados por los dientes de la peña, y temía a cada instante desalentar a su hijo con el ejemplo de sus desfallecimientos. Con las fuerzas de su abnegación de padre, más que con las de su cuerpo desmayado, avanzó otro poco; pero con tan mala suerte que se le resbalaron los pies; y a no encontrar inmediatamente apoyo en la cabeza de Pedro Juan, que le seguía muy de cerca, tras de los pies hubiera ido el Lebrato entero y verdadero sin parar hasta el abismo, que seguía bramando a más y mejor.

Conoció el Josco de dónde venía el golpe, y dijo al sentirle, con igual frescura que si hablara en la socarreña de su casa, bien descansado y a subio:

-¡Ya podía avisar, coles!

-¡No te amilanes por eso, hijo del alma! -le gritó el padre-. Fue que se me desborregaron los pies. Tú tente firme, que a mí, ánimos y fuerzas me sobran, gracias a Dios.

-Pos mire -replicó Pedro Juan, agarrado como una lapa y haciendo equilibrios con las piernas de su padre sobre la cabeza-; por si güelve a suceder, mejor será una cosa: si usté se compromete a guiar, yo me comprometo a subile de este modo, y mejor si me pone una pata en cá hombral.

-¡Eso es! -dijo el de arriba como espantado de la ocurrencia del de abajo-. Pa que te despeñes primero, y sólo por sacarme avante a mí.

-Y no se haría más que lo debido... Pero no hay miedo de ello, padre. Yo estoy lo mesmo que cuando escomencé a subir, y usté no pesa más que una pluma. ¡Arriba, padre!

Y así hubo que hacerlo; y así llegaron los dos, en una pieza, hasta donde quería llegar el Lebrato por de pronto. Incómodo, terrible era aquello también; pero aunque mal, se pudo tomar allí un respiro. Según la cuenta del Lebrato, faltarían sobre cinco o seis varas para llegar a los matos de arriba.

-Eso no es ná -dijo entonces el Josco-, si hay onde jincar las uñas y afirmar un poco los pies.

-No falta de ello -respondió su padre-. Pero ¿no sería mejor aguantarse aquí, como pudiéramos, hasta que amanezca Dios? Esto de ver por onde se anda...

-Dios -dijo el Josco- no puede habernos dejao llegar hasta aquí, por sólo el gusto de que nos despeñemos de tan alto. Pudo haber acabao con nusotros mucho antes, y no acabó. A más a más, yo no sé si, viéndolo de día, me aguantará la cabeza lo que debe de verse dende aquí hasta abajo... ¡Arriba, padre!

Cómo, yo no lo sé ni ellos lo supieron bien jamás; pero ello fue que subieron: rotos, desollados, empapados en agua y ateridos de frío, eso sí; pero subieron. Y para que su buena fortuna fuera completa, al otro día apareció la barquía entre dos aguas y metida por la marea, en la playa de San Martín. Rota y bien machacada estaba del costado de estribor; pero todo ello fue cuestión de cuatro tablucas más sobre los muchos remiendos que ya tenía; y a la mar otra vez con sus dueños, como si nada hubiera pasado aquella noche.

Así, y por el estilo, se ganaba ordinariamente la puchera el bueno de Juan Pedro, el Lebrato; y tan alegre y campante como si no hubiere vidas más regalonas en el mundo.

Por eso dije, y repito ahora, que la campaña que emprendió en septiembre con los fines que conocemos, fue toda ella coser y cantar; y tan placentera llegó a ser en la parte dedicada a la pesca de día, por lo bonancible del tiempo y lo socorrido del trabajo, que Juan Pedro se lo advirtió al señor cura, sabiendo lo mucho que a este santo varón le gustaban aquellos recreos de vez en cuando. Y don Alejo, que no deseaba otra cosa, echó cuatro o cinco canas a la mar, que le rejuvenecieron otros tantos años.

Se divertían mucho con él el Lebrato y Pedro Juan; porque, tras de ser sumamente entendido en el oficio, y de haber hecho grandes valentías ejerciéndole por entretenimiento en su mocedad, era hombre de buenas ocurrencias, y sabía enjaretarles los consejos y los «pedriques» de tal modo, y tan a la llana y entendibles, que «se les metían ellos solos hasta adentro».

¡Bueno se le echó a Pedro Juan, entre calada y calada a las porredanas y al durdo, a media milla de la costa, la antevíspera de leerle la última proclama de su casamiento! ¡Y bien que le supo al mocetón, no sólo por el valor del «pedrique en sí», sino por las alabanzas a Pilara en que se le dieron envuelto!

Al desembarcar aquel día junto al corral mismo del Lebrato, porque la marea lo consintió, despidióse don Alejo en estos términos:

-Si el tiempo lo permite, todavía he de echar otra canita a la mar en la primera salida que hagáis después que Pedro Juan se case.

Y luego, volviéndose hacia su padre, añadió:

-Te digo que no puedo echar de la memoria lo que me has contado de aquel viaje del Berrugo. Pero ¿qué demonio iría buscando ese hombre por allí? ¿Será capaz de haber tomado en serio lo de?... ¡Ave María Purísima!

A todo esto, el Josco tenía ya su vestido de arriba abajo, sus borceguíes con clavillos, su sombrero hongo y sus dos camisas de repuesto: todo ello nuevo, flamante; y además tenía la promesa de su cuñado de prestarle la capa para la ceremonia. Se había invertido un celemín de cal viva en blanquear lo que debía de blanquearse de la casa, y el Lebrato tenía preparados el mortero y las baldosas para sentarlas en el llar de la cocina y dejarle como nuevo. Y con esto, y con estar apalabrado para padrino el médico don Elías, invitado a ello por el Lebrato, que quería dar digna pareja a la madrina escogida por la novia; y por haber ésta mandado ya abajo la cama con sus ropas correspondientes, y la caldera y las sillas; y estando corridas las tres proclamas... y en fin, todo listo y corriente, pusiéronse de acuerdo con el cura los de arriba y los de abajo; y un sábado de septiembre, con un sol esplendoroso en las alturas y mucho rocío en el suelo; las panojas curándose en las mieses; el pelo de la toñá apuntando en las praderas; los graneros muy vacíos y los pajares abarrotados; las vacas para llegar del puerto y las gentes muy desocupadas; Inés triste todavía; el de Nubloso en enigma; el Berrugo muy inquieto; Marcones desesperado en Lumiacos; la Galusa hecha una serpiente; don Elías conmovido y vidrioso con el gran suceso de su padrinazgo y la boda subsiguiente; don Alejo cavilando todavía en el caso del Berrugo, y no poco en su conversación con Inés, unos días antes, en el portal de la iglesia; Quilino carcomiéndose vivo, y el mundo entero, impasible y descuidado, dando volteretas por los aires; un sábado, repito, de esta traza, y el último de septiembre, casáronse Pedro Juan y Pilarona, sin que en la ceremonia ocurriera cosa que el lector no presuma, con excepción de una sola; y fue que al preguntar don Alejo al novio si quería por esposa a Pilara, respondió mirándole con gran extrañeza:

-¿Pos no he de quererla, coles? Eso bien lo sabe ella. Y usté tamién.

La boda se celebró en casa de Pilara; y allá asistió todo el cortejo de la iglesia, menos Inés, que se excusó por no sentirse bien de salud, y creo que era cierta la excusa.

Don Elías fue, durante el festín, un cepillo de nervios electrizados. Repitió la historia de sus quebrantos de fortuna; sostuvo la realidad de las apariciones y la existencia corporal de las brujas; y ya iba a referir el lance de la linterna, cuando entró don Alejo, que había prometido darse por allí una vuelta a última hora, y esto le contuvo. Pero, en cambio, habló el cura con él, cuando se marcharon los dos solos, del viaje del Berrugo a la mar, con sus investigaciones acerca de la cueva del Pirata; y no sé quién se quedó más asombrado, si don Elías cuando oyó esto, enlazándolo en seguida, por detalles y por fecha, con lo ocurrido en su visita a don Baltasar, o don Alejo cuando el médico, espeluznado, le contó lo que en ella había pasado entre los dos.

-¡Locos, locos de atar entrambos! -exclamaba para sí don Alejo en cuanto se separó de don Elías.

Y casi al mismo tiempo iba pensando éste:

-No hay duda: el indecente ese cogió la pista que yo le dí, y anda detrás del tesoro. ¡Tendría que ver que yo se le pusiera en la mano!

De estos pensamientos le apartó Quilino, que se cruzaba con él en la calleja. Dejó en seguida el médico lo uno por lo otro, como lo tenía de costumbre; y parándose con él, le dijo con apariencias de broma, pero yo creo que con toda seriedad, aludiendo al casamiento de Pilara, después de darle la noticia de que él había sido padrino:

-Un cuidado menos para ti, hombre.

-¿Un cuidado pa mí eso? -respondió Quilino despreciativamente-; ¿cuándo lo fue ello, recongrio?

-Pues bien te consumías y despatarrabas por ella poco hace -replicó don Elías.

-¿Por ella yo, congrio; por ella? -insistió Quilino con la risa del conejo-. Era to ello pura pamema, señor don Elías: pura pamema. ¿Pa qué quería yo ese telarón, recongrio?... Sólo que yo tenía con el Josco ciertos piques, y le tomaba por ese lao... Por eso me alegro de lo que acaba de ocorrir esta mañana... ¡me alegro, congrio!; porque acabá de una vez la desculpa que yo tenía pa lo otro, sacabó lo demás... Créame usté, don Elías, ¡créame usté, recongrio! ¡ese hombre y yo, tal y como estaban las cosas antes, no cogíamos vivos en el mundo! ¡no cogíamos, recongrio!

Y se fue sin decir más, y en el momento en que don Elías iba a preguntarle por el estado de sus relaciones con el Pinto de Los Castrucos, después de la castaña del día de San Roque por la tarde.




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- XXVII -

Luz y tinieblas


Lo que tenía que suceder, sucedió. Tomás Quicanes llegó un día, el cuarto después de la boda de Pilara, a la casona de Robleces. Aquella visita era la segunda que hacía a Inés desde que ésta había hablado con don Alejo en el portal de la iglesia: salía la pobre enamorada a visita por semana. ¡Bien se las iba escatimando el muy desagradecido! Desagradecido precisamente, no; porque si en lo del misterio seguía tan reservado como la primera vez, en lo demás bien dulce, bien expresivo y bien amoroso se mostraba con ella; pero por aquellas inquietudes, por aquel disgusto continuo tan mal disimulado, por aquellas extrañas comezones, y últimamente por aquellas largas ausencias, testimonios visibles de una conciencia intranquila y recelosa, que no eran cosa buena, algún nombre malo merecía.

De esta traza fueron los pensamientos de Inés, cuando aquel día vio entrar en la corralada al hombre que tan buenos y tan malos ratos la hacía pasar. Le pareció más desmejorado que la última vez que le había visto; pero, en cambio, notó que venía con aire más resuelto.

Por si esto era señal de traer algo nuevo que decirla, le esperó en la solana. Y a la solana se encaminó él derechamente, como si fuera cosa convenida entre los dos.

Realmente estaba algo desencajado de semblante, y parecía muy animoso y decidido; mas no para cosa buena, porque su mirar, aunque valiente, era triste; y en su voz, de ordinario tan sonora y agradable, había notas ásperas y desacordes.

Sentáronse los dos, y él habló poco, lo menos que pudo, de cosas sin importancia para ninguno de ellos. En seguida dijo a Inés, abordando, como de un salto a ojos cerrados, la conversación que iba dispuesto a entablar con ella:

-No necesito preguntarte, porque demasiado a la vista está, lo que te dará que pensar y que sufrir la extraña conducta que observo contigo, desde que en este mismo sitio que ocupamos ahora, al confiarte los sentimientos que, como por encanto, me habías infundido, me descubriste el fondo de tu alma candorosa y noble, donde me vi ocupando un lugar que yo no merecía. Sobre esto quiero y necesito hablarte, y a eso vengo hoy.

Sintió Inés un hormigueo, frío y cosquilloso al mismo tiempo, que de pronto la invadió de pies a cabeza. Aquello que se la decía era lo mismo que coger la punta del velo para levantarle en seguida y descubrir el misterio mortificador. El temor a la verdad, tras de aquellos preliminares tan sospechosos, comenzaba a espantarla.

Conocióselo el indiano, que no apartaba sus ojos de los de ella; y por martirizarla menos con preparativos ociosos y con atenuaciones inútiles, de otro salto, más a ciegas aún que el anterior, se coló dentro del asunto.

-Escúchame, Inés -la dijo-; y después que me hayas oído, escúpeme, apedréame, arrójame de tu casa, maldíceme... Todo menos esta violencia bochornosa en que vivo, y las angustias que te hago pasar a ti... He estado engañándote inicuamente.

-¡Virgen María! -exclamó al oírlo la candorosa Inés, pálida como la cera, sin voz apenas y temblando como una hoja.

-Te juro -continuó el otro, resuelto a todo ya- que si hubiera robado o matado, me costaría menos violencia, en este mismo caso, confesarte esos crímenes, que decirte lo que soy en verdad y lo que he hecho.

Inés, en un impulso instintivo de repugnancia, apartó su silla un buen trecho de la que ocupaba el indiano, y al mismo tiempo le preguntó, mirándole con el asombro y el miedo pintados en sus ojos:

-Pero ¿quién eres entonces?... ¿De dónde has venido?

-Es cierto -la respondió el interpelado, sin quejarse de aquellas manifestaciones de Inés- que soy Tomás Quicanes, el pobre muchacho de Nubloso embarcado de limosna para América, por su tío el Mayorazgo de Robleces, con el cual viví mucho tiempo en esta misma casa; cierto lo que os conté de mis afanes de veinte años para adquirir dos caudales, el uno de dinero y el otro de instrucción y de cultura; cierto lo de mis viajes, unas veces por la pasión de viajar, y otras por parecerme que la conveniencia de mis negocios me lo pedía; cierto, certísimo, Inés, que lo mismo en la quietud de mi casa que viajando, no se apartaba de mi memoria el dulce recuerdo de la patria querida, con sus campos fragantes y sus montañas altivas, sus risueñas aldeas y sus huertucos floridos; ciertas las impresiones conmovedoras que os dije haber sentido al despertárseme los recuerdos de mi niñez en la iglesia de Robleces y bajo los techos de esta casa; ciertas también las ansias que te pinté, de mi corazón, libre hasta entonces, como el aire y la luz que nos envuelven ahora, por llenar en esta suspirada tierra el vacío que no llenó en otras muy lejanas; y cierto, en fin, el juramento que te hice aquí mismo, y ahora quiero repetirte, poniendo otra vez por testigo a Dios, de haber llenado tú sola ese vacío... Todo esto es cierto, Inés.

-Pues si todo eso es cierto -exclamó Inés, que escuchaba anhelante y parecía ir reviviendo a medida que el otro hablaba-, ¿cuál es el pecado por que mereces que yo te apedree?

-Pero yo vine a este pueblo... -añadió Tomás Quicanes. pidiendo a Inés con un ademán y una mirada suplicante, que le permitiera continuar-; yo vine a este pueblo y me presenté en esta casa haciendo una ostentación ridícula... infame, de una riqueza que no tenía, que no tengo... Y en esto engañé al pueblo entero, lo que es una bambollada jandalesca e imperdonable; a tu padre, y esto ya es una maldad; y a ti, sobre todo, Inés; a ti, que si eres incapaz de haberme querido pensando en los caudales con que me suponías, en cambio es imposible que puedas mirar con buenos ojos al hombre que se mete en el pueblo y en tu casa por la puerta de un embuste semejante.

Se engañaba grandemente el indiano engañador en el supuesto; porque Inés, apenas cesó él de hablar, arrastrando un poco la silla hacia la otra, y revelando en lo animoso de su mirada el peso que se le iba quitando del corazón, le dijo:

-¿Y ése es el pecado por que merecías ser escupido y apedreado por mí?

-Déjame llegar más adelante con la cruz -respondió el otro sonriendo muy forzadamente-. Si sólo se tratara aquí de un juego más o menos lícito y corriente, con decirte eso solo, o con no decirte palabra, y no volver a poner los pies en esta casa, hubiera yo salido del apuro; pero yo tengo puesto en este lance algo más que el empeño vanidoso, ya logrado, de llegar a oír de una boca como la tuya que soy amado de mujer que tanto vale; y no pudiendo callar, ni huir, ni continuar adelante en esta actitud insostenible, al confesarte el delito necesito exponerte también sus circunstancias, para que no caigas en la sospecha de que trato de engañarte con otra farsa mayor y más abominable.

Se nubló un poquito con esto la naciente alegría de Inés, pero no decayeron sus buenos ánimos. El otro continuó de esta manera:

-Me vi en América, a la edad que tengo, es decir, en el descenso ya de la juventud, desalentado para los negocios y sin esperanzas de hacerme rico por aquel camino. Con haber ganado mucho y bien honradamente, y sin un solo vicio dispendioso de que tenga que arrepentirme, cuando más aborrecibles se me hicieron aquel trabajo y aquel clima y aquellas costumbres, y con mayores fuerzas me tiraba la pasión de la patria nativa, me hallé con un puñado de oro por todo caudal ahorrado: lo preciso para vivir aquí cuatro o seis años de caballero pudiente, después de hacer una excursión de despedida por determinados países de Europa. No sé si pasó por mi imaginación la posibilidad, bien acariciada y entrevista, de un casamiento ventajoso por acá, o si fue sólo una idea volandera que cayó en el platillo de los cálculos risueños que yo me hacía, como contrapeso para inclinar la balanza del lado de mis preferencias. El hecho es que liquidé mis negocios; que tomé el puñado de oro de mis únicas ganancias positivas; que vine a España con los rodeos proyectados allá, y que llegué a Nubloso en la ocasión que os referí. Apenas hube llegado, oí hablar de los caudales de tu padre, de ciertas cosas suyas, y de tus hermosas prendas personales... Y aquí entra lo negro y lo hediondo del asunto: oyendo estos relatos, tentóme el demonio; un demonio especial que debe de haber, tentador de la canalla y de los hombres que se hallan muy propensos a encanallarse; tentóme, digo, un demonio así; y pensada y deliberadamente, a ciencia y conciencia de lo que hacía, me vestí de indiano de pacotilla, rico y estrepitoso; me llené de batista almidonada, de colgajos y relumbrones, de paños finos y relucientes y de perfumes de mucho alcance; y eligiendo, premeditadamente también, el día del santo patrono de este pueblo y el presbiterio de la iglesia, para que siendo el concurso más abundante resultara la exhibición más señalada, vine y plantéme donde me viste, en la persuasión bien fundada de que, entre estas gentes sencillas, cuanto mayor fuera mi estruendo, mayor sería su admiración... y la tuya por consiguiente. Y perdóname el agravio que entonces te inferí con el supuesto, por no tener cabal idea de lo que eres. Que no faltarías a la misa en fiesta tan solemne, no podía dudarlo yo, ni tampoco que me sería fácil hallarte con los ojos entre un concurso de toscos labradores, para ayudar con la mirada a la obra que yo me prometía de mi equipaje ostentoso. De manera, Inés, que persiguiendo estos fines innobles, me planté aquel día en el altar mayor, y sacaba el reloj tan a menudo, y me movía de manera que brillaran en todo su esplendor las tapas y la cadena de oro, y las piedras de mis anillos y botones, y te miraba a cada instante después que te descubrí entre la muchedumbre; farsa fue igualmente mi inmediata visita a vosotros, en la que, de propio intento también, estuve estrepitosamente locuaz y charramente cortés; farsa, y farsa innoble y grosera, la del pretexto que alegué de la compra de la casa, para tener por mucho tiempo abiertas las puertas de ella; farsa ciertas exageraciones de efecto en la relación que hice en la mesa, de mis viajes; farsa, y farsa no ya grosera, sino infame, las insinuaciones pérfidas sobre capitales míos depositados en los más famosos bancos del mundo; y farsa sostenida ya a aquellas horas, no sólo por el propósito concebido en Nubloso, sino por el estímulo de tu belleza, que me estaba llamando grandemente la atención.

Hablando contigo en la romería por la tarde, este interés fue creciendo extraordinariamente; y cuando tratamos del caso del huertuco sobre la rosa colorada, y, sobre todo, cuando vine a continuarle aquí, ya no podía decidir yo si me empujaba el empeño de triunfar en la innoble empresa acometida o la curiosidad desinteresada de ver lo que se descubría escarbando en tus pensamientos. Pero aún no me remordía la conciencia; aún me tenía cegado el demonio para que no viera lo bajo y lo abominable del empeño en que estaba metido. Esto me lo reservaba Dios para que lo sintiera de un golpe súbito y tremendo, en el instante en que, después de aclararte yo aquí, en este mismo sitio, a tu lado, contemplándote y sintiéndote y observándote a mi gusto, sensación por sensación, y latido por latido, lo que te faltaba conocer del cuento comenzado en la romería, vi tu alma, cándida y pura como los ampos de la nieve. Ese fue el espejo, Inés, que Dios me puso delante de los ojos para que se reflejara en él cuanto había de miserable en mi proceder de canalla. Y tanto me avergonzó el espectáculo, que, te lo juro, en aquel instante deseaba haberme equivocado en lo que había leído en el elocuente silencio con que me respondiste. Me hubiera dolido el desengaño; pero era mucho más doloroso lo que temía y ha sucedido ya: que a medida que fuera conociéndote, había de ir avivándose mi llama y cerrándose la salida del conflicto en que me veo. Vil y atormentado, callando, aunque posible me fuera callar, y despreciable a tus ojos refiriéndote abochornado lo que me acabas de oír... Porque, por más vueltas que a mi pecado se dé, no hay modo de tapar lo que tiene de canallesco, de ridículo, de chocarrero y de mal gusto... En fin, que me parece menos aborrecible que yo, el hombre que da a otro una puñalada para robarle una onza. Aquí, cuando menos, hay el mérito de arriesgar la vida.

Otra equivocación de juicio de Tomás Quicanes: Inés, en lugar de apedrearle y de escupirle después de escucharle el relato, se rió de él con las mejores ganas.

-¡Y por esa bobería -exclamó al mismo tiempo, llena su hermosa faz de regocijo- me has hecho pasar lo que yo he estado pasando!

-¿Bobería? -repitió el otro, asombrado.

-Bobería, sí -insistió Inés-. ¿Qué quieres? Cada uno tiene su modo de ver las cosas: yo veo esas tuyas así.

-No es posible, Inés -replicó el otro, no muy satisfecho con aquellas anchuras de manga en puntos tan delicados, a su entender-. No es posible que con tu buen entendimiento desconozcas...

-Yo no sé -le interrumpió Inés muy decidida- si mi entendimiento es bueno o es malo: lo que sé es que, arreglando acá dentro, a mi modo, todas esas cosas que me has contado, no solamente te las perdono, sino que hasta me alegro de que hayan sucedido.

-¿De que hayan sucedido?

-Sí. ¿Pues no es el apuro en que te has visto la mejor señal del chasco que te llevaste en la burla que querías hacer de mí? ¿No fue chasco el parecerte, cuando menos lo esperabas, que valía yo, por mí sola, mucho más que el dinero que tenía? ¿No te remordió entonces la conciencia por haber querido engañarme? Pues ¿qué más puedo pedir yo para probar la buena ley de ese cariño que me tienes, ni cómo, después de haberte escuchado, puedo dejar de quererte... mucho más de lo que te quería?

Quicanes recibía aquellas generosas declaraciones, como suave rocío que le refrigeraba la vida; pero esos refrigerantes tan gustosos no alcanzaban con su benéfico influjo a la seca e inaccesible región de sus pensamientos, donde mandaba la lógica inexorable, con una altivez de gran señora. Se empeñó en demostrar a Inés, con nuevas razones, el sólido fundamento que tenían sus escrúpulos, ya incurables.

-Si a escrúpulos fuéramos -llegó a decirle Inés de muy buen humor- empezaría yo por pintarte los míos, y no acabaríamos nunca.

-¡Escrúpulos tú!

-Y allá va uno de muestra, y de la misma casta que otro tuyo -repuso Inés con gran donaire-. Me has creído rica, y tampoco lo soy. A cada instante me lo está diciendo mi padre, que debe saberlo bien.

-¡Ojalá fuera verdad eso, Inés! -exclamó arrebatado el de Nubloso-. Con lo que tengo, que es poco para vivir de caballero, habría lo suficiente para adquirir aquí la hacienda de un labrador acomodado... Esto lo resolvería todo, y me abriría una brecha en el encierro sin salida que...

Y no dijo más; porque le cortó la palabra, y hasta la respiración, un tremendo golpetazo en el suelo, que hizo salir nubes de polvo por las rendijas de las tablas.

Le había dado don Baltasar, que se apareció en la solana de repente, con el cabo de un rastrillón que llevaba en la mano derecha. Mientras con la izquierda hacía una señal de llamada a Tomás Quicanes, le dijo:

-Una palabra, caballerito.

Levantóse Quicanes al punto, y se acercó a don Baltasar que le introdujo en la sala. Inés, helada de susto y latiéndole el corazón aceleradamente, también se levantó, pero sin saber para qué.

-He resuelto -dijo el Berrugo arrimándose mucho a Quicanes, pero de costado y sin mirarle a la cara- no venderle a usted la casa; entre otras razones, por no ponerle en el negro apuro de no podérmela pagar. Y como este asunto era el único que había pendiente entre los dos, y aquí no puede haber otros asuntos que los míos, nada tiene usted ya que hacer aquí desde este instante y por todos los días de su vida... ¿Queda usted enterado?

El pobre Tomás Quicanes se ahogaba bajo el peso de aquel cinismo con que se le despedía, y sin atreverse a responder una palabra; porque, en el fondo, aquel hombre grosero tenía mucha razón para tratarle como le trataba. Intentó, no obstante, alegar algunas excusas.

-Aquí no hay disculpas ni reflexiones que valgan -le interrumpió el Berrugo, dando un rastrillazo en el suelo-. A todo tirar, una sola: el comprobante, bien claro, de que tiene usted todos esos caudalazos que aparenta. ¿Le tiene usted?... Esa agachada de cabeza es la mejor confirmación de lo que yo me sabía... Pues lo dicho, y a la calle, y agradézcame que me conforme con esto poco y no le diga todo lo que siento, por considerar que no ha sido la culpa de usted solo.

Y hablando y empujándole y sin querer oírle una palabra, le llevó hasta la escalera, desde donde volvió a la sala a todo andar. Inés, que lo había oído todo, se hallaba, temblando y descolorida, a la puerta del balcón.

-Óyeme tú ahora, gatuca mansa -la dijo su padre llevándola de un brazo hasta el medio de la sala-: ¿sabías tú que ese granuja no tiene sobre qué caerse muerto?

-Cuando usted entró en el balcón -respondió tiritando Inés- estábamos hablando de eso.

-¿De que no tenía un cuarto?

-De los pocos que tiene, y de los bochornos que ha pasado por querer aparentar otra cosa.

-¿Y tenía desvergüenza para irte a ti con esas coplas? ¡Ah, tunante! ¿De modo que tú le llenarías los oídos de insolencias?

-No, señor -respondió Inés bajando la cabeza, pero con acento firme.

-Y puede que hayas sido capaz hasta de perdonarle la gracia... si es que no se la has ponderado también.

-Sí, señor -volvió a responder Inés, con igual firmeza y la misma actitud que antes.

-¡Alma de los demonios! -exclamó entonces su padre, punzándola con su mirada de saeta-. Pero ¿qué sangre es la tuya? ¿A quién sales? ¡Digo!... a los blandengues de San Martín de la Barra... ¡Mal rayo para la casta esa!... Pues vas a ver ahora quién te perdona a ti, corazón de palomita blanca... Porque yo soy ya perro viejo, y con los ojos cerrados sé por dónde va el aire de ciertos fregados de mala jeta, entre lobos corridos y corderillas sin hiel...

Se acercó a la puerta del carrejo, y llamó desde allí a Romana. Y vino la Galusa, que, por lo pronto que llegó, debía estar bien cerca. ¡Y qué resplandeciente de iras satisfechas traía la cara de merluza podrida! En cuanto su amo la vio entrar, la dijo:

-Ese pillete de Nubloso, a quien acabo de plantar en la calleja, se ha dejado aquí algo que puede ser cebo que le tiente a volver... sobre todo, si hay quien se le meta a menudo por los ojos. De tu cuenta corre, desde ahora mismo, que eso no suceda; y para que no te excuses, en una falta, con no tener atribuciones bastantes, da por recibidas todas las que necesites... Y no hay que hablar más, porque de antiguo nos conocemos. Y ahora, escucha tú -añadió dirigiéndose a su hija-: hazte la cuenta, y no te equivocarás, de que estás encarcelada, y que ésta -señalando a la Galusa- ha de ser tu carcelera... ¡Ni a misa los domingos! ¡Ni a que te dé siquiera el aire de la solana!

La infeliz creyó morirse de espanto y de indignación; y a tal punto llegó ésta, que la dio fuerzas y valor bastantes para responder a su padre:

-Pues si esa mujer ha de ser mi carcelera, busque usted otra que me guarde de su sobrino... y de ella misma, que le ayuda.

-¡Falso; embusterona! -chilló iracunda la criada.

El Berrugo pareció sorprenderse con la advertencia de su hija; pero en seguida se encogió de hombros y respondió cínica y fríamente:

-¡Bah! De las uñas de esos dos enemigos, ya te guardará el aborrecimiento que los tienes.

Y se largó de allí chasqueando los dedos de la mano izquierda y arrastrando el cabo del rastrillo con la derecha. La Galusa, después de echar a Inés una mirada que era un látigo empapado en vinagre, se largó también.

La desdichada Inés fue la única que se quedó allí: fría, espantada, sin alientos para moverse, ni lágrimas en sus ojos para desahogar las angustias que no la cabían en el pecho.




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- XXVIII -

En el fondo del abismo


Ocurrió del modo siguiente: llegó a Lumiacos un indiano de aquel pueblo. Era joven todavía, no muy hablador, y poco apegado a la tierra, porque la tachaba de miserable. A los ocho días de haber venido, ya estaba deseando marcharse. Quejábase de que le saqueaban vivo aquellas gentes «hambronas», empezando por las de su casa. Fuera de este achaque, no parecía mala persona. Hablando de estas cosas una vez con Marcones, que era el único ocioso del lugar, le preguntó el seminarista si conocía «por casualidad» a Tomás Quicanes, el de Nubloso. A lo que respondió en seguida el de Lumiacos:

-¿Pues no he de conocerle, camará?... Y remuchísimo que le conozco.

-¡Hola, hola! -exclamó al oírlo Marcones, ávido de noticias del hombre a quien más detestaba en el mundo-. Y ¿qué tal, qué tal sujeto es?

-De primera -respondió el otro-. Es mozo de que sabe de todo; que habla como un libro, y además, tres lenguas; que plumea como nadie; que en Cuba se codeaba con lo más curro y más letrado... y que ha visto mucho mundo. Es sujeto de cuenta, créame, camará. Y todo se lo debe a sí propio. No le conozco más que un pero.

-¿Cuál es, cuál es? -saltó Marcones como si quisiera quitar al preopinante aquel pero de la boca para saborearle pronto.

-Pues, camará -respondió el indiano-, el pero de que no tiene un cuarto, que no es chico pero.

-¿Qué me cuenta usted? -exclamó Marcones, no sabiendo contener su alegría-. ¡Conque sin un cuarto!... A esquina, que decimos acá; pauperrimus, que diríamos en la gran lengua madre. Pues, hombre, bien se pavonea por ahí, cargado de perendengues, y bien de millonadas echa por la boca cuando llega el caso.

-Tiene buenos equipajes; no es tan pobre como para morirse de hambre en cuatro días, y puede que alguna vez le haya dado por esas bromas, aunque nunca oí que por ahí le diera.

Y no pasó más. Con ello en el buche, picó Marcones para Robleces; entró en la casona por la portalada del corralón de atrás, cerca de la que arrancaba una escalera que iba a descargar enfrente de la cocina; atisbó desde la puerta, oyó a su tía, tosió de cierto modo, oyóle ella, salió, entendióle que no quería ser visto, bajaron los dos la escalera, salieron del corralón; y arrimaditos a la portalada, ella hecha toda oídos y moquita, y él todo mugre y veneno, dijo el sobrinazo gandul a la bribona de su tía:

-Ha llegado a Lumiacos un indiano que conoce mucho al de Nubloso; y resulta de sus informes que el caballero relumbrante del altar mayor es un tuno como una loma, sin un cuarto y muy desacreditado en Cuba... ¡Si me la daba a mí el corazón el otro día! Conque ya lo sabe usted; y ahora, en seguida, el golpe bien aplomado y donde deba darse. Después, ya me dirá lo que vaya resultando, porque yo me vuelvo sin parar por donde he venido.

Y no pasó más que esto entre el sobrino y la tía. Subió ésta a escape la escalera, sabiendo que estaba en casa en aquel momento «el fachendoso», porque le había sentido entrar media hora antes de que llegara su sobrino; husmeó el aire como perra golosa, averiguó dónde trajinaba su amo, corrió allá, apartóse con él a un lado, y le embutió en los oídos las noticias recibidas de Marcones, con toda esta fidelidad:

-Acabo de saber por boca que nunca miente y lo tomó de otra que tal, que el caballerazo ése que tanto se despepita por Inés y le hace a usté la rosca en toas partes, es un pillo de primera; que no tiene un ochavo, ni crédito ni vergüenza; que ha estado en la cárcel por tramposo, y viene ajuyendo de allá, por temor de que le manden a presidio. Tiene a Inés por rica, y eso anda buscando él con el deslumbre de unos ropajes que debe al que se los vendió.

-¿Quién ha dicho eso? -la preguntó el Berrugo en seguida, pero sin mirarla a la cara, por no vérsela.

-Otro indiano más honrao que él, que acaba de llegar de la otra banda, y le conoce mucho. Yo ni entro ni salgo en cosas que no son mías; pero tengo ley al pan que como; soy mujer de concencia, y, por lo que valga, ahí le queda a usté eso que le he dicho.

Y se fue, sorbiendo la moquita y arrastrando las chancletas.

Al Berrugo le sobraba todo lo de la cárcel y lo del presidio. Con saber que no tenía un cuarto y era muy listo y algo despilfarrado el caballerete del altar mayor, le bastaba. Este era su gran delito: hasta qué punto serían ciertas las noticias de ello, lo averiguaría él del mismo interesado, porque sabría ponerle en ocasión bien apretada. Con noticias y sin noticias, estaba ya resuelto a echarle el «alto» de un momento a otro.

Conque dejó lo que estaba haciendo, que era poco más de nada, y se fue en derechura a la solana, donde sabía él que estaban «de palique» los dos, y ocurrió lo que el lector ha visto al final del capítulo antecedente.

Ni en aquel día ni en aquella noche consiguió Inés darse cuenta bien arreglada de lo que la estaba pasando. Eran sus pensamientos como un oleaje de mar brava que hubiera invadido de repente su cerebro. No podía traducir en ideas coordinadas los sucesos. Teníala del estruendo, del desastre, de los celajes pavorosos, del huracán desatado, del desconsuelo, del abandono, de los grandes dolores, de la soledad del alma, de las angustias de la agonía; porque de todo esto había algo dentro de su corazón y de su cabeza, pero revuelto y agitado. Sabía que todo aquel conjunto era un martirio; pero no atinaba a distinguir cuál de ello la mortificaba más, ni en dónde ni por qué. Su discurso estaba a oscuras y perturbado, por exceso de ideas tristes y de impresiones dolorosas.

A la madrugada la rindió el sueño, que fue bien poco benéfico con ella, como todos los sueños que caen en cerebros tempestuosos; porque al despertar de él fue cuando empezó su verdadero martirio. Con aquel reposo no había logrado más que la triste ganancia de que cada elemento de la tempestad se disgregara por su lado, pero la tempestad allá le quedaba, en pedazos, si pudiera decirse así, que la batían con diabólica estrategia y a cielo sereno, para que mejor se viera y se estimara su destructora labor. ¡Tantos y tan largos días de recelos mortificantes; desaparecer éstos de pronto; disiparse aquella nube negra, que era la única mancha del cielo de sus ilusiones; volver a ver la luz risueña y el alma en reposo; y en otro instante caer en las tinieblas de un abismo, y verse prisionera allí! ¡y con qué carcelera, Virgen de la Soledad!

A las brusquedades de su padre, a la sequedad de su alma, ya estaba bien acostumbrada; a la excomunión lanzada por él sobre sus amores, era posible acostumbrarse a fuerza de meditar en ella buscando el modo de conjurarla y con la esperanza de encontrarle; pero ¡a aquel nuevo género de tiranía!...

Se podía haber arrojado de casa al otro, como se le arrojó, por tenerle en poco: esto hasta era de esperarse después de visto que el caballero ostentoso del día de San Roque, era pobre; se podía haberla reprendido por pensar como pensaba en este delicado punto; haberla amenazado... hasta castigado a golpes, porque todo ello cabía en la especial naturaleza de su padre, y, aunque injusto y cruel, no la afrentaba; pero ¡entregarla de una manera tan humillante, bárbara e injuriosa, al arbitrio de aquella mujer desalmada y grosera, que la detestaba y tenía rencores que desahogar sobre ella!...

Jamás hubiera creído a un padre capaz de tan despiadados rigores con un hijo... y por primera vez; porque aquel disgusto era el primero que ella daba a su padre, y aquel castigo el primero que de él recibía, y por una falta bien disculpable... ¿No la había animado él mismo a que pusiera buena cara al otro, cuando le consideraba rico? ¿Y así, con esa facilidad, dejaban de ser buenos los hombres que lo habían sido?... ¿Y era todo ello un juego de chanza, para tomarle y dejársele con la frescura que su padre quería? ¡Imposible que no llegara a tener estas cosas en consideración! La misma enormidad del castigo la hacía creer que era obra de un arrebato que pasaría, más o menos pronto; pero que pasaría... Al fin, era su padre el juez.

Entre tanto, de tal modo la espantaba la condición singular de su cautiverio, que por huir del bochorno que la abominable carcelera extremara en daño suyo las amplias atribuciones que la habían dado, huía hasta de los resquicios de las puertas por donde se filtraran el aire y la luz, y deseaba la noche, martirio de los atribulados que no duermen; porque, siquiera, aunque velando y padeciendo, encerrada en su cuarto durante aquellas negras horas, estaba libre de los asedios y de la presencia de la aborrecible mujer.

El primer día, menos mal, porque la Galusa se satisfizo con pasar y repasar a su lado para gozarse en la contemplación de su angustia, y en lanzarla miradas torcidas como para darla a entender: «por aquí ando, y ya sabes para qué». Al segundo día, ya comenzó la mortificación directa: si estaba sentada Inés, porque no se movía ni trabajaba como era debido; si, por distraerse, trabajaba, porque aquello no era trabajar, ni arte, ni remango, ni cosa que se le pareciera; porque la vio despeinada una hora después de levantarse, que «dejadona» y que «puerca» y que «a aviarse pronto, porque en la casa está todo por hacer»; porque salió muy peinada más tarde y bien ceñida de ropa, que «la marimoños, y la relambida, y la piripuesta, y la señoría de cuerno», y que en «esas morondangas mos pasamos las horas», y que «así sale ello dispués y vienen las desazones a los padres de bien que no merecen hijas tan deshacendás y correntonas», y que «ya te lo dirán de misas y las irás pagando poco a poco, que güena falta mos hace». Y así todo el día. A su padre solamente le veía en la mesa; pero, como lo tuvo siempre por costumbre, devoraba en tres o cuatro embestidas la bazofia que le ponían delante, y se largaba de allí sin hablar palabra, tan fresco y despreocupado como si nada hubiera ocurrido que mereciera la pena de hacerle cavilar un poco.

Al tercer día dieron los atrevimientos de la Galusa un avance de mucha importancia. Al volver Inés a su cuarto para peinarse, notó la falta del espejo, que media hora antes estaba colgado en su sitio. Sin sospechar lo que ocurría y como la cosa más natural del mundo, fue a preguntar a la Galusa por él.

-Ese trampantojo, tentación de las holganzas de tontas y presomías -respondió la fregona con desgarro-, le ha sacao de allí quien tiene poderes pa ello: le he sacao yo, yo. ¿Lo quieres más claro?

-No se trata -dijo Inés con repugnancia- de saber quién le ha sacado, sino de saber en dónde está, porque le necesito yo ahora.

-Ese espejo -insistió la Galusa con chocarrero retintín- se ha sacao de onde estaba, porque no hacía falta allí; y como se ha sacao por eso no tienes pa qué preguntar por él. ¿Lo entiendes? A tientas me peino yo, que soy tan güena como la que más... Conque aplícate el cuento; y si te paece poco ese espejo pa verte los moños de cuchiflito, mírate en la sartén de la cocina; que, al último, pa los galanes que han de arreparar en ti... ¡A la escoba, a la escoba y al remiendo, que eso hace más falta en la casa que rizos y perendengues!

Pensó Inés que tanta desvergüenza no podía caer dentro de las facultades que la carcelera había recibido para atormentarla, y corrió despavorida a referir el suceso a su padre.

El cual, como en un caso idéntico había hecho con su pobre mujer, después de oír la queja con una indiferencia glacial y hasta burlona, respondió encogiéndose de hombros y volviendo la espalda a su hija:

-Pues cuando ella lo ha hecho, bien hecho estará.

Y se marchó tan fresco.

Desde aquel instante tomaron los sufrimientos de Inés un nuevo carácter, y sus ideas otros rumbos. Hasta allí, se veía, aunque bajo una ley inicua, al amparo de la misma ley, que tendría sus límites determinados y sus cláusulas protectoras y relativamente benéficas; pero la aprobación de su padre al hecho incalificable de la Galusa; la insolencia de la una y el cinismo cruel del otro, le daban la norma de lo que podía llegar a ser su vida en una cárcel como aquella. Considerábase abandonada de todo el mundo, y sola, maniatada e indefensa, entre dos fieras; algo así como una loba y un tigre. Se horrorizó; y por no enloquecer de espanto, salió de su habitación donde se había encerrado después de la respuesta de su padre.

En aquel instante cayó en su cerebro el germen de una idea bien extraña a la condición de su naturaleza, que, sin embargo, le acogió sin repugnancia. La fuerza del mismo huracán que se le había traído, le borró la impresión de la caída. Vino a ser ésta como una ráfaga primaveral y de relativo consuelo, en medio de tantas otras invernizas, desencadenadas y tempestuosas.

Aquella misma mañana había hecho el impaciente Marcones una escapada a Robleces, para preguntar a su tía «si había dado el golpe» y con qué resultados. Entró en la casa lo mismo que la vez anterior, como un gatazo negro, golosón y ratero, por la escalera de atrás; salió de la cocina la Galusa, como lo que era; y aconsejándole que se largara de allí cuanto antes, porque convenía que no se le viera en Robleces hasta que ella le avisara, le dijo de prisa y al oído:

-Se dio el golpe, y como en la misma nuca: redondo quedó el otro. Ella está con el lazo al pescuezo, y yo tengo la punta del cordel en la mano, y jalo de él lo que jalarse debe hasta que me pida miselicordia. Cuando este caso llegue y se allane a entrar por el aro que yo la ponga delante, será la ocasión de venir tú, con el aviso que yo te dé, pa que resulte lo que se busca por ese camino, sin que lo sueñe el indecente de su padre, ni pueda estorbarlo con toa su maldá, que es mucha; porque el hombre ese es hechura del demonio, y el demonio le ciega...

Marcones se frotaba las manos, y al marcharse dijo a su tía:

-Pues tire usted firme del cordel, hasta que saque la lengua cuanto antes; y si no por esas se da partido, tire más, aunque la ahogue. O para nosotros, o para nadie.

No necesitaba la Galusa, para ser mala, los consejos de su sobrino, que aún era peor. Tiró del cordel a cada instante en toda aquella mañana, después de lo del espejo, porque lloraba, porque andaba mano sobre mano, porque lo poco que hacia lo hacía mal... ¡hasta porque no respondía una palabra a sus desvergonzadas agresiones, que llamaba la pícara «buenos consejos»! Al llevar los condumios a la mesa, porque estaba la infeliz triste y desganada, más tirones y más recios, a las barbas de su padre que no desplegaba los labios sino para engullir la ración de costumbre, como una bestia en su cubil. Por la tarde, nuevas provocaciones y nuevos martirios; hasta que al anochecer, rendida de sufrir y sin saber cómo conjurar las iras de aquel demonio que, por los fines que perseguía y la impunidad que gozaba, iba emborrachándose en su propia maldad nativa, trató de encerrarse en su cuarto. No se lo consintieron ni la criada ni el amo; el cual la exigió que le acompañara a la mesa, porque le gustaba verla obediente y curada cuanto antes de «las puntas de soberbia» que la traían a mal traer.

Y no fue esto lo peor. Después de cenar, digo, de asistir a la mesa, porque cenar no cenó, al ir a la cocina a recoger su palmatoria de hoja de lata, con su correspondiente cabito de sebo, la Galusa, delante de los otros dos criados que acababan de cenar y estaban ya dormilentos y sin cosa alguna que hacer, la mandó, con gran imperio, que antes de irse a la cama diera una barrida a aquel suelo, que buena falta le hacía. Resistióse Inés indignada, porque veía la intención de humillarla delante de aquellos testigos asombrados; y entonces la Galusa tuvo el atrevimiento de ponerle la escoba en la mano, diciéndola hecha un basilisco:

-¡A barrer, porque yo lo mando!

Inés pensó caerse muerta de angustia; pero tal fue el exceso de su indignación, que la dio fuerza bastante para arrojar la escoba a la insolente fregona, y decirla al mismo tiempo, resuelta a todo ya:

-¡No quiero!... ¡Barre tú, que ése es tu oficio!

Inmediatamente volvió a coger la palmatoria y salió de la cocina, entre los dicterios y las amenazas de la Galusa; llegó a su cuarto y se encerró en él. Dejó la luz encima de su cómoda, arrimó una silla a la cabecera de la cama, sentóse y cayó llorando sobre las almohadas.




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- XXIX -

El poder de una idea


¡Era imposible que mujer alguna se hubiera visto jamás en una situación tan desesperada como la suya! Esto fue lo primero que se le ocurrió a Inés, abarcando con el pensamiento todo el cuadro de sus desdichas; y como por evocación milagrosa, surgió de pronto en su memoria el recuerdo venerado de su madre. Nunca supo ella de qué enfermedad había muerto, después de padecer tanto y tanto; pero desde niña, andaban siempre asociados en su memoria a los recuerdos de las grandes melancolías y desfallecimientos de la mártir, el de las durezas de su padre y el de los atrevimientos de la criada: la misma Romana, aunque no tan repulsivamente fea como la que a ella la estaba martirizando. Jamás podía pensar en lo uno sin que a ese pensamiento siguiera el pensamiento de lo otro. Eran ambos recuerdos necesariamente inseparables, como las figuras de un mismo cuadro. Y viendo por la propia experiencia lo que dolían las inclementes durezas de su padre y los inconcebibles atrevimientos de la criada, ¿no era bien llano y natural suponer que la enfermedad de esas mismas durezas y de esos mismos atrevimientos fuera la que había martirizado a su madre hasta quitarla la vida? ¡Y ese mismo martirio había comenzado ya para ella, sola, desamparada de todos, encerrada entre cuatro paredes, sin un alma que se apiadara de sus ignorados sufrimientos!... Una había, sí, una, capaz no sólo de compadecerla, sino de padecer por ella; pero ¿cómo enterarle de lo que sucedía en aquella cárcel? Y aunque se enterara, ¿de qué serviría, si aquellas puertas estaban cerradas para todos, y principalmente para él? ¡Y después de haberle conocido y de haber soñado un mundo tan hermoso para los dos, aquel negro cautiverio, aquel martirio incesante... y para siempre, para siempre, y ella al principio de la vida! ¡Imposible! No cabían en lo humano resignación ni fuerzas bastantes para arrastrar una cruz así. Morir de una puñalada o de un veneno de la infame carcelera, menos mal; pero pisoteada, escarnecida, vilipendiada por ella; morir de sus improperios, de sus insolencias, de sus asquerosas altiveces, y sabiendo la víctima que este género de muerte le autoriza y le aplaude su propio padre, ¡el que estaba obligado a defenderla y ampararla!...

Y aquí la idea que había sentido Inés en germen por la mañana, apareció desenvuelta y en completo desarrollo en su cerebro.

Se incorporó sobresaltada, febril; calculó que habría permanecido como dos horas en aquellas fatigosas meditaciones, y que podría infundir alguna sospecha en sus carceleros la luz que se escapara por las rendijas de la puerta, si se fijaban en ella, y se levantó; fue a su pobre ropero, tomó de él un mantón de abrigo, se le echó sobre los hombros, apagó la luz y volvió a sentarse en la silla.

Ya no pensó más en la barbarie de su padre ni en las indignidades de la criada. Se entregó resuelta, decidida, al imperio tentador de la otra idea; no para poner en tela de juicio al más o al menos de su cordura, pues sobre este punto ya no cabía dudar, sino para discurrir el modo de realizarla.

Esta labor duró más de una hora. Todo quedaba previsto y calculado; todo era posible y realizable ya y todos los riesgos y todos los escrúpulos y todos los obstáculos de la meditada empresa, le parecían cosa de juego comparados con la espantosa realidad de su cautiverio. Escuchó sin moverse de la silla, con gran atención, y no oyó el más leve ruido en toda la casa. Dejó que corriera más tiempo, pareciéndole siglos los minutos; y cuando calculó que sería la media noche, sin vacilar un instante, sin querer dar oídos a los reparos que algunas veces la hacían sus timideces y debilidades de sexo, trémula por la fuerza misma de su resolución, se quitó los zapatos, y, con ellos en la mano, se fue hasta la puerta. Escuchó allí de nuevo, y no oyó otros ruidos que los que hacía dentro de su pecho el acelerado latir de su corazón. Tranquilizábala mucho la bien fundada reflexión de que no había en la casa quien la creyera capaz de lo que ella estaba proyectando a aquellas horas de la noche. Era seguro que todos dormían profundamente, y la Galusa más descuidada que nadie. Además, creía con ciega fe que tenía a Dios de su parte y que no la abandonaría.

Levantó el pestillo y entreabrió la puerta, muy poco a poco. Todo era silencio y oscuridad en la casa. Salió al pasillo, cerró otra vez la puerta de su cuarto; y después de convencerse de que las tablas del suelo, no crujían bajo sus pies, siguió andando a tientas por el carrejo, hasta tropezar su mano derecha con la puerta de la cocina: enfrente estaba la que abría a la escalera de atrás, y cuya llave se dejaba siempre en la cerradura. Dirigióse a aquella puerta, y, en efecto, tenía puesta la llave. Pero ¿rechinaría la cerradura? Por si acaso, volvió la llave con sumo tiento. Ni las moscas, si las había por allí, debieron de oírla. Esto la animó, y sacó la llave de la cerradura; abrió lo menos que pudo la puerta, que tampoco rechinó; salió a la meseta, y volvió a trancar por fuera para que el viento, si salía, no golpeara la puerta y pusiera en alarma a los de casa antes de lo previsto. Hecho esto con toda felicidad, recogió la llave, que, dejada en la cerradura por aquel lado, podía servir de señal para conocer el camino de la fugitiva, y bajó la escalera. Estaba segura de que el postigo de la portalada del corralón se cerraba por dentro con un pasador de hierro, y así era. Descorrió el pasador sin la menor dificultad, salió a la calleja y dejó cerrada la puerta con el pestillo. Allí se calzó los zapatos. Tenía los pies helados y las medias húmedas, por la frialdad y el rocío de la escalera, que era de piedra.

Pero, aunque el cielo estaba estrellado, ¡qué oscura era la noche, y qué miedo la daba verse allí sola! No quiso pensar en eso, por no desfallecer cuando más necesarias le eran la serenidad y la energía; y encomendándose a Dios nuevamente, tomó la calleja que conducía a la llosa Grande. Por de pronto, salir de las inmediaciones de su casa. Si la debilidad de mujer, y de mujer nunca vista en tales apreturas, llegaba a vencerla, que fuera lejos de allí y donde no pudiera apiadarse nadie de ella y la volviera a su presidio, creyendo ejercer un acto de caridad. Ya en la llosa, y después de tropezar mucho en los cantos de la calleja, detúvose a respirar, considerando de paso lo que la restaba por hacer. Conocía el camino por donde se comunicaban la llosa y las praderas de abajo; pero ¿daría con él en una noche tan oscura y con la intranquilidad en que se hallaba? Y después de verse en las praderas, ¿sabría continuar hasta la sierra?... ¿tendría valor para tanto? ¡Es increíble la fuerza que infunde la desesperación! Aquella mujer tímida, humilde por naturaleza, retraída y recelosa por hábito, no vaciló un instante y se lanzó al abismo de sombras, huyendo de la tentación de arrepentirse de una empresa que la hubiera parecido espantable locura unos días antes.

Siguiendo el camino de la llosa sin extraviarse, bajó a las praderas y continuó andando de prisa, muy arrebujada en el chal, tiritando de zozobra y ensañándose en los recuerdos de su pasado martirio, para hacer más llevadero aquel que estaba sufriendo... Pero ¡qué oscuridad tan cerrada! ¡qué silencio tan temeroso! ¡qué soledad la suya, y qué inmensidad la de aquel negro espacio vacío!... ¿Avanzaría más, o retrocedería siquiera hasta el bardal de la llosa, para aguardar, acurrucada allí, más cerca del barrio, a que alboreara el día? Pero ¿no era ya tanta la distancia hasta la llosa como hasta donde ella iba?... Ciertamente. Luego se hallaba en un punto alejado por todas partes de todo humano auxilio. ¡Y entonces sí que se aterró de veras, y comenzó a oír ruidos de los más extraños, hasta voces que la amenazaban, y como lamentos de agonizantes; y a ver bultos más negros que la oscuridad, que venían de lejos hacia ella! Apretó el paso, que llegó a carrera, y cerró los ojos que para nada necesitaba allí, sino para levantarlos a menudo al cielo, del que los bajaba en seguida, porque hasta el titilar de las estrellas la daba miedo. Y corre y corre desalentada y anhelante, con el pecho oprimido y la boca entreabierta para respirar el aire que pasa por la estrechez de su garganta contraída, frío y cortante como la hoja de un puñal; y los ruidos no cesan; y uno de ellos le parece la voz infernal de la Galusa que la persigue arrastrando las chancletas y llenándola de improperios. Se le figura que oye sus pasos ya muy cerca, y corre más todavía para que la fiera no la alcance; pero sólo consigue aumentar la fatiga, porque la inmunda carcelera corre más que ella... y al fin la alcanza... y la pone la mano sobre el cuello... y la agarra por el chal... y entonces la infeliz prisionera lanza un grito de angustia, que repiten los ecos de aquella soledad, con lo que su espanto llega al paroxismo; vacilan sus piernas, falta el aire en su pecho, y cae desvanecida junto al vallado de la sierra.

Tardó largo rato en volver en sí, y otro mayor en darse clara cuenta de lo que la había pasado. Orientóse al fin; y reconociendo el vallado, recobró de nuevo los ánimos perdidos, porque sabía que desde allí ya se columbraba de día el refugio que ella iba buscando. Levantóse y tomó resueltamente el camino de la sierra; y siguiéndole con no poca dificultad, por ser algo más áspero que el de las praderas, llegó a casa del Lebrato. El humilde soportal le pareció un palacio, más grande y ostentoso que todos los palacios de verdad que ella tenía imaginados. Se acercó a la puerta, o mejor dicho, se pegó a ella; y golpeándola sin cesar con ambos puños muy cerrados, gritó, arrimando la enardecida boca a la cerradura:

-¡Pilara!... ¡Juan Pedro!... ¡Ábranme pronto, por el amor de Dios!

No tardó en oírla el Lebrato, que era ligero de dormir. Sintióle con delicia Inés andar detrás de la puerta. Antes de abrirla preguntó:

-Pero ¿quién llama a estas horas con tanta prisa?

-¡Soy yo, Juan Pedro! -respondió la de afuera anhelante-. Soy Inés.

-¡Santísimo nombre de Dios! -exclamó desde adentro el Lebrato, mientras abría la puerta aceleradamente-. ¿Qué peazo del cielo se habrá caído, pa que tal asombro suceda esta noche?

Abrió; entró Inés, o más bien, se lanzó dentro; y a la luz del candil que tenía el Lebrato en la mano, pudo verla, para colmo de su asombro, pálida como la muerte, desencajada, anhelosa, con el cabello desmelenado sobre los ojos, y todo su vestido en desorden. Sin preguntarla lo que sucedía ni esperar a que ella se lo dijera, comenzó a gritar, arrimándose a una puertuca del fondo, frontera a la cocina:

-¡Pilara!... ¡Pedro Juan!... ¡Arriba en el aire, que vais a tener aquí algo que hacer!

Después condujo a Inés a la cocina; la presentó una silla para que se sentara, pareciéndole poco el banco, colgó el candil, y se dispuso a hacer lumbre.

-Esto, lo primero -la decía en tanto el buen hombre-, y mientres usté nos dice en qué la podemos valer. ¡Viene aterecía de frío, ángel de Dios!

-¡No, no! -respondió Inés tiritando-: lo primero ha de ser esconderme donde yo esté segura de que no me encuentre nadie.

-Pos ¿qué más segura que aquí a la hora de la noche en que estamos, inocente? -dijo el Lebrato-. A menos que no la vengan persiguiendo cercuca. Pero aunque así fuera, mientres llaman y se abre, ya da tiempo pa lo que haiga que hacer a ese respetive.

-Es verdad -respondió Inés algo más confiada-. Pero, por si acaso, tranque usted bien la puerta, Juan Pedro.

-Eso sí que se hará -respondió éste saliendo a cumplirlo.

Volvió al punto, y continuó amontonando palucos en el llar para encenderlos en seguida; pero sin disimular enteramente la curiosidad que le estaba consumiendo. En esto ya apareció Pilara en escena, con los ojos como puños y muy ligera y desceñida de ropa, y detrás Pedro Juan, por el estilo de su mujer. Ambos se hicieron cruces de asombro al ver a Inés allí, sola, a aquellas horas y de aquella traza.

Reunida ya toda la familia, Inés, llorando desconsolada, contó en pocas palabras lo que la había sucedido. Pilarona lloró de toda verdad, y su marido se volvió indignado hacia su padre para decirle:

-¿Ve usté, recoles, si hay tela pa hacer con «ese hombre» lo que yo dije el día que jue con nusotros a la mar?

El Lebrato se desentendió de esta alusión, y dijo por comentario al relato de Inés:

-¡Lo propio que se hizo con la bendita de Dios que la echó a usté al mundo en mala hora! Y las mesmas cuatro manos en concierto acabaron con ella.

-¡Desde esta tarde -exclamó Inés horrorizada- tengo yo esa sospecha, Juan Pedro!

-Y bien tenida, doña Inés -añadió éste-, porque la cosa se vio, y naide la duda en Robleces... Pero vamos al caso que ahora importa: ¿Qué es lo que usté tiene pensao en el apuro que se ve, y en qué de ello podemos ayudarla nusotros?

-Yo, a punto fijo, no lo sé -respondió Inés enjugándose los ojos-. Sé que he salido esta noche de casa para no volver más a ella; que me pareció demasiado cerca la de don Alejo, para ir a buscar un amparo allí, y que he venido a pedírsele a ustedes, confiada en que me le darán, y porque Pilara es la única amiga que tengo en el mundo.

-¡Así se hace, canastos! -exclamó entonces Pilara conmovidona de veras, escondiendo la mitad de Inés en un abrazo y dándola un beso resonante en la cara-. ¡Eso es dar honra al corazón de una!

Inés continuó así, después de pagar con otro beso cariñoso el arranque de Pilara:

-Estando ya aquí bien segura, siquiera por un buen rato, se podía -es lo que yo pensaba- avisar a don Alejo, que sé que me quiere bien, y pedirle su parecer.

-¿Y a nengún otro sujeto más? -preguntó Pilara con una sonrisa muy maliciosa-. Vamos, con franqueza, que aquí no ha de hacerse más que el tu gusto.

Inés bajó un poco la cabeza, algo turbada, y no supo qué responder. Pilara la ayudó entonces de este modo:

-Anque lo has contao por encima, como si te atragantaras con ello, lo bastante se vio pa creer ahora que ha de gustarte el paecer del caballero ese en este particular.

-Pues que venga él también -dijo Inés echando de buena gana escrúpulos a un lado-. Yo les contaré lo que me pasa, y ellos me dirán lo que mejor les parezca. Iréme a servir a un amo, a pedir una limosna... tirarme a la ría... ¡Dios me lo perdone! Todo lo que me digan haré... ¡todo menos volver a la cárcel de donde me he escapado!

-Ya se arreglará la cosa -dijo el Lebrato hondamente compadecido de aquella pobre criatura- sin melecinas tan amargas como esas. Cabalmente había de venir hoy por aquí don Alejo a las seis de la mañana, porque tenía concertao salir pa la mar con nusotros a esa hora; pero como el caso es de apuro, lo que se va a hacer es lo siguiente. Tú, Pedro Juan, vas a picar ahora mesmo pa Nubloso, que no está más lejos de aquí que el barrio de la Iglesia de Robleces; yo pico a casa de don Alejo. Tú le cuentas el caso al sujeto, de modo que naide se entere más que él, y te le traes volando contigo. Yo hago otro tanto con don Alejo; y cátanos aquí a los cuatro juntos en una hora lo más. No son toavía, por mi cuenta, las dos de la mañana, y nos quedan tres horas de noche pa arreglar ese asunto sin que se enteren de él ni los pájaros del aire.

Se aprobó la idea; se aviaron en un periquete el padre y el hijo; salieron juntos de casa, y a poco rato echó por su lado cada cual de ellos. Al separarse, dijo el Lebrato a Pedro Juan:

-Asunto es éste que nos puede costar caro a ti y a mí, si ese hombre, que tan tigre es pa la hija, agüele que la hemos amparao en nuestra casa. Pero los hombres de bien son pa las ocasiones, y lo primero es lo primero; y Dios mos ve a toos y a cada uno.

Pilara, después de cerrar bien la puerta por dentro, se quedó animando a Inés; como ya la lumbre había tomado cuerpo, consiguió que se quitara los zapatos, que estaban empapados de rocío, para secarlos al fuego, así como los bajos de su ropa, y que se calentara los pies. Luego trajo un peine, y ella misma le arregló el pelo desmelenado, al paso que la iba diciendo:

-¡Pos dígote que estaría güeno que ese sujeto te viera de la trazuca que estás, como si te hubieran sacao con unas trentes del bardal de una calleja!... ¡Ni más ni menos te vio él, hija del alma, cuando se prendó de ti!...

Y no la pesaba ciertamente a Inés, que al fin era mujer y mujer enamorada, aunque atribulada y mísera, la ocurrencia de Pilara. Después que acabó ésta su tarea lo mejor que pudo, y la palpó los pies para ver si estaban secos, diciéndola, pasmada de su pequeñez, que «paecía mentira que con aquellos dos fisanucos se pudiera sostener derecha una presona» y dio vuelta a los zapatos para que acabaran de secarse, fue a la alacena y volvió con un jarro de leche y una cazuela muy limpia.

-Es -la dijo acurrucándose junto al llar- de la que traigo yo de arriba ca día; porque aquí no la tendremos hasta la primavera que viene. Te voy a calentar una racionuca de ello pa que, ahora que estás algo más sobre ti mesma, te confortes un poco por aentro... No hay a mano otra cosa que darte.

-¡Cómo me cuidas, Pilara! -díjola Inés conmovida-. ¡Si supieras lo que consuela eso después de pasar por lo que he pasado yo!...

Y rompió a llorar otra vez.

-¡Bah, bah! -la dijo Pilara-. A ver si no golvemos a mojar la pistaña. Eso ya se acabó, y pa siempre.

Para distraerla un poco mientras la leche se calentaba, y llegó a tomarla Inés y a calzarse, la noble mocetona la habló de muchas cosas: de lo contenta que estaba en compañía de aquellos dos hombres, que le parecían los mejores de todos los hombres del mundo; de la casuca, del partido que había ido sacando de ella y del que iría sacando poco a poco: aquí la mesa, allá las sillas; «esta paré que tanto blanquea, estaba antes negra como el jollín»; el llar, con sus baldosas tan majas, estaba nuevo, flamante, y «el poyo de la jornía, bien amañao»: cosas de su suegro. El cuarto de ellos, antes no era cuarto: era «un abertal». Se le había cerrado con un tabique y una puertuca: eso había sido cosa de los de arriba, «pa mejor paecer». El viejo dormía en otro cuartuco bien abrigado, donde siempre durmió, a la otra esquina de la casa, con una ventanuca al saliente. Cuando Inés estuviera en sus cabales, ya se enteraría de todo a la luz del día. Las dos vacas y las novillas «de ellos» habían venido del puerto gordas que partían: una, ya cargá de dos meses, y otra de tres; la su novilla estaba también en la corte, y con ella componían cinco cabezas. El de la vista baja tenía un diente que daba gusto. Al paso que iba, por Navidad sería una montaña de tocino bien hebroso. Y así.

Hasta que se oyeron pasos en el portal, y dio el corazón de Inés dos volteretas en el pecho. Abrió Pilara la puerta después de cerciorarse de que era «gente de paz» la que llamaba, y entraron juntos los cuatro que se esperaban; porque los que venían de Nubloso, llegaron al portal en el poco tiempo que tardó Pilara en abrir la puerta. Lo mismo Quicanes que don Alejo, venían bien enterados de lo que ocurría; y en cuanto Inés los tuvo delante, se echó a llorar desconsolada.

-Eso va contigo, Tomasuco -le dijo el cura al de Nubloso-; consuélala tú que sabes, pero sin abusar del chicoleo, porque no hay tiempo que perder, y yo traigo mi plan para acabar primero.

¡Bueno estaba Quicanes para consolar a nadie cuando se le estaba saliendo a él el alma por la boca, particularmente desde que tenía delante a Inés, de cuyos dolores era él la causa! Pero hizo lo que pudo, y no lo hizo mal, si ha de juzgarse la obra por los resultados. Inés siguió llorando un ratito más; pero bien claro se veía en sus ojos, en cuanto pudo mirar con ellos a su amante, que había vuelto la vida a su corazón. También don Alejo ayudó valientemente a aquel acto de caridad.

Se habló allí poco, muy poco, sobre el caso peliagudo. No había para qué hablar mucho. El de Nubloso manifestó solemnemente al cura que, por los motivos que él sabía desde que se lo había declarado todo en su casa al salir de la de Inés despedido por su padre, no podía ofrecer otro sacrificio que el de su vida para defenderla de toda agresión, viniera de donde viniese, y que a esa obra había jurado consagrarse desde que Pedro Juan le había enterado de lo que pasaba.

-Eso -respondió don Alejo sin perder su buen humor de siempre- es nada y es demasiado. Nada, porque contra los derechos de un padre, por duro de alma que sea, en ese particular no hay valentía que valga; y demasiado, porque sería la mayor tontada del mundo desperdiciar una vida que nos hace falta aquí para otra cosa. Y atiende bien a esto que te voy a decir; y tú, chiquilla, prepárate a ayudarme en todo, y guárdete Dios de poner un solo reparo a lo que declare y disponga, porque eso será lo que haya de hacerse. Y digo, Tomás, que todo cuanto me dijiste aquel día y anteayer cuando volviste a tratar conmigo del propio asunto y a adquirir noticias que no pude darte de esta infeliz, me pareció muy atendible; porque en esto de delicadezas, cada cual discurre y lo entiende a su modo, y hay que respetar los escrúpulos de cada quisque. Pero hoy han cambiado las circunstancias, y hay que mirar el asunto por otro lado diferente. Ya sabes lo que le pasa a Inés, ¿no es verdad?... Pues bueno: de esa misma enfermedad murió su madre: los mismos verdugos la mataron. Puedo jurarte que es cierto. Para librarse de una muerte así, no basta escaparse de la cárcel. Más tarde o más temprano, la fugitiva volverá a sus hierros; porque, ya te lo he dicho, la ley ampara en estos casos al carcelero, por bárbaro que sea. En una palabra, Inés no puede estar segura en ningún escondrijo, aunque se le guarden coraceros, mientras no la ampare otra ley. ¿Me entiendes?... ¡Otra vez los puntos y las comas de calabaza! Pues te lo pondré más claro todavía: tienes que elegir entre dos extremos: o dejar que Inés perezca a fuego lento entre dos demonios, como pereció su pobre madre, o ponerla sin tardanza al amparo de la ley, cosa que ya traigo estudiada y se hace en medio minuto delante del juez, después de tenerla en lugar seguro. Este es el caso. A ver ahora, entre estas dos delicadezas, cuál te parece más delicada.

Y claro es que, en el dilema, el de Nubloso se fue por donde don Alejo quería.

-Pues se acabó la historia -dijo el buen cura-. Antes que amanezca el día, estamos tú y yo, con Inés, en Ansares, en casa de mi sobrino Gaspar, hombre de bien y caballero, aunque no gasta más que media levita. Tiene una mujer que vale tanto como él, y dos hijas que, si no anduviera Inés de por medio, diría que eran las dos muchachas mejores y más majas que hay en todos los pueblos del contorno. Allí encontrará esta infeliz el sosiego y el amor que no la han dado en su casa; y la guardará la puerta de demonios que quieran asaltarla, una cuartilluca de papel con cuatro garabatos que nos extenderá quien deba, en este mismo día en que estamos, hasta que remate yo la obra a mi gusto en la iglesia de Robleces. Conque arriba, muchachos, que no hay tiempo que perder. Ya veis que yo ni siquiera me he sentado.

Y era la verdad, que de pie hablaba don Alejo y con la capa de larga esclavina sobre los hombros, por más señas.

De lo que allí pasó entonces, sólo quiero decir, porque lo demás se adivina, amén de resultar empalagoso si se cuenta, que Inés volvió a ver en su imaginación el cielo aquel de sus esperanzas, barrido de nubes, limpio y sereno; y que al hallarse en el portal entre sus dos protectores, ya no temió a las tinieblas de la noche, ni a las asperezas del camino, ni a los sabuesos de su cárcel, ni a la zarpa de la Galusa, ni a todos los verdugos de la tierra que se conjuraran para acabar con ella. Volvía a vivir, y se congratulaba de haber padecido aquel martirio cruel, porque la abría las puertas de su soñado paraíso.

Pisando ya la mullida del corral, se volvió don Alejo para decir al Lebrato que, acompañado de sus hijos, despedía desde el portal a los que se marchaban:

-Ya supondrás que la canita de hoy se me queda sin echar; pero mañana, si Dios quiere, será otra cosa. Aquí me tendréis a la hora convenida... digo, si pensáis volver también mañana a la mar.

-Anque sólo juera por dale a usté ese gusto, señor don Alejo -respondió el Lebrato-, aquí me tendrá esperándole a la hora que quiera venir.

-Pues hasta mañana.

Y se perdieron en las sombras de afuera los tres del corral que se iban, y se metieron en casa los otros tres que se quedaban.




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- XXX -

Cosecha de tempestades


Era ya muy entrado el día cuando la gente de la casona de Robleces notó la falta de Inés. Primero se notó la de la llave de la puerta de atrás, y el que estuviera descorrido el pasador del postigo de la portalada; pero la una podía haberse caído de la cerradura, o ¡fuera usted a saber! y el otro haberse quedado sin correr por olvido casual, aunque aseguraba el Berrugo que le había corrido él mismo, como todas las noches; como aseguraba también que la llave había quedado en la cerradura, y bien atravesada, para que no pudiera meterse otra falsa desde afuera. De todos modos, cualquier recelo cabía menos el de que Inés hubiera andado en el ajo. Lo que le descubrió fue su cama sin deshacer, cuando la Galusa, viendo que «la zanganota» no salía tan temprano como de costumbre, entró en el cuarto resuelta a «enderezarla a escobazos, si juere menester». Se quedó helada al notar aquel indicio, y no quiso decir una palabra a su amo hasta cerciorarse de que Inés no estaba escondida en ningún rincón de la casa. No dando con ella, por más que preguntó a los otros criados y la llamó a voces desde muchas partes, ató aquel cabo suelto a los del pasador corrido y de la llave extraviada, y fuese, aleteando con los brazos y echando espuma venenosa por la boca, adonde trajinaba su amo. Refirióle el caso entre bascas y aspavientos, y se quedó el hombre hecho una pieza.

-Pues esa pícara -fue lo primero que habló el Berrugo al volver de su asombro- no ha ido lejos, si ha ido sola, aunque haya salido por la puerta de atrás; y si no ha ido sola, el granuja, el pillo que la acompañó, estaba en inteligencia con ella; y esto no puede haber sucedido sin tu consentimiento, o sin haber descuidado la vigilancia que corría de tu cuenta. De cualquier modo, tú eres la responsable; y si no me la entregas hoy, aquí mismo, en todo el día, soy capaz de sentarte en el llar de la cocina para freírte el pellejo, ¡bribonaza! ¡Ya estás andando!

Por primera vez en su vida, no tuvo la Galusa agallas para responder a su amo. Tan crespo y endemoniado le vio; y como a ella le interesaba tanto como a él el hallazgo de la fugitiva, dejando piques a un lado volvióse corriendo a la cocina para mandar al mocetón, que estaba almorzando con Luca, que fuera a escape a Lumiacos a decir a su sobrino que viniera sin perder minuto. Le parecía a la bruja, y con razón, que ningún mastín como aquél para dar con la oveja descarriada y sacarla de las fauces del lobo, si andaba lobo en el ajo, como se lo iba temiendo. Ella misma se echó a la calle a pedir noticias de casa en casa. A la del cura no se atrevió a ir, porque le temía de lumbre desde muchos años atrás. Estaba enterado de la historia de la mártir, y no perdonaba ocasión de flagelarla a ella con echedizas que sacaban sangre. De ese paso se encargaría su sobrino.

Cuando supuso que podía haber llegado ya éste, se volvió a casa, sin haber hallado el menor rastro de lo que buscaba y bien segura de que no había en el barrio alma nacida que no se complaciera en ocultársele si le hubiera conocido. El Berrugo, entre tanto, dio parte al alcalde, excitándole, con ruegos y con amenazas, a que «cumpliera con su deber». El alcalde, porque le temía, como todo el pueblo, prometió echar los bofes en el empeño; pero en seguida de dar las órdenes a las personas que habían de ejecutarlas, fue diciendo al oído de cada una, que si topaban con la pista, se hicieran los tontos y se echaran por otro lado; porque era «sacar ánima del purgatorio dejar a la enfeliz fuera del alcance de aquellos dos demonios».

Era ya más de media mañana cuando llegó Marcones, bien enterado de lo que pasaba, por el recadista. Venía verde, sudaba hollín con azufre. En cuanto le atisbó su tía, corrió a su encuentro y le dijo ahogándose de rabia:

-Si no se la ha llevao ese pícaro a Nubloso, y anque se la llevara, el cura debe de andar en el fregao. Ella no tiene en el pueblo otro conocimiento que él; y a más que más, hoy no ha tocao a misa... ¡Vete a ver al cura sin parar!

Y Marcones corrió a ver al cura, que había vuelto a casa media hora antes. Aún tenía los zapatos sucios, y bien se le conocía en la cara y en el desaliño de toda su persona, la brega en que había andado desde las dos de la mañana. Todo lo tuvo muy en cuenta Marcones tan pronto como lo advirtió; y como él también llevaba a la vista buenas señales de la trotada que acababa de darse desde Lumiacos, y de la procesión que le andaba por adentro, bastóle a don Alejo una mirada para colegir lo que iba buscando allí el sobrino de la Galusa.

El cual, sabiendo por experiencia cómo las gastaba de frescas el cura de Robleces, le expuso su embajada con todo el comedimiento que cabía en un descomedido de su tamaño.

Quedósele mirando el cura después de oírle, con una cara que era un mosaico de reflejos: reflejos de burla, de gozo, de indignación... y hasta de un poco de ira; y luego le preguntó:

-Y ¿quién eres tú, qué títulos, qué derechos tienes para venir a pedirme esos informes?

-Mandado soy, señor don Alejo -respondió tragando bilis el de Lumiacos-. Los favores recibidos obligan; el trato frecuente engendra interés y cariño, y las penas de los favorecedores se sienten y se lloran como las propias penas.

-¡Los favores recibidos! -repitió el cura mirando de alto a bajo a Marcones-. ¡Las penas de los favorecedores!... ¡El cariño que les tenemos!... Pedantón y gazmoñote, ¿cómo has podido soñar que si yo supiera algo de eso te lo había de contar a ti? ¿Piensas que no sé lo que pasa? ¿Piensas que no te conozco? ¡Y había de ser yo capaz de poner en vuestras manos lo que acaba de salvar de ellas la Providencia de Dios!

Marcones rugió como un oso acorralado, y saltó de un golpe al registro de lo patético con espeluzno:

-¡Usted me falta! ¡Usted me injuria! ¡Usted se prevale de sus canas!... ¡Yo no he venido aquí a eso!

-Yo no te falto -replicó don Alejo con firmeza-. Yo no te injurio. Lo que hago es decirte la verdad, porque ya es hora y te me pones a tiro. Y lo dicho se lo cuentas si quieres a la bribona de tu tía y al pícaro de su amo... Porque yo no le temo, ¿entiendes? A mí, si no es del pellejo, no tiene por dónde agarrarme, como tiene agarrados a tantos infelices. Yo todos mis bienes los llevo conmigo, en esta levita raída y en estos calzones con la culera remendada. ¡Mírala! Y a mucha honra; que ese es mi deber mientras haya en la parroquia otros más necesitados que yo. Y le añades que no ha de ser el cura de Robleces quien le dé noticias de la pobre oveja escapada de los dientes del lobo; pero que renuncie a esa carne para in soecula, porque el milagro fue obra de Dios, y las obras de Dios son de larga dura. ¿Te vas enterando?

-De lo que me voy enterando -respondió Marcones, lívido y temblón- es de que hay sobrado con lo que usted me dice, para ver que no fue todo obra de Dios, y que anduvieron también en ello manos carnales, bien conocidas de usted... y que por mucho menos se ha visto intervenir a la Justicia. ¿Me va usted entendiendo a mí?

-¿Pues no he de entenderte, imprudentón de Satanás? Y porque te entiendo, te declaro que tampoco me asusta la Justicia con que me amenazas. ¡Ojalá me pusierais hoy delante de ella! ¡Qué cosas habían de saberse! ¡Qué cosas, Marcos, qué cosas! Todo Robleces iría a declarar conmigo; y ¡pobres de ellos entonces... y pobre de ti también!

-¿De mí? -exclamó Marcones llamándose a lo terrible con el aparato; pero, en el fondo, bien encogido ante la firmeza imperturbable del cura-. ¡Usted me ofende otra vez; usted me calumnia de nuevo!

-Pataratas son esas -añadió don Alejo con aire despreciativo-. ¿No te he dicho que te conozco? ¿Crees que no se te ha visto el juego en esa casa? ¿Piensas que se ignora en el lugar la parte que tú tienes, más de cerca o más de lejos, en lo sucedido anoche en ella?... ¡Calla, calla, zagalón de los demonios, por la cuenta que te tiene, y no vuelvas a soñar con buscarte por ese lado la puchera! ¡Para ti estaba!

-¡Eso es otro insulto! -replicó, ronco de ira, Marcones-. ¡Yo no he entrado en esa casa jamás con semejantes intenciones, y usted lo sabe muy bien! ¡Yo no nací para eso; yo sigo muy distinta carrera; yo tengo otra vocación más alta! Ella me tira, ella me reclama; y con la ayuda de Dios, no pasarán muchos días sin que yo vuelva al seminario.

-¡Al seminario tú! -exclamó en tono incisivo el cura-. ¡Tú al seminario! ¡Imposible que se te vuelvan a abrir aquellas puertas! ¡Imposible que haya un obispo que te ordene; porque no puede concebirse que baje Dios a unas manos como las tuyas! Quédate, quédate en Lumiacos machacando terrones, que para eso naciste, y ayuda a tu padre, que mucho lo necesita y bien se lo debes. Arrímate al ariego y desmocha cajigas en el monte; desengrásate así, bárbaro, y castiga esas carnazas; y para ofender menos a Dios, busca una mozona capaz de sufrirte ese geniazo brutal, y cásate con ella. Así, cuando menos, sudarás lo que ganes, y podrás comer honradamente tu puchera. Con esto no tengo más que decirte; y como ya llevas más de lo que venías buscando, dame las gracias y lárgate cuanto antes, porque yo tengo otras cosas que hacer.

Y mientras Marcones daba patadas en el suelo y se golpeaba las nalgas con los puños cerrados, y castañeteaba los dientes y echaba espumarajos por la boca entre apóstrofes bravíos, don Alejo le volvía la espalda muy tranquilamente, y desaparecía de la saluca en que había recibido la embajada.

Cuando el de Lumiacos volvió a entrar en la casona era tal su talante que no parecía sino que acababa de recibir una paliza, después de un remojón en una charca. Así iba de lacio, de palidote, de sudoroso y de trémulo. Contó el caso a su tía; y la tía, después de convenir con el sobrino en que el cura, por las trazas, había tenido gran parte en el fregado, y en que había que andarse con mucho tiento para ajustar con él esa clase de cuentas que podían enredarse demasiado, si el cura se empeñaba en ello, opinó además que, siendo ya el negocio principal cosa perdida para ellos dos, convendría meditar mucho sobre el modo de tratar del caso con «ese hombre» para que no hiciera una de las suyas que los comprometiera a todos, o sobre si sería preferible no decirle una palabra y dejar que el demonio fuera haciendo su oficio y disponiendo de lo suyo libremente. Tuvo el sobrino por atinados los pareceres de su tía, y se pusieron a ventilar las dudas apuntadas.

Ventilándolas estaban cuando se apeó de un rocín de mal pelaje y de peores aparejos, barrigón y desherrado, junto al mismo poste del soportal, Leto González, el de Los Castrucos, Juez municipal del distrito de Robleces. El cual Juez (que debía de traer larga jornada, por los jadeos del penco y lo que él mismo renqueaba al moverse, con las perneras encaramadas hasta cerca de las ligas y arrastrando por el suelo la única espuela que calzaba), baldragas y apocadote como era, atrevióse a llamar, sin duda por lo que tenía de justicia respetable en aquella ocasión, con dos varazos tremendos a la puerta del estragal de la casona; y pareciéndole que tardaban mucho en responderle, a echar escalera arriba y anunciarse allí con otro par de varazos, bien sacudidos y resonantes sobre la puerta del carrejo.

Salió entonces el Berrugo, que andaba subiendo y bajando sin saber lo que se hacía toda la mañana de Dios, aunque aparentaba cosa muy diferente; vio a Leto tan atrevido; acordóse del cargo que ejercía en el lugar; sospechó que su visita podría tener algo que ver con lo que a él le estaba preocupando; condújole a la sala sin preguntarle lo que quería; siguióle el otro muy hueco, sacando de paso unos papeles del bolsillo; y cara a cara y a pie firme allí los dos, sin preludios ni reparos y sin señal de miedo alguno, el Juez municipal de Robleces dijo al señor don Baltasar Gómez de la Tejera que, por delegación del señor Juez de primera instancia del partido, le hacía saber que, a petición de don Tomás Quicanes, de Nubloso, quedaba depositada su hija, doña Inés, en casa de don Gaspar de la Peña, natural y vecino de Ansares. Probó lo que declaraba con documentos fehacientes; enteróse el Berrugo sin desplegar sus labios ni hacer un gesto; cumpliéronse y se llenaron todas las formalidades de rúbrica; despidióse el de Los Castrucos, y dejóle ir don Baltasar sin decirle una insolencia, ni mostrar con signo alguno el efecto que le había producido la embajada.

La Galusa, que atisbó la escena desde el carrejo, se maravilló de aquella imperturbabilidad pacentísima de su señor y cómplice. Consideróla como celaje falso y encubridor de alguna tempestad destinada probablemente a descargar en seguida sobre su cabeza, y creyó muy conveniente esperar a subio, siquiera los primeros embates. Llamó a su sobrino con una seña; díjole al oído lo que temía, y le llevó a su cuarto, donde se encerraron los dos, dispuestos a no abrir la puerta como no la echara abajo el huracán.

Se engañaba grandemente la Galusa, con lo bien conocido que tenía a su amo. El Berrugo no era hombre de estrépitos, sobre todo, de estrépitos infructuosos. La tempestad que había dentro de él no era de las que pasan con cuatro estampidos gordos y unos cuantos aguaceros, ni de las que sirven para instrumento de las cóleras de nadie: era de las sordas que empujan y flagelan y arrastran al más templado; y arrastrado y flagelado por la suya, sin acordarse para maldita la cosa de su criada, que no era lo que entonces le dolía, bajó a su leonera del portal, y allí se encerró, con las dos vueltas de la llave.

Sobándose la barbilla con los dedos apiñados de una mano, y rascándose a menudo la cabeza con la otra, comenzó a pasear en redondo en el mezquino espacio que dejaban libre las cubas, los barriles, la mesa y un par de sillas derrengadas que ocupaban lo restante de la pieza. Allí, y de parecido modo, solía él correr los temporales de su vida; aclarar los puntos dificultosos de sus problemas económicos; preparar sus grandes resoluciones, y hasta soñar a gusto en sus ideales tentadores y disponer la urdimbre de sus cábalas supersticiosas. No sabía pensar con arte si no se movía mucho y a solas y al amparo de sus ídolos, a modo de penates, que estaban allí; y lo mismo en lo que le contrariaba que en lo que le seducía, siempre había encontrado, por oscurecidos que estuvieran los horizontes de sus ideas, un punto luminoso que le guiara en su labor tempestuosa (porque en tempestades, más o menos recias, paraban en su cerebro diabólico todos sus problemas), y al cabo llegaba a ser franca y triunfal salida.

Pero el huracán de esta vez era de noche cerrada y como jamás le había corrido él.

-Me coge -pensaba con la rapidez que se movía- como en una ratonera, y atado de pies y manos, y cuando empiezo a sentirme rendido de pelear a muerte con la mitad del género humano para sacarle el quilo... y es la primera vez que se me quiebra la suerte y el demonio me abandona, si es que no se pone contra mí, como lo voy temiendo; porque solamente cegado por él, he podido ser yo tan torpe como he sido... ¿Que al caso venían ahora esos rigores, si con mucho menos hubiera logrado todo lo que me proponía? Pero ¿quién había de creerla capaz de una resolución así? Yo me dejaba llevar del ejemplo de su madre, que no se movió, que no despegó sus labios, ni con una mala mirada se rebeló contra mí; y eso que acabé por matarla. ¡Como si los tiempos y los casos fueran los mismos! ¡Ciego, más que ciego! ¡Bestia, más que bestia! ¡Y pude recibir en mi casa a ese bribón, sin calarle las malas intenciones, y hasta metérsele a ella por los ojos, creyéndole rico y campechano!... Porque un hombre así era todo lo que yo ambicionaba paran ella: un hombre rico que la aceptara por pobre. Y no por su bien. ¡Por su bien!... Si sólo se tratara de llevármela de casa, ¿qué mayor ganga para mí? Un bulto menos y una ración que ahorrar; y a ver cómo no hacían de ella trizas y jigote escabechado, ¡bribona! ¡Pero resultar ahora que el currutaco ese que la levantó de cascos y se la llevó consigo y la encerró donde yo no puedo entrar para sacarla tiras del pellejo, es un tuno sin un real, listo como la pimienta, y con humos de gran señor!... ¡Lo que a mí más me ha espantado siempre! ¡Un sinvergüenza de esa estofa, que me reclamará, por de pronto, lo que yo no quiero ni debo darle, y mañana me devorará estas riquezas que no puedo llevar conmigo a la sepultura, ni esconderlas donde nadie las encuentre! En fin, que me dieron la tostada. ¡Y qué tostada!... ¡Tonto yo!... ¡pillo redomado él, y viles, infames y cochinas las leyes que le amparan contra mí!... Pero, señor, ¿por qué ha de haber esas leyes? ¿En qué justicia cabe que lo que yo tengo, que lo que yo gano, que lo que yo sudo, no ha de ser mío, mío solamente, y para nadie más que para mí? ¡Ah, pillos legisladores! Si tuvierais camisa que perder, ya pensaríais de otro modo; pero hacéis las leyes descamisados y hambrientos, y así salen ellas: encubridoras de ladrones... Mientras viva, ese granuja, invocando derechos que vosotros le habéis dado, meterá las uñas de raposo en mis bolsillos; y tras de arrancarme lo que es ya de su mujer desde que murió su madre, dará un tiento a lo que es mío, para sacar una tajada de ello a título de gananciales... ¡que no será poco, en gracia de Dios, si el demonio no me da tan buena maña para esconderlo, como la que me dio para adquirirlo!; y cuando me muera, volverá esa garduña, y levantará las tablas del suelo y las latas del desván, y revolverá todos los rincones de la casa penando que lo tengo escondido en onzas de oro... ¡En onzas de oro! Las onzas enterradas no producen ¡cochinote!, al paso que se dejan ver de ojos de zahorí ratero, como la ladrona de mi criada... ¡y como tú!... Y cuando más engañado se crea el grandísimo bribón, porque no halle barriles de monedas en que hundir los brazos hasta el codo, rebuscando aquí y allá, vendrá a abrir esa alacena, ¡esa! atestada de legajos; y comenzará a deshacerlos uno a uno; ¡y entonces sí que se relamerá de gusto, el gran canalla, al ver el caudalazo que representan y pensar en la vida regalona que podrá darse, y al fin se dará, con aquellas gotas del sudor y de la sangre del mismo corazón de este mentecato majadero... y más que estúpido....! ¡Oh, que no pudiera yo estar a aquellas horas a su lado, para hacer con los papeles una hoguera en el corral y asar al ladrón en ella!... ¡Leyes, leyes de bandidos! ¡Malditas sean por siempre jamás, amén! Yo quisiera ahora ser cien veces, mil veces, un millón de veces, más rico de lo que soy, para hacer unas leyes a mi gusto, o comprar a la Justicia y al rey mismo, para que no rigieran conmigo las que oprimen a los demás, y se me autorizara para colgar por el pescuezo al pillo ese, y a la taimada que le ayuda contra mí, y a todos sus encubridores y cómplices indecentes. ¡Mal rayo los parta, y a mí, por tonto, con ellos!

Aquí hizo el Berrugo, de repente, un alto en sus vueltas de torbellinos, y con la mano con que se acariciaba la barbilla, recorrió toda la cara y se restregó mucho las narices y los ojos. Estos le chispeaban, y tenía los pelos erizados y la boca muy reseca. Permaneció así un buen rato, como si le deslumbrara y le abstrajera alguna visión interna, o se hubiera desquiciado de repente la máquina de sus pensamientos. Ello es que presentaba todo el aspecto de un loco enjaulado. De pronto bajó otra vez la mano a la barbilla, y volvió a sus paseos circulares y vertiginosos.

-¡Y decir a Dios -pensaba mientras se movía- que esto de unas riquezas tan enormes, que parecería dicho vano a cualquiera; podría ser una realidad visible y palpable a la hora menos pensada! Porque él está allí; tan fijo, como yo estoy ahora abrasándome la sangre entre estos montones de miseria... Y no puede estar en otra parte; porque es imposible que mientan tantas señales juntas. Allí está, lo juraría, hacia lo hondo, entre lo oscuro; parte en cajones bien enzunchados; lo otro en pilas y a granel... pero mucho, ¡muchísimo!... ¡Y yo que a estas horas podía haberlo visto con mis ojos y palpado con mis manos, si no fuera tan gallina! El Lebrato decía verdad. Es una escalera aquello. Cincuenta veces lo he estudiado; otras tantas he tenido las piernas en el primer peldaño; pero la altura, la cabeza... el miedo, ¡qué demonio! me ha echado siempre hacia atrás... Y eso no puede averiguarse de otro modo... No hay hombre en el mundo que merezca tal confianza: el más honrado me engañaría. Sin ese temor, ya hubiera yo enderezado a Juan Pedro; y con temor y todo, he estado a pique de proponérselo... ¡Para él estaba! Después de visto y palpado por mí, ya será otra cosa. Ya sería aquello mío, y ya no podría engañarme cuando con él y con otros y por los medios seguros que yo dispondría con todo sosiego, se fuera sacando... ¡qué hermosura! No acabaríamos de ver filas de carros desde allá hasta Robleces en una semana, ¡y todos cargados de ello!... Después, aquí mismo, caja por caja... ¡qué curiosidad antes de abrirlas, y qué admiración, qué asombro, después de abiertas! ¡Qué correr mares de oro por el suelo!... Y ¡qué oro! De lo superior de entonces; no de este oro de pega que se usa, que tiene una mitad de alquimia. ¿Pues la pedrería suelta? ¡A celemines! ¿Y las joyas? ¡A montones! Para guardarlo, me daría el gobierno un batallón de civiles... y además dormiría yo sobre ello, por si acaso. ¡Qué colchón tan asombroso! En seguida iría comprando y comprando, aquí media ciudad, allá media provincia, y aún me quedarían tesoros bastantes para ser señor de honras y conciencias, después de ser tan poderoso como el rey más poderoso entre todos los reyes del mundo... Y no temieran esos personajes que yo fuera a disputarles la bambolla con mis lujos. Baltasar Gómez de la Tejera sería como ahora, y tan Berrugo como he sido hasta aquí, según me llaman mis cariñosos convecinos, a quienes parta un rayo. Me daría por satisfecho con ver llegada la hora de que anduvieran las gentes a mí gusto y se fabricaran las leyes a mi antojo. Porque esa hora habría llegado ya, y sin necesidad de que yo la llamara; en cuanto se oliera por el mundo que se apaleaban las onzas y los diamantes en este caserón de Robleces. ¡Vaya si conozco yo a los hombres, y sé lo que escasea el dinero entre ellos!... Pues repito que esto que doy por hecho no es soñar; que esto puede ser la verdad pura a la hora menos pensada: en cuanto a mí se me ponga entre cejas el empeño de vencer con una industria, que ya tengo bien ideada, ese recelillo que me queda... esta punta de miedo que me acomete en cuanto me arrimo allá y avanzo una pierna o la mirada fuera de lo seguro y firme... Porque insisto, porfío... ¡juro que él está allí, allí, esperando a que lo descubra con mis propios ojos!... porque no pueden descubrirlo otros que los míos... porque está destinado para mí, y para nadie más que para mí... y ha de ser mío, aunque para estorbarlo se juntara el cielo con la tierra...

Hasta muy cerca de aquí, ya había llegado el Berrugo, durante el verano aquel, muchas, muchísimas veces, con este mismo arrechucho; pero en la ocasión de que se trata, exaltado ya el hombre por el disgusto que había pensado digerir allí cuando cayó abismado en las honduras de su manía, avanzó con ella mucho más adelante; y llegó a ver tal cúmulo de demostraciones evidentes y de facilidades comprobadas que acabó por hablar a voces; y loco, loco de remate estaba, cuando oyó golpes en la puerta de su encierro. La sorpresa le volvió algo a la realidad de la vida; pero, recelando de todo, dudó si se haría el sordo o si respondería. En esta duda, los golpes se repitieron, y al fin se decidió a preguntar quién llamaba.

-Soy yo, si no molesto -respondió la voz de don Elías desde el portal.

Abrió entonces, estremecido y como si obedeciera a un impulso extraño, el supersticioso don Baltasar; y don Elías, que por su parte también iba bien espeluznado, se quedó suspenso al verle de aquella traza alarmante.

-¿Qué se le ofrece? -preguntó al médico, atravesándose en la puerta a medio abrir.

-Me dijo Antón, que salía al llegar yo a la portalada, que estaba usted aquí, y por eso he llamado sin subir; porque a usted es a quien vengo buscando.

-Y ¿para qué?

-Para una cosa que le interesa muchísimo.

-Pues dígala pronto, porque estoy de prisa y de mal humor.

-Si me permitiera usted -añadió don Elías pasándose el pañuelo por la frente para enjugarse el sudor- entrar un poquito más adentro... porque convendría que nadie se enterara.

El Berrugo, por toda contestación, dio un paso atrás sin soltar su mano del pestillo. Entró don Elías de medio lado; cerró el otro la puerta, y sin moverse de allí le dijo con la mirada:

-Ya está usted hablando.

Entendióle don Elías, y comenzó de esta suerte:

-Como la noche ha sido toledana para mí, levantéme con el sol; y no siendo esa hora la más a propósito para visitarle a usted, con la mira de hacer tiempo, bajéme a despachar la visita de Las Pozas, que no era larga, por mi cuenta; pero parece que el demonio se había metido allí de patas desde anteayer acá, porque no bien salía de una casa, ya me estaban llamando para otra... Yo no sé si los higos, que no escasean este año, o la mucha mora que hay por esos bardales... porqueriucas de nada; pero ello es que con tanta visita y un rato que pasé en la última de ellas para tomar una taza de leche, que buena falta me hacía, porque estaba en ayunas, se me fue más de media mañana.

-Y a mí ¿qué me importan esos higos ni esas moras, ni esa taza de leche, ni que se lleven los demonios a todo el barrio de Las Pozas? -saltó el Berrugo impaciente y con un gesto y una voz que flagelaban.

-Quería decirle a usted -replicó don Elías humildemente- que por esa razón, y por lo que he tardado desde Las Pozas aquí, aunque he venido a escape y sin tropezar con alma nacida, no me ha sido posible avistarme con usted tan pronto como yo deseaba... Voy a entrar al punto en materia, señor don Baltasar, que ya veo que está usted muy impaciente. Pues, señor, que, como le dije a usted hace un momento, esta última noche fue toledana para mí. La médica se puso como para quedárseme entre las manos; a las chicas les dio la ventolera también, y armaron cada catacumba que temblaba la casa; la cena fue mucho peor que todo ello, y, resultado, que a las altas horas logré un poco de sosiego y me metí en la cama: por supuesto, para no pegar los ojos. Que vuelta acá, que vuelta allá y que vuelta al otro lado, en una de ellas ¡zas!... la linterna a los ojos, y mi hermana detrás de ella.

Aquí dio un salto el Berrugo; y por más que tosió y carraspeó para disimularle, no lo hubiera conseguido a no estar ya don Elías enteramente espeluznado, y absorto en la ilación de su relato, que continuó de esta manera:

-Acordándome de la otra vez, dí por hecho que iba a ser cosa de otro viaje a la llosa Grande, en ropas menores y descalzo, y traté de incorporarme; pero me hizo señas para que me estuviera quedo, y en seguida, con su voz, con su misma voz, con la voz que tuvo en vida y yo recuerdo muy bien, aunque bajito, muy bajo, y muy arrimada la boca a mi oído, me dijo... ¡por estas cruces se lo juro a usted, señor don Baltasar! me dijo: «Elías, dile a ese hombre, que está donde él ha creído; que suyo es, que no tarde y que no tema». Con eso apagó la luz, y se desvaneció ella también.

El pestillo de la puerta, bajo la mano temblorosa del Berrugo, repiqueteaba en su retenedor; y no con toses, con alaridos disfrazaba el supersticioso la crispatura en que le había puesto la declaración del otro visionario. Pues aún halló en los rincones de sus adentros roñosos, un poco de ironía burlona para decir a don Elías, que se había quedado con los ojos encandilados y la frente bañada en sudor:

-Pero, alma de Dios, ¿cuándo acabará usted de ver visiones y de jeringar al prójimo con los relatos de ellas?

-¡No hay tales visiones, señor don Baltasar! -replicó el médico irguiéndose inspirado y atrevido.

-¡Quite usted allá! -añadió el otro, empujándole hacia la puerta.

-Y «ese hombre» -insistió don Elías haciéndole frente-, «ese hombre» a quien se refería mi hermana, es usted, por todas las señales.

-¡Vaya usted con doscientos mil demonios, y no me rompa más la cabeza con sus majaderías!

Y al mismo tiempo que le lanzaba estos improperios, con una mano abría la puerta y con otra le arrojaba del cuarto.

En seguida que se vio solo, volvió a cerrar; corrió hacia la mesa, y cayó desplomado en una silla con los ojos fulgurantes, la boca entreabierta, los brazos en cruz y las piernas estiradas.

Entre tanto, don Elías, limpiándose el sudor de la cara con el pañuelo salía a la calle al rayar el mediodía, sin sospechar, el desdichado, que a aquellas horas era el único viviente del barrio de la Iglesia que no sabía una palabra del suceso gordo ocurrido la noche antes en aquella misma casa.

¡Él, que se descuajaringaba y desvivía por correr un mal chismuco antes que nadie!




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- XXXI -

«Por do más pecado había»


A la hora convenida con el Lebrato, y después de decir misa, estaba don Alejo en la barquía, con un chaquetón negro y un galero, negro también y también viejo, porque el chaquetón lo era: únicas prendas que llevaba encima, diferentes de las de todos los días. Llevaba muchas cosas que contar; y con la promesa de ir haciéndolo por el camino, agarró la caña del timón; bogaron el Lebrato y Pedro Juan, y comenzó la barquía a deslizarse por la Arcillosa adelante. Estaba la mañana como la mejor de primavera, y esto acababa de transportar al animoso párroco a los buenos tiempos de sus aficiones de «pescador de altura», como él se llamaba a sí propio con gran énfasis. Para explotarlo todo y no perder el tiempo, en cuanto desembocó en la ría largó un aparejillo de sereña, de su propiedad, cuyos anzuelos había encarnado poco antes; y así las cosas, remando firme el Lebrato y Pedro Juan, y avanzando mucho la barquía, dio principio el cura a sus relatos, mientras gobernaba con una mano y sacudía blandamente con la otra el aparejo tendido.

Lo de Inés se había arreglado tan puntual y guapamente como lo tenía calculado él. Estaba ya bien libre, la pobre, por todos los días de su vida, de caer en la infame ratonera de que se había escapado por un milagro de Dios. En otra, harto más llevadera, la encerraría él muy pronto, y en buena compañía. ¡Que fuera la Galusa a hincarla las uñas allí! Había sido muy de notar el sosiego con que recibió el Berrugo la notificación del depósito de su hija. Refirió también lo que sabía de los pasos dados inútilmente por las gentes de la casa, y, bien a la fuerza, por la autoridad, en busca de la fugitiva; y aseguró que Marcones, al encararse con él, había sido bien despachado.

Al Lebrato le pareció todo ello muy bien, y Pedro Juan habló un poco para ratificarse en su conocido dictamen del canto al pescuezo, por lo tocante al Berrugo.

-No se quedará sin él, aquí o allá, si le merece -dijo el cura-; que Dios consiente y no para siempre. Y ahora va lo mejor de todo lo acontecido ayer en la casona. Parece ser que el Berrugo se encerró en su leonera de abajo, en cuanto ocurrió lo del juez municipal; y que mientras estuvo encerrado allí, entre la tía y el sobrino, que andaban en conciliábulos arriba, llegó a armarse tal zipizape, que al fin se echaron las uñas. Según Luca, que lo oyó, la cosa se fue encrespando sobre quién de los dos había tenido más culpa en que la tajada se les escapara de los dientes. La moza se asustó; y viendo que no subía su amo, aunque ya era bien pasada la hora de comer, bajó a llamarle con ánimo de que pusiera paz entre aquellos dos demonios que andaban ya muy cerca de rodar por los suelos. Golpeó a la puerta, pero el hombre no respondía; golpeó más, y tampoco; hasta que en fuerza de golpear y golpear y de decir a gritos, por el ojo de la cerradura, que se mataban arriba, destrancó el Berrugo, abrió y se presentó delante de la muchacha, con una traza que metía miedo: con los ojos encandilados, las cejas erizadas, el poco pelo hecho una greña, y el color de la cara, de difunto. Preguntó, como espantado, quién se mataba; respondió Luca lo que ocurría; y después de decir él que ojalá fuera verdad, emprendió para arriba con todo el aire de un demente. Guióse por el ruido de la marimorena y se encontró en el cuarto de la Galusa al sobrino y a la tía, hechos un ovillo, rodando a los pies de la cama: él con la cara desollada a arañazos, y las dos manos en el pescuezo de ella, que ya enseñaba los gañotes y se la saltaban los ojos, mientras retemblaba la casa con maldiciones y blasfemias. El Berrugo no se anduvo con chiquitas: sin decir una palabra, pero con todas las trazas de recrearse en ello, y no para poner paz, sino para acabar cuanto antes lo comenzado, puntapié va a la una, bofetón al otro, silletazo por aquí, garrotazo por allá; hasta que alzándose los dos de repente, y como si un odio común los hubiera puesto de acuerdo, empréndenla con él, hechos dos furias; y allí, Pedro Juan, hubiera fenecido el desdichado sin necesidad del canto tuyo, a no llegar Antón, que volvía de levantar un vallado en una heredad de la llosa Grande, y meterse por medio, con la ayuda que entonces se atrevió Luca a prestarle. Separados los tres combatientes, que parecían, por lo erizados y gruñones, tres perros vagabundos después de una engarra, lo primero que ladró el Berrugo, porque aquello no se parecía a voz humana, fue para decir a la tía y al sobrino que salieran inmediatamente de su casa, para no volver jamás a poner los pies en ella. Dio esto motivo a una nueva encrespadura de la fiera, que reclamaba sus soldadas y alegaba otros derechos que eran un escándalo y, en buena justicia, merecían la recompensa de un presidio para la reclamante y para el reclamado; y como éste conservaba aún en la mano el garrote que había cogido antes en un rincón del cuarto para esgrimirle, como le esgrimió, sobre el ovillo, y se disponía a esgrimirle nuevamente sobre la provocadora, armóse el terne criado de resolución; echó del cuarto a empellones, pocos, pero buenos, a la tía y al sobrino; llevó a éste medio en volandas hasta la calleja; púsole encarado a Lumiacos con la advertencia, muy en serio, de que tomara soleta por allí y sin mirar hacia atrás; volvióse arriba, y se encontró a la Galusa amarrándose las greñas en mitad del carrejo, y jurando, entre aullidos, que en cuanto acabara aquella labor y se calzara unos zapatos, iba a largarse de casa, pero para ir a la del juez y encausar aquel ladrón de soldadas, mal padre y peor marido. Y así lo hizo poco después. Se largó de casa con un lío al brazo, a medio tapar con las puntas de un chaluco lleno de lamparones y pispajos.

A todo esto, el Berrugo, sin querer probar bocado ni soltar de la mano el garrote, se había puesto a dar vueltas por la sala; y dando vueltas y más vueltas, sin hablar una palabra, mirando sin saber a qué y estremeciéndose a lo mejor de repente, se pasó hasta media tarde. Entonces empezó a mascullar algunos dichos que no se le entendían bien, y en dos ocasiones se plantó encarado a la pared; hizo muy arriba de ella una raya con el palo, y dijo muy claramente: «Lo menos, ¡hasta aquí! ¡Qué hermosura!» Otra vez dijo, muy claro también: «Con quince brazas hay de sobra, y ya sé de dónde sacarlas». Y después de decir esto, sin reparar siquiera en los dos criados que andaban casi arrimados a él y mirándole de hito en hito, bajó a escape al cuartón del estragal; descolgó todas las cuerdas de carro que había allí; las fue anudando una con otra; atesó bien los nudos; midió las brazas que daban entre todas; le parecieron bastantes; y haciendo después con la cuerda entera una madeja muy curiosa, se la echó al hombro, se metió en el cuarto del portal, que es su leonera, y allí quedaba encerrado media hora después de anochecido, que fue cuando vino Luca a mi casa a contarme todo lo que os he contado y a pedirme mi parecer. Porque la moza ha llegado a cogerle miedo, y no sabe qué partido tomar: si largarse de casa, o seguir allí por caridad, hasta ver en qué para aquello. Quedéme asombrado, como podéis suponer, y la aconsejé que se aguantara, con ciertas precauciones, sobre todo de noche, un par de días siquiera, si Antón se aguantaba también. Suponía yo, y sigo suponiendo, que todo aquello no es más que un arrechucho ocasionado por lo de Inés, y un poco más encrespado por la zurribanda del mediodía. Es la primera vez en su vida que le sale el tiro por la culata; el hombre es malo a toda ley, y pierde los estribos de coraje... Hoy no he sabido cosa alguna de él. Al pasar para Las Pozas, quise preguntar; pero vi la casa muy cerrada y hallé la portalada trancada por dentro: supuse que estarían durmiendo todos... y no sé más. Conque ¿qué os parece la historia?

De perlas les había parecido. Por saborearla mejor, hasta se habían descuidado en la rema mientras el cura la contaba.

-Siempre pensé yo -dijo el Lebrato- que ese hombre había de acabar de mala manera... Porque, por mi cuenta, ya está loco.

-Y si lo de la cuerda -apuntó el Josco- fue pa colgase con ella, permita Dios que no güelva en sus cabales.

-Sobre eso de la cuerda -dijo el cura dando un tirón muy fuerte del aparejo, pero sin trabar nada en él, aunque la picada había sido buena-, sobre eso de la cuerda, desde que Luca me contó que Antón había dicho que el médico, el otro visionario, había estado encerrado con él en la leonera, tengo acá ciertas sospechas de que esté relacionado con su manía, lo cual no tendría nada de particular. Pero no hay miedo que haga un disparate; porque es hombre que, cuerdo o loco, tiene mucha ley a su pellejo. Lo indubitable hasta la hora presente, es que le ha llegado la suya, y que se ve la mano de Dios encima de él amenazándole con el castigo que le espera...

-Mucho tiene -observó el Lebrato-; pero a cambio de ello, no quisiera verme en su lugar.

-¿En el pellejo de ese hombre? -exclamó el Josco estremecido-. ¡Recoles! ¡moro relajao primero!

En éstas y otras, anduvo la barquía más de otro tanto; y el cura, dale que dale a la sereña y encarna que encarna anzuelos, y no embarcó más que dos panchos y una lobina, que no pesaban en junto medio cuarterón. Más adelante ya tuvo mejor suerte en su cacea: pescó dos mubles de a libra, y una porredana de tres cuarterones bien corridos. Todo, por supuesto, para entretener sus impaciencias hasta llegar al «pozo grande», donde no se mataba el hambre de unas aficiones como las suyas con parvidades como aquéllas.

Un poquito de resaca había en la barra cuando se disponían los expedicionarios a pasarla, pero sin malicia. La mar estaba noble, los horizontes limpios como la plata, y el nordeste apuntando. Lo peor era que con la charla y la cacea, y algo que se había descuidado el cura después de misa, cuando entraba la barquía en la mar estaban al caer las diez: media mañana perdida para la pesca, y la marea despuntando ya. Como que don Alejo sintió cierto ruborcillo profesional al presentarse tan tarde delante de hombres del oficio, más madrugadores que él, que pescaban en dos barquichuelos parecidos al del Lebrato, al socaire de la isla: precisamente en el sitio de sus preferencias. Así y todo, gobernó hacia allá, pero con ánimos de comenzar la pesca a medio camino, de acuerdo con el parecer de Juan Pedro.

-Pues bogar firme vosotros -dijo-; que yo iré encarnando por los tres, y ese tiempo ganaremos.

A los diez minutos de esto cesó la boga y comenzó la pesca. El Lebrato había conocido ya las barquías de la isla. Las dos eran de San Martín.

Entre si muerden o no muerden, y si sería peor o mejor un poco más acá o un poco más allá, pasó cerca de media hora; y ya iban a hacer otra impuesta, más hacia la isla, cuando el Josco, que pescaba por la banda de tierra, exclamó de pronto:

-¡Coles! ¿Qué es aquello?

Volviéronse hacia Pedro Juan su padre y don Alejo; y siguiendo la dirección de la mirada del asombrado mozo, distinguieron en el peñasco de enfrente un poco a la derecha del boquerón del Pirata, como a la mitad de distancia entre la cornisa y la imposta de la fachada de aquella mole llamada por el Lebrato «a modo de torre grandona», y a más de sesenta pies sobre el mar, algo que, desde allí, parecía un hombre abierto de piernas y de brazos, adherido a la peña como una garrapata. Reparando más, vieron que la figura se movía tan pronto hacia un lado como hacia otro, hacia arriba como hacia abajo, cual si vacilara y temiera. De pronto se llevó el cura las manos a la cabeza, y exclamó horrorizado:

-¡Santísimo nombre de Dios! ¡Armar, hijos, esos remos, y vamos hacia allá, que es él!

-¿Quién? -le preguntó el Lebrato, que parecía adivinar la respuesta.

-¡Quién ha de ser -respondió el cura sin apartar la vista de la peña- sino un hombre dejado de la mano de Dios, como ese desdichado! Y ¿cuántos hombres de esos conoces tú, Juan Pedro, más que uno... tu amo?

-¡Válgame Jesús! -exclamó el Lebrato acabando de encapillar el estrovo, y al mismo tiempo que su hijo, dispuesto ya a dar la primera estrepada, exclamaba por su parte:

-¡Recoles, qué hombre ese!

-Y ¿aónde vamos? -preguntó el Lebrato, acelerado y trémulo.

-¡Qué sé yo! -respondió el cura, sentándose al timón, pero sin dejar de mirar a la peña-. Por de pronto, hacia allá, a acercarnos todo lo posible... porque ese infeliz está gastando las fuerzas sin adelantar un paso... y va a caer sin remedio.

-¿Y qué adelantaremos con ir -repuso Juan Pedro sin dejar de bogar con brío- si la barquía no puede atracar hasta debajo de él? ¿No ve usté que está escripío de peñas al reador, en más de tres brazas de anchuras, y cómo rompe la mar allí? Si cae, señor don Alejo, se desnuca, lo primero; y lo que de él quede, se lo tragará la rompiente en un decir Jesús.

-Pos caer, cae, y sin tardar mucho -dijo Pedro Juan con gran aplomo.

-Sea lo que fuere, suceda lo que sucediere, hay que acercarse allá y discurrir un modo de prestarle algún auxilio... Malo es, malo ha sido; pero es hijo de Dios como nosotros... ¡Hala más, Juan Pedro!... ¡hala tú también de firme, muchacho!... Y no estaría de sobra que aquellos otros acudieran también...

«Aquellos otros» eran los de las barquías de San Martín, a los cuales comenzó a llamar con el pañuelo el cura, puesto de pie.

-¡Virgen María, qué demencia! -continuó exclamando y con la mirada fija otra vez en el peñasco-. ¡Y allí está como una lapa, sin subir ni bajar, el desdichado, acabando con las pocas fuerzas que le quedarán! Pero, hombre, ¿no habría medio de darle ayuda por alguna parte? Quizás por arriba...

-Sería tanto como despeñarse los dos, él y quien bajara a ayudarle -replicó el Lebrato-. Pero anque eso se arriesgara uno a hacer, ¿por ónde se va pa llegar antes que él se despeñe? Si tuviera un poco de serenidá, echándose hacia la izquierda pa ganar el balconuco, como yo le dije dende aquí mesmo un día... ¡Santo Dios! -exclamó aterrado de pronto el pobre hombre-. ¿Si con aquel dicho habré tenío yo parte en esa barbaridá de locura?... Pero, señor, yo lo dije por decir, y por mí mesmo, que soy capaz de hacerlo como lo dije... no por él, bien lo sabe Dios que nos estaría escuchando.

-No te apure ese temor, Juan Pedro -se apresuró a decirle el cura para desvanecerle el escrúpulo-, aunque no te afirmaré que el desventurado no haya tenido en cuenta tu dicho en medio de su locura para atreverse a cometer la que está cometiendo ahora; pero ¿qué culpa tienes tú de que haya un hombre, tan desatinado, que tome al pie de la letra esos dichos, sin distinguir de colores?

-Quien ahí le ha puesto -apuntó grave y secamente Pedro Juan- no ha sío el dicho de usté ni el de naide; que ha sío, o el demonio, o que le cegó por la cubicia que le consomía, u Dios, que quiere que las pague toas juntas de ese modo...

Avanzó la barquía un poco más; y según iba aclarándose la figura, iban enmudeciendo los que la contemplaban; porque a la vez crecía lo terrible y solemne del espectáculo.

De pronto se oyó un grito agudo y lamentoso, como si saliera del fondo de una sima; y el hombre de la peña se desprendió de sus asideros y cayó precipitado por su propio peso; pero no hasta la mar, sino, con grandísimo asombro de los espectadores, hasta cuatro o seis varas más abajo, donde se quedó oscilando y con la cara vuelta hacia la barquía.

-¡Coles... la cuerda! -exclamó Pedro Juan, mientras los demás estaban como petrificados-. ¡Ya está visto pa qué la quería!

Efectivamente, el Berrugo (porque ya no cabía duda que era él) estaba amarrado por debajo de los sobacos con una cuerda sujeta arriba por el otro extremo. La cuerda, buscando su aplomo al caer el cuerpo que sostenía, se apartó hacia la derecha del camino que llevaba don Baltasar, y éste se halló debajo de la imposta, enfrente de la parte más lisa y cóncava de la peña, oscilando en el aire sobre un fondo sombrío y viscoso, y tejiendo con brazos y pies, como sapo en estaca. Horrorizaba verle así.

O porque distinguió a la barquía, o porque el instinto de conservación se lo impuso, sucedió que el desdichado comenzó a dar alaridos y a pedir ayuda en todos los acentos que caben en los registros del espanto y de la desesperación.

El cura, sin saber qué hacerse, como los otros dos, se descubrió la cabeza y se puso a rezar por él.

-No hay poder humano que le ayude -dijo al mismo tiempo el Lebrato-. Otro, en su pellejo, se esquilaría por la cuerda; pero ¿de qué le ha de servir a él, que desde mucho más arriba, onde tenía apoyo pa los pies, no pudo aprovecharla pa ayudase con las manos tan siquiera?

-Sea lo que sea -exclamó el cura dejando de rezar, pálido y demudado-, acerquémonos más; y ya que no podemos salvarle la vida, hagamos algo por su alma.

Anduvo la barquía hasta acercarse tanto a las rompientes, que don Baltasar conoció a los que iban en ella. Lo demostró con un grito de júbilo.

-¡Dios os envía!... ¡Don Alejo!... ¡Hay Dios!... ¡Ya creo en Él... y en su misericordia!

-Por la cuenta que te tiene ahora -murmuró Pedro Juan al oír aquellas voces que parecían de un alma en pena.

-Bien está eso, señor don Baltasar -gritó el cura con la poca voz que le dejaba su angustia-. Pero no deje también de creer en su justicia... y mire, mire... nosotros vamos a hacer por usted todo lo que humanamente se pueda; pero, por si no alcanza, prepárese para una buena muerte...

-¡Eso no! -gritó el Berrugo pataleando allá arriba-. ¡Yo no quiero morir! ¡Yo estoy en sana salud y quiero vivir todavía!

-Y entonces, ¿por qué se puso tan en peligro de perecer, como se ha puesto por su gusto?

-¡Yo no me puse!... ¡Yo no sé por dónde ni cuándo he venido aquí!... ¡Yo he debido estar loco!... Agarrado a esta peña allá arriba, me ha despertado el espanto... ¡Por compasión!... ¡por caridad!... ¡ayúdenme, ampárenme... y pronto, que la cuerda trisca, y es de esparto viejo lo más de ella... y ya se me turba la vista... y me van faltando las fuerzas!...

De pronto se le ocurrió al Lebrato que se le podía socorrer desembarcando en la playuca, y corriendo luego a tirar de la cuerda desde arriba. Pero había media hora hasta la playuca, y otro tanto por tierra, y la cuerda flaqueaba ya, y el hombre no parecía estar más firme que la cuerda.

-No importa -respondió el cura-; es el único recurso, y hay que intentarle...

En esto llegaron las dos barquías, cargadas de hombres con el horror pintado en las caras; y al triste son de los alaridos cada vez más lentos y apagados del infeliz Berrugo, les comunicó don Alejo su proyecto. Una de las barquías podía quedarse allí para animar con su presencia al agonizante, y las otras dos ir con sus hombres a auxiliarle por la playuca. Se convino en ello; partieron a toda fuerza de remo las barquías de San Martín hacia la playuca, y don Alejo se lo gritó a don Baltasar para darle alientos.

-¡Es tarde ya! -respondió el mísero, con la cabeza caída y los miembros lacios-. Me va faltando la vida; y la cuerda, que me ahoga con mi propio peso, trisca cada vez más.

-¡Hay que intentarlo, con todo! -dijo el cura; y añadió en seguida-: Y mire, don Baltasar: como antes le dije, por si acaso tiene usted razón, prepárese para una buena muerte... Haga un acto de contrición. ¡Mire que otros en mejor salud han fenecido!... ¡Mire que voy creyendo que para algo me trajo el Señor aquí hoy!...

No se sabe si respondió algo don Baltasar y no dejó oírlo el incesante machaqueo de la resaca; pero está fuera de duda que volvió a patalear entonces; porque esto se vio.

El Lebrato daba diente con diente, sin apartar sus ojos del espectáculo, y su hijo, contemplándole también sin cesar, estaba como electrizado. Don Alejo, impaciente y conmovido, mirando tan pronto a don Baltasar como a las barquías, que no andaban tanto como su deseo, continuó amonestando al moribundo, pues por tal le consideraba; y al ver que no le respondía, y que cada vez inclinaba más la cabeza y eran sus movimientos más débiles, recitó la oración de los agonizantes, arrodillándose los tres en la barquía; y luego, levantando el brazo derecho y clavando los ojos compasivos en don Baltasar, bendíjole, y rezó con voz vibrante y solemne:

-Si es bene dispositus, ego te absolvo a pecatis tuis, in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

En aquel mismo instante se oyó un trisquido y también algo como lamento, y se vio a don Baltasar precipitarse rápidamente, con las piernas y los brazos extendidos, como una rana que se lanza al charco, desde la altura en que oscilaba moribundo de horror y de fatiga, al erizado peñascal, en cuyas puntas rebotó dos o tres veces antes de desaparecer entre las revueltas espumas de la resaca.

El Lebrato y el cura lanzaron un grito. El Josco se echó hacia atrás, pálido como la pechera de su camisa; y los tres contemplaron, consternados, cómo se enrojecían las espumas del agua que batía las peñas entre las cuales había desaparecido don Baltasar.

El cura volvió a hincarse de rodillas; y mirando al cielo le elevó esta súplica, como recomendación del alma del desdichado:

-Suscipe, Domine, servum tuum in locum sperandae sibi salvationis a misericordia tua.

Era imponente y aflictivo aquello; y aún lo fue más cuando al ver los del barquichuelo flotar el largo pedazo de cuerda que había caído a la mar con el mísero despeñado, se lanzaron, con riesgo de sus vidas, a cogerle; y tirando de él don Alejo y remando los otros dos hacia afuera, apareció, casi a flote y remolcado por la barquía, el ensangrentado cadáver con el cráneo deshecho y los miembros destrozados.

Polanco, agosto-octubre 1888.





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