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Las cuatro estaciones. Dualidades en el oficio de la escritura

Karly Gaitán Morales





Hoy regreso a mi oficio siempre compartido de escritor.
Siempre lo compartí con algo. Periodista, editor, profesor, político.
De ninguno de ellos me arrepiento y del político menos.


Sergio Ramírez
Del libro Señor de los tristes/Oficios compartidos
               


Después de muchos años dedicados al minucioso mundo de la política, a la gestión cultural y la educación -en los que han florecido la palabra locuaz y la elocuente oratoria- entre otros ricos oficios, Sergio Ramírez retorna a la escritura como principal actividad cotidiana, para ser esencialmente un escritor, aunque escribir no lo aleja de las realidades políticas o de la parábola irónica demostrada en sus ensayos y artículos -modelos que pueden apreciarse en pleno en su columna Prosa Profana de la revista Magazine, publicación mensual del diario La Prensa de Nicaragua- pero sí de la rígida militancia de un partido, de una ideología absoluta o de una actividad y calendario estático, para sumergirse en los suntuosos y siempre en movimiento océanos de la literatura.

Sin embargo, como figurante político y misionero de las relaciones internacionales siendo vicepresidente de Nicaragua en los años ochenta, conoció, intercambió autógrafos y afanosas conversaciones sobre arte y cultura con distintos personajes de nivel mundial que gestionan, producen y crean las artes, adquiriendo en aquellos momentos suficiente material para desarrollar con gran maestría la técnica de las «mentiras verdaderas», como se titula su libro de ensayo sobre el oficio de la escritura. Tanto es así que hasta ha recreado un magnífico episodio de una visita oficial que hizo a Varsovia, en su novela Mil y una muertes. El fruto de esos viajes y esas relaciones sociales con escritores y grandes personajes de la cultura, el autor lo ha definido en más de una ocasión como la «oportunidad máxima», gracias al trabajo como representante de Nicaragua.

Su necesario y urgente hábito de escribir fue compartido durante sus incipientes años, convertidos luego en sus mejores años, con las otras caras o cuatro estaciones que una vida como la suya ha podido generar. De todo ello nos refiere en esta ocasión, con algo de nostalgia, un poco de regocijo y ni una pizca de arrepentimiento.


Estación primera: El periodista

¿Qué tanto podía alejarlo a usted el periodismo de la literatura? Muchos periodistas creen que los dos oficios no representan una dualidad, sin embargo, haciendo literatura ejercemos periodismo y escribiendo reportajes, crónicas y entrevistas salpicamos todo de literatura.

Lo de escritor y periodista se compartía en mi vida. Sí, era una dualidad porque el oficio de escribir para los periódicos nada tiene que ver con la literatura. Muchas veces se juntan quizás porque se teclea con los mismos dedos y un oficio va a desembocar en el otro. Pero cuántos periodistas hay que no tienen nada que ver con la literatura, son ignorantes de la literatura y a lo mejor son muy eficaces. Un buen periodista debe acercarse al género literario que se puede alcanzar hasta en la crónica deportiva, como Edgard Tijerino [destacado y famoso cronista deportivo de Nicaragua] que tiene su estilo. Pero el oficio de periodista y editor son los que vi siempre muy juntos, más como editor que como periodista viví esa dualidad.




Estación segunda: El editor

¿Y como editor vivió algún tipo de dualidad? ¿Cómo podría decir usted que compartió su oficio de escritor con la edición si puede entenderse que no es necesario compartirlos, pues en sí van casi juntos?

Comencé a ser editor cuando hice la revista Ventana en León estudiando Derecho. O desde antes: cuando estaba en secundaria en el Instituto de Masatepe hacíamos una revista, dirigí una revista, mejor dicho la dirigía mi madre que era la directora del colegio, pero allí hice mis primeras armas de revistas y hacíamos periódicos estudiantiles. Me congracié con la tipografía desde que tenía trece o catorce años porque iba a las imprentas de Masaya y de Diriamba, que es donde había imprentas más próximas a mi pueblo e iba a dejar los materiales para armar. Era una labor de edición: escogía las letras, las columnas, aprendía con el tipógrafo.

Al momento de escribir, si iba a hacer una crónica o un reportaje, ¿cómo vivía esa dualidad? A veces el periodista escribe informando y termina haciendo piezas literarias, pero periodísticas. ¿Cómo era esto para usted?

Escribía y editaba. Escribíamos de todo para el periodiquito: crónicas deportivas, editoriales, noticias, artículos y allí aprendí el arte de lo que es editar realmente, porque se levantaban en imprentas, ni siquiera había linotipo, se levantaban a mano las columnas, entonces del material que estaba armado me decía el tipógrafo: «Mire, esto sobra, no le va a caber en el marco». Entonces tenía que hacer lo que se llama editar, que es cortar, para que las cosas quepan y hay que seleccionar bien, tener el punto.

¿Y qué pasaba al editar lo propio?

Por lo menos no sólo yo escribía, no sólo mis trabajos eran sacrificados, pero ese es el arte de editar, cortar. Si no, no cabe. Y ese entrenamiento ya lo llevaba cuando llegué a León y empezamos a hacer la revista Ventana, que apareció en 1960. Para entonces era una labor tipográfica y creativa, porque en la imprenta donde la trabajábamos era muy comercial, donde hacían de todo, desde etiquetas de la Kola Shaler a facturas, allí en medio del movimiento hacíamos esta revista literaria. Los tipógrafos experimentaban conmigo y les gustaba porque metíamos colores, ellos tenían bonitos tipos de letras titulares, capitulares, entonces iban a sacar las que no se usaban, algunas quedaban muy floridas, era una experimentación tipográfica, por eso le digo que esto para mí estaba ligado: la tipografía, la edición, estaban ligadas a la literatura.

Y en cuestión de estilo, a la hora de escribir estos trabajos literarios y periodísticos en una revista literaria ¿representaban una dualidad, confundía los estilos o los separaba muy bien?

No, no era cambiar de estilo para uno o para lo otro. Eso estaba más que ligado, más bien fundido. Porque incluso en las poesías que se publicaban en Ventana se experimentaba con la tipografía, la forma de colores en las letras o en hacer caligramas. Eso no era una cosa nueva, porque eso la generación de la vanguardia francesa tomaba antes y hacían estas cosas, hacer caligramas y gráficos con las palabras, todo lo que era experimental. Y en cuanto a edición literaria no tocábamos nunca los escritos ajenos. Los nuestros a veces vivían esas transformaciones, las tenían que sobrepasar y sobrevivían muy bien.

¿Cuando usted se sentaba a escribir se sentía escritor o periodista?

No me sentía periodista, veía la revista como un instrumento de literatura, no como ninguna otra cosa. Y las otras cosas editoriales que hacía en la universidad, me pagaban por eso. Hacía La Gaceta Universitaria, que era un boletín de información de la universidad, esto lo veía como un accesorio. Y todo el proceso de llevar los materiales a la imprenta, corregir las pruebas, hacer el trabajo de diagramado de la página, edición, todo eso no lo veía como un fin en sí mismo para mí sino como un medio, así lo consideraba, porque mi trabajo esencial era la revista literaria.

¿Tomaba entonces la literatura como arte y el periodismo como herramienta?

Sí, exactamente como usted dice, porque tal vez no era sólo editar sino escribir notas, una conferencia en la universidad, que llegó un profesor a un auditorio, las matrículas, todo eso lo hacía en La Gaceta Universitaria, y cuando llegué a ser secretario de la universidad escribía boletines de prensa. Sabía redactar una nota, la concesión que una nota tiene, lo que la nota tiene que decir, pero claro, el arte de redactar está emparentado con el arte literario, obviamente. Podríamos decir que yo redactaba y escribía, que son dos cosas distintas, las manejaba muy bien diferenciadas y a la vez juntas.

En este caso como editor de revistas y boletines, pero, ¿como editor de libros?

Empecé a ser editor de libros en León, también con la revista. Publicábamos materiales buenos, a poetas excelentes, publicamos diez o doce poemarios porque comenzamos a realizar unas ediciones que se llamaban Ediciones Ventana, porque como ya estaba formado el bloc, con ese mismo plomo se hacía la plaqueta y empezamos a hacer estos libros, pero claro, después mi verdadera labor de editor de libros fue cuando fundamos la Editorial Universitaria Centroamericana en 1968 y para eso sí me entrené profesionalmente con un editor que hacía todo, excepto corregir las pruebas, pero al principio yo diseñaba el libro, las colecciones, los tamaños de los libros, las cajas, los tipos de letras y las carátulas.

Las tapas de los libros de la Editorial Universitaria (EDUCA) las hacía experimentando con fotografía, tipos de letras. Me río cómo ahora toda la tipografía de carátula se hace con la computadora. En ese tiempo era complicado porque había que generar los títulos que se hacían de esas hojas de letras que se despegaban, unas de un material de hule que se tenían que ir pegando letra por letra para formar los títulos y luego hacer trabajo de laboratorio fotográfico. Aprendí a hacer eso muy bien, armaba el libro. Yo era el autor del libro como producto artístico, físico. Era un trabajo de carpintería hacer libros.

¿Cómo vivía el hecho de ser editor de libros y escritor? ¿En el momento de escribir iba usted seleccionando en la mente o adivinando lo que el futuro se tenía que cortar o prefería escribir libremente sin pensar en eso que tendría que suceder?

Para mí era un objetivo artístico editar libros, aunque no fuera mío, claro, en la editorial yo no podía publicar, así que no viví en pleno eso. Es una ética elemental, no podía publicar mis libros ahí. Mi primer libro que publiqué fuera de Nicaragua es la novela Tiempos de fulgor, salió en la Editorial Universitaria de Guatemala, pero yo mismo hice el libro en una imprenta de la Universidad de San Carlos. Tenía una linotipia que no había en la Universidad de León de Nicaragua y ese libro lo hice con los tipógrafos en Guatemala. Y diseñé la portada, hice un libro precioso, un libro lindo como obra de arte, es la primera edición de Tiempos de fulgor. Es un arte hacer esta parte de la edición. Entonces con Tiempos de fulgor viví el proceso de haber escrito el libro, de corregir fuente, caja, porque era del tamaño ortodoxo el que ese libro tenía y luego hacer la carátula, además diseñarlo, los blancos, los capítulos, las letras capitulares, todo.

¿Acaso sentía que estaba siendo más editor que escritor, no pensó que se le desviaba el objetivo o que le estaba comenzado a gustar otra cosa?

Nunca pensé que iba a ser editor. Lo que pasa es que cuando creamos la Editorial Universitaria Centroamericana, yo era secretario del CSUCA y no podía ser el director de la editorial, entonces llamé a Ítalo López Vallecillo, que dirigía la Editorial Universitaria de El Salvador, allí tenían buenos equipos y me metía más de lo que un secretario general de un organismo universitario se debería haber metido. Pero lo hice porque ésa era mi vocación, las letras, hacer los libros.




Estación tercera: El profesor

¿La literatura ha representado una dualidad para usted como profesor de universidad?

Poco. Porque yo lo que enseñaba era literatura y daba talleres literarios, así que lo he visto como una extensión de mi oficio. No considero que los secretos literarios tienen que ser guardados, siempre he creído que no se le puede enseñar a nadie a escribir, porque eso es un asunto que nace, pero se le puede enseñar a alguien a usar los instrumentos y técnicas del oficio, ayudarle a entender cuáles son las mejores técnicas y sobre todo el gusto de leer, y de eso me encanta hablar. Y eso es lo que he enseñado. También me gusta hablar de historia así como me gusta enseñar. Esporádicamente he enseñado historia además de literatura, así que para hacer las dos cosas, muchas veces he hablado de la historia de la literatura y de los escritores.

En cuanto a los cursos de literatura que he dado éstos son muy especializados porque ya es con alumnos que están haciendo maestría o doctorado en literatura. En el año 2004 di un curso de doctorado en California, en la UCLA, donde los grupos son pequeños, de 16 a 20 personas y algunos grupos van de 25 a 30 alumnos. Me fue muy bien porque trabajamos en las dos ocasiones sobre listas de libros, 10 o 12 novelas latinoamericanas y a sus autores los conocía, me apropiaba de los temas como profesor. Es maravilloso ser profesor de literatura, y más aún, cuando se conoce a los autores de esos libros que estás poniendo a tus alumnos a que estudien.




Estación cuarta: El político

En 1988 se lanzó su novela Castigo divino que había comenzado a escribir unos años atrás. Usted era vicepresidente de Nicaragua cuando éste era un país en guerra y crisis económica. A pesar de tanto quehacer, al parecer no estaba alejado de la literatura. Escribir en este género, novela negra, requiere de fluidez, de editar con lupa, dedicación plena, y ante tanta circunstancia, sorprende la maestría narrativa con la que la escribió. ¿Cómo lo logró? ¿Cómo escribió este libro con tantas ocupaciones políticas que tenían esa importancia y urgencia de nación?

¡Eso es un misterio! Además es el libro más extenso que he escrito. Nunca he escrito un libro tan extenso como ése, tan complicado. Pero creo que quizás me ayudó el hecho de haber escrito ese libro con una computadora. Eso ayuda. Porque eran muy extrañas las computadoras entonces, creo que tuve mi primera computadora en 1984, era una IBM, las computadoras no tenían disco duro, sino que todo el sistema estaba en el floppy. Eran unos discos grandes. Tengo guardado Castigo divino en ese floppy que nadie lo puede leer. No hay máquina que lo lea ya, eso es como arqueológico.

La verdad es que las computadoras en ese tiempo eran unas máquinas de escribir bien ágiles, pero no tenía los recursos de búsqueda de hoy, no podía por ejemplo, revisar dónde está escrito que Oliverio Castañeda era de ojos cafés, como lo puedo hacer ahora, ir de la página 200 a la página 5. Esas cosas no se podían hacer, separar los párrafos, buscar algo rápidamente, todo eso ayuda, pero la memoria de una persona no tiene tanto espacio para infinidad de detalles y la revisión de la coherencia en ese libro era inmensa. Me asusta cómo George Eliot pudo haber escrito en un lugar perdido de Inglaterra, en la noche, con las manos llenas de tinta y mantener el centenar de páginas en la memoria y no perderse, eso es admirable.

Por eso es que la computadora es un auxilio extraordinario en ese sentido, porque le ayuda a uno a no perderse, cuando la montaña va creciendo y creciendo y creciendo y creciendo y uno se pierde en un bosque demasiado denso y de pronto se olvida de algún personaje. Los lectores están bien concentrados y se encuentran cosas que no coinciden. Yo como lector regreso en los libros a ver qué pasó. Y me he encontrado con escritores muy importantes que cometen grandes errores, muy grandes.

¿Usted iba imprimiendo partes o todo lo hizo en la computadora? ¿Cómo revisaba su material?

No, eso lo hacía hasta el final. Además en un modo muy divertido de imprimir porque se imprimía con una aguja y las hojas eran pegadas, había que despegarlas, quitarles los bordes, porque eran de las hojas antiguas. Pero bueno, tenía mi fichero completo de la novela, esa costumbre la he perdido, siento que no lo necesito ahora con la computadora, pero para Castigo divino sí tenía un fichero completo por personajes: cómo era, cómo se vestía... tenía otro sobre León, las calles, los nombres de las cantinas, los nombres de los bares, las tiendas. Como yo tenía ordenadas las fichas y sabía dónde estaba cada una, escribía con ellas.

¿En qué momento escribía? Había tanta actividad política y eventos nocturnos. En tiempos de guerra todas las horas son laborales para el codirigente de un país.

Esa novela la escribí en la madrugada. Porque de dónde iba a sacar tiempo. Me levantaba a las cinco a escribir. Antes de comenzar el trabajo, donde debía estar como a las ocho y media, nueve de la mañana, pero eso escribía todos los días, porque no lo hacía cuando no estaba en Nicaragua, me tocaba viajar mucho cuando estaba en el gobierno, a Europa, Suramérica, Estados Unidos.

¿Y cuánto tiempo pasó escribiendo Castigo divino?

Sólo escribiendo dos años y medio. Pero lo que pasa es que ya ese material lo había acumulado desde antes, desde 1981 cuando el doctor Castellón, que ya murió, me regaló el expediente de la causa. Claro que no tenía aún la idea de que iba a escribir un libro. En León cuando era estudiante conocí el caso y alguna vez pensé que todo eso era una novela. Pero cuando recién pasado el tiempo de la revolución me regalaron este expediente que tenía mil trescientos folios, entonces comencé a leérmelo. Empecé a escribir en 1985 y estuvo terminado en 1988. Alguna vez perdí partes, pero las rescaté luego, volví a escribirlas. Leía detenidamente para volver a comenzar cuando volvía de un viaje.

Es curioso que estando en tiempos de revolución usted escribiera un libro que cuenta una historia de los años treinta y fue hasta en los años noventa que escribió sobre la revolución.

Me río cuando leo artículos que dicen que muchos de los intelectuales de Nicaragua usamos la revolución para hacernos famosos, pero no creo que haya sido así conmigo. Yo era escritor desde antes y tenía una vida cultural fuera de Nicaragua.

La vida tiene un curso natural y lo más sabio que uno puede hacer es dejarlo correr. Yo hubiera tenido una brillante carrera de escritor si me hubiera quedado en Europa, o viviendo aquí, era lo mismo. La política y todo me ha influido, pero el destino era de escritor. Estando lejos nunca hubiera estado al margen de la revolución en Nicaragua, hubiera escrito casi los mismos libros.







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