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Los libros de viajes de Emilia Pardo Bazán: el hallazgo del género en la crónica periodística

Ana María Freire López

Cuando en 1881 Emilia Pardo Bazán publica su novela Un viaje de novios, la introduce con un prólogo en el que, en medio de ideas fundamentales para comprender su concepción del naturalismo a aquellas alturas, explica por qué ha transformado en novela la experiencia de un viaje:

En septiembre del pasado año 1880 me ordenó la ciencia médica beber las aguas de Vichy en sus mismos manantiales, y habiendo de atravesar, para tal objeto, toda España y toda Francia, pensé escribir en un cuaderno los sucesos de mi viaje, con ánimo de publicarlo. Después acudió a mi mente el tedio y enfado que suelen causarme las híbridas obrillas viatorias, las «Impresiones» y «Diarios», donde el autor nos refiere sus éxtasis ante una catedral o punto de vista, y a renglón seguido cuenta si acá dio una peseta de propina al mozo, y si acullá cenó ensalada, con otros datos no menos dignos de pasar a la historia y grabarse en mármoles y bronces. Movida de esta consideración, resolví novelar, haciendo que los países por mí recorridos fuesen escenario del drama1.


Pero en el contexto de su obra no puede entenderse que desdeñase en general toda literatura de viajes, sino la publicación de esos «apuntes», «notas» o «recuerdos», de carácter excesivamente autobiográfico -en definitiva el viaje es un retazo de la vida del viajero, que es protagonista y narrador-, repletos de pormenores y menudencias, que solo tienen interés para quien los ha vivido, por su poder evocador y de memoria histórica. Además, que no siendo necesario para contar un viaje tener buena pluma, sino solo haber viajado, la calidad literaria de muchos de esos relatos deja bastante que desear.

De hecho, Emilia Pardo Bazán se interesó por la literatura de viajes, hasta el punto de que ya en una de sus tempranas estancias en París dedicó bastantes horas en la Biblioteca Nacional a un estudio que confiesa que fue de los que más le entretuvieron y que consistió en «registrar libros de viajes de los siglos XVII y XVIII»2. Andando los años, cuando al escribir sobre Pedro Antonio de Alarcón se detenga en sus obras de viajes, dirá que

[...] el viaje escrito es género poético (entendiendo la palabra en su sentido más amplio y alto), y que un libro de viajes que comunique al lector la impresión producida por una comarca en una organización privilegiada para ver y sentir [...] lo que no ven ni sienten los profanos es tan obra de arte como una novela3.


El viajero vocacional no abundaba en su época. No todo el mundo disponía de los medios necesarios para hacer turismo, pero tal vez para muchos pesaba más la falta de inquietud o una visión que ella llama penal del viaje4. «Viajar por vocación se considera aquí indicio de extravagancia; algo que se acerca a manía. Y es porque, en concepto del español, todo viaje representa una suma de contrariedades y de gastos muy superior a los goces que puede reportar»5. Ella, que por circunstancias familiares y porque se lo permitió su desahogada posición económica viajó mucho y desde muy joven, opina que «Si hablásemos con rigurosa exactitud psicológica, no diríamos viajar sino viajarse»6, por el placer que supone, por el papel tan importante que juega el viaje en la formación del individuo y por la honda huella que imprime en su personalidad7. Como dejó escrito en una de sus obras:

No hay como lo que entra por los ojos. Todas las descripciones de Toledo no equivalen a un paseíto por las callejas y rinconadas de la imperial ciudad en compañía de una persona familiarizada con sus secretos8.


Pero una cosa es ser entusiasta de los viajes y otra contárselos a los demás, y en el caso de doña Emilia vemos que guardó para sí misma las notas que en ellos hubiera tomado y que no publicó ninguna obra de viajes hasta que encontró la razón y el cauce para hacerlo en el género periodístico de la crónica, porque como crónicas en la prensa nacieron sus libros Mi romería, Al pie de la torre Eiffel, Por Francia y por Alemania, Por la España pintoresca, Cuarenta días en la Exposición y Por la Europa católica.

Emilia Pardo Bazán entró en contacto con el periodismo cuando era muy joven. Tenía solo veintiocho años cuando fundó y dirigió en La Coruña la Revista de Galicia, y ya antes se había dado a conocer en periódicos gallegos y madrileños a los que enviaba colaboraciones desde 1866. Sin embargo fue en 1887 cuando ejerció por primera vez como corresponsal, enviada por El Imparcial a Roma, en compañía de José Ortega Munilla, con motivo del jubileo sacerdotal del papa León XIII. Sus crónicas fueron apareciendo en aquel diario liberal, el más leído de España, entre diciembre de 1887 y febrero de 1888, y fueron recogidas posteriormente en Mi romería, con dos textos más, que no llegaron a ver la luz en el periódico por su contenido polémico, ya que se referían a la visita que ambos corresponsales hicieron, antes de regresar a España, al exiliado don Carlos, rey para los carlistas, en su palacio de Venecia9.

Su segundo libro de viajes narra el que, esta vez como enviada especial de La España Moderna, de su amigo Lázaro Galdiano, realizó a París, para cubrir la información sobre la Exposición Universal de 1889, que se preveía problemática, por haber elegido como fecha de su celebración la del centenario de la Revolución francesa. A Emilia Pardo Bazán no le arredraron nunca las dificultades -es más: eran para ella un aliciente- y comenzó a enviar las crónicas de su viaje desde que puso el pie en el estribo del tren en La Coruña, hasta que regresó de la Exposición, que resultó un éxito, a pesar de todo. Después fueron reunidas en dos tomos, titulados respectivamente Al pie de la torre Eiffel y Por Francia y por Alemania, y subtitulados ambos Crónicas de la Exposición. En las Obras Completas se fundieron en un único volumen bajo el título del primero, suprimiendo algunos textos por referirse a literatura francesa o porque habían perdido actualidad.

Hacia 1895 -el tomito no lleva fecha- se puso a la venta el tercer libro de viajes de Emilia Pardo Bazán, si bien este no fue concebido de antemano como tal libro, y parece responder a una petición de la editorial. Se trata de una recopilación de artículos publicados anteriormente en la prensa, con ocasión de diferentes viajes por Cantabria, Castilla y Galicia, y lo tituló Por la España pintoresca.

La Exposición Universal celebrada en París en 1900 fue el motivo por el que Emilia Pardo Bazán viajó de nuevo como corresponsal de El Imparcial, para enviar las crónicas del acontecimiento, que posteriormente reunió en el libro Cuarenta días en la Exposición. La madurez como cronista es apreciable en esta segunda obra sobre una Exposición Universal, la que cierra el siglo -en realidad la que abre otro-, planteada como muestra y resumen de lo que el XIX supuso para la historia del mundo. Así como la de 1889 mostraba especialmente los adelantos técnicos y científicos, esta resulta más cultural y humanística; si aquella era la Exposición de los ingenieros, esta es la de los arquitectos, si aquella la de la industria, esta la del arte. En ella descubre doña Emilia «una enseñanza que sólo podría obtenerse -si no hubiese Exposición- recorriendo las cinco partes del mundo»10.

En 1902 aparece el último libro de viajes de Emilia Pardo Bazán, Por la Europa católica, que contiene las crónicas de un viaje por los Países Bajos,

[...] movida por el deseo de ver cómo funcionaba una nación donde los católicos ocupan el poder desde hace diecisiete años, y donde, sin embargo, no se ha acentuado indiscretamente el espíritu conservador; una nación que figura entre las más adelantadas, y que es católica, al menos en gran parte, con un catolicismo activo, coherente, vivaz, sin letras muertas11.


Completan el volumen las crónicas de otros viajes que realizó por Portugal, Castilla, Aragón y Cataluña, con interés en sí mismos, pero que tal vez forman volumen con el anterior y principal por una razón que doña Emilia anota en De mi tierra, y es que aborrece «los folletitos semejantes a obleas, que no hay forma de encuadernar y en todas las bibliotecas estorban»12.

En la crónica periodística encuentra, pues, doña Emilia la razón para contar el viaje, porque escribe para un destinatario: el lector del periódico, primero, del libro, después. Si juzgaba que algunos relatos de viajes carecían de interés excepto para quien los realizó, en los suyos adoptará el enfoque contrario: contará lo que a sus lectores les interesa -o debe interesarles- conocer.

Emilia Pardo Bazán se hace con el género hasta tal punto, que de sus propias obras se puede extraer toda una teoría de la crónica de prensa, tal como ella la concebía y la practicaba. Viajera incansable, con una curiosidad universal, con un bagaje cultural más que mediano, y con un temperamento vivo e inquieto, se encontró muy a gusto como enviada especial, disfrutando incluso con el reto que para otros podrían suponer los obligados condicionamientos del periodismo de calle. Escribe en cualquier lugar: sobre sus rodillas, en cualquier fonda de estación, o sobre el velador de una cantina, y siempre en caliente, no al regreso del viaje y una vez remansada la experiencia. En Mi romería dejó constancia de que por primera vez en su vida escribía así, «machacando el hierro hecho ascua, sin meditar ni consultar obra alguna»13, aunque es verdad que antes de emprender cada viaje se documentaba convenientemente. De hecho, cuando va a la Exposición de 1889 confiesa que lleva como libro de cabecera las crónicas de la Exposición de Barcelona que su amigo José Ixart publicó con el título de El año pasado14. No le importa reconocer modelos, porque ella tratará de darle un giro nuevo a lo trillado, imprimiendo su sello personal.

Con la narración de sus viajes quiere divulgar un contenido cultural de modo interesante y asequible. Esto la obliga en ocasiones a una aparente superficialidad de la que se disculpa, y con ello da las claves de su modo de entender el género:

La necesidad de escribir de todo, y deleitando e interesando, aunque se traten materias de suyo indigestas y áridas, obliga a nadar a flor de agua, a presentar de cada cosa únicamente lo culminante, y más aun lo divertido, lo que puede herir la imaginación o recrear el sentido con rápida vislumbre, a modo de centella o chispazo eléctrico. En crónicas así, el estilo ha de ser plácido, ameno, caluroso e impetuoso, el juicio somero y accesible a todas las inteligencias, los pormenores entretenidos, la pincelada jugosa y colorista, y la opinión acentuadamente personal, aunque peque de lírica, pues el tránsito de la impresión a la pluma es sobrado inmediato para que haya tiempo de serenarse y objetivar. En suma, tienen estas crónicas que parecerse más a conversación chispeante, a grato discreteo, a discurso inflamado, que a demostración didáctica. Están más cerca de la palabra hablada que de la escrita15.


Lo que no pretende de ningún modo al contar sus viajes es la descripción exhaustiva de paisajes, ciudades o monumentos. «Yo no escribo guías -advierte-; voy a donde me lleva mi capricho, a lo que excita mi fantasía, al señuelo de lo que distingue a una población entre las demás»16. Y por la misma razón tampoco aspira a ser absolutamente objetiva: «Creo que el aspecto y la impresión de las cosas es obra nuestra, labor de nuestro espíritu»17. Afirmación que confirman sus palabras cuando habla, muy positivamente, de los libros de viajes de Alarcón:

[...] el viaje escrito es el alma de un viajero y nada más; que a los países y comarcas les infunde el escritor su propio espíritu (porque para libros de viajes objetivos, ahí están las Guías y las Descripciones geográficas, hidrográficas, arqueológicas e históricas)18.


Por eso, cuando ella visite la ciudad donde estamos reunidos dirá que

Lo único posible para no ahogarse en el océano de tantas maravillas es traducir fielmente una impresión personal, lírica, sentida y gozada con sibaritismo; y en vez de hablar del Toledo monumental y artístico, hablar de nuestro Toledo, del que nos ha tocado en suerte19.


Lo mismo le ocurre en París -un París que conoce muy bien, porque ha pasado allí largas temporadas-, donde no describirá la ciudad y sus monumentos, sino que se propone hablar del «París moral e intelectual (el que no se ve con guías ni en un mes)»20.

Su dominio de la forma, su propio estilo, aportan al género un valor literario que no es frecuente. Emilia Pardo Bazán salpica sus crónicas con recuerdos históricos, anécdotas, episodios humorísticos, citas, recursos de intertextualidad, que no solo amenizan el relato sino que enriquecen su valor cultural, aunque sea a un nivel divulgativo. Consciente de sus excursos, comenta en una ocasión: «Si siempre me gustan las digresiones, en viaje especialmente las encuentro sabrosas y necesarias»21. Dentro de los cánones de la crónica periodística, quiere marcar su impronta, desea que las suyas sean diferentes en algún sentido. Así, en la Exposición de 1889, cuya atracción principal es la torre Eiffel, advierte en su crónica sobre «La inauguración», fechada el 10 de mayo:

No hablo de la torre Eiffel; no quiero tocar ni desflorar el asunto: dentro de algún tiempo, cuando ya los periódicos no traten de ella, recogeré mis impresiones en un haz, y consagraré unos párrafos al coloso, novena maravilla del mundo22.


Y hasta el 21 de julio no envía su crónica sobre «El gigante», «pues ya han hablado todos los corresponsales y periódicos del mundo y ahora empiezan a abandonarla»23. Al mismo deseo responde su propósito de

[...] no dar a estas cartas el trillado carácter de crónicas o reseñas de la Exposición, y alternar las descripciones del gran Certamen internacional con impresiones más íntimas, aunque de general interés, por referirse a cosas o personas que siempre y con justo derecho han ocupado la atención pública24.


No obstante, en estos relatos no puede evitar por completo algunos comentarios tópicos en que suelen incurrir los autores de libros de viajes sobre las calamidades de la organización25, los desastres de los medios de locomoción26, las malas condiciones de los alojamientos, el acoso de los guías y cicerones, los precios excesivos que se ve forzado a pagar el viajero que asiste a acontecimientos de carácter internacional: hoteles y restaurantes, entradas, comidas, transportes urbanos, y ya no digamos si en vez de como turista viaja como peregrino o romero:

Yo no quisiera escribir vulgaridades ni hacer aspavientos con la pluma; pero aseguro con entera sinceridad que noto un espíritu hostil a los romeros, a los ordenados especialmente, y un sistema de alfilerazos y vejámenes que no dice mucho en favor de la tolerancia de estos países que atravesamos27.


Tampoco es capaz de sustraerse a las comparaciones con el propio país al observar las costumbres de otros, pero sin la cerrazón del personaje -tipo costumbrista, podríamos decir- que bosqueja en Al pie de la torre Eiffel:

El viajero que más abunda en la coronada villa es el que calcula económicamente la salida veraniega y resuelve pasar en París quince días, sin conocer palabra del idioma, ni jota de las costumbres, ni haber realizado nunca otra excursión más que la clásica del Sardinero o la obligada de la Concha. Así, desde que pasa la frontera y se ve entre desconocidos y extranjería, todo le sorprende, todo le escama, todo le amontona, todo le subleva. La cortesía francesa le parece baja adulación; la útil ley, irritante traba; el abuso que con él comete un hostelero o un fondista, se lo achaca a la nación en conjunto. Ve que por un vaso de agua (con azúcar y azahar) le cobran un franco, y supone que en París la vida es imposible, y que el agua del Sena cuesta más que el vino de Arganda. Le empuja el gentío, y reniega de las Exposiciones, diciendo que son un caos, un desbarajuste y un infierno. Los monumentos, que visita sin inteligencia, se le barajan en la memoria, y al cabo de un mes ya no sabe si Nuestra Señora es un cuartel de inválidos ni si la tumba de Napoleón está o no está en la Santa Capilla. El cansancio físico, el mal humor que engendran las continuas sangrías a la bolsa, el mareo de las multitudes, el sentirse gota de agua perdida en un océano, la irritación de hablar una lengua que nadie entiende y de oír hablar otra para él ininteligible, todo hace del cándido turista de ida y vuelta la persona más desdichada y rabiosa del mundo. Generalmente, a los que van a París muy resueltos a divertirse tres semanas, les he oído maldecir del viaje, y de la diversión, y de los franceses, y hasta del gran bellaco que inventó las Exposiciones28.


En las comparaciones de Emilia Pardo Bazán no hay dureza; siempre encuentra algo que admirar en los nuevos lugares que visita. El tono de sus libros de viajes es bienhumorado, a veces incluso festivo, con punzadas de ironía, que nunca es amarga. Son las crónicas de una viajera entusiasta, que se desquita de un viaje haciendo otro, que acude a la Exposición de Barcelona como turista, para descansar -así lo dice- del viaje que acaba de hacer a Roma como corresponsal29, y que sabe contar lo que al lector le importa, de modo ameno y ágil. El tono coloquial que imprime a sus crónicas -a veces con expresiones algo vulgares, y otras atrevidas, que escandalizaron a sus contemporáneos30- no está reñido con una gran riqueza de vocabulario, sin desprecio de neologismos, cuando una palabra extranjera no tiene claro equivalente en castellano.

Por su modo peculiar de practicar un género que tiene cierto parentesco con la escritura autobiográfica y con la literatura epistolar, los libros de viajes de Emilia Pardo Bazán suponen indirectamente una fuente muy rica para el mejor conocimiento de la escritora, que, si echa de menos a sus hijos en el viaje que relata en Mi romería, en 1889 lleva consigo a Jaime y a Blanca a la Exposición de París, y también recorrerá acompañada por sus dos hijas, Blanca y Carmen, algunos itinerarios de Por la España pintoresca. En sus libros de viajes encontramos frecuentes y desenfadadas alusiones a su miopía31, a su horror a los apretujones de las masas32, a sus gustos33, a sus costumbres34. Su intrepidez y apetencia de riesgo se ponen de manifiesto en varias ocasiones35 y su insaciable curiosidad a todos los niveles queda bien patente: desde asistir ella sola, sin sus compañeros de viaje, a una misa de rito mozárabe en Toledo36, hasta el deseo, que al mismo tiempo le horroriza, de asistir a una pena capital en París o de

[...] presenciar uno de esos lúgubres estudios que hoy se realizan sobre las cabezas de los sentenciados a muerte, después de la ejecución de la pena. Espectáculo macabro y horrendo si los hay, pero que por una vez no me disgustaría aunque me crispase, ya que soy bastante dueña de mi sistema nervioso, y no es frívolo afán de diversión lo que me incita a darme cuenta de todo37.


En breves comentarios o apreciaciones se advierte su independencia de criterio para expresar opiniones en materia política o religiosa38, y también la modernidad de su pensamiento en cuestiones que parecen menos trascendentes. En la Exposición de 1889 se presenta como novedad en el atuendo femenino la falda-pantalón, y comenta que esta moda es

[...] la única que pudiera, si no entrañar una revolución social, al menos cooperar a ella poderosamente. Ya comprenderéis, ¡oh severos lectores y lectoras asustadizas!, que hablo del divided skirt, o sea, del traje con pantalones. Sólo se escandalizarán los pusilánimes. Yo no. [...] Yo creo que el sastre del traje partido es un genio que se adelanta a su siglo y a su era39.


Laten ahí sus ideas feministas, no revolucionarias en cuanto a actividad política, pero firme y decididamente defendidas de palabra, por escrito, y en su actuación pública. Otro aspecto importante que contienen sus libros de viajes es su preocupación por España y sus ideas europeístas, acentuadas a medida que el siglo XIX se acerca a su fin, y más patentes que en ninguno en el último de sus libros de viajes, Por la Europa católica. En esa ocasión no viaja comisionada por ningún medio de comunicación para informar sobre un acontecimiento, sino que la impulsa el deseo de buscar solución a los males de España. Si no nos alejara de nuestro tema, importaría mucho analizar, a través de estos libros, la evolución de la conciencia y del sentimiento patrióticos en doña Emilia. Baste decir que los comentarios sobre el ejército español que escribió en Al pie de la torre Eiffel en 1889, y que provocaron como reacción el folleto anónimo titulado Al pie de la torre de los Lujanes -resultó ser de un tal Antonio Díaz Benzo- se vieron confirmados por los sucesos que ocurrieron nueve años después, en 1898. El dolor por la situación de España la reafirma más que nunca en su convicción de la necesidad de abrirse al exterior que siempre caracterizó su pensamiento. Importa escribir el viaje, pero importa, sobre todo, viajar. «¡Europeicémonos!» -repite-, atribuyendo este concepto a su amigo Joaquín Costa. Ella, que siempre criticó el cosmopolitismo snob, tan diferente del verdadero europeísmo, escribió:

Manda la Iglesia confesarse una vez al año, y antes si hay peligro de muerte. Manda la cultura viajar sin aparente necesidad una vez al año, y más si hay estancamiento y tendencia regresiva -manía de andar hacia atrás, que no falta entre nosotros-40.


Unas palabras suyas, de la carta que escribió en 1913 en adhesión al proyecto del turismo hispanoamericano41, pueden servir de cierre a esta comunicación, porque, aunque teñidas de cierto pesimismo, sintetizan lo que fue su pensamiento y su actitud a lo largo de toda la vida:

Muy señor mío y distinguido amigo: Lo único que me hace temer que su admirable idea no pueda dar todo el resultado que merece es que tenga usted que preguntarnos si la aprobamos. De antemano está, no sólo aprobada, sino canonizada, y me atrevo a decir que, si se registrase lo que vengo escribiendo desde hace algunos años, desde que la situación de la Patria constituye un problema de vida o muerte, se encontraría en mis crónicas constante excitación al fomento del turismo, no sólo hispano-americano, sino hispano-europeo. [...] De las dificultades de la empresa no es ocasión de tratar aquí. Me limito, pues, a dar a usted la enhorabuena, y a desearle completa victoria. Su afectísima la Condesa de Pardo Bazán.