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ArribaAbajoCanto XII

La sangrienta batalla de Cintla, con el milagroso socorro que los españoles en ella tuvieron y última retirada de los indios. Las paces y venida del cacique Tabasco a la ciudad, donde da la obediencia a Cortés por la majestad del emperador Carlos Quinto.




    Las cosas por los hombres intentadas,
cuyo principio y fin a Dios se envía,
yendo a tan cierto blanco enderezadas,
el mismo Dios las traza, ordena y guía.
Si al humano entender con intrincadas,
Él abre la intratable y ciega vía:
su voluntad midiendo a nuestro intento,
nos hace, para obrarlas, su instrumento.

   Por camino ordinario muchas de ellas
y algunas donde falta industria humana
(el medio natural para entendellas,
a nuestro parecer pretensión vana):
éstas a conseguirlas y tenellas
venimos por la mano soberana,
que lo que más, señor, dificultamos,
yendo con tal intento lo alcanzamos.

   Quien al Ibero ve tan apretado
en el atolladero pantanoso,
y aunque con justo intento reparado,
de la visible muerte receloso,
le verá en breve espacio restaurado
y con pujante diestra victorioso,
que el caballero armado ya infundía,
con su vista, en los indios cobardía.

   El cual vierte diciendo: «¡España, España,
triunfa del enemigo ya rendido!»,
y arremetiendo con pujanza extraña
al idólatra pueblo embravecido,
gran parte le ganó de la campaña
que había de los fieles adquirido.
De su daño adivino, congojoso
se halla el Indio en el trance prodigioso.

   De la muerte el temor, que apoderado
en los aflictos pechos se encerraba
del cercado Español, y el frío helado
que sus medrosos huesos ocupaba,
al Indio se pasó y, amedrentado,
el ganado lugar desamparaba:
sin orden ni concierto se retira,
que el rigor de aquel hombre los admira.

   Revuelve el Español con nuevo aliento,
haciendo duro estrago en el contrario;
recobra el sitio enjuto y llano asiento,
a despecho y pesar de su adversario.
Crece el atroz y fiero atrevimiento,
en sus tímidos pechos necesario:
hiere, destroza, mala el fuerte Hispano,
poniendo en gran aprieto al Potonchano.

   Desapareció con esto el caballero,
dejando al pueblo ungido en tal estado,
mas sintiendo su ausencia el indio fiero
vuelve, de haber huído avergonzado,
con ímpetu más recio que el primero,
diciendo: -«Ya el luciente os ha dejado.
Menead sin favor esas espadas,
que presto estarán de él necesitadas.»

   Con tal furia embistieron, que tornaron
a los pantanos la española gente,
do con nuevo alarido la cercaron
y con flechar continuo y diligente.
Tanto y con tal rigor los apretaron,
olue el temor de la muerte ya presente
ánimo les causó para vengarla,
visto ser imposible el rehusarla.

   Estando, pues, aflictos de esta suerte,
vieron el caballero y luz primera
que entraba en la batalla dando muerte
a gran parte de aquella turba fiera:
no hay quien se muestre en aguardarle fuerte,
que de su brazo tal el furor era,
que por afortunado se juzgaba
el que distante su rigor notaba.

   Sólo el audaz Tabasco fiero atiende
en la rasa campaña al de a caballo,
mas en espacio breve el indio entiende
ser gran temeridad el intentallo;
y así el confuso paso alarga y tiende
por el campo, resuelto a no aguardallo:
cáusale su valor horror y espanto,
y el ver que un hombre solo pueda tanto.

   «Dios inmortal sin duda, dice, es éste,
de la casa del Sol acá enviado,
que esta figura y hábito es celeste
y tal hombre la tierra no ha criado.
Bien es que contra mí se manifieste
el áspero rigor del cielo airado
y me muevan ya guerra no mortales,
mas los inmensos dioses inmortales.»

   A retirarse vuelve el potonchano
con gran pérdida y daño de su gente;
salen los españoles del pantano,
el favor conociendo y bien presente.
Gana segunda vez el puesto y llano,
con valor peleando diestramente:
en esto el de a caballo desparece,
con cuya falta el campo se oscurece.

   Revuelve el fiero Bárbaro indignado
sobre el que la victoria ya cantaba,
viendo ausente el caballo y hombre armado
que con violencia tal los apretaba.
Con tal furia pelea, que tornado
fue el Español al sitio donde estaba,
do puesto en los umbrales, de la muerte,
su fin lloroso aguarda, y dura suerte.

   Mas en tan grande aprieto, socorrido
fue por tercera vez del caballero,
que (en el contrario hiriendo embravecido)
apareció en el falso atolladero.
Deja el Bárbaro el campo, compelido
por el sangriento brazo carnicero
del hombre de a caballo, que sembrando
iba el campo de muertos, y ocupando.

   Despareció, y Cortés en esto asoma,
con los trece caballos fatigados,
por una enjuta falda de una loma
do estaban seis mil indios diputados
para guardar el sitio; pero toma
a los dos escuadrones descuidados,
y por do no pensaron los asalta
con rigor asperísimo y voz alta.

   Al siervo de Luzbel los trece embisten,
las contrapuestas lanzas requiriendo:
no las volantes flechas los resisten,
que están los corvos arcos despidiendo,
ni mazas, hachas, dardos les desisten
de la intentada empresa, que rompiendo
se meten por la turba belicosa,
haciendo fiera riza sanguinosa.

   Encuentra vuestro abuelo a Talbatano,
valeroso cacique, diestro y fuerte,
un arriscado bárbaro lozano,
venturoso en amores y de suerte:
a quien penetra el pecho, y hasta el llano
baja rodando, envuelto en triste muerte;
pone en eterno sueño a Gaybayno,
de Tabasco carísimo sobrino.

   Quiso vengar Quilón (que no debiera)
la muerte de los dos, pero tocando
al indignado pecho la asta fiera,
le sale a las espaldas rojeando:
rueda, cual los demás, por la ladera
con Atropos funesta peleando;
pasa Cortés hiriendo a toda parte,
representando un nuevo y fiero Marte.

   Siguen el curso atroz, crüel, sangriento,
que llevaba Cortés, los doce amigos,
con fiero proceder, duro, violento,
gran cantidad matando de enemigos.
Tiende Olid a Balbano y a Tayento,
y Morla a Taudallén y a Caybanigos,
muere Pinoya a manos de Escalante,
y Serpón en la lanza de Morante.

   Marmolejo a Cintlí barrena el pecho,
Hermosilla a Quinayo y a Batleno;
Mosquera de Gualgano satisfecho
queda, y Tapia del fuerte Tabayeno.
No perdió contra Ataya su derecho
el valiente Caycedo, ni Gaygueno
de la furia de Olid pudo escaparse,
ni Acay de la de Tapia repararse.

   Godoy a Crebo y Panxa atravesados
deja de dura punta, con gemido
en la espumosa sangre revolcados
que habían con flujo ardiente despedido:
de tal furia los indios admirados,
con voz discorde y súbito alarido,
cercan por todas partes los caballos
y de nuevo comienzan a flechallos.

   Mas Cortés, a la parte revolviendo
de Alvarado y su gente peleaba,
las piernas pone por la turba, abriendo
con rigor el camino que bastaba;
los doce a su caudillo van siguiendo,
que a muchos de la vida despojaba,
y todos de tropel rompen la vía
que tira adonde está la infantería.

   Estaban los de a pie necesitados,
entre arroyos y acequias peleando,
que los briosos bárbaros airados
los iban animosos apretando
y al engañoso sitio, maltratados,
donde estaban los vuelven retirando;
mas visto por Cortés, la cuesta deja
y el revuelto andaluz aprisa aqueja.

   Con ligereza tal al fértil llano
súbito se arrojó, que parecía
peñasco, echado con violenta mano,
que del yerto Apenino descendía.
Síguenle los demás, y al Potonchano
(por donde más cerrado combatía)
embisten todos tropellando, hiriendo,
ancho camino por la turba abriendo.

   Era el bello escuadrón grueso, copioso,
el del fuerte Tabasco, al que embistieron;
el cual viendo a Tlanác, Payán, Glayoso,
que la vida a Cortés los tres rindieron,
levanta el fresno inculto, nunca ocioso,
que tantos por su daño conocieron,
y con furioso y presto movimiento,
muestra contra Cortés rigor sangriento.

   Diciendo: «No me es paga suficiente
tu corta vida de tan grave daño,
mas pagaréislo tú y tu loca gente,
a quien será el castigo desengaño.
¿Cómo que en mi escuadrón, y yo presente,
tengas atrevimiento tan extraño,
que oses entrar matando gente mía,
guiado por tu loca fantasía?

   «¿No eres tú aquel Cortés que tantas veces
ha rehusado el verse en mi presencia?
¿Tanto aquesta ocasión, me di, aborreces,
tanto temes de un hombre la potencia?
Tiempo es que a defenderte de él empieces,
y a conocer, altivo, la insolencia
con que has mi tierra y gente molestado,
y de falsos mis dioses imputado.»

   «¡Bárbaro fanfarrón! (Cortés replica),
jamás pudo el temor tanto conmigo
que lo que tu soberbia lengua explica
puedas hacer verdad; y mientes, digo:
nunca excusé tu vista (cual publica
tu reto), de que el Cielo me es testigo,
que si hiere tu maza repuntada,
filos tiene también mi aguda espada.»

   Tras esto el indio, el leño blandeando,
al camino le sale en ira ardiendo.
Cortés, la roja punta enderezando
al bárbaro, sobre él va revolviendo:
al trabado andaluz espoleando,
rompe por lo difícil, pretendiendo
llegar adonde estaba el arrogante,
que era no mucho trecho de él distante.

   Encuéntrale en el pecho, mas tan fuerte
halla el escudo y piel dura, escamosa,
con tal temple labrada, y de tal suerte,
que resistió a la punta rigurosa.
Rompe Cortés la lanza, pero advierte
que es el todo acabar tan ardua cosa
y con la espada en alto al indio atiende,
que en contra suya el presto paso tiende.

   Salta el fuerte Cacique fervoroso
con la nudosa maza levantada,
y a Cortés tira un golpe riguroso,
con que fuera la brega rematada
si el revuelto caballo, presuroso,
no se guardara de la furia airada,
que de la presta mano gobernado,
del fresno se apartó al siniestro lado.

   Con tal furor la maza al suelo vino,
del corpulento joven compelida,
que abriendo bastantísimo camino,
más de una vara en tierra fue sumida,
de suerte que al sacarla le convino
mostrar la fuerza con que fue impelida.
Entre tanto Cortés, con gran presteza,
en vano le golpea la cabeza.

   El indio, que tan cerca de sí vido
al valiente español que así le aqueja,
abraza del caballo embravecido
el pescuezo, y la maza en tierra deja.
El revuelto andaluz, viéndose asido,
jadea y con el bárbaro forceja,
mas de modo ninguno echarle puede,
que en fuerzas (cuando fueran más) le excede.

   De herirle mil maneras Cortés tienta,
mas en la piel la punta no halla entrada;
dar en tierra con él el indio intenta
con excesiva fuerza acelerada:
echa la basta mano, atroz, sangrienta,
sobre el arzón, por cosa ya acabada.
de suerte que el caballo descompuso
y en el pescuezo silla y hombre puso.

   Cortés, que el peligroso aprieto vido,
deja la silla y en el prado salta;
haciendo con las armas gran rüido,
por una y otra parte al indio asalta.
Ya el bárbaro del suelo había cogido
la gruesa maza y, en los aires alta,
al español solícito atendía,
de quien no mucho caso el indio hacía.

   Cual bravo jahalí, fiero, cerdoso,
si es de un solo lebrel acometido,
suele esperar con diente espumajoso,
como no sienta de otros el ladrido:
que aguarda (de que llegue deseoso)
si algún agravio de él ha recibido,
así el gallardo bárbaro procede
y aún no muestra a Cortés lo que es y puede.

   Pero de nueva cólera llevados
y coraje ardentísimo, a juntarse
vienen, cual bravos toros indignados
en celosa ocasión suelen mostrarse:
que el suelo baten con los pies airados,
y con las diestras puntas a buscarse
van las partes más flacas, donde se halla
el venturoso fin de su batalla.

   Así los dos diestrísimos guerreros
por varias partes su fortuna tientan
con voluntad dispuesta y pies ligeros.
Llegar do acaben su contienda intentan;
ambos a un tiempo se acometen fieros,
los rigurosos golpes se acrecientan:
cada cual con propicio y diestro Marte,
muestra raro valor, industria y arte.

   En esto Hermosilla sobrevino
y al bárbaro encontró el siniestro lado,
mas en menudas piezas la asta vino,
de los aires bajando, al ancho prado.
No por eso perdió el Cacique el tino,
ni un solo pie movió, de que admirado
el español quedó, y le parecía
que roto el asta en un peñasco había.

   Vuelve sobre él, la espada levantada,
cuando una espesa banda de flecheros
viene en montón confuso, desmandada,
con otra gruesa escuadra de piqueros,
a definir la brega comenzada:
a quien con treinta y seis arcabuceros
sigue, con la demás gente, Salceda,
envueltos en nublosa polvareda.

   Llegan sobre los dos, que todavía
estaban su contienda averiguando;
despártelos la turba y su porfía,
nubes de flechas a Cortés tirando.
Marmolejo al socorro ya venía,
y Tapia, Olid, Fonseca, alanceando
los que la vía abrirles estorbaron,
hasta que a su caudillo a pie toparon:

   Cuyo caballo Ayala había cogido
y, de algún mal suceso temeroso,
busca a Cortés cuidoso y afligido,
de Hojeda acompañado y de Moscoso.
Mas cuando entre la turba a pie le vido,
haciendo fiero estrago sanguinoso,
corre a Cortés, llamándole en voz alta,
y alegre del caballo en tierra salta.

   Salta en él vuestro abuelo, y discurriendo
entra por los copiosos escuadrones,
a una y otra parte revolviendo
con diestra fuerte y ágiles talones:
a todas partes con rigor hiriendo,
tropella los caídos, que a montones
por el campo espacioso están tendidos,
las estrellas hiriendo con gemidos.

   Crece con nueva furia y hervor fiero
en las entrañas el coraje, y crece
el odio, y ya en su cumbre se halla entero
y cada cual al hado el pecho ofrece:
el más torpe en las armas es ligero,
y diestro a su contrario le parece;
asorda cielo y aire el gran rüido
del proceder de Marte embravecido.

   Duró una larga pieza esta porfía,
mas tan bien los caballos anduvieron
que pudieron sacar la infantería
del lugar do los indios la metieron
y ya por la campaña se extendía,
de que mucho los bárbaros temieron:
pierden con el lugar la confïanza
en que estribaba toda su esperanza.

   Gran pieza había que Alvarado estaba
una dura contienda averiguando,
que un joven corpulento le aquejaba,
una fornida maza meneando:
Zempolla el indio diestro se llamaba,
que con presteza aquí y allí saltando,
sus valerosas partes manifiesta,
y con rigor al español molesta.

   Llega Cortés en esta coyuntura
(que por las gruesas haces discurría)
y, dando fin a la áspera aventura,
de una punta en el pecho al indio hería.
Los turbios ojos una noche oscura
le cierra, y por el rostro se extendía
una pálida niebla, mortal, triste,
que de cárdeno velo el cuerpo viste.

   Mata Alvarado a Faunto, y también mata
a Lígula, y a Ocón hiere Reynoso;
Tayno de Martín López se recata,
mas a sus manos mueren él y Atoso.
Ávila el grueso campo desbarata,
matando muchos bárbaros brioso,
y Juan Tirado por la turba hiende,
que a quien más se resiste, más ofende.

   Salís, Cifontes, Limpias, Marmolejo,
Ordás, Salceda, Olea, Matamala,
Jaramillo, Quijada, Olguín, Montejo
van haciendo en montón sangrienta tala:
cuyos heroicos hechos aquí dejo,
con los de Lasso, Valenzuela, Ayala,
en el punto que veis, pues adelante
habrá sujeto largo y abundante.

   Los demás españoles, por la espada,
digo que su valor tanto mostraron,
que a la bárbara turba amedrentada
del ancho campo con rigor echaron.
Retirase confusa, desmandada,
y con tanto coraje la apretaron,
que en breve espacio la campaña deja,
y, del Iberio con fervor se aleja.

   El duro alcance siguen alentados,
y habiéndose hecho estrago sanguinoso,
a la ciudad se vuelven maltratados,
resuelto por acuerdo provechoso:
dan los aflictos miembros fatigados
al refresco y dulcísimo reposo;
curan de los heridos con cuidado,
cuyo daño fue en breve restaurado.

   Quién fuese el de a caballo se ignoraba,
que al aflicto Español había acorrido
cuando en el pantanoso sitio estaba
por el pujante Bárbaro oprimido:
el uno y otro campo contestaba
en que del aire claro había caído
el glorioso patrón de nuestra España,
a quien se le atribuye tal hazaña.

   No por incierta relación me sigo,
ni es ornato fingido, fabuloso,
ni sólo el campo iberio fue testigo
del raro y alto caso milagroso:
que el destrozado idólatra enemigo
lo fue también, que, huyendo temeroso
de su áspero rigor, manifestaba
esto y con altas voces confirmaba.

   Y así quedó por todos definido
ser el Apóstol santo, que en ayuda
del opreso Crismado había venido,
sin tener de esto nadie alguna duda;
fue de muchos su dicho recibido
y, de artificio la verdad desnuda,
se puso por escrito autorizada,
cuya fiesta es hoy día celebrada.

   El vencido Tabasco, ardiendo en ira,
llega a Cintla, del Cielo blasfemando,
y al pabellón furioso se retira,
su miserable suerte lamentando:
de nadie se visita, a nadie mira,
antes el fresno inculto en tierra echando,
la piel preciosa por el suelo arroja
y de toda defensa se despoja.

   Bien cual vencido toro, cuando echado
es del hato por otro más furioso,
que en las frondosas selvas emboscado
busca la soledad bravo, celoso,
y en el tronco del árbol más trabado
aguza el bolo cuerno temeroso,
la cerviz no domada sacudiendo,
venganza de su afrenta pretendiendo:

   «¡Armas (dice) tan fuertes en dañarme
cuanto el hado preciso ordena y quiere!
¿De qué efecto pensáis que fue el librarme
del cruel contrario, que mi muerte inquiere,
para en vida afrentosa sustentarme,
que éste es el bien mayor que aquí se adquiere?
Al Sol pluguiera que la suerte avara
en armas temple tal nunca inventara,

   «Que más dulce me fuera y más loable
morir a manos del contrario airado,
que no con retirada miserable
venir a tan soez y bajo estado,
do la adversa fortuna, varia, instable,
me ha puesto, y el rigor del Cielo airado
por el cual cuantas veces puedo juro,
que aún no ha de estar Cortés en él seguro.

   «Sangre supo sacar aquesta diestra
un tiempo de las venas de esta gente,
entonces dieron de temerme muestra,
mas no el próspero estado es permanente:
con su sangre regué la costa nuestra,
volviendo el rostro a mi indignada frente,
y en sus carnes también cortó mi espada,
ya en los siniestros hados embotada.»

   En esto Cipayán, cacique anciano,
hombre de gran consejo y experiencia,
vino, con faz marchita y pelo cano.
Tenido de Tabasco en reverencia
por ser su tío, de su padre hermano,
(en cuya entrada no hubo resistencia),
éste, después de haberle saludado,
le dice con semblante sosegado:

   «Admiración me causa que en un pecho
donde tanto valor y ser se encierra,
de tan altas victorias satisfecho,
de quien siempre tembló en torno la tierra,
reciba con tal término y despecho
los adversos contrastes de la guerra:
pues muestras al vencer frente serena,
no te dé el ser vencido tanta pena.

   «Que donde la nobleza más se muestra,
y el ánimo de pecho valeroso,
es en el recibir a la siniestra
fortuna como al hado venturoso.
Y no sólo en tu maza y fuerte diestra
está de esta victoria el fin dichoso,
que a los inmensos dioses les es dado
tener, pues es su aumento, tal cuidado.

   «Mas si por lo que siento has de seguirte,
da la mano sin armas a esta gente.
Fuera de esto no tengo qué decirte,
y éste es mi parecer resueltamente.
Bien sabes no pretendo desabrirte,
sino que en paz tu estado más se aumente;
siempre por hijo caro te he tenido,
y tú has con este amor correspondido.

   «No menos que con gente peleamos
de los inmensos dioses celestiales,
a quien con flacas fuerzas intentamos
constrastar, y medios desiguales.
No temerariamente nos perdamos,
pues de ello hemos hoy visto mil señales,
ni se tenga el vivir por importuno,
pues no hay dichoso hasta la fin ninguno.»

   Tabasco estuvo un tanto pensativo,
la dudosa respuesta dilatando,
y al cabo de él, con un suspiro vivo,
la airada vista al viejo levantando,
le dice: «Tío, pues el hado esquivo
cual ves se va en mi daño declarando,
quiero tomar tu sano y buen consejo,
pues siempre me sirvió de claro espejo.»

   Estando en esto, los cautivos llegan
que a la ciudad Cortés había llevado,
de cuya parte al indio, señor, ruegan,
desista del intento comenzado:
que pues los suyos a la paz se allegan,
y él lo tiene con ellos ya acabado,
a su libre ciudad luego se venga
para que su amistad efecto tenga.

   Manda el Cacique al punto se eche un bando
por el campo rompido y temeroso,
con trompas y atambores, declarando
ser para efecto a todos provechoso.
Pide que en el lugar que está mostrando
su estandarte vencido, polvoroso,
so pena de la vida, que a escuchalle
toda su gente sin excusa se halle.

   A la cual junta dice: «Conocido
tendréis el gran valor de aquesta gente,
a quien hemos mil veces pretendido
echar de nuestras casas justamente.
Mi gran poder en esto se ha extendido
con campo bien del suyo diferente,
pues de cuarenta mil hombres que fuimos,
de quinientos no más, cual veis, huimos.

   «Bien veis el duro golpe riguroso
que a mi potencia el justo Cielo ha dado.
No culpo vuestro esfuezo y ser brioso
(que en ocasiones mil le habéis mostrado),
ni culpo de mi estado belicoso
no haber de su poder en esto usado,
mas culpo mi precisa desventura
que así en nuestra caída se apresura.

   «En mil duros reencuentros peligrosos,
diversas veces os habéis hallado
con ellos; donde nunca victoriosos
os permitió saliésedes el hado.
Los dioses, con socorros milagrosos,
hoy de nuestro rigor los han librado,
mostrándonos el cielo abiertamente
ser de su alta región aquesta gente.

   «Por lo cual conveniente me parece
que, pues así los hados lo han querido
y la paz el contrario nos ofrece,
por ahora admitamos tal partido:
y no la dura guerra aquí fenece,
que nuestro primer ser restituído
será, con muerte de esta loca gente,
la paz comunicando cautamente.

   «Que no es la industria, no, menos loable
que el esfuerzo, ni menos importante,
y aunque nos es la suerte incontrastable
contra el valor del Español pujante,
será posible sernos favorable
por aqueste camino, y que adelante
quedemos del contrario victoriosos,
y eternos nuestros hechos valerosos.»

   A todos satisfizo lo propuesto
y a su buen parecer se remitieron;
corriendo alegres del Cacique al puesto,
de morir do él muriese prometieron.
Recíbelos con manso y grato gesto
y ante él la paz concordes admitieron,
que fue de entrambas partes consentida,
y con solemne juramento asida.

   Pártese a la ciudad Tabasco, dando
la obediencia hasta allí a ninguno dada,
a quien Cortés recibe, asegurando
con caricia y oferta dilatada.
Vínole media legua acompañando
a pie, hasta ponerle en su posada:
quisiera decir más en este canto,
mas ya sin descansar no puedo tanto.


 
 
FIN DEL CANTO DUODÉCIMO