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ArribaAbajoCanto XIV

Yendo Aguilar en seguimiento de un indio, le coge la noche en un espeso monte, por el cual discurriendo entra en una cueva de unos salteadores donde, con mucho riesgo de su vida, libra por la espada a Clandina de sus manos, a la cual tenían para sacrificar, habiendo valerosamente peleado y muerto muchos de ellos.




    ¿Qué cosa al hombre le es más agradable,
que el ya probado amigo verdadero,
con el toque de estado miserable,
adonde se aquilata por entero?
No es amistad aquella no durable,
de quien mucha experiencia no hay primero,
ni se le debe a aquél hombre de amigo,
que sólo en nuestros gustos es testigo.

   Considerar debemos grandemente,
primero, una elección tan importante,
pero hecha una vez es conveniente
(sin ponernos cosa por delante)
fïarnos de él, con término prudente,
cual de nosotros mismos, y adelante
conservar bien tan alto, y no perderle,
mas con las mismas obras responderle.

   No hagamos como algunos, que en la plaza
eligen los amigos o en las calles,
de buen lenguaje al parecer y traza,
que no se escogen bien por traza y talles.
Quien de aquestos se fía, el aire abraza,
y cual grano en el mar produce el dalles:
llámanse amigos temporales éstos,
que a sólo su provecho están dispuestos.

   No Aguilar y Luzón de aquesta suerte
en su amistad estrecha procedían,
pues en el buen suceso o caso fuerte,
del uno el bien o el mal los dos sentían.
Si el uno se ofrecía a dura muerte,
a recibirla entrambos se ofrecían:
era la voluntad de entrambos una,
sin discordar en nada vez ninguna.

   Viendo Aguilar herido al caro amigo,
al alentado bárbaro seguía
que, como de su daño fue testigo,
en fuego de venganza se encendía.
Escóndele su suerte a su enemigo
y en vano a un cabo y otro discurría:
cada mata que topa le parece,
ciego de ira, que el Indio se le ofrece.

   Que las propias injurias recibidas,
no suelen ser con más furor vengadas
que las del fiel amigo, ni reñidas
con obras y palabras más pesadas:
ocasión de perderse muchas vidas
y de quedar las honras maculadas,
cual podrán deponer cien mil testigos,
que han puesto vida y honra por amigos.

   Componía la noche los cuidados
de los mortales cuerpos afligidos;
los osos y leones retirados
estaban, y las aves ya en sus nidos;
cubrió ciega tiniebla los collados
y espantoso silencio los ejidos;
tendióse un tenebroso y negro velo,
que con curso veloz ocupó el cielo,

   Cuando Aguilar se halló entre peñascales
y en una cerradísima espesura
(copiosa de importunos matorrales)
por do el paso sin orden apresura,
mas harto de romper por los jarales,
en una levantada peña dura,
como pudo subió, donde entregado
fue al sueño el laso cuerpo fatigado.

   Parécele que, en él se le ofrecía
un arduo caso grave, peligroso:
y era que un fiero león le acometía
con bramido espantable, temeroso.
Sudando despertó con agonía,
turbado, sin aliento, pavoroso:
apercibido al trance y duro asalto
en pie se puso, dando un presto salto.

   Discurrió con la vista alborotada
por una y otra parte, mas no viendo
la bestia brava, indómita y airada,
que el temor le iba en sueños ofreciendo,
vuelve a la vaina la desnuda espada
y a su lugar se torna do, advirtiendo,
una pequeña luz no lejos vido
en un peñasco cóncavo y hundido.

   Para donde, con paso recatado,
el valiente Aguilar luego camina,
y, por curso escabroso, nunca usado,
a ella en breve espacio se avecina.
Vio un seno cavernoso, prolongado,
que su cóncava entrada al austro inclina,
donde vio doce mozos desarmados,
en poner unas mesas ocupados,

   De pesadas cadenas oprimidos,
que con dificultad se meneaban.
Vio dentro grandes fuegos encendidos,
de cantidad de carne humana asaban;
ocho hombres (a contienda apercibidos)
vio, que con gran soberbia los mandaban:
estando así, Aguilar oyó un rüido
que sonaba por do él había venido.

   De un peñasco un pedazo se mostraba,
al entrar de la cueva al diestro lado,
con que la estrecha puerta se cerraba,
con rollizas palancas rodeado.
Sin ser visto, Aguilar tras de él se entraba,
y apenas el peñasco le ha ocultado,
cuando vio por la cueva entrar, furiosos,
doce arriscados mozos orgullosos.

   De agudas flechas y arcos encorvados
venían, y de espadas, proveídos,
de preseas los brazos ocupados,
con tres jóvenes tristes, afligidos,
que traían llorosos, maniatados,
dando sollozos y ásperos gemidos:
a quien soltando el peso desataron
y las tiernas cabezas arrancaron,

   Sin ser de ningún fruto los clamores
de aquella edad briosa, floreciente,
y pónenlas al fuego en asadores,
con los deshechos cuerpos juntamente,
y la espumosa sangre en mil labores
extienden por los arcos, aún caliente.
Tras éstos, otros treinta por la cueva
entran, con nuevo orgullo y presa nueva.

   Traen un robusto bárbaro animoso
(de quien habían gran daño recibido)
que al pasar un arroyo pedregoso
(de su gente apartado) habían prendido.
Este fue, con decreto riguroso,
acogotado al punto, y ofrecido
al vano dios de hurtos que adoraban
y gran gente a su honor sacrificaban.

   Llegan tras éstos treinta incontinente
con un apuesto mozo aprisionado,
y una graciosa bárbara otros veinte,
con joyas de valor que habían robado.
Hacen de todo muestra, do igualmente
entre ellos repartieron lo hurtado,
concordes en que fuese la doncella
ofrecida a su dios, por ser tan bella.

    A las mesas tras esto se asentaron,
que estaban puestas largo rato había,
do refacción espléndida tomaron,
servidos de la opresa compañía.
Dos horas a placer borrachearon,
los saltos refiriendo de aquel día:
quédanse sobremesa desarmados,
en vino y carne humana sepultados.

   Unos sobre las diestras se reclinan,
del cansancio y del vino compelidos,
otros las sienes cálidas inclinan
do alcanzan, sin acuerdo, adormecidos.
Otros gritan, anuncian y adivinan,
y del pesado sueño convencidos,
en tierra boca abajo se arrojaban,
donde la carne y vino destilaban.

   Mas un dispuesto bárbaro inhumano,
gran adivino entre ellos y agorero
(según le celebraba el pueblo vano),
estimado por único estrellero,
que se llamaba el sabio Millolano,
en juventud certísimo flechero,
hábil en el usado sacrificio,
el cual de sacerdote hacía el oficio,

   Con larga toga de algodón ceñida,
pide por la tristísima doncella
que, sollozando, al punto fue traída
con lamentable y trágica querella.
Fue luego de tres bárbaros asida,
que, de la vestidura rica y bella,
el pecho con rigor la despojaron,
y los ojos y manos la vendaron.

   De pedernal sacó un cuchillo agudo
el arrugado bárbaro sangriento,
asiendo en la siniestra cuanto pudo
revolver del cabello, suelto al viento,
de que formó un dorado y fuerte nudo,
y de la víctima hace ofrecimiento
a una imagen de oro, simulada,
que había en la cueva, en sangre rocïada.

   A la cual dice: «Seate propicio
el humilde ofrecer de aquesta gente,
por el alto favor y beneficio
que recibe de ti continuamente;
admite este pequeño sacrificio,
por tu deidad inmensa, omnipotente;
depáranos sin riesgo ricas presas,
pues sangre humana en ellas interesas.»

   La bárbara, que vio ya se acercaba
de su mísera vida el fin postrero,
ante el indio llorosa se postraba
con lamentable ruego lastimero:
a quien con manos altas suplicaba
que el apartado mozo prisionero
que con ella los veinte habían cogido
fuese, antes de su muerte, allí traído.

    Enternecido el bárbaro algún tanto,
mandó traerle luego a su presencia,
do el mozo comenzó un profundo llanto,
vista la rigurosa y cruel sentencia.
«¡Oh santo cielo, dice, oh cielo santo,
diré mejor injusto y sin clemencia...!»
No pudo más hablar y, maniatado,
rayó a los pies del indio desmayado.

   Causa de que la joven afligida
de la visible muerte se olvidase,
y de que ansia tan cruel y desmedida,
su corazón de nuevo lastimase:
la cual, de amor perfecto convencida,
sin que ficción ninguna en él reinase,
sobre el caído mozo se arrojaba,
y un mísero lamento comenzaba.

   «Cautiva, dice, triste, desdichada,
del hado perseguida aun en la muerte,
cuya sobrada vida dilatada
ha sido para ver dolor tan fuerte:
en el mísero fin de mi jornada
tuviera por alivio, Hipandro, el verte,
de suerte que en mi acerba despedida,
fuera mi voz llorosa de ti oída.

   «Mas pues el hado adverso no consiente
que alcance (aunque el postrero) un bien tamaño,
y ya con fiera, vengativa frente
hoy sus fuerzas se extremen en mi daño,
no tú también te muestres inclemente,
no el rostro escondas, y a mi vista extraño,
abre esos gratos ojos, do algún día
por más larga juzgué la gloria mía.

   «¿Qué es de la trabazón del lazo estrecho
con que ligar amor dos almas pudo?
¿Cual humo al recio viento se han deshecho
mis esperanzas, con su fuerte nudo?
¿Es el tálamo aqueste, aqueste el lecho,
que nos guardaba el cielo avaro y crudo?
¿Es ésta la palabra y fe jurada,
tan presto por los hados anulada?»

   Con las ligadas manos revolvía,
del caro esposo el rostro maltratado,
que el peñascoso suelo en parte había,
con la dura caída, deslustrado:
sobre quien muchas lágrimas vertía,
en vano repitiendo el nombre amado;
con afligido, ronco y tierno acento
el cielo hiere, sordo a su lamento.

   «Recuerda, dice, ya del sueño esquivo,
(si es que gozas en él vital aliento
para ser de esta gente cruel cautivo)
no sé si pido bien o si mal siento:
mas el cielo, en mi daño ejecutivo,
torcerá los caminos de mi intento,
y aquello te dará que no le pida:
muerte si es dura, y si enojosa, vida.

   «Júrote por la fe que eternamente
con la alma te entregué, también eterna,
que no el dejar el cuerpo tanto siente
(aunque de sus principios la gobierna)
como el dejarte aquí y entre esta gente,
en las injurias de esta vil caverna,
do nos guardaba el cielo vengativo,
el quedar yo sin vida y tú cautivo.»

    Esto decía, con los labios bellos
en los del joven, cárdenos y helados,
haciendo extremos tales que, de vellos,
fueron los circunstantes admirados.
Mas por algunos bárbaros de aquellos,
forajidos, crüeles, desgarrados,
fue del indio la joven desasida
y a las aras por víctima traída.

   Sobre un tajón rollizo, mal formado,
de antiguo roble, al punto la pusieron
(lugar a sacrificios diputado)
y el rostro con un paño la cubrieron.
Estaba el sacerdote ya aprestado,
cuando un rüido y voz extraña oyeron
que por la boca de la cueva entraba
y a todos su rigor amenazaba.

   Era el fuerte Aguilar, que condolido
de la joven a muerte condenada,
de detrás del peñasco había salido
con una ancha rodela y corta espada:
que el lloroso lamento habiendo oído,
y la tierna pasión enamorada,
quiso en un riesgo tal poner la vida
por que fuese la dama socorrida.

   Llega a do estaba el bárbaro sangriento
con el desnudo brazo levantado,
que ya bajaba con rigor violento,
del agudo cuchillo acompañado.
Dale Aguilar un golpe, y por el viento
vuela el puño, al astil aún aferrado,
ya de su antiguo tronco dividido,
dando el bárbaro un grito dolorido.

   El lugar desampara Millalano,
sólo dónde esconderse va buscando;
queda en el suelo la derecha mano,
mil saltos a una parte y otra dando.
El valiente español, diestro, lozano,
aquí y allí brioso va saltando,
a unos hiere, aflige, a otros mata,
y con pesados golpes los maltrata.

   La mísera canalla descuidada,
que repleta por tierra está durmiendo,
salta fuera de sí desacordada,
a las ausentes armas acudiendo.
Quién va buscando piedra, quién espada,
sin orden por la cueva discurriendo
en confuso tropel, sin ningún tiento,
turbados, dando voces sin aliento.

   Quién aferra el bastón grueso, nudoso,
quién de la ajena espada se aprovecha
quién de tizón rollizo más humoso,
quién del arco pintado y larga flecha,
quién a las mesas corre y fervoroso
la mano a las colmadas copas echa,
poniendo en la arma cada cual la diestra,
que la ira repentina allí le muestra.

   Así que, el torpe sueño sacudiendo,
los bárbaros su furia recobraron,
y gran suma de tiros despidiendo
contra Aguilar, en torno le cercaron:
a quien en punto estrecho iban poniendo,
que un rato grandemente le apretaron,
cuando al gallardo Hipandro vio a su lado,
que del desmayo en sí ya había tornado:

   Sin ligazón las manos, y ocupadas
de una fornida jabalina aguda,
con que entra por las bárbaras espadas
haciendo riza sanguinosa y cruda.
Fuéronle por la duna desatadas,
que con instancia grande pide acuda
a socorrer a aquél por quien tenían
la vida, a quien los indios afligían.

   Con los menudos dientes delicados
tanto por desligar al joven hizo,
que los lazos más ciegos y apretados,
en un pequeño término deshizo.
No al deshacer le fueron tan pesados,
que a su entrañable amor no satisfizo:
tanto puede cuando es puro y sincero,
que le es lo grave fácil y hacedero.

   Los doce opresos mozos le siguieron
(que un rato la contienda habían mirado)
y a una parte neutrales se estuvieron,
sin acudir al uno ni otro lado.
Mas cuando tantos indios muertos vieron,
y al español de Hipandro acompañado,
por el círculo bárbaro rompiendo
entran, sangriento estrago en él haciendo.

   Gritando: «¡Ya llegó el dichoso día
que nos concede libertad sabrosa!
¡Ya la dura opresión y tiranía
se acaba, y servidumbre ignominiosa!
¡Muera aquesta inhumana compañía!
¡En ocasión tan próspera y dichosa,
señale cada cual su diestra fuerte
y vengue, si muriere, bien su muerte!»

   Eran tamemes éstos, que prendido
habían los salteadores insolentes
y entre muchos por recios escogido,
de lenguas y lugares diferentes,
que cautivos del Indio foragido,
a su mandato estaban obedientes,
de aquella vil canalla bulliciosa
castigados con mano rigurosa.

   Aquestos las cadenas roto habían
con que andaban continuo aprisionados,
y en la trabada brega se metían
con furioso tropel amontonados.
Donde estaba Aguilar derechos guían,
en daño de sus dueños conjurados,
mil peligrosos tiros despidiendo,
a todas partes con rigor hiriendo.

   Duró una larga pieza esta porfía,
áspera de ambas partes y reñida,
mas viendo un bravo bárbaro que había
ya de su gente mucha mal herida,
de la sangrienta brega se salía
y a una bella joven afligida
(que desde lejos el lidiar miraba),
con indignado rostro se acercaba.

   A quien arrebató impaciente, airado,
llevándola con paso presuroso,
a un cóncavo peñasco socavado,
apartado del trance peligroso,
do la metió, y un canto mal formado
arrimó al hondo seno cavemoso,
de suerte que cerró la estrecha entrada,
dejando en él la bárbara ocultada.

   Diciéndola: «Mi bien, por más segura
he aquesta parte cómoda elegido
en tanto que el sangriento trance dura,
adonde mi tesoro esté escondido.
Ni te aflija ni espante el ser oscura,
que presto será el pleito definido
y te vendré a ofrecer, aunque es pobreza,
de aquel hombre atrevido la cabeza.»

   Con esto a la batalla se volvía
furioso, una ancha espada meneando,
cuando uno de los doce despedía
(con fuerza el arco el bárbaro encorvando)
una flecha veloz, que le rompía
el pecho, y por el suelo basqueando
rueda el gallardo mozo enamorado,
de la enemiga punta atravesado.

   Mas súbito de tierra se levanta
sintiéndose de muerte mal herido,
y pérdida de sangre parte tanta,
que la más le quitó de su sentido:
con ansia el paso mísero adelanta
por la cueva, con áspero alarido,
y al cóncavo lugar derecho guía,
do la escondida joven le atendía.

   La piedra levantó difícilmente
con que la estrecha boca se cerraba,
y con furia rabiosa y basca ardiente,
por su nombre a la bárbara llamaba:
vino a la voz amiga diligente,
que salir de aquel hoyo deseaba,
a la cual fue del bárbaro la espada,
dos veces por el pecho atravesada.

   Diciendo: «Ya que el hado miserable
ejecutivamente me persiga,
y la envidiosa muerte inexorable,
con rigor asperísimo me siga,
a nadie le será tan favorable
la suerte, ni fortuna tan amiga,
que goce de este bien que me ha quitado,
con que muero algún tanto consolado.

    «Mas ¡ay!, mísero, cruel, fiero, homicida,
desleal, sin amor y de fe falto,
¿cómo con diestra airada, embravecida,
quitaste al suelo un bien tan raro y alto?
Ya pluguiera a los dioses que la vida
del todo antes dejara en el asalto
que a tu presencia Tádara tornara,
ni que tus verdes años acortara.

   «¡Oh irreparable daño! quién pudiera,
con esta corta vida y flaco aliento,
recuperar la tuya, aunque me fuera
partir sin ti de gran desabrimiento:
pero todo, mi bien, lo pospusiera
por tu salud, y el grave sentimiento
que el dejarte aquí sola me causara,
con mi temprana muerte se acabara.»

   Estas y otras mil ansias refería
el lastimado bárbaro afligido,
cuando, de sangre falto, se tendía
en tierra, con el último gemido.
La bárbara su suerte maldecía,
que a estado y parte tal la había traído
con denegrido flujo sanguinoso
regando el hondo seno cavernoso.

   Los acosados indios, conociendo
la ventaja y su daño juntamente,
el lugar desamparan y, corriendo
por la cueva con paso diligente,
van en ciego tropel de ella saliendo
(elegido por medio conveniente)
al campo, donde algunos aún pensaban,
que del fuerte Aguilar libres no estaban.

   Murieron treinta y los demás, heridos,
con alentado paso se escaparon,
que los doce mancebos atrevidos
con ímpetu furioso los flecharon:
de éstos murieron tres que, inadvertidos,
en el tropel confuso se arrojaron.
Hipandro, atravesado el diestro brazo
quedó también, de un áspero flechazo.

   De Aguilar la rodela parecía,
según quedó de flechas ocupada,
que de pungente espín la faz tenía,
con el cuero intratable cobijada.
Llamó a la vencedora compañía
que aún seguía a la gente amedrentada,
la cual obedeció su mandamiento,
haciendo humilde y largo acatamiento.

   Fueron do había la bárbara quedado,
que el sacrificio mísero aguardaba,
que ya con paso corto, apresurado,
por llegar a Aguilar se fatigaba:
y puesta ante él, con rostro sosegado,
le dice: «A una merced que así obligaba,
¿con qué satisfarán estos cautivos,
que por vuestro valor hoy quedan vivos,

   «Si no con serlo vuestros? Y es locura
pensar que aquesta es paga suficiente.»
Admiróse Aguilar con tal figura,
y algo confuso de la oír se siente.
Dícele: «De otro trance y desventura,
si la vista y oído no me miente,
me parece, señora, os he librado,
no menos grave que éste ni pesado.»

   «Verdad decís por cierto, que obligada
os está por mil partes mi pobreza
(responde), mas por mí remunerada
es imposible ser vuestra grandeza.
Clandina soy, señor, la desdichada
a quien vuestro valor y fortaleza
libró, en el monte espeso cavernoso,
del insolente Hirtano cauteloso.

   «Después que fui a mi casa conducida
por vos, do un tiempo reposé contenta,
fui con instancia por mujer pedida
de Hipandro, mancebo de gran cuenta.
Yo, viendo la ventaja conocida,
y el ser que su persona representa
(que es el que aquí, señor, tenéis delante),
un negocio escuché tan importante.

   «Tratóse nuestro alegre casamiento,
(mas como tras un bien un mal se aguarda,
y un mal sucede a un buen acaecimiento,
y es evidencia el ver cuán poco tarda),
para que con mayor fiesta y contento
pudiese celebrarse, alguna guarda
de mis diestros vasallos escogimos
y a un lugar de Hipandro nos partimos.

   «Para el cual por un monte caminando,
de diez hombres no más acompañados,
sin más de otros ochenta que cazando
iban, por varias partes derramados,
al pie de un verde mirto descansando
estábamos, del caso descuidados,
cuando veinte de aquellos salteadores
nos asestaron largos pasadores.

   «Y asaltándonos súbito furiosos,
queriendo Hipandro de ellos defenderse,
los seis con prestos golpes rigurosos
le sujetaron, sin poder valerse.
Los diez nuestros huyeron temerosos:
con fin sólo guiado a guarecerse:
en fin con gran rigor fuimos atados
y a acelerado paso fatigados.

    «A aquesta oscura cueva nos trajeron
y ricas piezas de oro nos quitaron
que alegres entre todos repartieron,
sobre que largo espacio vocearon.
En que muriese yo todos vinieron,
y la cruel sentencia pronunciaron;
al sacrificio estaba ya aprestada,
cuando el favor llegó de vuestra espada.»

   Aguilar a los indios preguntaba
dónde escondía el bárbaro el tesoro:
«Allí, señor, el uno señalaba,
tiene gran cantidad de plata y oro,
que entre estos peñascales ocultaba,
cuyas hondas cavernas yo no ignoro,
sin otros muchos hoyos, do enterrados
hay cantidad de tejos acendrados.»

   A éste mandó Aguilar se adelantase,
con esta relación, por cierta guía,
y que a do estaba el oro le llevase,
que del aviso paga le ofrecía.
Hízolo el indio así, mas como entrase
delante de Aguilar, que le seguía
de todos los demás acompañado,
detuvo el paso el bárbaro turbado:

   Oyendo una voz débil, lastimosa,
que flaca y tiernamente se quejaba,
cuya querella y ansia dolorosa
más unas veces que otras se esforzaba.
No se aclaraba bien la voz llorosa,
que al parecer aliento le faltaba,
la cual tan poco y mal se percibía,
que cosa soterrada parecía.

   Con gran silencio y paso recatado
a la voz lastimosa se acercaron.
Decía: «¡Oh caso duro, desastrado,
sentencia que los dioses pronunciaron!
¡Oh bárbaro sin fe, desatinado,
a quien mis hados míseros forzaron,
y la fortuna avara, cruel, siniestra,
a mover contra mí tu airada diestra!

   «Mas Tádara, si el daño conocieras
que de vivir así se te seguía,
de este mismo remedio te valieras,
que ahora sin pedirle el cielo envía.
Pero cuando por sano le eligieras,
huyera como tal de ti este día,
y si esta triste muerte procuraras,
de vida felicísima gozaras.

   «Muero (aunque de esta suerte) consolada
con ver que, aunque cautiva y perseguida,
ha sido mi limpieza conservada
y siempre por los dioses defendida:
a cuya gloria y honra dedicada
con libre voluntad fue, y ofrecida,
a quien pido...» Con esto más no oyeron
el lamento indeciso, aunque atendieron.

   Mas el origen de la voz buscando,
a una y otra parte discurrían,
y con el hondo seno en fin topando,
donde por ocho gradas descendían,
Aguilar y otros dos en él entrando
(que más por ser angosto no cabían)
la bárbara toparon desdichada,
en su espumosa sangre revolcada.

   Recién muerta de dos frescas heridas
que del pecho a la espalda le pasaban,
cuyas marchitas manos encogidas
de la sangrienta tierra se ocupaban,
que con las bascas graves, doloridas,
de su asiento las piedras arrancaban,
cosa de que Aguilar enternecido
quedó, con justa causa, y condolido.

   Con mucha brevedad hizo se abriese
(según el tiempo y parte lo pedía)
un conveniente hoyo, en que metiese
aquel cuerpo la amiga compañía,
donde fue sepultado, y porque hubiese
(antes que se mostrase el claro día)
lugar para salir de allí, abreviaron,
y en busca del tesoro caminaron.

   Este por ellos fue desenterrado
y a Clandina sus joyas entregadas,
y de esto lo restante al Indio dado,
donde piezas se hallaron extremadas.
Sólo un alfanje de oro, bien formado,
tomó, y dos esmeraldas, no labradas,
Aguilar; lo demás mandó partiesen
y que a sus casas ricos se volviesen.

   Con esto de la cueva se salieron
Aguilar y el mancebo con su esposa,
a quien los nueve bárbaros siguieron,
mostrándoles la vía pedregosa.
Pero no a mucho trecho que anduvieron,
cubiertos de la noche tenebrosa,
de caballo un relincho le parece
a Aguilar que al oído se le ofrece.

   Salían con cervices levantadas,
el espacioso océano dejando,
y las yertas montañas encumbradas
iban por sus alturas ya rayando,
los caballos del sol, luces doradas
por las altas narices arrojando,
cuando Aguilar descubre diez soldados
que andaban en su busca fatigados.

   Gran contento con esto recibieron,
a quien con paso largo enderezaron,
y algunos indios que en su ayuda fueron,
a una seña con ellos se juntaron:
a los nueve tamemes despidieron
y a Villa Rica todos caminaron,
teniendo vuestro abuelo a gran ventura,
pérdida restaurar tan grave y dura.

   Fue por Cortés Hipandro, con su esposa,
a un lugar de los suyos envïado
con una escuadra amiga belicosa,
por quien le fue el camino asegurado.
De la rara aventura peligrosa
de que escapó Aguilar, quedó admirado,
y en la más importante traza dando,
fue su partida a algunos declarando.

   Y era que el ir a Méjico propuso,
aunque sintió en algunos gran flaqueza,
que miedo Teudillí les causó y puso,
del gran señor contando la fiereza.
Mas sin embargo de esto se dispuso
a ver su gran poder y su grandeza,
para lo cual forjó en su pensamiento
un hecho que requiere nuevo aliento.


 
 
FIN DEL CANTO DECIMOCUARTO