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ArribaAbajoCanto I

En el cual se declara el grave sentimiento que el príncipe de las tinieblas hace, sabido que Cortés se embarca para el descubrimiento y conquista de la Nueva España, y cómo parte a la casa de Neptuno, procurando impedir la navegación con su ruina y muerte.




   Canto las armas y el varón famoso
que, por disposición del justo Cielo,
salió de Iberia, y con valor glorioso
arribó del Antípoda en el suelo.
Aquél que por el mar tempestüoso
y varias tierras, con odioso celo
fue, y con furor dañado, perseguido
de los monstruos del reino del olvido;

   Aquél que, por la saña vengativa
del Ángel ambicioso, tantos males
en mil partes sufrió con frente altiva
hasta extirpar los ritos infernales,
del Alto introduciendo la fe viva
en los fines del suelo occidentales,
hasta dar a su cruz fijo aposento
y abatir la impiedad del viejo asiento.

   ¡Oh tú, celeste Musa, cuya planta
pisa la luna, el sol y las estrellas,
y en la Trina presencia, eterna y santa,
ciñen tu sien gloriosa las más bellas;
tú mi estilo humildísimo levanta,
alivio de mis ansias y querellas,
para poder cumplir lo prometido,
haciéndome capaz de lo que pido!

   Y tú, venturosísimo Fernando,
nieto del valeroso y nuevo Alcides,
ahora estés las fieras fatigando,
con que loablemente el ocio impides,
ora en la paz serena ejercitando
a Marte, do tu raro esfuerzo mides,
recibe el pobre don por mí ofrecido,
no de vil premio, más de amor movido.

   Tú, que de la lección te pagas tanto,
y tanto en ella al fuerte abuelo imitas,
la de fingidos hechos deja en tanto
que en estos verdaderos te ejercitas,
que hazañas te dirá mi humilde canto
que deben en tu mente estar escritas,
de que dan testimonio tus estados,
con sangre y no privanzas granjeados.

   Una ciudad famosa está asentada
en la parte mejor del occidente,
del mar doscientas millas apartada,
que coge a Iberia por el norte enfrente,
del valeroso Antípoda habitada
(bulliciosa, arriscada, fiera gente),
dicha Méjico, rica, populosa,
y en ejercicio bélico estudiosa.

   Esta jamás fue de Hércules sabida
ni de ciencias antiguas descubierta,
que estaba por los hados escondida
para a Carlo humillar la cerviz yerta.
Estábale esta empresa prometida
al Quinto César, con su gloria cierta,
porque suya la Fama la llamase
y a la inmortalidad la dedicase.

   De esta insigne ciudad Plutón hacía
mayor cuenta y caudal que de otra alguna
de cuantas en sus leves puesto había,
por ser a sus designios oportuna.
Esta con gran instancia pretendía,
por ser más opulenta que ninguna,
hacerla de su reino la señora,
cabeza y principal legisladora.

   Aquí tuvo su templo suntüoso,
sus aras tintas siempre en sangre humana,
el hijo de Saturno codicioso,
dada al cuchillo de entrañable gana.
Desde aquí con decreto riguroso
daba a sus pueblos ley dura, inhumana;
aquí era, como en Elis, adorado
con gran respecto por el Indio errado.

   Bien que diversas veces había oído
que de la Hesperia bélica remota,
de Fortuna un varón favorecido,
hallaría esta tierra al mundo ignota,
habiendo el contrapuesto mar rompido
con pecho fuerte y moderada flota,
y que éste en duro yugo la pondría,
donde la fe de Cristo plantaría.

   Temía este suceso desastrado,
traíale continuo cuidadoso,
y en su presencia el Español nombrado
era más que otras gentes enojoso.
Tenía al caro hermano encomendado,
señor del gran tridente y mar ondoso,
que si armada de Iberia el paso abriese,
en sus profundos senos la escondiese.

   Cuando sus crespas hebras recogía
el rojo Febo, y en las ondas claras
metió con ellas el alegre día,
y sus alas tendió la Noche avaras,
a Plutón un espíritu traía,
con gran velocidad, las nuevas caras
de cómo armadas naves españolas,
del mar rompían las soberbias olas.

   Sacudió la cabeza y rostro horrible,
a una y otra parte revolviendo,
el hijo de Opis, una voz terrible
del indignado pecho despidiendo.
Refrenar su furor no fue posible:
el duro suelo con los pies batiendo,
sonó tres veces el horrendo aullido,
del Cerbero al estrecho lazo asido.

   Deja de azufre el vaporoso asiento,
y su fuerte ciudad de hierro duro
tembló, desde el almena lasta el cimiento,
por todas partes; y el herrado muro
(eterno, y de contraste humano exento)
tembló, y la redondez del reino oscuro;
tembló el Cocito y la infernal laguna,
con su ancha playa, de alegría ayuna.

   El turbio lago siempre cenagoso,
en su hediondo centro embravecido,
hierve revuelto, y con bramar furioso,
regüelda negra arena con rüido.
Tembló el horrible vado impetuoso,
por el negro barquero corregido;
gimieron las hermanas mal peinadas,
de ponzoñosas víboras crinadas.

   De la cara consorte se despide
el príncipe infernal, con rostro fiero,
la cual pendiente de su cuello pide,
con afecto amoroso lastimero,
que pues el hado su contento impide,
tardo en le dar y en el quitar ligero,
que no dilate su agradable vista,
la ruina española por él vista.

   «Si ya no fueron-le decía-fingidos
los suspiros fogosos, vehementes,
con que turbar pudiste mis oídos
y virgíneos intentos inocentes,
de tu furor lascivo persuadidos
con mil promesas fáciles, ardientes;
y si la fe no es falsa que me diste,
por la Estigia jurada y reino triste,

   «De que Cicno y Aretusa fueron
testigos, y el callado bosque hojoso,
los blancos cisnes que mi queja oyeron,
y fugitivo arroyo tortüoso,
y los verdes gamones que cubrieron
de la infernal ribera el prado umbroso;
y el fruto que de Ceres siete granos
hizo al cobrarme sus intentos vanos;

   «Y si aquellos abrazos fervorosos
de nuestro conyugal y eterno lecho,
antes violentos cuanto ya amorosos,
no han resfriado tu encendido pecho;
si no fueron cual de hombre cautelosos,
(y en esto de inmortal, mortal te has hecho
vuelve con brevedad, mira cuál quedo,
muestra si algo contigo en esto puedo.»

   Con halagüeños labios le provoca
casi a terneza en medio del coraje,
que un regalado ardor de Plutón toca
las entrañas, hinchadas del ultraje.
«No menos, dice, a ti que a mí te toca,
señora, el útil fin de mi vïaje,
y mi vuelta será sin duda luego,
pues consiste en tu vista mi sosiego.»

   Desamparó con esto su presencia,
de ira arrebatado, cruel, rabiosa;
sienten todas las almas su impaciencia,
más que otras veces al pasar dañosa.
Todo es rabia, furor, odio, inclemencia,
nadie el rostro ofendido mirar osa:
del reino oscuro los umbrales deja,
que el coraje por puntos más le aqueja.

   Daba Cortés al favorable viento
y al mejicano golfo vela hinchada,
y las naves con presto movimiento,
blanca espuma del mar alzan salada,
cuando Plutón, con grave sentimiento,
revuelve en la memoria fatigada
el daño inevitable del abismo,
y así comienza a hablar consigo mismo:

   «¿Será que pueda tanto un mortal hombre
que, contrapuesto a mi poder eterno,
pretenda con mi daño claro nombre,
el límite estrechando del infierno?
¿Será que de inmortal gane renombre,
mis reinos usurpando y su gobierno,
y que yo de mi intento ya desista,
y el paso con su muerte no resista?

   «Cuando por tierra amiga y llana fuera
el ciego loco, ron su intento ciego,
una boca infernal en ella abriera
y le escondiera allá en mi eterno fuego;
cuánto más por la mar, ciega carrera,
y a mi hermano entregado por mi ruego,
que sorbiéndole en raudo remolino,
satisfará a su loco desatino.

   «¿Será que de mi culto el ejercicio,
cese en el ancho imperio mejicano,
y el antiguo sangriento sacrificio,
dado con abundosa y franca mano?
¿Será que no derrame en mi servicio,
su sangre el Indio, contra sí inhumano,
y, será que a mis aras se les quite,
la ofrenda que mi honor desacredite?

   «¿Tan sin vigor el hombre ya me siente,
o tan falto de ser, que se me atreve?
Pues yo haré que el mísero impaciente
duro castigo de su intento lleve:
pues al linaje reo, inobediente,
en la deuda mortal puso que debe
mi astuto proceder y cauto engaño,
de a do le resultó tan grave daño.»

   Entre sí aquestas cosas revolviendo,
de la tiniebla el príncipe indignado,
se va a las casas de Neptuno, habiendo
las líquidas campañas penetrado:
por montes de agua y, selvas discurriendo,
y de un hojoso bosque a un ancho prado,
de ganchoso coral su claro seno,
y lisas perlas, varïado lleno.

   Montañas de agua en empellón furioso,
a una y otra parte se dividen,
que de humor coronadas espumoso,
el sol rocían y su luz impiden.
Las blandas ovas en su centro ondoso,
con bullicio unas de otras se despiden,
abriendo por el reino cristalino,
todas las cosas a Plutón camino.

   Pasa por hondos valles de agua gruesa,
y por lagunas cristalinas pasa;
topa de focas una banda espesa,
torpe en bullicio y de limpieza escasa,
que turbando las aguas atraviesa,
al pasto dada sin ninguna tasa:
ríndenle la debida reverencia,
causándoles espanto su presencia.

   Sigue de alados monstruos gran concurso,
con bullicio veloz, acelerado,
del príncipe infernal el presto curso,
y el rostro del coraje demudado,
haciendo cada cual vario discurso,
en su venida al hondo mar salado.
Míranle todos y él a nadie mira,
que va vertiendo por los ojos ira.

   Llega al líquido alcázar suntüoso,
cuya entrada le ofrece un monstruo fiero,
de grandeza de un monte pedregoso,
haciendo fiel oficio de portero.
Alza el disforme rostro perezoso,
y viendo el de Plutón grave, severo,
humilde a su presencia el pecho inclina
y hace franca la entrada cristalina.

   Abre las lisas puertas transparentes,
cuya inmensa riqueza sostenían
dos diamantes bellísimos, lucientes,
que en su hueco capaz las recibían
y en los umbrales líquidos, fulgentes,
de quiciales perpetuos les servían,
sobre los cuales con silencio andaban,
y a pequeña violencia se entregaban.

   Entra derecho donde el rey marino
estaba graves cosas consultando
con el prudente Océano divino,
a sus húmedos reinos leyes dando:
sentado en trono excelso cristalino,
líquido humor perpetuo destilando
por la barba acatada y el cabello,
cuyo rostro brotaba aljófar bello.

   A su lado Anfitrite está asentada,
de hermosura rara, peregrina,
con guirnalda de perlas coronada
la crespa hebra a quien el sol se inclina,
a dos nevados lazos aplicada,
sobre la lisa frente alabastrina,
cuya presencia de Neptuno alcanza
perdón en lo que pide o cruel venganza.

   De varias piedras a sus pies hermosos,
inestimable cantidad se v[e]ía:
claros diamantes y rubíes preciosos,
que en el estrado cristalino había,
cornerinas, aljófares lustrosos,
zafiros y granada perlería,
jacintos gruesos y esmeraldas gruesas,
topacios con granates y turquesas.

   Cual suele en la vistosa primavera
vestirse el campo de olorosas flores,
bordando de jarama la ribera,
con mil diversas suertes de colores,
la natura, maestra verdadera,
su gran poder mostrando y sus primores,
así el lustroso, transparente estrado,
con variedad se muestra matizado.

   Allí está Glauco, Tetis y Nereo,
Cimodoce, con Forco y Panopea,
Portuno, de ardentísimo deseo,
rendido a la hermosa Galatea,
y de Miseno el homicida reo
la ardiente vista en Aretusa emplea,
y, con Espio, el hijo de Atamante,
Palemón, y Tritón, rendido amante.

   Unos están ufanos y gozosos,
otros con rostros tristes, indignados;
éstos del proceder de amor quejosos,
aquéllos de fe incierta asegurados.
Unos de amor se muestran victoriosos,
otros de desfavor al centro echados,
celosos unos de otros se recatan,
y mil sucesos amorosos tratan.

   Levantáronse todos cuando vieron
al rey de las tinieblas, y en su estrado
con el debido honor le recibieron,
dándole el caro hermano el diestro lado.
Con general silencio le atendieron,
al proponer atentos deseado;
Plutón, mostrando su infernal fiereza,
la voz levanta, y su razón empieza:

   «Si ya, Neptuno, rey del gran tridente,
no te desplace la hermandad eterna,
y si una advenediza, loca gente,
a tu pesar tus reinos no gobierna,
¿cómo permites, cómo se consiente
(sin ser de efecto mi querella interna)
rompa tus ondas la española armada,
en daño de tu hermano conjurada?

   «¡Sienta tu furia, y la violencia sienta,
del levantado mar ciego, confuso!
y no permitas que la Cruz sangrienta,
do el Nazareno sus espaldas puso,
la vea el Indio, ni sembrar consienta
tu poder cuanto el mío descompuso:
sus naos esconde en tu profundo centro,
que este Dios y sus leyes llevan dentro.»

   Dijo, y el gran Neptuno le responde
con voz grave, fijada en él la vista:
«Mi hermandad a la tuya corresponde
con voluntad jamás de hermano vista.
Tu ira está en mi pecho, desde donde,
ten por sin duda a tu contrario embista.
A tu reino te vuelve, hermano, y quede
a mi cargo tu causa, que bien puede.»

   Con esto el capitán del reino oscuro
del transparente con fervor se aleja,
y el vuelo alzando por el aire puro,
caer sobre el Antípoda se deja,
do es adorado con decreto duro:
y allí nuevos pertrechos apareja,
para impedir por tierra la conquista,
cuando al líquido humor Cortés resista.

   De Océano los alados moradores
discurren por sus senos bulliciosos,
que del vecino daño sabedores,
mil presagios denuncian lastimosos,
y aquéllos cuya forma en los amores
de Melarito (altivos, desdeñosos)
tomó con traza extraña el dios marino,
cortan en banda el reino cristalino.


 
 
FIN DEL CANTO PRIMERO