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ArribaAbajoCanto III

Desamparan los isleños de Acuzamil [Cozumel] lo poblado, temerosos de la nueva gente y armada, a los cuales apacigua Cortés y hace volver a sus casas. Derriba los ídolos, poniendo en su lugar el árbol de nuestra Redención. Viénese a los españoles Jerónimo de Aguilar y cuenta a Tapia y sus compañeros su largo y trabajoso cautiverio.




    Cerca asiste del bien la desventura;
del estado apacible, la mudanza;
no hay cosa estable, firme ni segura,
en que poner la vana confïanza.
No hay contento en la tierra, que es locura
pensar que le ha de haber ni que le alcanza
cumplidamente el más afortunado,
en la engañosa cumbre levantado.

   Vemos, tras buena suerte, un azar duro;
tras un alegre estado, un descontento;
tras un vivir pacífico, seguro,
un desastrado caso o fin violento;
tras un triunfar del artillado muro,
un miserable y triste acaecimiento;
tras el ardiente sol, las tempestades,
y tras bonanza en mar, calamidades.

   ¿Quién vio tratable el mar y sosegado
que a la hespérica armada prometía
paso cierto y seguro, acompañado
del turquesado manto y claro día,
volver bravo, furioso, remontado
sobre la confïada compañía?
¿Y quién en un instante al Indio vido,
de su antigua quietud desposeído?

   Los confusos isleños, temerosos
de ver tantos navíos, y espantados,
tocando caracoles tortüosos,
y al son de roncas trompas ayuntados:
rehusando los fines peligrosos,
de común parecer determinados,
desamparando van los patrios muros,
hasta allí inexpugnables y seguros.

   Por los espesos montes se metieron
(desamparando el pueblo dilatado)
con las viandas y oro que pudieron
huir bien cada cual, no muy cargado.
Muchos el rico peso sacudieron
de los tímidos hombros, mal su grado,
teniendo por menor daño el perderlo,
que dejar de correr por guarecerlo.

   El sexo femenil iba siguiendo
con paso corto el curso apresurado:
aquí va tropezando, allí cayendo,
el tierno hijuelo del pezón colgado;
grita, los caros nombres repitiendo
del dulce padre y del esposo amado;
hiere con dolorosa voz el cielo,
haciéndole testigo de su duelo.

   La anciana gente inútil, impedida,
los agravados miembros fatigando,
sigue también la mísera huída,
de la necesidad fuerzas sacando:
mas fueles con amor grande impedida
por el pío Cortés, que procurando
no iba su inquietud, ruïna, daño,
sino sacarlos de su torpe engaño.

   Hizo luego traer a su presencia
de aquella isleña gente derramada
que, aunque escondida, fue con diligencia
y afable trato a su quietud tornada,
abatiendo la varia diferencia
de estatuas, por los indios adorada,
plantando en su lugar con santo celo,
el madero que abrió, cual llave, el Cielo.

   Cortés la posesión luego aprehende,
por Carlos Quinto, de la nueva isleta,
que treinta millas por do más se extiende
tiene de longitud, por cuenta reta:
y por do más la estrecha el mar y ofende,
con los continuos golpes de mareta,
diez millas tiene, digo, de angostura,
veinte grados al Artico en altura,

   Del fortunoso daño reparada,
la flota levó el ferro, enderezando
la proa a Yucatán, con vela alzada,
a quien el sesgo viento está llamando.
Reconocida, vista y costeada
la tierra por Cortés, no le agradando,
de Cotoche doblar mandó la punta,
que por más importante la barrunta.

   Mas la nao disparando de Alvarado,
manifiesta un peligro en que se v[e]ía,
por donde a vuestro abuelo fue forzado
volverse al puesto do partido había:
donde habían apenas ancorado,
cuando le dice un indio, en travesía
de Yucatán: «Señor, mira una vela
que deja de surcar el mar y vuela.»

   Atento el General y armada mira
donde el sutil bajel enderezaba:
ven que una yerta roca en punta gira
y a tierra diligente se acercaba.
En una oculta cala se retira,
mas él, que ver lo que era deseaba,
manda que Andrés de Tapia y tres soldados,
orilla el mar la sigan alentados.

   Con silencio los cuatro caminaban
(no con poco temor de ser sentidos)
y por la estéril costa se acercaban
al peñascoso seno, recogidos
cual diestros cazadores que ojeaban
los tímidos venados no advertidos,
con recatado paso, en la espesura,
hasta ver a su tiro coyuntura.

   Así van su camino continuando,
cuál veis con paso lento, cuál corriendo,
cuál por blandos pantanos atollando,
cuál por yertos peñascos ya subiendo
y con el corvo abrigo emparejando;
ven que de la barquilla van saliendo
cuatro robustos jóvenes membrudos,
trenzados los cabellos y desnudos.

   En tierra saltan, de arcos ocupadas
las manos y de agudos pasadores,
de palo y pedernal anchas espadas,
matizadas de varios mil colores:
piernas, brazos y caras esmaltadas,
de cárdeno color muchas labores,
los bezos de la boca agujereados,
de sortijones de oro atravesados.

   Con las espadas altas y desnudas,
el Ibero se arroja diligente
haciendo retumbar las selvas mudas
con voz discorde, presurosa, ardiente:
sigue el alcance con las puntas crudas,
derechas a la extraña y nueva gente
que por la arena estéril discurría
y al bajelillo huyendo se volvía.

   Mas uno de éstos fervoroso atiende,
a los amigos tímidos llamando:
«parad, les dice, que el huir ofende,
y en vano vais el paso apresurado.»
Espada, flechas y arco arroja y tiende
por la arena, con ansia preguntando
a los cuatro soldados castellanos:
«¿Por ventura, señores, sois cristianos?»

   De tal pregunta todos admirados,
confusos y suspensos respondieron:
«Sí, somos», temerosos y turbados,
que por la estigia sombra la tuvieron.
Mirábanle y mirábanse alterados,
que cuando la española lengua oyeron,
por hombre tan remoto pronunciarse,
no pudieron dejar de no admirarse.

   Cual si en callada noche tenebrosa
fantástica visión se les mostrara,
y en sombra negra, horrible y espantosa
algún futuro mal les denunciara
y, con voz espantable, temerosa,
lo más ignoto de él los declarara,
así estaban confusos, suspendidos,
al hablar de aquél monstruo dando oídos.

   Que con voz baja, humilde, regalada,
les dice: «Valerosa compañía,
si templáis el rigor de vuestra espada
y con clemencia oís la suerte mía,
conoceréis que fuisteis enviada
del Cielo, por aquesta ignota vía,
para sacar de bárbara costumbre
un cristiano, y de dura servidumbre.»

   Las manos altas y ojos en el cielo,
y ambas rodillas a la arena dadas;
de un cerdoso, revuelto y negro pelo,
las arrugadas carnes cobijadas;
en el plegado rostro sin consuelo,
de muerte mil señales estampadas,
llorando con sollozo descompuesto,
dice con ronca y débil voz aquesto:

   «Pues que cristianos sois, por Dios os ruego,
y por las almas que le gozan santas,
que luego me llevéis, llevadme luego
a la región del mundo (pues hay tantas)
más apartada, o entregarme al fuego,
antes que de estas gentes las gargantas
traguen mis flacas carnes, porque quiero
sólo saber que a manos de hombres muero.»

   Dijo, y los cuatro a compasión movidos
le alzan de tierra con abrazo estrecho,
de los adversos casos sucedidos
pidiendo que les cuente todo el hecho:
cómo entre aquellos hombres nunca oídos,
le arrojó la fortuna a su despecho;
ruéganle que su patria y nombre diga,
pues le ha ofrecido el Cielo suerte amiga.

   Viéndose con afecto acariciado,
más en él con sollozo el llanto crece.
Cual niño de la madre regalado,
a quien tras el castigo favorece,
que (conociendo el ánimo aplacado)
más, cuanto más le halaga, se enternece,
así el varón del hado perseguido
llora en el bien presente, aún no creído.

   «Mandáisme renovar, varones claros,
dijo, la triste, lastimosa historia,
cómo los hados míseros, avaros,
el camino torcieron de mi gloria.
Esto no podrá ser sin declararos
(si el dolor no me roba la memoria)
la suerte de mis tristes compañeros
más que querréis, bastante a enterneceros.

   «No os cause admiración el ver que hable
mi natural lenguaje conocido,
que aunque en hábito extraño, miserable,
soy español y en Écija nacido
(de Vandalia ciudad inexpugnable)
y es Aguilar, señores, mi apellido;
bastábaos de mi vida saber esto
mas, pues que lo queréis, seré molesto.»

   Que prosiga le ruegan con aliento,
deseando el suceso por extenso;
y así, con débil voz y ronco acento,
despidiendo un suspiro de lo intenso,
dice: «Pues el oírme os da contento,
dadme gratas orejas, aunque pienso
que el cuerpo, débilmente alimentado,
se hallará de vigor necesitado.

   «Después que de la Iberia el hado incierto
me trajo por mil mares peregrino,
sin jamás concederme amigo puerto,
al cabo me arrojó mi cruel destino
al Darién, para mí por malo cierto
(que éste del desdichado es el camino)
donde en guerra civil Núñez y Enciso,
procedían con término diviso.

   «De allí partí, a Valdivia acompañando,
que iba a Santo Domingo a dar noticia
al Almirante del motín y bando
que andaba (con sangrienta enemicicia)
entre los españoles, procurando
ser cada cual señor, rey y justicia,
con tiránicas fuerzas, opresiones,
movidos de codicias y ambiciones.

   «En una carabela nos metimos
(nunca al Cielo pluguiera) y, engolfados,
a poco trecho andado conocimos
nuestra contraria suerte y duros hados:
luego en los bajos y peligros dimos,
que llaman de las Víboras, forzados
de un repentino Ábrego lluvioso,
que amenazando vino a fin lloroso.

   «Un discorde lamento rompe el cielo,
del pueblo condenado a muerte dura,
no le consuela ya ningún consuelo,
ningún remedio humano le asegura.
Saltaron al batel del navichuelo
(sin viandas, sin velas, sin ventura),
elegido por medio postrimero,
veinte hombres, de los cuales fui el postrero.

   «Quedó en la carabela mucha gente
que tomara el seguirnos por partido,
pero fuele, por cosa conveniente,
con gran rigor y fuerza defendido:
que el frágil batelillo no consiente,
ni fue en su estrecho seno permitido,
que más de los que estábamos entrasen,
por más que su dolor manifestasen.

   «Muchos al levantado mar se echaron,
de entrar en el batel determinados,
pensando guarecerse, más quedaron
con lastimoso fin desengañados;
y algunos que las manos arrojaron
a los bordos, de amigos confïados,
las dejaron en ellos aferradas,
a hierro de sus troncos apartadas.

   «De sus puños al mar otros caían,
de los que a los lugares defendidos,
con los visajes últimos se asían,
los brazos al batel dejando asidos:
cuyos cuerpos cual piedras se sumían
sin poder ser del agua sostenidos,
que para recibirlos se apartaba
y, habiéndolos sorbido, se juntaba.

   «No fue con tal coraje defendida
la nao de Bruto de la griega gente,
ni en la dura, espantosa arremetida,
en ofender se vio tan diligente;
ni en apartar de sí la turba asida,
que procuraba entrarla abiertamente,
se mostró tan crüel, brava, sangrienta,
como nuestra barquilla en tal afrenta.

   «Contra caros amigos levantamos
las perjuras espadas, sin respeto
de la debida Fe que profesamos,
la entrada defendiendo con efecto.
Y no sólo el remedio les negamos
con riguroso y áspero decreto,
sino que a nuestras manos perecieron,
los que las suyas gratas ya no fueron.

   «Viose subir al cielo el mar furioso,
vuelto en montañas de agua, y despeñarse
muchos y, en el camino presuroso,
con otros que subían encontrarse,
a quien alzaba el golpe fortunoso
de las hirvientes olas, y al toparse,
las ocultas entrañas descubrían
que el elemento líquido teñían.

    «Otros en el hinchado mar metidos,
con las confusas olas peleando,
bajaban a su centro sumergidos,
el aliento vital apresurando;
y algunos de la furia compelidos,
del agua y viento fiero emparejando,
con el roto navío se encontraban,
y cual de blanda pasta se estrellaban.

   «O ya cansado el mar de sustentarle,
o de su fin el hado deseoso,
le acometió con gana de anegarle
con un collado de agua mortüoso,
ayudado del viento, que a arrojarle
fue bastante a un bajío peligroso
donde encalló, y las aguas le cubrieron
y los pocos de dentro perecieron.

   «No el barco en la isla Ogigia fabricado
por el hijo industrioso de Laertes
(de la bella Calipso compasado)
con gruesos troncos y tablones fuertes,
fue con tanto rigor despedazado
del marítimo dios, ni tantas suertes
de vientos en el mar jamás se vieron,
como a anegar la nave concurrieron.

   «El lastimoso caso apenas vimos
cuando, del mismo viento arrebatados,
por el hinchado golfo nos metimos,
de poder escapar desconfïados.
Trece soles, señores, anduvimos
por el líquido reino desmandados,
hasta que al catorceno nuestra suerte,
a Mayá nos echó, provincia fuerte.

   «Murieron de los veinte en el camino,
ocho, de sed, de hambre y desventura,
y comer de sus carnes nos convino
a los doce, y tenerlo a gran ventura.
Mas como tras un mal otro continuo
viene, con suerte rigurosa y dura,
para mayor miseria fui guardado,
de la dudosa vida asegurado.

   «Un bárbaro cacique (a cuyas manos
las nuestras desarmadas se rindieron),
juntando otros caciques comarcanos,
cuatro hombres y a Valdivia se comieron:
y a los demás, con actos inhumanos,
en un jaulón estrecho nos metieron,
fuerte, de gruesos troncos de madera,
para otra semejante borrachera.

   «El sangriento espectáculo reciente
de los caros amigos degollados,
y la espantable muerte que al presente
se avecinaba ya por todos lados,
los ánimos llenó de furia ardiente,
hasta allí flacos, débiles, cansados,
que cuando ya el morir se representa,
a nadie, aunque le llama, al fin contenta.

   «Quebrantamos la red, de ella huyendo
por ásperos lugares no sabidos,
las usadas veredas desmintiendo
(mas no sin gran temor de ser comidos),
y por una espesura discurriendo,
por do pensamos ir más escondidos,
al bajar por un valle recatados,
descubrimos cien bárbaros armados.

   «Estos sin resistencia nos prendieron
y a Xamanzana atados nos llevaron,
provincia do en prisiones nos metieron
hasta que a su señor nos presentaron:
otro bravo cacique, a quien pidieron
y encarecidamente suplicaron,
condolidos quizá, que nuestras vidas
fuesen a servidumbre reducidas.

   «Fue la gracia del bárbaro otorgada,
y con benignidad nos recibieron,
mas fue merced, señores, mal gozada,
que cinco de los siete se murieron
de grave enfermedad no bien curada,
que nunca sus achaques se entendieron.
Un marinero y yo quedamos vivos,
contentos con la vida, aunque cautivos.

   «Aqueste en Chetemal está casado
con una joven bárbara hermosa,
y ya como cacique está labrado,
gallarda usanza entre ellos, y vistosa.
Roguéselo y no quiso (de afrentado)
venir conmigo a libertad sabrosa,
o porque la mujer es rica y bella,
y vive contentísimo con ella.

   «Ocho veces de nieve la ribera
cobijó el día corto, y la campaña
dotó el largo de mieses placentera,
tostando el útil grano y frágil caña;
y otras tantas la dulce Primavera
los campos esmaltó con traza extraña,
y otras ocho los árboles más altos,
su sombra adelgazaron, de hojas faltos,

   «Después que mi fortuna miserable
entre estos hombres sin piedad me prueba,
y, con la patria, en queja lamentable,
mi memoria tristísima renueva.
Mas si del hado, en perseguirme estable,
y de esta gente, a vuestros ojos nueva,
hubiese de contar bien por su vía,
el sol sus doce signos correría.»

   Tapia replica, y por merced le pide,
de aquella gente las costumbres diga,
si la gobierna rey, y a dó reside,
y qué ley a observarla les obliga.
«Pláceme, respondió, si no lo impide,
del afligido aliento la fatiga.»
Callaron todos y Aguilar prosigue,
como en el canto por venir se sigue.


 
 
FIN DEL CANTO TERCERO